Mi honorable caballero - Mi digno príncipe - Arwen Grey - E-Book
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Mi honorable caballero - Mi digno príncipe E-Book

Arwen Grey

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Beschreibung

Mi honorable caballero Arwen Grey Inglaterra, 1815. La batalla de Waterloo ha puesto fin a una guerra que ha devastado Europa. Lord Leonard Ravenstook decide invitar a su casa de Dorset al príncipe Peter de Rultinia, a quien conoció brevemente en Londres durante la guerra, y a todo su séquito, para que se repongan antes de regresar a su país. Esta noticia producirá sentimientos encontrados entre las jóvenes damas de la casa; para Iris Ravenstook, hija del dueño, supondrá reencontrarse con Charles Aubrey, el hombre que la hizo soñar por primera vez con el amor. Para su prima Cassandra, en cambio, la noticia no es tan agradable: sir Benedikt McAllister, el jefe de la guardia del príncipe, es tal vez el hombre más insufrible que haya conocido jamás… Mi digno príncipe Arwen Grey Todo reino que se precie está lleno de intrigas; la coronación del futuro monarca de Rultinia causa más expectación que una obra de Shakespeare. Ante la muerte de su hermano Joseph, Peter se ve heredero del trono, aunque nadie lo cree merecedor de él. Pero todo se complica con la aparición de Barbara, que desapareció hace cinco años sin dejar rastro y ahora es madre de un hijo sospechosamente parecido a su hermano muerto…

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

 

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 60 - enero 2021

 

© 2018 Macarena Sánchez Ferro

Mi honorable caballero

 

© 2018 Macarena Sánchez Ferro

Mi digno príncipe

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2018

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Internacional y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com.

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-169-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Mi honorable caballero

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

Catorce

Quince

Dieciséis

Diecisiete

Dieciocho

Diecinueve

Veinte

Veintiuno

Veintidós

Veintitrés

Veinticuatro

Veinticinco

Veintiséis

Epílogo

Agradecimientos

Mi digno príncipe

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

Catorce

Quince

Dieciséis

Diecisiete

Dieciocho

Diecinueve

Veinte

Veintiuno

Veintidós

Veintitrés

Veinticuatro

Veinticinco

Veintiséis

Veintisiete

Veintiocho

Veintinueve

Agradecimientos

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

 

El infierno está vacío, todos los demonios están aquí.

 

William Shakespeare

Uno

 

 

 

 

 

Dorset, Inglaterra, junio de 1815

 

Lord Leonard Ravenstook contemplaba el ir y venir de la pelota entre su hija y su sobrina por el salón, de muchacha de pelo rubio y tez sonrosada a joven morena y de piel alabastrina, mientras se preguntaba si sus valiosas porcelanas chinas sobrevivirían al trance. Llevaban ya así más de media hora, tras haber apostado que la que dejara caer la pelota le pagaría a la otra una cinta de raso, y lord Ravenstook se temía que antes caería él de una apoplejía que la dichosa pelota.

Bien era cierto que las dos jóvenes eran muchachas de nervios templados, juiciosas, y que jamás osarían disgustar al pobre anciano, pero quizá no se les había ocurrido que jugaban a un juego peligroso, y que no se trataba de la apuesta, precisamente.

—Ojalá dejara de llover —dijo Iris, reteniendo la pelota un instante, estudiándola como si jamás la hubiera visto hasta ese instante, repasando las costuras con una uña pálida y cuidada—. Entre la guerra y el mal tiempo, las diversiones escasean en los últimos meses.

La joven morena, con las palmas abiertas dispuestas a recibir el proyectil que le lanzaba su prima, lanzó una risa pícara.

—Sobre todo desde que falta cierto caballero de estos tristes parajes —respondió, insidiosa.

Iris, molesta, lanzó la bola con más fuerza de la que hubiera deseado, causando el desastre que su padre barruntaba. Se llevó por delante un par de figuritas de porcelana que reposaban sobre el aparador de estilo Adam, con engastes dorados y con placas de cerámica decoradas con escenas mitológicas tan a la moda. El caballero las atesoraba desde hacía años y las cuidaba con esmero, a tal punto que les quitaba el polvo él mismo. La joven rubia, lanzando un gemido de lástima, se arrodilló para contemplar el desastre que había causado y tomó las piezas rotas entre sus manos. Por fortuna, el destrozo no había sido demasiado grave, nada que un poco de cola no pudiera solucionar, le aseguró a su padre.

—Lo siento mucho, tío, ha sido culpa mía —dijo Cassandra, acercándose a lord Ravenstook, que no pudo menos que perdonar a la joven al ver el sincero arrepentimiento en sus ojos oscuros.

Besó sus rizos y se alejó con las causas de sus desvelos rumbo a su despacho, no sin advertir a las jóvenes que se dejaran de juegos y se dedicaran a algo más propio de señoritas de su condición, como el bordado o la pintura. Lo dijo con tanta ironía que las muchachas no pudieron menos que reírse, sabiendo que el anciano jamás les perdonaría que se comportaran como jovencitas convencionales.

—¿Y no has tenido noticias de cierto caballero, querida prima? —preguntó Cassandra, sentada en una cómoda silla tapizada junto a la ventana y contemplando la lluviosa tarde mientras fingía indiferencia. A pesar de que el salón de tarde era una estancia acogedora, con su papel pintado con flores, sus muebles femeninos escogidos hacía años por la difunta lady Ravenstook y ya algo pasados de moda, y sus cortinas de terciopelo de colores suaves de tonos dorados y azules, el jardín siempre había sido su parte favorita de la casa de sus tíos y odiaba tener que estar encerrada a causa del mal tiempo. La impaciencia que la consumía era evidente en todos sus ademanes: en el modo de atusarse el cabello a cada momento, en el repiqueteo de sus dedos en la taza de té, o en la manera nerviosa de mordisquear las pastas y dejarlas sobre el platillo sin terminarlas—. Y no me digas que no te gusta, incluso ahora eres incapaz de pensar en él sin sonrojarte.

Iris dejó la taza sobre la mesilla y trató de disimular su incomodidad colocándose los pliegues de la sencilla falda de muselina floreada, tan en discordancia con lo gris de la tarde.

—No tengo ni idea de a qué te refieres.

Cassandra contempló a su prima con algo similar al cariño maternal. Aunque solo se llevaban dos años, Iris era tan niña a veces…

—Bien puedes tratar de engañarte a ti misma, pero…

—¡Niñas!

El tono alterado en la voz de lord Ravenstook hizo que las jóvenes se sobresaltaran. La última vez que el viejo caballero había gritado de esa manera había sido el día en que Inglaterra le había declarado la guerra a Napoleón Bonaparte. Un súbito temor las invadió. Se levantaron y acudieron a su encuentro en el vestíbulo, donde le encontraron despidiendo a un mensajero.

Lord Leonard Ravenstook lloraba, incapaz de contener una fuerte emoción, lo que les hizo presagiar malas noticias. Lo vieron aflojar su corbatín de seda como si le costara respirar bien.

Iris tomó la mano de su padre y se la apretó con fuerza antes de llevársela a los labios para besársela, preocupada.

—Hija mía, querida sobrina —dijo el anciano tras unos minutos, con la voz cascada por la emoción—, he recibido grandes nuevas. La guerra ha terminado. Bonaparte ha abdicado y ha sido exiliado a una isla remota en el Atlántico. Dentro de poco nuestros hombres volverán a casa.

