Peligro en la montaña - Vanessa Vale - E-Book

Peligro en la montaña E-Book

Vale Vanessa

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Beschreibung

Eva Miranski lleva semanas intentando encontrar al asesino que anda suelto en Cutthroat. Además, trabaja muy duro para proteger su destrozado corazón de dos vaqueros alfa que no se lo ponen fácil. Así es: dos. Después de que se conocieran en una fiesta navideña, Shane Nickel y Finch Anderson le han dejado claro a Eva que solo les interesa alguien: ella.

Aunque Shane Nickel es el hijo de una estrella de cine, no le hace feliz vivir llamar la atención. Cuando conoce a la tozuda detective, sus instintos protectores salen a la luz. Debería olvidarse de ella. Debería encontrar a una mujer cuyo trabajo no implique portar un arma y esposas (aunque se le ocurran unas cuantas formas divertidas de usarlas) ni cazar a un asesino. Su corazón —y otras partes de su cuerpo— quieren a Eva.

Finch Anderson, el guarda forestal, se pasa más tiempo en el bosque que en el pueblo, y eso le viene bien hasta que conoce a Eva y todo cambia. La desea. Desea todo lo que pensó jamás tener, pero ¿cómo un delincuente y una tenaz detective podrían llevarse bien?

Las dudas de los hombres no tendrán importancia cuando se descubra evidencia nueva sobre el caso de Erin Mills y se dé a conocer la identidad del asesino. De lo único que tendrán que preocuparse es de mantener viva a Eva porque el asesino no se entregará sin dar pelea.

 

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Peligro en la montaña

Hombres salvajes de montaña - 4

Vanessa Vale

Derechos de Autor © 2021 por Vanessa Vale

Este trabajo es pura ficción. Los nombres, personajes, lugares e incidentes son producto de la imaginación de la autora y usados con fines ficticios. Cualquier semejanza con personas vivas o muertas, empresas y compañías, eventos o lugares es total coincidencia.

Todos los derechos reservados.

Ninguna parte de este libro deberá ser reproducido de ninguna forma o por ningún medio electrónico o mecánico, incluyendo sistemas de almacenamiento y retiro de información sin el consentimiento de la autora, a excepción del uso de citas breves en una revisión del libro.

Diseño de la Portada: Bridger Media

Imagen de la Portada: Deposit Photos: EpicStockMedia; Hot Damn Stock

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http://vanessavaleauthor.com/v/ed

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Contenido extra

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Acerca de la autora

1

EVA

—Ni creas que irás a mi fiesta con una camisa de la Policía de Cutthroat —me dijo Poppy, con una ceja alzada y agitándome un dedo.

Me observé, miré lo que me había puesto para ir al trabajo: los pantalones de siempre y la camisa de manga larga azul marino con el logo estampado de la policía.

Creía que me llevaría este poco interesante atuendo a su fiesta, pues me conocía bastante bien. Pero yo también la conocía; sabía que no me iba a salir con la mía y organicé otro cambio. Alcé las cejas para detenerla como si fuera ella la oficial y no yo.

—Traje un cambio de ropa.

Cogí mi bolsa y la dejé caer sobre su cama. Había ido a su casa directamente al salir del trabajo.

—¿El departamento te ha dado esta ropa? —preguntó—. Si fuera de otra talla, ¿se la pondría un tío?

Solté una carcajada mientras abría la bolsa.

—No. Llevo demasiadas horas trabajando en el asesinato de Mills y los otros casos que tengo encima como para pensar en qué ponerme o para hacer la colada.

—Está muy bien para trabajar de nueve a cinco, ¿vale?

—Yo diría más bien que de siete a diez —la corregí.

—Lo que sea. ¿Lo que has traído tiene lentejuelas? ¿Volados? ¿Lazos? ¿Es de un color que no sea negro o azul marino?

Me volví y la miré de forma severa.

—¡Poppy!

Yo nunca llevaba lentejuelas ni volados, y ella lo sabía.

Se encogió de hombros, gesto que hizo que la sudadera de angora rosa que llevaba se le bajara por un hombro. Nadie cuestionaba sus atuendos.

—Solo digo que a los tíos les gusta que les pongas las esposas si estás con ellos en la cama.

