París, capital de la modernidad - David Harvey - E-Book

París, capital de la modernidad E-Book

David Harvey

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París ha sido una de las ciudades más influyentes del mundo, pero durante los días del Segundo Imperio constituyó el prototipo de la modernidad tal como ésta ha sido codificada canónicamente. Durante el periodo que transcurre entre las revoluciones fallidas de 1848 y 1871, experimentó una transformación realmente impresionante. El barón Haussmann orquestó la remodelación física de la ciudad, reemplazando su trazado medieval por los grandes bulevares que dominan su fisonomía hasta el día de hoy. Igualmente, durante esta misma etapa se verificaron tanto el surgimiento de una nueva forma de capitalismo dominado por las altas finanzas como la emergencia de la moderna cultura del consumo. Los imparables cambios sociales y físicos provocaron la novedosa respuesta del "movimiento moderno", pero también dividieron más profundamente la ciudad y su organización espacial, económica y urbana de acuerdo con nítidas líneas de clase. El resultado fue el levantamiento y la sangrienta represión de la Comuna de París en 1871, cuyo desenvolvimiento es analizado en el libro con todo detalle. Harvey sitúa las fuerzas sociales, económicas y de clase en el centro de su estudio, proporcionando un impresionante análisis de este periodo crucial para comprender cómo se gestó la trama de la política moderna y cómo se utilizó el espacio urbano para gestionar los conflictos sociales y producir formas estables de dominación política inextricablemente ligadas a las formas de reproducción de las relaciones capitalistas de producción.

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Akal / Cuestiones de antagonismo / 53

David Harvey

París, capital de la modernidad

Traducción: José María Amoroto Salido

París ha sido una de las ciudades más influyentes del mundo, pero durante los días del Segundo Imperio constituyó el prototipo de la modernidad tal como ésta ha sido codificada canónicamente. Du­rante el periodo que transcurre entre las revoluciones fallidas de 1848 y 1871 experimentó una transformación realmente impresionante. El barón Haussmann orquestó la remodelación física de la ciudad, reem­plazando su trazado medieval por los grandes bulevares que dominan su fisonomía hasta el día de hoy. Igualmente, durante esta misma etapa se verificaron tanto el surgimiento de una nueva forma de capitalismo dominado por las altas finanzas como la emergencia de la moderna cultura del consumo.

Los imparables cambios sociales y físicos provocaron la novedosa respuesta del «movimiento moderno», pero también dividieron más profundamente la ciudad y su organización espacial, económica y urbana de acuerdo con nítidas líneas de clase. El resultado fue el le­van­tamiento y la sangrienta represión de la Comuna de París en 1871, cuyo desenvolvimiento es analizado en el libro con todo detalle.

Harvey sitúa las fuerzas sociales, económicas y de clase en el centro de su estudio, proporcionando un impresionante análisis de este perio­do crucial para comprender cómo se gestó la trama de la política moderna y cómo se utilizó el espacio urbano para gestionar los conflictos sociales y producir formas estables de dominación política inextricablemente ligadas a las formas de reproducción de las relaciones capitalistas de producción.

David Harvey es Distinguished Professor of Anthropology and Geography en el Graduate Center de la City University of New York (CUNY) y director del Center of Place, Culture and Politics de la misma universidad.

En Ediciones Akal ha publicado Espacios de esperanza (2003), El nuevo imperialismo (2004), Espacios del capital (2007), Breve historia del neoliberalismo (2007), El enigma del Capital y las crisis del capitalismo (2012), Ciudades rebeldes. Del derecho de la ciudad a la revolución urbana (2013) y Guía de El Capital de Marx (2014).

Diseño de portada

RAG

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Nota editorial:

Para la correcta visualización de este ebook se recomienda no cambiar la tipografía original.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

Título original

Paris, capital of modernity

© David Harvey, 2006

© Ediciones Akal, S. A., 2008

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-4183-2

Introducción

La modernidad como ruptura

Uno de los mitos de la modernidad es que constituye una ruptura radical con el pasado. Una ruptura de tal magnitud, que hace posible considerar el mundo como una tabla rasa sobre la que se puede inscribir lo nuevo sin hacer referencia al pasado o, si éste se cruza en el camino, mediante su obliteración. La modernidad trata por ello de una «destrucción creativa», ya sea moderada y democrática, o revolucionaria, traumática y autoritaria. A menudo es difícil decidir si la ruptura radical se encuentra en el estilo de hacer o de representar las cosas en diferentes escenarios, como la literatura y el arte, la planificación urbana y la organización industrial, la política y los modos de vida, o cualesquiera otros ámbitos, o si los cambios en todos esos escenarios se agrupan en lugares y momentos cruciales desde donde las fuerzas agregadas de la modernidad se expanden para tragarse al resto del mundo. El mito de la modernidad tiende hacia la segunda interpretación (especialmente a través de sus términos cognados modernización y desarrollo), aunque cuando se les presiona, la mayoría de los defensores de esta interpretación suelen estar dispuestos a conceder desarrollos irregulares, que generan bastante confusión en aspectos concretos.

Esta idea de modernidad la considero un mito porque la noción de ruptura radical tiene un indudable poder dominante y convincente, que choca con la abrumadora evidencia de que las rupturas radicales ni se producen ni se pueden posiblemente producir. La teoría alternativa de la modernización (más que de la mo­der­nidad), que se debe inicialmente a Saint-Simon y que Marx desarrolló más profundamente, es que ningún orden social puede alcanzar cambios que no estén latiendo en su condición existente. ¿No resulta extraño que dos pensadores que ocupan un lugar preeminente en el panteón del pensamiento moderno negaran de manera tan explícita la posibilidad de cualquier ruptura radical, al mismo tiempo que insistían en la importancia del cambio revolucionario? Sin embargo, las opiniones convergen alrededor de la importancia de la «destrucción creativa». Como dice el refrán, no se puede hacer una tortilla sin romper los huevos, y es imposible crear una nueva configuración social sin, de alguna manera, reemplazar o incluso obliterar la vieja. Por lo tanto, si la modernidad existe como término significativo, señala algunos momentos decisivos de destrucción creativa.

Ilustración 1. El cuadro de Ernest Meissonier de la barricada de la rue de la Mortellerie, en junio de 1848, refleja la muerte y destrucción que frustró un movimiento revolucionario que pretendía reconstruir el cuerpo político de París de acuerdo con unas bases socialistas utópicas.

En 1848, en Europa en general y en París en particular, sucedieron hechos muy dramáticos. Los argumentos a favor de alguna ruptura radical en la política económica, la vida y la cultura de la ciudad parecen, a primera vista por lo menos, enteramente plausibles. Anteriormente, imperaba una visión de la ciudad que, como mucho, podía apenas enmendar los problemas de una infraestructura urbana medieval; después llegó Haussmann que a porrazos trajo la modernidad a la ciudad. Antes encontrabamos a clasicistas como Ingres y David y a coloristas como Delacroix, y después al realismo de Courbet y al impresionismo de Manet. Antes nos topábamos con los poetas y novelistas románticos (Lamartine, Victor Hugo, Alfred de Musset y George Sand), después vino la prosa y la poesía tensa, variada y exquisita de Flaubert y Baudelaire. Antes reinaban las industrias manufactureras dispersas, organizadas sobre bases artesanales, muchas de las cuales dieron paso a la maquinaria y a la industria moderna. Antes había tiendas pequeñas en los soportales y a lo largo de calles estrechas y torcidas, después llegó la expansión de los grandes almacenes que se derramaron por los bulevares. Antes campaban la utopía y el romanticismo, y después el gerencialismo obstinado y el socialismo científico. Antes, el de aguador era un oficio extendido; en 1870, la llegada del agua corriente a las viviendas lo hacía desaparecer. En todos estos aspectos, y muchos más, 1848 parecía ser un momento decisivo en el que mucho de lo que era nuevo cristalizaba de lo viejo.