Iris sonrió, no podía menos que compartir la felicidad de su padre, que había lamentado con amargura su avanzada edad para no poder combatir al hombre que pretendía invadir su país y acabar con lo que todos amaban. Cuánta muerte y amargura había acarreado su ambición. Tantos hombres muertos, tantas familias destrozadas. Inglaterra y Europa entera tardarían en recuperarse de aquella guerra y sus consecuencias, teniendo en cuenta que sus arcas estaban vacías y el futuro de muchos de sus jóvenes se había arruinado para siempre.

Cassandra se unió al abrazo en que se envolvieron padre e hija.

—Muy pronto estarán en casa y recibirán honores de héroes —dijo Iris, con la voz tomada por la emoción.

Su prima pudo leer en el brillo de sus ojos que la joven rubia no expresaba con palabras todo lo que su corazón sentía en realidad: que muy pronto él volvería.

 

 

—Si sigues espoleando al caballo de esa manera no necesitaremos a un mensajero que anuncie nuestra llegada.

El conde Charles Aubrey se volvió hacia su camarada sir Benedikt McAllister con una sonrisa radiante, que rozaba casi el delirio.

—¿No tienes ganas acaso de volver a ver tu tierra, amigo?

Benedikt frunció el ceño.

—Inglaterra no es mi tierra, te recuerdo que hace siglos que no piso esa húmeda isla. Para mí, mi tierra es Rultinia. Y en todo caso, aunque lo fuera, nada de interés me espera allí. Ya me imagino con espanto las veladas y los tés con las señoritingas que se desmayarán cuando les hables de las escaramuzas con los franceses. Si pudiera ahorrármelos, sería el hombre más feliz del mundo.

Charles refrenó su caballo y se colocó a la altura del escocés, que lucía más pelirrojo y taciturno que nunca.

—Entonces, ¿es cierto que han tenido que obligarte a embarcar hacia Inglaterra? ¿Qué es lo que odias de este lugar? Yo lo encuentro delicioso —bromeó Charles, haciendo caso omiso del gesto de disgusto de su amigo.

La mirada de Benedikt se perdió en el infinito. Hacía años que estaba al servicio del príncipe Peter de Rultinia, un diminuto reino de la costa mediterránea que luchaba por su supervivencia. Había salido de su país natal muy joven sin saber que iba a recalar allí, y apenas había vuelto a cruzar sus fronteras. Lo más probable era que jamás lo hubiera hecho de no ser por la guerra que había amenazado la existencia de lo que consideraba su hogar. De hecho, si el joven príncipe no se hubiera unido a la Coalición, junto a Inglaterra, Portugal, el Imperio Ruso y los demás países que habían sabido mantenerse fuertes frente al poderío francés, en ese mismo momento Rultinia sería pasto de los buitres, hecho que hubiera aprovechado a placer el hermano bastardo del príncipe, Joseph, que había jugado a dos bandos durante buena parte de la contienda, hasta que vio hacia qué lado se decantaba.

Por desgracia, a pesar de todos sus esfuerzos, no se había podido demostrar que Joseph había estado detrás de la conjura para derrocar a Peter en su ausencia. Con un suspiro de agotamiento recordó que ahora Joseph y su hermano, su príncipe, a pesar de ciertas tensiones en las que se habían visto envueltos varios de sus caballeros, Benedikt entre ellos, se habían reconciliado, por lo que debía mostrarse amable con él. Por mucho que lo intentara, jamás lograría disimular el desagrado que sentía en su presencia. Nunca dejaría de sospechar de él ni de su actitud, por mucho que su señor se lo ordenara. Era su deber como caballero protegerle, aunque fuera de sí mismo. Por eso había viajado a Inglaterra, aunque odiaba el clima frío y la lluvia sobre todas las cosas.

Se le escapó una sonrisa sin querer. Debía de ser el único escocés en el mundo que odiaba la lluvia y el frío.

Se dio cuenta de que Charles esperaba una respuesta, así que lo miró sin poder simular su inquietud, pues sabía que, en ciertos aspectos, él compartía sus sospechas.

—Puede que Napoleón haya dejado de ser un peligro, pero hay otras sombras que acechan —murmuró Benedikt, apuntando con la mirada hacia Joseph que, quizá notándolo, se volvió hacia ellos y los saludó, tirante.

Charles sonrió, cándido. Cuando sonreía así parecía más joven de los veinticinco años que tenía.

—Ves nubes donde no las hay, amigo. Ahora eso pasó. Joseph ya no es ningún peligro para nuestro señor.

Benedikt no dijo nada, se limitó a observar cómo Charles volvía a dejarse llevar por las prisas y aceleraba. De pronto recordó que el conde sí tenía motivos para sentirse feliz de estar en aquella desangelada tierra. Debía de estar incluso impaciente por llegar a su destino, el muy iluso.

Bendita juventud. Se preguntó si él alguna vez había sido tan joven e inconsciente. Con un suspiro, arreó al caballo para ponerse a su altura, no fuera a ser que, para cuando llegara, el muchacho hubiera cometido alguna tontería, como casarse…

Dos

 

 

 

 

 

Si lord Leonard Ravenstook había derramado lágrimas de alegría al enterarse del final de la guerra, no fue menor su felicidad al recibir una carta que solicitaba asilo durante no menos de un mes para Su Alteza Real el príncipe Peter de Rultinia y su séquito.

La misiva del joven, con el que el anciano había trabado conocimiento en las reuniones previas a la guerra en la corte londinense, era cortés y simpática, y lord Ravenstook, que adoraba recibir visitas, sobre todo si se trataba de gente joven y gallarda, no dudó en contestar a vuelta de correo que tanto el príncipe como sus hombres serían recibidos en su hogar durante tanto tiempo como desearan. De hecho, le dijo, si su visita se prolongara durante dos meses o más, él sería el hombre más feliz del mundo.

No escapó al anciano que el motivo de que el joven príncipe no regresara a su país era la inestabilidad reinante todavía en el continente. Se sabía que había bandas de hombres que se dedicaban al pillaje por doquier en el país y no hacía tanto tiempo que su hermano bastardo Joseph había ofrecido a Napoleón su reino a cambio de la corona, aunque fuera a costa de la cabeza de su propio hermano. Cierto que esto no era del dominio público y que Peter parecía incapaz de creer que su hermano fuera capaz de algo tan terrible, pero no por ello dejaba de ser verdad. Tampoco se le escapaba que Peter, a pesar de los consejos de sus ministros y otros caballeros mayores y quizás más prudentes, había preferido perdonar a Joseph cuando este solicitó su perdón al rechazar el emperador francés su plan, acosado ya por todos los frentes y cercana su derrota. Solo el amor filial podía hacer que Peter perdonase una traición semejante.

Contempló la carta con el ceño fruncido antes de dejarla sobre el escritorio de caoba, cuya superficie marcada por los años y el trabajo acarició con cariño. Quizás debería aprovechar la visita para tener una pequeña charla con el príncipe, se dijo con un ligero gesto de la cabeza.

Los gritos de las muchachas atrajeron su mirada.

Al fin había dejado de llover y Cassandra, cansada ya del encierro, corría por el jardín como una niña, agitando las flores y salpicando con el agua que caía de ellas a su rubia prima. A veces lo sorprendía esa joven, tan firme y testaruda en ocasiones, y tan jovial y ligera como una niña en otras. Su pequeña, en cambio, era toda modestia y pudor. Juntas eran la mujer perfecta.

Ese pensamiento le arrancó una sonrisa.

Salió del despacho y le dejó la carta a Ursula, el ama de llaves, para que la llevara al correo urgente. Esta se alejó con una reverencia formal y lo dejó a solas junto a la puertaventana que daba del salón al jardín.

