Seis propuestas para el próximo milenio - Italo Calvino - E-Book

Seis propuestas para el próximo milenio E-Book

Italo Calvino

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En junio de 1984 Calvino fue invitado a ocupar la cátedra de las Charles Eliot Norton Poetry Lectures en la Universidad de Harvard, Massachusetts, durante el curso 1985-1986. El autor preparó un ciclo de conferencias eligiendo como tema los valores literarios que él más apreciaba y que habrían de conservarse en el nuevo milenio, aunque nunca llegó a impartirlas, pues falleció en Italia una semana antes de su partida a los Estados Unidos. «El milenio que está por terminar ha asistido al nacimiento y a la expansión de las lenguas modernas de Occidente y de las literaturas que han explorado las posibilidades expresivas y cognoscitivas e imaginativas de esas lenguas. Ha sido también el milenio del libro, dado que ha visto cómo el objeto libro adquiría la forma que nos es familiar. La señal de que el milenio está por concluir tal vez sea la frecuencia con que nos interrogamos sobre la suerte de la literatura y del libro en la era tecnológica llamada postindustrial. No voy a aventurarme en previsiones de este tipo. Mi fe en el futuro de la literatura consiste en saber que hay cosas que solo la literatura, con sus medios específicos, puede dar. Quisiera, pues, dedicar estas conferencias a algunos valores o cualidades o especificidades de la literatura que me son particularmente caros, tratando de situarlos en la perspectiva del nuevo milenio».Italo Calvino

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Índice

Cubierta

Portadilla

Nota preliminar

Levedad

Rapidez

Exactitud

Visibilidad

Multiplicidad

Apéndice el arte de Empezar y el arte de acabar

Nota bibliográfica

Notas

Créditos

Nota preliminar

La primera edición de Seis propuestas para el próximo milenio fue publicada en mayo de 1988 por la editorial Garzanti de Milán. Como Calvino no dejó ni escritos ni entrevistas sobre los temas ni sobre la elaboración de las Seis propuestas (murió mientras estaba trabajando en ellas), reproducimos íntegramente el texto escrito por Esther Calvino con ocasión de esa primera edición, así como uno nuevo para ésta de 1998.

Nota a la edición de 1989

El 6 de junio de 1984 la Universidad de Harvard invitó oficialmente a Calvino a ocupar la cátedra de las «Charles Eliot Norton Poetry Lectures». Es éste un ciclo de seis conferencias que tiene lugar durante el año académico (para Calvino habría sido el año 1985-1986) en la Universidad de Harvard, Cambridge, en Massachusetts. El término «poetry» significa en este caso toda forma de comunicación poética –literaria, musical, pictórica–, y la elección del tema es totalmente libre.

Esta libertad fue el primer problema que Calvino tuvo que afrontar, convencido como estaba de que la constricción es fundamental para la creación literaria. A partir del momento en que logró definir claramente el tema que habría de tratar –algunos valores literarios que deberían conservarse en el próximo milenio–, dedicó casi todo su tiempo a la preparación de las conferencias, que no tardaron en convertirse en una obsesión. Un día me dijo que tenía ideas y materiales para ocho conferencias por lo menos, y no sólo las seis previstas y obligatorias. Conozco el título de la que hubiera podido ser la octava, «Sul cominciare e sul finire» (de las novelas), pero hasta hoy no he encontrado el texto. Sólo notas.

En el momento de partir hacia los Estados Unidos, de las seis conferencias Calvino había escrito cinco. Falta la sexta, «Consistency», de la que sólo sé que se habría referido, entre otras cosas, al Bartleby, de Herman Melville, y que la escribiría en Harvard.

Naturalmente, éstas son las conferencias que Calvino hubiera dictado en público. No dudo de que las habría revisado nuevamente antes de darlas a la imprenta. Pero creo poder afirmar que los cambios hubieran sido poco importantes. Las diferencias entre las primeras versiones que leí y las últimas residen en la estructura, no en el contenido.

Este libro reproduce el manuscrito tal como lo encontré. He dejado en inglés las palabras escritas directamente por Calvino en ese idioma, así como en su lengua original han quedado las citas de diversos autores.

