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Nicomedes Méndez nació en 1842 y fue el verdugo titular de la Audiencia de Barcelona entre 1877 y 1908, se calcula que ejecutó a alrededor de ochenta personas y hay declaraciones, testimonios y constancia documental de que ejercía su oficio con orgullo, a tal punto de que se preocupaba no solo de mantener sus «útiles de trabajo» en perfecto estado, sino que incluso se preciaba de haber mejorado su principal herramienta de trabajo, el garrote vil, introduciendo una mejora (un punzón que perforaba el bulbo raquídeo) con el fin de acortar la agonía de los ajusticiados. En este ensayo adictivo, Salvador García, con su prosa precisa y su insaciable afán investigador, nos presenta la curiosa, intensa e incluso dramática vida de uno de los personajes más famosos de la Barcelona decimonónica, Nicomedes, verdugo de Barcelona, creador del «garrote catalán», un hombre afable y pulcro que sirvió de inspiración al mismísimo Vicente Blasco Ibáñez y fue retratado en plena faena por Ramón Casas. También nos muestra, con un modo de narrar adictivo y veraz, que otorga a sus descripciones realidad y carnalidad, el modo de vida de una ciudad que vital, cruda y bulliciosa y un tiempo no tan lejano, no tan ajeno, en el que el crimen estaba a la orden del día y los criminales eran convertidos por la prensa en personajes populares, famosos y hasta aclamados, que atraían a las masas para presenciar en vivo no su triunfo, sino la gloria de su ejecución.
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Seitenzahl: 648
Veröffentlichungsjahr: 2024
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Salvador García Jiménez (Cehegín, 1944) es catedrático de Lengua y Literatura y doctor en Letras por su tesis La influencia de Franz Kafka en la Literatura Española. También es académico numerario de la Real Academia Alfonso X el Sabio y autor de una extensa obra como poeta, narrador y ensayista, galardonada con premios nacionales e internacionales, entre la que destacan títulos como Síndrome de Burnout o el Infierno de la ESO (2001), Primer destino (2005), Juan de Quiroga Faxardo, un autor desconocido del Siglo de Oro (2006), No matarás. Célebres verdugos españoles (2010), Vampirismo ibérico (2011), Una corona para 500.000 princesas (2014), La vida en ultratumba de Miguel de Cervantes, 1616-2016 (2015), Viaje del Parnaso en un lujoso crucero: para poetas españoles e hispanoamericanos (2019), Locura celestial de San Juan de la Cruz (2021) y La odisea de las golondrinas (2023).
Está en posesión de la Encomienda de Número de la Orden del Mérito Civil y de la Cruz de Alfonso X el Sabio.
Nicomedes Méndez nació en 1842 y fue el verdugo titular de la Audiencia de Barcelona entre 1877 y 1908, se calcula que ejecutó a alrededor de ochenta personas y hay declaraciones, testimonios y constancia documental de que ejercía su oficio con orgullo, a tal punto de que se preocupaba no solo de mantener sus «útiles de trabajo» en perfecto estado, sino que incluso se preciaba de haber mejorado su principal herramienta de trabajo, el garrote vil, introduciendo una mejora (un punzón que perforaba el bulbo raquídeo) con el fin de acortar la agonía de los ajusticiados.
En este ensayo adictivo, Salvador García, con su prosa precisa y su insaciable afán investigador, nos presenta la curiosa, intensa e incluso dramática vida de uno de los personajes más famosos de la Barcelona decimonónica, Nicomedes, verdugo de Barcelona, creador del «garrote catalán», un hombre afable y pulcro que sirvió de inspiración al mismísimo Vicente Blasco Ibáñez y fue retratado en plena faena por Ramón Casas. También nos muestra, con un modo de narrar adictivo y veraz, que otorga a sus descripciones realidad y carnalidad, el modo de vida de una ciudad que vital, cruda y bulliciosa y un tiempo no tan lejano, no tan ajeno, en el que el crimen estaba a la orden del día y los criminales eran convertidos por la prensa en personajes populares, famosos y hasta aclamados, que atraían a las masas para presenciar en vivo no su triunfo, sino la gloria de su ejecución.
Nicomedes Méndez
El verdugo de Barcelona
El verdugo de Barcelona
SALVADOR GARCÍA JIMÉNEZ
Primera edición: septiembre de 2024
Para Josep Forment, siempre con nosotros
Publicado por:
EDITORIAL ALREVÉS, S.L.
C/ València, 241, 4.º
08007 Barcelona
www.alreveseditorial.com
© 2024, Salvador García Jiménez
© de la presente edición, 2024, Editorial Alrevés, S.L.
Printed in Spain
ISBN: 978-84-19615-49-7
Producción del ePub: booqlab
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I.
Infancia entre viñas
II.
Noviazgo con Alejandra Barriuso
III.
Pareja de golondrinas
IV.
Ejecutor de la Justicia de Valladolid
V.
En peligro laboral
VI.
Mintió ser fiscal ante una joven camarera
VII.
Fama de funcionario intachable
VIII.
Botxí de la Audiencia de Barcelona
IX.
Paula se suicida tras abandonarla su novio por ser hija del verdugo
X.
En 1885 presenció una ejecución pública con guillotina en París
XI.
Gravísimo error de prensa
XII.
Demasiados indultos
XIII.
Rosa de Foc
XIV.
Tertulia en una sombrerería, amante con uñas de tigresa y primera ejecución en la ciudad
XV.
Noviazgo y boda de su único hijo
XVI.
Sin Alejandra, en la mayor soledad del mundo
XVII.
Muerte de Juan Méndez en un ataque de locura y cuádruple ejecución en Villafranca del Panadés
XVIII.
Sangrienta procesión del Corpus y paseíllo nocturno con una torera
XIX.
Consulta con una médium para comunicarse con el espíritu de su hija
XX.
Afición por los coloms missatgers y su entrevista con Vicente Blasco Ibáñez
XXI.
«Y ahora vámonos con la música a otra parte»
XXII.
Investigación sobre el luto y la decencia de su nuera
XXIII.
Escenarios del crimen, al galope de una jaca entre tranvías y romance de ciego
XXIV.
Aventura con una prostituta y riña con Antoni Gaudí
XXV.
1900, año de eclipses
XXVI.
Sueña con viajar a Nueva York para presenciar el funcionamiento de la silla eléctrica
XXVII.
El frustrado «Palacio de las Ejecuciones» y su relación con la viuda de un capitán de Infantería
XXVIII.
Cartero de un santo milagroso, Semana Trágica de Barcelona y charlas en la tasca de Can Ramón
XXIX.
«Abaix la pena de mort!», «Abaix el botxí!»
XXX.
Tentadora propuesta para que ejerciese su oficio fuera de la ley
XXXI.
Corona fúnebre y veintisiete sombreros de hongo
LISTA DE REOS AJUSTICIADOS E INDULTADOS EN LAS AUDIENCIAS DE VALLADOLID Y BARCELONA, SIENDO EJECUTOR DE LA JUSTICIA NICOMEDES MÉNDEZ LÓPEZ
LAS CASAS QUE HABITÓ NICOMEDES MÉNDEZ EN BARCELONA
AGRADECIMIENTOS
SECCIÓN DE IMÁGENES
En el Archivo Parroquial de Haro se halla inscrito en uno de los libros de bautismos aquel niño que se convertiría en el verdugo más hábil y diligente de España. De haberlo sabido sus vecinos, seguro que hubieran roto el mármol de la pila bautismal con un hacha. El 16 de septiembre de 1842, Santiago Méndez y Paula López Moral bautizaron a su hijo con el nombre que auguraba la profesión terrible que marcaría su futuro, porque el santo de quien procedía su nombre, san Nicomedes, figuraba en algunos santorales como patrón del verdugo, según se recoge en esta nota hagiográfica: «La voz popular dice que san Nicomedes era uno de los muchos patrones del verdugo, porque lo era de la ciudad de Jerusalén, entonces de la Pasión de Jesús, y fue quien por razón de su cargo tuvo que cuidar de la crucifixión del Justo».
