Obras completas, XIV - Alfonso Reyes - E-Book

Obras completas, XIV E-Book

Alfonso Reyes

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Beschreibung

El presente volumen contiene tres series de ensayos totalmente dedicados al quehacer literario y a sus contingencias a la hora de ejercerlo. Toca temas varios como el trabajo biográfico, la traducción, la crítica, la reseña y el estilo.

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ALFONSO REYES

La experiencia literaria

Tres puntos de exegética literaria

Páginas adicionales

letras mexicanas

FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

Primera edición, 1962Primera edición electrónica, 2016

D. R. © 1962, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-3854-0 (ePub)

Hecho en México - Made in Mexico

NOTA PRELIMINAR

La norma cronológica que nos propusimos observar en la edición de La crítica en la edad ateniense y La antigua retórica, vol. XIII de las Obras Completas de Alfonso Reyes, tiene en el presente volumen y en el siguiente la aprobación previa de su autor. El último proyecto de organización de las Obras que Reyes dejó manuscrito agrupa en este orden “otro” volumen que no alcanzó a numerar: La experiencia literaria, Tres puntos de exegética literaria, El deslinde “y lo salvable de Teoría y Ciencia de la Literatura”. Ante la imposibilidad de ofrecer un solo volumen con tal material, aprovechamos el orden declarado de los tres impresos, que coincide con el cronológico de redacción y muy aproximadamente con el de su impresión original. El volumen XIV, formado por La experiencia literaria y los Tres puntos de exegética, y el XV, por El deslinde, no sólo consiguen la sucesión temporal en que sus títulos se redactaron, sino también la natural secuencia temática que los liga directamente con el volumen anterior: historia de la crítica y de la retórica y experiencia, exégesis y teoría de la literatura. Todo ello de acuerdo con la voluntad expresa de Reyes.

El original de La experiencia literaria (con el título de Coordenadas, que pasó a ser el subtítulo de la primera edición) ya estaba listo para la imprenta por septiembre de 1941. El 26 de agosto de ese año Reyes leyó como conferencia en el Palacio de Bellas Artes el ensayo “Aristarco o anatomía de la crítica”: es la fecha más cercana de las que van al calce de los ensayos. Por entonces Reyes tuvo tratos con la Orquesta Sinfónica de México, patrocinadora de la conferencia, para la edición del volumen; no llegaron a buen fin, y decidió enviarlo a Buenos Aires. Cuando lo visitaron Jaime García Terrés y Wilberto L. Cantón, miembros del Segundo Ateneo de la Juventud, les confió esta decisión, pero todavía no lo había remitido. Al fin fue enviado a la Editorial Losada, S. A., que lo lanzó al mercado a fines de 1942. Todos estos detalles podrán verse con precisión cuando se publique el diario que llevó Alfonso Reyes, desde 1924 hasta su muerte.*

“Los ensayos de este libro —dice Reyes en la brevísima nota introductoria— [fueron] escritos separadamente, en diversas épocas, y a veces refundidos varios años después de su primera redacción…”; si atendemos a las fechas que llevan al pie, el ensayo más antiguo resulta ser el de la “Teoría de la antología” (1930), que no fue retocado; le siguen los “De la traducción” y “Categorías de la lectura”, redactados en 1931 y revisados o “refundidos” en 1941; de 1933 son “Aduana lingüística”, también rehecho en 1941, y “Jacob o idea de la poesía”; de 1939 y ya fechados en México son “Hermes o de la comunicación humana”, refundido en 1941, y “Sobre crítica de los textos”; también de 1939 es “Detrás de los libros”, pero por la omisión de “México” en la fecha parece ser anterior al regreso definitivo a México, fines de enero de ese año; “Apolo o de la literatura”, “La biografía oculta”, “El revés de un párrafo”, “El revés de una metáfora” y “Escritores e impresores” llevan fecha de 1940; “Aristarco o anatomía de la crítica” no está fechado, pero sabemos que fue leído públicamente el 26 de agosto de 1941; ambas circunstancias nos hacen pensar que es del mismo año de 1941, lo mismo que “Perennidad de la poesía” y “Marsyas o del tema popular”, que tampoco llevan fecha. Era natural que Reyes se empeñara en fechar los ensayos anteriores y no los de reciente composición; si calzó la fecha de 1941 en algunos de ellos, fue para indicar el lapso en que los escribió o para señalar la refundición a que los sometía al juntarlos en volumen.

Los datos bibliográficos de la primera publicación periodística de la mayoría de estos ensayos, puestos ahora en la última nota al pie de página de cada uno, tal como Reyes lo hizo en notas manuscritas en su ejemplar personal, no hacen más que corroborar nuestro anterior intento de cronología. Cuando más, afinan en unos meses la precisión del año en que están fechados o del que les atribuimos. Así, “Hermes o de la comunicación humana”, fechado al calce “México, 1939-1941”, fue publicado en Filosofía y Letras en el número correspondiente a julio-septiembre de 1941, lo cual viene a indicar que su refundición data del primer semestre de ese año. “Marsyas o del tema popular” no fue fechado por Reyes, pero sabemos por su nota manuscrita que fue publicado en una primera versión más extensa en La Prensa de Buenos Aires, entre el 27 de junio y el 17 de agosto de 1941. “Apolo o de la literatura” lleva fecha de 1940: se publicó, efectivamente, en diciembre de 1940 con el título de “Sumario de la literatura” en la revista Sur de Buenos Aires. “Aristarco o anatomía de la crítica”, leído el 26 de agosto de 1941: muy pronto siguió el mismo camino a Buenos Aires, donde apareció en La Prensa el 2 de noviembre. “Detrás de los libros”, fechado en 1939, apareció también en La Prensa el 26 de noviembre de aquel año. “El revés de un párrafo”, de 1940, se publicó en abril del siguiente en El Libro y el Pueblo, de México. “El revés de una metáfora”, carta a Amado Alonso, es el único que lleva data completa: México, 27 de mayo de 1940. “Teoría de la antología” esperó varios años las letras de molde: redactada en 1930, aparece en La Prensa de Buenos Aires el 23 de febrero de 1938. “De la traducción” quedó inédito, y según las fechas al pie se redactó entre 1931-1941 o se refundió en la última cifra. “Categorías de la lectura” lleva las mismas fechas: su publicación en Sur, otoño de 1932, indica que en 1941 fue refundido. Lo propio sucede con “Aduana lingüística”, publicada originalmente en Literatura, de Río de Janeiro, 5 de agosto de 1933, y que lleva al pie los años de 1933-1941. “Sobre crítica de los textos”, ensayo escrito en “México, 1939”, se publicó en La Prensa, de Buenos Aires el 17 de diciembre de 1939. “Escritores e impresores”, redactado en “México, 1940”, apareció también en La Prensa, 30 de marzo de 1941, con el título “Para una asociación de tipógrafos”. Entre 1929-1941 se elaboraron “Las jitanjáforas”, según su primera nota al pie que da la genealogía bibliográfica de adiciones y en la que el autor declara en presente que “procede a una refundición de aquellos textos, para darles cierta unidad”. El ensayo final, “Perennidad de la poesía”, en realidad una carta a Germán Pardo García, se publicó en Noticia de Colombia, México, 20 de septiembre de 1941.

