Palomar - Italo Calvino - E-Book

Palomar E-Book

Italo Calvino

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Beschreibung

«Esta sabia y conmovedora novela de Italo Calvino encierra en su brevedad y aparente sencillez una hondura sutil que solamente los grandes maestros son capaces de transmitir».Corriere della Sera Del mismo modo que el observatorio que lleva su nombre, el señor Palomar mira y analiza el mundo. El señor Palomar observa y piensa mientras parece no hacer nada, pero una actividad incesante, que se traduce en una evolución de su pensamiento acerca del mundo, bulle en su interior. Las experiencias de Palomar consisten en concentrarse en pequeños objetos y fenómenos a través de cuyo minucioso análisis encontrará una relación entre el objeto y el universo, o entre el yo y el universo, porque este se refleja, se verifica y se multiplica en todo lo que nos rodea. Todo es lo mismo y todo forma parte de lo mismo. El mar, el cielo, las estrellas, un prado, un pequeño queso en la estantería de un supermercado, el mármol ensangrentado de una carnicería encierran las preguntas sobre la existencia. El itinerario de Palomar hacia la sabiduría recrea una historia en la que la anónima vida del protagonista se eleva como ejemplo del vertiginoso viaje interior que muy pocos osan realizar.

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Índice

Cubierta

Portadilla

Nota preliminar

Palomar

1. Las vacaciones de Palomar

1.1. Palomar en la playa

1.1.1. Lectura de una ola

1.1.2. El seno desnudo

1.1.3. La espada del sol

1.2. Palomar en el jardín

1.2.1. Los amores de las tortugas

1.2.2. El silbido del mirlo

1.2.3. El césped infinito

1.3 Palomar mira el cielo

1.3.1. Luna de la tarde

1.3.2. El ojo y los planetas

1.3.3. La contemplación de las estrellas

2.Palomar en la ciudad

2.1. Palomar en la terraza

2.1.1. Desde la terraza

2.1.2. La panza de la salamanquesa

2.1.3. La invasión de los estorninos

2.2. Palomar hace la compra

2.2.1. Un kilo y medio de grasa de ganso

2.2.2. El museo de los quesos

2.2.3. El mármol y la sangre

2.3. Palomar en el zoo

2.3.1. La carrera de las jirafas

2.3.2. El gorila albino

2.3.3. El orden de los escamados

3.Los silencios de Palomar

3.1. Los viajes de Palomar

3.1.1. El arriate de arena

3.1.2. Serpientes y calaveras

3.1.3. La pantufla desparejada

3.2. Palomar en sociedad

3.2.1. Del morderse la lengua

3.2.2. Del tomarla con los jóvenes

3.2.3. El modelo de los modelos

3.3. Las meditaciones de Palomar

3.3.1. El mundo mira al mundo

3.3.2. El universo como espejo

3.3.3. Cómo aprender a estar muerto

Créditos

Nota preliminar

La primera edición de Palomar apareció en el sello Einaudi en noviembre de 1983. El texto que aquí presentamos –inédito durante años hasta su inclusión en el volumen Romanzi e racconti (Mondadori, Milán 1992)– fue redactado por Calvino en el mes de mayo de 1983 para la New York Times Book Review, que había pedido a escritores de todo el mundo un comentario sobre el libro que entonces tuviesen entre manos. Sin embargo, en el número del 12 de junio de 1983 de la revista norteamericana sólo se recogen unas cuantas líneas dedicadas a Palomar.

La idea inicial fue la de construir dos personajes: el señor Palomar y el señor Mohole. El nombre del primero lo tomo de Mount Palomar, el famoso observatorio astronómico de California. El nombre del segundo es el de un proyecto de perforación de la corteza terrestre que, de llevarse a cabo, llegaría hasta profundidades todavía desconocidas de las entrañas de la tierra. Los dos personajes debían seguir direcciones opuestas: Palomar hacia arriba, hacia el exterior, hacia los multiformes aspectos del universo; Mohole hacia abajo, hacia lo oscuro, hacia los abismos interiores. Me proponía escribir diálogos basados en el contraste entre los dos personajes, aquél como observador de las pequeñeces de la vida cotidiana desde una perspectiva cósmica, éste sin más afán que el de descubrir lo que yace debajo para sólo contar verdades molestas.

Intenté escribir un diálogo sobre el secuestro de personas: corrían los años en que en nuestro país esa peste empezaba a ser la más rentable de las industrias. El señor Mohole afirmaba que los únicos que se podían sentir seguros eran los sujetos a los que nadie quería y por los que nadie pagaría jamás un rescate; por consiguiente, la malevolencia recíproca era el único fundamento posible de la sociedad, mientras que el afecto y la compasión se convertían en el sostén del crimen, cuyo acicate lo encontraba precisamente en dichos sentimientos. Así las cosas, releí lo que había escrito, hice una bola con la hoja y la tiré a la papelera, como hago cada vez que sospecho que estoy escribiendo algo sobre lo que tarde o temprano me podría arrepentir. Ahora bien, ¿cómo iba a redactar los diálogos de Mohole si me embargaban escrúpulos de esa clase? Preferí arrinconar el proyecto para dejarlo madurar.