Existe una primera y única referencia realizada por Nicomedes de su infancia en la más completa entrevista que le hicieron a lo largo de su vida. De ella se deduce que sabía leer y que era aficionado a la prensa desde su mocedad. Por ello, y por la instancia y firma autógrafa conservadas de él, con una magnífica caligrafía, se sabe que asistía a la escuela y destacaba entre sus compañeros como alumno.
—¿Que por qué soy verdugo? Vivía en Haro, mi pueblo natal, cuando por los periódicos me enteré de que, en un caserío, tres criminales habían cometido un asesinato horroroso. Figúrese que le cortaron los pechos a una anciana, gozaron después brutalmente con ella y, para remate, le quemaron las vergüenzas. Yo he abominado siempre de toda injusticia, y muy alto puedo decir que nunca le he hecho mal a nadie. Pues bien, aquel asesinato me indignó de tal modo que experimenté deseos de ser yo quien mandara al otro mundo a aquellas tres hienas.
La vocación, pues, le vino tempranamente, casi recién salido del cascarón de yeso. Deseaba cambiar los andamios de albañil que ayudaba a construir a su padre por el patíbulo de los ajusticiados.
La niñez de otros colegas que Nicomedes llegó a conocer en su madurez fue aún más cruda que la suya por pertenecer a una familia de verdugos, pues como refería José González, ejecutor de la Audiencia de Zaragoza, su padre le hacía asistir a las ejecuciones y ayudarlo en su horrible faena cuando aún no tenía nueve años. Algo más horrible que lo que le ocurrió a Oliver Twist al trabajar como ayudante de funeraria.
Sus padres, el maestro y los chiquillos de la escuela lo llamaban Nico, uno de los nombres hipocorísticos más familiares del español. Con el paso del tiempo no le gustaría que le hubieran decapitado el nombre, sobre todo cuando ejerciera por vez primera de verdugo con solo veintitrés años. Le parecería bastante ridículo que lo citaran en las audiencias y periódicos como el ejecutor de la Justicia «Nico Méndez». La cuadrilla de albañiles en la que trabajaba su padre no cesaba de repetírselo: «Trae yeso, Nico», «Acércame la paleta, Nico», «Nico, coloca los ladrillos»…, lo mismo que los críos de escuela donde aprendió a escribir con tan buen pulso para trazar las letras.
Hubo un suceso terrible que Nicomedes vivió a sus siete años. Los padres lo asustaron con el caso para que no comiese ninguna fruta del campo si no quería adelantarse en «irse al cielo» como aquel desgraciado zagal. Todo el pueblo estaría de luto, indignado por la cosecha mortal que había sembrado el boticario del pueblo.
En las afueras de la población de Haro, tenía el boticario don Ceferino Ruifrancos un pequeño huerto que por algunos lados estaba cerrado con sarmientos. En él había sembrado, entre algunas plantas medicinales, la belladona, que contiene un jugo venenoso bastante activo. Un grupo de chicos penetró en el malhadado huerto y, creyendo que eran moras, comieron algunos de sus frutos; uno de ellos consumió sin duda cantidad mayor y murió de envenenamiento, pues al hacerle la autopsia encontraron las pepitas que aquella fruta encierra.
También se le quedaron grabadas para siempre en la retina las corridas de vacas que se celebraban en los días de San Juan, San Felices y San Pedro en su villa del vino. Después de la misa conventual, varias personas del pueblo cerraban la plaza Mayor para que no se escapase ninguna res. Sobre todo no olvidaría, a sus doce años, la corrida de vacas y novillos, donde se hundieron los tendidos y resultaron más de dieciséis heridos, «unos rotos los dedos, otros los brazos, y otros piernas y brazos». Esta fue la semilla de su afición a los toros, y las muchas comparaciones que establecería a lo largo de su trabajo como ejecutor de la ley entre los matadores con el verdugo, el garrote con el descabello, y el toro con el asesino ajusticiado. Durante aquellos días deseaba que el tiempo pasase rápido para poder correr delante de los cuernos e intentar torear cualquiera de los novillos con el pañuelo desplegado.
El niño despierto vivió entre los últimos fantasmas de las guerras carlistas. Vistosos uniformes, caballos jadeantes, fusiles cargados de bayonetas, se asomaban con frecuencia por los alrededores del pueblo. Cierto temor a que la guerra pudiese recomenzar recorría las calles como un escalofrío. El niño Nico los veía ir y venir, divirtiéndose, como si fueran soldaditos de plomo. Las ruinas del castillo de Santa Lucía le servirían de juego para apedrearse con otros chiquillos que hicieran de carlistas intentando asaltar la fortaleza de la milicia nacional. Él, con su pandilla, respondía desde las almenas con una granizada de guijarros. Los carlistas creían ilusamente que los jornaleros de La Rioja soñaban cada noche con los colores de su bandera.
Cuando cumplió ocho años, sus padres y vecinos no pudieron creer lo que estaban viendo. Los carlistas, con su audacia y extraordinario arrojo, entraron en Haro en número de cuarenta o cincuenta. Se llevaron ciento veinte mil reales de las oficinas de recaudación y, en la oficina de Correos, se apoderaron de la correspondencia de oficio y del poco dinero que había en la caja. Más que seres animados parecían espectros escapados de la Galería fúnebre1. Todos montaban soberbios caballos y lucían vistosos uniformes compuestos de pantalón blanco, chaqueta de grana parecida en su hechura a la de nuestros extinguidos húsares, y boinas encarnadas con una larga borla de seda negra en el centro; de reserva, y para las horas de calor, llevaban también blusas azules y sombreros blancos de ala ancha. La mitad de ellos llevaban por lo menos insignias de oficiales adquiridas en sus luchas.
Pasado algún tiempo, cuando este ejército de facciosos estaba en peligro de extinción, aún quedaban algunas boinas y armas escondidas, resistiéndose sus propietarios a entregarlas en rendición. Una tarde que los chiquillos encontraron estas pertenencias al explorar una cueva, jugaron en las afueras del pueblo convertidos en boinas rojas. Nico participó igualmente como requeté con la chapela colorada, tan grande que se le colaba hasta las orejas y no lo dejaba ver. Enterado su padre de que habían sobresaltado a las gentes de Haro y a la Policía, por creer al distinguir a lo lejos el color de las boinas y la reorganización de los carlistas, lo castigó propinándole verdugazos en el culo con la correa.
