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Alfonso Reyes

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Beschreibung

Reúne textos de diversa naturaleza, género, tono y época. Se trata de una colección de materiales autobiográficos de uno de los personajes más importantes de la cultura en México a través del pasado y el tiempo que le tocó vivir. Alfonso Reyes habla de su árbol genealógico, sus amistades literarias, las tribulaciones de su vida y otros temas ligados con la historia de México de manera inexorable: desde la heroica vida de su abuelo, Domingo Reyes, hasta los incidentes de su vida de enfermo.

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Memoria

COLECCIÓNCAPILLA ALFONSINA

Coordinada por CARLOS FUENTES

Memoria

Alfonso Reyes

Prólogo MARGO GLANTZ

Primera edición, 2008    Primera reimpresión, 2011 Primera edición electrónica, 2015

Coordinadora editorial: Dalia Valdez Garza Asesor de colección: Alberto Enríquez Perea Viñetas: Xavier Villaurrutia Diseño de portada e interiores: León Muñoz Santini

D. R. © 2008, Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey Av. Eugenio Garza Sada, 2501; 64849 Monterrey, N. L.

D. R. © 2008, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008

Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-2620-2 (ePub)

Hecho en México - Made in Mexico

ÍNDICE

PRÓLOGO, por Margo Glantz

MEMORIA

De Cuernavaca a Ayutla [1957]

Oración del 9 de febrero [1930]

Rumbo al Sur [1918]

De las conferencias del Centenarioa los Cartones de Madrid [1955]

Los cuatro avisos [1947]

Hay que interesarsse por los recuerdos,harina que da nuestro molino.ALFONSO REYES, Reloj de sol

PRÓLOGO

MEMORIAS DE ALFONSO REYESMargo Glantz

LOS TEXTOS

NO TENGO LA PRETENSIÓN de hacer un deslinde aquí de lo que separa las memorias de la autobiografía, el autorretrato o los diarios íntimos, ni siquiera de lo que Reyes llama anécdotas o recuerdos en el epígrafe de su Reloj de sol, cuya primera parte lleva precisamente ese nombre:

Hay que interesarse por las anécdotas. Lo menos que hacen es divertirnos. Nos ayudan a vivir, a olvidar, por unos instantes: ¿Hay mayor piedad? Pero, además, suelen ser, como la flor en la planta: la combinación cálida, visible, armoniosa. Que puede cortarse con las manos y llevarse en el pecho, de una virtud vital.1

Y no lo hago porque en los textos coleccionados en esta antología, Reyes mezcla distintos tipos de relatos que no podrían catalogarse simplemente; para empezar, si intenta esbozar una genealogía, escribe un texto de corte decimonónico casi folletinesco —“De Cuernavaca a Ayutla”—, relato a la cabeza de esta compilación; allí narra algunos episodios de la heroica vida del abuelo, el coronel Domingo Reyes, reproducidos aquí muy parcialmente, a pesar de su interés. Nos enfrentamos también con escritos en que los recuerdos van plagados de dramatismo, resonancias épicas y hasta ensoñaciones, como bien puede apreciarse en su estupenda Oración del 9 de febrero, escrita en Buenos Aires, y en la cual apunta al final “20 de agosto de 1930”, día en que su padre cumpliría 80 años, editada en 1969 por Gastón García Cantú, diez años después de la muerte de don Alfonso, a instancias de su viuda doña Manuela Mota: da cuenta de un episodio particular de la Decena Trágica, en 1913, culmina con la muerte violenta del general Bernardo Reyes. En ese relato, aunque posterior, resuenan ecos de Días aciagos, diario iniciado un día turbulento en pleno comienzo de la Revolución, en la ciudad de México, el 3 de septiembre de 1911, y mantenido hasta 1930, aunque aquí sólo se incluya un fragmento que concluye el 10 de octubre de 1914, fecha en que Reyes había logrado instalarse en Madrid, después de varias peripecias sufridas en Francia, conectadas con los sobresaltos revolucionarios de México.