No conocemos la primera publicación de “Jacob o de la poesía” (1933), ni de “La biografía oculta” (1940) y “De la biografía” (s. f.), pero en las dos últimas piezas cita Reyes en notas al pie el segundo de los Tres puntos de exegética literaria: “La vida y la obra”, publicado originalmente, como ahí lo dice, en la Revista de Literatura Mexicana, julio-septiembre de 1940, y en “La biografía oculta”, aunque fechada en 1940, se cita la “Introducción” de María Rosa Lida al Libro de buen amor, del Arcipreste de Hita, que se editó en Buenos Aires en 1941. Hemos tenido a la vista los “preliminares” de otra versión de “Marsyas o del tema popular” (titulado esta vez “Marsyas o del folklore literario”), que se encuentra con los manuscritos relativos a la Teoría y Ciencia de la Literatura en el archivo de Alfonso Reyes (7 fols. dactilografiados y numerados del 34 al 40); si recordamos que una versión más amplia se publicó en La Prensa en 1941 y sabemos que en la versión inédita antes descrita se antepone al título un núm. II y se citan en nota los ensayos sobre “La comunicación humana” y “Escritores e impresores” (refundido y publicado el primero en 1941 y el segundo publicado con otro título en marzo del mismo año) como piezas a consultarse “en este libro”, debemos concluir que La experiencia literaria fue refundida, anotada y puesta al día en el primer semestre de 1941. Entre los meses de abril y mayo fue sometida a un intenso trabajo de refundición y de interrelación de sus partes. Si Reyes adoptaba el nuevo título de “Escritores e impresores” después del 30 de marzo de 1941 y anteponía el nombre de “Hermes” a su ensayo inicial de “La comunicación humana” al entregarlo a la revista Filosofía y Letras, de julio-septiembre del mismo año, como en efecto hizo, esos “preliminares” de “Marsyas” (ya numerado como II ensayo) corresponden a la etapa más apretada de eliminación, corrección y síntesis de los materiales del libro. Esto se corrobora hasta en los títulos adicionados a última hora y en las notas que relacionan estos ensayos con otros de elaboración y publicación recientes. “Apolo o de la literatura”, que cuando se publicó en Sur, diciembre de 1940, se titulaba simplemente “Sumario de la literatura, al incluirse en el libro ya lleva una nota que cita “La literatura ancilar”, ensayo de Reyes en Filosofía y Letras, enero-marzo de 1941, después aprovechado en el cap. II de El deslinde (“La función ancilar”). En “Marsyas” se cita en el propio texto (§ XIX, último del ensayo) un trabajo de fray Marcelino de Castellví, aparecido en la revista Universidad Católica Bolivariana, de Medellín (Colombia), de febrero-marzo de 1941. En “Hermes” y “De la traducción”, ensayos refundidos en 1941, se citan obras publicadas el mismo año: El cuento popular hispanoamericano y la literatura, de María Rosa Lida; “el prólogo de José Gaos al primer volumen de su Antología filosófica, La filosofía griega (México, 1941)”, y El drama del escritor bilingüe, de Adolfo Costa du Rels, respectivamente.

En fin, se refunden las aportaciones dispersas de un mismo tema; se pone no sólo al día, sino al momento, la información bibliográfica; se agregan notas; se eliminan “páginas elementales” como en el caso de los “preliminares” de aquella versión de “Marsyas”, quizá al momento de pasarlas en limpio (al final del fol. 40, se lee la última nota: “Estos preliminares, no indispensables en el tema, se explican sólo por la ocasión para la cual se escribieron estas páginas elementales”); se unifican los títulos de los ensayos de fondo: todos ellos comienzan con el nombre de alguna persona mitológica o histórica relacionada con los asuntos tratados: lenguaje, folklore, literatura, poesía y crítica. Si se observa el orden de éstos y de los subsiguientes, se verá que aquél fue muy meditado, por no decir intencionado. Acaso “Perennidad de la poesía”, publicado en septiembre de ese año de gran trabajo, fue agregado al final, tal como aparece en el orden definitivo, cuando el libro ya estaba formado; de todas maneras, es un remate digno y adecuado. Allí se ofrecen algunas ideas muy personales, fruto de la “experiencia” (y de la fe) que Reyes tuvo en la poesía.

Es de suponerse que la invitación hecha a Reyes para que participara en los cursos conmemorativos del IV centenario del Colegio de San Nicolás (Morelia, Michoacán), a los que contribuyó con el tema de “La Ciencia de la Literatura”, desarrollado en cuatro lecciones impartidas los días 30 y 31 de mayo y 1º y 3 de junio de 1940, lo haya inducido a juntar los ensayos dispersos de La experiencia literaria, redactados a esas fechas, ya que en ellos se encuentran ideas y ejemplos que Reyes utilizó sistemáticamente en el cursillo de Morelia. Valga de comprobación el fragmento dedicado a José Gaos, “La vida y la obra”, que vino a ser el segundo de los Tres puntos de exegética literaria (1945) y el primero en salir a luz: Revista de Literatura Mexicana, julio-septiembre de 1940.

La anécdota de las lectoras que lloran por la muerte de Amadís, en “Categorías de la lectura” (1931) sirve de simple ilustración a “la lectura que se le vuelve vida” al pueblo sencillo; en “La vida y la obra” vale como demostración de que “este documento vivo que es la Literatura somete a la Historia a una alta prueba”. “La biografía oculta” (1940) subraya los pocos datos que sólo el propio Arcipreste de Hita da sobre su vida, y el II de los Tres puntos los encuentra contradictorios y hasta permeados de tradición literaria, por lo que llega a establecer que “es preferible no arrojarse a inferencias”. Con otros ensayos de La experiencia literaria pasa lo contrario: son posteriores a los Tres puntos o se elaboran o corrigen al mismo tiempo, según se ve por las mutuas referencias, como acontece en los ensayos de La experiencia, redactados o reelaborados en esta época; en “Marsyas” se alude a las “glosolalias” de “Las jitanjáforas”, y en éstas se hace referencia al texto de Rodrigo Caro, que figura en “Marsyas”, por ejemplo. “Apolo o de la literatura” (1940) debe de ser posterior a los cursos de Morelia, aunque del mismo año como se indica al final. En “La vida y la obra” se lee: “Definición de la Literatura: La verdad sospechosa”; “Apolo” se hace eco de esa definición: “Hemos definido la literatura: La verdad sospechosa”.

Otro fragmento del curso de Morelia llega al público a principios de 1941: “La literatura ancilar”. De Teoría Literaria: Primera parte: “El deslinde”, que aparece en Filosofía y Letras, núm. correspondiente a los meses de enero-marzo. Ahí se recuerda cierta opinión sobre Malón de Chaide, ya utilizada en El cazador (Madrid, 1921), y que luego reaparece en “Hermes”, refundido en 1941 y publicado en Filosofía y Letras, julio-septiembre de este año. En “La literatura ancilar” los casos de Sacher-Masoch y de Leonardo son referidos “bajo otro aspecto” que el señalado en “La vida y la obra”: ambos vendrán a juntarse en el cap. III de El deslinde, § 39.

El primero de los Tres puntos de exegética, “El método histórico en la crítica literaria”, se publicó al fin del año 1941, en el Boletín de la Orquesta Sinfónica de México, núm. correspondiente al mes de diciembre. En él también se establecen referencias con los ensayos recientemente publicados: el párrafo sobre “la operación del método histórico” en la historia literaria y la literatura comparada demanda “explicación aparte”, que ya se encuentra en el § 22 de “Apolo o de la literatura” (1940). Sobre las reservas que debe guardar el historiador ante los testimonios literarios, se remite a “La vida y la obra”, el segundo de los Tres puntos, del año anterior.

