Recuerdos hacia el olvido - Karen Templeton - E-Book
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Recuerdos hacia el olvido E-Book

KAREN TEMPLETON

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Beschreibung

¿Qué ocurriría cuando ambos aterrizaran en el mundo real? Él nunca había tenido un lugar al que llamar suyo, pero el destartalado rancho que tenía ante él era lo que más se había acercado a serlo. Y Emma Manning, una viuda embarazada, tenía que luchar para mantenerlo en pie y sacar adelante a su familia. Necesitaba que le echaran una mano. Y eso era lo único que Cash Cochran, un músico acabado, podía ofrecerle. Eso le resultó más que obvio a Emma en cuanto Cash llamó a su puerta. Y, a pesar de que era la última mujer de la Tierra de la que él podría enamorarse, se estaba enamorando. Y ella de él.

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Seitenzahl: 236

Veröffentlichungsjahr: 2012

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2010 Karen Templeton-Berger. Todos los derechos reservados.

RECUERDOS HACIA EL OLVIDO, Nº 1955 - octubre 2012

Título original: Welcome Home, Cowboy

Publicada originalmente por Silhouette® Books

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Julia son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-1103-4

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo 1

CASH Cochran no tenía expectativas, pero desde luego no había esperado ver cabras con suéter.

Contempló con el ceño fruncido la media docena de globos de colores sobre patas largas y delgadas que había en un corral con cerca de alambre. Las cabras movieron las orejas, curiosas. Una emitió un balido interrogante.

«Yo tampoco estoy seguro», pensó Cash, echando un vistazo a lo que había sido un terreno enorme que se había ido vendiendo a trozos hasta que solo quedaron la casa y las cuatro hectáreas que su padre había dejado en herencia a Lee Manning hacia unos años… Una noticia que podría haber llevado a Cash de vuelta a la bebida; por suerte, había evitado revisitar ese infierno.

No se trataba que necesitara o quisiera la propiedad, situada entre dos cadenas montañosas, en la zona norte de Nuevo México. En absoluto. Era el porqué de la donación a Lee lo que había envuelto esa antigua amistad con un tufo amargo que el tiempo apenas había comenzado a disipar.

El sol salió de detrás de una espesa nube, iluminando los cambios: un invernadero de tamaño mediano, los campos sin arar, un huerto de árboles frutales no florecidos aún. Había una sábana de plástico grueso clavada a un lateral de la casa, seguramente una reforma empezada y abandonada. Las cabras. Sin embargo, el cielo infinito, el aire puro y ligero, el sonido del viento en los pinos era tal y como lo recordaba.

Era lo que había echado de menos.

En cambio, no había echado de menos la casa, una edificación estilo rancho, con altura suficiente para un porche pero insuficiente para un sótano, revestida de estuco y falso ladrillo. Recuerdos horribles horadaban la puerta y las ventanas, aplastaban los narcisos color yema de huevo que crecían junto a las paredes y el bonito cartel de Bienvenida que había en el porche repintado.

Una tormenta de ladridos sobre cuatro enormes patas, corrió hacia Cash.

—¡Bumble! ¡Sentado!

Cash alzó la cabeza y su mirada se encontró con unos ojos azul verdoso, firmes y curiosos. El perro, grande como un oso polar, giró en redondo y fue a sentarse junto a la cabra vestida con jersey rojo que sujetaba su ama. Un revoltijo de pelo rojo y una brillante bufanda a cuadros contrastaban con el enorme guardapolvo de color indefinido, los vaqueros desteñidos y las botas llenas de barro.

—¿Puedo ayudarlo?

—Disculpe, señora, no quería molestar. Soy…

—Sé quién es —contestó la mujer con voz dura y cortante como el hielo.

—Supongo que hablo con… —rebuscó en su cerebro—. ¿Emma?

—Esa soy yo.

