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Cuando te crees indigno de todo, solo el amor puede mostrarte tu verdadero valor. Todo reino que se precie está lleno de intrigas; la coronación del futuro monarca de Rultinia causa más expectación que una obra de Shakespeare. Ante la muerte de su hermano Joseph, Peter se ve heredero del trono, aunque nadie lo cree merecedor de él. Pero todo se complica con la aparición de Barbara, que desapareció hace cinco años sin dejar rastro y ahora es madre de un hijo sospechosamente parecido a su hermano muerto. Una pieza indispensable del juego es Estella, amante de Joseph y ahora también de Peter, casada muy joven con un viejo, enviudada hace poco en extrañas circunstancias, dueña de un secreto indispensable y envuelta en un plan vil. Hay muchos estorbos en el camino para que Peter llegue a ser rey. En Rultinia nada es lo que parece ni nadie es lo que dice ser. - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!
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Seitenzahl: 402
Veröffentlichungsjahr: 2018
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2018 Macarena Sánchez Ferro
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Mi digno príncipe, n.º 194 - mayo 2018
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com.
I.S.B.N.: 978-84-9188-195-7
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Agradecimientos
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Rultinia, 1816
—Sonreíd, alteza.
—Si sonrío más se me deshará la cara, Ben —replicó el príncipe Peter de Rultinia, ampliando su sonrisa hasta lo imposible, al mismo tiempo que saludaba a su pueblo desde el carruaje abierto—. Explícame otra vez por qué tengo que ir en carruaje y no a caballo. Con tantos cuidados y precauciones, me hacéis parecer un mequetrefe.
Benedikt, que sí iba a caballo, echó una mirada a su alrededor, comprobando que el pueblo de Rultinia no parecía demasiado entusiasta al saludar a su futuro monarca. Se preguntaba si Peter también era consciente de ello.
—Vuestro pueblo debe conoceros mejor. Y no lo hará si pasáis junto a ellos cabalgando a toda velocidad, alteza. Debéis mostraros digno en toda ocasión.
Pudo ver cómo Peter se rebelaba ante la mera idea de seguir en esa dinámica por mucho más tiempo. A pesar de su delicado aspecto, era un soldado, un hombre de acción. Tener que pasearse en un carruaje que iba a paso de tortuga, saludando como un pisaverde mientras recibía el dudoso homenaje de sus súbditos, no era su idea de la diversión.
Lo que no entendía, o tal vez prefería olvidar, era que su pueblo se dividía entre el desconocimiento absoluto de su persona, que lo tenía por un muchacho irresponsable y amante de la bebida y las mujeres; y, lo que era peor, un cierto desprecio hacia su capacidad de gobierno. Había que demostrarles que Peter de Rultinia era digno de ser su rey. Al menos tanto como lo había sido su padre, el rey Paul.
Peter reconocía que casi comprendía que prefirieran a Joseph. Él se había quedado con ellos, defendiendo su país, su tierra, durante la guerra, mientras que, a los ojos de Rultinia, él había partido en busca de aventuras en tierras extranjeras, abandonándolos ante los posibles invasores rapaces. Joseph se había sacrificado por Rultinia, o eso creían. Siempre sería una víctima inmaculada, muerto en extrañas y sospechosas circunstancias. Mientras que él…
Peter había pasado varios años fuera de su país, luchando en una guerra que había parecido eterna, para tratar de mantener a Napoleón lejos de sus fronteras, intentando siempre de alejar a Rultinia fuera de tratados incómodos y de alianzas que pudieran perjudicar al pequeño país. Sabía bien que, en una guerra donde los países eran poderosos cual tiburones, un pececillo insignificante como su reino sería devorado sin remordimientos. Se había marchado cuando apenas era un muchacho, y sus conciudadanos no lo conocían. Pero no lo había hecho en busca de locas aventuras y diversión, como los ciudadanos parecían creer. A veces las visiones de los campos de batalla todavía le impedían dormir y había olores que le atraían los recuerdos sin remedio, como el viscoso aroma de la tierra mojada, que le retrotraía siempre, en cuestión de segundos, al sangriento campo belga de Waterloo, donde se lo habían jugado todo a una baza y, por suerte, habían ganado, dejando parte de su alma y su sangre en el barro.
Benedikt, que había visto cómo había cambiado en los últimos meses, sobre todo desde la desaparición y posible muerte de su hermano Joseph en Inglaterra, y su posterior retorno a Rultinia, pensaba que Peter necesitaba tiempo para demostrar su capacidad. Lo malo era que no disponían de ese tiempo. La coronación se llevaría a cabo en tres meses y para entonces tenía que contar con algo más que el apoyo de su guardia.
Su mirada se perdió en el carruaje que iba por detrás del de su príncipe, donde viajaba el ministro de finanzas. James Powell era posiblemente el hombre con más poder en Rultinia, la persona que movía los hilos de todo lo que sucedía en aquel pequeño país del Mediterráneo. Todo parecía indicar que había recibido a Peter con beneplácito, pero Ben recordaba que hacía no tanto había apoyado del mismo modo los planes de su hermano bastardo para suplantarlo, así como las ideas de Joseph de aliarse con el corso cuando las cosas parecían ir bien para los franceses, que durante años habían estado a punto de adueñarse de toda Europa, e incluso de su propio país. Solo un milagro sangriento y lleno de barro llamado Waterloo lo había evitado.
El hombre, de mediana edad y aspecto tranquilo, sonreía y saludaba con naturalidad. Casi parecía actuar como un rey, repanchigado en los almohadones del carruaje, el ademán elegante y la sonrisa fácil, mientras recibía los vítores de sus conciudadanos con gracia.