Y “Los estímulos literarios”, el punto tercero, aparecido casi al mismo tiempo que La experiencia literaria, a fines de 1942, en la revista Filosofía y Letras, núm. correspondiente a los meses octubre-diciembre, aprovechan datos, sugerencias y temas de los ensayos anteriores y aun de la experiencia y creación personales. “Detrás de los libros” (1939) se utiliza en cuatro ocasiones; se cita dos veces La antigua retórica (1942). De “El revés de un párrafo” (1940), autocrítica de Reyes que figura en La experiencia literaria, se usa un ejemplo de Nervo y al final se alude al ensayo íntegro como demostración de que “el campo de los estímulos es infinito… detrás de un párrafo cualquiera bulle todo un mundo de motivos, acaso recogidos a lo largo de varios lustros”. “La vida y la obra” aparece en el texto una vez y otra en nota. Otra nota autocrítica de sus Romances del Río de Enero (1932) aclara el texto en otra nota. La creación y la experiencia personal cierran la discusión sobre los “estímulos de otro tipo”. El relato “De Cuitzeo, ni sombra”, publicado en La Prensa de Buenos Aires el 13 de abril de 1941 y seguramente escrito durante los propios cursos de Morelia, se esquematiza en el texto mismo como ejemplo definitivo: “Recientemente, hemos tenido la experiencia de lo que puede ser, para la génesis de una novela, una impresión intensa de sequedad, en ocasión de una visita a Cuitzeo (Michoacán)”.

De igual modo, materiales, observaciones y doctrinas de los ensayos de La experiencia literaria y los Tres puntos aparecerán después sistematizados en El deslinde (1944). La controversia entre San Basilio y Eunomio sobre el origen del lenguaje resulta al fin con la intervención de Gregorio Nacianceno, figura en “Hermes o de la comunicación humana” y en el “Escolio sobre el problema semántico” (cap. VII, 3 bis de El deslinde), página que fue leída con anticipación en el PEN Club de México, 6 de agosto de 1942, como se indica en la nota correspondiente. La utilidad mnemónica del verso es apenas tocada en ese primer ensayo de La experiencia literaria: Reyes remite al lector a “La función ancilar” de El deslinde, antes publicada con el título de “La literatura ancilar” en 1941. Este “concepto de lo ancilar” en literatura procede del § 11 de “Apolo o de la literatura”. Reyes anotará al pie el desarrollo ulterior que tuvo en El deslinde. Otras veces el acarreo de idéntico material no necesita de la puntual anotación, por más que se elabore de manera más acabada: la elisión de la e muda en “Que sais-je” se usa como ejemplo en “Aduana lingüística” y en el capítulo del “Deslinde poético”, si bien esta vez va precedido de una observación general: “Se ve que la cultura tiende por un lado a encerrar las formas… mientras por otro lado provoca… algunas mutaciones sui generis”. El ejemplo de la novela de clave es Troteras y danzaderas en “La vida y la obra” y en el § 47 del cap. III de El deslinde, del mismo modo que un juego de ingenio basado en la puntuación sirve tanto a los intereses del ensayo “Sobre la crítica de los textos” de La experiencia literaria como a la recapitulación de los preceptos aristotélicos sobre propiedad léxica en La crítica en la edad ateniense (cf.Obras Completas, XIII, p. 235).

A esta labor de sistematización e interrelación de doctrinas y noticias debe agregarse la tarea didáctica desempeñada por Reyes en la misma época, toda ella tendiente a desentrañar los fenómenos literarios, ya en la historia, ya en la experiencia personal y ajena, lo que vino a constituir la base de sus Prolegómenos a la teoríaliteraria o sea El deslinde. Así, el cursillo de Morelia sobre “La Ciencia de la Literatura” (mayo-junio de 1940) fue el antecedente provocador de los cursos extraordinarios sobre “La crítica en la edad ateniense” (enero-febrero de 1941), “La antigua retórica” (marzo de 1942) y “La crítica en la edad alejandrina” (enero-febrero de 1943) en nuestra Facultad de Filosofía y Letras. A estos cursos históricos vinieron a dar remate los impartidos en El Colegio Nacional (junio-agosto de 1943 y febrero-marzo de 1944): “Prolegómenos a la Teoría Literaria”.

En estos años de continuo trabajo intelectual se suma el trabajo autocrítico de la propia obra que se lleva a las prensas y el físico de la corrección de las pruebas: Algunos poemas, Pasado inmediato, La crítica en la edad ateniense (1941); Los siete sobre Deva, Última Tule, La antigua retórica (1942); prólogos a obras de Sierra, Urbina, Zárraga, Castro Leal, Antoniorrobles, Waldo Frank y Jacob Burckhardt (1940-1944); Tentativas y orientaciones, Dos o tres mundos, El deslinde (1944). “Recibí el primer aviso el 4 de marzo de 1944 —escribe Reyes en los recuerdos de “Cuando creí morir”—. A las tres de la madrugada, mientras yo escribía afanosamente ciertas páginas de intención filosófica… el brazo izquierdo empezó a dolerme de forma que me era imposible moverlo. Para sujetar mis cuartillas sobre la mesa, tuve, pues, que levantar el brazo con la mano derecha y ponerlo a modo de pisapapeles… Durante mi obligado aislamiento, pude trabajar con moderación. Revisé pruebas de algunas publicaciones en marcha, y sobre todo, de deslinde; escribí algunos artículos; compaginé la segunda serie de mis Capítulos de literatura española. Hacia comienzos de mayo recobré el paso de andadura” (México en la Cultura, 4 de enero de 1960, núm. 564, p. 1). No puede darse mayor sencillez descriptiva del trance dramático; parece que la intención es hacer resaltar que el infarto cardiaco pone más en peligro el trabajo que la vida. “Escribo: eso es todo. Escribo conforme voy viviendo. Escribo como parte de mi economía natural”, había escrito Reyes en “Trabajo”, el I de los “Fragmentos de Arte Poética” (Ancorajes, 1951).

Estos apuntes no tratan más que de reconstruir otro de los capítulos de la “Historia documental de mis libros” que Reyes no llegó a redactar. De igual manera proseguimos la organización de sus Obras Completas, tomando en cuenta los lineamientos que su autor trazó en los tomos publicados. Cotejo y aprovechamiento de correcciones y adiciones manuscritas en sus ejemplares personales, entrecruzamiento de referencias temáticas y bibliográficas, registro y descripción de las ediciones aquí reimpresas y de las críticas y comentarios a que dieron motivo en su día. Se prescinde ahora de firmar con iniciales las adiciones que aparecen entre corchetes, porque hemos querido hacer este trabajo cada vez más impersonal, lo que viene a ser más plegado a la voluntad de su dueño. Las notas han surgido, pues, como “crecimiento interno” de la obra, para su mejor iluminación y correspondencia total; no para servicio ajeno, sino para consumo interior. Así, la descripción cronológica y bibliográfica, la interrelación temática de las notas, como el material crítico que registra pueden ayudar a nuevas valoraciones de las obras aquí reunidas.

A) Alfonso Reyes || La experiencia || literaria || (Coordenadas) || [Sello editorial] || Editorial Losada, S. A. || Buenos Aires. [1942] 8º, 239 pp. + índ. + 2 pp. s. n. con una lista de “Algunas obras críticas de Alfonso Reyes” y el colofón. (Colección de “Estudios Literarios” [núm. 8, s. n.], dirigida por Amado Alonso.)

La cubierta lleva un dibujo original de Atilo Rossi. El colofón dice: “Este libro se terminó de imprimir el día 3 de diciembre del año mil novecientos cuarenta y dos, en la Imprenta López, Perú 666, Buenos Aires”. Agotada la edición original la Editorial Losada, S. A., ha reimpreso dos veces La experiencia literaria, suprimiendo el subtítulo de Coordenadas, dentro de su Colección Contemporánea: núm. 229, “Acabado de imprimir el día 15 de febrero de 1952”, 196 pp. + índ., que incluye correcciones y adiciones enviadas por Reyes; y la reimpresión de este volumen, que suprime el núm. de la colección, de 15 de junio de 1961, pero con sus mismas características tipográficas, y que agrega el dato erróneo de “Segunda edición”, cuando realmente es la tercera: 200 pp. + índ. La cuarta edición es la presente.

B) Alfonso Reyes || Tres puntos de || exegética literaria || Jornadas — 38 || El Colegio de México || Centro de Estudios Sociales || 1945. 4º, 80 pp.