Observó a su hija y a su sobrina durante un par de minutos más, hasta que su hija, quizás notando su mirada, se detuvo y lo miró, sonrojada por su indecoroso comportamiento. Lord Leonard Ravenstook sintió un tirón de pena en el corazón. Era tan parecida a su madre que era como si la estuviera viendo en ese mismo instante, con su cabello rubio y aquellos ojos azules dulces e inocentes, su rostro lleno y de labios rojos. Si Mary no le hubiera sido arrebatada tan pronto…

Como si adivinara sus tristes pensamientos, Iris se acercó a su padre y lo abrazó en silencio.

—¿A qué viene tanto amor? —preguntó el anciano, socarrón.

Ella se separó y lo miró con una dulce sonrisa. Se alzó de puntillas y lo besó en la mejilla.

—¿Hace falta un motivo para besar al padre más maravilloso del mundo?

Lord Ravenstook rio ufano.

—Si haces eso sin motivo, qué no harás cuando sepas lo que he venido a contarte.

El anciano les habló de la carta del príncipe y de su próxima visita, sin poder ocultar su entusiasmo.

Cassandra estrujó en su mano una rosa y dejó caer al suelo los pétalos humedecidos por la lluvia nocturna. Después contempló sus manos, teñidas de un leve tono rosáceo, antes de limpiárselas con un pañuelo de batista que sacó de un bolsillito oculto en un pliegue de la falda.

—Y dime, tío, ¿traerá el príncipe a todo su séquito? —preguntó como al desgaire, sin alzar la vista de su tarea, que consistía en limpiar cada dedo con delicadeza y minuciosidad, sin dejarse ninguna arruga ni recoveco—. ¿No deberían algunos de ellos volver a su país para asegurarse de que todo está en orden? El capitán de su guardia, tal vez —añadió en tono casual, evitando su mirada.

Él frunció el ceño, desconcertado por la pregunta y la frialdad de su tono.

—Casi diría que no te alegras de su visita, muchacha. Y acerca de ese caballero en particular, no sé a quién te refieres, querida, pero supongo que merece descansar tanto como cualquiera, y no seré yo quien le niegue refugio en mi hogar. Si tienes algo que decir acerca de él, si acaso te ha ofendido…

—Creo que Cassandra se refiere a Benedikt McAllister, padre —dijo Iris con voz atropellada, cortando la posible respuesta de su prima, que cerró la boca con un audible chasquido de dientes.

Frustrada por su intervención, la vio enrojecer y palidecer sucesivamente, alzar la cabeza y guardar el pañuelo, satisfecha al parecer de la limpieza de sus manos. Más serena, entrecerró los ojos y le prometió represalias terribles.

Ajeno a la mirada de su hija y a las emociones que se paseaban por el rostro de su sobrina, lord Leonard Ravenstook hizo memoria para recordar la lista de nombres que había en la carta del príncipe Peter.

—¡Oh, sí, os referís al caballero escocés! —exclamó con ánimo jovial—. También estará aquí. Seremos un hermoso grupo y estoy convencido de que lo pasaremos muy bien.

—Estando ese hombre presente, permíteme dudarlo —masculló Cassandra.

Lord Ravenstook se dio cuenta al fin de que Cassandra no parecía demasiado contenta con la visita programada. Interrogó con la mirada a su hija.

—No le hagas caso, padre. Mi prima y sir Benedikt disfrutan lanzándose dardos envenenados el uno al otro. No deberías preocuparte por ellos, anda a prepararlo todo para recibirlos —lo despidió con delicadeza, pero a la vez con una firmeza digna de un general de campaña. En cuanto su padre desapareció en la casa, se dirigió a su prima—. Podrías al menos alegrarte de que un inglés haya sobrevivido a la guerra, defendiendo nuestra tierra —la recriminó, con los brazos en jarras.

Cassandra esbozó una sonrisa sin un ápice de alegría.

—Que sir Benedikt no te escuche tildarle de inglés, por Dios, o te odiará tanto como a mí, querida prima.

Iris frunció el ceño, mostrándose preocupada. Cierto era que su prima no era de ese tipo de mujeres dulces y sumisas, pero su enemistad manifiesta hacia sir Benedikt rayaba lo absurdo. Cada vez que estaban juntos en una habitación saltaban chispas y había que separarlos porque eran capaces de decirse cosas terribles que herían los sentimientos más delicados.

—Reconoce al menos que es apuesto.

Cassandra se colocó un mechón rebelde con una horquilla y se volvió hacia su prima, encogiéndose de hombros de una manera poco comprometedora.

—Quizá, pero eso no lo es todo en la vida.

Iris disimuló una sonrisa al ver tan exagerada indiferencia, pues incluso ella tenía ojos para ver que sir Benedikt McAllister era un ejemplar de hombre que se salía de lo normal, con aquel cabello rojo y aquellos alegres ojos verdes. Hasta su prima debía reconocer eso.

—No entiendo esa especie de guerra que os traéis entre manos. Ojalá supiera quién va ganando, por cierto.

Cassandra emitió una risa malévola, rica y grave, echando la cabeza hacia atrás. Su cabello oscuro, ya en precario equilibrio hasta entonces, se terminó de soltar y cayó en desordenados bucles sobre sus hombros, enmarcando su rostro delgado de graciosos, más que hermosos, rasgos, con ojos oscuros y rasgados, boca casi siempre sonriente y nariz fina.

—Solo puedo decirte que en nuestra última pelea tuvo que salir corriendo para no perder la poca dignidad que le quedaba.

Iris gimió horrorizada.

—¿Cómo puedes decir algo así?

—Te diré más, querida. He oído que cada vez que escucha mi nombre le sale una cana en la cabeza y que ya tiene la mitad de los cabellos blancos.

La joven rubia gritó y se alejó de su prima.

—Me da lástima el pobre sir Benedikt, a veces eres malvada.

Cassandra puso los ojos en blanco y se dirigió al saloncito, buscó el libro que estaba leyendo y se dejó caer en un sillón tapizado en seda bordada junto a la ventana, los pies apoyados en un escabel y una taza de té a mano, aprovechando la última luz de la tarde antes de la cena.

—Le defiendes con más calor del que merece. Deberías escuchar las lindezas que él me dedica —dijo sin alzar la vista de las páginas.

Iris suspiró y abandonó la lucha. Sabía que su prima no cedería jamás en lo que a sir Benedikt se refería, y ojalá supiera de dónde nacía tanta inquina.

Tres

 

 

 

 

 

Julio

 

El día de la llegada del príncipe Peter y su séquito a Raven’s Abbey amaneció radiante como pocos.

Lord Leonard Ravenstook, que creía en los buenos auspicios y en los hados, sonrió a la soleada mañana y asintió a Ursula cuando esta le presentó el menú de la semana, la distribución de habitaciones y demás alojamientos para el príncipe y sus hombres. Estaba convencido de que nada podía salir mal si la visita comenzaba con un tiempo semejante. Era un optimista impenitente y apenas nada en su vida había podido abatir sus creencias, a pesar de la temprana muerte de su esposa Mary, fallecida al dar a luz a su única hija, Iris. Claro que aquel día había amanecido lluvioso y había anunciado tormenta desde el principio, lo cual solo había confirmado sus creencias.

El sonido de carruajes y trote de caballos le sacó de su ensimismamiento.

Muy pronto, las voces de dos docenas de hombres y los sonidos de sus respectivos arreos llenaron el patio.

Lord Ravenstook salió al encuentro del joven príncipe como quien recibe a un amigo querido, abriendo sus brazos, con una sonrisa franca y palabras de cariño.