Calvino dejó este libro sin título en italiano. Tuvo que pensar primero el título inglés, Six Memos for the Next Millennium, y éste fue el definitivo. Aquí sería conveniente aclarar que, aunque fueron escritas en italiano, las conferencias habrían sido leídas por Calvino en su traducción inglesa.

Diré por último que el manuscrito estaba en su escritorio, en perfecto orden, cada conferencia dentro de un sobre transparente y todas en una carpeta rígida, lista para el viaje. Calvino murió una semana antes de emprenderlo, el 19 de septiembre de 1985.

Las «Charles Eliot Norton Poetry Lectures», que se iniciaron en 1926, fueron confiadas a personalidades como T. S. Eliot, Igor Stravinsky, Jorge Luis Borges, Northrop Frye, Octavio Paz. Era la primera vez que se invitaba a un escritor italiano.

Deseo expresar mi agradecimiento a Luca Marighetti, de la Universidad de Constanza, por su profundo conocimiento de la obra y el pensamiento de Calvino, y a Angelika Koch, de la misma Universidad, por la ayuda que me ha prestado.

Esther Calvino

Nota a la edición de 1998

En esta nueva edición se incluye el texto inédito «El arte de empezar y el arte de acabar», que no es la sexta conferencia («Consistency») y que fue hallado entre los papeles y manuscritos de Calvino ocho años después de la primera edición de este libro.

En realidad no se sabe si se hubiese tratado de la séptima o de la octava, como yo suponía tras haberle escuchado decir que tenía ideas y material para escribir por lo menos ocho conferencias, y unas semanas después, que acababa de escribir una conferencia entera y que había encontrado en nuestra biblioteca los libros que necesitaba consultar y releer.

Lo cierto es que, según su tradición, las «Charles Eliot Norton Poetry Lectures» no admiten ciclos de más de seis conferencias, por lo que Calvino se vio obligado a adaptar un conjunto coherente de ideas y reflexiones a la forma que le imponían.

En el manuscrito de Seis propuestas para el próximo milenio figuran ocho esquemas más o menos detallados y anotados de los temas que debían ser desarrollados. El problema del empezar y acabar aparece en siete de ellos, que copio textual y literalmente del manuscrito:

23.2.85

Nuevo proyecto de esquema general:

empezar y acabar

la enciclopedia y la nada (mathesis singularis y universalis?) el prójimo – la interdependencia

singularis y universalis – precisión y vaguedad

rapidez – formas breves

– en la época de la imagen y de la falta de tiempo

levedad – átomos y alfabeto

Con esta nota: En todas [las conferencias] recordar el carácter insustituible de la literatura y de la lectura en un mundo en el que ya nadie querrá leer.

12.3.85

Otro esquema:

1 Empezar y acabar

2 la Enciclopedia y la nada (la multiplicidad dentro de la obra) 3 Visibilidad y palabra (...)

4 el individuo y los otros

–Amerika (Candide? el hombre en el vasto mundo)

5 la progenie de Ovidio (??)

6 la progenie de Lucrecio, conocimiento pulviscular

(Sin fecha.)

El esquema podría ser:

Empezar y acabar

la Enciclopedia y la nada

Mathesis singularis (vaguedad y precisión – descripción) la subjetividad plural (América de Kafka – el yo)

la progenie de Ovidio

la progenie de Lucrecio

[24.3.85]

1 Cosmicidad – Lucrecio y Ovidio – enciclopedia

2 Visibilidad – visión y palabra

3 Levedad – disolución de lo concreto

4 vaguedad geometría precisión

5 (los otros) intersubjetividad

6 lo acabado (en el sentido de realizado y perfecto) empezar y acabar

[6.4.85] A partir de esta fecha, la levedad ocupará definitivamente el primer lugar:

1 la levedad

2 la relación de todo con todo (enciclopedia)

Lucrecio Ovidio Gadda Perec

3 la reciprocidad las personas

intersubjetividad y solipsismo 4 visibilidad etcétera

5 la nada y lo poco

6 el empezar y el acabar

Aunque introducido como tema inicial, Empezar y acabar pasa al último lugar.