Las primeras 4 pp. no pertenecen al texto del impreso, sino que corresponden a las Jornadas, órgano del Centro de Estudios Sociales de El Colegio de México, cuya historia, sentido y fines se explican allí. El texto de Reyes se había impreso con anterioridad en publicaciones periódicas, como se indica en la nota correspondiente al título de cada “punto”. Ésta es la segunda edición conjunta. Se aprovecha en ella, además de las correcciones manuscritas de Reyes en su ejemplar personal, una lista de Corrigenda (y Addenda), impresa en mimeógrafo, adjunta a los últimos ejemplares del autor, como se indica en cada caso en nota.

Anónimo, “La experiencia literaria, por Alfonso Reyes”, en La Nación, Buenos Aires, 24 de enero de 1943.

Ricardo A. Latcham, “Crónica literaria: La experiencia literaria”, en La Nación, Santiago de Chile, 14 de marzo de 1943; reproducida en Páginas sobre Alfonso Reyes, Monterrey, Universidad de Nuevo León, 1955, I, pp. 465-467.

Luis Emilio Soto, “Alfonso Reyes y la experiencia literaria”, en Argentina Libre, Buenos Aires, 1º de abril de 1943, año IV, núm. 142; reproducido en Páginas sobre Alfonso Reyes, I, pp. 473-479. Las líneas finales de esta crítica se usan en las solapas de las ediciones de la Colección Contemporánea, con algunas variantes.

Wilberto L. Cantón, “Alfonso Reyes, La experiencia literaria”, en Letras de México, 15 de abril de 1943, p. 6.

Anónimo, “La experiencia literaria”, en Revista de las Indias, Bogotá, mayo de 1943.

O[ctavio] G. B[arreda], “Alfonso Reyes, La experiencia literaria”, en El Hijo Pródigo, México, mayo de 1943, año I, núm. 2, p. 122; reproducido en Páginas sobre Alfonso Reyes, I, pp. 480-483.

Pedro Gringoire, “Guía del lector” [sobre La experiencia literaria y los Españoles de tres mundos, de Juan Ramón Jiménez], en Excélsior, Suplemento Dominical, 18 de julio de 1943.

Victoria Prati de Fernández, “La experiencia literaria”, en Revista de la Universidad de Buenos Aires, julio-septiembre de 1943, vol. I, núm. I (3ª época), pp. 96-99.

Raúl Romella [Carta a Alfonso Reyes, Buenos Aires, 7 de septiembre de 1943], en el Archivo de Alfonso Reyes.

Enrique Díez-Canedo, “La experiencia literaria”, en Excélsior, México, 28 de abril de 1944, pp. 4 y 7; reproducido en Páginas sobre Alfonso Reyes, I, pp. 491-494.

Andrés Iduarte, “Alfonso Reyes: La experiencia literaria”, en Revista Hispánica Moderna, Nueva York, julio-octubre de 1944, año X, núms. 3-4, p. 273.

J[osé] L[uis] Sánchez-Trincado, “Letras de América: Los últimos libros de Alfonso Reyes” [Los siete sobre Deva y La experiencia literaria], en El Universal, Caracas, 6 de agosto de 1944, pp. 8-9; reproducido en Páginas sobre Alfonso Reyes, I, pp. 495-501.

Anónimo, “La experiencia literaria”, en La Prensa, Buenos Aires, 22 de junio de 1952.

José Mancisidor, “La experiencia literaria, de Alfonso Reyes”, en El Nacional, México, 29 de septiembre de 1952, pp. 3-4.

Alberto Valenzuela, “Dos libros… una doble experiencia” [sobre Vocación de escritor, de Hugo Wast, y La experiencia literaria], en Latinoamérica, México, 1º de junio de 1953, pp. 283-284.

Albert Guérard, “Alfonso Reyes, La experiencia literaria”, en Books Abroad, Norman, Oklahoma, otoño, 1953.

Manuel Olguín, Alfonso Reyes, ensayista. Vida y pensamiento, México, Ediciones de Andrea, 1956; 228 pp. + índ. (“Colección Studium”, núm. 11); pp. 141-153, especialmente sobre La experiencia literaria y los Tres puntos de exegética. Sobre la obra de Olguín véase “La Nota Cultural”, de Andrés Henestrosa, en El Nacional, México, 13 de marzo de 1956, y la reseña de Allen Phillips, en Hispanic Review, Filadelfia, abril de 1958, vol. XXVI, núm. 2, pp. 157-160.

H[enrique] G[onzález] C[asanova], “Autores y libros”, en México en la Cultura, México, 3 de septiembre de 1961, núm. 651, p. 1. La única noticia dada en México sobre la edición de 1961 de La experiencia literaria, aclarando que es la segunda dentro de la Colección Contemporánea de la Editorial Losada, S. A.

Esta labor subalterna, que Reyes ejecutaba con tanto cuidado como alegría al par que la propia obra, encomendada ahora más a la devoción que a la habilidad de nuestras manos, se daría por muy satisfecha si Andrés Iduarte, al ver el presente volumen, repitiera las palabras que escribió a la aparición de La experiencia literaria: “Cuando Alfonso Reyes, o quienes lo sigan, hagan la edición de sus Obras Completas, se verá cómo su vasta labor es una de las más equilibradas y exquisitas de la literatura hispánica de nuestro tiempo”. Y estoy seguro de que las repetirá, aunque sea con las reservas a mi costa. De que Reyes haya pensado quién podría seguirlo en estos empeños editoriales, no me toca a mí atestiguarlo, sino a los falsos amigos que han tratado de entorpecérmelos. Sin embargo, me consuelo creyendo que mi disposición pasó entre la de los fieles que se consignan —entre líneas— en esta visión de confiada melancolía: “Ya no tendré ocasión de llevar a término todos los planes que se ocurren. Las tareas en marcha son numerosas. El arte es largo y la vida breve. Tengo que cortar las alas a mi esperanza. Mejor será distribuir entre los amigos jóvenes los que llamó el humorista francés mis ‘proyectos de obras maestras’, o tirar mis cartas sobre el tapiz para que cada uno escoja la suya” (A. R., “Un proyecto”, de diciembre de 1955, en Las burlas veras, 1er ciento, México, Tezontle, 1957, p. 181). Me tocó la carta menor, pero es la mía, y a mucha honra, señores!

ERNESTO MEJÍA SÁNCHEZ

Instituto Bibliográfico Mexicano

I

LA EXPERIENCIA LITERARIA

Los ensayos de este libro, escritos separadamente, en diversas épocas, y a veces refundidos varios años después de su primera redacción, tratan materias afines y aun cruzan en distintas direcciones los mismos terrenos. He creído inútil hacer referencias de unos a otros. Aspiran todos a servir de señales para algún futuro itinerario.

A. R.

[1941]

HERMES O DE LA COMUNICACIÓN HUMANA

I

El escribir, según los diálogos platónicos, no pasa de ser una diversión. La escritura, accidente del lenguaje, pudo o no haber sido: el lenguaje existe sin ella. Pero la escritura, al dar fijeza a la fluidez del lenguaje, funda una de las bases indispensables a la verdadera civilización. Al menos, lo que nosotros entendemos por tal. Cierta dosis de conservación en las cosas nos parece una cláusula sine qua non para aceptar el contrato de la existencia. No quiere esto decir que sea inconcebible un apetito de lo efímero. En Bali, las industrias parecen calculadas para producir artículos de corta duración, en cuya constante mutabilidad reside el encanto. Ya el fenómeno de la moda, tan característico de las sociedades evolucionadas, nos está diciendo que también la mudanza es un aliciente de la vida. A medida que las clases modestas alcanzan la moda, la moda deja de ser moda. La clase superior, que la creó, la sustituye entonces por otra, en un maratón desenfrenado. Pero las fuerzas que vehiculan el cambio persisten en su afán y sentido. De suerte que aquí, como en la herencia, la unidad y la variación juegan en campo repartido; aquélla para lo esencial, para lo que no debe olvidarse; ésta para lo que, pasajero en sí mismo como la flor, no ha de perpetuarse más allá de naturaleza, sino al contrario, mudarse siempre para mantenerse siempre fragante. Mudarse para mantenerse. Este mantenerse, esto que no debe olvidarse, es la civilización. Y si la Memoria es madre de las Musas, sospechamos que la enfermedad de la memoria dio el ser a otras musas menores, a las que podemos llamar las artes archivológicas. Entre ellas, la escritura.

