Viaje al centro de la fábula - Augusto Monterroso - E-Book

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Augusto Monterroso

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Beschreibung

Augusto Monterroso (1921-2003) dijo en una ocasión que «la entrevista es el único género literario que nuestra época ha inventado» y que, «visto así, lo mejor sería no ser entrevistado». Afortunadamente, no solo no se cumplió su anhelo sino que en este volumen se reúnen diez entrevistas que abarcan veinticinco años, de 1969 hasta 1994, y que constituyen un ejemplo de la genialidad, honestidad y humildad que le caracterizan; diálogos vivos entretejidos de silencios, omisiones y ambigüedades para deleite de cualquiera que aprecie la inteligencia creativa como herramienta, no de dominio, sino de exploración del mundo y de uno mismo.

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Seitenzahl: 174

Veröffentlichungsjahr: 2024

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Augusto Monterroso

Viaje al centro de la fábula

Índice

Presentación

La audacia cautelosa

Fábulas inmoralistas

Inutilidad de la sátira

El humor es triste

El escritor contra la sociedad

Ni juzgar ni enseñar

La experiencia literaria no existe

Que el autor desaparezca

La insondable tontería humana

Veneros de la memoria

Créditos

Presentación

En sus cuentos, en sus ensayos, en sus fábulas, Augusto Monterroso ha hablado de los dramas y las pequeñas miserias de la creación literaria. Nunca ha sido secreta, para sus lectores, su visión de la literatura. Desde 1959, cuando publicó su primer libro, los escritores y los literatos —hombres y animales— han protagonizado varias de sus singulares ficciones; y los breves ensayos incluidos en el tercero, junto a citas y relatos, se ocupan en su mayoría de los problemas de la vida y las tareas literarias. «Trabajos», los llama en el título de uno de sus primeros cuentos. El tema de la literatura no podía faltar en las páginas de un hombre que ha escrito en su diario: «Para bien o para mal, lo que en mayor medida me acontece son libros, y cuando en uno mío se señala que la primera palabra que la figura principal pronuncia a los cinco años de edad no es ni “papá” ni “mamá”, sino “libro” se estaría dando a entender que esta será también la última».

Sin embargo, el lector de sus cuatro primeros libros (Obras completas (y otros cuentos), 1959; La Oveja negra y demás fábulas, 1969; Movimiento perpetuo, 1972; Lo demás es silencio, 1978) ha debido deducir esa experiencia literaria, asimilada a la vida misma, de argumentos, personajes y situaciones velados de ironía y ambigüedad. El narrador no labora con ideas sino con hechos y símbolos. Y Monterroso, en particular, había vivido, hasta esas primeras obras, la necesidad de transmutar su realidad a través de la fantasía. Por eso la literatura es, en su representación de la realidad, sólo un aspecto más.

En sus entrevistas, en cambio, la literatura ocupa el centro. Habla, como escritor, de su experiencia, de sus libros, de sus lecturas, y así la palabra «fábula», en el título de este libro, puede ser sustituida por «literatura». Si en sus páginas de creación Monterroso se ha empeñado en rondar imaginativamente el tema de la literatura, en las conversaciones con escritores y periodistas que ellas han despertado no ha podido menos que viajar, obligado por el papel inquisitivo de sus interlocutores, a su centro.

Publicada por primera vez en 1981, esta recopilación fue al mismo tiempo un epílogo y un comentario de su obra primera. Fue, también, el paralelo necesario a su trabajo creativo para conformar una concepción literaria completa. De los nueve diálogos que contiene, el primero en el tiempo data de 1969; el último, incluido en la segunda edición, de 1982. Es decir, miran hacia atrás a Obras completas y La Oveja negra y son contemporáneos a la escritura de Movimiento perpetuo y Lo demás es silencio.

No pocos críticos y lectores dudan de las entrevistas como recurso para adentrarse en el mundo de un escritor; otros les confieren un valor más alto que a la mejor crítica. Los primeros piensan que la palabra oral obliga al escritor a ser superficial, a improvisar, a responder sin meditar, o que esa palabra pudo pasar al papel por mano poco escrupulosa; los otros, que el más dotado para hablar de una obra es su autor. Ninguna posición es justa; si la entrevista merece este nombre, si quien habló en ella pensó en la letra impresa, en el libro. Una buena entrevista debe aportar la lectura —una más, ni más profunda ni mejor por sí misma que otras— que el escritor ha hecho de su obra. Este libro produce el efecto de una sola y larga entrevista en capítulos y nos entrega una autolectura responsable de un escritor.