—Querido amigo, querido Peter. Mi casa es vuestra.

Su Alteza Real el príncipe Peter de Rultinia, acostumbrado quizás a más ceremonia, pareció desconcertado al principio, aunque luego agradeció el gesto y lo igualó con alegría.

—El placer es mío, lord Ravenstook.

Observó el anciano que el joven había madurado en los dos años largos que hacía que no lo veía. Era obvio que las penurias de la guerra no le habían maltratado, aunque tampoco parecía que hubiera pasado esos años paseando su sable y su colorido uniforme de húsar por los campos de batalla del continente. Si lo miraba con atención, podía verle un estado de alerta que no había conocido en él con anterioridad. En apenas unos instantes había inspeccionado todo lo que le rodeaba, como buscando peligros ocultos.

Como siempre, lo sorprendieron sus delicadas facciones, hermosas y angélicas, sus apretados rizos rubios y sus enormes ojos azules, la pronta sonrisa. Un hombre simpático y de carácter alegre, aunque quizás algo falto de fuerza. Deseó que fuera de aquel tipo de hombres a los que se la otorgaban los años. Lo esperaba sinceramente, porque creía que era un joven prometedor y sería un buen rey.

Sus ojos se desviaron sin querer hacia su hermano bastardo, Joseph. Menos delicado, aunque también atractivo, Joseph poseía la fuerza de la que su hermano carecía, aunque lo envolvía un halo oscuro, lo que hacía que los hombres no confiaran en él, algo que Peter conseguía con los ojos cerrados. Aunque lo cierto era que no todo el mundo parecía consciente de esa aura peligrosa, pues se decía que atraía a las mujeres, y muchos hombres se veían influenciados por su poder y fuerza de carácter.

Al sentir su mirada sobre él, Joseph lo saludó con un gesto de la cabeza.

—Espero que hayáis tenido un buen viaje, caballero —le dijo, obligado por su mirada.

Joseph sonrió, haciendo que sus facciones adquirieran un aire simpático que no poseían cuando estaba serio, y logrando a la vez que su parecido con su hermano fuera mayor.

—Maravilloso, lord Ravenstook, gracias —respondió, con una ligera reverencia.

—Sed bienvenido.

Si notó la tensión en su tono, Joseph no lo dejó entrever y repitió su gesto con una sonrisa más radiante, si cabe.

Lord Leonard Ravenstook hizo una reverencia a su vez, sin poder evitar un leve desagrado, y se volvió hacia Peter, que miraba hacia su izquierda, donde había un grupo de edificios, evidentemente de nueva construcción.

—Pero, lord Ravenstook, he visto que habéis hecho construir unas caballerizas para mis caballos. Todo el mundo se evita molestias y gastos, y vos los buscáis. Por favor, pasadme la cuenta. No puedo consentir algo semejante.

El anciano hizo un gesto de modestia con la cabeza, como avergonzado de que el príncipe hubiera notado el cambio que había realizado en sus instalaciones.

—Vos jamás seréis molestia en mi casa, Peter. Vuestra visita es un honor, y el día de vuestra partida se irá la alegría y nos dejaréis tristes y aburridos. Os aseguro que la construcción no fue debida a vuestra visita. Mis propios caballos agradecen el cambio. Son tan cómodas que pensé alojaros allí, pero ¡qué dirían los vecinos!

Peter, otra vez desconcertado por sus palabras, vaciló unos segundos, como si buscara posibles rastros de adulación o falsedad en el rostro del anciano, pero este se mostraba feliz y sencillo, tan sincero, que Peter no pudo menos que estrecharle la mano, incapaz de pronunciar una palabra.

En ese momento, apareció Ursula acompañada de Iris y Cassandra, que hacía todo lo posible por permanecer en segundo plano, observando al grupo de caballeros o, más bien, un punto indeterminado por encima de sus cabezas.

—Vuestra hija es más hermosa cada día. Era casi una niña cuando partimos, pero ya es toda una mujer.

Iris se sonrojó de un modo encantador ante el cumplido del príncipe, pronunciado en un tono tan solemne para halagar a su padre que rozó el ridículo. A decir verdad, estaba casi igual a la última vez que se habían visto, casi dos años atrás, pero sería de mal gusto corregir a Su Alteza. De hecho, la última vez que se habían visto, en Londres, ella ya tenía veinte años, de modo que no era ninguna niña.

—Os habéis convertido en una joven muy hermosa, señora, debéis creerme. Vuestro padre debe sentirse muy orgulloso de haber criado a una muchacha tan bella. Si yo fuera él, os tendría encerrada en un torreón para que ningún otro hombre se acercara a mil millas de distancia.

Iris bajó la mirada ante el desafortunado comentario. Tenía las mejillas tan calientes que sentía la imperiosa necesidad de abanicarse, pero si lo hacía llamaría todavía más la atención. Miró a su prima en busca de ayuda, pero ella no le hacía ningún caso. Parecía estar demasiado ocupada en simular que no estaba allí.

—Seguro que ella se encargaría de tejer una escala con sus trenzas para dejar subir a los galanes a escondidas.

El comentario, apenas susurrado con una voz grave y con un acento evidentemente escocés, resonó en el patio, atrayendo las miradas de todos.

El que había hablado era aquel al que había defendido con viveza hacía poco tiempo. Ahora comprendía que su prima tenía razón al criticar a sir Benedikt. Era un grosero. Además, el hombre con quien hablaba no era otro que Charles Aubrey, que no podía evitar una sonrisa divertida ante las chanzas de su amigo.

Iris se sonrojó todavía más, si aquello era posible. El príncipe se dio cuenta de que su comentario no había sido del todo acertado y lord Leonard Ravenstook se carcajeó, encontrándolo de lo más gracioso, haciendo que su mortificación fuera completa.

—¿Acaso no conocéis el sentido de la palabra educación?

Benedikt se quitó el chacó y se atusó el cabello cobrizo. Se lo colocó bajo el brazo y contempló a la joven morena que pasaba a su lado sin mirarle y que fue a detenerse a apenas dos metros de distancia. ¿Había descendido los escalones desde el porche de la casa y había caminado hasta allí solo para decirle eso? ¿Por un comentario sin importancia que solo debían escuchar los oídos de Charles?

Se le escapó una sonrisa torcida.

A pesar de su aparente indiferencia, pudo ver que ella lo notaba, pues la vio erguirse y fruncir los labios.

—¡Ah, sois vos! —exclamó, fingiendo sorpresa, como si acabara de descubrirla a su lado—. Veo que, a diferencia de vuestra prima, vos no habéis cambiado para mejor. Tanta amargura hará que os arruguéis como una pasa antes de tiempo.

Cassandra no pudo fingir indiferencia por más tiempo. Se volvió hacia él con los hombros tensos y los ojos entrecerrados.

Benedikt ahondó su sonrisa, lo que hizo que ella se enfurruñara todavía más.

—¿Me estáis llamando amargada? ¿Cómo podría no serlo teniéndoos ante mí, sir Benedikt McAllister? El solo veros me provoca acidez de estómago.

—Podríais probar a ser amable, para variar. Seguro que eso os aliviaría la digestión. —La miró de arriba abajo, con una ceja enarcada—. Si sonrierais, estaríais incluso… guapa —añadió en un susurro, acercándose hasta que ella pudo ver las chispas de diversión bailando en sus ojos verdes.

Ella boqueó de furia. ¿Cómo podía tener ese hombre la desfachatez de insultarla de ese modo? ¿Acaso insinuaba que era fea? ¡Un auténtico caballero no haría jamás algo así!