Lo visualicé en mi mente: un hombre encadenado en la cama, a mi merced. La idea parecía interesante, pero lo que realmente me encendía era lo opuesto: que un hombre me atase a mí y me tuviese a su merced, que me hiciera olvidar de todo. No tendría que estar a cargo, ni preocuparme de si lo estaba haciendo bien.

Eso jamás iba a suceder. Imposible que estuviese bajo el control de un hombre de esa manera. Imposible que dejase yo que me quitase el poder. Lo hice una vez y fue una real pesadilla. Peor que una pesadilla.

Nunca más. Era más seguro estar sola y soltera que ser abusada.

—Estás loca —le dije.

—No has estado con nadie desde que te conozco, ni has tenido citas ni nada. ¿Desde hace cuánto no echas un polvo? —preguntó ella con su perfecta ceja alzada.

Hacía un montón que un hombre no me generaba un orgasmo. Pues nunca, porque tenía que hacerlo yo en el sexo. Los tíos con los que había estado no me satisfacían.

—¿Crees que una sudadera roja me ayudará a echar un polvo?

—Desde luego que el uniforme de policía no —replicó.

Decir que éramos totalmente opuestas era quedarse corto. Era de extrañar que fuésemos amigas. Conocí a Poppy Nickel en una clase de yoga en el centro de recreación cuando me vine a vivir aquí. Extrañamente, nos llevábamos bien. Ella era alegre, bajita y curvilínea; yo era alta, sin nada de curvas y malhumorada. A ella le gustaba arreglarse un montón; para mí, recogerme el pelo en una coleta era estar arreglada.

Poppy intentaba juntarme con muchachos buenos —sin tener éxito— y yo le evitaba las multas por exceso de velocidad. No era una chica descarriada, pero sí era mucho más aventurera que yo. Sin embargo, tampoco estaba con nadie. Estaba soltera por ahora.

Me quité las esposas del gancho del cinturón y las guardé en mi bolsa.

—Las esposas, no. —Saqué una sudadera y la sostuve entre los dedos—. Es cuello de tortuga, pero es rojo. Para combinarla, he traído vaqueros ajustados color blanco. ¿Te parece bien?

Frunció los labios mientras pensaba.

—Tu fiesta es en el exterior, en el mes de diciembre —le recordé—. Quizá afuera estemos a diez grados. No voy a exponer demasiada piel. Llevaré el abrigo, el sombrero y las botas. Nadie va a ver la sudadera.

—Vale —refunfuñó mientras cogía el móvil para ver la hora—. Pero irás con el cabello suelto. Me encontraré en el granero con Kit Lancaster, la planificadora de la fiesta, para verificar que todo esté bien. Vuelvo en una hora.

Se despidió con la mano y me dejó sola para que me alistase en su enorme suite principal.

Poppy era millonaria. Tan sencillo como eso. Su padre era Eddie Nickel, el famoso actor de cine. Aunque pasaba la mayor parte del año en Los Ángeles o en algún estudio de rodaje, su casa estaba en Cutthroat, donde tenía un enorme rancho a pocos kilómetros de la casa de Poppy. Para el pueblo era una maravilla tenerlo de residente por la evidente publicidad, pero también porque había rodado aquí su última película, la cual terminó hacía un mes y, por lo que había oído, se quedaría a pasar las vacaciones. De esto último me enteré en una revista del mostrador.

Aunque no tenía caballos ni ganado como el rancho de su padre, la casa de Poppy contaba con un terreno enorme que incluía un granero y un estanque donde se celebraría la fiesta de esta noche. No iba a ser una reunión sencilla. Poppy había planeado aperitivos y bebidas de lujo, ponches calientes con mucho ron, una banda de música en vivo para bailar en una plataforma elevada y patinaje sobre hielo en un estanque despejado con Zamboni. Hasta contrató a una organizadora de eventos, Kit Lancaster, a quien conocía por medio de la investigación Mills.

La fiesta iba a ser bajo las estrellas, en diciembre. Su cumpleaños fue la semana pasada, por lo que cada año hacía una fiesta con motivo de cumpleaños y Navidad. Se esperaban más de cien personas.

