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FIEL A SÍ MISMA HASTA LA MUERTE María Estuardo fue una mujer valiente, apasionada y culta que vivió, casi desde su mismo nacimiento, atada por los deberes políticos que conllevaba su cargo y sometida a presiones de familiares y de todos aquellos que deseaban manipularla para mantener su propio poder, ya fuera político o económico. Pese a todo, nunca cejó en su intento de mantenerse fiel a sus principios y ser la mejor reina posible para su país. Incluso cuando ya su destino parecía decidido, siguió luchando por sus ideales y su libertad hasta el final. A día de hoy sigue siendo una figura controvertida: ensalzada como heroína romántica por muchos, vilipendiada por otros, tuvo la desgracia de vivir en un tiempo en el que las mujeres, incluso las reinas, no podían eludir las leyes que los varones imponían para ellas y, sin embargo, pese a su desgraciada muerte, ha logrado pasar a la historia como aquello que siempre quiso ser: un ejemplo de coherencia con sus ideales, haciendo valer, por encima de todo, su integridad.
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Seitenzahl: 198
Veröffentlichungsjahr: 2025
Índice
FIEL A SÍ MISMA HASTA LA MUERTE
I. SANGRE DE REINA
II. UN CORAZÓN VIVO
III. AFIANZARSE EN EL TRONO
IV. LA DIGNIDAD DE UNA REINA
V. ATRAPADA EN CAMPO ENEMIGO
VISIONES DE MARÍA ESTUARDO
CRONOLOGÍA
© Mercedes Castro Díaz por el texto
© Cristina Serrat por la ilustración de cubierta
© 2020, RBA Coleccionables, S.A.U.
Diseño cubierta y portadillas de volumen: Luz de la Mora
Diseño interior: tactilestudio
Realización: EDITEC
Asesoría narrativa: Ariadna Castellarnau Arfelis
Asesoría histórica: María de los Ángeles Pérez Samper
Equipo de coloristas: Elisa Ancori, Albert Vila y Francisco Javier Guarga
Fotografías: Wikimedia Commons: 159, 161; Blairs Museum: 160.
© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2025
Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
www.rbalibros.com
Primera edición en libro electrónico: octubre de 2025
REF.: OBDO859
ISBN: 978-84-1098-753-1
Composición digital: www.acatia.es
Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.
María Estuardo fue una mujer valiente, apasionada y culta que vivió, casi desde su mismo nacimiento, atada por los deberes políticos que conllevaba su cargo y sometida a presiones de familiares y de todos aquellos que deseaban manipularla para mantener su propio poder, ya fuera político o económico. Pese a todo, nunca cejó en su intento de mantenerse fiel a sus principios y ser la mejor reina posible para su país. Incluso cuando ya su destino parecía decidido, siguió luchando por sus ideales y su libertad hasta el final. A día de hoy sigue siendo una figura controvertida: ensalzada como heroína romántica por muchos, vilipendiada por otros, tuvo la desgracia de vivir en un tiempo en el que las mujeres, incluso las reinas, no podían eludir las leyes que los varones imponían para ellas y, sin embargo, pese a su desgraciada muerte, ha logrado pasar a la historia como aquello que siempre quiso ser: un ejemplo de coherencia con sus ideales, haciendo valer, por encima de todo, su integridad.
Una de las frases con las que se abre la magnífica biografía María Estuardo, de Stefan Zweig, resulta enormemente reveladora respecto a la visión ambivalente que libros, películas, obras de teatro e incluso óperas muestran sobre ella: «Quizá no haya ninguna mujer cuyos rasgos hayan sido trazados de manera tan divergente, ora como asesina, ora como mártir, ora como necia intrigante, ora como santa celestial. Curiosamente, esa variedad de su imagen no es culpa de la falta de material acerca de su figura, sino de la desconcertante abundancia del mismo». Sin duda, Zweig tiene razón: los estudiosos, historiadores y biógrafos disponen no solo de multitud de cartas enviadas por María a su madre, a su prima, la reina Isabel I de Inglaterra, a sus tíos, consejeros, esposos y familiares, sino que incluso se conserva una gran cantidad de retratos, joyas, vestidos y hasta los tapices que bordó durante sus largos años de reclusión.
