Memorias de una niña rehén (High society) - Carmen Iriondo - E-Book

Memorias de una niña rehén (High society) E-Book

Carmen Iriondo

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Beschreibung

Una niña secuestrada, no por fuerzas parapoliciales o delincuentes, sino por sus abuelos. Con una distancia que dosifica sabiamente el dolor y una gracia maliciosa transformada en invención verbal, la autora, poeta y psicoanalista, cuenta su infancia de venturosa heredera a la que todo se le ha dado, salvo cariño. La madre, "colmo de la paquetería drogada", vive tendida en su cama con baldaquín, tomando whisky, enamorándose de gigantes ciegos o de hipnotizadores pedófilos e intentando suicidarse con regularidad. ¿Por qué se ha ido el padre de casa? ¿Qué se pincha la madre en las venas? ¿Por qué se la llevan los abuelos sin darle explicaciones? ¿Por qué ha muerto el tío, ese que le regaló sus primeras zapatillas de baile? A la información negada y a la culpa que esta ausencia provoca le corresponde el asco por sabores y olores en apariencia inocentes: rehén de un sistema hipócrita y mentiroso contra el que se rebela, la niña sólo puede escapar de su cárcel dorada negándose a comer. Los alimentos representan la farsa, ingerirlos equivale a "tragarse" el cuento. Los rituales de la high society, observados con ojo de lince (esos almuerzos de la abuela con "Manucho y Victoria" como invitados de honor), le producen tanta aversión como una torta de crema. No todo es engañoso, por suerte. La estancia, con sus caballos amigos, sus escarabajos de un negro tornasolado, sus choclos transformados en marionetas y también el abuelo, rígido pero capaz de dibujarle caritas de animales en forma de letras, logran devolverle la vida. Nadadora, jineta, actriz, bailarina, la prisionera salta hacia la alegría con una agilidad que se transmite a su escritura, llena de autoironía y a mil leguas de todo patetismo. El "espíritu danzarín" del que hablaba Nietzsche puede alumbrar la historia de una nena solitaria, abandonada en medio de la abundancia como en una isla desierta. Alicia Dujovne Ortiz

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Carmen Iriondo

Memorias de una niña rehén

(High society)

© 2022. Senda florida

España

ISBN 978-84-19596-27-7

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento, sin la autorización previa de la editorial o de los titulares de los derechos.

Impreso en España / Printed in Spain

Índice

No, gracias | 9

El bar de los espejos | 12

Por tu culpa | 16

Homicidio de mi tigre | 19

Una cajita alargada | 22

La careta | 25

Cortarse las venas | 29

El secuestro | 33

Plato único | 35

Sangre en la cabeza | 37

La mesa está servida | 42

Las esclavas y el diablo | 50

Mademoiselle | 53

Las desgracias | 56

Saudades | 60

Padre que se bifurca | 62

Personajes | 68

Réquiem del cisne | 75

Eme a, ma | 79

Ortodoncia | 82

Piano y sangre | 87

Carmenes | 91

Traslados | 94

Hipnosis | 100

Monólogo | 103

Olor a payaso | 106

Con pecado original | 111

Los libros | 115

Educacion sexual | 119

Una mala noticia | 122

Tres vírgenes | 127

Mi caballo, un padre | 132

Zapatillas de punta | 139

Amor de hombres | 144

Dios castiga pero no a palos | 150

¿Qué tenés ahí? | 154

Magia libre | 159

¡Carnaval! | 164

Enfermera | 167

Monólogo bis | 170

El salto | 174

Una colcha de lanita blanca | 178

hartazgos de agrado son peligrosos

Baltasar Gracián

Tengo hambre y quiero volver a casa. Desde el piso 12 donde estoy, se ven unas piernas con pantalones de hombre de oficina esperando el ascensor. Bajo por la escalera para tomarlo en el piso 11.

Las piernas llaman el ascensor que sube con un sonido sospechoso. Al entrar, un escalofrío me recorre la espalda.