—Deberíais alegraros de no ver mi sonrisa más a menudo, caballero —replicó, tirante—. He oído decir que mi sonrisa provoca sobresaltos en los corazones débiles —añadió, gazmoña—. Además, yo prefiero cuidar mis rosas que perder el tiempo escuchando a un hombre recitándome poemas de amor. Me da un terrible dolor de cabeza.

Él emitió una risa grave, echando la cabeza hacia atrás. Rio durante tanto tiempo que Cassandra lamentó haber intentado parecer una mujer mundana, y más ante un hombre como él, que no sabía lo que era el honor ni la decencia.

—Ojalá sigáis pensando así durante mucho tiempo, señora —dijo Benedikt al fin, con la risa aún pintando su voz—, seguro que vuestras rosas libran a muchos hombres de vuestra lengua. Sentirla es equiparable a una bofetada en pleno rostro. Ni siquiera los franceses eran tan crueles como vos.

Cassandra apretó los dientes.

—Un arañazo no estropearía una cara tan dura como la vuestra. Estoy convencida de que los franceses huían despavoridos solo por no escuchar vuestras estúpidas ocurrencias.

Benedikt iba a replicar, pero se dio cuenta de que la conversación se le estaba yendo de las manos. Esa joven no era más que una muchacha aburrida que necesitaba una lección, y él no tenía tiempo para dársela.

La saludó con la cabeza y la dejó esperando una réplica. Con toda probabilidad, era el peor insulto que podía ofrecerle.

 

 

Charles lo alcanzó cuando ya estaba a medio camino de las caballerizas. En otras circunstancias lo hubiera amonestado por su actitud ante Cassandra, pero era evidente que tenía otras cosas en la cabeza, a juzgar por su ensoñadora mirada.

El pelirrojo se sonrió para sí y dejó a su caballo en manos de un palafrenero. Conocía esa mirada en los ojos de su joven amigo, y siempre tenía algo que ver con bonitos ojos azules y bucles rubios.

—Es la mujer más hermosa del mundo. ¿No crees que tiene la sonrisa más dulce que hayas visto jamás? Ya antes lo era, pero ahora…

Benedikt rio socarrón y jugueteó con su fusta, golpeándose la bota con ella, arrancando un sonido seco como un disparo. Colocó una mano en la empuñadura del sable y miró a su amigo de reojo antes de responder.

—¿Quieres que te diga la verdad o que te siga la corriente? Al fin y al cabo, no vas a hacer ningún caso a nada de lo que te diga. Sabes muy bien que no me he fijado tanto en ella como para hacerme una idea.

Charles frunció el ceño, desconcertado por sus palabras, acompañadas por una sonrisa burlona. Benedikt era un hombre enigmático en ocasiones, tan pronto hablaba de temas trascendentes con una sonrisa, como permanecía inmutable mientras los demás bromeaban. Nunca se sabía cuándo hablaba en serio y cuándo lo hacía en broma. De hecho, ni siquiera sabía si esa ridícula guerra verbal que se traía entre manos con Cassandra Ravenstook era de verdad o solo era un mero divertimento para él.

—¿No puedes hablar en serio ni por un instante? Sé sincero, por favor.

Benedikt se apoyó contra una columna del jardín que imitaba con poca fortuna una ruina griega y se cruzó de brazos.

—Te diré que, con franqueza… —Hizo un gesto con la cabeza en honor a su interlocutor que le hizo reír—. Ni me gusta ni me deja de gustar. Pero, dime, ¿a qué vienen tantas preguntas? La última vez que te oí hablar así de algo, ibas a comprar un caballo.

Charles lo recompensó con un sonrojo digno de un colegial. Benedikt se sorprendía de lo joven que parecía a veces, a pesar de que había sobrevivido a una guerra terrible y a que había luchado bien por su príncipe y su país. En los asuntos mundanos, en cambio, no dejaba de ser un niño.

—No seas vulgar, por favor, hablamos de una dama. Ni con todo el dinero del mundo se podría comprar un tesoro semejante.

Benedikt bufó y se apartó de la columna. Agitó la cabeza de incredulidad ante tanta inocencia reconcentrada.

—Claro que sí, e incluso varios trajes de ricas sedas para vestirlo. De todas formas, te confesaré algo que jamás diría si no me estuvieras abriendo tu blando corazón en este terrible momento. Ya que me pides sinceridad, te diré que me gustaría más su prima si no llevara el demonio dentro. Aunque, espera… —Benedikt se irguió y lo miró con los ojos entrecerrados, observando su nervioso gesto, su mirada brillante y su sonrisa bobalicona. Reconoció los síntomas al instante—. ¡Oh, maldita sea! Dime que no vas a pedir su mano…

Charles amplió su sonrisa y arrancó una flor. Benedikt gimió en su fuero interno cuando le vio llevársela a los labios y a la nariz para olerla antes de guardársela dentro de la guerrera con un suspiro.

—A ti no puedo mentirte, amigo. Sería el hombre más feliz del mundo si Iris me aceptara como esposo.

Benedikt gruñó y murmuró para sí, soltando un fustazo especialmente fuerte que tronchó todo un parterre de flores.

—¡Por los clavos de Cristo! ¿En qué momento dejé de estar en el ejército y pasé a estar en un cuerpo de danzas? —masculló entre dientes.

—¿Qué os traéis entre manos? Todo el mundo os espera en la casa desde hace rato.

Benedikt se volvió hacia el príncipe que, lejos de ceremonias, palmeó las espaldas de sus hombres en un gesto amistoso.

—El pipiolo hace planes de boda —respondió Benedikt con amargura.

—¡Ben! —exclamó Charles escandalizado.

—¡Oh, vamos, no te sonrojes como una virgen! Su Alteza tiene derecho a saberlo si vas a causarle un disgusto a su anfitrión durante su visita.

Charles se adelantó un par de pasos para enfrentarse a su amigo antes de ver que Benedikt lo decía en broma.

Peter reía a carcajadas al ver el rostro serio de Benedikt por un lado, con sus ojos verdes brillantes por el regocijo, y el de Charles rojo por la ira y el desconcierto por el otro.

—¿Ves lo que ha hecho el amor contigo? Eres incapaz de aceptar una broma.

Charles se relajó al ver que Peter dejaba de reírse. No le gustaba ser el blanco de las bromas ni las risas de nadie.

—Basta de tonterías. Quiero saber si pretendes casarte con la joven Iris Ravenstook —dijo el príncipe con un tono que sorprendió por su seriedad.

Charles asintió con la cabeza.

—Siempre que ella me acepte.

Peter pareció relajarse de pronto y le tendió una mano, satisfecho.

—Es una buena muchacha, y heredará una gran fortuna, aunque supongo que eso es un detalle insustancial para ti. Haréis una gran pareja, amigo. Y tú, Benedikt, haces mal en reírte de tu amigo. Ya lo dice un antiguo dicho rultiniano: «Cuidado con aquello de lo que huyes, porque te alcanzará en la cama, en la hora más oscura».

Benedikt lanzó un quejido de protesta. Los viejos dichos rultinianos eran tan poéticos como absurdos.

—Perdonadme, Alteza, tal vez me veáis retorcerme en el lecho por culpa de las pulgas, del dolor de estómago, o incluso por un disparo, pero de amor… Ay, señor, de amor jamás.

Peter enarcó una ceja.

—Más te vale cumplir lo que acabas de decir, o algún día será nuestro turno de burlarnos de ti.

Benedikt sonrió de lado, aceptando el reto.