Unos vítores que el propio príncipe no recibía, o al menos lo hacía con más tibieza, según pudo observar el capitán de la guardia. Había un cierto aire de tensión entre el público que hizo que su espalda se envarase. Se preguntó si la defensa que había dispuesto en torno a Peter sería suficiente para protegerlo en el caso de que…
—¿Dónde está el auténtico heredero? —gritó una voz áspera, indistinguible entre la multitud.
Al instante, un susurro informe se adueñó de la muchedumbre. Las miradas se clavaron en el príncipe, esperando su reacción.
—¡Queremos a Joseph, el verdadero rey!
Esta vez fue una voz de mujer la que habló. Sus palabras provocaron nuevos rumores, aunque nadie se movió.
Sir Benedikt contuvo la mano, que hizo el amago de aferrarse al mango del sable. Un gesto así sería considerado como una amenaza y provocaría un altercado que podría acabar en una masacre.
Miró a Peter. El príncipe había erguido la espalda dentro de su asiento en el carruaje, demostrando que había escuchado las palabras que le habían gritado. Pensó que hacía no tanto tiempo se habría lanzado contra ellos para destrozarles la cara. Ahora, en cambio, sacó la cabeza por la ventanilla y se limitó a saludar con simpatía.
Su gesto al menos hizo que las cosas no fueran a más, pero consiguió que sir Benedikt pensase que los siguientes tres meses iban a ser un auténtico infierno.
—Relájate, no ha sido para tanto —dijo Peter de pronto, con algo de su vieja sonrisa pintada en la cara—. Pareces una vieja matrona en busca de manchas en la ropa blanca. Al menos nadie ha intentado matarme… todavía.
Benedikt estuvo a punto de sonreír, pero no pudo.
Hasta que no tuvo a la vista la entrada del palacio real, no respiró tranquilo.
Las baldosas de mármol rosado del suelo del vestíbulo del palacio real de Rultinia habían sido importadas de Italia, así como las columnas que sostenían su alto techo y las balaustradas que aseguraban las escaleras que llevaban a los pisos superiores. También los escalones eran del mismo material, así como algunas estatuas con las efigies de antiguos soberanos rultinianos. En su momento, aquello había supuesto un pequeño escándalo y había vaciado las arcas del país, pero ahora constituía uno de los orgullos de Rultinia. Al fin y al cabo, ¿qué era un país, por pequeño que fuera, sin un palacio real que reflejara su gloria e importancia? El príncipe Peter apenas reparó en todo ello cuando lo atravesó, camino a su dormitorio, donde pensaba escapar durante unas horas de la ceremoniosidad que había invadido cada instante de su vida. Nunca se había sentido a gusto allí. Siempre había pasado todo el tiempo que había podido en las calles o con sus hombres, lejos de aquellas paredes opresivas llenas de recuerdos amargos.
A su paso, los sirvientes hicieron reverencias desdeñosas, cercanas al desprecio. Lejos de parecer molesto por ello, respondió a sus gestos con una sonrisa radiante, lo que pareció molestarles más todavía. Sintió sus miradas en la espalda hasta que al fin se perdió en la galería superior, donde se deshizo del emplumado chacó, la pelliza y la vaina del sable. Lo sostuvo todo con una mano mientras abría la puerta de su dormitorio con la otra. Agradeció encontrarlo vacío, pues estaba convencido de que no soportaría más miradas avinagradas y más rostros tensos.
Parecía como si todos desearan que no hubiera vuelto jamás y su cuerpo hubiera quedado gloriosamente tendido en un campo europeo, dando su vida por Rultinia. Tal vez era de lo único que lo creían capaz, de luchar. Aunque para eso también Joseph era mejor, qué duda cabía. Su hermano era mejor espadachín, mejor diplomático, mejor rultiniano… y habría sido mejor rey si no hubiera muerto en Inglaterra. Si es que de verdad había muerto. Porque, como en todo, también en eso Joseph le superaba. Siempre sería un misterio para él, tanto vivo como muerto.
Con una sonrisa triste, posó lo que llevaba sobre una silla y se dejó caer en la cama.
Ese había sido el dormitorio de su padre hasta poco antes de la guerra. Desde su regreso, como futuro gobernante, era el suyo. Lo malo era que para él nunca sería otra cosa que el lugar donde su padre había muerto, el lugar en el que le había hecho prometer que cuidaría de su hermano, pasara lo que pasara.
El rey Paul había enfermado pocos meses antes de que Inglaterra le declarase la guerra a Francia, donde Napoleón se había hecho amo y señor. Por ese entonces nadie podía imaginar que la guerra duraría trece largos y terribles años y que incluso Rultinia se vería amenazada. Habían intentado mantenerse al margen del fragor de las batallas durante mucho tiempo, pero al final la amenaza había llegado hasta sus fronteras. Hubo un momento en el que ya no pudieron mantenerse imparciales frente a la barbarie del emperador francés. Al final Peter había tenido que jurar que defendería a su país con su propia sangre. En ningún momento pensaron que a su padre le quedaban apenas unos días de vida.
Cuando su padre le había hecho jurar en su lecho de muerte, poco antes de partir, que jamás abandonaría a Joseph, ¿imaginaba este de lo que era capaz? ¿Lo había hecho por eso? ¿Le importaban acaso aquellas crueles inclinaciones hacia las mujeres que eran un secreto a voces para todos?
Peter era solo un muchacho a punto de salir de su hogar para luchar por ese entonces, apenas un hombre, un joven que solo había conocido la diversión y cuya única preocupación era llegar a su hora a la instrucción con su maestro de armas. Dejaba atrás un país triste por la muerte de su rey en manos de su hermano, a la espera de su regreso de la guerra, que se demoraría cinco años eternos. Un hermano que había gobernado con mano firme, como su padre, como si él jamás fuera a volver. Y quizás contando con ello de antemano.
Después de la guerra, había escuchado muchas historias acerca de lo que había hecho su hermano durante su ausencia, aunque nunca había querido creerlo. Joseph y él nunca habían sido íntimos, pero intentar derrocarlo desde dentro y vender su país a un tirano como Napoleón le parecía algo demasiado bajo y terrible.