Entonces el ascensor se suelta. Cae en picada. Caigo aterrorizada desde una altura de veinte metros, el estómago en la garganta.

Una explosión me ensordece y la frenada del carro me tira al piso. Me muero. Estamos muertos. Me matan. Grito con una voz que no es mía: “¿Qué pasa, por favor?”. Y las piernas del hombre se agitan descontroladas. Parecen sufrir un ataque de epilepsia. Lo que es peor, se sacuden sin advertir que estamos suspendidos en el aire del hueco del ascensor.

—¡Quedáte quieto! —grito desesperada.

Un humo espeso entra desde una pequeña abertura y algo se derrumba encima de nuestras cabezas. El humo espeso es para mí la señal de un incendio. Nos morimos calcinados. Dispuesta a zambullirme ante la mínima luz si se abren esas puertas dobles de metal, adopto la postura de preparación para una carrera, una atleta ciega y a punto de correr: el pie derecho sobre la línea blanca.

El ascensor se suelta otra vez. Otra vez explota, otra vez se cae, otra vez gritamos.

Del lado de afuera retumban voces de hombre. Trato de escuchar atentísima para aferrarme a la posibilidad de no morir. Gritan:

—¿Cuántos son? ¿En qué piso están? No se asusten, no se muevan, quédense quietos que ya llamamos al portero y viene con la llave de seguridad.

No les creo.

Estoy sentada en el suelo y veo, con una mirada líquida, un zapato de hombre debajo mío. Mis brazos se enlazan a una pierna con pantalón gris. La aprieto muy fuerte y apoyo la cabeza contra este último sostén, antes de romperme como un vidrio.

El paracaídas de un oscuro y polvoriento ascensor me devuelve a la vida. Ningún grito podrá detener los recuerdos que se han soltado en esa caída ciega.

It is no use to tell you how much we have loved you because these are commercial matters.

Kisses,

Abelo

[Es inútil decirte cuánto te hemos querido porque éstas son cuestiones comerciales.

Besos,

Abelo]

(Nota encontrada en el escritorio de mi abuelo durante su último viaje a Europa, junto a las indicaciones para el banco e instrucciones para la caja fuerte en caso de emergencia.)

No, gracias

La calle Montevideo era triste y aburrida. Ese barrio contradictorio, de mujeres bien arregladitas que iban a misa a la Iglesia del Socorro o a la del Pilar, mezclaba carros de caballo que vendían algo. La empleada de mi casa esperaba ansiosa la bosta de regalo para su planta de batata en eterno crecimiento hacia el cielo. El portero, gallego llamado Pepe, lavaba demasiado la vereda, ensimismado seguramente en recuerdos melancólicos o en fantasías de una vida más interesante para él y su familia.

Barrio Norte reprimido. Micros grandes que nos llevaban a colegios extranjeros que quedaban muy lejos surcaban las madrugadas oscuras. Pepe, con la manguera en la mano, preguntaba siempre lo mismo:

—¿Qué llevas para el recreo, niña?

Y la pregunta funcionaba como única despedida para una chica asustada por falta de información.

Perón y Eva eran los chivos expiatorios de una clase social que, como decía mi abuela, no supo defender sus privilegios. Desde muy temprano yo me preguntaba qué tendría esa señora para que tantos chicos la quisieran tanto. Y también la mucama, Rafaela, la única de la casa que se hacía cargo de mí.

No hay peor cosa que nacer en el lugar equivocado, ni que volverse anoréxica para demostrar científicamente la equivocación. “Me voy a morir de hambre –decía cada uno de mis gestos–, para ver si ustedes se dan cuenta de que no se puede tapar todo con esa cara de nada”. Mi madre, drogada hasta la extrema paquetería, me pedía por favor que comiera “algo”, llorando sobre un plato de pechuga de pollo que disimulaba la espinaca de adentro para que no me “anemizara”. Mi abuela decía que mi padre era un opio, un “abogado del interior”. Jeroglífico uno, que yo trataba de desentrañar en el silencio de mi casa materna. El “interior” era para mí como las tripas, algo parecido al cuerpo humano pero malo. “Abogado” sonaba mejor a mis oídos nuevos, asociado a médico, a doctor, a señor que leía fuerte mientras caminaba a pasos largos por el pasillo del departamento de la calle Montevideo, y en voz muy alta repetía palabras raras que me mantenían alerta por si anunciaban alguna catástrofe.