A partir del 19 de abril anota otros esquemas, cada vez más concretos, abandona el italiano y los escribe directamente en inglés. La conferencia que nos interesa aparece como

The art of beginning

The art of concluding y, en otros dos casos,

The art of beginning and the art of concluding.

El 8 de mayo de 1985 escribe:

habiendo acabado (?) La levedad

» esbozado Multiplicidad

» ya escrito extensamente sobre The art of beginning and the art of concluding

manteniendo como punto necesario visible/invisible

–singularis/universalis

trato de puntualizar:

otras cuestiones podrían ser:

rapidez (quickness) la nada los otros

concisión

exactitud – geometría

¿Qué sucede con el empezar y el acabar en el momento de la redacción definitiva?

Cabe suponer que, siendo éste un problema de técnica literaria, no haya encontrado su lugar en un conjunto de valores abstractos y conceptuales (tales como la levedad, rapidez, exactitud, visibilidad, multiplicidad) destinados a ser preservados y transmitidos al próximo milenio.

Esther Calvino

Seis propuestas

para el próximo milenio

Estamos en 1985: apenas nos separan quince años del comienzo de un nuevo milenio. Por el momento no veo que la proximidad de esta fecha despierte una emoción particular. De todas maneras no estoy aquí para hablar de futurología, sino de literatura. El milenio que está por terminar ha asistido al nacimiento y a la expansión de las lenguas modernas de Occidente y de las literaturas que han explorado las posibilidades expresivas y cognoscitivas e imaginativas de esas lenguas. Ha sido también el milenio del libro, dado que ha visto cómo el objeto libro adquiría la forma que nos es familiar. La señal de que el milenio está por concluir tal vez sea la frecuencia con que nos interrogamos sobre la suerte de la literatura y del libro en la era tecnológica llamada postindustrial. No voy a aventurarme en previsiones de este tipo. Mi fe en el futuro de la literatura consiste en saber que hay cosas que sólo la literatura, con sus medios específicos, puede dar. Quisiera, pues, dedicar estas conferencias a algunos valores o cualidades o especificidades de la literatura que me son particularmente caros, tratando de situarlos en la perspectiva del nuevo milenio.

Levedad

Dedicaré la primera conferencia a la oposición levedad-peso y daré las razones de mi preferencia por la levedad. Esto no quiere decir que considere menos válidas las razones del peso, sino que sobre la levedad creo tener más cosas que decir.

Tras cuarenta años de escribir fiction, tras haber explorado distintos caminos y hecho experimentos diversos, ha llegado el momento de buscar una definición general para mi trabajo; propongo ésta: mi labor ha consistido las más de las veces en sustraer peso; he tratado de quitar peso a las figuras humanas, a los cuerpos celestes, a las ciudades; he tratado, sobre todo, de quitar peso a la estructura del relato y al lenguaje.

En esta conferencia trataré de explicar –a mí mismo y a ustedes– por qué he llegado a considerar la levedad más como un valor que como un defecto; cuáles son, entre las obras del pasado, los ejemplos en los que reconozco mi ideal de levedad; cómo sitúo ese valor en el presente y cómo lo proyecto en el futuro.

Empezaré por el último punto. Cuando inicié mi actividad, el deber de representar nuestro tiempo era el imperativo categórico de todo joven escritor. Lleno de buena voluntad, traté de identificarme con la energía despiadada que mueve la historia de nuestro siglo, con sus vicisitudes individuales y colectivas. Trataba de percibir una sintonía entre el movido espectáculo del mundo, unas veces dramático otras grotesco, y el ritmo interior picaresco y azaroso que me incitaba a escribir. Rápidamente advertí que entre los hechos de la vida que hubieran debido ser mi materia prima y la agilidad nerviosa e incisiva que yo quería dar a mi escritura, había una divergencia que cada vez me costaba más esfuerzo superar. Quizá sólo entonces estaba descubriendo la pesadez, la inercia, la opacidad del mundo, características que se adhieren rápidamente a la escritura si no se encuentra la manera de evitarlas.