Empecé a escribir fragmentos dedicados sólo al señor Palomar, personaje que persigue la armonía en medio de un mundo todo él estruendo y miserias. Los publicaba en el Corriere della Sera, periódico para el que entonces colaboraba, convencido de que en algún momento introduciría al señor Mohole –pero sólo una vez que hubiese delineado bien el personaje de Palomar–, como ese contrapunto que antes o después debía imponerse por necesidad. Pero nada cambió. Seguía con Palomar, es decir, con un tipo de experiencias y de reflexiones que llegaban a mí de forma natural y que atribuía a aquel personaje, mientras que el señor Mohole se quedaba en el limbo de las intenciones. Dicho de otro modo, los pensamientos y razonamientos «en clave Mohole» que de vez en cuando se me ocurrían no llegaban nunca a trasponer el umbral que conduce a la necesidad de darles una forma escrita.

En los distintos proyectos de libro que de cuando en cuando esbozaba como continuación de la serie Palomar, siempre tenía prevista una sección de «Diálogos con el señor Mohole», para la que sólo contaba con el título. Arrastré el proyecto durante años, sin abandonar la idea de que la culminación del libro sería la aparición de aquel personaje antitético, sobre el cual todavía no había escrito una sola línea.

Únicamente al final comprendí que Mohole no era en absoluto necesario porque Palomar era también Mohole: el lado oscuro y desencantado que aquel personaje, bien dispuesto por regla general, anidaba en su interior no tenía la menor necesidad de exteriorizarse en otro. Me di cuenta entonces de que el libro estaba hecho: en efecto, en Palomar [...] no quedan trazas de lo que he contado hasta aquí.

Se me podrá preguntar por qué en lugar de referirme al libro que he escrito, hablo del que no he escrito si encima entre ambos no hay nada en común. Es probable, con todo, que uno no pueda referirse a su propio libro (que no debería requerir explicaciones del autor) sino «en negativo», es decir, hablando de los proyectos de libros que han sido descartados para llegar a éste.

Palomar aparece ahora como un libro de poco grosor, pero en el curso de su elaboración ha sentido varias veces la tentación de convertirse en enciclopedia, en «discurso del método», en novela. Sin embargo, en vez de extenderse, lo que ha hecho es reducirse y condensarse progresivamente. De entrada, disponía de los artículos que, bajo el epígrafe «El observatorio del señor Palomar», había escrito de forma esporádica para el Corriere della Sera entre 1975 y 1977, pero sólo algunos de ellos valían para el libro, a saber, los basados en la atención a terrenos de observación limitados –una jirafa en el zoológico, el embate de una ola, el escaparate de una tienda– que se convierten en narración a través de una obsesión de plenitud descriptiva.

Ésta y no otra es la «experiencia Palomar», presente también en otros artículos que originalmente publiqué en primera persona en el diario La Repubblica en los años siguientes, cada vez que se me presentaba la ocasión de describir, por ejemplo, las bandadas de aves migratorias que se veían en Roma en el mes de noviembre o los planetas contemplados a través de la lente de un telescopio. Desde hace mucho tiempo tengo el empeño de revalorizar un ejercicio literario caído en desuso y que se juzga inútil: la descripción. Cuando tengo ganas de escribir sobre algo que he visto, procuro plasmar mis impresiones desde «la realidad», impresiones que la mayoría de las veces quedan olvidadas en agendas y cuadernos de notas.

Para la composición de Palomar emprendí la búsqueda de mis notas; así encontré, por ejemplo, una descripción de tortugas en el acto de copular, que ha pasado al libro sin cambios. Esta descripción es casi idéntica a la que figura en un poema de Giuseppe Conte, joven poeta y paisano mío; al releerlo en el hermoso volumen L’oceano e il ragazzo (editado por Rizzoli), me doy cuenta de que puedo pasar por un plagiario, dado que su poema se publicó antes. Sin embargo, para mí se trata de una prueba de la objetividad de la descripción, cuya fuerza se impone a las distintas expresiones literarias.

Había además puesto a punto muchas páginas de experiencias de viaje sobre civilizaciones antiguas y lejanas: las he descartado todas porque el libro de impresiones de viaje del escritor italiano es un género del que todos nos sentimos saturados. Además, los mínimos datos culturales que irremediablemente hay que ofrecer sobre todo cuanto se describe en textos de ese tipo, desentonaba en un libro como éste, planteado sobre la base de una relación directa con lo que uno ve.