Se incorpora enseguida a la antología un fragmento de Fronteras, intitulado Rumbo al Sur, texto publicado primero en la Revista de la Universidad en 1955; describe con mayor minucia, aunque repitiendo anécdotas ya contadas en el texto anterior —matizándolas y añadiendo nuevas—, algunas de sus tribulaciones y las de su familia durante su exilio en Francia y sobre todo en Madrid; tomados de diarios y de apuntes anteriores, resulta evidente que los recuerdos tamizados por el paso de los años (1914 a 1955) reiterarán ciertos datos, olvidarán otros y añadirán nuevos. El cuarto fragmento aquí compilado se intitula “De las conferencias del Centenario a los Cartones de Madrid”. Hace una especie de inventario de sus publicaciones en México y luego en el exilio; repasa también varias de las peripecias y experiencias que ya ha contado en los textos anteriores, experiencias relacionadas con la muerte de su padre, la de Madero y la dictadura de Huerta; ocupa luego su puesto diplomático en París, más bien como “mecanógrafo de categoría”. La “ciudad luz” lo impacta, le sirve de escudo su biblioteca, trasladada de México hasta París; rápidamente, inicia nuevas amistades —Raymond Foulché-Delbosc, director de la Revue Hispanique o el crítico Ernest Martinenche— y reencuentra viejos amigos, como los pintores Diego Rivera y Ángel Zárraga. La caída de Victoriano Huerta lo deja sin empleo y la Guerra Mundial lo hace exilarse junto con su familia en Madrid, donde pasará diez años “de intensa actividad”, viviendo de su pluma primero y luego como diplomático en la legación de España. En sus recuerdos don Alfonso habla de sus amistades literarias y de sus conexiones con las más importantes publicaciones de esa época en Madrid en las que colabora y de los libros que allí publica.

Este volumen remata con un texto escrito en 1953, ya al final de su vida, cuando atacado de un padecimiento al corazón, enfermedad de la cual moriría el 27 de diciembre de 1959, utiliza su propio cuerpo como centro del relato: rememora Los cuatro avisos que desde 1944 lo convertirían en un enfermo crónico, hecho que lo obligará a vivir en lo sucesivo a un ritmo más lento, o andantino, como él mismo lo denomina, narrado con un tono melancólico, sentencioso, filosófico:

el aislamiento, una dolencia que no abate y deja margen a la meditación, determina un clima propicio para el examen de la propia conducta. Y más cuando la enfermedad hace padecer poco, pero se sabe mortal y que puede vencernos de súbito en cualquier instante, al menor descuido.

El tono se transforma en maestoso en la siguiente sección incluida aquí; se intitula Cuando creí morir. Cuenta con minucia sus peripecias de enfermo y, curiosamente al mismo tiempo, su intensa laboriosidad, pues “la amenaza era grave, pero el sufrimiento muy llevadero”: energía extraña dadas las circunstancias; jamás menguada, le permite traducir libros, releer otros, preparar volúmenes misceláneos, disponer para la imprenta nuevos textos, retocar algunos más, escribir poesía y colaborar con artículos en la Nueva Revista de Filología Hispánica, dirigida por Amado Alonso, aunque en realidad lo haría Raymundo Lida, recién llegado de Buenos Aires.

EL ABUELO: DE CUERNAVACA A AYUTLA

AL LEER ESTOS ENSAYOS llama de inmediato la atención su estrecha ligazón con la historia del país. No se trata solamente de contar las peripecias de una vida individual, como en la autobiografía tradicional, ni tampoco de privilegiar el acto de conocerse a sí mismo a través de la escritura, como es el caso de varios escritores europeos, empezando con Rousseau, Gide, Leiris, De Quincey, Kafka, Virginia Woolf. Aun los acontecimientos más banales de su vida cotidiana y de los suyos —en especial su padre, aunque también su abuelo— están ligados inexorablemente a la historia de México, el pasado y el tiempo en que le tocó vivir; podríamos subrayar, exagerando que, casi por derecho de nacimiento, el transcurrir de la familia Reyes está en estrecha conexión con los sucesos fundamentales que determinan a la Nación, así con mayúscula: con sólo existir él y su familia forman parte de la historia, son historia. ¿No nos dice acaso en ocasión de la muerte del padre: “Por las heridas de su cuerpo, parece que empezó a desangrarse para muchos años, toda la patria”? (Cursivas mías.)

Carlos Monsiváis pregunta en uno de sus ensayos sobre Reyes:

¿Cómo a principios de siglo en México, desaprovechar ostensiblemente la condición de hijo del general Bernardo Reyes, aspirante a la Presidencia que ha sido secretario de Guerra y gobernador de Nuevo León, uno de los hombres menos débiles de la República al mando de un solo Hombre Fuerte?2

En ocasiones me recuerda al Guillermo Prieto de Memorias de mis tiempos, escritor popular, pero, como la mayor parte de los liberales, actor decisivo en los acontecimientos más relevantes del siglo XIX en México: nada de los hechos de importancia de su tiempo le es ajeno, antes bien, parecería que su intervención hubiera sido decisiva en ellos.