Por las noches, mis padres se peleaban, borrachos. Gritaban, se pegaban, golpeaban puertas. “Me mato, te mato, me vas a matar, me estás matando”, y dale con el circo gozoso de una pareja para la que debieran haber pensado en legalizar el aborto. Yo, aterrorizada, pensaba en un oso que tenía y siempre me quedaba rondando para que no lo fueran a romper. También estaba atenta a un tocadiscos a cuerda que me había regalado mi abuela, donde yo escuchaba un solo disco hasta el cansancio. No me acuerdo cuál era, pero me quitaba el susto. Mi temor era que con esos gritos lo terminaran rompiendo. No dormía casi nunca. Vigilaba con los ojos bien abiertos, bebiendo la oscuridad tensa y palpable de un cuarto triste y sin deseo, considerado infantil porque tenía una mesita blanca. Rafaela dormía lejos, ni pensar en que me rescatara. Salir de mi habitación, imposible. Hubiera sido presa de los golpes. Sentía que me odiaban. Y que además yo tenía la culpa de haber hecho las cosas mal. Hasta el día de hoy.

Sin embargo, el producto de la unión de estas dos monaditas no sufría lo que podría suponerse. Se limitaba a observar atónita el comportamiento de los “grandes”. A qué llamar la atención de ellos mediante pataletas, gritos o amenazas. Me dediqué a dejar de comer. Tampoco tuve éxito, salvo en dos felices ocasiones en las que mi mamá me rogó llorando que comiera.

El bar de los espejos

La comida me daba asco. Cualquier color, sabor u olor me producía asco.

El asco nació con una niñera irlandesa. Vieja, con la piel pecosa y el pelo ralo, rubicundo. Un pelo como de lanita, apolillado, artificial, “achampañado” y con canas en la raíz. Esta vieja vomitaba todas las noches en el lavatorio de mi baño. El ruido de ese ritual secreto me producía, además de miedo, una repugnancia que nunca más he vuelto a sentir con tanta intensidad. Miss Helen tenía otra costumbre: bebía la colonia importada de Inglaterra que la abuela compraba para después de mi baño. Por lo tanto, iba Miss Helen por la vida hediendo a un ácido agrio, etílico y sucio. Su piel era como cartón rugoso y de manchas lisas y chatas. Parecía un animalito feo. Pobre Miss Helen. Tampoco a ella la controlaban. Dejaba el lavatorio con algo amarillo y a mí me daban ganas de salir corriendo.

Ese asco inaugural se fue mezclando con casi todas las comidas que me preparaban. La carne de vaca me producía incredulidad, no podía creer que alguien encontrara comestibles esos pedazos sangrantes de carne de ser, con olor a animal, el mismo olor que tenía en la boca un perro que yo adoraba. Como lo amaba, al perro le perdonaba todo. Cuando me obligaban a comer bife, mantenía el bocado durante minutos y minutos dando vueltas en mi boca y esperando una distracción de los mayores para poder escupirlo. Las chauchas verdes me provocaban arcadas, eran un manojo de inmundicia intencional destinada a perjudicarme. Mi comportamiento producía una ira muy espectacular en mi madre, que habitualmente no mostraba sus sentimientos o su interés por mí.

—¡Mocosa malcriada, ojalá te mueras de hambre, para que veas lo que es bueno! —súbitamente cambiaba de tono y se ponía melosa— Gooorda, por favor, trata de comer algo, no puedes vivir así a pan solo, te vas a enfermar. No me hagas esto —casi llorando, pero impaciente— aunque sea un bocado y te doy agua, si no, no hay agua ni dulce de leche, no seas pava, abre la boca, por favor —como en un ejercicio teatral, de pronto muy severa—. ¿No ves que no puedo más?