La palabra —humo de la boca en el jeroglifo chino— quiere deshacerse en el aire; se la lleva el viento. Verba volant, scripta manent. Para que persista la palabra, para que ligue y comprometa la conducta del que la profiere, nació el derecho burocrático que, mientras llegaba el derecho constitucional, por lo menos obligaba al soberano a no desdecirse constantemente. Para que no se pierdan las creaciones de la palabra, los fastos humanos que ella recoge y perpetúa, el museo y la escuela del hombre que ella por sí sola representa, para todos esos fines mágicos se inventó la fijación del lenguaje. Los vocablos que virtualmente han sonado un día quedan cuajados, o tornan al tintero donde Benito IX encerraba aquellos siete espíritus, para volver a sonar más tarde con igual eficacia. Y el navío de Pantagruel, que cruza los mares glaciales en la buena estación, encuentra en el aire las frases que el invierno anterior había guardado congeladas.

Examinemos este proceso, no en la sucesión real de sus etapas —sería punto menos que imposible—, sino mediante una ficción explicativa que nos permita apreciar sus múltiples aspectos, a través de unos cuantos casos ejemplares.

II

El hombre mudo, anterior al lenguaje, ¿acaso se comunica con sus semejantes mediante cierta radiación que va de una mente a otra, emitida y recibida a través de las antenas nerviosas? Dejémoslo así como metáfora. No establecida aún por la ciencia, esta radiación podría ser semejante a aquella que transmite una orden entre los animales en tropas o bandadas. Ya sabemos que, en cierta medida, estos movimientos conjuntos se explican muchas veces por la invención y la imitación. Un individuo lanza la iniciativa, y los otros no hacen más que seguirlo. Así los retardatarios, las aves que rompen a volar cuando ya sus compañeras se han remontado, las que suele alcanzar aún la escopeta. Pero los gabinetes de observación animal han podido registrar muchos casos en que el movimiento es simultáneo. ¿Reacción unánime ante algún agente exterior? ¿Aviso u orden de un miembro de la banda, comunicación por algún medio imperceptible? Esta comunicación anterior a la palabra sería, para el hombre, el “rayo adánico” de Lacordaire: vestigio, según su doctrina, de los poderes divinos (o angélicos) que el hombre perdió por sus pecados.*

(Singular, en un escritor religioso, el olvidar que, según el Génesis —II, 19-20—, Adán se vio en el trance de inventar nombres para los animales antes de incurrir en el pecado. Para los modernos comentaristas del texto bíblico, aquella tradición no tenía precisamente por fin explicar el origen del lenguaje, sino apartar al catecúmeno del vicio de la bestialidad referido en el Levítico —XVIII, 23—. Los animales que Adán declaró animales, animales serán; “mas para Adán no halló [el Señor] ayuda que estuviere delante de él” [o compañera digna]. De aquí la creación de Eva. Pudo existir la tradición de hombres ayuntados con animales y que venían a producir animales. Los judíos supusieron después que, antes de la expulsión, los animales hablaban, como la misma serpiente. Jehová, pues, nombró las grandes cosas de la creación: cielo, tierra, agua, día, noche, etc.; y dejó a Adán el encargo de nombrar a las bestias de la naturaleza. Punto sobre el cual hubo una célebre controversia en el siglo IV, entre san Basilio y su acusador, Eunomio, con intervención de Gregorio Nacianceno.†

A ese rayo adánico le llamamos hoy telepatía. El lenguaje y todos los medios actuales de comunicación trabajan directamente contra esta facultad animal o primitiva; la van atrofiando en el desuso y, salvo supervivencias excepcionales, acaban por extinguirla. Esclarecido, entre una selva enmarañada de fraude y charlatanería, el hecho de que puede darse la transmisión inmediata del pensamiento —por aquel residuo de evidencia que hizo a William James acercarse con pasión a las investigaciones psíquicas de sus días—, los aficionados a frecuentar estos confines de la ciencia se van inclinando cada vez más a situar la facultad adánica en el pasado y no, como desearíamos, en el porvenir. Es una supervivencia rudimental. En su aspecto receptivo o pasivo, el sujeto del hipnotismo la desarrolla con más facilidad que el hombre en su régimen de vigilia. En este estado subliminar, obran más las experiencias de la raza que las del individuo. El investigador Bennett (Hertford College, Oxford) llega a preguntarse si herencia e instinto, hoy repeticiones automáticas incrustadas en la memoria de la especie, no serán fenómenos de origen telepático, solícitas transmisiones de enseñanzas, cuyo secreto la generación paterna deposita en los centros funcionales de la generación filial.

Entrar en la naturaleza del rayo adánico no nos incumbe. Tendemos a imaginarlo como una energía eléctrica, porque hoy la física nos tiene habituados a ver bajo especie de electricidad toda última aparición de la energía. La electricidad, raíz etimológica. Dejémoslo así como metáfora. Nos basta que Charles Henry, entre otros, deje enunciada la posibilidad de una explicación común para lo psíquico, lo biológico y lo físico, a base de “cuantos” energéticos y conforme a las leyes de la radiación. O, mejor que una explicación (pues en ella quedan intactos los fueros del espíritu), una descripción natural.

No necesitamos, pues, lanzarnos por las avenidas electromagnéticas del pichón viajero de Lajovsky. No necesitamos enfrascarnos en la busca de los “cuerpos sutiles”: efluvios, auras, luz viva. No necesitamos enloquecernos en la cámara de feria del teosofismo, donde los muñecos anatómicos despiden centellas por el gran simpático y llamaradas por el cráneo.

III

Los sistemas de comunicación van extinguiendo el rayo adánico y, conforme se hacen indispensables como ayuda de la facultad venida a menos, se desarrollan cada vez más. Y nacen los gestos; en general, la mímica. Las abejas se comunican mediante una danza el hallazgo de una nueva fuente melífera. La voz humana, a gritos primero y gradualmente articulada en los órganos bucales, representa la especialización más sublime de la mímica, y la llamada a los más altos destinos. Pero antes de llegar al estilo oral, explica Marcel Jousse, hay que comenzar por la psicología del gesto. El hombre tiende a imitar cuanto ve, con todo su cuerpo, y singularmente con las manos. A pesar de las reglas de la urbanidad, este impulso mímico se abre paso constantemente en el hombre que conversa o perora. Es notorio en el orador, quien, si es de buen estilo, tiene que luchar contra la tendencia a los excesivos ademanes (y hay concertistas que se obligan a cantar con un papel en las manos, para corregir la inclinación mímica). El orador norteamericano suele subrayar sus énfasis con palmadas. El orador entre los gallas, de que habla D’Abbadie, lleva en la mano una correhuela y la hace chascar más o menos para señalar pausas, inflexiones y exclamaciones. Los ademanes, el estilo manual de que el sordomudo usa como de un lenguaje completo, son anteriores, en teoría, al estilo oral, y nunca lo abandonarán del todo. De los signos manuales proceden los signos numéricos romanos y los llamados arábigos. El ademán hasta ofrece singularidades nacionales y regionales. El cine norteamericano ha difundido, con intención humorística, los gestos del italiano y del judío. En su Guía de México, Terry describe un conjunto de ademanes con que el pueblo mexicano matiza y aun contrarresta el efecto de sus palabras. Así también la “pontinha” brasileña, que acentúa la excelencia de una cosa pellizcando el lóbulo de la oreja. Así el molinete del pulgar con que el argentino pone en duda lo mismo que está afirmando. Los gestos injuriosos sustituyen, como un eufemismo, a la palabra soez: el palmo de narices, el “corte de manga” español, el “violín” mexicano; hasta ciertos silbidos especiales y ciertos toques con la trompa del auto. A cada objeto, por su rasgo más saliente, el hombre atribuye un gesto estable, lo imita como puede, y esta imitación viene a ser el nombre gestual de aquel objeto. De aquí, según Jousse, se llega al gesto proposicional: el volante (el pájaro) devora al nadante (el pez). Por igual proceso se llega a la danza ritual, agrícola, que propicia e invoca los fenómenos naturales del sol, la lluvia, el brote. La expresión, concreta en la mímica, lo sigue siendo en la palabra. La idea es abstracta; la palabra nace concreta. Por un juego cada vez más complicado de signos visibles, se llega a simbolizar un poco de lo invisible que el hombre lleva adentro del alma. La serie de sombras chinescas que este hombre mímico proyecta sobre un muro ideal nos darían entonces el primer jeroglifo, el mimograma. El estilo manual debió de ser muy rico en su hora. Si tal estilo comenzó ya a absorber las virtudes del rayo adánico, tal estilo será a su vez absorbido por la fuerza imperial del estilo por excelencia: el estilo oral, el lenguaje.