La vida del coronel Domingo Reyes recorre parte del siglo, también; “nacido en Nicaragua vino a México en un barco procedente de Panamá, junto con otros españoles. Por eso quizá en Guadalajara, adonde llegó a avecindarse, los llamaron ‘los panameños’”.3 En el breve fragmento que le dedica don Alfonso se condensa una gran parte de la difícil gestación de un nuevo Estado, durante la época de la anarquía y las frecuentes apariciones y desapariciones de quien fuera llamado “el Dictador Resplandeciente”. Don Domingo ingresa en las filas liberales en 1833 y se aparta de los regímenes centralistas dominados por la figura de Antonio López de Santa Anna, “ebrio de pronunciamientos y contrapronunciamientos —legítima herencia de España— (agrega maliciosamente Don Alfonso)”, para regresar a filas en 1846. De 1833 a 1846 han sobrevenido la Guerra de Texas, la de los Pasteles, la guerra separatista de Yucatán. Se alude al dictador con epítetos, Reyes lo llama “Salvador que nunca salvó nada”, “Don Juan del pronunciamiento”, y contra él lucha el abuelo, ferviente liberal y teniente coronel de caballería:

Don Domingo, al frente de la Caballería Nacional, núcleo con que contaba el Estado para defenderse de la invasión norteamericana, asciende a coronel y recibe el encargo de limpiar el campo de malhechores, desempeño en que mereció la confianza de los pueblos y en que otra vez lo encontramos hacia el fin de sus días. Por entonces nació mi padre. [Cursivas mías.]

Su padre hace irrupción de repente, en medio de cruentas guerras y azarosas batallas, hijo de un personaje legendario, épico, quien participa en innumerables combates y, por obra del destino —casi folletinesco—, sobrevive ileso, mientras sus demás compañeros mueren sucesivamente en cada uno de los arduos encuentros. Sus hazañas causan la más profunda admiración entre sus jefes: “El altivo militar —Miñón— se inclinaba ante aquel caballero de talla corta, de pocas palabras y de cabecita torcida”.

Indirectamente, Reyes hace del cuerpo de su abuelo —reiterado por analogía, de generación en generación— el lugar mismo de lo enunciado: a pesar de su cuerpo insignificante, de sus defectos físicos —“cabecita torcida”—, el ilustre militar es superior al guapo usurpador.

El abuelo volvió a la vida privada, de que había de sacarlo otra vez la Revolución de Ayutla. El 22 de agosto de 1855, en efecto, entraba en Guadalajara, al frente de su caballería y en el séquito de Comonfort, con el Ejército Restaurador de la libertad. [Mayúsculas en el original.] Aparece una nueva generación, una nueva casta de hombres. [Cursivas mías.]

Inequívocamente, esa raza nueva es la promotora de una patria fuerte y sólida; la patria ha engendrado a una casta de liberales que hicieron frente a otra de las grandes guerras del siglo XIX, la Intervención francesa: la generación de Zarco, Ramírez, Prieto, Juárez, Ocampo, habría de restaurar a la República y propiciar, quizá sin quererlo y obviamente sin saberlo, la paz porfiriana, régimen dentro del cual don Bernardo Reyes fue una de las figuras principales. Luis González escribe en su ensayo “El triunfo del liberalismo” en la Historia General deMéxico, promovida por El Colegio de México:

Fuera de estos veinte —es decir las principales figuras del grupo de los Científicos— el dictador usaría los servicios de otros cinco hombres prominentes de la misma generación de los anteriores: Joaquín Baranda, Diódoro Batalla, Teodoro Dehesa, José López Portillo y Bernardo Reyes.4

LA TRADICIÓN PATERNA: ORACIÓN DEL 9 DE FEBRERO

UN CONTRASTE SIGNIFICATIVO marca el obituario al padre, por un lado lo compadece, es una persona normal: “Hace 17 años murió mi pobre padre”. Luego, lo exalta, le da estatura heroica, lo compara con el Cid Campeador y describe con grandilocuencia su personalidad:

Y como su espíritu estaba en actividad constante, todo el día agitaba las cuestiones más amenas y más apasionadoras y todas sus ideas salían candentes, nuevas y recién forjadas, al rojo vivo de una sensibilidad como no la he vuelto a encontrar en mi ya accidentada experiencia de los hombres.