Pienso que ella buscaba con estos cambios bruscos de tono pescarme con un anzuelo que me enganchara en su manejo. Si yo comía, ella podía retirarse tranquila.

Nunca después pude comer chauchas, las odio, tienen un gusto amargo como las borracheras de mi mamá. Son feas de color y feas de forma.

El olor a pucho, viejo y frío, los ceniceros, a veces con agua, repletos de cigarrillos sin filtro, eran peores que las quemaduras de cigarrillo que me hacía mi mamá cuando estaba muy borracha o drogada. La náusea ante esos papeles de color ocre, húmedos, malolientes, con el tabaco suelto y flotante me obligaba a un esfuerzo para distraer mi atención con cualquier otra cosa... que también me asqueaba. Además de los orejones, las ciruelas secas, el pollo, el queso, la espinaca, la zanahoria, la leche… Supongo que también me daría repugnancia lo que le veía hacer a mi madre desparramada en los sillones con su amante de turno. Tenía un “novio” ciego que medía más de dos metros. Me pedía: “Gorda, llévalo a Alejandro a comprar cigarrillos a la esquina”, con voz cantarina y arrastrada. Yo le tomaba la mano al gigante y, con mis cinco años y mis pocos centímetros, lo conducía a la calle Montevideo para que volvieran a llenarse los ceniceros de la casa tapada por el humo. El hombre se hacía llamar Rasputín. No sé cómo se las arreglaba para escribirme tarjetitas pinchadas con púas de tocadiscos que representaban, según él, pelos de su barba. Tenía los pies monumentalmente grandes y cuando se tiraba encima de mi madre en el sillón del living, yo veía esos zapatos subir y bajar en un movimiento ondulante que se aceleraba progresivamente. Parecía un barco en la tormenta, agravándose en un maremoto con esos dos timones que marcaban un rumbo peligroso. Mami emitía un sonido grave de animal herido o enojado. ¿Eso que hacían los dos, era bueno o malo? ¿Qué pensaría la abuela, que calificaba todo en términos de “Eso es bueno para ti” o “No te conviene porque es malo para la salud”?

En el living había un mueble alargado al que se le abría la tapa. Despedía olor a fábrica u hospital. Mi madre abría Sésamo y adentro se reflejaban vasos y botellas. El mueble estaba forrado de espejos y tenía unas bisagras envejecidas de bronce.

Ponía hielos en un baldecito, después en un vaso, servía whisky con tres golpes, el pucho siempre en la boca y los ojos entrecerrados y me preguntaba: “¿Quieres?”.

Una noche me ofreció soda. Ya tenía mi piyama puesto para irme a dormir y me tendió un vaso.

—¿Por qué no tomas?

—Porque tiene globitos y me da asco.

—Siempre la misma pesada, dale, que es rica la soda.

Pensé en tomar un trago así me dejaba tranquila. No quería irme a dormir sola porque tenía terror a quedar en el cuarto verde con sillón a rayas blancas y verdes, con una ventana abierta a paredes sucias de un pulmón interior.

Ni bien tragué la soda, vomité sobre la alfombra. Mi madre me dio un bife y me gritó:

—¡Boluda!

El asco era imprevisible, aunque se agravaba de noche. Al atardecer, mi madre sufría de una forma vespertina de tristeza, lloraba a menudo e iba perdiendo con el correr del día la escasa compostura que había logrado con la luz del sol. Me escondía debajo de una mesa que había dejado mi padre cuando acabó por irse, a la que previamente tapaba con frazadas que oficiaban de cortinas o telones para resguardarme. Era mi casita de salvación. Temía la llegada de la comida nocturna. La mucama Rafaela ponía un plato sobre la mesa de madera y mármol viejo de la cocina, y el color y el olor de su contenido me revolvían las tripas. Pensaba a propósito en Miss Helen (que salía los fines de semana) y me provocaba el asco deseado. La escena de los ruegos beodos de mi mamá se repetía, y al final partía sin probar bocado al cuarto verde para abrazarme a un tigre roto, regalo de mi tío, que oficiaba de fetiche, para no escapar tirándome por la ventana usando como parapente el batón acolchadito celeste cielo.