Ilustración 2. El motín, de Honoré Daumier, recoge algunos de los aspectos macabros y carnavalescos del levantamiento de febrero de 1848. Parece presagiar con sombría premonición sus trágicos resultados.

Entonces, ¿qué sucedió exactamente en París en 1848? Todo el país sufría hambre, desempleo, miseria y descontento, y gran parte de todo ello fue confluyendo en la capital francesa, a medida que la gente inundaba la ciudad en busca de subsistencia. Había republicanos y socialistas dispuestos a enfrentarse a la monarquía y, por lo menos, reformarla para que cumpliera sus iniciales promesas democráticas. Si eso no sucedía, siempre podíamos toparnos con los que pensaban que los tiempos estaban maduros para la revolución. Sin embargo, esa situación existía desde hacía muchos años. Las huelgas, las manifestaciones y las conspiraciones que se habían producido durante la década de 1840 habían sido controladas, y pocos, a la vista de su falta de preparación, podían pensar que esta vez fuera a ser diferente.

Sin embargo, el 23 de febrero de 1848, en el Boulevard des Capucines, una manifestación relativamente pequeña frente al Ministerio de Asuntos Exteriores acabó descontrolándose; las tropas abrieron fuego sobre los manifestantes produciendo medio centenar de muertos. Lo que a continuación sucedió fue insólito: una carreta con algunos de los cuerpos de los caídos fue paseada por toda la ciudad a la luz de las antorchas. La narración legendaria de los hechos (hablo de leyenda porque el carretero testificó que no había ninguna mujer en el carro), relatados por Daniel Stern y recogidos por Flaubert en La educación sentimental, se centra en el cuerpo de una mujer[1]. Según el relato de Stern, frente a las silenciosas multitudes que se congregaron en las calles, un muchacho iluminaba con su antorcha el cuerpo de la joven; en otros momentos, un hombre levantaba el cadáver para mostrarlo a la multitud. Este acto tenía un carácter simbólico muy importante: la Libertad siempre se había imaginado como una mujer y ahora había sido abatida por los disparos. La noche fue, según muchas versiones, inquietantemente silenciosa, incluso los lugares de mercado permanecían callados. Al amanecer, la alarma de las campanas sonó por toda la ciudad: fue la llamada a la revolución. Trabajadores, estudiantes, burgueses desafectos, pequeños propietarios, todos salieron a la calle. Muchos miembros de la Guardia Nacional se les unieron, y la mayor parte del ejército perdió la voluntad de pelear.

Apresuradamente, Luis Felipe nombró primero a Louis Molé y más tarde a Adolphe Thiers como primer ministro. Thiers, autor de una voluminosa historia de la Revolución francesa, había ejercido el cargo durante la Monarquía de Julio, pero había fracasado en su intento de estabilizar el régimen como una monarquía constitucional al estilo británico. Thiers se supone que aconsejó al rey que se retirara a Versalles para reunir las fuerzas que le eran leales y, si se hacía necesario, aplastar al movimiento revolucionario (la táctica que se siguió después contra la Comuna en 1871). El envejecido y desmoralizado rey no le escuchó, suponiendo que pudiera hacerlo: abdicó a favor de su nieto de ocho años, se subió a un carruaje y huyó a Inglaterra con la reina, convertidos en el señor y la señora Smith. Para entonces, la ciudad estaba en manos de los revolucionarios. Los diputados conservadores huyeron y fue ignorado por completo un breve intento de establecer en la Asamblea Nacional una regencia para el nuevo rey. Al otro lado de la ciudad, en el Hotel de Ville, se declaraba un gobierno provisional y se aclamaba a un grupo de once personas para que lo encabezaran, entre las que se encontraban el poeta romántico Lamartine, que tenía simpatías republicanas y socialistas, y Louis Blanc (un socialista de toda la vida). La población invadió la antigua residencia real de las Tullerías, saqueándola, destrozando el mobiliario y rajando los cuadros. La gente común, incluso los golfos callejeros, se turnaron para sentarse en el trono real antes de arrastrarlo por las calles para quemarlo en la Bastilla.

Ilustración 3. Daumier reconstruye jocosamente el momento en que los golfos de la calle pueden ocupar momentáneamente el trono de Francia, en su alegre recorrido por el abandonado Palacio de las Tullerías. A continuación, el trono fue arrastrado a la Bastilla, donde se quemó.

Mucha gente fue testigo de estos acontecimientos. Balzac, aunque estaba ansioso por reunirse en Rusia con su amada Madame Hanska, no pudo evitar hacer un viaje para ver las Tullerías con sus propios ojos. Flaubert no tardó en presentarse en París para observar los acontecimientos en primera línea, desde «una perspectiva artística», y veinte años después reflejó en La educación sentimental, una extensa y documentada versión de los hechos que algunos historiadores consideran bastante fiel. Baudelaire fue arrastrado por la acción. Por el contrario, Georges-Eugène Haussmann, en aquel momento subprefecto de Blaye, cerca de Burdeos y futura cabeza pensante de la transformación de París (al igual que muchas otras autoridades de provincias), se vio sorprendido y consternado cuando dos días más tarde llegaban las noticias. Presentó su dimisión y se negó a volver al cargo como representante de un gobierno que consideraba ilegítimo.

El gobierno provisional convocó elecciones a finales de abril y en mayo se reunió la Asamblea Constituyente para proclamar oficialmente la República. La mayoría de la Francia de provincias votó a la derecha, y la mayoría de París lo hizo a la izquierda, eligiendo a algunos socialistas notorios. Pero más importante todavía fue la creación de espacios donde pudieron florecer las organizaciones radicales. Se formaron clubes políticos, surgieron asociaciones obreras, y aquellos que habían estado más preocupados por las cuestiones laborales consiguieron la creación de una comisión oficial, para abordar una reforma política y social. La comisión se reunía regularmente en el Palacio de Luxemburgo, al que se empezó a conocer como el «parlamento de los trabajadores». Se crearon los talleres nacionales para proporcionar trabajo y salario a los desempleados. Era un momento de una intensa libertad de discusión. Flaubert lo representa de manera brillante en La educación sentimental:

Los negocios habían quedado en suspenso, la ansiedad y el deseo de pasear sacó a todo el mundo de las casas. La informalidad del vestido enmascaraba las diferencias de los rangos sociales, los odios se escondieron, las esperanzas tomaron alas, la multitud estaba llena de buena voluntad. Las caras resplandecían con el orgullo de los derechos conquistados. Había una alegría de carnaval, un sentimiento festivo; pocas cosas podían tener tanta alegría como el aspecto de París en aquellos primeros días […]

[Frédéric y los Marshall] visitaron todos o casi todos [los clubes]; los rojos y los azules, los frenéticos y los estrictos, los puritanos y los bohemios, los místicos y los alcohólicos, los que insistían en la muerte de todos los reyes y los que criticaban las ásperas prácticas de los tenderos; y en todas partes, los inquilinos maldecían a los caseros, los que llevaban ropa de faena atacaban a los que vestían ropas finas, y los ricos conspiraban contra los pobres. Algunos, como las últimas víctimas de la policía, querían compensaciones, otros pedían dinero para desarrollar inventos o planes basados en los falansterios de Fourier, proyectos para mercados locales, sistemas para promover el bienestar público; y entonces, en medio de esa nube de insensatez encontrabas un destello de inteligencia, repentinas chispas de exhortación, de derechos declarados entre juramentos; flores de elocuencia en labios de aprendices, con el cinto de la espada pegado a la piel del pecho descamisado […] Para parecer razonable era necesario hablar mordazmente de los abogados y hacer uso lo más frecuentemente posible de expresiones y temas como «todos los hombres deben contribuir con su ladrillo al edificio», «problemas sociales» y «talleres»[2].