Pero, hasta donde sabía, Eddie Nickel no vendría. Poppy no hablaba mucho de su famoso padre. No me hacía falta ser detective para saber que no se llevaban bien. Nunca lo había visto. Nunca había oído que ella almorzara con él, que fuera a su casa a cenar, nada. Por eso, nunca sacaba el tema. Podría sacarle la información —a eso me dedicaba—, pero no tenía ganas de que indagara en mi pasado. Me había venido a vivir a Cutthroat por una razón, y no la iba a compartir ni siquiera con una amiga. Puede que inspeccionara mis atuendos para fiestas, pero no me hacía preguntas sobre mi pasado, y eso se lo agradecía un montón.

Fui al tocador, me quité el soso atuendo que traía del trabajo y me duché.

Aunque nunca había tenido problemas por ser mujer en el cuerpo de policía de Cutthroat, no hacía mucho alarde de mi feminidad. No quería sobresalir entre mis compañeros, mucho menos entre los sospechosos. Fuera del trabajo tampoco me esforzaba demasiado; optaba por camisetas y vaqueros sencillos con muy poco maquillaje. Era fácil y me quitaba poco tiempo para prepararme por la mañana, pero también me mantenía fuera del radar de la mayoría de los hombres. Para mí eso estaba bien.

No estaba buscando a un tío. No quería tener una relación. Después de un gran desastre, me venía muy bien estar soltera. Era más fácil, más seguro y mucho menos peligroso para mi cuerpo, mi mente y mi corazón.

Cuando terminé de bañarme, me sequé, saqué bragas y un sujetador limpio de mi bolsa y me los puse, luego cepillé mi cabello húmedo. La puerta estaba cerrada, pero escuché una serie de ruidos sordos. Abrí la puerta del baño para escuchar y me pregunté en qué andaría Poppy.

—Tenemos que darnos prisa. Está en el granero y volverá pronto.

Era la voz ronca de un hombre. Definitivamente no era Poppy. Que dijera «nosotros» indicaba que debían ser al menos dos. Salí de puntillas del baño y me dirigí al rellano del segundo piso. La gruesa alfombra silenciaba cualquier sonido que pudiese hacer. La casa de Poppy era moderna, de habitaciones amplias y abiertas de estilo occidental. Pude ver el gran salón desde un balcón abierto y observar a un hombre que acababa de trepar por una ventana.

Todavía no estaba oscuro y no había ninguna luz encendida. Debieron de haber visto a Poppy al salir y pensaron que la casa estaba vacía. Yo había guardado el SUV de la policía en el inmenso garaje para no tener que quitarle hielo ni sacudir nieve cuando me marchase, ya que se esperaba que nevara antes del amanecer.

Un segundo hombre tenía la cabeza y la parte superior del cuerpo metida en la ventana e introducía el resto de su cuerpo por la abertura. Era grande y no muy ágil.

—Se va a arrepentir —dijo el segundo, y gruñó al caer al suelo de madera.

Quienquiera que fuera, no era muy amigo de Poppy. El recuerdo de lo que Mark Knowles le había hecho a Sam Smythe —secuestro con intento de violación— estaba fresco en mi mente.

No tenía el móvil aquí, pero no iba a dejar que esos dos le hicieran daño a Poppy. Estos tíos no iban a meterse con mi amiga.

Caminé de puntillas hasta el dormitorio de Poppy, saqué mi pistola y mis esposas del bolso, luego bajé las escaleras lentamente y llegué al salón.

—¡Alto ahí! —dije con voz fuerte y clara. Tenía el arma de servicio levantada y apuntándolos.

El primer tío se volvió mientras el segundo se levantaba del suelo, alzando consigo un sombrero de vaquero que tenía al lado y colocándoselo en la cabeza. Estaban parados uno al lado del otro y, automáticamente, alzaron las manos. Tenían los ojos abiertos de par en par; quedaron congelados. Claramente no esperaban encontrarse conmigo ni con mi arma.

Ahora que podía verlos bien, me sorprendieron. Mi ojo de detective le calculó al de la izquierda unos treinta años, un metro ochenta y unos cien kilos de puro músculo. Cabello negro, ojos igualmente negros. No tenía marcas ni cicatrices visibles, y llevaba puesto un abrigo negro y vaqueros oscuros. Tenía puestos guantes negros, lo que significaba que no quería dejar huellas dactilares. Al otro le calculaba la misma edad, metro ochenta, y unos ciento veinte kilos de puro músculo. Cabello castaño claro, barba afeitada, ojos verdes, camisa de franela, vaqueros y sombrero de vaquero.