El día de su primera comunión, con un invisible ángel de la guarda revoloteando a sus espaldas, tuvo mucho cuidado en no morder la Sagrada Forma por temor a que se le derramaran en la boca unas gotas de la sangre de Cristo, el único ajusticiado inocente por el verdugo. Las campanillas que escuchaba por la calle de los monaguillos acompañando al sacerdote para darles la comunión a los enfermos, volverían a tintinear fúnebremente cuando la Purísima Sangre de los Desamparados anunciase al vecindario que había un reo en capilla, para que rezaran por su pronta muerte en el patíbulo. Los estandartes que portaban los cofrades en las procesiones, los sacerdotes, altarcitos con velas a las imágenes religiosas y las exclamaciones suspiradas que envolvieron su niñez en Haro, lo acompañarían cuando se echase a volar lejos de aquel nido asfixiante. Los pájaros de cuenta que cayeran en la argolla de su cepo no dejarían de gemir con estos trinos: «¡Por Dios, no me haga mucho daño, acabe pronto!»; «¡Dios me recoja en su seno!»; «Dios mío, amparadme»; «¡Jesús mío, te pido perdón!»; «¡No me abandones, Jesús, en mi agonía!»…
Con diez años, Nicomedes quedaría impresionado por otro episodio que ocurrió río arriba de Haro. Aquellos días estaba pescando cuando la noticia cundió por el pueblo, agrandada, desfigurada y diferente siempre, según la gente que la comentase. Si los dos guardias civiles no hubieran sacado del río el cuerpo decapitado de un soldado licenciado de la guerra de Cuba al que dieron muerte dos compañeros, los muchachos que pescaban con Nicomedes le hubieran clavado sus anzuelos. A pesar de la sangre fría como la de una lagartija que tenía aquel monaguillo, dispuesto para el sacrificio que le exigiría llevar a cabo la justicia, se llevaría un susto de muerte. Por las aguas habían visto bajar toda clase de ganado, cerdos y hasta caballos, pero nunca el cadáver troceado o completo de un hombre.
Antes de que le llegara la pubertad, su padre hizo que lo acompañase en sus trabajos de albañilería para que poco a poco fuera aprendiendo el oficio. En Haro eran muchas las edificaciones privadas y oficiales en las que podía echar sus peonadas, cargando calderos de agua y sacos de cemento en muchas de las construcciones que se llevaron a cabo en aquel período: reparación de los puentes sobre el Ebro y el Tirón; obras de alcantarillas y empedrados; edificación de un nuevo cementerio; refuerzo de los muros de contención contra el desbordamiento del río en épocas de grandes lluvias… Se subía sin vértigo a los andamios, amasaba el yeso y levantaba tabiques colocando un ladrillo sobre otro. Sin embargo, cuando erraba en algunas de sus actuaciones, su padre, frente a un rimero de tejas árabes, lo amenazaba gritándole: «¡Tienes el tejado de vidrio, Nico!».
La nueva profesión que nadie le vaticinaba también exigía el levantamiento de un andamio para ejercerla, pues así llamaban al patíbulo los comentaristas de las ejecuciones. Pura casualidad y simetría de los acontecimientos. Mientras los pájaros pasaran cerca de su cabeza y el sol le deslumbraba con la paleta en la mano, Nicomedes Méndez soñaba con matar a todos los asesinos que fuesen surgiendo en nuestro país. Cuando cumplía once años, los periódicos daban sus escalofriantes estadísticas: «La Reforma, periódico de tribunales, ha publicado en su último número una triste reseña de los delitos cometidos en España desde julio a mediados de setiembre. Esta reseña de dos meses arroja sesenta y cinco asesinatos, unos veinte robos de consideración y veintiuna riñas en las que han resultado heridas de gravedad».
Con sus piropos obscenos, los albañiles, que no cesaban de lanzar libidinosas miradas a cualquier mujer del pueblo que pasase junto a ellos, echaban aún más leña al fuego de la ardiente pubertad a que llegaba Nicomedes. Nada más contemplar a escondidas unos muslos de nácar femeninos en un recodo del Ebro, de ver tendidas en patios o balcones unas bragas negras, el corazón le latía deprisa y las piernas se le aflojaban. Mientras se masturbaba escondido en su cuartucho se imaginaba acariciando los pechos suaves y níveos de una de aquellas jóvenes que vendimiaban inclinadas sobre los racimos.
Su trabajo de albañil lo iba robusteciendo. Mostraba mayor desarrollo muscular en los brazos que en las piernas, y en espacial las manos, que se agrandaban, callosas, ásperas de piel por el contacto continuo con los materiales amasados de que hacía uso. En las arrugas de la epidermis había siempre restos de esa masa que la hacía blanquear, como chapa de yeso entre el pelo, patillas, cejas y párpados. Estos duros trabajos en Haro le servirían para alcanzar la plaza de verdugo de la Audiencia de Valladolid el año que su titular muriese o se jubilase. Primero, porque sabría levantar un patíbulo en menos que dura una noche (un patíbulo era un andamio, repetiría en su instancia y ante los examinadores), y segundo, por la fuerza que estaba alcanzando en sus brazos y manos, capaces de manejar el torniquete del garrote vil con soltura aunque el reo tuviera un cuello de pedernal.
De la primera ejecución que Nico oyó hablar en su casa, en la escuela y en la barbería de su pueblo, fue la del cura Merino, agarrotado por el verdugo de Madrid, debido a la repercusión que tuvo por pretender matar de una puñalada en el costado a la reina Isabel II. Aficionado como era a leer la prensa desde jovenzuelo, se bebía las letras de sangre con que se contaba cómo murió aquel endiablado fraile. No se merecía otra cosa. Seguramente fue la primera vez que aprendió el significado de la palabra verdugo, cuyo dibujo entraría en la baraja del tarot de todas las profesiones con las que soñaba.
Lo más parecido a un garrote que el niño que deseaba ser verdugo de mayor vería en Haro fueron los cepos, no habiendo demasiada diferencia entre ambos instrumentos, porque hasta la argolla que se le ponía en el cuello al reo se le llamaba cepo, y salían además de la misma fragua de una herrería. En el campo se empleaban para cazar conejos, pájaros, zorros y hasta había en el pueblo algún viejo habitante que incluía los lobos. Nico había visto agonizar algunos gorriones con el cuello aplastado por los alambres. En cuanto alcanzara un puesto en cualquier Audiencia de Justicia de España los emplearía en acabar con la vida de las alimañas en que se habían convertido muchos hombres. En sus días de escuela no le quedaba clara la fábula de Esopo que les escribiera el maestro en la pizarra para que la leyeran y copiaran: La zorra y las uvas. ¿Cómo a una devoradora de gallinas tan carnicera, cuyas víctimas destrozadas él había visto en muchos corrales, iba a apetecerle comer un racimo de uvas?
Fuera de la severidad y rudeza de su padre era feliz escuchando en primavera los gritos felices de las golondrinas que sobrevolaban los ganados de ovejas para arrancarles a picotazos copos de lana que mezclaban con barro para construir sus nidos. En algún día de lluvia, desde el alto balcón de la casa de un amigo, arrojaba un caldero de agua sobre el paraguas de algún pueblerino, burlándose del susto que le provocaba. Y durante el verano, sin escuela, en los días que su padre no lo obligaba a amasar yeso, jugaba a la pelota en una era. No reparando en la fugacidad con que las estaciones discurrían ante sus ojos, ignorando que no era posible bañarse dos veces en el mismo río, creía en su contrarreloj, por dejar atrás su infancia y volar de la casa de sus padres, que el tiempo se había detenido.
Nicomedes Méndez, a sus catorce años, a un paso de cruzar el umbral de la adolescencia, con granos en la cara, nariz grande y primeros pelos de barba, disfrutaba de un paisaje privilegiado y lleno de riqueza: las salinas de Herrera en sus inmediaciones, cincuenta fábricas de harina sobre el río Tizón, seis millones de cántaras de vino que se cogían y exportaban en Haro y cuatro leguas en circunferencia, las minas de sulfato de sosa existentes en Cerezo, tan abundantes que podían surtir de ellas al mundo entero, dando lo suficiente para alimentar un tren diario y cogiéndose con tanta facilidad como el agua del mar. Y en un futuro cercano se hablaba de la influencia del ferrocarril del norte desde el punto de vista de los intereses materiales.