Sea como fuera, el problema de hacer frente a campos del saber que no domino sino en medida limitada era el más arduo de todos, pues Palomar no debía exhibir nunca aptitudes que no posee ni ineptitudes que por sí mismas carecen siempre de interés. En la sección que constituye el meollo del libro, «Palomar hace la compra», podrá comprobarse si he sabido resolverlo; en esta parte, sobre las tiendas de alimentación de París, se aborda uno de los temas que más me atraen y que definiría como «las bases materiales de la existencia».

Porque, desde que acometí la tarea de recopilar estos textos, se me ocurrió definir determinados temas que veía aflorar repetidamente, por ejemplo, «orden y desorden en la naturaleza», «necesidad, posibilidad, infinito», «silencio y palabra». Este último era el más importante en la medida en que los rasgos de Palomar son, por un lado, su carácter taciturno, y, de otro, su pretensión de efectuar una «lectura del mundo» en sus aspectos no lingüísticos. De vez en cuando trazaba series de recuadros: cada recuadro correspondía a dos temas cruzados; y en cada uno de ellos debía poner el título de un texto ya escrito o pendiente de escribir. Pero el plan, que se fundaba en conceptos teóricos, no era factible, ya que el libro sólo aceptaba la inclusión de textos derivados de alguna situación que me hubiese tocado conocer sin necesidad de ir a buscarla.

La gestación de este pequeño libro ha sido larga no sólo por lo dicho hasta ahora, sino porque además no dejaba de abrigar la esperanza de que el modo de observación del señor Palomar se extendiese al género humano, a sí mismo, para llegar por fin a alguna conclusión general. Conforme avanzaba, esa tarea me fue pareciendo cada vez más complicada. Los silencios del señor Palomar, que al principio del libro se traducen en un denso fluir de frases, se van haciendo más reflexivos y ansiosos al acercarse al final. Al releer el conjunto, reparo en que la historia de Palomar puede resumirse en dos frases: «Un hombre se pone en marcha para alcanzar, paso a paso, la sabiduría. Todavía no la ha alcanzado».

Italo Calvino

Las cifras 1, 2, 3, que numeran los títulos del índice, estén en primera, segunda o tercera posición, no tienen sólo un valor ordinal, sino que corresponden a tres áreas temáticas, a tres tipos de experiencia y de interrogación que, en diversas proporciones, están presentes en cada parte del libro.

El 1 corresponde generalmente a una experiencia visual, que tiene casi siempre por objeto formas de la naturaleza: el texto tiende a configurarse como una descripción.

En el 2 están presentes elementos antropológicos, culturales en sentido lato, y la experiencia implica, además de los datos visuales, también el lenguaje, los significados, los símbolos. El texto tiende a desarrollarse en relato.

El 3 refiere experiencias de tipo más especulativo, relativas al cosmos, al tiempo, al infinito, a las relaciones entre el yo y el mundo, a las dimensiones de la mente. Del ámbito de la descripción y del relato se pasa al de la meditación.

Palomar

Las vacaciones de Palomar

Palomar en la playa

Lectura de una ola

El mar está apenas encrespado, olas pequeñas baten la orilla arenosa. El señor Palomar de pie en la orilla mira una ola. No está absorto en la contemplación de las olas. No está absorto porque sabe lo que hace: quiere mirar una ola y la mira. No está contemplando, porque la contemplación necesita un temperamento adecuado, un estado de ánimo adecuado y un concurso de circunstancias exteriores adecuado; y aunque el señor Palomar no tiene nada en principio contra la contemplación, ninguna de las tres condiciones se le da. En fin, no son «las olas» lo que pretende mirar, sino una ola singular, nada más; como quiere evitar las sensaciones vagas, se asigna para cada uno de sus actos un objeto limitado y preciso.

El señor Palomar ve asomar una ola a lo lejos, la ve crecer, acercarse, cambiar de forma y de color, envolverse en sí misma, romper, desvanecerse, refluir. Llegado a ese punto podría convencerse de que ha llevado a término la operación que se había propuesto e irse. Pero aislar una ola separándola de la ola que inmediatamente la sigue, y como si la empujara y por momentos la alcanzara y la arrollara, es muy difícil, así como separarla de la ola que la precede y que parece llevársela a la rastra hacia la orilla, cuando no volverse en contra como para detenerla. Y si se considera cada oleada en el sentido de la anchura, paralelamente a la costa, es difícil establecer hasta dónde se extiende ininterrumpido el frente que avanza y dónde se separa y segmenta en olas que existen por sí mismas, distintas en velocidad, forma, fuerza, dirección.