Sin embargo, ahora no tenía más remedio que creerlo. No era solo que hubiera osado atacar a los familiares del hombre que les había recibido en su propia casa en Dorset, y que incluso hubiera tratado de matar a Cassandra, sino que cada vez conocía más detalles de sus crímenes en su propio país. ¿A cuántas muchachas había maltratado y abandonado? ¿Había hecho cosas peores? Por desgracia, nunca sabrían lo que había ocurrido con su cadáver en aquella playa, por lo que esa herida quedaría siempre sin cerrar.
Pero el daño era mucho más profundo. Ahora que había regresado a su hogar, veía lo que su hermano había hecho con sus propios ojos: su pueblo lo detestaba, sus ministros lo menospreciaban, todos menos sus hombres creían que era débil y voluble, y lo más probable era que todo el mundo deseara que Joseph no estuviera muerto de verdad y que volviera un día para gobernar Rultinia.
Con un suspiro, volvió a levantarse y abrió las ventanas para que entrara aire fresco en la habitación.
Por más que ordenaba que dejaran los postigos abiertos, siempre se los encontraba cerrados, haciendo más opresivo el ambiente anticuado y seco de la estancia, lleno de muebles pesados y de aire rancio, de madera oscura y de decoración recargada. Con una sonrisa sin humor, se dijo que incluso los criados se permitían el lujo de desobedecerle a su antojo, como si no fuera nadie.
No había restos de presencia femenina ni allí ni en todo el palacio. Nada recordaba a su madre, que había muerto cuando él era apenas un niño, tras apagarse poco a poco, despreciada y engañada por su padre y olvidada por su pueblo. Tampoco la madre de Joseph había dejado parte de sí en aquel lugar. Su destino, que todos habían pensado que sería brillante, ya que había llegado a desplazar a la reina, no había sido mucho más afortunado que el de ella. Sola y enferma, había muerto encerrada en una torre. Su amante no había vuelto a visitarla una vez que su belleza se había marchitado. A veces se preguntaba si su hijo no había heredado una chispa de su locura.
Cerró los ojos y dejó que el salado aire marino le acariciara el rostro. Permaneció unos instantes así, en lo que era tal vez su momento más feliz del día.
Cuando volvió a abrirlos y los fijó en el azul horizonte, tranquilo a aquella hora de la tarde, casi deseó perderse en ese calmado mar para siempre.
—Peter no parece muy feliz.
Benedikt se giró hacia su esposa, que colocaba rosas en un jarrón de su dormitorio. Pensó con humor que se podía sacar a Cassandra del jardín, pero que jamás se podría arrancar a esa mujer de sus flores. Verla con rosas en la mano le recordó el día en que había acudido a buscarle para amonestarlo por haber retado a duelo a Joseph, encontrándolo en la bañera, y su impulso de besarla. De haber sabido lo que vendría después, cuando había estado a punto de perderla para siempre a manos de aquel salvaje, nunca la habría soltado.
—Cualquier persona en su lugar se sentiría del mismo modo, supongo —respondió, con un suspiro de agotamiento, pero sin poder evitar una sonrisa por los recuerdos.
Cassandra se volvió hacia él. En el tiempo que llevaban en Rultinia, tenía la sensación de que Benedikt había envejecido. El ambiente enrarecido, tanto en las calles como en el palacio, era palpable, y evidente incluso para alguien recién llegado y todavía extraño como ella. Para el capitán de la guardia, que había pasado la mayor parte de su vida adulta allí, y que se consideraba un rultiniano más, ver la situación en que se hallaba su país, tan cerca del caos, debía ser algo desolador. Y más todavía considerando que la seguridad del príncipe estaba en sus manos. El peso de esa responsabilidad se marcaba en su rostro y en sus ademanes, antes ligeros y ahora pesados y vigilantes. Conociéndolo como lo conocía, Cassandra sufría tanto o más que él por su señor.
Dejó las flores y se acercó a su marido.
—Es más fuerte de lo que parece —dijo, acariciando su rostro cansado.
Benedikt tomó su mano y tiró de ella hasta que estuvo entre sus brazos. Cassandra se refugió en ellos y aspiró su aroma, tan delicioso como siempre.
—Solo falta que él se dé cuenta de ello, cariño.
Ella se apartó un poco y alzó la cabeza para dedicarle una sonrisa llena de amor.
—Tiene suerte de contar con el más fiel de los caballeros.
Benedikt volvió a apretarla contra sí, sintiendo que necesitaba su apoyo tanto como Peter necesitaba el de su pueblo.
—Ojalá fuera suficiente con eso. Rultinia es un país hermoso, pero está lleno de víboras —sentenció con voz amarga, a su pesar—. Peter tendrá que ser muy fuerte para estar a la altura de las circunstancias, y me temo que todavía no ha encontrado las fuerzas para intentarlo siquiera. Si Peter no llegara a gobernar…
Cassandra lo sintió estremecerse contra sí. No necesitó que él acabase la frase. Sin Peter, el último heredero al trono de Rultinia, el país quedaría descabezado y perdido. Y sería pasto de gente sin alma que, ella lo sabía bien, estaba esperando su oportunidad justo ante sus narices.
Barbara Hollow tuvo que releer la carta dos veces para poder asimilar lo que decía.
Había regresado con Nicholas de su paseo diario por el parque y todavía tenía la respiración agitada de tanto correr detrás del niño, tratando de que no le atropellase ningún carruaje ni ningún caballero o dama a caballo. A veces el niño salía corriendo sin mirar y sin comprender el peligro que sufría, por mucho que se lo explicase. Se limitaba a mirarla con aquellos enormes ojos azules llenos de inocencia y cariño, desarmándola. Ahora, mientras él chapoteaba en la bañera, dejándolo todo encharcado, por fin tenía tiempo para leer el correo.