Sobre tales extremos, recuérdense las etapas teóricas anteriores al lenguaje según Giambattista Vico: primero, “señas y cuerpos”; después, “empresas heroicas”: semejanzas, comparaciones, imágenes, metáforas y descripciones naturales. Henri Berr, refiriéndose al “homo faber” y al hombre de cultura, al progreso de la lógica práctica y de la lógica mental, decía: “La mano, el lenguaje: he aquí la humanidad”. Y he aquí ahora, que la mano ha sido también lenguaje y, en cierta medida, sigue siéndolo.1

IV

La palabra, gesto del aparato laringo-bucal. Se comienza por un sonido que acompaña a algunos ademanes. No necesariamente una onomatopeya, sino un simple apoyo auditivo del movimiento. Hasta que, por hábito, cada gesto se asocia a un sonido. Aquí entran, como decía Gracián, “aquellos dos criados del alma, el uno de traer y el otro de llevar recados: el oír y el hablar”. El sonido, menos costoso que el movimiento, acaba por predominar. De aquí las “raíces”. Las faces del gesto proposicional, transportadas ya al habla, tienden a fundirse en un conglomerado; de donde las “flexiones” y “declinaciones”. El primer balanceo o paralelismo del gesto proposicional se vuelca en el habla, determinando las unidades fónicas del discurso, los grupos de sentido lógico que forman conjuntos melódicos. La métrica de Paul Claudel —el versículo, en suma— se funda en ellos, y sólo se diferencia de la prosa por cuanto aquí Monsieur Jourdain tiene conciencia de lo que hace, y obliga a su prosa a revelar más acentuadamente su primitivo carácter rítmico.‡ Igual fundamento en la prosa pendular de Péguy. Estúdieselo en las bases métricas de la épica, poesía destinada a recordarse. Estos ritmos se perciben en los proverbios. Las combinaciones de ritmos conducen finalmente a la estrofa. Los esquemas rítmicos son mecanismos de ahorro: facilitan la improvisación y la memoria. Así, se versifican las reglas del género latino, para mejor recordarlas; así el payador saluda al recién llegado con una copla ya pergeñada, que rápidamente retoca según las circunstancias.2

(Nuestra época, en vez de “escandir” la prosa, tiende, al contrario, a “charlar” el verso, aunque hable mucho de la música de los versos. Las recitadoras hispanoamericanas han querido corregirlo con un énfasis excesivo que no siempre corresponde al sentido de las palabras. Difícil encontrar un caso de recitación sencilla en que no se evapore y pierda la virtud rítmica: por ejemplo, el de Luis G. Urbina, único en su manera. A medio camino entre la charla y el canto, la recitación es un equilibrio inestable. Paul Valéry intentó, con Mme. Croiza, un ensayo en que la recitación bajara del canto, en vez de subir de la charla. No conocemos el resultado de su experiencia. Sin duda la dificultad reside en la base melódica que se escoja, para después irla atenuando. Algunas frases del tango argentino revelan cierta tendencia a llevar hasta la temperatura musical la modulación de la frase hablada. Dejemos esta divagación.)3

Timbre y tono vienen ahora a conjugarse con los esquemas rítmicos, de donde resultan: 1º ritmo de intensidad; 2º ritmo de duración; 3º ritmo de timbre, y 4º ritmo de tono o altura.

Por supuesto, la mnemónica de los ritmos orales es muy estrecha para abarcar todas las necesidades de la memoria. Y aquí se ofrece el recuerdo de los antiguos correos, que en vez de una carta llevaban de memoria un recado: los mensajeros; los heraldos de guerra sin más credenciales que su persona; los corredores de Moctezuma que le anunciaron la aparición de los hombres blancos por las costas del Golfo. Hacían falta buenas piernas y buen corazón, a riesgo de caer muerto como Fidípides con la nueva de la victoria; pero también una retentiva privilegiada y una técnica de las unidades mnemónicas que hoy hemos perdido. Abundan las anécdotas sobre el que olvida y adultera el mensaje por el camino.

V

La tradición oral tiene que contar con la memoria. La épica se transmite de una boca a una oreja, y así se establece la cadena magnética de que habla Platón, el rumor o “ráfaga wolfiana” de la epopeya. (Según la teoría romántica de Wolf, se exageró el concepto de lo popular, hasta figurarse que el pueblo mismo, en ciertos instantes sublimes, había prorrumpido espontáneamente en cantos improvisados que, como una atmósfera, se volvían poemas en el aire.) Los dos discípulos de Valmiki recitaban de coro los cuarenta mil versos del Ramayana. Los niños de la Grecia clásica aprendían, en el gimnasio, los poemas de Homero. El rawia o rapsoda árabe Hammad recitó ante Al-Walid, sin un tropiezo, hasta mil novecientas casidas del tiempo del paganismo anteislámico. Itelio, nuevo rico de la antigua Roma, incapaz de entretener a sus huéspedes con su propia conversación, tenía doscientos esclavos memoristas para amenizar sus banquetes. Cada uno se sabía un libro entero. Itelio los iba turnando, según la ocasión y la conveniencia. Cierto día, de sobremesa, se ofreció esclarecer algún pasaje de la Ilíada. “A las pruebas me remito”, dijo Itelio, e hizo una seña a su mayordomo. “Señor —contestó éste, abrumado—, es imposible: la Ilíada no puede presentarse, porque está con dolor de estómago.” (Antecedentes de las lecturas en los locutorios monásticos y en los talleres, y hasta de las lecturas en cátedra. Los estatutos de Salamanca mandaban al catedrático “leer” textos de Aristóteles en el aula.)

Las disciplinas escolares modernas han dado en desdeñar el cultivo de la memoria. Desaparecerá un día, como el rayo adánico, y será la era de la amnesia. Los signos acuden a suplir la deficiencia creciente.