Mi ojo de mujer quiso gritar «mierda». Eran guapísimos. Modelos de revista, pero robustos. Dudaba que hubiesen pisado un gimnasio alguna vez. Probablemente talaban árboles y luchaban con alces para ejercitarse.

Cuando me di cuenta de que los estaba mirándolos demasiado, me aclaré la garganta.

—Tú, dos pasos a la derecha. —Hice un gesto con mi pistola hacia el moreno, señalándole hacia dónde quería que fuera. El muy listo hizo lo que le dije.

—Daos la vuelta.

—Madre mía. Estoy a favor del derecho a portar armas, pero ¿sabes cómo usar esa cosa?

No acababa de preguntarme eso. Me negué a responder, solo miré con desdén.

—No la hagas enfadar —le advirtió el moreno a su amigo.

—Sí, no me hagas enfadar.

—No irás a dispararnos en la espalda, ¿verdad? —preguntó el más grande.

—Daos la vuelta —repetí.

Lo hicieron y me acerqué. Fue difícil decidir a quién esposar primero. Era bastante hábil en defensa personal, pero cada uno debía pesar cuarenta kilos más que yo. Concluí que era mejor esposar primero al más grande, así que le puse una mano en el centro de la espalda, y su calor irradió mi palma a través de su franela. Sentí el juego de sus músculos moverse mientras se volvía a mirarme.

—Hay un…

Le agarré el brazo derecho por la muñeca y lo doblé por el codo para llevárselo a la espalda para impedirle que se girara. Con la muñeca a la altura de la columna vertebral, la empujé hacia su cabeza, lo que haría que su hombro se saliera de la articulación si no se doblaba. Instintivamente lo hizo, y le puse una de las esposas en la muñeca con el brazo inmovilizado todavía en su espalda.

—¡Espera! —dijo el otro—. Ha habido un malentendido.

Alcé el arma en mi mano libre y la apunté hacia el señor Pelinegro, sujetando fuerte al tío más grande.

—No te muevas.

El señor Pelinegro se quedó quieto, pero sonrió, lo que expuso un puñetero hoyuelo. Parpadeé, encantada por su belleza.

—Vale. No me moveré. Ten cuidado con el arma —dijo él.

Una vez más me descolocó.

—No son necesarias las esposas —dijo Grandulón con voz calma mientras intentaba volverse lentamente una vez más.

Le alcé más la muñeca y lo hice gruñir de incomodidad.

—Al suelo —le indiqué, con apenas un susurro de grito.

Al principio no cedió, pero, tras un giro a su brazo, Grandulón cayó sobre una rodilla, luego la otra, y su cuerpo resonó sobre el duro suelo de madera como si de un árbol cayendo en el bosque se tratase. Me senté en su espalda y le cogí la otra muñeca para esposarlo. Me volví en la espalda de Grandulón de cara a sus pies y apunté a Pelinegro. Ni de coña le iba a quitar los ojos de encima.

—Que ni se te ocurra pestañear —le advertí.

Él alzó las manos un poco más y meneó la cabeza lentamente.

—Que no, señora.

La puerta de entrada se abrió y entró Poppy, quitándose su sombrero de invierno. Dio unos tres pasos antes de vernos. Tenía los ojos abiertos como platos y la mandíbula descolgada.

—¡Por todos los cielos!

Nadie se movió durante unos segundos, hasta que Poppy estalló en risas.

—Pero qué maravilla es esto.

—Dile a tu guapísima amiga que baje el arma, Am —dijo el señor Pelinegro.

Poppy levantó la mano y siguió riendo, con lágrimas corriendo por sus mejillas.

—Oh, no. Debo ir por mi cámara.

—¡Am! —gritó el señor Pelinegro.

—Vale. Eva, te presento a mi hermano Shane. El tío que tienes debajo es Finch.

Alcé la vista hacia el señor Pelinegro… Shane me guiñó un ojo. ¡Me guiñó un ojo!

—¿Eres su hermano? ¿Por qué cojones has entrado por la ventana? —pregunté.

Comencé a sentir el aire frío ahora que mi adrenalina se desvanecía. Sabía que Poppy tenía un hermano, pero no lo conocía. Poppy no era de tener fotos familiares a mano, y no tenía idea de su aspecto de momento.

—¿Qué ibas a hacer ahora? —preguntó Poppy—. ¿Pelotas de ping-pong en mi baño? ¿Envolver en plástico el retrete? ¿Cubos de hielo en el refrigerador? ¿Champú en el lavavajillas?