Las cartas que llegaban desde Rultinia eran tan escasas como deseadas, sobre todo las que venían de su prima Margaret. Desde que había tenido que abandonar su país hacía cinco años, Barbara no había vuelto a verla, pero todavía la añoraba cada día, pues era lo más parecido que tenía a una hermana. Aparte de a Margaret, a la única persona a la que echaba en falta era a Estella Delancey, que había sido su mejor amiga en otros tiempos. Aunque su trato era cada vez más distante, Barbara conservaba buenos recuerdos de su juventud a su lado, aunque no pudiera olvidar que, de hecho, por su culpa estuviera allí, exiliada en aquel país extranjero.
Barbara apretó la carta de su prima contra el pecho y sintió que necesitaba sentarse.
En esos cinco años, en los que nunca había dejado de sentirse una extranjera en Londres, había ido sintiendo cada vez más una especie de opresión en su interior. A pesar de que su madre era inglesa, en su corazón siempre se había sentido rultiniana, y añoraba el calor del sol, el aroma del mar Mediterráneo y la calidez de sus vecinos.
Si en algún momento la decisión de salir de Rultinia le había parecido la más indicada e incluso inapelable, los años de soledad se habían cebado con ella y sentía un cierto halo de injusticia. Porque, ¿acaso había cometido algún crimen para merecer estar alejada de su casa, de sus amigos? En todo caso, si alguien había cometido un error, no había sido ella. Sin embargo, estaba pagando su pequeño traspié con creces, pasando la mejor parte de su vida envuelta siempre en un estado de ansiedad intolerable, sin apenas un consuelo que aliviase su pesada carga.
En su pequeño dormitorio de dos piezas que compartía con Nicholas, que formaba parte de la enorme casa de una joven viuda de guerra que la alquilaba por habitaciones para poder mantenerla, Barbara sintió el peso de los años sobre sí. Patience había sido su única amiga allí, la única persona en quien podía confiar, y no cabía duda de que las dos habían pasado muchas dificultades juntas. Ella le había buscado pequeños trabajos de traducciones para los que no necesitaba salir. Gracias a ellos había podido seguir en aquellas habitaciones, agradables y amplias. De lo contrario, tendría que haber buscado un alojamiento mucho más modesto hacía mucho tiempo, teniendo en cuenta que el dinero que recibía desde Rultinia era cada vez más escaso.
Tanto sufrimiento, durante tantos años. Cinco largos años… Había perdido a su madre, de la que no se había podido despedir. A sus amigos, su buena reputación… Y, a juzgar por lo que le contaba Margaret, lo que la había hecho huir de Rultinia, el impedimento para regresar a su hogar, o al menos uno de ellos, había desaparecido para siempre. Para ella eso era suficiente. Estaba tan cansada que no se sentía con fuerzas para luchar contra el resto.
Con una sonrisa, miró a Nicholas, que seguía jugando con las burbujas de jabón y mirándose las arrugadas manos como si las viera por primera vez.
El niño, con los rizos rubios pegados al cráneo, la miró con sus enormes ojos azules.
—¿Cenaremos pastel, mamá?
Barbara se levantó y se acercó para sacar a Nicholas de la bañera, antes de que se convirtiera en una pequeña pasa arrugada. El niño, juguetón, se abrazó a ella con las piernas, empapando su vestido.
—Eres como un monito. Nada de pastel para cenar. Solo un poco de postre, si te portas bien.
Nicholas rio cuando ella comenzó a hacerle cosquillas, retorciéndose entre sus brazos como una lagartija.
Cuando lo acostó, horas más tarde, sacó la carta y volvió a leerla, como si necesitara una confirmación de lo que ya sabía.
Mientras se preparaba para acostarse, tras comprobar que Nicholas dormía tranquilo, su decisión estaba tomada.
Una voz suplicante, y casi amenazante, acudió a su cabeza desde el pasado, pero decidió, imprudente por primera vez en mucho tiempo, hacer caso omiso de ella. Había llegado la hora de pensar por sí misma, de seguir su instinto. Y este le decía que había llegado la hora de regresar a casa.
Hugh Delancey se acercó lentamente a la joven que observaba a las parejas bailando mientras movía los pies al ritmo de la música y sorbía champán de una copa de delicado cristal. A la luz de las lámparas, su vestido de seda púrpura brillaba como si refulgiera desde el interior, acentuando la palidez de la piel de sus hombros desnudos y de su rostro.
—Todo el mundo murmura.
Estella Delancey se giró hacia su hermano y enarcó una ceja, dejando bien a las claras lo que pensaba de sus palabras. Haciendo caso omiso de la censura en sus ojos, le dio la espalda y volvió a girarse hacia la pista de baile, apurando la copa de champán antes de tomar otra de la bandeja que llevaba un sirviente que pasaba junto a ella.
—Lo sorprendente sería que nadie murmurase. Este país se alimenta de murmuraciones, querido hermano.
Hugh apartó la mirada de ella y miró a su alrededor. Desde su privilegiada posición, veía entrar a los invitados de la fiesta, a los que se escabullían a los jardines en busca de intimidad, a los que se entremezclaban en busca de posibles chismes… y también a los que se evitaban a propósito, para que nadie pudiera sospechar, ni siquiera remotamente, que pudieran estar relacionados entre sí.
Como jefe del servicio secreto de Rultinia, podía reconocer ciertas miradas y actitudes, sobre todo cuando estaban destinadas a intentar despistarlos a él y a sus hombres, que se habían apostado por todo el salón, previendo posibles problemas.
—Tu situación no es la ideal como para generar más comentarios.
Pudo ver cómo la espalda de su hermana se envaraba al escuchar sus palabras. Sin verlos, supo que sus ojos azules, idénticos a los suyos, lanzaban dardos furiosos.