Pero la economía iba de mal en peor. Las deudas permanecían impagadas y los miedos burgueses sobre sus derechos como propietarios, rentistas o patronos, alimentaban sentimientos de reacción. Flaubert señala que «la Propiedad se elevó a nivel de Religión y se volvió indistinguible de Dios». Los pequeños disturbios de abril y mayo acrecentaron estos temores, y los últimos acabaron con la detención de diversos líderes radicales; las represalias contra la izquierda empezaban a fraguarse. Los talleres nacionales estaban fracasando en la organización de las actividades productivas, al mismo tiempo que mantenían a los trabajadores alejados de sus antiguos empleos. El gobierno republicano, con su ala derecha en clara mayoría, los cerró en junio, provocando que elementos significativos de la población se levantaran en protesta. Según la clásica descripción de Philip Guedella, «los hombres estaban hambrientos y pelearon sin esperanzas, sin líderes, sin ánimo; disparando con resentimiento detrás de grandes barricadas de piedras. Durante cuatro días, París estuvo iluminado por un pálido resplandor; los cañones se dirigieron contra las barricadas, una gran tormenta cayó sobre la humeante ciudad, las mujeres fueron tiroteadas sin piedad y, un domingo espantoso, un general que parlamentaba con las barricadas fue vergonzosamente asesinado; el arzobispo de París, en un gesto supremo de reconciliación, salió al atardecer buscando la paz para encontrar los disparos que acababan con su vida. Fue un momento de horror y, durante cuatro días de verano, París estuvo torturado por la lucha. Después, la rebelión se desmoronó, pero la República sobrevivió»[3]. La Asamblea Nacional había destituido a los miembros del gobierno, Lamartine entre ellos, y puesto su confianza en Louis Cavaignac, un general burgués republicano que tenía mucha experiencia colonial en Argelia. Éste, al mando del ejército, acabó con la revuelta de manera brutal y despiadada. Las barricadas fueron arrasadas.

Ilustración 4. Este excepcional y extraordinario daguerrotipo de las barricadas en Faubourg du Temple en la mañana del 25 de junio de 1848 muestra a qué se tenían que enfrentar las fuerzas del orden en su intento de recuperar París.

La represión de junio no acabó con los problemas. Los republicanos centristas estaban desacreditados y la Asamblea Nacional estaba cada vez más dividida entre una derecha monárquica y una izquierda socialista democrática. En medio surgía el espectro del bonapartismo en la figura de su sobrino, Luis Napoleón, que, aunque oficialmente exiliado en Inglaterra, en junio había obtenido un escaño en la Asamblea. Si bien se había abstenido de ocuparlo, amenazaba en una carta con que «si Francia le llamara al deber, él sabría cómo responder». Empezó a generalizarse la idea de que él y solamente él podía restablecer el orden. En las elecciones de septiembre resultó reelegido y esta vez tomo posesión de su cargo. La nueva Constitución había creado la figura del presidente, elegido por sufragio universal según el modelo de Estados Unidos, y Louis empezó su campaña para obtener el puesto. En las elecciones del 10 de diciembre, obtuvo 5,4 millones de votos frente a los 1,4 de Cavaignac y los 8.000 irrisorios votos de Lamartine. Pero la presidencia se limitaba a cuatro años, y Louis no tenía muchos apoyos en una Asamblea donde pocos bonapartistas habían resultado elegidos en 1849 y donde la mayoría seguía estando en manos de los conservadores monárquicos. Louis se entregó a la tarea de mantener la ley y el orden y suprimir a los «rojos», mientras mostraba escaso respeto por la Constitución.

En el verano de 1849, la mayor parte de los líderes socialistas (Louis Blanc, Alexandre Ledru-Rollin, Victor Considérant, etc.) se encontraban en el exilio. Cultivando el apoyo popular especialmente en las provincias (con la ayuda encubierta de prefectos como Haussmann), todavía más el de los católicos (ayudando a que el papa regresara al Vaticano en contra de los revolucionarios italianos) y del ejército, Luis Napoleón planeó su camino hacia el golpe de Estado del 2 de diciembre de 1851. Para ello contó con el apoyo involuntario de la Asamblea Nacional, que había abolido el sufragio universal y restablecido la censura de prensa, al mismo tiempo que se negaba a prorrogar el mandato presidencial. La Asamblea fue disuelta, las principales figuras parlamentarias como Cavaignac, Thiers, etc., fueron arrestadas y la resistencia en París fue fácilmente aplastada, aunque la muerte del diputado socialista Jean-Baptiste Baudin, en una de las pocas barricadas, se convertiría más tarde en un símbolo del carácter ilegítimo del Imperio. A pesar de algunos sorprendentes focos de resistencia rural, la nueva constitución, basada en la del año VIII de la Revolución, fue aprobada en el referéndum del 20 de diciembre por una amplia mayoría de 7,5 millones contra 640.000. Luis Napoleón, en medio de los gritos de «Vive l’empereur», desfiló triunfalmente por toda la ciudad durante varias horas para acabar entrando y tomando posesión del Palacio de las Tullerías como su nueva residencia. Le llevó un año cultivar el apoyo popular hasta que el Imperio fue proclamado y nuevamente confirmado masivamente en un nuevo plebiscito. El republicanismo y la administración democrática lo habían intentado y habían fracasado. Aunque todavía estaba por ver el carácter benevolente o no del autoritarismo y del despotismo, éstos se habían convertido en la respuesta[4].

Haussmann, con unas claras simpatías bonapartistas, retomó su cargo de prefecto en enero de 1849, primero en Var y más tarde en Auxerre. Llamado a París para recibir un nuevo destino, la tarde del 1 de diciembre de 1851 estando en una velada en el Elíseo, Luis Napoleón le estrechaba la mano, le informaba de su nuevo nombramiento y le decía que se presentara a la mañana siguiente al ministro del Interior para recibir sus instrucciones. Esa misma tarde, Haussmann descubría que el ministro del Interior en funciones no sabía nada de nada. A las cinco de la madrugada, Haussmann se encontró al duque de Morny, medio hermano de Napoleón, en el puesto de ministro del Interior. El golpe de Estado estaba en marcha y Morny supuso correctamente que Haussmann estaba de su parte. En primer lugar, se le envió a los límites con Italia donde había problemas fronterizos, pero a continuación a Burdeos, su región preferida. Mientras, el príncipe-presidente iba de gira por el país preparando su proclamación del Imperio. Acabó en Burdeos, donde, en octubre de 1852, proclamó que «el Imperio es la paz». Las simpatías bonapartistas de Haussmann, junto a su habilidad para movilizar durante la visita un espectáculo de apoyo a los propósitos imperiales, no pasaron desapercibidas. En junio de 1853 fue destinado a París. Según la leyenda que crea el propio Haussmann en sus Mémoires, el día en que prestaba juramento de su cargo, el emperador le presentó un mapa en donde estaban señalados con líneas de diferentes colores, según la urgencia de cada proyecto, los planes para reconstruir la ciudad. Según Haussmann, éste fue el plan que, con algunas ampliaciones, llevó fielmente a la práctica en las dos décadas siguientes.

Ilustración 5. Esta fotografía de Marville, realizada entre 1850 y 1851, muestra las demoliciones que se estaban realizando a lo largo de la rue de Rivoli y el Palais Royale.