En ciertos momentos me parecía que el mundo se iba volviendo de piedra: una lenta petrificación, más o menos avanzada según las personas y los lugares, pero de la que no se salvaba ningún aspecto de la vida. Era como si nadie pudiera esquivar la mirada inexorable de la Medusa.

El único héroe capaz de cortar la cabeza de la Medusa es Perseo, que vuela con sus sandalias aladas; Perseo, que no mira el rostro de la Gorgona sino sólo a su imagen reflejada en el escudo de bronce. Y en este momento, cuando empezaba a sentirme atenazado por la piedra, como me sucede cada vez que intento una evocación histórico-autobiográfica, Perseo acude de nuevo en mi ayuda. Más vale dejar que mi explicación se componga de las imágenes de la mitología. Para cortar la cabeza de la Medusa sin quedar petrificado, Perseo se apoya en lo más leve que existe: los vientos y las nubes, y dirige la mirada hacia lo que únicamente puede revelársele en una visión indirecta, en una imagen cautiva en un espejo. Inmediatamente siento la tentación de encontrar en este mito una alegoría de la relación del poeta con el mundo, una lección del método para seguir escribiendo. Pero sé que toda interpretación empobrece el mito y lo ahoga; con los mitos no hay que andar con prisa; es mejor dejar que se depositen en la memoria, detenerse a meditar en cada detalle, razonar sobre lo que nos dicen sin salir de su lenguaje de imágenes. La lección que podemos extraer de un mito reside en la literalidad del relato, no en lo que añadimos nosotros desde fuera.

La relación entre Perseo y la Gorgona es compleja: no termina con la decapitación del monstruo. De la sangre de la Medusa nace un caballo alado, Pegaso; la pesadez de la piedra puede convertirse en su contrario; de una coz, Pegaso hace brotar en el monte Helicón la fuente donde beben las Musas. En algunas versiones del mito, Perseo montará el maravilloso Pegaso caro a las Musas, nacido de la sangre maldita de la Medusa. (Por lo demás, también las sandalias aladas provenían del mundo de los monstruos: Perseo las había recibido de las hermanas de la Medusa, las de un solo ojo, las Greas.) En cuanto a la cabeza cercenada, Perseo no la abandona, la lleva consigo escondida en un saco; cuando sus enemigos están a punto de vencerlo, le basta mostrarla alzándola por la cabellera de serpientes y el despojo sanguinolento se convierte en un arma invencible en la mano del héroe, un arma que no usa sino en casos extremos y sólo contra quien merece el castigo de convertirse en la estatua de sí mismo. Aquí, sin duda, el mito quiere decirme algo, algo que está implícito en las imágenes y que no se puede explicar de otra manera. Perseo consigue dominar ese rostro temible manteniéndolo oculto, así como lo había vencido antes mirándolo en el espejo. La fuerza de Perseo está siempre en un rechazo de la visión directa, pero no en un rechazo de la realidad del mundo de los monstruos en el que le ha tocado vivir, una realidad que lleva consigo, que asume como carga personal.

Sobre la relación entre Perseo y la Medusa podemos aprender algo más leyendo a Ovidio en las Metamorfosis. Perseo gana una nueva batalla, mata con su espada a un monstruo marino, libera a Andrómeda. Y decide hacer lo que cualquiera de nosotros haría después de semejante faena: lavarse las manos. En este caso su problema es dónde posar la cabeza de la Medusa. Y aquí Ovidio explica, en versos (IV, 740-752) que me parecen extraordinarios, cuánta delicadeza de alma se necesita para ser un Perseo, vencedor de monstruos:

«Para que la áspera arena no dañe la cabeza de serpentina cabellera (anguiferumque caput dura ne laedat harena), Perseo mulle el suelo cubriéndolo con una capa de hojas, extiende encima unas ramitas nacidas bajo el agua, y en ellas posa, boca abajo, la cabeza de la Medusa.» Me parece que la levedad de la que Perseo es el héroe no podría estar mejor representada que con este gesto de refrescante cortesía hacia ese ser monstruoso y aterrador, aunque también en cierto modo deteriorable, frágil. Pero lo más inesperado es el milagro que sigue: las ramitas marinas en contacto con la Medusa se transforman en corales y para adornarse con ellos acuden las ninfas que acercan ramitas y algas a la terrible cabeza.