—Mi marido murió por causas naturales. Tú mismo te encargaste de comprobarlo, te lo recuerdo.
Hugh emitió una disimulada sonrisa.
El marido de Estella, Joshua Abernathy, había fallecido hacía unas semanas en unas circunstancias de lo más inapropiadas. El haber muerto tras haber discutido con su esposa a causa de sus sospechas de infidelidad, justo después de ingerir una cena que ella misma le había servido, había hecho que el pescuezo de Estella peligrase durante un tiempo. Además, con la casualidad de que se trataba de uno de los ministros que parecían estar a punto de perder su puesto en la remodelación de gobierno que Peter estaba planeando, todo parecía todavía más sospechoso.
Estella, señalada por la sociedad, viendo peligrar su posición privilegiada, había solicitado una investigación formal de los sucesos ocurridos el día de la muerte de su esposo.
El hecho de que dicha investigación fuera a ser llevada por su hermano había levantado controversia, pero nadie podía negar que Hugh Delancey, a pesar de su fama de huraño y extravagante, era un hombre honrado, o todo lo honrado que podía serlo alguien perteneciente al gobierno de Rultinia.
Al final, inocente o no, Estella se había salido con la suya. Hugh no había podido encontrar pruebas de que ella hubiera estado implicada en la muerte de Joshua quien, por otra parte, era un hombre de más de sesenta años y no gozaba de buena salud.
Su hermana, libre de sospechas y de su marido, había decidido que había pasado demasiados años encerrada. Cinco largos años de aguantar a un hombre anciano y aburrido.
—Deberías intentar ser discreta en tus escarceos —murmuró Hugh, tomando la copa de su hermana y dándole un sorbo antes de devolvérsela—, o tus oportunidades de encontrar otro buen partido se evaporarán.
Estella fingió una sonrisa y miró la copa, como si de pronto contuviera algo repugnante. La dejó sobre la primera bandeja que pasó junto a ella.
—Tu vida debe ser muy aburrida, Hugh —respondió, alejándose, rumbo al jardín, dejándolo solo y con cierta sensación de angustia en el pecho.
Estella no era consciente de las fuerzas que se movían en Rultinia, y de que la protección que le daba tal vez no duraría para siempre.
—¿Lo has visto, como un cuervo sobrevolando un campo lleno de cadáveres?
Sir James Powell, hasta hacía poco tiempo consejero del reino y desde la, para él afortunada, muerte de Abernathy, nuevo ministro de finanzas, ocultó una sonrisa detrás de una copa de champán. A él no le amargaba la fiesta ni siquiera la presencia de Hugh Delancey, con aquellos gélidos ojos azules, siempre vigilantes y llenos de censura, como si fueran capaces de ver todos y cada uno de los negros pensamientos de los invitados. Siguió con la vista a su hermana Estella, que era una visión mucho más agradable. Parecía que esos dos no se llevaban tan bien como deberían llevarse un par de tiernos hermanos. Aunque, ahora que lo pensaba, eso parecía ser una tradición en Rultinia, donde todos parecían descendientes de Caín y Abel, empezando por Peter y Joseph, los hijos del anterior rey.
—¿Qué diablos te parece tan divertido?
Powell alzó los ojos hacia su acompañante, que parecía congestionado por la comida y la bebida. Le gustaría poder decirle que mantuviera el decoro, pues estaba convencido de que Delancey tenía hombres apostados por todo el salón, pero sabía que no serviría de nada.
—El champán me cosquillea en la nariz —dijo en cambio.
Preston Chapman, consejero de su departamento, lo miró como si no comprendiera sus palabras antes de darlo por imposible.
Sir James lo escuchó mascullar para sí durante unos minutos más, perdido en sus pensamientos. Esa fiesta era un aburrimiento absoluto, como todas las de su clase, solo interesantes por la información que se pudiera recabar en su curso.
El momento en el país era tan excepcional que era inconcebible perderse ninguna de esas veladas. Todos los miembros del gabinete de Peter debían mostrar en público una muralla firme y feroz, capaz de defenderlo en cualquier ocasión. Lo que sucediera en privado era otra cuestión.
Mientras apuraba la copa, volvió a ver cruzar a Estella Delancey ante él, esta vez del brazo de un muchacho imberbe, apabullado ante la enorme cantidad de piel blanca que ella mostraba. Al pasar junto a él, lo saludó con un gesto de la cabeza y una sonrisa apenas perceptible.
Si había alguien en esa fiesta que le interesara de verdad, era ella. Y no solo por su belleza.
Después de una decena de bailes similares, en los que siempre se celebraba el regreso del futuro monarca con el mismo entusiasmo, tan elocuente como falso, Peter empezaba a estar cansado. De todas formas, ese tipo de fiesta nunca había sido su tipo de entretenimiento favorito.
Su padre, el rey Paul, siempre decía de él que tenía alma de pueblerino.
Peter nunca lo había considerado un insulto, a pesar de la evidente intención de su padre de molestarle. Era muy consciente de que se divertía más entre la gente sencilla, en una taberna, e incluso en un mercado, que en un palacio, rodeado de sedas y oropeles.
Durante la guerra, cuando había tenido una relación más que estrecha con los hombres de su guardia, casi de igual a igual, había sentido lo que era la libertad y podría decir que la felicidad si no hubieran sido los momentos más terribles de su vida. Solo ahora se daba cuenta de que esos días habían quedado atrás. Para sus hombres ya no era Peter, sino su alteza, el hombre que se ponía en peligro continuamente por tomar una copa en cualquier taberna. Las mujeres de Rultinia no lo miraban como a un desconocido, como podía ocurrirle en Francia o en Inglaterra. Allí su rostro aparecía por doquier y era raro el ciudadano que no lo conociera. Cuando miraba a alguna dama más de dos veces, los rumores se desataban en el país, lo que había conseguido que su vida fuera la de un monje. Sus únicos entretenimientos, si es que a eso se le podía llamar diversión, eran esas terribles veladas y los paseos por el jardín con Cassandra, la esposa de Benedikt.