Cash no recordaba la última vez que una mujer no perdía el habla en su presencia. Hacía mucho tiempo que esas cosas, que habían hecho que un joven vaquero solitario con talento para tocar la guitarra y componer canciones se sintiera importante, habían dejado de alimentar su ego. Ser el centro de atención había perdido pronto el interés, sobre todo cuando comprendió que las chicas estaban más interesadas en su fama que en su persona. Aun así, la indiferencia de Emma Manning a sus encantos lo inquietó. Así que señaló las cabras, que lo miraban con curiosidad.

—¿Por qué están vestidas?

—Tuve que esquilarlas antes de que parieran. Y luego bajó la temperatura. Señor Cochran, ¿por qué está aquí? Dudo que haya venido a charlar sobre mis cabras.

—Eso podría considerarse una pregunta tendenciosa —la miró y captó las finas arrugas que rodeaban sus ojos—. ¿Está Lee por aquí?

Algo destelló en el rostro de ella, irritación tal vez, antes de que llevara a la cabra al corral, sin decir palabra. La vergüenza hizo que el cuello de Cash enrojeciera. Si no hubiera encontrado esa carta hacía unos meses, tal vez no estaría allí. Pero estaba, y eso era lo importante. O eso creía.

Emma empujó a la cabra para que entrara al corral. Su silencio era todo menos suave; incluso el pelo, que le caía por la espalda hasta casi la cintura, parecía chisporrotear de ira. Una ira que él no estaba seguro de entender.

—Tendría que haber llamado antes —admitió—, pero esta mañana me encontré de camino hacia aquí. Y pensé que sería mejor llegar hasta el final antes de perder el coraje. Si Lee no está, puedo volver. Hace unos meses compré una casa, al otro lado del pueblo. Llevo allí dos o tres días…

—¿Ha vuelto a instalarse en Tierra Rosa?

—De momento, sí. Supongo… —bajó los ojos, forcejeando con su nueva honestidad. Alzó la mirada—. Supongo que a veces hay que volver al principio antes de poder seguir avanzando. Y parte de eso es arreglar las cosas con Lee…

—Eso no es posible, señor Cochran —dijo Emma con voz queda. Cerró el corral antes de mirarlo—. Porque Lee murió el otoño pasado.

Si hubiera tenido más de treinta segundos de preaviso, Emma podría haber suavizado la noticia un poco, en vez de soltarla así. Pero estaba desconcertada; la presencia de Cash Cochran allí era completamente inesperada.

—Lo siento —dijo él finalmente—. Hace años que no estoy en contacto con nadie de la zona. Yo… —Cash sacudió la cabeza, apoyó la mano en el techo de su vehículo y maldijo para sí—. ¿Qué ocurrió?

—Su corazón —dijo Emma, luchando para no dejarse llevar por el dolor—. Por lo visto era un modelo de mala calidad. Como poner un motor oxidado de cuatro cilindros en un camión —metió las manos en los bolsillos del viejo guardapolvo de Lee, esforzándose por controlar el temblor de su cuerpo—. Se habló de un trasplante, pero resultó no ser una opción viable.

—Lo siento muchísimo —repitió Cash con voz ronca. El viento alborotaba las puntas de la melena color paja que rozaba su hombros—. Más de lo que puedo decir.

—Ya. Yo también.

—No pretendía molestar. Yo… —con la mandíbula tensa, abrió la puerta del coche. Dio un puñetazo en el techo—. Maldita sea.

Un par de cabras balaron con preocupación. Bumble emitió un gruñido sordo.

—Hay café —se oyó decir ella, a su pesar—. Y pastel. De melocotón. Del árbol.

Cash miró el melocotonero solitario que había junto a la verja de entrada. Considerando la altura, el invierno de Nuevo México y el maltrato de Dwight Cochran, era asombroso que hubiera sobrevivido. Emma pensó que también lo era que hubiera sobrevivido el hombre que tenía delante; hasta el árbol parecía estar en mejor forma que él.

—¿Señor Cochran? —le dijo. Él la miró con los famosos ojos color plata desenfocados—. Venga a la casa. Hasta que su mente procese la noticia.