No obstante, sabemos que esto es un auténtico mito[5]. La realidad es que había habido una amplia discusión sobre este tema y, durante la Monarquía de Julio, se habían realizado esfuerzos concretos (dirigidos por Claude Rambuteau, prefecto de París desde 1833 hasta 1848) encaminados a modernizar la ciudad. Durante toda la década de 1840 se habían discutido innumerables planes y propuestas. El emperador, después de su elección como presidente en 1848, ya había mostrado su disposición hacia las iniciativas de renovación urbana y Berger, el antecesor de Haussmann, había empezado la tarea con decisión. Se estaban ampliando la Rue de Rivoli y la de Saint Martin, y ahí están para demostrarlo las fotografías de LeSecq y Marville, así como los mordaces comentarios de Daumier sobre los efectos de las demoliciones realizadas entre 1851 y 1852, un año antes de que Haussmann tomara posesión del cargo[6]. Incluso el emperador había formado en 1853 una comisión bajo la presidencia del conde Simeon para asesorar sobre proyectos de renovación urbana. Haussmann sostiene que se reunía muy pocas veces y que sólo proporcionaba unos informes internos con unas recomendaciones banales e impracticables. La realidad es que esta comisión se reunía con regularidad y que elaboró un plan complejo y muy detallado que fue presentado al emperador en diciembre de 1853. Haussmann lo ignoraba de manera deliberada, aunque no se sabe lo que pudo influir en el emperador, el cual, por otra parte, le mandaba llamar con mayor frecuencia de lo que éste reconoce. El emperador también le había dado instrucciones, como respetar las estructuras de calidad que ya existieran o evitar las líneas rectas. Haussmann ignoró ambas observaciones. El emperador no mostraba mucho interés en las redes de suministro de agua o en la anexión de los suburbios, pero Haussmann tenía obsesión con esos dos temas y se salió con la suya. Sus Mémoires, que hasta la fecha han servido de base a la mayoría de los relatos, están llenas de engaños.

Ilustración 6. En 1852, Daumier ya recoge el tema del desplazamiento de población provocado por las demoliciones. Curiosamente no volvió a ocuparse del tema.

De cualquier forma, estas contradicciones de Haussmann resultan bastante reveladoras. Por encima del evidente egoísmo y vanidad, que no le faltaban, muestran, en parte, a qué se tuvo que enfrentar. Necesitaba crear alrededor de sí mismo y del emperador el mito de una ruptura radical, un mito que ha sobrevivido hasta nuestros días; demostrar que lo anterior era irrelevante, que ni él ni Luis Napoleón estaban de ninguna manera sujetos al pensamiento ni a la práctica del pasado inmediato. Esta negación realizaba una doble función: por una parte, cimentaba la idea del mito que era esencial para el nuevo régimen; por otra, afianzaba la idea de que no había alternativa al benevolente autoritarismo del Imperio. Los planes de las décadas de 1830 y 1840 que habían realizado republicanos, demócratas y socialistas eran impracticables y no merecían consideración. Haussmann ideó la única solución factible, aunque fuera factible simplemente porque estaba imbuida por la autoridad del Imperio. En este sentido, sí que hubo una ruptura radical, tanto en el pensamiento como en la práctica, después de que los trastornos provocados por 1848 hubieran producido su efecto. A pesar de todo, Haussmann también reconoce en su intercambio de cartas con el emperador, que prologaba el primer volumen de la Histoire générale de Paris (publicado en 1866), que «lo más sorprendente de las tendencias modernas» es que buscan en el pasado una explicación para el presente y una preparación para el futuro[7].

Ilustración 7. Esta litografía de Provost refleja el estado de Les Halles a principios de la década de 1850 y adopta el mismo ángulo que una fotografía de Marville recogida por De Thèzy. El nuevo Les Halles queda a la derecha y el antiguo sistema en el que los mercaderes tenían sus productos en los soportales de los edificios se muestra a la izquierda.

Ilustración 8. Esta fotografía de Marville muestra el primer diseño de Baltard, de 1852, para el nuevo Les Halles (conocido popularmente como La Fortaleza), que fue totalmente rechazado por el emperador y por Haussmann y rápidamente desmantelado.

Ilustración 9. Haussmann quería «paraguas de hierro» y es lo que lo que finalmente Baltard le dio, construyendo en 1855 el clásico edificio Les Halles.

Si la ruptura que Haussmann supuestamente provocó no era de ninguna manera tan radical como él mismo pretendía, entonces debemos buscar, como insisten Saint-Simon y Marx, lo nuevo en los lineamientos de lo viejo. A pesar de todo, el surgimiento de lo nuevo, como vuelven a insistir los anteriores, puede tener una trascendencia revolucionaria que no se puede negar. Haussmann y sus colegas estaban deseando lanzarse a una destrucción creativa a una escala que, hasta entonces, nunca se había visto. La formación del Imperio sobre las ruinas de una democracia republicana les permitía hacerlo así. Veamos algunos ejemplos de este cambio de escala.

Jacques Hittorf había sido uno de los principales arquitectos que habían trabajado en la transformación de París bajo la Monarquía de Julio. Ya entonces se había estado discutiendo sobre una nueva avenida que uniera el Arco del Triunfo con el Bois de Boulogne, y Hittorf había hecho planes sobre ella en los que se le daba unas dimensiones de 37 metros de ancho, lo que era un tamaño muy superior al habitual. En 1853, Hittorf se reunió con Haussmann, que insistió en que hubiera 134 metros entre las fachadas de los edificios y que la avenida tuviera 109 metros de ancho[8]. Haussmann triplicó la escala del proyecto. Cambió la escala espacial tanto del pensamiento como de la acción. Se puede considerar otro ejemplo instructivo. Desde hacía tiempo, el aprovisionamiento de la ciudad a través de Les Halles estaba considerado inadecuado y falto de eficacia. Había sido un tema habitual de discusión durante la Monarquía de Julio y Berger, que era el prefecto en aquel momento, siguiendo ordenes de Luis Napoleón, había considerado prioritaria su reforma. La ilustración 7 muestra el sistema antiguo, que ponto desaparecería, en el que los comerciantes almacenaban su mercancía de la mejor manera posible en los soportales de los edificios. Las obras del nuevo edificio dirigidas por el arquitecto Victor Baltard, y que popularmente se conocía como «la fortaleza de Les Halles», fueron paralizadas en 1852 por Napoleón, quien las consideró una solución inaceptable (ilustración 8). En 1853, Haussmann le decía a un escarmentado Baltard: «queremos paraguas», «paraguas de hierro»; y, después de rechazar algunos proyectos híbridos (lo que le valió el resentimiento eterno de Baltard), eso fue lo que obtuvieron. El resultado fue un edificio que desde hace mucho tiempo está considerado como un clásico del movimiento moderno (ilustración 9). En sus Mémoires, Haussmann sugiere que salvó la reputación de Baltard cuando Luis Napoleón le preguntó que cómo había podido un arquitecto que había hecho algo tan horrible en 1852, producir semejante genialidad dos años más tarde. Sin ninguna modestia, Haussmann replicó: «¡Diferente prefecto!».

Si nos trasladamos al Palais de l’Industrie, edificado para la Exposición Universal de 1855 (ilustración 10), podemos ver un espacio enorme que va mucho más allá de Baltard. Si comparamos estos nuevos espacios con los pasajes que habían sido tan importantes a principios del siglo xix (ilustración 11), vemos que la forma y los materiales son los mismos, pero ha habido un cambio extraordinario en las proporciones; algo que, por cierto, Walter Benjamin se olvida de señalar en su Libro de los pasajes, a pesar de su enorme interés por las formas espaciales de la ciudad. El historiador François Loyer, en su detallada reconstrucción de las prácticas de la arquitectura y la edificación en París durante el siglo xix, señala el principio básico que estaba actuando: «uno de los efectos más importantes del capitalismo sobre la construcción fue transformar la escala de los proyectos»[9]. Mientras el mito de la ruptura total merece ser cuestionado, hay que reconocer el cambio radical en la escala que Haussmann ayudó a realizar, inspirado por las nuevas tecnologías y facilitado por las nuevas formas de organización. Este cambio le sirvió para poder pensar en la ciudad (incluyendo su periferia) como una totalidad en vez de como un caos de proyectos individuales.