Si le hubieran dicho hacía solo unos meses que esa mujer, a la que había pretendido y acosado de un modo que ahora se avergonzaba de recordar, se convertiría en la única persona a la que podía contarle todos sus problemas, jamás lo hubiera creído posible. De hecho, era prácticamente la única persona en la que sentía que podía confiar, si no tenía en cuenta a su marido.
Los buscó con la mirada, pero ambos parecían absortos el uno en el otro, bailando una danza que no tenía nada que ver con lo que la orquesta estaba tocando en ese momento.
Peter tomó otro sorbo de champán, sonriendo para sí. Si en ese instante un asesino entrase en aquel salón dispuesto a degollarle, su capitán de la guardia ni siquiera se enteraría de ello, tan cautivado como estaba por la mirada de su esposa. Por suerte, Benedikt había apostado a sus hombres por todo el salón, y también Delancey, cuya sola presencia parecía amargarle la fiesta a más de uno, estaba en guardia. A pesar de que nadie conocía a sus hombres, seguro que había al menos una docena allí, vigilantes y pendientes de cada movimiento suyo y del resto de los invitados.
—Una fiesta divertida —dijo una voz a sus espaldas.
Peter se giró, sorprendido por el tono irónico con el que se había pronunciado la frase.
Estella Delancey, en grave contraste con los tonos oscuros escogidos por su hermano, parecía brillar con luz propia. No había nadie tan hermosa como ella en todo el salón, y lo sabía muy bien. Se notaba en su postura arrogante y en el gesto presuntuoso de su barbilla.
Ningún hombre de más de ocho años podía evitar sentirse atraído por ella, a pesar de la terrible fama que tenía. Su hermano Joseph no había podido, según se decía. Su relación había estado en boca de todo el país durante años, aunque nunca se había sabido bien cómo había acabado. Ella se había casado con uno de los ministros de su padre y su hermano había seguido con su vida como si nada. Si habían seguido juntos o no, era un misterio que había quedado entre ellos dos.
—El champán ayuda a verlo todo con otros ojos —respondió Peter. Sonrió y apuró la copa tratando de olvidar a su hermano.
Ella sonrió en respuesta y entrecerró las pestañas, haciendo que sus ojos azules lucieran de pronto mucho más hermosos, casi felinos. Sin duda, no adivinó sus pensamientos, pues pareció de pronto mucho más accesible, menos gélida, humana.
—Por desgracia, está mal visto que una dama tome más de dos copas en público, alteza.
Peter observó sus gestos, todos ellos destinados a hacer destacar su figura, el corte del vestido y la gracia de su porte. Según se decía, desde que había enviudado, la hermana del jefe de espías había dejado los disimulos a un lado y no se privaba de coquetear en público con todo aquel que se le antojara. Peter, que hacía meses que no había estado con una mujer, sintió el influjo de su encanto como la llamada de una sirena. Con una gran tensión acumulada, pensó que le daba igual lo que pensaban de él e incluso que ella hubiera amado a su hermano.
—Yo os he visto tomar de dos, querida —murmuró, acercándose tanto que ella pudo sentir su aliento caliente en la mejilla y el cuello.
—No sabía que os hubierais fijado en mí, señor.
Peter se dijo que la falsa modestia no le pegaba a Estella Delancey, pero se dejó llevar por su juego. Era lo único divertido que había hecho en mucho tiempo.
—Es imposible no fijarse en una belleza como la vuestra, y lo sabéis muy bien —respondió.
Ella echó atrás la cabeza y rio, atrayendo la mirada de varios de los invitados, que murmuraron ante las posibles implicaciones de una charla íntima entre esas dos personas.
—A veces pienso que Peter tiene razón.
Benedikt se separó un poco de Cassandra, lo justo como para poder mirarla a los ojos.
—No deberías restregarme por la cara tu buena relación con mi señor. Cualquier otro hombre pensaría mal.
Ella le dio una palmada en el hombro por su tono de broma. Si había alguien en el mundo que no debería sospechar de posibles infidelidades, ese era Benedikt McAllister. Y menos cuando se trataba del príncipe, que la había pretendido y había salido ganando un buen bofetón por sus atenciones poco sutiles.
—Y tú no deberías fastidiarme en público, maldito pelirrojo insolente. Aquí la gente no me conoce y todavía piensa que soy una dama tranquila y exquisita.
Él enarcó una ceja y pareció a punto de soltar una carcajada, pero la amenaza en los ojos de Cassandra le hizo desistir de inmediato.
—Ilumíname, tranquila y exquisita dama, ¿en qué tiene razón Peter?
Ella entrecerró los ojos y pensó que sería bueno castigarlo por su actitud, pero era tan maravilloso volver a verlo sonreír, que decidió no tentar a la suerte.
—Cuando he visto cómo lo mirabas mientras hablaba con Estella Delancey, parecías una vieja matrona, querido.
Benedikt no pudo evitar buscar a su señor con la mirada, frunciendo el ceño al no verlo. Afortunadamente, comprobó que también faltaban varios de sus hombres, así que, estuviera donde estuviera, podía estar seguro de que no estaba en peligro.
Ella también miró con disimulo a su alrededor y vio lo que él veía, y también que la otra invitada que faltaba era Estella Delancey.
—No te gusta —insistió Cassandra, sin perderse detalle de la mirada de Benedikt.
Él suspiró, antes de girarse otra vez hacia ella.
—No es la compañía indicada para él en estos momentos. —Pareció a punto de decir algo más, pero, por algún motivo, decidió callar—. Bastantes problemas tenemos ya tal y como está la situación —añadió, con los dientes apretados.
—¿Crees que los rumores sobre la muerte de su marido son ciertos?