Por tu culpa

Las anteojeras religiosas se usaban para resolver conflictos y desatar crueldades. Mi abuela era tan católica pero tan católica que me repetía que yo debía dar gracias a Dios porque ellos me criaban y me daban de comer y me compraban la ropa y me mandaban a un buen colegio. Yo lo que recuerdo es pedirle a ese Dios que me ayudara a no tener tanto miedo. Supongo que le tenía miedo al mismo Dios que me amenazaba con el infierno porque yo era una chica tan mala pero tan mala que ni sus padres querían quedarse con ella.

Gracias, catecismo, por tus primeras y prístinas enseñanzas; por haberme hecho sentir culpable y responsable de todas las desventuras que sucedieron en mi casa. Una vez, mi madre me contó que yo no hubiera tenido que nacer, pero como ella ya había abortado otras dos criaturas, se ve que en este embarazo justo le agarró temor de Dios o distracción o alguna esperanza de que yo arreglara su vida. Vacío y plenitud: mi anorexia selectiva infantil me enseñó a no tragarme todo. De una manera mortífera y riesgosa, aprendí temprano a decir no, y a preferir el armado de un rincón para continuar con mi vida. Mi madre seguía en la cama, despatarrada y mirándome, arrastrando las palabras y repitiendo la paradoja:

—Goooooorrrrdaaaaaaa, ¿por qué no te vaaaas a tu cuarrrrto un raaaaato?

Recién a los doce años me enteraría de que esa manera de hablar respondía a una mezcla de alcohol, pastillitas y jarabe.

Mi tío era hermano de mi madre. A mí me parecía hermoso, gracioso, casi un semidios, pero raro. No se asemejaba a nadie que yo conociera. Le decía Clitemnestra a mi abuela, se reía de mí y me llamaba “culona”, y me regalaba anillos de fantasía que eran a todas luces no apropiados para una niña de mi condición. Tenía como amigos a Paco Jamandreu, el modisto de Evita, un personaje teatral rebosante de entusiasmo y de ironía aplicada: imitaba a sus clientas con una exagerada gestualidad y me hacía reír cuando me pedía que no dijera nada a nadie de lo que estaba oyendo. Dibujaba con las manos vestidos sobre su propio cuerpo, parado frente a la cama de mi madre. Parecía una bailaora revoleando los brazos para describir volados, pinzas, “jabots”, solapas y largos de faldas. Alfredo Alaria era otro de los habitués. Un bailarín de cierta fama que usaba mangas de infinitos volados hasta el codo, como alas de mariposa macho, y andaba así vestido por la calle. Hablaba de los bailarines de su grupo con interjecciones que me hacían comprender admiraciones o rechazos. “Vieron que tiene el culito parado, no como el de la primera fila que parece una pera madura”; y: “Uau, qué papito, mirá lo que tiene”. Otro amigo usaba aros de argolla, valga la expresión literal. A mí no me llamaban para nada la atención. Muy por el contrario, era divertido verlos conversar entre humaredas y vasos repiqueteantes, entre pulseras y aros y carcajadas estrepitosas. Mucho más entretenido que lo que podía ofrecerme el jardín de infantes. Una de sus virtudes era su absoluta indiferencia hacia mi persona de cinco años. Me consideraban de otra especie: mujer, niña y malquerida.

Mi tío perdió la vida en un curioso episodio ocurrido a sus treinta años. Mi investigación llegó hasta el probable asesinato-suicidio, pero mi abuela me dijo que había sido del corazón. Además, me aseguró que había muerto por culpa mía. Porque yo ocupaba las habitaciones que se suponían proyectadas para él, junto a sus padres que eran ellos, mis abuelos. Por mi presencia en la casa, mi tío se vio obligado a irse a vivir solo y entonces… le pasó “eso”. Y yo, mala persona, quedé viva y en su cuarto mientras ella perdía lo único que había querido en su vida. Olé.