VI

Signo: fenómeno sensible o significante que evoca otro fenómeno no sensible o significado, mediante una relación convencional entre ambos o significación. Esta liga significativa puede ser de causa a efecto (pólvora y explosión, vergüenza y sonrojo); de medio a fin (brújula y navegación); de semejanza (original y retrato); de contigüidad habitual, sea por naturaleza o por convención (golondrina y verano, palabra y pensamiento, bandera y nación); de analogía (balanza y justicia), etc. El signo puede considerarse desde el punto de vista objetivo (por la armonía que se supone entre las cosas del universo) o desde el punto de vista subjetivo (caso particular de la asociación de ideas o del razonamiento, por donde se llega a pensar que un signo no sólo “sugiere”, sino “prueba” su objeto). El signo auditivo, inarticulado o articulado, crea el estilo oral. El visible, si gesto o ademán, crea el estilo mímico. Si es auxiliar, con objetos distintos de nuestro cuerpo, es el verdadero signo a que ahora quiero referirme.

Signo es el hito que marca una frontera en el suelo. Signo, el distintivo de una categoría social. Signos, los nudos que el mensajero salvaje hace en una cuerda, o las muescas que marca en un bastoncillo con el cuchillo. Tantos nudos o tantas muescas como encargos, o partes en que su mente ha dividido un encargo. Extraordinario esfuerzo de memoria simbólica, difícil para un civilizado: sustitución de un contenido cualitativo por una enumeración cuantitativa. Signo también, aquella llamada de atención que hoy es frase hecha (“un nudo en el pañuelo”), para acordarse de que hay que acordarse de algo: abstracto estímulo fenomenológico. Y todo ello, suerte de lenguaje sin lengua; regreso, en cierto modo, a un estilo manual, aunque ahora no como mímica, sino como apoyo —apoyo matemático— del discurso.

Cuenta Heródoto que Darío, al cruzar el Íster, dejó a su retaguardia jonia cuidando un puente, con orden de esperar su regreso cierto número de días, al cabo de los cuales podían darlo por perdido, cortar el puente y regresar a sus bases. A este fin, les entregó una correa con tantos nudos como días contaba el plazo de espera. Aquí el uso de los nudos era un signo aritmético inmediato, era la aplicación del mismo principio que Robinson aplicaba en su isla, o el del preso que marca con rayas en el muro los días de su cautiverio. No así en los quipos peruanos, rama horizontal con lazos de distintos colores y anudados de diverso modo, en que los lazos representan una verdadera inscripción y se descifran como una clave. Primero se les empleó para contar, y luego se desarrollaron al punto de comunicar decretos enteros.

Lo propio acontece con el “wampum”, sartas de conchas de los hurones o iroqueses. La barra con muescas suele otras veces significar cómputos aritméticos, el monto de una deuda y la fecha de su cumplimiento; y partida longitudinalmente en dos, constituye un par de documentos, uno para el acreedor y otro para el deudor, que reunidos nuevamente en uno verifican, por coincidencia de ranuras, la autenticidad del convenio.

El signo más elemental es el objeto que por sí mismo se aplica a la acción sugerida: un hacha, la guerra; una pipa cargada, la paz, la conversación amigable. Menos claro ya aquel mensaje de los escitas a los persas: un ave, un ratón, una rana y cinco flechas; lo cual aparentemente significaba (pues otros lo entendieron como un mensaje de sumisión): “No intente combatirnos quien no sea capaz de remontarse como el pájaro, esconderse bajo tierra como el ratón o cruzar los pantanos como la rana, porque lo aniquilaremos con nuestras flechas”. Cuando estos mensajes no consisten ya en el objeto, sino en la pintura del objeto, comienza el jeroglifo.§

VII

No todos pueden dominar tantas lenguas como Mezzofanti o como Mitrídates. De éste se cuenta que su retentiva verbal le permitía conocer por su nombre a cada uno de sus soldados, rasgo de memoria militar propio del caudillo. (El caudillo, en nuestra América, durante los ocios del campamento, hace mezclar la baraja, la pasa una vez, y asombra a sus tenientes repitiendo después de coro todos los naipes, por el orden en que han salido.)

Creadas ya las lenguas, aparece el conflicto de la diversidad de las lenguas, el mayor obstáculo a la fraternidad humana, según san Agustín. El problema de pasar de una lengua a otra, simbolizado en la confusión de Babel, ha impresionado a varios pueblos sin aparente contacto de mitologías o tradiciones. En América, uno de los siete gigantes salvados del Diluvio, Xelhúa, hizo la gran pirámide de Cholula con la idea de destruir el cielo. Los dioses lo fulminaron y, para mejor estorbar su empresa, confundieron las lenguas. Algo parecido se encuentra en el Thorus mongólico, India del Norte; y, según Livingstone, entre los africanos del lago Ngami. El mito estoniano del “cocimiento de las lenguas” y la leyenda australiana sobre el origen de las diversas hablas reflejan la misma preocupación.

No es extraño que los pueblos antiguos hayan sentido el vértigo de la multiplicidad de las lenguas, cuando hoy mismo la ciencia no puede aspirar, en esta materia, a la precisión estadística. Junto a dominios acotados, como el de la gramática indoeuropea, se extienden otros en que apenas se va llegando a la etapa de la descripción; otros en que se hablan a la vez varias lenguas; otros en que las fronteras no pueden fijarse. Aun para las “familias”, que se reducen a una madre común, la disparidad cronológica produce singulares complicaciones. La lingüística, a fin de abarcar este panorama cambiante, ha debido abandonar el fácil cuadro clásico de las aislantes, las aglutinantes y las flexionales, optando ahora por un mero plan genealógico. De madre a hija, los rasgos familiares pueden haberse oscurecido considerablemente, lo que determina enormes divergencias entre las hermanas, como acontece del inglés al polaco. Dentro de una misma familia, también se producen subfamilias, y a veces hay que ir a buscar el parentesco hasta los bisabuelos. O bien la comunidad existió en determinado instante, y luego se diferenció hasta desaparecer en sus fases más manifiestas. No siempre se poseen los jalones para reconstruir los grados y etapas de esta heterogeneidad creciente. Ni tampoco puede justificarse la sospecha de que, retrocediendo en el tiempo, se llegue a la soñada lengua única original, hipótesis que a su vez da por demostrado el origen único de la especie humana. Además, hay semejanzas fortuitas, producidas por la semejanza sola de la especie, por la analogía de los tipos psicológicos y el número limitado de las respuestas específicas, sin que en tales analogías o semejanzas deba fundarse presunción alguna sobre el parentesco lingüístico. Ya estamos lejos de los días en que —según la narración de Heródoto— se discutía si la lengua original había sido el egipcio o el frigio, por el testimonio de unos niños entregados a su sola y pura iniciativa verbal. Ya estamos lejos de los días en que, por una preocupación religiosa, se consideraba el hebreo como la madre de las lenguas, superstición a que Leibniz vino a poner fin. Ya estamos lejos de los disparates sobre la lengua del Paraíso, que tan ridículas y divertidas proporciones adquieren entre los antiguos persas, en Goropio y en Kempe. Ya estamos lejos de las extravagancias de los euscaristas, que reclaman para el vascuence la preeminencia del habla humana.4

VIII

En alivio de la confusión de las lenguas, se acude a varios expedientes que podemos clasificar en tres grupos: el paso subterráneo, el paso a nivel y el paso elevado. El paso subterráneo es el retroceso a la mímica. El paso a nivel es el uso de intérpretes o traductores. El paso elevado es doble: o la lengua de uso internacional, o la lengua auxiliar ad hoc.

El retroceso a la mímica. El gesto, decía Quintiliano, es el discurso común a todos los hombres. Sobre este retroceso a la mímica nada más ilustrativo que aquel pasaje en que Luciano cuenta de un rey cuyos dominios se extendían por las costas del Ponto Euxino. Habiendo visitado a Roma allá por tiempos de Nerón, tuvo ocasión de admirar a un excelente pantomimo, y pidió llevárselo consigo para usarlo en el trato con aquellas tribus vecinas de su reino, de quienes siempre le había separado la diversidad de las lenguas.