Y, sin embargo, ¿quién fue María Estuardo? ¿La adolescente caprichosa y voluble que no supo estar a la altura de su condición de reina? ¿Una gobernante falsa y traidora, que engañó a sus esposos, a sus consejeros y a sus súbditos y que no dejó de maquinar conspiraciones hasta el mismo momento de su muerte? ¿La dama de profundas convicciones que prefirió sacrificarse antes que renunciar a su religión? ¿La mujer que se dejó llevar por las pasiones en demérito de la frialdad necesaria para tomar decisiones de Estado?
En realidad, nunca se ha juzgado a María Estuardo por sus actos, obras o decisiones, ni tampoco se la ha estudiado únicamente desde sí misma, desde su propia perspectiva, sino siempre en contraposición a su coetánea, y a quien se ha considerado su «opuesta», Isabel I, la llamada Reina Virgen. Así, en lo que en María de Escocia sería corazón, en Isabel de Inglaterra sería cerebro, lo que para muchos explicaría sus muy distintas suertes como gobernantes y reinas: mientras María fue depuesta a los veinticinco años y forzada a abdicar a favor de su hijo, Isabel, que permaneció soltera, reinó hasta la vejez y murió en el trono.
Pero ¿fue esto así? ¿Hasta qué punto fueron rivales? Se ha escrito que Isabel fue la «verdugo» de María, que sentía envidia de su juventud y belleza. Se ha dicho, también, que María nunca fue una reina tan inteligente como ella, que supeditó las decisiones que debía tomar como gobernante a su corazón, casándose con los hombres equivocados y poniéndose en sus manos a diferencia de Isabel, que prefirió mantenerse soltera para que los sentimientos, la vida familiar, no empañasen sus decisiones como reina. Pocos se preguntan, no obstante, por qué se vieron obligadas a elegir entre una opción u otra. Y, sobre todo, si es justo culpar a una de las decisiones y fracasos de la otra.
En realidad, a la luz de los hechos, ambas fueron esclavas de su género y de un entorno regido por ambiciones, ansias de poder e intereses masculinos y políticos empeñados en manejarlas a su antojo. María fue el fruto del matrimonio entre Jacobo V, un rey de un país empobrecido a causa de la belicosidad de los lores escoceses, con María de Guisa, una viuda con una magnífica dote que se vio obligada a dejar a su primer hijo en Francia, con solo tres años de edad, antes de partir para Escocia y hacer realidad los deseos de sus ambiciosos hermanos. Casada con un rey pendenciero e infiel que nunca llegó a apreciarla, María de Guisa tuvo que renunciar también a su hija, cuando esta fue enviada a Francia con apenas cinco años como prometida del delfín.
En Francia, la pequeña María Estuardo fue criada, «moldeada», por sus tíos, los Guisa, y por sus futuros suegros, los reyes franceses, para convertirse en una perfecta reina consorte. Adquirió la mejor educación, sí, pero siempre con vistas a no ser más que un complemento, un apoyo para su esposo. Fue criada para complacer, para lucir su belleza, para obedecer sin rechistar y estar a la sombra de un muchacho a quien no amaba y que era, además, no solo más joven, sino también menos inteligente y más débil de carácter y de salud.
¿Cómo esperar que María, separada de su madre a los cinco años, a merced de sus ambiciosos tíos, no fuera consciente desde la infancia de que tenía que someterse a los deberes que reclamaba la corona? La principal obligación de una joven princesa era dar herederos que legitimaran su dinastía, de modo que todos los intereses que rodeaban a María tenían que ver con su salud y su fertilidad: ¿soportaría bien un parto? ¿Daría a luz niños varones y sanos? En caso de no ser así, sería rechazada, repudiada y arrinconada, tal y como le sucedió cuando, tras apenas un año de matrimonio, su esposo, ya convertido en rey de Francia, falleció a causa de la enfermedad. María era una reina viuda de dieciocho años, pero, como no había dado herederos a Francia, no tenía ningún valor. Sin posición, ni respeto, ni siquiera un palacio donde vivir en el país que poco antes la había aclamado el día de su boda, debió volver a Escocia, trece años después de haber dejado el país, para reclamar su derecho a reinar allí, donde fue recibida por muchos como una extranjera.