Obituario hecho de paradojas, subraya además otra dicotomía: el padre, militar-funcionario, es como una figura ausente (“Su presencia real no es lo que más echo de menos”), una figura simbólica asociada a lo que Reyes más aprecia en la vida, el rigor y la literatura (durante unas vacaciones pasadas en Monterrey, Reyes encuentra a su padre leyendo la primera edición de los Cantos de vida y esperanza de Rubén Darío). La presencia física del padre no le es necesaria: “Con todo, yo me había hecho ya a la ausencia de mi padre, y hasta había aprendido a recorrerlo de lejos como se hojea con la mente un libro que se conoce de memoria”. (Cursivas mías.) Es un padre-libro, transformado en objeto, puede hojearse y poseerse, asimilar sus logros y sus conocimientos, heredar su valentía, sus dotes más preciadas, sin importar que vaya aureolado de lejanía: “como era un hombre tan ocupado, pocas veces esperaba yo de él otra cosa que no fuera una carta de saludo casi convencional”.

En este vaivén, el padre es visto como un simple mortal a quien puede compadecerse y a la vez como un sujeto susceptible de transformarse en una figura excepcional, operación, para Reyes, simplemente un asunto de “economía inconsciente del alma”, dinámica efectiva, idealiza y convierte al ser amado en un fetiche: “un supremo recurso, como esa arma vigilante que el hombre de campo cuelga a su cabecera aunque prefiera no usarla nunca”. Esta confesión es curiosa, proviene de un hombre para quien la introspección no es un hábito literario, pues “es difícil bajar a la zona más temblorosa de nuestros pudores y respetos”; Reyes recurre a la descripción y a la enumeración para dar cuenta de sus experiencias cotidianas y aun aquellas que parecerían más extremas suelen relatarse con ligereza y sentido del humor.

La muerte del padre es vivida naturalmente como un acontecimiento doloroso para los íntimos; aunque ese sentimiento natural se manifieste en la expresión “mi pobre padre”, el duelo no sólo lo alcanza a él y a su familia sino a la patria toda:

Mi natural dolor se hizo todavía más horrible por haber sobrevenido aquella muerte en medio de circunstancias singularmente patéticas y sangrientas, que no sólo interesaban a una familia, sino a todo un pueblo. Su muerte era la culminación del cuadro de horror que ofrecía entonces la ciudad.

Con la desaparición de mi padre, muchos, entre amigos y adversarios, sintieron que desaparecía una de las pocas voluntades capaces, en aquel instante, de conjurar los destinos. [Cursivas mías.]

En efecto, el general Bernardo Reyes, quien había sido gobernador de su estado y ministro de la Guerra durante el Porfiriato, había luchado contra la Invasión francesa, en su juventud, librado batallas contra los indios nómadas que asolaban las fronteras del norte del país, proclama el 16 de septiembre de 1911 el Plan de la Soledad desde Texas, donde prepara la rebelión que intentaría llevarlo a la presidencia. Su conspiración se frustra, tiene que rendirse el 25 de diciembre en Linares —rendición acotada trágicamente por su hijo— y es llevado prisionero a Santiago Tlatelolco (nótese la casi cabalística persistencia del general Reyes por empezar o terminar sus hazañas en días de simbólica importancia). La rebelión contra Madero se inicia simultáneamente el 9 de febrero de 1913, liberan a Félix Díaz y al general Reyes de sus respectivas prisiones y el contigente marcha hacia Palacio en tres columnas; don Bernardo dirige la segunda y muere en el combate, en una operación que algunos catalogan como bochornosa y otros como suicida.

Dos años antes, en 1911, al mencionar a quienes forman parte del Ateneo de la Juventud, el escritor peruano Francisco García Calderón (a quien luego encontró en Europa), se detiene en Alfonso Reyes, “el efebo” del grupo, y en su padre:

Alfonso Reyes es entre ellos el Benjamín. En él se cumplen las leyes de la herencia. Su padre es el general Bernardo Reyes, gobernador ateniense de un estado mexicano, rival de Porfirio Díaz, el presidente imperator. Anciano de noble perfil quijotesco, de larga actividad política y moral, protegió siempre las letras y publicó, en nueva edición, el evangelio laico del gran crítico uruguayo. Alfonso Reyes es también paladín del “arielismo” en América. Defiende el ideal español, de armonía griega, el legado latino, en un país amenazado por turbias plutocracias.5