—Si eso ocurre, podremos jurar que el fin del mundo está próximo. Con sinceridad, no es que no crea en el amor, pero dudo que haya algo así para mí. Y, además, no tengo tiempo para ello —bromeó—, Su Alteza me da demasiado trabajo.

—Yo de ti no hablaría demasiado, torres más altas han caído —recomendó el príncipe entre risas.

Benedikt no necesitó decir que él no caería jamás, todos sus gestos hablaban por él, desde sus brazos cruzados hasta la barbilla erguida o los labios en los que todavía bailaba una sonrisa desafiante.

Quizá muros más altos habían caído, pero no estaban fabricados con el material con el que estaba hecho el corazón de Benedikt McAllister. Porque, con franqueza, tenía cosas más importantes que hacer en la vida que enamorarse.

Cuatro

 

 

 

 

 

Joseph contemplaba el jardín desde la ventana del dormitorio que le habían asignado. Eran unas hermosas vistas, más de lo que esperaba o merecía teniendo en cuenta su dudoso rango y las escasas simpatías que despertaba entre los hombres de su hermano, o entre la gente en general.

Se preguntó durante unos instantes si era posible que Peter le hubiera pedido a lord Ravenstook que le diera esa habitación, para tenerle contento y que no diera problemas, aunque luego pensó que ese no era su estilo. De hecho, dudaba que Peter tuviese un estilo siquiera, aparte de portarse siempre como el buen chico que era, ajeno al interés de su país, a la fortuna y precario destino de su familia.

Lo vio charlar allí abajo con sus dos caballeros predilectos, aquel escocés insolente y el muchacho imberbe habían acabado de hundir en el barro sus esperanzas. De no ser por ellos, quizás todavía podría llegar a ser rey un día.

Por unos segundos se dejó llevar por la ensoñación de otro mundo posible, de un mundo donde Napoleón hubiera resultado vencedor de la guerra y donde él fuera el príncipe reinante de Rultinia. Si había algo seguro, era que esos dos no reirían con tanta ligereza.

El sonido de unos nudillos en la puerta le hizo apartar la vista de la ventana.

—Adelante —dijo, volviéndose hacia el jardín.

Su hermano y sus dos amigotes se habían marchado ya, tal vez rumbo al interior de la casa, donde estarían intercambiando saludos y abrazos con el anfitrión. Le había sorprendido el cálido recibimiento por parte de lord Ravenstook, ya que sabía que no era santo de su devoción. A pesar de todo, el anciano parecía amable e incluso simpático, se dijo con una sonrisa triste.

—Parecéis cansado, señor. ¿Os aflige algo?

Joseph se volvió hacia Conrad, su criado de confianza, que había entrado con una bandeja con comida, pues había aducido un ligero dolor de cabeza para no bajar a cenar.

—El mundo es lo que me aflige, Conrad, la vida, ¿te parece poco tener que venir a este lugar infecto para contentar a viejos y niñas aburridas en lugar de regresar a casa? Hay tanto que hacer. Tanto. Me deprime pensar que la vida se escurre entre mis manos mientras mi hermano pierde el tiempo.

Conrad dejó la bandeja sobre una mesa baja junto a la cama y dedicó unos minutos a ordenar las pertenencias de su amo, que al entrar había dejado la pelliza y el sable tirados en el suelo. Ahora descansaba junto a la ventana en camisa y chaleco. Observó que estaba más taciturno que de costumbre, con el cabello rubio revuelto y los ojos azules turbios y tormentosos.

—Quizás deberíais intentar dominar vuestra tristeza.

Joseph se volvió hacia él, furioso.

—¿Y qué debo hacer, seguir fingiendo? ¿No lo hago ya bastante, sonriendo cuando debo, diciendo «gracias, querido hermano», «perdóname, querido hermano»? Si me pincharan cada vez que digo esas cosas con sonrisa de idiota, mientras todos me observan a la espera del mínimo traspié, te juro que no lograrían arrancarme una sola gota de sangre.

—Recordad que su confianza en vos todavía no es plena después de… —Conrad calló al ver el brillo en la mirada de Joseph, rayano en la locura.

—Dilo, adelante, después de mi traición. Si no fuera por esos dos amigos suyos, ya me habría perdonado del todo, pero ellos le llenan la cabeza de tonterías. Claro que no digo que no tengan razón —añadió emitiendo una sonrisa más parecida a una mueca—. No soy de fiar, ¿verdad, Conrad?

Conrad tragó saliva, sin saber qué responder. Por suerte, su señor muy pronto dejó de prestarle atención para volver a mirar por la ventana, olvidándose de su presencia al instante. Tras recoger todas sus pertenencias, lo dejó a solas rumiando su melancolía y su rencor.

 

 

Benedikt consiguió al fin que Charles le jurase que no le pediría matrimonio a Iris Ravenstook… No al menos esa primera noche.

—Reconoce que apenas conoces a la muchacha. La viste durante unos pocos días antes de partir a la guerra y los ánimos no estaban para romances, precisamente —le dijo, serio por una vez—. Aprovecha este tiempo que pasaremos en casa de su padre para conocerla, para hablar con ella. Si dentro de un par de semanas piensas que es tan maravillosa como te lo parece ahora mismo, yo mismo cortaré las flores para su ramo de novia.

Charles emitió una risa sincera y admitió que su amigo estaba en lo cierto. No debía precipitarse.

—Aunque te aseguro que dentro de dos semanas pensaré igual, y dentro de un mes, y dentro de un siglo —aseguró palmeándole la espalda al pelirrojo—. Así que ve preparando tu sable para cortar esas flores, amigo.

—Antes tendrás que demostrarme que eres tan hombre como para mantener firmes tus promesas. Y ahora, anda y termina de vestirte. El príncipe ya debe de estar esperándonos abajo, para variar. Se nota que eres un enamorado, ya hablas por los codos y te entretienes como los pisaverdes en ponerte guapo para tu dama.

El príncipe Peter esperaba en el salón, en efecto, a que sus hombres aparecieran, junto a lord Ravenstook, su hija Iris y Cassandra, que enarcó una ceja, despectiva, al escuchar la alegre risa de Benedikt por el pasillo.

—Es una pena que vuestro hermano no pueda asistir a la cena, Peter —comentó el anfitrión mientras esperaban a que todos los caballeros se reunieran para sentarse a la mesa.

El príncipe asintió.

—De vez en cuando lo afligen terribles dolores de cabeza. Según él, es un mal familiar que también aquejaba a su madre, y le deja postrado a veces durante días. En general se recupera tras descansar y dormir unas horas. No tenéis de qué preocuparos, no es nada grave. Sus criados de confianza cuidan de él, Joseph no desea que nadie más se haga cargo de sus cosas.

El anciano decidió dejar pasar el espinoso tema y se volvió hacia Charles y Benedikt, que habían llegado ya al salón y se dirigían hacia ellos.

Los recién llegados saludaron a los presentes con una reverencia y agradecieron la hospitalidad de su anfitrión con amables palabras.

—Siempre es un placer para mí recibir tan agradable compañía, caballeros, como ya le dije a vuestro señor. Alguien que ha luchado como vosotros por defender nuestra patria y otras del yugo de esa rata infecta de Napoleón no merece otra cosa que honores, y yo haré todo lo que esté en mi mano para ofrecéroslos.

—Sois muy amable, lord Ravenstook —respondió el conde Charles con cierto embarazo, sin poder evitar que su mirada se desviara hacia Iris, que disimulaba su interés por la conversación comentando el menú con su prima.

