Pájaros de Hispanoamérica - Augusto Monterroso - E-Book

Pájaros de Hispanoamérica E-Book

Augusto Monterroso

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Beschreibung

Treinta y siete retratos íntimos de grandes escritores latinoamericanos Entre páginas corregidas a medianoche y tertulias interminables, Monterroso nos ofrece una colección de momentos donde la literatura respira, donde los grandes maestros se quitan la máscara de la posteridad: Cortázar debatiendo sobre jazz mientras corrige Rayuela, Rulfo cultivando silencios o José Durand persiguiendo sirenas. Con una prosa que equilibra la agudeza crítica con el afecto del testigo cercano, estas páginas nos revelan tanto la grandeza como las excentricidades entrañables de quienes construyeron el canon de nuestra literatura.

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Seitenzahl: 150

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Augusto Monterroso

Pájaros deHispanoamérica

Índice

Prólogo

Ernesto Cardenal (Nicaragua)

Manuel Scorza (Perú)

Miguel Ángel Asturias (Guatemala)

Alfredo Bryce Echenique (Perú)

Hugo Gola (Argentina)

Eduardo Lizalde (México)

Horacio Quiroga (Uruguay)

José Donoso (Chile)

Sebastián Salazar Bondy (Perú)

Ninfa Santos (Costa Rica)

Rubén Bonifaz Nuño (México)

Claribel Alegría (El Salvador)

José Durand (Perú)

Jorge Luis Borges (Argentina)

Francisco Cervantes (México)

Fernando Sampietro (México)

Juan Rulfo (México)

Carlos Illescas (Guatemala)

Carlos Martínez Rivas (Nicaragua)

Ernesto Sábato (Argentina)

Tarcisio Herrera Zapién (México)

Julio Cortázar (Argentina)

José Coronel Urtecho (Nicaragua)

Raúl Renán (México)

Luis Cardoza y Aragón (Guatemala)

Héctor Ortega (México)

César Vallejo (Perú)

José Emilio Pacheco (México)

Lizandro Chávez Alfaro (Nicaragua)

Juan Carlos Onetti (Uruguay)

René Acuña (Guatemala)

Adam Rubalcava (México)

Emilio Adolfo Westphalen (Perú)

Gabriel Zaid (México)

Francisco Zendejas (México)

Abel Quezada (México)

Augusto Monterroso (Guatemala)

Créditos

Y sus hermanos mayores se admiraban de ver tantos pájaros.

Popol Vuh, II, V

Prólogo

Desde mi pequeño estudio oigo el canto de los pájaros en el jardín.

Son pájaros mexicanos, de la ciudad de México, resistentes y, por sus voces, diría que viriles y hasta desafiantes, aunque en ocasiones caigan muertos por efecto del aire enrarecido. Todo los amenaza; ellos cantan.

Lo que aquí presento no son retratos; ni siquiera bocetos o apuntes, sino tan solo el trazo de ciertas huellas que algunos pájaros que me interesan han dejado en la tierra, en la arena y en el aire, y que yo he recogido y tratado de preservar. Charles Lamb declaró en su autobiografía de una página que la acción más importante de su vida había sido atrapar una golondrina en pleno vuelo, y puso a su mano como testigo. Los pájaros que aquí aparecen fueron atrapados por mí en momentos muy diferentes de mi vida y de sus vidas, con mi pluma como único testigo. Teniéndolos enjaulados en diversos libros en los que conviven con especies de otros continentes con las que se entienden bien y a veces mal, quiero ahora ponerlos en un mismo recinto, en el cual, si no libres, estarán por lo menos con los suyos, sin saber si todavía así aceptarán vivir juntos, cosa difícil entre volátiles de diferentes géneros y aun del mismo.