Augusto Monterroso no ha vacilado en contarlo entre los suyos, pese a su desconfianza ante los ritos intelectuales. Cada una de sus respuestas tiene la concisión, la exactitud y la honradez de sus mejores páginas, y no pocas veces las habita el brillo, el ingenio y la gracia que le son habituales. Los diálogos tienen, también, una cualidad sobresaliente en la producción de Monterroso: la variedad. Por un lado, cada entrevistador marca un tono y un rumbo a la entrevista; por otro, Monterroso, ante la inevitable identidad de diversos cuestionamientos, se preocupa visiblemente por no repetirse, por añadir siempre algo distinto.

El material logrado tiene un doble valor: testimonial y crítico. El escritor relata los orígenes de su formación, sus experiencias vitales y literarias decisivas, cómo y en qué circunstancias escribió sus libros, cuáles fueron sus propósitos y cuáles —a su juicio— los resultados. Al mismo tiempo, o en conversaciones particulares, explica lo que los profesores llamarían su «poética», su teoría de la literatura. Los escritores no son críticos, pero sin un sentido del juicio tan desarrollado como el de los críticos son incapaces de aprovechar las enseñanzas de sus lecturas y de ejercer esa tarea de borrar y limar que llamamos escribir. Cuando habla sobre las relaciones entre literatura, sociedad y política, sobre la naturaleza del humorismo, la sátira y los géneros literarios, o sobre las condiciones necesarias en un escritor, Monterroso amplía y enriquece la poética implícita en su creación y define uno de los conceptos literarios vigentes en la actual literatura hispanoamericana.

La palabra que puede resumir esa concepción es «desinterés». La literatura, para Monterroso, no existe para remediar la pobreza, los vicios o la injusticia del mundo, sino para alimentar la imaginación. En la esfera práctica, la literatura es cabalmente inútil; en la de la mente y las necesidades psíquicas, una eficaz «fábrica de sueños». El compromiso del escritor es de naturaleza artística: con las palabras y la lengua, con el valor literario, antes que con la moral o con la política. Monterroso no niega el contenido político o social de toda literatura, sino la preeminencia que ciertas tendencias quieren adjudicarle dentro de la producción literaria. Monterroso no ha estado solo en Latinoamérica; pertenece a la corriente renovadora que, ante nuestro realismo tradicional, creador de una vasta literatura de tesis y denuncia, buena y mala, buscó otras vías en la imaginación y el experimento verbal.

La obra de Monterroso posterior a este libro (La palabra mágica, 1983, y La letra e, 1987) le confieren también el carácter, ya apuntado, de epílogo de un ciclo. Cuando un periodista —relata Monterroso en una página de 1984 en su Diario— propone al escritor una nueva entrevista, este se rehúsa diciendo: «ya son demasiadas entrevistas, tengo publicado un libro de ellas». Si esas entrevistas fueron útiles y a veces necesarios paréntesis y aclaraciones a sus sorprendentes invenciones, las destinadas a versar sobre sus dos libros posteriores pueden merecer, excusas aparte, ese adjetivo: «demasiadas». Por una razón: no son ya, como los cuatro primeros, obras de ficción. La palabra mágica es una colección de artículos y ensayos, acompañados de tres cuentos («La cena», «De lo circunstancial a lo efímero» y «Las ilusiones perdidas»); La letra e, los «fragmentos de un diario», 1983-1985. La palabra mágica introduce en la obra de Monterroso esa dimensión crítica apenas ensayada en Movimiento perpetuo; La letra e, la materia autobiográfica que ha sabido razonar en páginas originales. Libros tan directos y transparentes suelen permitir pocas preguntas a los periodistas.

Los escritos reunidos en La palabra mágica —romántica, pero no poco deslumbrante definición de la literatura— pertenecen a órdenes diversos: crítica, teoría literaria, autobiografía, ficción. Monterroso es capaz de admirables valoraciones de Horado Quiroga, Jorge Luis Borges o las novelas hispanoamericanas sobre dictadores; de personales acercamientos al problema de la traducción, la autobiografía, la erudición y los géneros literarios; de vívidos recuerdos de sucesos y personas como Ernesto Cardenal; de dramatizaciones de la experiencia literaria. Su dominio es el ensayo, esa pieza alada apta para las veleidades, las cosas simples y el egotismo. En él, transita de la verdadera crítica —a su pesar— al humor o a líneas que no tienen otro afán que manifestar las sorpresas que nos depara la literatura.