Aquellas peticiones desesperadas que se hicieron en su pueblo para que las vías férreas aprobadas por el Gobierno pasaran por Haro las evocaría con una sonrisa en muchos de sus viajes. Observador como era, vería a los niños recoger sus monedas de un real que pusieran en las vías del tren chafadas a lo largo de las ruedas de acero que actuarían como planchas. «Así les dejo yo el cuello a los asesinos», pensaría. Sus sueños de viajar para conocer otras ciudades nacieron también con los del ferrocarril.
Dentro de diez años nada más, para ejecutar al reo que le correspondiese dentro del territorio de su Audiencia, comenzaría a ocupar los vagones del ferrocarril para cumplir con su lúgubre trabajo. Lo haría desde Valladolid a Astorga, a Palencia y a León, contemplando por una ventanilla las oleadas amarillas de las tierras de pan, las torres de las iglesias, los pueblos perdidos a orillas de los ríos… Entre aquellos jornaleros que se sentaban en los asientos de madera, él se sentiría importante, necesario, afortunado, y con una sangre fría especial.
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1 Agustín Pérez Zaragoza, Galería fúnebre de espectros y sombras ensangrentadas. Madrid: D. J. Palacios, 1831.
Nicomedes Méndez paseaba por las calles enhiesto, deseando que el vello que le estaba creciendo en la cara fuera más fuerte para dejarse un bigote bien poblado. Yendo recto, derecho, disimulaba su mediana estatura. Tímido para divertirse y galantear con muchachas, en una ocasión que fue a la sastrería en compañía de su madre para que le cosieran una chaqueta, quedó impresionado por la hermosura de la costurera. Al observar que ella le sostenía por un momento su mirada, giró la cabeza y sintió que sus mejillas se sofocaban.
A partir del fugaz encuentro, la imagen de aquella mujer de cuerpo suave, redondeado, de piel nívea y ojos de carbón, atizó el fuego de su sexualidad. Conforme pasaba el tiempo, se llegó a sentir hasta enamorado. Tras varias averiguaciones supo que se llamaba Alejandra Barriuso. Hasta su apellido le gustaba, como si le dejara al pronunciarlo el sabor de un beso robado. Sentía no tener dinero para visitar al sastre cada mes por ver a aquella misteriosa forastera y atraer su atención con el elegante vestuario elegido.
La pasión sentida por aquella costurera fue tal que al estrenar la chaqueta trataba de encontrar el olor de sus manos, la sangre que hubiera manado de la yema de uno de sus dedos tras pincharse con una aguja o la pestaña que se le hubiera caído sobre uno de sus botones bien cosidos. Con el corazón en celo, la única manera de volver a contemplarla, de sentirse más cerca, era en la iglesia, donde cada domingo trataba de ponerse tras ella en los bancos para acariciarle con su mirada la nuca partida por una trenza serpenteante. En cada fiesta celebrada en la plaza Mayor del pueblo, Nicomedes buscaba como un cachorro solitario el aroma de Alejandra, y, por fin, en el día de San Felices, al término de la corrida de vacas, venciendo su cortedad, se acercó a ella, que caminaba junto a una amiga, con una preciosa falda azul y un jersey de algodón, para decirle con las manos metidas en los bolsillos y el pulso acelerado:
—¿Puedo acompañarte, Alejandra?
Ella se detuvo, sonriente, sin intimidarse.
—¿Qué es lo que buscas? —respondió con otra pregunta.
Nicomedes tragó saliva mientras la chaqueta le oprimía el pecho como una camisa de fuerza. Y al dictado de los consejos que le dio un albañil mucho mayor que él, de los que trabajaba con su padre y en quien confiaba, actuó:
—Solo pienso en ti desde que te vi por primera vez en la sastrería.
—Pero si eres muy joven y ni siquiera sé cómo te llamas.
A él le temblaba la voz.
—Es que me gustas muchísimo. —Alejandra iba paseando, sin darle una negativa rotunda al bisoño pretendiente, mientras su amiga se adelantó para dejarles hablar libremente—. Tú no eres de Haro, ¿verdad? A una mujer tan guapa como tú la hubiera visto antes de probarme la chaqueta en la sastrería.
—Yo nací en un pueblecito de Burgos llamado Valdeajos, y hace solo un año que vine a vivir aquí para trabajar con mi tío Ignacio en la sastrería… Anda, vete —acabó por decirle con un cálido tono de ruego, porque la gente, debido a la gran diferencia de edad que les separaba, comenzaba a molestarla con pegajosos e inquisitivos reojos.
—Hasta pronto —obedeció Nicomedes con un sentimiento de gozo y de triunfo, porque le había ganado la partida a su pudor.
Nicomedes volvió de nuevo a abordarla a la salida de misa, cuando las flores de los ciruelos embellecían los huertos de Haro en plena primavera. Dialogaron en el atrio hasta que la gente desapareció, sin importarle tanto a la dama otoñal que su Romeo fuera un chiquillo. Ella no quiso espantarlo confesándole sus años, pues según su partida de nacimiento había nacido en Valdeajos el 26 de febrero de 1824, llevándole a Nicomedes dieciocho años, dos meses y diez días, una gran diferencia de edad que a todas sus amigas y entorno familiar escandalizaría.
La relación fue estrechándose, teniendo sus citas a escondidas, en las afueras de la ciudad, recostados entre los helechos, los juncos o las cañas del río Tirón. Los besos de Alejandra sabían a hierbabuena, porque solía llevar antes de los encuentros una ramita de su maceta entre los labios. Ella solo se dejaba desnudar desde la cintura hacia arriba para que las manos de Nicomedes, tan calientes como si saliesen de una fragua, la hiciese estremecer y suspirar con sus caricias. La lujuria a primera vista pronto se convirtió en amor.
Siempre estaban sacando sus amigos y los albañiles la palabra pecho a relucir, pero un pecho, lo que era un pecho, lo contempló Nicomedes a los trece años, espiando entre los árboles a las lavanderas que restregaban la ropa en el río, porque una se desabrochó la blusa acalorada para echarse agua sobre la areola. El futuro ejecutor de la Justicia tuvo la fortuna de sopesarlo a los dieciséis años, antes de entrar en quintas, con el corazón tronante. Él se los imaginaba prietos, pálidos, ruborizados por zonas. Un pecho de mujer enhiesto, limonado, como un cuerno de toro. Cómo se azogarían sus manos recogiendo sus latidos de paloma herida.
—Alejandra, te quiero —declaró entre ahogos y suspiros.
—Y yo a ti también, Nico —le susurró ella al oído.
En su confesión, arrodillado sobre las frías losas del templo, mintió:
—Padre, me acuso de haberle tocado los pechos a una muchacha —restándole años a la mujer que lo tenía seducido.
Algunas de aquellas noches, después de sentirse en el Jardín del Edén con la Eva que lo había hipnotizado, lloraba y lloraba mordiendo la almohada frente al violento rechazo de sus padres:
—¿Es que estás loco? Esa mujer podría ser tu madre.
Le chupaba los pezones a Alejandra con complejo de Edipo, al alba y en el ocaso, atravesado por sus saetas de luz.