—En absoluto, conde —siguió lord Ravenstook, ajeno al mudo duelo de miradas entre ambos jóvenes—. Os merecéis eso y mucho más. Es por eso por lo que he pensado en ofreceros un baile de disfraces, ya que supongo que unos jóvenes como vosotros habréis echado de menos las diversiones mundanas entre batalla y batalla.

Iris emitió un gritito de alegría que dejó en evidencia que estaba más que pendiente de lo que se estaba tratando entre ambos. El conde Charles sonrió y la joven, al notar la calidez de su sonrisa y de su mirada, se sonrojó y bajó la vista.

Benedikt puso los ojos en blanco, no había cosa que odiara más que los bailes de disfraces. Su mirada se paseó por los demás integrantes del grupo, notando que Cassandra Ravenstook parecía como mínimo tan feliz por la idea como él.

—Yo aceptaré encantado si estas hermosas jóvenes me reservan un baile cada una —dijo el príncipe con una galante reverencia.

—Será un placer para mí, Alteza —respondió Iris que, sin embargo, no lo miraba a él al responder.

—¿Y vos, Cassandra, me concederéis el honor de bailar conmigo? —preguntó Peter con una sonrisa bailándole en los labios.

La joven morena lo saludó con una reverencia graciosa.

—Quizá dejéis de pensar que es un honor cuando ya no sintáis los pies a causa de mis pisotones —respondió, con un tono tan serio que Peter pareció desconcertado durante unos segundos, antes de romper a reír a carcajadas.

—Cualquiera diría que moveríais los pies con tanta agilidad como la lengua —comentó Benedikt con un guiño de sus ojos verdísimos.

—Lástima que nadie moviera el sable con tanta ligereza como vos movéis la vuestra —replicó Cassandra con una sonrisa que fingía dulzura, aunque sus ojos traslucían una fiereza tal que incluso lord Ravenstook pudo ver las chispas de animosidad en ellos.

Benedikt frunció los labios de disgusto y se llevó una mano al costado en un gesto inconsciente mientras trataba de morderse la lengua para no responder a semejantes palabras.

—Haya paz antes de la cena —dijo lord Leonard Ravenstook alzando las manos, pidiendo una tregua—, no querréis que Ursula se enfade y decida servirnos el pudin frío. Todo el mundo sabe que el pudin frío no sirve para otra cosa que para tapar las grietas entre los ladrillos.

El príncipe Peter rio y abrió camino hacia el comedor del brazo de lord Ravenstook. Charles aprovechó la ocasión para escoltar a Iris, de modo que Cassandra no tuvo otro remedio que aceptar el brazo de Benedikt, donde colocó apenas la punta de los dedos, como si temiera mancharse con su solo contacto. En cuanto llegaron junto a la mesa lo soltó y se colocó lo más lejos posible de él, aunque no fuera su lugar habitual junto a su tío y su prima.

Por el bien de la paz del hogar y la suya propia, procuraría hablar lo menos posible con ese caballero, no dejarse provocar, y si para ello era necesario aceptar compañeros de mesa desconocidos, lo haría. ¿Quién había dicho que fuera malo hacer nuevas amistades?

 

 

—¿Crees de verdad que el hermano del príncipe está enfermo? Se dice que evita todas las ocasiones en las que se reúnen los caballeros de Su Alteza por si estos hacen alguna alusión a su traición.

Cassandra dejó de cepillar su larga melena y se volvió hacia su prima, que ya se había preparado para acostarse y se estaba recogiendo el cabello en una trenza alrededor de la cabeza.

—Suena horrible esa palabra en tu boca, con lo bien que habías empezado eludiendo la palabra bastardo…

—¿Sabes una cosa? —preguntó Iris—. Yo creo que es un caballero amable y correcto. Esa historia de la traición puede ser un rumor malintencionado de personas que no le quieren bien.

Su prima se volvió hacia ella con una ceja enarcada.

—Esas personas que no le quieren bien tendrían que tener mucha imaginación para inventar algo tan grave como lo que se supone que hizo Joseph, Iris. Dicen que vendió a su hermano a cambio de la corona.

—Pero si el príncipe le ha perdonado quizás es porque no es cierto.

Cassandra suspiró y volvió a pasarse el cepillo por el cabello, mirando a Iris a través del espejo del tocador. A veces le sorprendía que Iris fuera tan inocente y se empeñara en ver siempre el lado bueno de todo el mundo.

—No voy a juzgar a nadie sin conocer todos los detalles de lo que ocurrió, y menos todavía teniendo en cuenta que no se trata de nuestro país, pero te concedo que se trata de un caballero guapo y atento —añadió con un leve gesto de la cabeza, y sonrió al ver cómo Iris se sonrojaba.

Iris le lanzó a su prima un cojín que esta esquivó con un ágil movimiento del ligero cuerpo.

—¿Cómo puedes ser tan malvada? Si sigues portándote como una cínica jamás encontrarás marido.

Cassandra se llevó una mano al pecho, fingiéndose escandalizada ante las palabras de Iris.

—¡Un marido! ¿Quién quiere uno? No me casaré mientras Dios no cree al hombre perfecto, que ni existe ni existirá jamás, por lo que ya puedes ir decretando mi soltería de por vida —añadió poniendo los ojos en blanco—. Y hablando de hombres perfectos, he visto cómo el conde Charles te hacía ojitos durante toda la noche.

Iris se dejó caer sobre la cama abrazada a una almohada. Sus ojos soñadores delataban que su prima no andaba desencaminada en sus sospechas de los últimos meses, Iris sentía algo por el joven caballero del príncipe Peter.

—Es tan apuesto y amable, Cass. Y se ha mostrado muy interesado por mis gustos y aficiones durante la cena.

Cassandra sonrió para sí. Lord Charles al parecer no deseaba disimular sus intereses, lo cual era bueno si sus intenciones hacia Iris lo eran también.

—Y supongo que tú te has interesado también hacia las suyas… Y, dime, Iris, ¿cuáles son los gustos de un joven de Rultinia hoy día? Sorpréndeme y dime que un buen libro y una buena charla junto a la chimenea y quizá decida quitártelo y quedármelo para mí.

Iris se volvió hacia ella y le sacó la lengua.

—Mucho desprecias a sir Benedikt, pero sois igualitos, con vuestros amargos comentarios contra el matrimonio y el amor. No creas que no os he visto a los dos poner cara de funeral cuando padre ha anunciado lo del baile. ¡Sois tan gruñones que hasta haríais buena pareja!

Cassandra lanzó un grito de indignación, se levantó y se acercó a ella. Después se tiró sobre su prima y comenzó un duro ataque de cosquillas que la dejó exhausta y con la respiración irregular.

—No te atrevas a repetir algo así o tendré que retarte a duelo, chiquilla.

Iris no respondió, pero pensó que la idea no era tan descabellada después de todo. Dos personas que discutían tanto entre ellos se cansarían algún día, se dijo, y se darían cuenta de que tenían más en común de lo que pensaban. O tal vez se quedaran mudos del cansancio. Conociendo a ambos, no sabía cuál de las dos opciones era más probable.

Cinco

 

 

 

 

 

La mañana siguiente amaneció reluciente y clara como pocas, preludiando un día que prometía todas las delicias que eran de esperar en tan hermoso paraje y con tan agradable compañía.

Lord Ravenstook, que no deseaba que sus huéspedes se aburrieran, había preparado una excursión a unas ruinas cercanas a su propiedad para después de comer.

Libres a su albedrío hasta la hora de la excursión, los jóvenes caballeros del príncipe decidieron salir a cabalgar con su señor, ya que no estaban acostumbrados a la inactividad y pocas veces durante la guerra habían podido hacerlo por puro placer.