En alguna ocasión declaré odiar las metáforas, y esta, sin sentirlo, se me volvió ya demasiado larga. Pero todo comenzó cuando al idear esta selección el primer nombre que vino a mi mente fue el del poeta Ernesto Cardenal y el del trabajo que sobre él publiqué en mi libro La palabra mágica: «Recuerdo de un pájaro». Solo en este momento reparo en que Cardenal es también nombre de pájaro.

Ernesto Cardenal (Nicaragua)

Pues bien, en medio de todo esto, aparece en México en 1944 el nicaragüense Ernesto Cardenal. De la generación de poetas y escritores centroamericanos a la que pertenezco, el hombre más extraño que conozco es Ernesto Cardenal.

Sacerdote, poeta, místico y revolucionario, su vida y su carrera están hoy muy lejos de ser lo que eran en aquellos años en que asistíamos juntos al café de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de México, a mediados de los años cuarenta, cuando Cardenal no quería saber nada de cosas políticas. Cardenal, que podía enseñarla, estudiaba allí literatura, y no se interesaba por nada más. Y digo que podía enseñarla porque se había formado ya, como otros dos notables poetas de su país, Ernesto Mejía Sánchez y Carlos Martínez Rivas, bajo la dirección de José Coronel Urtecho y Pablo Antonio Cuadra, que sabían y saben toda la literatura del mundo que hay que saber. Entre guatemaltecos y nicaragüenses constituimos pronto una especie de colonia centroamericana de poetas y escritores, en medio de otro grupo similar de mexicanos todos medio locos y medio cuerdos, pero todos esperanzados, entre los cuales diré de paso que se encontraba el más tarde presidente de México, Luis Echeverría, solo que en él predominó lo cuerdo.

Como no es mi propósito hacer aquí la pintoresca memoria de nuestras aventuras o experiencias de entonces, me concretaré ahora a recordar a un hombre delgado, con cara y ademanes y movimientos de pájaro, de esos pájaros que como autorretratos suyos están siempre presentes en cuanto escribe y con los cuales hay que identificarlo; de un extraño pájaro tropical, brillante, inquieto, de constante buen humor, de buen humor profundo, inteligente, que siempre lo encaminaría a la defensa entusiasta y al regocijo de lo bello y de lo intrínsecamente valioso, al mismo tiempo que al ataque y al escarnio de la miseria de nuestra vida política. (Él, que no quería tener nada que ver con la política). Un pájaro siempre con el mismo tema del amor y el odio, en un contrapunto que no habíamos escuchado desde los grandes poemas de amor-odio de Pablo Neruda; esos grandes poemas americanos en que el tema de la naturaleza exuberante y verde, verde, está siempre teñido con la sangre de los muertos y de los torturados en las cárceles, como ese amigo de que habla:

Luis Gabuardi mi compañero de clase al que quemaron vivo y murió gritando ¡Muera Somoza!

En aquel tiempo Cardenal tenía veinte años y escribía poemas de amor a muchachas muy bellas, tan espirituadas como él y de nombres luminosos, pero a las que él además idealizaba tanto que las muchachas probablemente terminaban por sentirse puros espíritus, les daba miedo dejar de pertenecer a este mundo, de convertirse en una mera idea del poeta, y entonces huían de aquel hombre extraño que las trataba como musas y que apenas se atrevía a verlas, pero a quienes, como él mismo dice en muchos de sus epigramas, estaba desde entonces inmortalizando:

De estos cines, Claudia, de estas fiestas,

de estas carreras de caballos,

no quedará nada para la posteridad

sino los versos de Ernesto Cardenal para Claudia

(si acaso)

y el nombre de Claudia que yo puse en esos versos

y los de mis rivales, si es que yo decido rescatarlos

del olvido, y los incluyo también en mis versos

para ridiculizarlos.