Homicidio de mi tigre

El tigrecito peludo, regalo de mi tío Gustavo, dormía apretado contra mi cuerpo. Hacía rato que yo intentaba conciliar el sueño mientras entrecerraba los ojos para imaginar en la penumbra las rayas verdes que empapelaban el cuarto. Había comido nada y, como siempre, no podía dormir. Frío, calor, temor a algo debajo de la cama, al vuelo repentino de un murciélago, un ladrón o una araña tarántula. Un miedo nuevo se había agregado a mi lista: el terremoto. Mi abuela me había contado con detalles cómo en un lugar de la Argentina con nombre de santo, la gente había quedado aprisionada debajo de sus propias casas, aplastadas por los árboles porque la tierra se había movido tanto que se produjeron agujeros y grietas gigantes. Por allí también se caían los más chiquitos, los animales, los viejos y desaparecían los pueblos enteros. Sentía que la cama se movía debajo de mi nuca, el piso temblaba:

—¡Oíme bien, escuchame bien lo que te voy a decir! —gritaba mi mamá—. No te aguanto más, estúpido. ¡Andate de acá que la chica se va a despertar!

Silencio. Me incorporo en la cama y el tigre se cae al piso. Manoteo en la oscuridad y no lo encuentro. La cama se mueve, el edificio parece doblarse y temblar. No me animo a llamarlos.

—¡No me grites! Vos también me tenés harto. ¡Des-con-si-de-ra-da!

Escucho la voz entrecortada de mi mamá que grita, pero a la vez sopla en secreto algo sobre que se van a morir.

—Matate —dice—, de una vez. No amenaces. Ni se te ocurra amenazarme…

Otra vez silencio largo. Pasos arrastrados, swiiiissssh, swiiiish, van a la mesa bar. Ruido de vasos y hielo y la puerta del baño se abre y cierra de un portazo.

¿Será nomás un terremoto? Tengo prohibido levantarme y prender la luz. Me deslizo hasta el suelo, el piso está frío y no se mueve más.

—¡Dale, tomate este traguito y se te pasa todo! —llora y ríe al mismo tiempo mi madre, como la bruja de Blancanieves.

—Quiero dormir —levanta la voz mi papá—. Por favor dejame en paz. Dame ese vaso a mí. ¡Basta! ¡Noooo!

Cachetada. Así le pegan al perro de la abuela. Los cachetes se le bambolean y entonces siento ganas de abrazarlo. Es un cocker con las orejas muy, muy largas, blanco y negro, todo manchado.

—Me quiero morir —dicen los dos.

Me repito en voz alta el número de teléfono de mi abuela por si me quedo sola y la tengo que llamar. En ese instante, encuentro el tigre a ciegas y lo estrujo contra mi cara ayudándome con la mano libre para subirme a la cama.

Vasos. Retintín de cucharitas en el vaso. Todo está demasiado quieto y cuando es así, siempre termina mal.

—Tomá. Matate de una vez. Es una mezcla de pastillas para la tos con whisky. ¡Jajajaja! Espero que no me vayan a romper mi tocadiscos a cuerda y que no me saquen el tigre si lo suelto.

—¿Ahora estás contento que ni respirás? La voy a llamar a tu mamita para que te venga a buscar ya que se quieren tanto. Dale… ¡Abrí los ojos, imbécil! Abrí los ojos, por favor. ¡Movete!

El tigre peludo se me metía adentro de la oreja y sin poder casi respirar, lo aprisionaba contra mi cabeza cada vez más fuerte. Tim se llamaba el tigre. Tim, repetía yo. Tim. Tim. Golpes en las puertas. Tim. Corridas, gritos, voces de hombre, aullidos de mi madre, la voz de Mamita Tere aguda como la de un gallito, la reconocí y me aterré: un pájaro dolorido que grita y grita sin parar. Tim. Salto de la cama y abro la puerta. Miss Helen no está.