Ilustración 10. El Palais de l’Industrie, según Trichon y Lix, tenía un espacio interior mayor que el de Les Halles, mostrando así la transformación radical de la escala que habían hecho posible los nuevos materiales, formas arquitectónicas y modos de organización de la construcción.

Ilustración 11. Esta foto de Marville de las arcadas que forman el Passage de l’Opéra muestra el dramático cambio en la proporción (no en la forma) que se produjo en la construcción desde la década de 1820, cuando la mayoría de estos pasajes se construyeron, hasta la década de 1850, cuando se realizaron Les Halles y el Palais de l’Industrie.

A otro nivel en apariencia completamente diferente, se puede reflexionar sobre la ruptura radical que supuestamente llevó a cabo Flaubert en su escritura. Antes de 1848, Flaubert era un fracaso miserable: en esa década agonizaba hasta llegar al colapso nervioso sobre cómo y sobre qué escribir. Sus exploraciones de los temas góticos y románticos habían producido una pésima literatura sin importar el trabajo que realizara para pulir su estilo. Incluso sus mejores amigos, Maxime du Camp y Louis Bouilhet, consideraban el proyecto preliminar de La tentación de san Antonio un fracaso total, y en 1849 se lo decían claramente. Bouilhet aconsejó a un escandalizado Flaubert que estudiara a Balzac y sugería, de acuerdo con Francis Steegmuller, que «si Flaubert escribiera una novela sobre la burguesía, una clase que siempre le ha interesado y sobre la que se equivoca al considerar que no merece un tratamiento literario, fijándose más en los aspectos emocionales que en los materiales y utilizando su propio estilo, el resultado sería algo nuevo en la historia de la literatura». Dos años más tarde, después del viaje de Flaubert por Oriente, Bouilhet le sugirió que tomara el trágico suicidio de la mujer de un médico de provincias, una escena de la vida de provincias, por así decirlo, y lo tratara a la manera de Balzac.

Flaubert había decidido hacía mucho tiempo que Balzac no tenía la más mínima noción de cómo se escribía, pero, a pesar de eso, se tragó su orgullo y obedientemente se puso a trabajar desde 1851 hasta 1856. Cuando se publicó, Madame Bovary fue aclamada, y sigue siéndolo, como el acontecimiento literario más importante y la obra maestra de la cultura del Segundo Imperio[10]. Incluso con frecuencia, se la considera la novela moderna de la literatura francesa por excelencia. Por las razones que fueran, Flaubert encontró su camino solamente después de que el romanticismo y la utopía fueran pasados por las armas en 1848. Emma Bovary se suicida, víctima de banales ilusiones románticas, exactamente de la misma manera que los revolucionarios románticos en 1848, según consideraba Flaubert, se habían suicidado en las barricadas, con la falta de sentido con que lo describía en La educación sentimental. Hablando de Lamartine, Flaubert dice: «la gente ya ha tenido suficientes poetas» y «los poetas no pueden vencer». Flaubert minimizaba su deuda con Balzac (tanto como Haussmann negaba la influencia de sus predecesores), pero se daba cuenta del problema. «Para realizar algo duradero, uno tiene que tener una base sólida. El pensamiento del futuro nos atormenta y el pasado nos retiene. Por eso el presente escapa a nuestra comprensión»[11].

Un apóstol de la modernidad como Baudelaire vivió este dilema diariamente, escorando de una a otra banda con la misma incoherencia con la que en 1848 cambiaba de un lado al otro de las barricadas[12]. En su Salón de 1846, había señalado su rechazo de la tradición e invitaba a los artistas a explorar las «cualidades épicas de la vida moderna», porque la época es «rica en temas poéticos y maravillosos», como «las escenas de la alta sociedad junto con las de las miles de vidas desarraigadas que rondan el submundo de una gran ciudad, los criminales y las prostitutas». Lo maravilloso nos envuelve y nos llena igual que la atmósfera; pero no podemos verlo. A pesar de todo eso, dedicaba su trabajo a la burguesía, invocando su heroísmo: «habéis entrado en asociación, formado compañías, concedido créditos, para realizar la idea del futuro en todas sus diversas formas». Aunque pueda haber un toque de ironía en todo esto, también está apelando al utopismo de Saint-Simon, que buscaba enganchar al carro de la emancipación humana las cualidades visionarias de los poetas y la astucia de los negociantes. Baudelaire, atrapado en su propia lucha contra la tradición y «los aristócratas del pensamiento», y casualmente inspirado por el ejemplo de Balzac, propuso una alianza con todos aquellos burgueses que buscaban derribar el tradicional poder de clase. Ambos podrían alimentarse el uno al otro hasta que «la armonía suprema llegue a nosotros»[13].

Pero esa alianza no iba a producirse. Después de todo, ¿cómo podían los artistas describir el heroísmo de esas «vidas sin raíces» de manera que no resultara ofensivo para la burguesía? Baudelaire estaría el resto de su vida dividido entre el flâneur y el dandy, el observador cínico y descomprometido, por un lado, y el hombre del pueblo que entraba con pasión en la vida de sus personajes, por el otro. En 1846 esa tensión se mostraba sólo de manera implícita, pero 1848 cambió todo esto. Combatió junto a los insurgentes en febrero y junio y quizá también en mayo. Quedó horrorizado por la traición de los burgueses del Partido del Orden, pero igualmente angustiado por la retórica vacía del romanticismo que representaba Lamartine. Desilusionado, Baudelaire giró hacia el socialista Pierre Proudhon como el nuevo héroe (que entonces se relacionaba con Gustave Courbet, atraído por el realismo de ambos). Más tarde escribiría: «solamente el exceso de absurdo hizo encantador a 1848». Pero la referencia al «exceso» resulta significativa. Dejó constancia de su «salvaje excitación» y de su «placer natural y legítimo por la destrucción». Aunque detestaba los resultados e incluso le parecía preferible la vuelta a la seguridad del poder de la tradición. Entre medias de los puntos álgidos de su compromiso revolucionario, ayudó a editar periódicos reaccionarios, escribiendo más tarde: «no hay otra forma de gobierno racional y con garantías que no sea el de una aristocracia», lo que se correspondía exactamente con las ideas de Balzac. Después de su furia inicial contra el golpe de Estado de Luis Napoleón, se apartó de la política dejándose llevar por el pesimismo y el cinismo sin confesar su adicción hasta que el pulso de la revolución empezó a latir. «La revolución y el culto a la razón confirman la doctrina del sacrificio»[14]. Llegó a manifestar esporádicos afectos hacia Luis Napoleón como poeta-guerrero en el papel de rey.

La agridulce experiencia que supuso la destrucción creativa en las barricadas y el saqueo del Palacio de las Tullerías en 1848 deja una contradicción en el sentido que tiene la modernidad para Baudelaire. Para poder enfrentarse al presente y crear el futuro, la tradición debe ser derrocada, violentamente si es necesario. Pero la pérdida de la tradición arranca el ancla de la esperanza de nuestro entendimiento y nos deja sin rumbo y sin fuerzas. El objetivo de los artistas, escribía en 1860, debe ser por ello entender lo moderno como lo «pasajero, fugaz y contingente» en relación con la otra mitad del arte que se ocupa «de lo eterno e inamovible». En un pasaje que hace eco de este dilema, dice que el peligro está en «no ir suficientemente deprisa, en dejar que el espectro escape antes de haber extraído la síntesis y haber tomado posesión de ella»[15]. Pero toda esa prisa deja a su paso muchas ruinas humanas. Los «miles de vidas desarraigadas» no se pueden ignorar.