Importándole poco lo que la llamaran por haber engañado con sus arrumacos a un jovenzuelo, Alejandra se dejó seducir y acariciar con una valentía que no era común entre las mujeres de aquella época. Uno de los días de invierno que nevaba, Nicomedes la llevó en volandas sobre sus fuertes brazos, girando y girando por la calle de la Ventilla, pasando frente a la casa donde vivía con sus padres. De su noviazgo se hablaba en todo el pueblo, no augurándole buen futuro a aquel par de ingenuos enamorados. En varios de sus descansos pasionales, Alejandra le repetía, un poco arrepentida de haber caído en la tentación de quererlo, lo mismo que su madre:
—Lo que estamos haciendo, Nico, es una locura. Tú eres un mocoso y yo soy una mujer hecha y derecha. No tienes un trabajo seguro, ni dónde caerte muerto, y en estas circunstancias casarnos serían un disparate que ninguna mujer con dos dedos de frente cometería.
Él le llevó en uno de sus encuentros una rosa roja arrancada de un jardín del pueblo para que ella se lo agradeciera con un beso en los labios. Alejandra no le daba todo cuanto él deseaba, sujetándole las manos, que se movían ávidas de despojarla de la falda y las enaguas. Ambos se lamían también las heridas del alma que no cesaban de causarles las amenazas de sus familiares: «¡No vuelvas nunca por aquí si te casas!»; «¡Menuda vergüenza nos estás haciendo pasar, sabiendo todo el pueblo con quién te acuestas!»; «¡Vais a terminar pidiendo limosna los dos, muertos de hambre!»…
La noche en que el mozo de albañil escaló por las rejas de la casa de Alejandra hasta su dormitorio, aprovechando que su tío dormía, fue la primera vez que le besó los pies y sintió celos por todo aquel hombre que hubiera tocado su cuerpo.
—¿Has tenido novio alguna vez, Alejandra?
—Pretendientes, sí, pero sin besos, ni sexo, ni nada.
—Me cuesta creerlo —dijo en lugar de llamarla mentirosa, dudando en el fondo de que a lo largo de sus treinta y cuatro años se mantuviese virgen, pues con dieciséis que había cumplido él en aquel año de 1858 los celos le brotaban como las cabezas de una hidra.
—Nunca he besado a nadie, chico, aunque tres hombres me lo hayan pedido a lo largo de mi vida. Un zapatero de Valdeajos, un maestro de escuela de Burgos y un carnicero de Haro. El primero estaba demasiado gordo, el segundo no me atraía por su calvicie y al tercero le olía mal el aliento —le confesó anillándose los dedos al acariciar su cabeza de cabellos rizados.
Nicomedes empezaba a pensar en huir con ella de Valdeajos y de Haro para contraer matrimonio en la primera iglesia que encontrasen abierta, lejos de sus familias, que trataban de separarlos con uñas y dientes porque en la mayoría de los pueblos de España la diferencia de edad entre los esposos era de tres o cuatro años normalmente.
Para no creerse totalmente distinto al resto del mundo, al peón de albañil le hubiera servido de consuelo saber de cualquier romance paralelo al suyo, porque sus propios compañeros no cesaban de burlarse de él con palabras obscenas que ofendían sus sentimientos:
—No jodas tanto, Nico, que se te transparentan las orejas —le decían.
No, no era como los demás mortales Méndez el Mozo, por la brecha de edad que le separaba de su pareja y por sus aspiraciones de llegar a ser ejecutor de la Justicia, una profesión que contaba solo con quince puestos en España, cuando esta tenía en 1860 una población de 15.645.072 habitantes.
Uno de esos días que estaba cansado de rogar que le dejaran en paz, en el descanso que se daban a las once de la mañana para reparar fuerzas, recogió el papel de periódico viejo con que uno de los albañiles había traído envuelto el bocadillo y, mientras mojaba el pan en el aceite del conejo frito que le había preparado su madre en la fiambrera, comenzó a leer noticias de crímenes, sus preferidas.
En cada una de sus citas semanales, Alejandra se presentaba con la camisa y falda de un color —rosa, azul celeste, verde o naranja—, mientras la mayoría de mujeres del pueblo, con menos edad que ella, vestían de negro o con tonos marrones. Con su mágica aguja de costurera y las telas que le enviaba su tío de Londres y París, Alejandra levantaba envidias en Haro por su forma de vestir. Habiendo pasado del recato a la osadía, extasiaba a Nicomedes, acostumbrado a la tristeza gris de su casa, rodeado por la blancura de la cal y el yeso. Al final de una lluvia de atardecer donde la aparición del sol formó un arcoíris, la exaltó con un sentimiento poético:
—Pareces un ángel.
Ella pretendía conquistar todos sus sentidos, hasta el del gusto, llevándole algunas noches, al lugar oculto en que se citaban, la mejor botella de vino que se había vendimiado en Haro y una fiambrera con el cabrito asado y las patatas rojas que ella había cocinado. En Valdeajos se cosechaba entonces la patata roja, cuyo prestigio de calidad consiguió atraer a varios compradores de la agricultura, que las cargaban en sus carros para emprender un largo camino.
El último encuentro que Nicomedes tuvo con su padre fue el que lo impulsó a tomar una decisión ante sus dudas. Ya no podía más. Hacía tiempo que no lo castigaba, pero sus palabras, aquella noche, cerca de las llamas de la chimenea donde se calentaban, le hicieron más daño que un latigazo de correa. Todo comenzó cuando le preguntó, preocupada su madre, por las pústulas que mostraba alrededor de los labios.
—¿Qué te ha pasado en la boca, hijo? ¿Has mordido algo?
—¿Qué va a morder? —interrumpió su padre con cruel ironía—. ¡El anzuelo de esa bruja!
—No llames así a Alejandra —se rebeló, harto de sus ataques y asperezas.
—¡Cómo la voy a llamar, eh, si es una buena zorra! ¡Eres un imbécil y no te dejas aconsejar!
Nicomedes cerró los puños con rabia. Le hubiera pegado a su progenitor de no estar su madre allí, callada, con ojeras de haber llorado en silencio.
Llegado el temido día de conocer a la familia de Alejandra para que diesen la aprobación de su pronta boda, madrugaron dispuestos a montar en el carruaje que los conduciría hasta Burgos, donde verían la manera de hallar cualquier otra diligencia o carromato que los llevase a Valdeajos. Sentados en los últimos asientos, pronto comenzaron a sentirse sacudidos por el trote de los caballos vigorosos, mientras los seis pasajeros restantes murmuraban de su presencia. Seguramente pensarían que se iban a fugar para pasar unos días en alguna pensión de la ciudad, sin abandonar ni por un minuto el lecho, como hacían bastantes novios pobres de aquellos pueblos de la meseta.
Ella vestía un precioso vestido juvenil de muselina y él, para parecer mayor, corbatín en la camisa blanca y un chaleco que cogió del armario de su padre, llevando puesta la chaqueta que le cosió Alejandra y unos pantalones oscuros. En la prometida crecía la nostalgia del período de su existencia que consumió en Valdeajos; toda su infancia y juventud, realmente. Para evitar que nadie la escuchara, acercaba sus labios pintados de rojo al oído de Nicomedes:
—En septiembre, a primera hora de la mañana, yo bajaba como todas las mujeres al río Rudrón para lavar la ropa sucia acumulada. Cargábamos los caballos con baldes de ropa porque no había tiempo que perder, y la enjabonaba, la aclaraba, le daba añil y la tendía sobre la hierba para que blanquease.
—Pues tienes las manos muy suaves después de haberlas restregado tanto contra las piedras —le aseguraba el novio, acariciándoselas, como si sus compañeros de viaje fueran invisibles.