Benedikt la acercó otra vez hacia él, pero ella supo que su intención no era la de sentirla más cerca, sino la de que sus voces no llegaran a oídos indiscretos.
—Aunque no lo fueran, la reputación de Peter tiene que ser intachable en este momento, por no hablar de que necesita centrarse en la coronación, y Estella no es la mujer indicada para hacer que un hombre mantenga la calma ni el control sobre su vida.
Cassandra tuvo la sensación de que Benedikt hablaba sabiendo muy bien lo que decía, pero no quiso preguntar más, al menos en ese momento. Si, como sospechaba, sabía más cosas sobre esa mujer de las que le había contado, acabaría averiguándolas.
—Ha salido con el príncipe rumbo al jardín.
Hugh Delancey fingió no entender el tono un tanto displicente del hombre que lo informaba de los pasos de su hermana. Sabía bien que, si Estella había desaparecido del baile, era para perderse en los brazos de algún hombre.
Aunque hacía tiempo que había dejado de preocuparse por los asuntos de sábanas de su hermana, cuando estos implicaban la política de su país, y particularmente los de su futuro soberano, tenía el deber de interferir si era necesario.
No es que creyera que estar con Peter tuviera algún riesgo para ella, al contrario. Peter no era Joseph, ni mucho menos. Había tenido que tolerar durante años su relación, inestable pero continuada. A pesar de las peleas, los rechazos, la violencia y la terrible historia que tenían detrás, Estella y Joseph parecían destinados a estar unidos para siempre. Hugh se preguntó si el hecho de que buscara a Peter no se debería, en cierto modo, al enorme parecido entre ambos. Aunque, conociéndola, tampoco podía descartar que buscase un matrimonio ventajoso, ahora que volvía a ser libre.
—No quiero que salgan de palacio —dijo, sabiendo, sin necesidad de mirar a su hombre, que su orden sería cumplida.
Era cierto que también estaba por allí la guardia personal de Peter, luciendo sus vistosos uniformes de húsar, pero para ciertos asuntos prefería contar con su propia gente, mucho más discreta.
Como si hubiera notado que pensaba en él, sir Benedikt McAllister lo miró. Como jefe de la guardia, conocía casi tantas cosas de las que ocurrían en el país como él mismo. A pesar de los años que llevaba en la corte, seguía pareciendo un hombre incorruptible y fiel. Sabía que en ocasiones las apariencias engañaban, y también conocía parte de lo ocurrido en Inglaterra hacía unos meses, cuando al parecer esa fidelidad hacia su señor se había tambaleado. Teniendo en cuenta que había regresado, y que Peter y él parecían más unidos que nunca, quería creer que sus diferencias habían desaparecido. Y así lo esperaba, por el bien de Rultinia.
Su hombre desapareció rumbo al jardín, confundiéndose con las sombras como si fuera una más de ellas, y notó que sir Benedikt lo seguía con la mirada, tal vez captando que algo ocurría.
Hugh esbozó una sonrisa sin humor ante el leve gesto de alarma del pelirrojo, que había estado tan concentrado en bailar con su esposa, ajeno por completo a su entorno e incluso a la música que sonaba, que ni siquiera se había dado cuenta de que su señor había abandonado el baile, acompañado de su hermana. Hizo un gesto en su dirección que pareció calmarlo, aunque siguió pareciendo descontento, lo cual era muy lógico, en todo caso.
Por un instante casi lamentó haberle fastidiado la diversión. Por desgracia, no habían acudido allí a divertirse, sino a cumplir con su deber, y sir Benedikt debería comprenderlo.
Barbara descendió del carruaje y se volvió para ayudar a Nicholas. El niño, tanto o más excitado que ella, lo miraba todo a su alrededor con sus enormes ojos azules. Trató de soltarse de su mano y correr hacia donde fuera, con tal de que fuera lejos del lugar donde había estado encerrado durante tantas y tan largas horas.
Para Nicholas, el viaje desde Inglaterra había estado dividido entre la excitación por alejarse de lo que siempre había sido su hogar y el aburrimiento, causado por los largos días enclaustrado, ya fuera en un barco desde Portsmouth hasta Calais como por las jornadas interminables en el carruaje desde allí hasta Rultinia. Era cierto que el niño se había mostrado casi siempre animado, pero también había sufrido el agotamiento propio de cualquier viajero.
—Espera, Nicholas —dijo Barbara—, no conoces las calles y podrías perderte.
Nicholas gruñó de frustración, sin comprender que, ahora que al fin se creía libre, hubiera un nuevo obstáculo que le impidiera correr.
—Tú dijiste que era un sitio bonito y tranquilo.
Barbara se sintió enrojecer al escuchar sus propias palabras en la boca del niño. Durante todo el viaje le había hablado de su país, de sus recuerdos de la infancia y de su prima Margaret. Le había repetido tantas veces esas historias que tenía la sensación de que él las conocía mejor que ella. Ahora veía en su mirada que trataba de comprobar si lo que le había dicho era cierto.
—¿No te lo parece, acaso?
Nicholas miró a su alrededor, los viejos edificios llenos de encanto, con su estructura de piedra y madera, las típicas puertas de colores vivos, los naranjos que decoraban la plaza de santa Gervasia, esparciendo su aroma por doquier. En el centro de la misma, un pedestal sin estatua le arrancó una sonrisa.
—Es bonito —concedió al fin, magnánimo, con un gesto que le recordó de dónde provenía.
—¿Barb?
Barbara se giró hacia la aguda voz que la llamaba. Por muchos años que pasaran, reconocería aquella voz en cualquier lugar.
Antes de darse cuenta, estaba abrazada por una criatura que parecía envuelta en una nube de perfume y chales de encaje de diversos tonos de rosa. Sus rizos, rígidos y evidentemente artificiales, apenas se movían mientras daba saltitos indecorosos, sin soltar todavía a Barbara.