—Nada malo —dijo Shane—. Solo doscientos globos en tu dormitorio.

Vi el tanque de helio en el suelo junto a la ventana, quizá lo que ocasionó el primer golpe que escuché cuando estaba en el baño. Shane tuvo que ser el segundo.

Me levanté de la espalda de Finch y me puse las manos en las caderas.

—¿Habéis venido a jugar una broma? ¿No habéis podido hacerlo entrando por la puerta?

Shane se encogió de hombros y sonrió.

—No podíamos arriesgarnos a que se activara la alarma.

Eso tenía mucho sentido; entrar a escondidas por la ventana de su hermana.

—Es algo de los cumpleaños —añadió como si eso lo explicara todo—. El mío es en junio, y este año Poppy me dejó cientos de orugas en la camioneta. No pude encontrarlas todas antes de que se transformaran, y tuve mariposas durante una semana.

—Esa estuvo buena —dijo Poppy—. Me preguntaba cuándo ibas a atacar. Aunque os ha salido el tiro por la culata, cretinos.

—Yo soy el que está esposado en el suelo, ¿eh? —comentó Finch.

—Oh, um… las llaves están en mi bolsa, arriba —dije ruborizada, mirando al grande y musculoso vaquero tirado en el suelo, a quien se le había salido el sombrero.

—Voy por ellas —ofreció Poppy, todavía riendo a medida que subía las escaleras.

—Es que no tienes donde guardarlas en ese atuendo —murmuró Shane, mirando cada centímetro de mi cuerpo.

Me miré y noté lo que llevaba puesto. O lo que no llevaba puesto: ropa. Tenía un sujetador rojo y una braga a juego. Chillé, muerta de vergüenza.

Me había metido en mi papel de policía y me había olvidado de todo, incluyendo el hecho de que estaba prácticamente desnuda. Antes de que pudiese entrar en pánico o coger una manta del sofá, Poppy bajó las escaleras deprisa y me lanzó las llaves.

Su móvil sonó y corrió para cogerlo. Conversaba sobre luces de hadas y generadores, así que supuse que hablaba con Kit.

Me arrodillé junto a Finch y abrí las esposas. Las guardé al terminar de quitárselas.

—Siento que haya pasado esto.

Él se levantó para sentarse en el suelo y quedar frente a frente conmigo. Cogió su sombrero y se lo puso. Sonrió y me miró el rostro con sus ojos verdes, luego más abajo.

—Yo no lo siento. Tenía a mujer bonita sentada a horcajadas. —Se inclinó hacia mí y bajó la voz—. Me gustó tenerte arriba.

Me sonrojé hasta la raíz del pelo cuando entendí lo que quiso decir.

—Yo… eh… necesito ir por mi ropa.

Finch negó con la cabeza.

—No tienes que hacerlo, para nosotros está muy bien.

—Es cierto. La vista es muy buena —dijo Shane, acercándose a la ventana y cerrándola—. Supongo que eres la detective Eva Miranski. Hemos oído hablar de ti. Sabía que nos conoceríamos algún día, pero no así.

Finch se puso de pie y tuve que inclinar la cabeza hacia atrás para mirarlos a los dos. Ahora que no eran sociópatas con la intención de lastimar a Poppy, podía apreciar lo apuestos que eran, lo ceñida que les quedaba la ropa, sus mandíbulas cuadradas, las miradas intensas y las manos grandes.

Y yo seguía en ropa interior. Caminé de espaldas hacia las escaleras, con la pistola en una mano —ahora abajo— y las esposas en la otra. Ahora que no los apuntaba con un arma, sus cuerpos estaban relajados y sus miradas vagaban. También pude notar el calor en sus ojos y una cosa muy obvia. No, dos: los dos la tenían dura. Y gruesa. Gruesa y grande.

Se me secó la boca.

—Vale, pues… esto ha sido interesante. Lamento haber arruinado vuestra broma. Me parece que tendréis que pensar en otra. —Choqué con una mesa—. Eh… os veo luego.

Me observaron marcharme, y sentí sus miradas en cada centímetro de mi piel.

—Desde luego —dijo Shane.

—En la fiesta. —Finn alzó la barbilla—. Puedes guardar el arma, pero lleva las esposas.