—Las chicas también faenábamos en el campo y en la era, pero siempre bien tapadas —proseguía con el hilo de su relato—. Había que estar blancas y guapas, como los veraneantes, para las fiestas de septiembre. Frente al sol, nos dábamos una maña especial con el pañuelo para dejar libres solo los ojos y la boca.
Nada más poner el pie junto a una posada de Burgos, se dirigieron hacia la plaza de la catedral en busca de otra diligencia que pasase por Valdeajos. Tras informarse de la hora en que salía su nuevo transporte, se quedaron admirados frente a la fachada principal del templo y sus enormes torres, antes de penetrar en su interior. A Alejandra le fascinó porque parecía estar bordada en piedra por el hijo de alguna fantástica costurera de la que aprendió su oficio.
—Cuánto me gustaría que nos casáramos aquí. Sus torres parecen hechas de puntilla.
—Será difícil sin tener a ningún sacerdote conocido.
En el interior del templo, cubriendo Alejandra su cabeza con un pañuelo, se empaparon de la mística luz de las vidrieras y se sintieron pequeños ante la grandeza de las bóvedas que parecían bordadas a bolillo. Al final, les fortificó descubrir las tumbas del Cid Campeador y de doña Jimena, tan valientes ante las adversidades.
Antes de cenar y dormir en la posada de Arce, situada en la carretera, desde donde saldría la próxima diligencia que los dejaría en Valdeajos, camino de los pueblos del norte, Nicomedes decidió comprar, con el dinero que había ahorrado como peón de albañil, dos anillos de oro en una joyería. Alejandra lloraba emocionada mientras él le prometía:
—Nos casaremos pronto, quieran o no quieran nuestros padres.
Durante la noche, en la pequeña habitación que ocuparon, él durmió en el suelo, sobre unas mantas, para no consumar su enlace antes de que lo bendijera un sacerdote, como ella soñaba que fuera desde su adolescencia. Se despertaron a las nueve de la mañana, y a las diez partió el coche-diligencia que los trasladaría hasta su destino. Aquel mes de mayo, Alejandra celebraba el penetrante olor de las azucenas.
El páramo renacía y florecía. Resultaba increíble cómo el árido páramo se convertía en un campo en flor. El amarillo de las árgomas destacaba a lo lejos y su olor a miel penetraba hondamente. Las praderas crecían con diversidad de brotes. Amarillos jébenes y rojas amapolas se dejaban ver en los sembrados, pero también daban su trabajo. Se escardaban los campos sembrados de trigo, de cebada y hieros, se recogía este forraje y se traía a casa para echárselo a los bueyes.
Con su ligero equipaje, por fin pusieron los pies en las afueras del pueblo, a media legua de la casa familiar de Alejandra. Envueltos por la estela de polvo que dejaba el trote de las bestias y las ruedas de la diligencia, ambos caminaban en silencio, nerviosos, sin saber cómo responderían sus padres cuando un mozalbete le pidiera la mano de su hija otoñal. Había trechos en que se arrepentían de haber tomado aquella decisión.
—No tendríamos que haber venido.
—Desde luego —asentía la interesada.
Nada más llamar a la puerta, abrió Sebastiana Amo para abrazar a su hija con muchos besos, sin percatarse de la presencia del misterioso acompañante. Su padre, Martín Barriuso, estaba en el pesebre para darle de comer a los bueyes. Hechas las presentaciones y sentados a cenar en la mesa de nogal de la cocina, los silencios entre las escasas palabras que se pronunciaban resultaban insoportables para los cuatro comensales. Por cada uno de los gestos de Martín estaba claro que la presentación de Nicomedes como futuro esposo de Alejandra le había caído como un jarro de agua fría. Cuando salieron al patio para tomar el fresco sentados en sillas de anea, Martín Barriuso rompió con su timidez y prudencia:
—Mira, Nicomedes, te voy a ser sincero. No voy a dar mi consentimiento para que contraigáis matrimonio. Prefiero que mi hija se quede para vestir santos. Tú podrías ser mi nieto. ¿Y de qué vais a vivir?… ¡No y no!… Y a ti —dijo dirigiéndose a Alejandra, con una mirada enrojecida—, no te daremos ni un real de dote para que cometas tal disparate.
Aunque el futuro ejecutor de la Justicia, que estaba acostumbrado a tales desprecios y descalificaciones, sujetara el brazo de su prometida para que se guardara de responder, esta estalló bebiéndose las lágrimas:
—No hay derecho. He trabajado para ti como una mula, y así me pagas. No necesito tu aprobación para pasar el resto de mi vida con este joven que ves aquí, porque es más hombre que otros muchos de tu edad.
Martín Barriuso dio un puñetazo al aire y se retiró a su dormitorio, mientras la madre trataba de consolar a su hija, disponiendo que Nicomedes pasara la noche en un jergón de paja que le arreglarían en la cocina.
Nicomedes no pegó ojo. Pensaba en el dormitorio de Alejandra, a donde se hubiera trasladado descalzo y de puntillas para imaginársela, abrazados en su lecho, de diecisiete años como él; pero temía, influido por las secciones de crímenes que solía leer en cualquier periódico, que su padre, tal como se marchó, endemoniado, echando chispas, fuese capaz de cometer cualquier locura. La gente se había acuchillado por menos motivos. Algo en su interior le decía que jamás durante su vida volvería a poner los pies en Valdeajos, una villa fantasma que solo contaba en 1858 con ciento ochenta y ocho almas. Ahora comprendía bien por qué Alejandra se largó de aquel clima asfixiante, monótono y sin futuro.
Al día siguiente, la enamorada había preparado su maleta y varios fardos colmados de telas y ropas; todo cuanto era suyo. Antes de despedirse de sus progenitores con un frío abrazo, rogó a Nicomedes que la ayudara a cargar con parte del equipaje para irse lejos de allí, aunque tuvieran que esperar la diligencia en el camino asoleado todas las horas que hiciera falta.
—Siento la vergüenza que te han hecho pasar mis padres —confesó Alejandra.
—No te apenes; mi familia me ha tratado aún peor que la tuya —le contestó Nicomedes con una madurez impropia de su edad.
—Vamos a olvidarnos de estos contratiempos y velar por nuestra felicidad —concluyó ella.
Como Adán y Eva expulsados del Paraíso, pasaron cerca de la iglesia donde bautizaron a Alejandra y pensaban haberse desposado, perdiéndose en la lejanía sin ganas tampoco de volver a respirar la atmósfera ebria de Haro. Durante el largo trayecto de la diligencia fueron cogidos de la mano, dándose besos sin pudor.
A los novios se les recibió, en la villa del vino, con comentarios jocosos y despectivos, tachando a Alejandra de lagartona y a Nicomedes de pardillo. Santiago hacía llorar a su mujer jurando que no iría a la boda que le había anunciado su hijo, engatusado por los besos y caricias de la fornida costurera. El tío de Alejandra fue una excepción, el único samaritano que con tanta dulzura y generosidad se brindó a arrancarlos de aquel blanco de desprecio y murmuración en que los habían clavado.
—Que la negativa de tu padre no te entristezca, Alejandra. Como no has cometido ningún delito, es de justicia que tu hermosura luzca un vestido de novia.
Alejandra se abrazaba a él para agradecerle su regalo: una pieza de tela de muaré blanco y el diseño de su hechura que había dibujado en un papel: un traje de cintura redonda, aunque alto y cerrado. La falda era doble, terminando en un fleco de seda, con enrejado ancho, cuyo adorno se repetía en la manga y su volante y en la berta que en forma de corazón adornaba el pecho.