En la narración «El viejo payaso», incluida en Spleen de París, encontramos una elocuente evocación de todo esto. Se describe París como un gran teatro. «En todas partes alegría, lucro, disipación; en todas partes la garantía del pan de mañana; en todas partes frenéticos arrebatos de vitalidad». La fête imperiale del Segundo Imperio va a toda marcha. Pero entre «el polvo, los gritos, la alegría y el tumulto», Baudelaire encuentra «al penoso viejo payaso, encorvado, decrépito, una ruina humana». Lo absoluto de su miseria «resulta más horrible por estar adornada con cómicos harapos». El payaso está «silencioso e inmóvil. Se había rendido, abdicado. Su suerte estaba echada» (ilustración 12). El autor siente «la terrible mano de la parálisis atenazando su garganta», al mismo tiempo que unas «lágrimas de rebeldía que no llegarán a caer» nublan su vista. Quiere darle dinero, pero el movimiento de la multitud le arrastra hacia adelante. Mirando hacia atrás, se dice a sí mismo: «acabo de ver al prototipo del viejo escritor que ha sido un brillante animador de la generación que le ha tocado vivir, el viejo poeta sin amigos, sin hijos, degradado por la miseria y la ingratitud del público, y a cuya barraca el caprichoso mundo ya no se molesta en acudir»[16].

Ilustración 12. El payaso de Daumier muestra parte del sentimiento expresado por el poema en prosa de Baudelaire. Con la multitud alejándose de él, sólo queda un niño mirándole con curiosidad. Mira hacia la lejanía como una figura noble que ha quedado abandonada.

Para Marx, 1848 supuso una similar línea divisoria intelectual y política. Aunque visitara París en marzo, había vivido los sucesos de 1848-1851 desde la distancia de su exilio en Londres. Estos acontecimientos se convirtieron en una epifanía sin la cual su evolución hacia el socialismo científico resultaría impensable. La ruptura radical que frecuentemente se pone en evidencia entre el «joven» Marx de los Manuscritos económico-filosóficos y el «maduro» de El capital, no fue más radical que la que experimentaron Haussmann o Flaubert, pero no obstante resulta significativa. En sus primeros años, había estado profundamente influenciado por el romanticismo y el socialismo utópico, pero en 1848 era mordaz en su rechazo de ambos. Aunque hubiera habido un momento histórico en que el socialismo utópico había contribuido a abrir nuevos horizontes en la conciencia de la clase obrera, en la actualidad, en el mejor de los casos, su influencia era irrelevante y, en el peor, era una barrera para la revolución. Habida cuenta del caótico fermento de ideas que se produjo en Francia durante la década de 1840 (el tema del capítulo 2), resulta comprensible que Marx tuviera intereses estratégicos en reducir el pensamiento opositor a una ciencia del socialismo mucho más rigurosa y de síntesis. Pero para el movimiento marxista posterior, el asumir las rupturas radicales como si lo que hubiera sucedido antes fuera irrelevante, ha sido un grave error. Marx tomó toda clase de ideas de figuras como Saint-Simon, Louis Blanqui, Robert Owen y Étienne Cabet; e incluso cuando rechazaba otras, afinaba sus concepciones tanto mediante la crítica y la confrontación como eliminando lo superficial. Su presentación del proceso del trabajo en Elcapital toma forma en respuesta a la idea de Fourier de que el trabajo no alienado se define exclusivamente por la atracción pasional y por el placer del juego. A esto Marx replica que se requiere compromiso y coraje para realizar grandes proyectos y que el proceso del trabajo, por muy noble que sea, no puede escapar por completo al rigor del esfuerzo y de la disciplina colectiva. Pero, en cualquier caso, Marx sostenía algo que había tomado de Saint-Simon: que ningún orden social puede cambiar sin que los rasgos de lo nuevo se encuentren en el estado existente de las cosas.

Si aplicamos rigurosamente ese principio a lo que sucedió en 1848 y en los años posteriores, veríamos no sólo a Flaubert, Baudelaire y Haussmann, sino también al propio Marx bajo una luz muy especial. El hecho de que todos ellos alcanzaran su esplendor de manera tan espectacular solamente después de 1848 apoya el mito de la modernidad como una ruptura radical y sugiere que la experiencia de esos años fue vital para las subsiguientes transformaciones del pensamiento y de la práctica en una gran variedad de escenarios. Esto es, a mi modo de ver, la cuestión central que hay que abordar: ¿hasta qué punto y de qué maneras se encontraban prefiguradas las transformaciones alcanzadas a partir de 1848 en el pensamiento y en las prácticas de los años anteriores?

Marx, al igual que Flaubert y Baudelaire, estaba enormemente influenciado por Balzac. Paul Lafargue, yerno de Marx, señala que su admiración por Balzac «era tan profunda que tenía pensado escribir un ensayo sobre La comedia humana, en cuanto acabara sus trabajos de economía»[17]. A juicio de Marx, la totalidad de la obra de Balzac era clarividente en cuanto a la evolución del orden social. Balzac «anticipaba» de forma asombrosa relaciones sociales que en las décadas de 1830 y 1840 sólo se podían encontrar de forma embrionaria. Al levantar los velos para mostrar cómo los mitos de la modernidad se iban formando a partir de la Restauración, Balzac nos ayuda a identificar la profunda continuidad que subyace en la aparente ruptura radical que se produce a partir de 1848. La dependencia encubierta de Flaubert y Baudelaire de las perspectivas que desarrolló Balzac muestra esta continuidad incluso en el terreno de la producción literaria. La deuda explícita de Marx revela esa continuidad en la economía política y en los escritos históricos. Si los movimientos revolucionarios derivan de las tensiones latentes en el orden presente, entonces los escritos de Balzac sobre París en las décadas de 1830 y 1840 muestran la naturaleza de estas tensiones. Y dentro de estas posibilidades tomaron forma las transformaciones del Segundo Imperio. Desde esta perspectiva analizo en el capítulo 1 la representación de París que realiza Balzac.

El material gráfico de Daumier, del que hago un considerable uso ilustrativo, tiene similares cualidades visionarias. Frecuentemente comparado con Balzac, Daumier produjo ingentes cantidades de ilustraciones sobre la vida diaria y la política de París que representan una fuente de extraordinario valor. Baudelaire se quejó en alguna ocasión de que los lectores de Daumier se fijaran solamente en el chiste sin prestar ninguna atención al arte. Sin embargo, los historiadores del arte han rescatado a Daumier de la condición de simple caricaturista y se han fijado en su obra más elevada, aunque, debido a su prolífica producción, se considera de calidad irregular. No obstante, aquí estoy más interesado en los temas que escogía y la naturaleza de los chistes que él y otros, como Gavarni y Cham, compartían con sus lectores. Daumier se anticipa con frecuencia a procesos de cambio que se encuentran en estado embrionario, volviéndolos muy visibles. Ya en 1844 satirizaba la manera en que se organizaban los comercios textiles y auguraba los futuros grandes almacenes que surgirían en las décadas de 1850 y 1860. Muchos de sus comentarios sobre desalojos y demoliciones (considerados por Roger Passeron como arte inferior) son de 1852, antes de que llegaran las demoliciones masivas. Tenía la asombrosa habilidad, no solamente de ver lo que era la ciudad, sino también de prever con mucha antelación en qué iba a convertirse[18].