La letra e no es un verdadero diario sino una cadena temporal de fragmentos de reflexión que son fragmentos de esa unidad múltiple y diversa llamada persona. «Persona literaria», si se trata de Augusto Monterroso, porque sus días no parecen sino una sucesión de hechos cuya causa son libros, páginas escritas o por escribir, leídas o por leer: conversaciones, encuentros, frases, trabajos, viajes. De la cotidiana experiencia literaria vertida en ese libro, el lector extrae, ante todo, una moral literaria, una actitud ante la vida de escritor, y completa, si leyó los libros precedentes, un trayecto. Porque Monterroso, a través de sus ficciones, sus ensayos, sus entrevistas y su diario, ha recorrido casi todos los caminos de que un hombre dispone para convertir su vida con los libros en algo comunicable.

Jorge Von Ziegler, 1988

Viaje al centro de la fábula

Question: «Do you?» Answer: «Very»

Bárbara Jacobs, en Endymion, Saint Louis, Missouri, nov.-dic., 1970

Fábula: relación falsa, mentirosa, de pura invención, destituida de todo fundamento.

Diccionario de la Real Academia Española. Art. Fábula, 2.

La audacia cautelosa

Advierte García Márquez, refiriéndose a La Oveja negra y demás fábulas: «Este libro hay que leerlo manos arriba: su peligrosidad se funda en la sabiduría solapada y la belleza mortífera de la falta de seriedad». Sana advertencia porque el humor de Monterroso —que a veces se convierte en sátira— nos toca a todos por igual desde el momento en que respiramos, somos humanos, cometemos errores y caemos en actos ridículos. Pero detrás de la sátira hay en Monterroso un mar de la tranquilidad, duro y amargo, que revela, sin pretender revelar, vida vivida y desencantos trasmutados en «sabiduría» del texto.

Después de treinta años de residir en México (1944 a 1953, 1956 hasta hoy), cabe preguntarse si el guatemalteco Monterroso —que vivió las vicisitudes políticas de su país, sufrió a Ubico, fue diplomático con Arévalo y Arbenz y luego exiliado— no pertenece ya a esta cultura, o mejor, si el mexicano Monterroso no tuvo acaso el accidente de nacer y vivir la adolescencia en Guatemala. De todos modos, pendiente o anulada la repuesta, lo cierto es que los libros de Monterroso, breves, escuetos y casi perfectos (Obras completas (y otros cuentos), 1959; La Oveja negra y demás fábulas, 1969, y Movimiento perpetuo, 1972) pertenecen a la literatura latinoamericana y dan el ejemplo singular de una coherencia vocacional que es, como el propio autor, difícil y huidiza, crítica y autocrítica, tímida y osada.

I

Jorge Ruffinelli. Entre los escritores cautelosos pondría dos casos: el de Borges y el tuyo. Durante un tiempo Borges no escribió directamente narrativa sino formas oblicuas de narración, porque, según él, lo intimidaba la literatura. ¿Por qué eres cauteloso tú?

Augusto Monterroso. Por miedo.

—¿A qué atribuyes ese miedo?

—Tal vez a que soy autodidacto y a que nunca he creído ser escritor. Todavía ahora cuando me enfrento a la tarea de escribir algo lo hago como lo hacía a los diecinueve o veinte años: completamente desarmado. Nunca he podido superar ese miedo que tú llamas cautela.

—Lo curioso es que tu humor y la soltura de tu estilo saben esconder muy bien ese miedo.

—Los animales muy cautelosos se disfrazan, o se mimetizan; pretenden ser otra cosa. Probablemente yo me haya estado disfrazando de hormiga por el temor de presentar demasiado blanco ante el público o ante mis amigos. Quizá no tener estudios académicos me haya hecho así y de ahí parta todo.

—Entonces háblame de eso.

—Yo prácticamente no fui a la escuela, por lo menos no terminé la primaria. Cuando me di cuenta de esa carencia, a los dieciséis o diecisiete años, me asusté y traté de superarla yendo a leer a la Biblioteca Nacional de Guatemala, sin lograrlo. Subconscientemente todavía estoy haciendo la primaria, preparándome para la primaria. Quizá por eso me gusten tanto los textos escolares, sobre todo ahora que ciertas cosas mías aparecen en alguno que otro. Es una sensación extraña: los miras por casualidad y de pronto te encuentras allí, e incluso te piden que señales tus propios pluscuamperfectos.

—¿Qué te llevó a tomar conciencia de esa necesidad?