Y es probable que ellas ahora crean que van a inmortalizarse a través de sus hijos; y no, sino que estarán siempre presentes en la imaginación de alguien que las imagine en el futuro a través de las palabras de aquel hombre flaquísimo y tímido que, como Dante frente a Beatriz, apenas se atrevía a levantar la mirada hasta ellas, no fuera a ser que lo fulminaran con una sonrisa:

Yo he repartido papeletas clandestinas,

gritando: ¡VIVA LA LIBERTAD! en plena calle

desafiando a los guardias armados.

Yo participé en la rebelión de abril:

pero palidezco cuando paso por tu casa

y tu sola mirada me hace temblar.

En el ambiente de que hablé antes, en el México de Carlos Augusto León, el poeta venezolano que decía:

Aquí los potros corren vertiginosamente y se diría que marchan paso a paso,

en el jubiloso ánimo revolucionario que nos mantenía vivos y activos, el único que pasaba caminando sobre las aguas era Cardenal, quien todo el tiempo pulía grandes poemas, que ahora no le gustan, sobre el mundo americano de los conquistadores, y sobre la necesidad de partir:

Invito a todos los que se acogen al abrigo de estos muros de muerte

a todos los que lloran en esta margen por un país de amor y eternidades,

a todos los que agonizan sobre femeninas dunas calcinadas,

invito a hacer un viaje, más allá de donde el mar levanta su humareda,

más allá del horizonte donde el ataúd del mundo definitivamente se cierra

bajo el peso de un cielo insostenible hecho de lápidas azules;

invito a hacer un viaje, muy lejos de esta tierra, de esta ciudad y su mortaja,

antes que la última embarcación se marchite cercada por el polvo,

porque es necesario partir, porque es necesario partir.

Y sobre alegres risas de muchachas, que en esos poemas y en la vida real terminaban sin faltar una siendo para otros, de igual manera que los ríos, los pájaros y las maderas preciosas de su Nicaragua natal eran de otros y para otros:

Me contaron que estabas enamorada de otro

y entonces me fui a mi cuarto

y escribí ese artículo contra el Gobierno por el que estoy preso.

Sí; ahora que lo recuerdo, pasaba como caminando sobre las aguas, y creía en las musas; pero creía de veras y se enojaba mucho porque nosotros no creíamos en las musas, y él decía furioso que cómo un poeta podía escribir sin tener una musa que le dictara los versos, tal como ahora lo sostiene el poeta Robert Graves, solo que en el caso de Graves la musa es de carne y hueso y bailarina y él le lleva cincuenta y siete años, y en cambio las musas de Cardenal eran las mismas musas de antes, las de los griegos.

Yo entonces creía más en las musas de los sindicatos, en las de las banderas rojinegras, y soñaba con una gran insurgencia popular que inspirada por la musa del Hambre arrasara con todo de una vez para siempre. Por fortuna, las musas de Cardenal, que nunca estaban en huelga, le empezaron a dictar no los versos quejumbrosos del amante desdeñado, sino los versos profundos y viriles del poeta que da todo el amor en forma rabiosa, todo el amor a las mujeres, todo el amor a su país en forma rabiosa, como en el poema Hora O:

En abril los mataron.

Yo estuve con ellos en la rebelión de abril

y aprendí a manejar una ametralladora Rising,

y Adolfo Báez Bone era mi amigo:

le persiguieron con aviones, con camiones,

con reflectores, con bombas lacrimógenas,

con radios, con perros, con guardias;

y yo recuerdo las nubes rojas sobre la Casa Presidencial

como algodones ensangrentados,

y la luna roja sobre la Casa Presidencial.

La radio clandestina decía que vivía.

El pueblo no creía que había muerto.

(Y no ha muerto)

U otros que recuerdan a Leopardi, con quien, ahora que lo pienso, Cardenal tiene más de un paralelismo, paralelismo que a lo mejor Cardenal ni sospecha.

Leopardi:

Todo es paz y silencio; calla todo

el mundo, y ya de aquello no se acuerda.