Este encuentro de imágenes, en el que la sutil gracia del coral roza la feroz atrocidad de la Gorgona, también está tan cargado de sugestiones que no quisiera echarlo a perder intentando comentarios o interpretaciones. Lo que puedo hacer es acercar a estos versos de Ovidio los de un poeta moderno, el «Piccolo testamento» de Eugenio Montale, en el que encontramos igualmente elementos sutilísimos que son como emblemas de su poesía («traccia madreperlacea di lumaca / o smeriglio di vetro calpestato» [huella nacarada de caracol / o esmeril de vidrio pisoteado]) frente a un espantoso monstruo infernal, un Lucifer de alas bituminosas que se abate sobre las capitales de Occidente. Jamás evocó Montale como en este poema escrito en 1953 una visión tan apocalíptica, pero lo que sus versos ponen en primer plano son las mínimas huellas luminosas que contrapone a la oscura catástrofe: «Conservane la cipria nello specchietto / quando spenta ogni lampada / la sardana si fara infernale...» [Conserva su polvo en el espejito / cuando apagadas todas las lámparas / la sardana sea infernal...]. Pero ¿cómo podemos esperar salvarnos en lo que es más frágil? Este poema de Montale es una profesión de fe en la persistencia de lo que parece más destinado a perecer y en los valores morales depositados en las huellas más tenues: «Il tenue bagliore strofinato / laggiù non era quello d’un fiammifero» [El tenue fulgor restregado / allá abajo no era el de un fósforo].

Para poder hablar de nuestra época he tenido, pues, que dar un largo rodeo, evocar la frágil Medusa de Ovidio y el bituminoso Lucifer de Montale. Es difícil para un novelista representar su idea de la levedad con ejemplos tomados de la vida contemporánea si no se la convierte en el objeto inalcanzable de una quête sin fin. Es lo que ha hecho con evidencia e inmediatez Milan Kundera. Su novela La insoportable levedad del ser es en realidad una amarga constatación de la Ineluctable Pesadez del Vivir: no sólo de la condición de opresión desesperada y all-pervading que ha tocado en suerte a su desventurado país, sino de una condición humana que nos es común, aunque nosotros seamos infinitamente más afortunados. El peso del vivir para Kundera está en toda forma de constricción: la tupida red de constricciones públicas y privadas que termina por envolver toda existencia con nudos cada vez más apretados. Su novela nos demuestra cómo en la vida todo lo que elegimos y apreciamos por su levedad no tarda en revelar su propio peso insostenible. Quizá sólo la vivacidad y la movilidad de la inteligencia escapan a esta condena: virtudes que distinguen a esa novela, que pertenecen a un universo distinto del universo del vivir.

En los momentos en que el reino de lo humano me parece condenado a la pesadez, pienso que debería volar como Perseo a otro espacio. No hablo de fugas al sueño o a lo irracional. Quiero decir que he de cambiar mi enfoque, he de mirar el mundo con otra óptica, otra lógica, otros métodos de conocimiento y de verificación. Las imágenes de levedad que busco no deben dejarse disolver como sueños por la realidad del presente y del futuro...

En el universo infinito de la literatura se abren siempre otras vías que explorar, novísimas o muy antiguas, estilos y formas que pueden cambiar nuestra imagen del mundo... Pero si la literatura no basta para asegurarme que no hago sino perseguir sueños, busco en la ciencia alimento para mis visiones, en las que toda pesadez se disuelve...

Hoy todas las ramas de la ciencia parecen querer demostrarnos que el mundo se apoya en entidades sutilísimas, como los mensajes del ADN, los impulsos de las neuronas, los quarks, los neutrinos errantes en el espacio desde el comienzo de los tiempos...

Además, la informática. Es cierto que el software no podría ejercitar los poderes de su levedad sin la pesadez del hardware; pero el software es el que manda, el que actúa sobre el mundo exterior y sobre las máquinas, que existen sólo en función del software, se desarrollan para elaborar programas cada vez más complejos. La segunda revolución industrial no se presenta como la primera, con imágenes aplastantes como laminadoras o coladas de acero, sino como los bits de un flujo de información que corre por circuitos en forma de impulsos electrónicos. Las máquinas de hierro siguen existiendo, pero obedecen a los bits sin peso.