—Bueno, lo que nos lleva a muchos a leer o a escribir: ciertas incapacidades físicas para compartir otras experiencias de muchacho: los juegos, los deportes. Inhabilidades, timidez, timideces. De niño fui malo para correr, para cualquier ejercicio, para nadar. Siempre recuerdo a alguien, sobre todo a mi hermano, sacándome del río una y otra vez, medio ahogado. De pronto, al llegar a la adolescencia me encontré con que carecía ya no sólo de educación sino de cosas tan elementales como zapatos presentables ante las muchachas de que te enamoras y, como consecuencia, de otras cosas necesarias, como soltura o audacia para agarrarles la mano. Entonces te refugias en los libros, o en billares de mala muerte. Por otra parte, yo suponía que cualquiera que hubiera hecho una carrera forzosamente lo sabía todo. Con el tiempo me he ido dando cuenta de que eso no siempre es así, pero en ese momento yo sentía la necesidad de saber algo y de empezar por los nombres más universalmente conocidos. La idea era esta: con sólo mirarme, ese señor se va a dar cuenta de que no he leído a Cervantes, a Dante, a Calderón de la Barca, para no hablar de Gracián y Andrés Bello y don Juan Manuel y... medio pesadilloso, ¿no crees? Pero en fin, así era y así sigue siendo. Hace apenas unos años trabajé en la edición de las Obras completas de Alfonso Reyes corrigiendo las pruebas de galera. Nunca me atreví a ver personalmente a don Alfonso por el temor de que de pronto me preguntara: «Oiga, Fulano, ¿se acuerda de tal verso de Tirso de Molina?», y yo naturalmente no lo supiera. Qué le vamos a hacer.

—De modo que un sentimiento de gran carencia despertó en ti una gran ambición.

—No necesariamente ambición. Sólo me hizo sentir cada vez más pequeño ante la literatura. Los modelos que yo veía eran tan inmensos que de ahí puede venir esa cautela que señalas.

—¿Dejaste la escuela por necesidad de trabajar?

—La escuela la dejé por aburrimiento, por pereza y por, ¿otra vez?, por miedo. Por necesidad económica comencé a trabajar desde los quince años.

—¿En cosas muy ajenas a tu inclinación?

—Si yo tenía alguna inclinación, no lo sabía. Trabajé en una carnicería desde los dieciséis años hasta los veintidós, o algo así, absolutamente todos los días del año, excepto el Jueves Santo, porque el Viernes Santo no se vendía carne. Durante más de dos años mi trabajo comenzó a las cuatro de la mañana, excepto ese jueves increíble. Caminaba hasta el rastro unas cuarenta cuadras, lo que ahora veo como un gran bien: tal vez durante esas madrugadas comencé a reflexionar en lo que leía. Durante el resto del día se presentaba la oportunidad de robar bastante tiempo para leer. Todavía despierto con la pesadilla de que los patrones me sorprenden leyendo. Estudiaba gramática y latín (llegué hasta rosa rosae) y trataba furtivamente de traducir cosas de Horacio, de Fedro. Por cierto que encontré un jefe sumamente amable, de nombre Alfonso Sáenz, que me regaló libros, entre otros las obras de Shakespeare, en las ediciones de Blasco Ibáñez. También me dio a leer a Lord Chesterfield, con quien creo que comencé a tener una idea de lo que era la buena literatura. Este señor me hablaba también de Juvenal y me hizo leer las novelas de Victor Hugo y creo que hasta las cartas de Madame de Sevigné. Nunca lo he vuelto a ver ni a saber de él.

—¿En esa época tu afición era sólo a leer o también a escribir?

—Solamente a leer. Era demasiado consciente de mi ignorancia como para intentar publicar algo, aunque finalmente lo hice, creo que por 1941 o 1942.

—Muchas veces, dados sus resultados, la enseñanza académica no es mejor que el aprendizaje por uno mismo.

—Ser autodidacto es aleatorio y uno ve cómo se las arregla, pero de ninguna manera es recomendable. Todo el mundo debería tener estudios serios. Yo no los hice por pobreza y por miedo a los exámenes. En realidad dejé la escuela por esto último, pero todavía lo estoy pagando.

—Quería preguntarte si eras un lector breve, como eres escritor breve; pero ya me lo has contestado y la respuesta es negativa: trataste de leer todo lo que tenías a la mano.

—Sí; soy más lector que escritor. Dedico muy poco tiempo a escribir.

—¿Cómo te sientes ante Proust, Mann o Musil, autores de muy amplia obra, como lector?

—Como de costumbre, a Mann y a Proust comencé a leerlos por cierta obligación, pero terminé por tomarles el gusto, sobre todo a Thomas Mann, a quien leíamos más en los cuarenta. Remontar La montaña mágica mientras veía pasar frente a mí los cuartos de las reses fue maravilloso. Proust se afianzó más tarde. Necesité otro ambiente y otro tiempo para acostumbrarme a su ritmo.