En mi temprana edad, cuando se espera

ansiosamente el día festivo, o luego

cuando ha pasado, yo, doliente, en vela,

estrujaba la almohada; y ya más tarde

oía un canto que por los senderos

a lo lejos moría poco a poco

y el corazón como hoy se me oprimía.

Y Cardenal:

Como latas de cerveza vacías y colillas

de cigarrillos apagados, han sido mis días.

Como figuras que pasan por la pantalla

de televisión y desaparecen, así ha pasado mi vida.

Como los automóviles que pasan rápidos

por las carreteras, con risas de muchachas

y música de radios.

Y la belleza pasó rápida, como el modelo de los autos

y las canciones de los radios que pasaron de moda.

Y no ha quedado nada de aquellos días, nada,

más que latas vacías, colillas apagadas,

risas en fotos marchitas, boletos rotos,

y el aserrín con que al amanecer barrieron los bares.

Y así el poeta, creyendo en sus musas, maduró vital y políticamente más que nosotros, que nos volvimos meros escritores, burócratas o diplomáticos, mientras él ya no solo camina sobre las aguas, sino sobre las nubes, como el nefelibata de Rubén Darío, y lo más milagroso, sobre la tierra, porque cuenta con el secreto de creer en lo imposible y entonces lo imposible es posible para él, y a veces lo encuentro en diversas partes del mundo, y ahora es el mismo pájaro, pero un pájaro con barba, con una gran barba blanca whitmaniana, vestido con tela de manta blanca y oigo que la gente va y le pide no autógrafos como a cualquier escritor, sino la bendición, pues saben que es sacerdote y le dicen padre y le quieren besar la mano, y él entonces se ríe y no se los permite pero los mira con una mirada con la que más bien les pide perdón para él por poseer el don de perdonarlos. Entonces, ante esto, no me queda más remedio que meditar un poco y, como ahora, me pongo sentimental y recuerdo las cantinas y los cabarets del México de aquellos años en que bebíamos cervezas literalmente hasta la náusea y bailábamos con extrañas mujeres a las que se les pagaba un peso por bailar y algo más por alguna otra cosa, en tanto el poeta, que estaba también allí, tomaba nota de la vida y hoy no puede escribir un solo verso o una sola línea que no estén llenos de vida, sin metáforas, sin adornos, llenos simplemente de vida.

Manuel Scorza (Perú)

El 15 de noviembre pasado me encontré con Manuel Scorza. B. y yo fuimos a verlo en su departamento, 15, me Larrey, en París. Comenzamos a hablar, como siempre, de México, de amigos comunes, para desembocar, como siempre, en la literatura. Noté que Scorza había adquirido una nueva manía. Cada poco tiempo sacaba una especie de libretita y un lápiz y anotaba cualquier broma de las que decíamos, cualquier ocurrencia, mientras declaraba: «Lo pondré en mi próxima novela», y guardaba su papelito para volver a sacarlo cinco minutos después. Entonces yo le recordé que Joyce practicaba también esa costumbre y que hubo una época en que en las reuniones ya nadie quería decir nada delante de él porque todos sabían que sus frases (generalmente de lo que se hace una conversación entre escritores, solo que la mayoría las deja escapar, o las desperdicia sin preocuparse, o cuando mucho espera a llegar a su casa para anotarlas) irían a dar a sus novelas. Pero Manuel dijo: «Amí no me importa, y eso también lo voy a anotar». Y así seguimos un buen rato hasta que en un momento dado se levanta y dice riéndose: «¿Saben una cosa? Por fin ya aprendí a escribir, ya no me interesan los adjetivos ni las comas ni nada de ese tipo; ya descubrí el humor, ya hago lo que quiero, sin preocuparme neuróticamente por la forma o la perfección o esas vanidades. ¿Les leo las primeras páginas de mi nueva novela?».