Es, según muchos historiadores, a su llegada a Escocia cuando la rivalidad entre María e Isabel de Inglaterra cobra sentido. Son muchos los factores políticos que alientan esta rivalidad, entre ellos la religión, pues María era católica e Isabel, protestante. Sin embargo, no son pocos los documentos que demuestran que María e Isabel no fueron esas antagonistas que la historia, y en especial la ficción, se han empeñado en presentarnos. Lo cierto es que ni la una ni la otra eran especialmente religiosas; tampoco sus respectivos cargos les hicieron desear la muerte o la caída de la otra. Eran, sencillamente, dos mujeres jóvenes en dos cortes formadas por hombres que debían luchar por sus tronos y mantenerse a salvo de ataques y amenazas. En cuanto a María, pronto comprendió que, en realidad, ambas eran por igual vulnerables a las arengas, las amenazas y las ambiciones de los nobles y consejeros que las rodeaban. Ellas eran los símbolos, los nombres que enarbolaban quienes lideraban bandos encarados, pero se sentían por igual esclavas de sus obligaciones, atadas por sus deberes y rodeadas de consejeros y líderes religiosos mucho más exaltados y ambiciosos que ellas.
Lo cierto es que se respetaban y se reconocían como iguales. Mantuvieron contacto epistolar a lo largo de su vida y cuando María tomó la decisión de huir de su cautiverio en Escocia buscó refugio en Inglaterra, segura de que Isabel se lo concedería. No contaba con las complejidades políticas y religiosas de una época convulsa, ni con la traición y la manipulación de los hechos de los lores escoceses empeñados en hacerse con el poder. Isabel en un primer momento acogió a María, pero las acusaciones contra esta finalmente la obligarían a mantenerla durante dos décadas cautiva en Inglaterra, y durante ese tiempo María haría todo lo posible por recuperar su libertad y lograr regresar a Escocia. Pese a lo complejo de la situación, lo cierto es que ellas, incluso hasta el final, parecen comprender cada una la posición de la otra. De hecho, durante casi dos décadas Isabel eludió firmar ningún documento respecto al fatal destino de María y fluctuó entre el deber de proteger su trono y su reino y el reparo a condenarla por las conspiraciones y traiciones en las que María se vio envuelta.
Es por esto que María no merece ser descrita por comparación o contraposición con Isabel. No sería justo para ella porque su biografía es lo bastante apasionante como para tener entidad por sí misma. Rodeada de hombres que pretendían manejarla, manipularla a su antojo, la historia de María es la de una mujer que, desde niña, siempre se vio obligada a defenderse y desconfiar de sus consejeros más cercanos, que nunca dejó de recibir traiciones y deslealtad con el agravante de que, tras su muerte, fueron también los hombres de su entorno (y del de Isabel) los que escribieron sus primeras biografías, a veces con fines abiertamente propagandísticos, políticos y religiosos, vilipendiando a la una para ensalzar a la otra, mintiendo y manipulando los hechos históricos sin reparo.
El éxito de María radica en haber logrado sobrevivir en la memoria colectiva, en tanto que todos esos hombres que la enfrentaron a Isabel, vilipendiaron su memoria y, de algún modo, las llevaron a la ruina de muy diversas formas han perecido en el olvido.
María siempre seguirá siendo la heroína romántica que prefirió sacrificarse antes que renunciar a sus creencias y, pese a sus casi dos décadas de cautiverio, supo morir con dignidad y sin albergar rencor o resentimiento.