—¿Te interesa la novela, como lector?

—Ya no tanto; leo con gusto trozos de muchas; en realidad más bien las examino. A no ser por razones técnicas o puramente de forma, no entiendo cómo alguien dedicado un tanto a este oficio puede interesarse en una novela muy extensa de hoy (aunque sí entiendo que la escriba): la mayoría de las norteamericanas son vulgares, las rusas y las inglesas no existen, las francesas son afectadas o aburridas hasta lo indecible (todas las latinoamericanas son perfectas, pero tienen el defecto de ser muchas). Incluso un estilista tan consumado como Nabokov sólo logra llevarme a una tercera parte de las suyas. Me imagino que las novelas, algunos cuentos muy largos, quizá hasta las películas, están hechas para los que no saben cómo se hacen, y es un gran bien no saberlo. Desgraciadamente, hoy sé que los personajes de las novelas no son reales; en cambio, fueron y siguen siendo reales Alonso Quijano, Lemuel Gulliver, Huckleberry Finn y, ¡ay!, Leopoldo Bloom. Sin embargo, como personas y como escritores los novelistas me dan envidia: ¡Qué manera de tener ocupada la propia mente!

—Una vez te oí decir que no te gusta Musil, en presencia de García Ponce. ¿Lo hiciste para polemizar con él, que es muy musiliano, o bien así lo sientes?

—Supongo que lo hice para conversar más a gusto. Pero en realidad nunca pude comprender a Musil, o mejor dicho, sentir a Musil. Intenté con buen ánimo leer El hombre sin cualidades. Las primeras cincuenta páginas me parecieron fascinantes, las segundas también, y pensé que sucedería lo mismo con el resto. Desgraciadamente a partir de ahí me di cuenta de que era siempre igual, siempre igual, y de que él sabía que era irónico.

—Pero tú eres irónico, ¿no?

(Respuesta censurada).

—Me refiero a que has escrito mucha sátira.

—De vez en cuando la ironía es un buen elemento retórico de la sátira. Pero, a no ser como ironía, ¿cómo puede uno pensar: «Soy irónico»? La ironía está bien para cuando uno se pelea con su mujer, aunque generalmente es ella quien la usa. En cualquier texto, satírico o no, puede entrar la ironía, pero como recurso literario, no como característica personal, y menos consciente, del autor. ¿Te imaginas lo ridículo que habría sido si Cervantes en su autorretrato hubiera dicho: Este que veis aquí, de rostro aguileño, de espíritu irónico, etcétera? Me pareció que Musil casi lo decía.

—Creo que la ironía de tu sátira se advierte más en Obras completas (y otros cuentos). Allí creo advertir mayor intención irónica al establecer diferentes casos, como el de la concertista con su padre influyente, el del escritor por fuerza de voluntad, el del productor de conmiseraciones, el de la Primera Dama. Es decir, ahí hay una dirección tuya, que tiende a determinados ejemplos personales y sociales. Para confirmar esta sospecha te preguntaría: ¿tienes la experiencia de gente que se haya sentido aludida en tus textos?

—Hay varios casos; pero uno es excepcional.

—¿Alguien se sintió aludido? ¿Cómo reaccionó?

—Estaba aludido, casi nombrado. El cuento se lo di a leer al propio personaje. Era un gran amigo mío, y me pareció ético que fuera él el primero en leerlo antes de enviarlo a la imprenta. Es ese cuento en que alguien propone el servicio de una radiodifusora especializada para que las gentes relaten desde ella, todos los días, sus tristezas, sus penas y sus angustias. El personaje era bien conocido entre nuestro grupo de aficionados a la literatura; el prototipo de esas personas que dedican prácticamente todo el día a contar a los demás sus aflicciones y sufrimientos. Todos somos un poco así; pero en aquel tiempo él había llevado la cosa a ciertos extremos. Cuando el cuento estuvo listo, al primero que se lo mostré fue a él. ¿Sabes cómo reaccionó? Tuvo la valentía y el buen gusto de decirme: «Este soy yo, ¿verdad?». Y fue tan elegante que incluso me ayudó a corregir el estilo, echando a perder por un momento el dicho de Horacio según el cual nadie se reconoce en una sátira.

II

—Una curiosidad: ¿por qué pasaron diez años entre este libro y La Oveja negra y demás fábulas (1969)?

—Tal vez por la cautela de que hablaste al principio, y porque soy lento para escribir y generalmente muy perezoso.

—Pero entonces me llama la atención que después de La Oveja negra no se hiciera esperar mucho el libro siguiente: Movimiento perpetuo (1972). ¿Continuaste escribiendo en esos diez años?