Margaret Neville, con quien tenía un parentesco tan confuso que ellas preferían dejarlo en primas a secas, se separó al fin un poco para mirarla. Bajo la espesa capa de maquillaje, su sonrisa era auténtica, así como la alegría que reflejaba su mirada.
—Estás igual que siempre. Y tan delgada como un junco.
Barbara le devolvió la sonrisa, sintiéndose en casa al fin. Si por unos instantes había temido que Meg la recibiera de otro modo después de lo que había ocurrido, sus temores quedaron despejados cuando volvió a encontrarse entre sus brazos.
—Tú también estarías como un junco si tuvieras que correr todo el día detrás de un niño de cinco años —respondió.
Sus palabras hicieron que Meg fuera consciente de la presencia de Nicholas, que las miraba como si no supiera muy bien por qué nadie lo recibía a él con el mismo entusiasmo.
Margaret palideció al ver a Nicholas y le apretó el brazo a Barbara, antes de volverse hacia ella otra vez.
—¡Dios mío, es su vivo retrato! —exclamó.
Barbara hubiera deseado que Margaret no alarmase al niño con sus gritos, porque este empezaba a darse cuenta de que la mujer que supuestamente iba a recibirlo con los brazos abiertos lo miraba con algo cercano al horror. Asustado, se refugió contra su falda, mirando a Margaret con sus enormes ojos azules.
Meg, dándose cuenta de lo que ocurría y de que estaban llamando la atención de los transeúntes, le tendió una mano enguantada. Nicholas la miró durante unos instantes antes de tomarla.
—¿No vas a darle un beso a tu tía Meg, cariño?
Su voz, dulcificada de pronto, enterneció a Barbara, que vio cómo Nicholas la abrazaba y besaba su rostro empolvado. Muy pronto se alejaban de la mano rumbo a la casa de Meg como si se conocieran de toda la vida. Nicholas le hablaba de su viaje, de lo que había visto, mientras Margaret lo miraba con ternura. Fuera cual fuera el primer impulso que había sentido al verlo, había quedado olvidado por el encanto y la belleza del niño. Con una sonrisa, los siguió tras darle indicación al cochero de que llevase el equipaje a casa de su prima.
Peter alzó la vista de lo que estaba leyendo al escuchar la puerta del despacho. Tenía la sensación de que llevaba horas encerrado allí dentro, leyendo y firmando papeles y legajos, sin visos de avanzar hacia ningún lugar. Como todo en el palacio real de Rultinia, sentía que no había nada suyo allí, pues los muebles oscuros parecían ahogarlo, así como los pesados cortinajes que apenas dejaban pasar la brisa marina. A pesar de que llevaba meses allí, todavía no había encontrado la oportunidad de cambiar el despacho a su gusto y, francamente, dudaba que alguna vez pudiera sentirse cómodo en ese lugar, tan lleno de recuerdos, la mayoría de ellos no del todo gratos.
Al ver que el que había entrado era James Powell, suspiró, agotado. Sin duda, traía o más papeles o problemas, y ninguna de las dos cosas era agradable.
Se pinzó el puente de la nariz, tratando de cortar el inminente dolor de cabeza que lo acechaba. En los últimos días se sentía más cansado de lo normal, y los pocos momentos de esparcimiento de los que disfrutaba no acababan de llenarlo ni de servirle para olvidar sus responsabilidades. Por desgracia, se temía que su vida, en adelante, seguiría esa pauta. No tenía otro remedio que acostumbrarse a ello.
—Parecéis cansado, alteza.
Peter trató de sonreír ante la educada obviedad del ministro de finanzas.
—Id al grano, Powell. Tengo trabajo.
SirJames se sentó sin que lo invitasen y miró a Peter con una sonrisa brillante.
—Tal vez deberíais dedicar algo de tiempo a mejorar vuestra imagen, señor. Tened en cuenta que el pueblo espera ciertas cosas de su gobernante.
Peter no podía negar que Powell había captado su atención. No por lo que decía en sí, sino por su actitud, como si supiera algo de lo que él no tenía ni idea. Se recostó en la silla y miró al hombre que tenía delante. Sabía que su ascenso en la política de Rultinia había sido meteórico y que, en un país como aquel, al menos hasta ese momento, eso solo se conseguía por medios no del todo limpios. Se preguntaba qué favores les había hecho a su padre y a su hermano para lograr su actual posición.
—Sé que os habéis planteado un cambio en el gobierno, alteza —dijo Powell, como si leyera sus pensamientos—. Sin embargo, deberíais tener en cuenta que poca gente conoce a vuestro pueblo y sus necesidades como yo.
—No lo dudo. Y tampoco dudo que habéis sacado buen provecho de ello —respondió Peter, que sabía que la fortuna de su actual ministro de finanzas no procedía del todo de negocios legales.
La sonrisa de Powell perdió algo de su brillo, como si no hubiera esperado que Peter se mostrase tan difícil.
—El pueblo de Rultinia es muy tradicional, señor. Sin duda lo sabéis.
Peter se preguntó si ese hombre lo estaba retando con su desfachatez. Apoyó los codos en la mesa y unió las manos ante sí, tratando de mantener la calma.
—Conozco a mi pueblo, Powell —respondió con voz firme y grave.
Sir James tuvo la sensación, durante unos instantes, de que la imagen que había tenido de Peter esos meses en los que habían mantenido contacto era equivocada. El príncipe solía mostrarse alegre y despreocupado, como si todo le importara poco, sin embargo, lo que veía ahora estaba muy alejado de esa imagen frívola.
Intentando aligerar el ambiente, Powell agitó una mano y sonrió, aunque su gesto no hizo que la expresión de Peter se relajase.
—Los rultinianos esperan un rey fuerte y serio, de eso no cabe duda.
Peter hizo un gesto cargado de ironía.