—No me quiere aquí —Cash casi sonrió al oír el gruñido de Bumble, más fuerte que antes.

—No especialmente, no. Pero si está sintiendo una décima parte de lo que sentí yo cuando me quedé viuda hace unos meses, no está en condiciones de conducir montaña abajo.

—Puedo apañarme…

—Gracias, pero prefiero no correr ese riesgo. Y como mis tareas no se harán solas mientras estamos aquí, sugiero que hablemos dentro.

Cash miró la casa y los recuerdos lo asaltaron. Había esperado que Lee estuviera allí para paliar el dolor del regreso, para que lo ayudara a superar lo peor. Como había hecho siempre. Una expectativa estúpida, considerando que su relación había quedado hecha trizas, por culpa de Cash.

Por desgracia, era demasiado tarde para disculpas, explicaciones y todo eso.

—¿De qué hay que hablar?

—De por qué está aquí después de tanto tiempo, supongo —al ver que Cash titubeaba, Emma insistió—. Dentro no queda nada que pueda herirlo —afirmó—. Lee me explicó la razón de su huida. Lo que le hizo su padre. Un marido comparte información con su esposa, señor Cochran —añadió, al ver su gesto de ira—. Sobre todo un marido que intenta entender por qué su mejor amigo le ha hecho el vacío.

—Nos distanciamos. No le hice el vacío…

—¿Ah, no? Cuando Lee le escribió para decirle que habíamos heredado la casa, no contestó, nunca le devolvió sus llamadas, nada. Si eso no es hacer el vacío, no sé qué es.

—Si sabe lo de mi padre, entenderá que no me alegrara descubrir que Lee era amigo del hombre que había convertido mi vida en un infierno…

—¿Qué le dijo mi marido exactamente? ¿Sobre la razón de que Dwight nos dejara la casa?

—Solo que al poco tiempo de irme yo empezó a trabajar para ese bastardo —casi escupió Cash—. Ayudándolo en la granja y en la casa, y cosas así.

—¿Y?

—Y, ¿qué? Eso es todo.

—Oh, Dios —farfulló ella—. Tenemos que hablar.

Su tono de voz dejó claro que había mucho más que contar. En parte, Cash no quería escuchar, pero había ido allí para obtener respuestas.

—¿Cómo de fuerte es su café? —preguntó.

—No le decepcionará —dijo Emma.

Bumble se dejó caer en el porche como un saco, ignorando a Cash, que deseó que el fantasma de su padre tuviera la misma cortesía.

—¿Quién es ese? —ladró la abuela Annie desde su «estudio», organizado en un rincón de la atiborrada sala de estar. Gatos, tazas de café, material de pintura, revistas de arte y vinilos apilados llenaban mesas y estanterías; en un equipo de música de hacía cincuenta años, sonaba Sinatra a un volumen atronador.

—Un viejo amigo de Lee —gritó Emma, intentando controlar el ritmo de su pulso mientras colgaba el guardapolvo y se quitaba las botas de Lee. Un gato, El Rojo, Emma no se molestaba en aprenderse sus nombres, sobre todo porque Annie tampoco parecía recordarlos la mitad del tiempo, intentó cazar el extremo de su larga bufanda.

—¿Quién? —aulló Annie, era obvio que no llevaba puesto el audífono. Emma fue hacia el tocadiscos y bajó el volumen. La sorprendió actuar con normalidad, considerando el enorme golpe que había recibido su estructura molecular.

Ese hombre llevaba la palabra «intenso» a otro nivel, próximo a radiactivo.

—Me resultas familiar —todo huesos y descaro, la anciana se acercó al visitante como un buitre que contemplara carroña nueva. Un buitre manchado de pintura, con pelo blanco que necesitaba una permanente—. ¿Te conozco?

—Solías conocerme, abuela Annie —Cash tomó la huesuda mano entre las suyas—. Hace mucho tiempo. Cuando Lee y yo éramos niños. Soy Cash.