La tarea de ver y representar la ciudad durante fases de intenso cambio es una tarea ardua. Para hacerlo, novelistas como Balzac y artistas como Daumier fueron abriendo vías interesantes pero indirectas. Resulta llamativo comprobar que, aunque existen innumerables estudios y monografías sobre ciudades concretas, pocas de ellas parecen especialmente sobresalientes consideradas a la luz de la condición humana. Por supuesto, hay excepciones. Siempre he considerado el trabajo de Carl Schorske, Fin-de-siècle Vienna, como el modelo al que hay que aspirar aunque sea imposible de alcanzar[19]. Una de las características más importantes de ese trabajo es, precisamente, cómo se las arregla para transmitir una percepción de la totalidad de la ciudad a través de una variedad de perspectivas de la vida material, de las actividades culturales y de los modelos de pensamiento. Los estudios urbanos más interesantes a menudo son fragmentarios y están realizados desde perspectivas concretas: la dificultad está en ver tanto el conjunto como las partes, y precisamente por ello la obra de Schorske resulta especialmente mágica. Esta dificultad está siempre presente en todos los estudios urbanos y en la teoría urbana en general. Tenemos muchas teorías de lo que sucede en la ciudad, pero falta una teoría de la ciudad. A menudo, las teorías que tenemos resultan tan unidimensionales y rígidas que quedan lejos de llegar a desentrañar la riqueza y complejidad que se encuentra en la experiencia urbana. Abordar una aproximación a la ciudad y a la experiencia urbana desde una perspectiva unidimensional no es un buen camino.

Esta fragmentada aproximación a la totalidad está brillantemente articulada en el estudio que Walter Benjamin realizó sobre París en El libro de los pasajes[20], una obra que en los últimos años ha sido el centro de un considerable interés, especialmente a partir de la aparición en 1999 de una traducción inglesa definitiva. Desde luego, mi propósito es diferente al de Benjamin. Consiste en reconstruir de la mejor manera posible el funcionamiento del Segundo Imperio en París; cómo el capital y la modernidad se unieron en un espacio y tiempo concretos, y cómo las relaciones sociales y la imaginación política se vieron estimuladas por este encuentro. Espero que los estudiosos de Benjamin encuentren algo útil en este ejercicio. Evidentemente, hago uso de muchas de sus perspectivas y tengo algunas ideas generales sobre cómo realizar su lectura, e incluso algunas críticas, como ya he mencionado al hablar de la escala espacial. La fascinación que me produce su proyecto viene de la manera en que articula una gran cantidad de información, procedente de toda clase de fuentes secundarias, y empieza a ordenar pedazos y trozos, los «detritus» de la historia, como los llamaba, como si fueran parte de un gigantesco caleidoscopio sobre cómo funcionaba París y cómo se convirtió en el lugar central que acogió el nacimiento de lo moderno, tanto de su técnica como de su sensibilidad. Es evidente que Benjamin tenía una grandiosa concepción en su cabeza, pero el estudio está sin terminar (quizá era inacabable) y su forma global (si es que tuvo intenciones de darle alguna) permanece difusa. Pero igual que Schorske, Benjamin vuelve una y otra vez a algunos temas, hilos persistentes que reúnen el conjunto y presentan una visión posible de la totalidad. Los pasajes, una forma espacial, funcionan como un motivo recurrente. Igual que otros escritores marxistas como Henri Lefebvre, Benjamin insiste en que no vivimos solamente en un mundo material, sino que nuestra imaginación, nuestros sueños, nuestras concepciones y nuestras representaciones mediatizan el mundo material de maneras muy poderosas; de aquí su fascinación por el espectáculo, la representación y la fantasmagoría.

El problema para el lector de Benjamin está en cómo entender los fragmentos en relación con la totalidad de París. Sin duda, algunos querrían decir que no encajan juntos y que es mejor dejarlos así. Superponer las temáticas (ya sea en El libro de los pasajes o en mi propia preocupación sobre la circulación y acumulación del capital y el dominio de las relaciones de clase) es violentar de tal manera la experiencia, que se tiene que evitar de cualquier forma. Por mi parte, confío mucho más en las relaciones inherentes entre los procesos y las cosas como para darme por satisfecho dejando así el asunto. También estoy profundamente convencido de nuestra capacidad para representar y comunicar lo que esas conexiones y relaciones significan. Pero también reconozco, como debe hacerlo cualquier teórico, la necesaria violencia que acompaña a la abstracción, y que siempre es peligroso el interpretar relaciones complejas como eslabones causales o, todavía peor, determinadas por algún proceso mecanicista. Recurrir a un modelo dialéctico y de relaciones para desarrollar una investigación histórico-geográfica nos debería ayudar a evitar esas trampas.

Realizar un trabajo de esta clase (tanto para Schorske y Benjamin como para mí mismo) depende, en gran parte, de investigaciones en archivos realizadas por otros. El archivo de París ha sido explotado de manera tan enriquecedora y las fuentes secundarias son tan abundantes (como atestigua la extensa bibliografía), que realizar una síntesis dinámica de los innumerables estudios hechos desde diferentes perspectivas requiere un esfuerzo considerable. La dependencia de fuentes secundarias, muchas de las cuales forman parte de un marco de conceptos y de teorías diferentes a los míos, es algo que de alguna manera limita; y siempre queda la cuestión de la fiabilidad y veracidad, por no hablar de su compatibilidad. Con frecuencia he realizado una lectura de estas fuentes contra el hilo de su propio armazón teórico, pero el trabajo de investigación en los archivos de París ha sido cuidadosamente realizado desde todas las perspectivas (un buen ejemplo es el so­bre­sali­ente estudio de Jean Gaillard[21], en el que me apoyo de manera importante), y me he esforzado en mantener la integridad de los hallazgos más significativos de esta investigación.

Enfocar las cuestiones de esta manera también es ir contra la corriente de muchas prácticas académicas actuales, centradas en construcciones razonadas que penetran hechos supuestamente objetivos, para poder entenderlos como construcciones culturales abiertas a la crítica y a la deconstrucción. Semejante cuestionamiento ha sido inestimable. Desde este punto de vista, hablar de la «integridad» de los hallazgos resulta muy dudoso, habida cuenta de que la integridad y la verdad son efectos de un discurso. Resulta útil saber, por ejemplo, que la investigación estadística sobre la industria de París en 1847-1848 estaba lastrada por condicionamientos políticos y económicos, que entre otras cosas clasificaban como «pequeños negocios» a los trabajadores subcontratados en sus propias casas, y que buscaban situar en primer plano la importancia de la familia como guardiana del orden social[22]. El cuestionamiento que hace Rancière del «mito» de los artesanos afligidos por la desaparición de los oficios, la degradación y la pérdida de nobleza del trabajo como un actor principal de la lucha de clases tiene que tomarse seriamente en consideración[23].

Pero un trabajo de síntesis como el que intento hacer aquí debe ineludiblemente construir sus propias reglas de articulación. No puede limitarse a una deconstrucción sin fin de las elaboraciones de otros, sino que tiene que profundizar sobre la materialidad de los procesos sociales, al mismo tiempo que reconocer el poder y el significado de discursos y percepciones, para dar forma a la vida social y a la investigación histórico-geográfica. Por ello, la metodología del materialismo histórico-geográfico que llevo años desarrollando, y que debe mucho al estudio sobre París que publiqué en 1985, proporciona a mi entender un poderoso instrumento para comprender las dinámicas del cambio urbano en un lugar y un tiempo determinados[24]. De cualquier forma, quiero resaltar mi deuda con una larga tradición de rigurosa investigación que, desde hace mucho tiempo, ha buceado a fondo en los archivos de París y ha reflexionado sobre sus significados desde muchas perspectivas. Las extraordinarias instalaciones de la Bibliothèque Historique de la Ville (una institución creada por Haussmann) y la colección de material visual que incluye las fotografías de Marville (encargadas por Haussmann para que registrasen la destrucción creativa), reunido actualmente en la Photothèque des Musées de la Ville, hicieron la preparación de este trabajo mucho más fácil y placentera.