Cuando le dijimos que sí, la trajo y comenzó a leer. Mientras lee yo alcanzo a ver las páginas escritas a máquina y según él ya en limpio, en las que observo tachaduras en una línea y en otra, y cambios producto quizá de la relectura preocupada de esa misma mañana, o del último insomnio.

Scorza, que comenzó leyendo con cierto brío y distintamente, va perdiendo poco a poco el aplomo y acaba por decir mejor hasta ahí, que nos está aburriendo, pero que más adelante la obra mejora, que en todo caso le falta todavía mucha investigación que hacer en la Bibliothèque Nationale porque hay cosas que tienen que estar bien documentadas. Qué fastidio, dice, ahora que ya aprendí a escribir. Y prefiere contarnos los problemas que tuvo para cobrar sus derechos de autor a no sé qué editorial, y cómo casi lo logró cuando hace algunos años, durante un congreso de escritores en una capital sudamericana, ante las cámaras de la televisión y un auditorio nacional el Presidente de la República dijo señalándolo:

PRESIDENTE: Es un honor para nosotros tener aquí al gran novelista peruano Manuel Scorza. ¿Qué mensaje nos trae, señor Scorza?

SCORZA: Señor Presidente: yo no traigo ningún mensaje; traigo una factura.

Fue cuando yo saqué mi libreta, anoté su dicho, y nos reímos.

Miguel Ángel Asturias (Guatemala)

Cuando en 1946 apareció El señor Presidente, Miguel Ángel Asturias era ya un escritor y poeta ampliamente apreciado. Sus Leyendas de Guatemala, publicadas por primera vez en 1930 y traducidas al francés por Francis de Miomandre, revelaron a cierto público europeo un mundo mágico americano en el que los mitos se movían con la perenne juventud de lo eterno, como vivos, actuantes portavoces de un pasado siempre presente que impresionó a Valéry: Deslumbrado él mismo por la riqueza espiritual del universo indígena, Asturias nos deslumbra con la recreación de historias de dioses, animales y hombres que se complacían en inventar a su vez el mundo, en una renovada brecha por explicarlo, por asirlo, por trascenderlo y gozarlo. La obra poética de Asturias, sin duda opacada por la fuerza y notoriedad de sus narraciones en prosa, se impregna desde el principio y hasta el último momento de un aire mágico que no proviene sino de aquel pasado que nosotros, provistos quizá de otras antenas, no alcanzamos a percibir con la plenitud con que el poeta lo hace en comunicación directa con las piedras, los árboles, los rumores de un mundo perdido en el futuro remoto.

La palabra, elemento primordial. Cuando Alfonso Reyes habla de la jitanjáfora recuerda a Asturias como uno de sus inventores. La jitanjáfora, que lo expresa todo porque no significa nada. La mera oralidad infantil, la onomatopeya, la simple emisión de sonidos dicen más que cualquier otra cosa en boca de ciertos personajes del teatro y de la literatura modernos, desde Aristófanes hasta Ionesco: la forma de expresión de un submundo que pugna por hacerse oír, no por hacerse entender. Papé Satán, papé Satán aleppe!, grita Plutón en el Infierno.Voces que no significan nada, que no quieren decir nada, o que lo dicen todo. «¡Alumbra lumbre de alumbre, Luzbel de piedralumbre, sobre la podredumbre! Alumbre, alumbra, lumbre de alumbre… alumbre… alumbra… alumbre…». Son las primeras palabras de El señor Presidente. No se sabe quién las dice. No las dice ningún personaje. No las dice el autor. Sencillamente, están allí. Pero no es posible dudar de que son palabras infernales, de que quien las siga entrará de cierta manera en el Infierno. Entre expresiones ininteligibles y alusiones a pulgares de pilotos que naufragaron al regresar a sus países; a páramos; a puercos sentenciados a muerte antes de tiempo; a ratones sin cola, las brujas de Macbeth se invitan unas a otras a revolotear entre la niebla y el aire impuro, y ven que lo hermoso es feo y lo feo es hermoso.