Hoy, más que nunca, es un ejemplo de resiliencia, de fuerza de voluntad y perspicacia, de valor y, sobre todo, de empeño: el empeño por no dejarse vencer, por mantenerse activa hasta el final incluso en su reclusión, por no dejar de luchar, de intentar resistir y buscar salidas y alternativas y, sobre todo, por buscar su libertad individual en un entorno empeñado en negársela desde la cuna. Veinte años de encierro no lograron doblegarla, se mantuvo fiel hasta el final a sus principios, y por eso su biografía ha de ser el mejor ejemplo para aquellas mujeres implicadas, día tras día, en la dura tarea de sobrevivir.
Volvería a Escocia y reinaría tal y como por su sangre le correspondía.
La muchacha, rubia y pálida, no quería dejar la cubierta. Por más que desde que habían partido del puerto de Calais, aquel 14 de agosto de 1561, sus damas de honor acudieron a suplicarle que bajara con ellas al lujoso camarote principal de la galera —primero María Beaton, luego María Seton, después María Fleming y, por último, María Livingstone—, ella se negó a atender sus ruegos. Ninguna de las cuatro Marías iba a convencerla, estaba dispuesta a seguir allí, de pie, aferrada a la baranda, contemplando cómo se alejaba de Francia, cómo se hacía cada vez más pequeña, hasta convertirse en un minúsculo punto en el horizonte que, finalmente, terminaría por desaparecer. Solo entonces María Estuardo, reina de Escocia, antes reina consorte de Francia, huérfana y viuda a sus dieciocho años, dejaría de mirar atrás, al país donde había crecido y pasado los últimos trece años, para comenzar a mirar hacia ese país que era el suyo, sobre el que había reinado en la distancia desde que había llegado al mundo y del que, excepto el idioma, desconocía casi todo. ¿Qué le deparaba el futuro? ¿Qué encontraría en Escocia, la tierra donde había nacido y que apenas recordaba?
Había intentado en los últimos meses aparentar tranquilidad, no revelar su inquietud a los embajadores que acudían a visitarla con la intención de averiguar sus planes, ni dejarles entrever su profunda desazón por su futuro ni su dolor por todos sus sueños rotos. Debía comportarse como la monarca que era, tal y como le habían enseñado su madre y su abuela; también su otrora suegra, la ahora todopoderosa Catalina de Médici, e incluso Diana de Poitiers, la amante de un difunto Enrique II de Francia que había sido como un padre para ella. María se había educado en su corte, donde las intrigas eran constantes. Por eso, y pese a su juventud, no ignoraba que, en el momento de su partida, aguardaban en el puerto de Calais, además de enviados de la Corona francesa encargados de dejar constancia de su salida del país sin incidentes, espías ingleses de incógnito a las órdenes de Nicholas Throckmorton, el embajador de la reina de Inglaterra —su prima Isabel—, con quien todos, de una u otra manera, intentaban enfrentarla.
Fue por ello por lo que, cuando su galera soltó amarras, María Estuardo se obligó a mostrarse serena y animada, a fingir incluso que ignoraba el desgraciado accidente que poco antes había protagonizado en el muelle, junto a su nave, una barca de pescadores que zozobró y se hundió ante sus ojos provocando la muerte de toda su tripulación. Pese a que no pudo dejar de pensar que aquel era un triste augurio para su viaje, procuró por todos los medios que su rostro continuase impasible, sin mostrar el menor atisbo de emoción o temor, para que nadie pudiese correr a informar a Isabel de que se mostraba asustada como una niña frágil y vulnerable, temerosa de los piratas que pudieran atacar sus barcos. No les daría ese placer, decidió María, y apretó los labios y se mantuvo digna e imperturbable, como la reina que era, hasta que su barco se alejó del puerto para internarse en el Atlántico, rumbo al mar del Norte.
Pero por dentro estaba rota. En poco menos de un año había perdido todo cuanto amaba y, ahora, también perdía el país que había sido su hogar, donde se había formado como persona, también como reina.
De pie, aguardó impasible mientras los remos chapoteaban alejando el barco del muelle y, cuando se supo lejos de la mirada de los espías de Isabel, no pudo evitar que las lágrimas comenzaran a surcar sus mejillas. Adieu, France!, exclamó, primero en un murmullo y cada vez más alto a medida que la nave se internaba en aguas abiertas. Adieu, ma chère France, repetía entre sollozos. Alarmadas, sus cuatro damas la rodearon, pero María se empeñaba en mirar atrás, a esa Francia cada vez más lejana. Necesitaba hacerlo, sabía que muy probablemente nunca regresaría al lugar donde había sido feliz.