Camino a las caballerizas se toparon con Cassandra e Iris, a las que el príncipe Peter invitó a unirse al paseo, por aquello de hacer todavía más bonito el paisaje. Las muchachas se negaron alegando que tenían muchas cosas que hacer para tener a punto la salida de la tarde.

—Aunque espero que no insinúe Su Alteza que la hermosura de nuestra campiña desmerece la de vuestra Rultinia —dijo Iris, bajando los ojos, arrepentida quizá de haberse dirigido a él con tanta audacia.

Peter rio y se acercó a ella para tomarle una mano. La sostuvo entre las suyas antes de besársela en un gesto galante, de modo que Charles tuvo un momento de incomodidad, pensando que su príncipe se estaba tomando demasiadas libertades con su enamorada.

—No hay paraje en toda Rultinia, señora —dijo Peter con una media sonrisa—, que se compare en belleza al brillo de vuestros ojos.

Iris se sonrojó de un modo tan violento que pareció un tomate maduro a punto de estallar.

Cassandra contempló al príncipe con los ojos entrecerrados. ¿Era posible que se interesara por una muchacha sencilla, aunque era bien cierto que poseería una fortuna cuando su padre falleciera? ¿O acaso era de ese tipo de hombres que regalaba cumplidos a toda mujer que se topaba en su camino? Lo vio soltar la mano de su prima y avanzar, seguido de sus caballeros, camino de las caballerizas sin echar una sola mirada hacia atrás. No parecía demasiado preocupado por la impresión que causaba en la muchacha, o lo fingía muy bien, a juzgar por sus risas y su forma de bromear con sus caballeros, ajeno por completo a que ella seguía allí.

Su mirada se volvió hacia Charles, que susurraba algo en el oído de sir Benedikt, visiblemente molesto. ¡He ahí un hombre preocupado por la impresión que hubiera causado el príncipe en Iris! Sonrió y corrió para alcanzar a su prima, que parecía tener prisa para refugiarse en la mansión. Quizás el príncipe fuera un hombre galante sin otro objetivo que ese, el de ser amable con toda dama que se topara en su camino, pero el conde no sabía disimular, para bien o para mal, y era obvio que estaba celoso.

 

 

—Te dije que era mejor no decir nada —decía Charles en ese momento—. Si tú no le hubieras dicho que a mí me interesaba Iris, él ni siquiera se hubiera fijado en ella.

Benedikt apartó al joven, que se había pegado a él de manera bastante desagradable. Observó al príncipe, que caminaba unos metros por delante de ellos, ajeno por completo a lo que ocurría a su alrededor. Debía de estar sordo para no escuchar los susurros a gritos de Charles, pensó con regocijo.

—Si yo no se lo hubiera dicho, él mismo se habría dado cuenta al ver esa cara de cordero degollado que pones al mirarla. Además, si ella dejara de interesarse por ti para fijarse en Peter, se confirmaría mi idea de que no hay ninguna mujer de fiar en el mundo, quitando una madre o una abuela, y eso siempre y cuando no haya dinero de por medio.

Charles bufó y se detuvo.

—No estamos discutiendo tu odio hacia las mujeres, estamos hablando de que el príncipe quiere robarme a la mujer a la que amo.

Benedikt detuvo sus pasos en seco y se volvió hacia su amigo.

—Baja la voz, insensato. ¿Acaso quieres que se entere toda Inglaterra de lo tonto que eres? Primero —comenzó Benedikt apuntándole con un dedo—, yo no odio a las mujeres. No me fío de ellas, que no es lo mismo. Y ni siquiera es eso, es que nunca he encontrado a ninguna que me interese lo suficiente como para tomarme la molestia de empezar a confiar en ella. Segundo, pasando a lo tuyo, Iris no sabe que la amas, espero, o podría jugar con tu corazón como si fuera una frágil figurita de porcelana, al menos mientras sigas portándote como un memo. Y tercero y último, Peter no quiere robarte a tu amada. Él jamás haría eso.

—¿Cómo estás tan seguro?

Benedikt se encogió de hombros.

—Mira, amigo, ni siquiera pondría la mano por mi sombra, así que no la voy a poner por una chica rubia de hermosos ojos. Pero te diré una cosa sobre Peter. Le gustan las mujeres, mucho, pero nunca la de un amigo, ¿me entiendes? Y ahora déjate de bobadas de jovenzuelo celoso y vamos, o se nos hará de noche.

 

 

Las ruinas de la vieja abadía que se hallaban en la propiedad de lord Ravenstook y daban nombre a la mansión Raven’s Abbey, o Abadía de los Cuervos, eran visitadas cada año por centenares de personas venidas de toda Inglaterra, e incluso del extranjero, a causa del magnífico estado de conservación de sus arcos de estilo románico y la estructura de sus bóvedas centrales. También las viejas tumbas que las rodeaban se encontraban en un buen estado, ya que lord Ravenstook otorgaba una pequeña porción de su renta a un aplicado joven del pueblo para que dedicara parte de su tiempo al estudio y conservación de las ruinas, lo cual incluía la limpieza de las malas hierbas del camposanto.

Los animales que habían dado nombre al santo lugar rondaban todavía por allí, y se decía que el día que abandonaran la abadía, el invierno reinaría por siempre en Inglaterra. Era por ello por lo que el dueño de la propiedad los cuidaba como si fueran sus mascotas, teniéndoles abundante provisión de grano y agua en las fuentes cercanas.

El anciano iba contando todas estas historias, salpicadas con anécdotas personales, a sus invitados mientras paseaban entre las pintorescas piedras, atento a las negras nubes que, contra todo pronóstico, amenazaban con arruinar su día perfecto. En un momento dado decidió enviar a Cassandra con un recado para los cocheros, pidiéndoles que lo tuvieran todo a punto por si tenían que regresar a casa a toda prisa.

—Pero no vayas sola, no vaya a ser que se te aparezca la Dama Blanca —le dijo con un guiño jocoso antes de que se fuera.

—Acompáñala, Benedikt —ordenó el príncipe, a su vez, con un ademán distraído, mientras seguía a su anfitrión, sorteando lápidas y piedras llenas de manchas de moho y de inscripciones ilegibles a causa de los años y los elementos.

Nadie miraba en ese instante a Cassandra ni a Benedikt, por lo que ninguno de los presentes pudo notar cómo se les erizaban las plumas como a gallos de pelea al escuchar el mandato respectivo de su tío y el príncipe.

—No es necesario que vengáis, caballero. No quisiera que dejarais de disfrutar de las vistas —dijo ella con tirantez, tomando el camino más rápido hacia el lugar donde habían dejado los coches. No es que fuera el más sencillo, porque atravesaba tumbas y una arboleda de espinos, pero le ahorraría un largo rodeo y, lo que era todavía mejor, una larga caminata junto a ese hombre.

—Lo siento, señora mía —respondió él con una reverencia formal donde no pudo apreciar ni una pizca de burla, aunque lo intentó con todas sus fuerzas—, pero no puedo negarme a obedecer una orden directa de mi señor. —«Aunque tenga que aguantaros a vos», parecieron decir sus ojos verdes, con un chispazo de regocijo pese a todo.

Ella ignoró el brazo que le tendía para ayudarla a caminar por el abrupto camino, sembrado de pedazos de lápidas y viejas piedras caídas de la iglesia en ruinas y casi corrió, deseando terminar cuanto antes el encargo de su tío.

—¿Qué es ese asunto de la Dama Blanca? —preguntó él, avanzando a paso cómodo, como si estuviera acostumbrado a caminar por ese tipo de terrenos.