¿Es legítimo extrapolar del discurso de las ciencias una imagen del mundo que corresponda a mis deseos? Si la operación que estoy intentando me atrae es porque siento que podría retomar un hilo muy antiguo de la historia de la poesía.

De rerum natura de Lucrecio es la primera gran obra de poesía en la que el conocimiento del mundo se convierte en disolución de la compacidad del mundo, en percepción de lo infinitamente minúsculo y móvil y leve. Lucrecio quiere escribir el poema de la materia, pero en seguida nos advierte de que la verdadera realidad de esa materia está hecha de corpúsculos invisibles. Es el poeta de la concreción física vista en su sustancia permanente e inmutable, pero lo primero que nos dice es que el vacío es tan concreto como los cuerpos sólidos. La mayor preocupación de Lucrecio parece ser la de evitar que el peso de la materia nos aplaste. En el momento de establecer las rigurosas leyes mecánicas que determinan todo el acaecer, siente la necesidad de dejar que los átomos puedan desviarse imprevisiblemente de la línea recta, con el fin de garantizar la libertad tanto a la materia como a los seres humanos. La poesía de lo invisible, la poesía de las infinitas potencialidades imprevisibles, así como la poesía de la nada, nacen de un poeta que no tiene dudas sobre la fisicidad del mundo.

Esta pulverización de la realidad se extiende también a los aspectos visibles, y ahí es donde descuella la calidad poética de Lucrecio: las partículas de polvo que se arremolinan en un rayo de sol dentro de un aposento a oscuras (II, 114-124); las minúsculas conchas, todas iguales y todas diferentes, que la ola empuja indolente sobre bibula harena, la arena que se embebe (II, 374-376); las telarañas que, cuando andamos, nos envuelven sin que nos demos cuenta (III, 381-390).

He citado ya las Metamorfosis de Ovidio, otro poema enciclopédico (escrito unos cincuenta años más tarde que el de Lucrecio), que parte, no ya de la realidad física, sino de las fábulas mitológicas. También para Ovidio todo puede transformarse en nuevas formas; también para Ovidio el conocimiento del mundo es disolución de la compacidad del mundo; también para Ovidio hay una paridad esencial entre todo lo que existe, contra toda jerarquía de poderes y de valores. Si el mundo de Lucrecio está hecho de átomos inalterables, el de Ovidio está hecho de cualidades, de atributos, de formas que definen la diversidad de cada cosa, cada planta, cada animal, cada persona; pero éstas no son sino tenues envolturas de una sustancia común que –si la agita una profunda pasión– puede transformarse en lo más distinto de cuanto hay.

Ovidio despliega su incomparable talento cuando sigue la continuidad del paso de una forma a otra: cuando cuenta cómo una mujer advierte que se está transformando en azufaifo: los pies se le clavan en la tierra, una corteza tierna sube poco a poco y le ciñe las ingles; trata de soltar sus cabellos y descubre su mano llena de hojas. O cuando habla de los dedos de Aracne, agilísimos cuando cardan e hilan la lana, cuando hacen girar el huso y mueven la aguja de bordar, y que de pronto vemos alargarse en delgadas patas de araña que empiezan a tejer su tela.

Tanto en Lucrecio como en Ovidio la levedad es una manera de ver el mundo fundada en la filosofía y en la ciencia: las doctrinas de Epicuro para Lucrecio, las doctrinas de Pitágoras para Ovidio (un Pitágoras que, tal como nos lo presenta Ovidio, se parece mucho a Buda). Pero en ambos casos la levedad es algo que se crea en la escritura, con los medios lingüísticos propios del poeta, independientemente de la doctrina del filósofo que el poeta declara profesar.

Con lo que llevo dicho hasta aquí, me parece que empieza a precisarse el concepto de levedad; espero ante todo haber demostrado que existe una levedad del pensar, así como todos sabemos que existe una levedad de lo frívolo; más aún, la levedad del pensar puede hacernos parecer pesada y opaca la frivolidad.