Me topo con un médico de delantal blanco posando un aparatito sobre el pecho de mi papá, que está en el suelo tirado boca arriba. Una mujer con guardapolvo celeste como mi maestra de jardín apura la partida empujando una camilla y al verme, dice:

—Cuidado con la nena. ¿Y esta nena?

Retumban palabras: ambulancia, coma, muerto, en boca de mis abuelos paternos. Los maternos no han llegado. Mi papá está muy enfermo y no lo voy a volver a ver.

Había visto un perro morir en el campo. Tenía la boca abierta y respiraba con mucha dificultad. Un ruido a serrucho le sonaba en la garganta. Así estaba mi padre acostado sobre el piso de parqué del pasillo de mi casa. Una camilla con ruedas de goma se lo llevó a la velocidad de un auto de carrera. Mi mamá se tiró en la cama y llorando me pidió que no fuera “pesada” y me durmiera rápido. Cuando me acerqué a su cama estiré mi mano para tocarla y me temblaba como a los viejos amigos de mi bisabuela.

—No puedo más, gorda. Anda a dormir. ¡Ya!

Extraño al abuelo y a la abuela. Tengo miedo. El tigrecito peludo se salvó esta vez, pero no me parece suficiente.

Una cajita alargada

Una cajita alargada, de plata, una forma atractiva, casi un juego o un útil escolar, descansaba desde siempre en la diminuta mesa de luz de mi madre, junto a cantidades indescriptibles de remedios. Adentro había una jeringa de vidrio opaco, muy agradable a la vista como lo son ciertos objetos de adorno, pintada con números y rayitas azules inscriptas en el vidrio igual que en mi termómetro para tomar la fiebre. Parecía inofensiva. Pero la cajita plateada se transformaba como por arte de magia en calentador pequeño, mediante un dispositivo de la tapa que permitía apoyarlo sobre una base. La caja se llenaba de agua, se prendía la pequeña mecha y se ponía a hervir la jeringa. Como los huevos que Miss Helen pasaba por agua. A mí me resultaba misterioso y despertaba mi curiosidad. Cuando este caldero en miniatura hervía, Mami sacaba la jeringa con una pinza de cejas y le colocaba una aguja negra, larga y gruesa que sacaba de un paquete. Como haciendo malabares, tomaba un frasquito con tapa de goma, lo invertía, pinchaba la jeringa con la aguja y el émbolo se movía al compás de la absorción de un líquido que no parecía tener más poder que el agua de la canilla. Me miraba sonriente:

—¿Te animas?

—Nooo. ¡Por favor, no!

—Qué tontuela.

Se subía el camisón con picardía y destapaba el muslo. Algunas veces estaba sin bombacha y sus pelos púbicos me impresionaban mal, como si fuera un bicho desconocido que no debiera estar ahí.

Comenzaba la coreografía montada para la ocasión. Un teatro de títeres perfecto que seguía con los hilos el movimiento previsto. Apoyaba la jeringa llena sobre el mármol de la mesita con una sola mano (Mami era ambidiestra), con la otra colocaba un pedazo de algodón sobre un frasco de alcohol Padilla destapado previamente y lo mojaba, invirtiéndolo. Pasaba el algodón húmedo por el muslo y seguía sonriendo:

—¿Te da miedo?

—Sí. ¿Qué es?

Con la otra mano tomaba la aguja separándola de la jeringa y se la pinchaba en el lugar preciso como si existiera una marca obligatoria. Era tan fuerte esa visión para mí que comenzaba a llorisquear. Mami prendía un cigarrillo con la aguja clavada, y le daba unas pitadas, contenta con mi terror. Demoraba así la inyección del líquido mientras yo no sabía si me iba a quemar con el cigarrillo como otras veces o iba a inyectarse en la pierna.

—No te asustes, gorda, no es nada. Me duele la cabeza. Ay, no llores, gorda. ¿Ves? No me duele.