María Estuardo había llegado al país galo a la edad de cinco años. No guardaba muchos recuerdos de aquel viaje por mar a excepción de que había llorado, y mucho, no por abandonar su país, sino porque en él dejaba a su madre, María de Guisa. Cómo podría llorar por Escocia si prácticamente desde su nacimiento su existencia allí había sido azarosa. Para ella, en aquellos años de su primera infancia, la idea de hogar no existía. Tampoco la de patria, era una niña errante con un único anclaje: su madre. En esa palabra, «madre», cabía para María todo su mundo y todas las demás palabras: casa, cobijo, pertenencia, tranquilidad, cuna, regazo.
Su madre le había explicado cuanto necesitaba saber sobre sus orígenes, como que había nacido el 8 de diciembre de 1542 en el palacio de Linlithgow, cerca de Edimburgo, solo dos semanas después de la derrota de las tropas comandadas por su padre, el rey Jacobo V, ante el ejército inglés de Enrique VIII en la batalla de Solway Moss. No había sido ni sería la última batalla entre las fuerzas inglesas y escocesas, por más que Jacobo V, como hijo de la hermana mayor de Enrique VIII, Margarita Tudor, fuera el sobrino del rey inglés. A pesar del parentesco entre los soberanos, Inglaterra y Escocia eran reinos vecinos y en continua disputa respecto a sus fronteras, una realidad a la que se unía el afán expansivo de Enrique VIII frente a la tradicional belicosidad de los lores escoceses, jefes de unos clanes conformados desde tiempos inmemoriales que no dejaban de luchar, aliarse, reconciliarse y volver a litigar entre ellos por las más espurias razones.
Los escoceses sentían que su fidelidad se debía en primer lugar a su clan y, solo después, a su rey, y por eso los lores ostentaban tanto poder. Sus monarcas, a diferencia de los ingleses o franceses, no gobernaban a su antojo a una nobleza que dependía de ellos, sino que era el rey quien debía mendigar el apoyo de los lores, beligerantes, suspicaces y egoístas que, a cambio, demandaban cada vez más privilegios y prebendas.
Ya en la carta con la que Jacobo V solicitaba a finales de 1537 la mano de María de Guisa reconocía que el trono escocés era pobre, mermado en su poder y siempre a merced de los caprichos y exigencias de los lores. De hecho, si había reparado en ella, la hija mayor del duque Claudio I de Guisa, era por la importancia de su dote, que aliviaría las exiguas arcas escocesas, así como por su probada fortaleza física y su demostrada capacidad para darle un heredero.
Los Guisa eran una familia extremadamente ambiciosa y cada vez más poderosa en Francia. Claudio de Guisa había casado a su hija mayor, María, a los dieciocho años con Luis II de Orleans, duque de Longueville, en un matrimonio muy ventajoso en lo económico que, pese a ser acordado, había sido feliz para ambos cónyuges. Fruto de esa unión María de Guisa había alumbrado, al año de su boda, a un varón nacido en octubre de 1535 al que llamaron Francisco, y se hallaba nuevamente en avanzado estado cuando, el 9 de junio de 1537, su esposo falleció tras una repentina enfermedad. Viuda a los veintiún años, dos meses después daría a luz a otro varón que falleció a los pocos meses de vida, dejándola desolada, rota y con el único consuelo de su pequeño Francisco; un niño del que, por imposición paterna, no tardaría en tener que separarse.
Como le explicaría a su hija, una mujer noble tenía la obligación de acatar sus deberes y aceptar su papel en el juego de matrimonios y alianzas que orquestaban los señores de sus casas. María de Guisa era inteligente, culta, educada, bella y, sobre todo, fuerte. Había demostrado con sus dos embarazos su fertilidad y ello había dado lugar a que dos reyes viudos solicitaran su mano: Enrique VIII de Inglaterra y Jacobo V de Escocia. Fue el monarca francés quien decidió su destino por ella: debido a su importancia estratégica, Francia deseaba mantener una estrecha vinculación con Escocia, por lo que María de Guisa, poco después de enviudar y de perder a su bebé, se convertiría en la esposa de su rey y, pese a su fama de mujeriego, haría todo lo posible por darle herederos.