El estudio de París, que forma la segunda parte de la obra, es una versión más extensa del ensayo Consciousness and the Urban Experience (publicado en 1985 conjuntamente por Johns Hopkins University Press y Basil Blackwell). El anexo «La construcción de la Basílica del Sacré-Coeur» procede, ligeramente revisado, de la misma obra que apareció inicialmente en Annals of the Association of American Geographers en 1979. El estudio sobre Balzac es una versión revisada y ampliada de estudios anteriores, publicados por separado en Cosmopolitan Geographies, editado por Vinay Dharwadker (publicado por Routledge en 2001), y en Afterimages of the City, editado por Joan Ramon Resina (publicado por Cornell University Press en 2002). El capítulo 2 y esta introducción son totalmente nuevos.

[1] Jill Harsin, Policing Prostitution in Nineteenth Century Paris, Princeton (NJ), 2002, p. 262. Harsin presenta datos que cuestionan las cifras habituales. Simone Delattre, Les douze heures noires. La nuit à Paris auxixème siècle, París, 2000, pp. 108-111. Delattre atribuye las cifras a las memorias de Daniel Stern (alias Marie d’Agoult), Histoire de la Revolution de 1848. Maurice Agulhon, The Republican Experiment, 1848-1852, Londres, 1983. Agulhon proporciona un marco histórico de la revolución y de sus consecuencias.

[2] Gustave Flaubert, Sentimental Education, Harmondsworth, 1964, pp. 39-40. Citado por M. Agulhon, The Republican Experiment, 1848-1852, cit.

[3] Philip Guedalla, The Second Empire, Nueva York, 1922, pp. 163-164.

[4] La manera exacta en que Luis Napoleón llegó al poder ha sido objeto de muchos relatos fascinantes, entre ellos por supuesto El dieciocho brumario de Luis Bonaparte de Marx. M. Agulhon, The Republican Experiment, 1848-1852, cit., es más discreto pero contrasta con gran cuidado la opinión histórica con los documentos históricos.

[5] Las evidencias más devastadoras han sido recopiladas por Pierre Casselle, «Commission des Embellissements de Paris. Rapport à l’Empereur Napoléon III Rédigé par le Comte Henri Simeon», Cahiers de la Rotonde 23 (2000). Pero las publicaciones de Karen Bowie, La modernité avant Haussmann. Formes de l’éspace urbain à Paris, 1801-1853, París, 2001, y Jean des Cars y Pierre Pinon (eds.), Paris-Haussmann. Le pari d’Haussmann, París, 1991, refuerzan aún más todo esto. La reciente biografía de Haussmann que realiza Michel Carmona (Haussmann, París, 2000), reconoce que sus Mémoires son bastante poco fiables.

[6] Eugenia Janis, «Demolition Picturesque. Photographs of Paris in 1852 and 1853 by Henri Le Secq», en P. Walch y T. Barrows (eds.), Perspectives on Photography. Essays in Honor of Beaumont Newhall, Albuquerque (NM), 1986. Janis recoge todas las fotos de Le Secq sobre las demoliciones de 1851-1852, y la mayor parte del archivo fotográfico de Marville se reproduce en Marie de Thèzy, Marville, París, 1994.

[7] Citado en Maria Hambourg, «Charles Marville’s Old Paris», French Institute/Alliance Française, Charles Marville, Photographs of Paris at the Time of the Second Empire on Loan from the Musée Carnavalet, París y Nueva York, 1981, p. 9.

[8] W. Weeks, The Man Who Made Paris. The Illustrated Biography of Georges-Eugene Haussmann, Londres, 1999, p. 28; M. Carmona, Haussmann, cit., confirman los datos que están basados en las Mémoires de Haussmann.

[9] François Loyer, «Paris, 19th Century», The Journal of the Society of Architectural Historians (1988), p. 67.

[10] Francis Steegmuller, Flaubert and Madame Bovary: A Double Portrait, Nueva York, 1950, p. 168.

[11] G. Flaubert, Letters, 1857-1880, Chicago, 1982, p. 134.

[12] Los hechos se recogen en Richard Klein, «Some Notes on Baudelaire and Revolution», Yale French Studies 39 (1967), pp. 85-97, y Timothy J. Clark, The Absolute Bourgeois. Artists and Politics in France, 1848-1851, Londres, 1973.

[13] Charles Baudelaire, Selected Writings on Art and Artists, Londres, 1981, pp. 104-107.

[14] Ch. Baudelaire, Intimate Journals, San Francisco, 1983, pp. 56-57.

[15] Ch. Baudelaire, Selected Writings on Art and Artists, cit., pp. 402-408.

[16] Ch. Baudelaire, Paris Spleen, Nueva York, 1947, pp. 25-27.

[17] Thomas Kemple, Reading Marx Writing. Melodrama, the Market and the «Grundrisse», Stanford (CA), 1995. Kemple hace una reflexión muy interesante sobre la deuda y admiración que Marx tiene por Balzac. Véase también S. Prawer, Karl Marx and World Literature, Oxford, 1978.

[18] Daumier se estudia en T. J. Clark, The Absolute Bourgeois. Artists and Politics in France, 1848-1851, cit. Una aproximación más convencional la realiza Roger Passeron, Daumier, París, 1979.

[19] Carl Schorske, Fin-de-Siècle Vienna, Nueva York, Vintage Books, 1981.

[20] Walter Benjamin, The Arcades Project, Cambridge (MA), 1999 [ed. cast.: Libro de los pasajes, Madrid, Ediciones Akal, 2005]. Entre los muchos comentarios convincentes que se recogen sobre este trabajo, han sido especialmente útiles para mis propósitos los siguientes: David Frisby, Fragments of Modernity. Theories of Modernity in the Work of Simmel, Kracauer and Benjamin, Cambridge, 1985; G. Gilloch, Myth and Metropolis. Walter Benjamin and the City, Cambridge, 1986, y Susan Buck-Morss, The Dialectics of Seeing. Walter Benjamin and the Arcades Project, Cambridge, 1991.

[21] Cito en particular el trabajo de Jean Gaillard (Paris, la ville, 1852-1870, París, 1977), porque me parece admirable y he utilizado ampliamente sus hallazgos.

[22] Joan W. Scott, Gender and the Politics of History, Nueva York, 1988.

[23] Jacques Rancière, «Good Times or Pleasure at the Barrieres», A. Rifkin y R. Thomas (eds.), Voices of the People, Londres, 1988.

[24] La exposición teórica completa se encuentra en David Harvey, Justice, Nature and the Geography of Difference, Oxford, 1996. El marco teórico que documentaba pero, me apresuro a decir, no dictaba la forma del estudio original sobre París, que se mantiene en esta versión, se publicó en D. Harvey, The Limits to Capital, Oxford, 1982.

Parte primera

Representaciones: París, 1830-1848

I. Los mitos de la modernidad: el París de Balzac

Balzac ha asegurado la constitución mítica del mundo a través de contornos topográficos precisos. París es la tierra que alimenta su mitología. París con sus dos o tres grandes banqueros (Nucingen, du Tillet); París con su gran médico, Horace Bianchon; con su empresario César Birotteau; con sus cuatro o cinco grandes cortesanas; su usurero Gobsek; con su variedad de abogados y militares. Pero por encima de todo, y es algo que vemos continuamente, es desde las mismas calles y esquinas, desde las pequeñas habitaciones y recovecos, de donde salen a la luz las figuras de este mundo. ¿Qué otra cosa puede significar esto sino que la topografía es el plano de este espacio mítico de tradición, como lo es de cualquier otro semejante, y que realmente se puede convertir en su llave?

Walter Benjamin

En La solterona,