Nada ilustra mejor esta idea que un cuento del Decamerón (VI, 9) donde aparece el poeta florentino Guido Cavalcanti. Boccaccio nos presenta a Cavalcanti como un austero filósofo que se pasea meditando entre los sepulcros de mármol, delante de una iglesia. La jeunesse dorée florentina cabalgaba en grupos por la ciudad, yendo de una fiesta a otra, buscando siempre ocasiones de multiplicar sus invitaciones recíprocas. Cavalcanti no era popular entre esos jóvenes porque, a pesar de ser rico y elegante, no aceptaba nunca ir de juerga con ellos, y porque se sospechaba que su misteriosa filosofía era sacrílega.

Ora avvenne un giorno che, essendo Guido partito d’Orto San Michele e venutosene per lo Corso degli Adimari infino a San Giovanni, il quale spesse volte era suo cammino, essendo arche grandi di marmo, che oggi sono in Santa Reparata, e molte altre dintorno a San Giovanni, e egli essendo tralle colonne del porfido che vi sono e quelle arche e la porta di San Giovanni, che serrata era, messer Betto con sua brigata a caval venendo su per la piazza di Santa Reparata, vedendo Guido là tra quelle sepolture, dissero: «Andiamo a dargli briga»; e spronati i cavalli, a guisa d’uno assalto sollazzevole gli furono, quasi prima che egli se ne avvedesse, sopra e cominciarongli a dire: «Guido, tu rifiuti d’esser di nostra brigata; ma ecco, quando tu avrai trovato que Idio non sia, che avrai fatto?».

A’ quali Guido, da lor veggendosi chiuso, prestamente disse: «Signori, voi mi potete dire a casa vostra ciò che vi piace»; e posta la mano sopra una di quelle arche, che grandi erano, sì come colui che leggerissimo era, prese un salto e fusi gittato dall’altra parte, e sviluppatosi da loro se n’andò.

[Ahora bien, un día ocurrió que, habiendo salido Guido de Orsanmichele, avanzaba por el Paseo de los Adimari hasta San Juan, que muchas veces era su camino; alrededor de San Juan había unos grandes sarcófagos de mármol, que hoy están en Santa Reparata, y otros muchos; mientras él estaba entre las columnas de pórfido que allí hay y los sarcófagos y la puerta de San Juan, que cerrada estaba, llegó micer Betto con su grupo a caballo por la plaza de Santa Reparata y, al ver a Guido entre las sepulturas, dijeron: «Vamos a gastarle una broma»; y, espoleando los caballos, se le echaron encima, a guisa de festivo asalto, casi antes de que se diera cuenta, y empezaron a decirle:

–Guido, te niegas a ser de nuestro grupo; pero, cuando hayas averiguado que Dios no existe, ¿qué vas a hacer?

Guido, viéndose rodeado por ellos, prestamente dijo:

–Señores, en vuestra casa podéis decirme cuanto os plazca.

Y, poniendo la mano en uno de los sarcófagos, que eran grandes, como agilísimo que era dio un salto y cayó del otro lado y, librándose de ellos, se marchó.]

Lo que nos interesa aquí no es tanto la réplica atribuida a Cavalcanti (que se puede interpretar estimando que el presunto «epicureísmo» del poeta era en realidad averroísmo, para el cual el alma individual forma parte del intelecto universal: las tumbas no son mi casa sino la vuestra, ya que la muerte corporal es vencida por quien se eleva a la contemplación universal a través de la especulación del intelecto). Lo que nos sorprende es la imagen visual que Boccaccio evoca: Cavalcanti liberándose de un salto «sì come colui che leggerissimo era».

Si quisiera escoger un símbolo propicio para asomarnos al nuevo milenio, optaría por éste: el ágil salto repentino del poeta filósofo que se alza sobre la pesadez del mundo, demostrando que su gravedad contiene el secreto de la levedad, mientras que lo que muchos consideran la vitalidad de los tiempos, ruidosa, agresiva, rabiosa y atronadora, pertenece al reino de la muerte, como un cementerio de automóviles herrumbrosos.