Todos los exploradores se han visto en este trance. Y los descubridores de América tuvieron que empezar con señas su penetración en las tierras desconocidas. Podemos figurarnos que el primer gesto consistió en arrojar el consabido collar de cuentas a los pies del asombrado cacique, y luego pedirle de comer con ese ademán de las manos a la boca que todos los pueblos entienden. Los gestos tendrían que ser muy calculados, escogidos entre los que se juzgaban más evidentes o siquiera menos convencionales. El decir “sí” o “no” moviendo la cabeza como lo hacemos nosotros no tendría sentido para los pueblos exóticos. Alguna vez he observado que el escritor cubano y caro amigo José María Chacón y Calvo es el único que, con los chinos, dice “no” con la boca al tiempo de decir que “sí” con la cabeza. Ignoro si habré calumniado a los chinos. Por ahí corren chascarrillos sobre los equívocos que origina el hablar por señas. Los dos maestros en mímica discutieron, según uno de ellos, sobre la esencia de Dios y la Trinidad, y según el otro, sobre si se arrancarían o no los ojos mutuamente; y como al cabo no se entendían, acabaron por dilucidarlo todo con el peor de los ademanes: a puñetazos.5 Rabelais cuenta la disputa entre el humanista inglés Thaumaste y el ladino Panurgo, disputa que se desarrolla en un cambio de gestos estrafalarios cuyo sentido nunca se aclara, y en que finalmente Thaumaste se confiesa abrumado por la ciencia de Panurgo.

El regreso a la mímica sólo puede ser un recurso desesperado, y nunca nos llevaría muy lejos.

IX

El intérprete o traductor. Ya hemos recordado a los descubridores de América; recordemos a los conquistadores. Hernán Cortés, para ponerse en contacto con los mexicanos, usará una cadena de traductores, cuyo primer eslabón es un español llegado anteriormente y familiarizado ya con el habla de ciertas tribus. Y sin duda el eslabón de oro es la princesa Malinche, futura compañera y esposa del futuro Marqués del Valle, cuya influencia en las intimidades de la Conquista podría analizarse largamente.

Plinio —y es uno de los escasos testimonios sobre cuestiones dialectales que la Antigüedad nos ha dejado— cuenta que en la Cólquide había más de trescientas tribus, las cuales hablaban dialectos diferentes, y que los romanos, para tratar con ellas, empleaban no menos de ciento treinta intérpretes. Estrabón reduce a setenta el número de aquellas tribus. Todavía en nuestros tiempos se ha llamado a tal región “la montaña de las lenguas”. Las caravanas de comerciantes helenos que remontaban el curso del Volga hasta los Urales, cuenta Heródoto que solían acompañarse de siete intérpretes, prácticos respectivamente en siete lenguas distintas, entre las que figuraban dialectos eslavos, tártaros y fineses que sin duda ya llegaban, como ahora, hasta aquellas tierras. Cuando Alejandro quiso conversar con los brahmanes, tuvo que tender largo sorites de traductores. “Nuestras respuestas —se quejaba un brahmán— llegan hasta el emperador como el agua enturbiada en muchos canales.” Las ciudades griegas que Roma sometió a su dominio quedaban obligadas a sostener un intérprete oficial. En 180 a. C., Cumas en la Magna Grecia, cuna de la famosa sibila, dio el gran paso de pedir, la primera, que se le concediera el latín como lengua general y propia.

En su Gran viaje al país de los hurones (1631), Gabriel Sagard aseguraba que, entre las tribus norteamericanas, apenas se encontrarían dos de la misma lengua, y aun había notables diferencias de familia a familia dentro de un mismo pueblo, además de que dichas lenguas vivían en constante transformación.

De esta velocidad en los cambios dialectales, que multiplica en razón geométrica la dificultad del paso a nivel, da testimonio cierto caso que cuenta Humboldt, y que en la Escuela Preparatoria solía recordarnos el profesor Sánchez: se trata de un loro que repetía frases ya ininteligibles para sus poseedores, quienes lo consideraban por eso como animal sagrado. Humboldt lo explica como efecto de una doble causa: la rápida transformación lingüística entre salvajes y la longevidad de los loros. Los estudiantes, cum grano salis, lo achacábamos a la libre inventiva del loro. Polibio asegura que ni los romanos más instruidos entendían fácilmente las antiguas convenciones entre Roma y Cartago. Horacio confiesa que los poemas salios eran para él un misterio inaccesible. Quintiliano afirma que los sacerdotes de su época eran ya incapaces de traducir los himnos sagrados. En dos o tres generaciones, se alteran sensiblemente los dialectos de Siberia, de África, de Siam. Por la renovación dialectal, la lengua rica y enérgica de los Vedas acaba en la pobre jerga de los cipayos; la del Zendavesta y la de los Anales de Behistún se transforma en la de Firdusi; la de Virgilio, en la de Dante; la de Ulfilas, en la de Carlomagno; la de Carlomagno, en la de Goethe. Aunque la evolución sea más lenta en las lenguas que han alcanzado la etapa de cultura, no por esto dejan éstas de mudar en imperceptible oxidación. Para poner al alcance del lector medio el Poema del Cid, ha habido que hacer, en nuestros días, no menos de dos versiones a la lengua moderna, la una en prosa y la otra en verso.

La idea de poder expresarse en lengua extranjera no es una idea inmediata. El pueblo español dice que el extranjero no habla “en cristiano”, poniéndolo así fuera de la humanidad aceptada. Los polacos de otro tiempo llamaban “mudos” a sus vecinos alemanes. Los griegos llamaban “los sin lengua” a los bárbaros, y no eran, por cierto, muy dados a aprender las lenguas extrañas, a diferencia de lo que acontecía con los bárbaros. Mejor espíritu crítico demostró Ciajares, rey medo: cuando en sus Estados apareció una tribu escita, envió a unos niños a convivir con ella y familiarizarse con su habla. Y no demostraba poca fe en la virtud de la lengua aquel monarca oriental que se preguntaba con asombro: “Si todos los helenos hablan de igual manera ¿cómo se explican sus constantes guerras interiores?” ¡Ay!

X

El paso por elevación de unas a otras lenguas hemos dicho que consistiría en la adopción de una lengua internacional, ya escogida entre las existentes, ya inventada exprofeso. La lengua existente podría adoptarse como es, o simplificársela convenientemente al efecto. La creada artificialmente para el caso podría ser del todo nueva y fabricada en laboratorio, o podría resultar de una adecuada combinación entre las principales lenguas en curso. Aquí entramos en la enmarañada selva utópica, en el confuso reinado de los arbitristas o “locos repúblicos” que decía Quevedo. A poco que nos descuidemos, resbalamos.

Aun antes de plantearse el problema teórico de la lengua internacional, el hecho bruto se produce: el predominio de la lengua usada en cada época por el pueblo predominante. Sucesivamente, y en la zona de sus respectivas influencias (para no hablar de los orbes indostánico y chino), la asiria, la griega, la latina, la árabe, la española, la francesa, la inglesa han conquistado este privilegio pasajero. Después de la caída de Roma, el latín sigue siendo la lengua sabia internacional, la lengua ecuménica de la Iglesia y de la jurisprudencia, sin duda porque era, en el mosaico bárbaro, el común denominador. Tenía, además, el prestigio de conservar en sí las formas de la cultura a que el Occidente volvía los ojos mientras lograba edificar una cultura propia. Aun era la única lengua en que parecía dable escribir y así hay testimonios de su franca penetración en la correspondencia privada, cartas de familia y hasta cartas de amor.6 Pero un día la vida y la ciencia modernas dejan atrás al latín, que no estaba hecho para contenerlas; y un día a nadie extrañará que los sabios prefieran escribir en su nueva lengua nacional. (Aunque todavía a Malón de Chaide, siglo XVI, se le reprochaba en España el tratar en vulgar sobre asuntos graves, porque el romance parecía más propio para cuentos “de hilanderuelas y mujercitas”.)¶