—Es un vestido de duquesa, tío, ¿crees que no haré el ridículo?
—Tú no eres una cualquiera… Y aún falta ceñir el velo blanco a tu negra cabellera y el ramo de azahar que llevarás.
Ignacio se había entregado a devolverle la felicidad con toda la fuerza y la ternura que ocultaba su rabia contenida, porque había sufrido la misma incomprensión y crueles comentarios de sus familiares y del pueblo que su sobrina por haber amado a un hermoso joven curtidor que vino de Palencia. Con santa resignación soportó aquel bárbaro linchamiento, pues después de burlarse de su aspecto afeminado lo habían marcado con el apodo de el Maricón.
—Tú también deberías marcharte de este pueblo, tío, con ese guapo muchacho rubio que pierde los vientos por ti. Aquí os harán la vida imposible.
—Lo pienso muchas noches, pero yo me tendría que ir con Blas fuera de España. ¡A París, por lo menos, donde reina la moda y la libertad para hacer lo que te venga en gana! Ese viaje lo realizaré cuando hayas cumplido el tuyo. Ya es hora de que Nicomedes y tú pongáis tierra de por medio para formar vuestro nido.
—Lo hemos hablado en secreto. Para evitar que nuestros parientes se peleen el día de nuestra boda nos casaremos en Valladolid, donde una tía de Nicomedes nos alojará en su casa, hasta que encontremos un piso de alquiler.
A los pocos días, con las cabezas inclinadas, abandonaron aquel Jardín del Edén que hubiera sido la villa riojana para ellos entre dos caudalosos ríos, acusados por los católicos endiosados de haberse comido a besos públicamente, a pesar de la edad que los separaba. En un coche de colleras que les proporcionó el sastre, entre fardos, baúles y maletas donde guardaban todas sus pertenencias, emigraron a Valladolid como otras miles de parejas en pos de una vida nueva.
Los prometidos, cansados del larguísimo viaje, descendieron del carruaje en la calle de Santiago, de Valladolid, en un gran patio de la empresa de diligencias Victoria Burgalesa y Castellana, donde aguardaban su carruaje para que bebieran agua los caballos antes de repostarlos con otros de refresco. Mientras un mozo transportaba su abultado equipaje en un carretón, el nuevo mundo que acababan de pisar los deslumbraba, no cesando de señalar las escenas que más les atraían, desde los numerosos barcos anclados en el río con sus cargamentos de harina que repartirían a través de canales por toda Castilla hasta la afluencia de gente venida como ellos de otros pueblos, soñando con un buen trabajo para alimentar a su familia. En el camino hacia la calle de la Cruz del Val, 1, donde vivía Manuela Méndez, tía de Nicomedes, se detuvieron en la anchurosa plazuela por donde corría el río Esgueva, cerca de la recoleta ermita de Nuestra Señora del Val y de la cruz de piedra plantada a pocos pasos de su destino.
Arribaron como una pareja de golondrinas a principios de primavera, dispuestos a colmar su nido de hijos, porque con la avanzada edad de Alejandra no podían esperar ni un año más. En celo como los pájaros, antes de que Nicomedes encontrase trabajo como albañil en uno de los innumerables edificios que se estaban construyendo para albergar al gran número de migrantes que acudían a la ciudad en busca de esperanza, apremiaron a Manuela Méndez para que les buscase un cura dispuesto a casarlos en cualquier parroquia. Ni la bondad ni la prudencia impedirían a esta mujer preguntarse: «¿Qué atractivo pudo encontrar mi sobrino en una señora de treinta y cinco años?», como si esta fuera una anciana. El muchacho, que lejos de ser golondrina era una rara avis, empalagaba hasta en la hora de comer con sus arrullos y besos de piquito.
Cuando Nicomedes se percató de que el vecindario y varios transeúntes con los que se cruzaba al salir a pasear por Valladolid los miraban como si fuesen madre e hijo, decidió dejarse crecer la barba y comprarse el primer sombrero de hongo de su vida, para que nadie se entrometiese en su relación; cambio que Alejandra no dejó de elogiar: «Así vas más guapo, Nico»; «Pareces un hombre de negocios»; «No me importa tu bigote aunque tenga que llevar cuidado al besarte»…
En aquel año de 1859, Nicomedes y Alejandra eran dos de los 43.000 habitantes con que contaba Valladolid. El crecimiento de la economía situaba la ciudad entonces en uno de los principales núcleos financieros, industriales, comerciales y de producción agraria de España. Ello se debía a su propia situación geográfica, la articulación de una red de comunicaciones y transportes que permitía el comercio de granos, el desarrollo de una industria moderna, la llegada de empresas capaces de poner en marcha industrias, entidades financieras o casas comerciales, y el paralelo aflujo de la mano de obra necesaria. Por ello, el par de tortolitos no se equivocaron en su elección.
Nicomedes Méndez se fue acostumbrando al anonimato, sacándole el mayor provecho al compararlo con las críticas que todos los vecinos de un pueblo tenían que sufrir. Los unos hablando mal de los otros, las envidias a flor de piel, las familias rotas, las rencillas… A cincuenta pasos de la calle de la Cruz del Val, donde vivía con su preciosa golondrina, nadie lo reconocía, ni sabía si era albañil o maestro de escuela, ni si estaba enamorado de la gracia y energía de Alejandra, de su dorada madurez de manzana, de su misteriosa mirada de azabache.
Hasta que no se casara, pasaba las noches dormido en una mecedora de mimbre, para no escandalizar a su tía ocupando el dormitorio de la embrujada mujer que lo había hipnotizado. Aquel verano fue tan caluroso que, ante la muerte por asfixia de varios segadores, fue preciso prohibir la recolección durante las horas centrales del día.
Al fin, corridas las amonestaciones de derecho, el cura de la parroquia de Santiago Apóstol los casó en otoño, resaltando, por el contraste con la lluvia de hojas cobrizas, el vestido blanco que lucía Alejandra, una obra maestra de su querido tío. Frente al dorado retablo barroco, donde el santo cabalgaba en un brioso corcel, los inseparables contrayentes se dieron el sí ante un escaso público que había logrado reunir Manuela Méndez, entre los que se encontraba el sastre de Haro, con lágrimas de emoción y la mano cogida a la de su doncel. Llegada la hora de las felicitaciones, Ignacio exaltaría la belleza de su sobrina antes de confesarle todo cuanto le debía:
—Te presento a Blas. Es lindo, ¿verdad? Me lo he traído contagiado de tu valor. No me importa que me tachen de maricón. Ande yo caliente y ríase la gente.
—No tardes en irte a París. Tú tienes manos de genio para vestir a los ángeles —le dijo ella, inspirada por su situación.
Inquieta y nerviosa en medio del gozo de aquel momento irrepetible, a la novia le hacía más lozana el rubor de sus mejillas. No sentía el ahogo de aquel corsé con varillas de hierro que le apretaban, ni punzadas en sus senos que había estado rociando al amanecer con el agua fría de un aljibe.
Alejandra, embarcada en el tren de su complicado tiempo, con vértigo y miedo a envejecer y que Nicomedes la repudiara o no la deseara como aquella noche sobre su humilde lecho nupcial, trataba de sacarle a cada segundo el máximo partido. El recién casado, necesitando trabajar porque se les habían agotado los pocos ahorros que habían traído de Haro y Valdeajos, pronto encontró un puesto de albañil en la construcción de la estación del ferrocarril. Mientras levantaba sus muros le gustaba imaginarse un viaje a París con Alejandra, para que se extasiara entre las damas vestidas a la última moda que paseaban por Las Tullerías. Más que una estrella, era el camino de hierro quien le estaba indicando su hado, como si en el tarot no dejara de salirle la misma carta ¿Qué le estaría anunciando tendido frente a él, invitándolo a viajar por todos los pueblos y ciudades del norte de España?