Cuando su madre le contaba cómo había tenido que acatar aquella orden sin rechistar, la pequeña María se sentía arder de furia: ¿por qué las mujeres debían acallar sus deseos en pos de los intereses dinásticos o políticos de los hombres? ¿Por qué debían dejarlo todo atrás por obedecer a sus padres o a sus reyes y que ni siquiera sus hijos fueran suyos? Ella, que se sabía reina de su país por más que apenas supiera leer, solía abrazar a su madre y le prometía que, cuando fuera mayor, cambiaría las leyes para que ninguna mujer tuviera que soportar las mismas injusticias. María de Guisa, entonces, sonreía pensativa y jugueteaba con una cuerda de seda que siempre llevaba enrollada en su muñeca.
La niña conocía su significado: al marchar a Escocia, en junio de 1538, su madre se había visto obligada a dejar a su hijo atrás. Francisco, ahora nuevo duque de Longueville, se debía a su sangre, a su título. No importaba que tuviera solo tres años: una madre podía ser sustituida por ayas y tutores, pero su lugar al frente del ducado era prioritario. María de Guisa podía cruzar el mar y someterse a un nuevo esposo y correr el riesgo de enfermar por el inestable clima escocés o morir en un parto. Su hijo, en cambio, era demasiado valioso para salir de una Francia que consideraba a los escoceses casi salvajes.
Sin embargo, a pesar de la distancia y de cuánto le había costado acostumbrarse a la rudeza escocesa, a sus castillos carentes de comodidades, a ese esposo, Jacobo V, dotado de un innegable carisma pero demasiado habituado a retozar con cuantas mujeres pudiera, no permitió que el vínculo con su pequeño se rompiera. Le escribía largas cartas y poco a poco el niño empezó a respondérselas. En una le envió una cuerda de seda que medía tanto como él para que pudiera comprobar cuánto había crecido. Era esa la cuerda que la pequeña María veía siempre enrollada en la muñeca de su madre y que le recordaba que allí, en Francia, tenía un hermano.
Habría podido, en realidad, tener dos hermanos más: pocos meses después de su boda con Jacobo V, María de Guisa anunció un nuevo embarazo, y en mayo de 1540 nació el príncipe Jacobo, el soñado heredero. Siete meses más tarde, en diciembre de ese mismo año, se embarazaría de nuevo. En abril de 1541 nació su segundo hijo, otro varón, Roberto, pero solo dos días después del parto este falleció y pocos días después, de forma repentina, moría también su hermano Jacobo. María de Guisa tenía veinticinco años, tres hijos muertos, un corazón devastado y una cuerda de seda enrollada en la muñeca que le recordaba que su único hijo vivo estaba muy, muy lejos.
Pero una vez más, con un valor casi insoportable, volvió a cumplir con sus obligaciones y a dar un nuevo heredero al trono, esta vez una niña, María, sana y fuerte como ella, a la que su padre no llegó a conocer: tras la ominosa derrota de Solway Moss, en la frontera sur de Escocia, Jacobo V, desolado y agotado, se retiró a su castillo de Falkland a causa de unas fiebres contraídas en el campo de batalla. Allí le fue comunicado el nacimiento de su hija, María, y solo seis días después, el 14 de diciembre, con treinta años, fallecía él, probablemente a causa del cólera o de disentería.
Ahora, María regresaba a una Escocia que no era próspera, ni grande, ni poderosa. A sus dieciocho años era consciente de esto más que nunca, pero sabía que tenía una importancia estratégica por su cercanía a Inglaterra y a Francia, dos países que, junto con España, eran las mayores potencias de Europa, y que nunca habían dejado de alejarse, acercarse y enfrentarse en continuas alianzas, guerras y disputas.