En una palabra, no se puede observar una ola sin tener en cuenta los aspectos complejos que concurren a formarla y los otros igualmente complejos que provoca. Estos aspectos varían continuamente, razón por la cual una ola es siempre diferente de otra ola; pero también es cierto que cada ola es igual a otra ola, aunque no sea inmediatamente contigua o sucesiva; en una palabra, hay formas y secuencias que se repiten, aunque estén distribuidas irregularmente en el espacio y en el tiempo. Como lo que el señor Palomar pretende hacer en este momento es simplemente ver una ola, es decir, captar simultáneamente todos sus componentes sin descuidar ninguno, su mirada se detendrá en el movimiento del agua que bate la orilla hasta ser capaz de registrar aspectos que no había captado antes; apenas comprueba que las imágenes se repiten, sabrá que ha visto todo lo que quería ver y podrá abandonar.

Hombre nervioso que vive en un mundo frenético y congestionado, el señor Palomar tiende a reducir sus propias relaciones con el mundo exterior y para defenderse de la neurastenia general trata en lo posible de controlar sus sensaciones.

La cresta de la ola que avanza se alza en un punto más que en los otros y desde allí empieza a festonearse de blanco. Si eso ocurre a cierta distancia de la orilla, la espuma tiene tiempo de envolverse en sí misma y desaparecer de nuevo como tragada y en ese mismo momento volver a invadirlo todo despuntando ahora desde abajo, como una alfombra blanca que remonta la orilla para acoger a la ola que llega. Pero, cuando uno espera que la ola ruede sobre la alfombra, se da cuenta de que la ola ya no está, que sólo está la alfombra y también ésta desaparece rápidamente, se convierte en un centelleo de arena mojada que se retira veloz, como si lo rechazara la expansión de la arena seca y opaca que adelanta su frontera ondulada.

Al mismo tiempo hay que considerar las entrantes del frente, donde la ola se divide en dos flancos, uno que tiende hacia la orilla de derecha a izquierda y el otro de izquierda a derecha, y el punto de partida o de llegada de su diverger o converger es esa punta en negativo que sigue el avance de los flancos pero contenida desde atrás y sujeta a su superponerse alternado, hasta que la alcanza otra oleada más fuerte, pero también con el mismo problema de divergencia-convergencia, y después otra más fuerte aún que resuelve el nudo rompiéndolo.

Tomando como modelo el dibujo de las olas, la playa adelanta en el agua puntas apenas esbozadas que se prolongan en bancos de arena sumergidos, como los que forman y deshacen las corrientes en la marea. El señor Palomar ha elegido una de esas bajas lenguas de arena como punto de observación, porque las olas baten allí oblicuamente de un lado y del otro, y salvando la superficie semisumergida se encuentran con las que llegan del otro lado. Por lo tanto para entender cómo es una ola hay que tener en cuenta esos empujes en direcciones opuestas que en cierto modo se contrapesan y en cierto modo se suman y producen una ruptura general de todos los empujes y contraempujes en la habitual inundación de espuma.

El señor Palomar trata ahora de limitar su campo de observación; si se fija en un cuadrado, digamos, de diez metros de orilla por diez metros de mar, puede completar un inventario de todos los movimientos de olas que se repiten con diversa frecuencia dentro de un determinado lapso de tiempo. La dificultad está en fijar los límites de ese cuadrado, porque si, por ejemplo, considera como lado más alejado de su persona la línea en realce de una ola que avanza, esta línea al acercársele y alzarse esconde a sus ojos todo lo que queda atrás, y entonces el espacio que se está examinando se vuelca y al mismo tiempo se aplasta.

Sin embargo, el señor Palomar no se desanima y a cada momento cree que ha conseguido ver todo lo que podía ver desde su puesto de observación, pero siempre aparece algo que no había tenido en cuenta. Si no fuera por esa impaciencia suya de alcanzar el resultado completo y definitivo de su operación visual, mirar las olas sería para él un ejercicio muy sedante y podría salvarlo de la neurastenia, del infarto y de la úlcera de estómago. Y quizá podría ser la clave para adueñarse de la complejidad del mundo reduciéndola al mecanismo más simple.

Pero toda tentativa de definir este modelo debe tener en cuenta una ola larga que sobreviene en dirección perpendicular a las rompientes y paralela a la costa, haciendo deslizar una cresta continua que apenas aflora. Los brincos de las olas que avanzan alborotadas hacia la orilla no turban el impulso uniforme de esta cresta compacta que las corta en ángulo recto y no se sabe dónde va ni de dónde viene. Tal vez es un soplo de viento de levante que mueve la superficie del mar transversalmente al impulso profundo de las masas de agua del mar abierto, pero esta ola que nace del aire recoge al pasar los impulsos oblicuos que nacen del agua y los desvía y endereza en su dirección llevándolos consigo. Así va aumentando y cobrando fuerza hasta que el choque con las olas contrarias la debilita poco a poco hasta hacerla desaparecer, o bien la tuerce hasta confundirla en una de las tantas dinastías de olas oblicuas, arrojada a la orilla con ellas.