Tras el nacimiento de su primera hija, el 25 de noviembre de 1860, aún estaban enfadados con la intransigente actitud de sus progenitores. Por ello no le impusieron en el bautismo el nombre de la madre de Nicomedes, sino el de la santa del día, Catalina, de Santa Catalina de Alejandría, que fue martirizada y decapitada por el emperador, acusada de haber cristianizado a ejércitos de sabios y de soldados. Junto a la pila bautismal, Alejandra se mostraba exultante de alegría, orgullosa de haber parido a una hija sana contra todos los pronósticos que le habían hecho en Valdeajos y en Haro. El futuro ejecutor de la Justicia, con dieciocho años solamente, se sentía dentro de una nube con el humo de las velas, mientras su hija gemía al recibir sobre la cabeza el agua derramada por el sacerdote. Con una rara sensación de estar adelantándose a su tiempo, por lo menos podía celebrar que lo eximirían del servicio militar, gracias al deber superior que había contraído de alimentar a su familia. Allí permanecía disfrazado con su barba y el sombrero de hongo en la mano, sin atreverse a dejarlo depositado en un banco por temor a que se lo robasen.
Los vallisoletanos con los que había trabado amistad el jornalero de Haro, compañeros de trabajo o vecinos de calle, que vendrían a ser padrinos o testigos de los bautismos de sus hijos, se maravillaban de los cuidados y atenciones que le dedicaba a su costurera: «La lleva en palmitas», decían, pues sonaba raro que Nicomedes, con cara de chiquillo, llamara cariñosamente «hija» a una esposa que le doblaba en edad. Con sus manos mañosas le había construido una graciosa cuna con altas barandas en la que Alejandra pudiera mecer a su primer bebé desde el lecho, sin tener que incorporarse; y en sus escasos ratos libres, entre la larga jornada en que se jugaba la vida subido a un andamio y las horas que dedicaba a su pasión conyugal, talló la madera de un tronco de pino para hacer una figura que sirviera de muñeca a Catalina y de maniquí a su madre.
Olvidando el mal que le habían hecho sus suegros y sus padres con reprobar la boda, Alejandra, con la dulzura que le brotaba de sus entrañas de madre, le pedía a su joven marido que los perdonara:
—Deberíamos enviar a nuestros padres un telegrama o una carta para que supieran que tienen una nieta llamada Catalina.
—No se lo merecen, por las trabas que nos han puesto para que estemos juntos.
No cesó su historia de apasionado amor tras el alumbramiento de Alejandra, que cuidaba de su hija, compraba en el mercado, cocinaba y lavaba la ropa con el mismo vigor que una adolescente. Nicomedes le susurraba al oído cada noche, para no despertar a su tía, palabras lujuriosas, haciéndola navegar en la saliva de sus interminables besos. Ella le resultaba más atractiva y deseable desnuda a la luz de las velas que en pleno mediodía, y aunque el dinero que ganaban no fuera suficiente para acabar el mes, obligados a comprar a fiado en varias tiendas, nunca se guardaron de que aquella angosta habitación se convirtiese en nido de golondrinas con una nueva cría. Ambos se vengaban así de todos cuantos les habían augurado que no tendrían descendencia por la edad de la esposa. Y en septiembre, Alejandra agradeció a Dios su fertilidad tras volver a quedarse encinta, hecho que a Nicomedes le confirmó su hombría.
Transcurridos los nueves meses necesarios, su deseo de alumbrar un varón se rompió con los gritos de una niña nacida con el pelo negro y ondulado y los ojos pequeños como los de su padre.
—Tiene toda tu estampa —le aseguró la madre, condolida.
Cuatro días después, el 4 de mayo de 1862, la bautizaron con el nombre de Antonia, en agradecimiento a la ayuda y amistad que le dieron en Valladolid, para que no se sintieran perdidos o extraños bajo el estrecho cielo de sus callejuelas ni en la amplitud de sus campos dorados por las espigas, los padrinos de su hija: Mariano Castillero, de veintinueve años, y Antonia Fernández, de veinticinco —él había venido a probar fortuna a Valladolid desde Villanueva del Campo, y ella desde el pueblo zaragozano de Calatayud—. Además de volar de las cunas donde nacieron los unía la ruptura con las leyes: las de la naturaleza, que suele exigir el emparejamiento de personas de la misma edad, en el caso de Nicomedes y Alejandra, y las de la Iglesia, en cuanto a Mariano y Antonia, pues estos se casaron un año después de haber bautizado a su primer hijo, Julián, como hijo natural de Antonia, e inscrita como madre soltera.
Al quedárseles pequeña la habitación que les había cedido su tía Manuela en la calle de la Cruz del Val con el nacimiento de su segunda hija, Nicomedes decidió trasladarse a otro piso con tres o cuatro habitaciones y balcones donde tender la ropa al sol, en la calle de San Juan de Letrán, 14, cerca de un convento de monjas. Aquí se sintió junto a su cónyuge más libre, aunque para pagar el alquiler y comprar la alimentación y ropas que necesitaba con el aumento de familia tuviera que dedicarse por cuenta propia a encalar paredes, levantar muros o enlosar el piso del vecino de barrio que se lo encargara. No se quejaba de que le dolieran los brazos y los ojos se le cerraran de sueño porque, para luchar por la protección de su familia, se hubiera jugado la vida como una golondrina cuando sobrevuela mares y desiertos en sus viajes nupciales desde África a los aleros de Valladolid. Los domingos los dedicaban a pasear por las plazuelas, entre bellos jardines, oír misa e ir al teatro Lope de Vega, que habían inaugurado en diciembre de 1861. Alejandra asistió una noche a la representación de Romeo y Julieta, mientras una buena vecina cuidaba de sus hijas, que le hizo llorar como ningún otro drama al sentir que los actores estaban representando parte de su vida de enamorada. Nicomedes prefería las corridas de toros, asistiendo a ellas en contadas ocasiones acompañado por alguno de sus amigos.
Como todas las madres de Valladolid, Alejandra vivía con miedo a que enfermaran sus retoños, pues la mortandad de párvulos era bastante elevada: de cada mil niños que nacían, morían trescientos. Y su dulce Catalina no escapó de la fatal estadística, pues abandonó su nido tras morir con dos años de edad en el helado día del 9 de noviembre de 1862, en brazos de sus abatidos padres. La dicha del doble fruto de sus lunas de amor se rompió en mil pedazos. La congoja les oprimía sus almas entrelazadas, hasta el punto de contestarle al cura, quien les dijo:
—Un ángel más en el Cielo.
—Sí, pero eso a nosotros no nos consuela.
Nicomedes iba y venía entre el repicar de las campanas de todas las iglesias de Valladolid, con el yeso pegado al corazón, desesperado tras la muerte de su pequeña Catalina. Carente de recursos, dejando a su hija de cuerpo presente junto a los desgarradores e impotentes gritos de Alejandra, buscaba una carpintería para que le fabricasen un pequeño ataúd con seis tablas pintadas de blanco, porque él carecía de fuerzas para clavar una púa. De fallecer la niña en primavera hubiera cubierto el cadáver de su hija de jazmines.