Entre lágrimas y con cierta fascinación me tapaba los ojos y espiaba entre mis manos cómo se iba inyectando el líquido en la pierna. Me daba mucha impresión, pero reconozco que admiraba su valentía. Como respuesta a mi miedo, ella se reía satisfecha.

Terminado el ritual, me pedía que me retirara de su cuarto. Si yo no obedecía, me amenazaba:

—Entonces te pincho. Mira que te pincho.

Así las cosas, una tardecita depresiva en la que caía la luz mala sobre Buenos Aires, yo trataba de jugar en el cuartito verde. Alguna pantalla amarillenta por la nicotina, filtraba la luz opaca y de bajísimo voltaje e iluminaba el humo, acentuando el olor a pucho reinante en toda la casa. De pronto, un ruido fortísimo. Un golpe seco, vidrios rotos, dos gritos. Aterrada, salí al pasillo. Mi madre yacía tirada en el suelo con los ojos cerrados

igual que la noche de mi papá: estaba muerta junto a la cajita plateada desparramada a su lado, la jeringa rota en mil pedazos y un vaso hecho trizas que despedía hielos resbaladizos.

Tomé mis cinco años a cuestas y fui hasta el teléfono negro de la entrada. Llamé al número que mi abuela había escrito en números negros, grandes, cifras elegantes que permitieron que las dos sobreviviéramos una y otra vez.

La careta

La última noche que pasó mi padre en casa con mi mamá, se pelearon. Gritaron borrachos. Yo me tapaba los oídos con los índices hasta hacerme doler, y soltaba intermitentemente para probar si los chillidos se oían más fuerte. Mi madre dejó marcado en mí un único alarido, comparable a los momentos álgidos de las películas de terror. Ese grito animal, solitario y aislado de la discusión, me hizo saltar de mi cama y zambullirme fuera del cuartito verde.

Yo también grité: frente a mí se encontraba un ser deforme, monstruoso, con las orejas enormes y la boca torcida para la derecha, narigón, casi sin pelo y de piel gomosa y amarillenta. No me di cuenta enseguida de que llevaba puesta una careta de goma. Era mi papá. Se la había colocado pasándola por sobre su cabeza y, tras golpearle la puerta del baño en el que ella lloraba encerrada, la había sorprendido con esa cara espantosa que coronaba su cuerpo, menudo y desproporcionado. Mi padre había deslizado una careta gelatinosa y cubierta de verrugas hasta su cuello delgado y envejecido, aunque era muy joven. Sus piernas delgadísimas contrastaban con la cara verdosa de un demonio salido del infierno pintado en los libros de papel finito que no me dejaban leer. Un monstruo enfermo. Emitía ruidos con la garganta. Parecían arcadas. Yo no podía parar mis alaridos ante aquella visión de la muerte.

Lo que pasó después se precipita como un final buscado. Mi padre comienza a llorar, a pedir perdón, mi madre gesticula enojadísima, yo digo que tengo miedo y repito las palabras por favor, por favor, con mis cinco años de desesperación ya vieja, vuela un vaso por el aire y se rompe en pedazos, el líquido amarillento corre por el parqué oliendo mal. “¡Cuidado con los vidrios!”, me asusta mi madre. Papi se desliza casi desvanecido por una pared, se sienta en cámara lenta en el suelo y llora cada vez más fuerte. Es tremendo descubrir que los padres lloran así. Miss Helen se despierta y balbucea: “Poor favvouuur silenciouu que está la chica, be careful please, señoura…”. Me quiere conducir al cuarto verde de la mano, pero yo tironeo y quiero saber qué pasa.

A la mañana siguiente, mi padre no está. Pregunto adónde fue. Mi madre, desgreñada, sucia y maloliente, no sabe. Cree que desapareció. Miss Helen me consuela contándome que se sentía muy mal de la barriga y se fue a que lo cuidara su mamá. Hasta el día de hoy ésa sigue siendo la explicación de su abandono. Un dolor de panza y su madre que quería cuidarlo.