—¿Cash Cochran? —Annie jugueteó con sus gafas—. ¿El chico pequeño de Dwight?

—Eso es —un chispa de dolor destelló en sus ojos—. He sentido mucho la muerte de…

Annie apartó la mano como si quisiera golpear a Cash. Estaba sorda, pero Emma habría apostado por la anciana en cualquier pelea de callejón.

—¿Cuánto tiempo hace que nos falta? ¿Apareces ahora? —apretó los labios y volvió a su lienzo a pintar hojas en los árboles—. Todo el mundo quería a ese chico. Todo el mundo. Me parece que un «amigo» tendría que haber venido a su funeral…

—Él no lo sabía, Annie. De verdad —al ver que Annie encogía los hombros, Emma se volvió hacia Cash—. ¿Por qué no te sirves café mientras voy a ver cómo está mi hija? Tiene catarro, nada grave.

Se alejó por el pasillo, concediéndose unos segundos para procesar que su marido le hubiera mentido. Y para huir de los ojos de Cash. Ojos grandes y heridos que hacían que una mujer deseara entrar dentro y arreglarlo todo.

Como si no tuviera ya bastante entre manos.

Era una pena que no pudiera poner coto a sus instintos protectores con la facilidad con se los ponía a su libido. La viudez, el embarazo, la granja y todo lo demás habían hecho que todo lo sexual quedara bajo llave en el archivo «Clausurado». Pero su atracción crónica por la gente herida la acompañaría hasta la tumba: no tenía remedio.

Hacía mucho que había aceptado su tendencia a ayudar a los cansados, los pobres, los de mirada triste. Lee siempre se había metido con ella por eso, aunque también decía que la amaba porque tenía el corazón aún más grande que el trasero.

Lee, que siempre quería hacer a la gente feliz, incluso si implicaba ocultar datos. Y eso llevaba a situaciones que Emma tendría que aclarar.

Con un suspiro, entró en la habitación de Zoey: una explosión de verde ácido y rosa chicle. Su hija, un compendio de extremidades delgaduchas, pecas y pelo revuelto, estaba dibujando tumbada sobre una alfombra de parches de colores hecha por Annie. A su lado, había una montaña de pañuelos de papel usados, de color rosa.

—¿Qué tal, nena? Tira esos pañuelos a la basura.

—Están asquerosos.

—Por eso los vas a tirar tú. No yo.

Con un suspiro enorme, la niña recogió los pañuelos y los echó en la papelera, decorada con una princesa estilo Disney, de ojos grandes.

—¿Se ha ido ya el hombre?

—¿Cómo sabes que ha venido un hombre?

—Lo he visto por la ventana —clavó en Emma sus ojos azules—. ¿Quién es? —exigió.

—Un antiguo amigo de tu papá. Y baja la voz, está en la cocina.

—¿Por qué?

—Porque él y yo tenemos que hablar. Cosas de mayores.

Zoey simuló un suspiro indignado, un truco que dominaba desde los dos años y se sonó la nariz.

—Se parece a ese tipo al que papi escuchaba todo el rato en la emisora de música country.

—Eso es porque es él.

—¿En serio? —abrió los ojos de par en par.

—Sí. Y no, no puedes decírselo a nadie.

—¿Va a quedarse?

—¿Aquí? No, claro que no. Tiene su casa —Emma hizo un pausa, considerando lo raro que era que Cash Cochran hubiera vuelto a Tierra Rosa—. Solía vivir aquí. En esta casa, quiero decir.

—¡No!

—Sí.

—No quiere volver a la casa, ¿verdad?

—Lo dudo mucho. Y aunque quisiera, ahora es nuestra. Nadie nos la puede quitar —al menos ese era el plan—. ¿Quieres más zumo?

—No, estoy bien —dijo Zoey. Le dio un vaso vacío y volvió a tumbarse sobre la alfombra, como si no tuviera ninguna preocupación en el mundo. Considerando lo unida que había estado a su padre, debía de haber heredado el gen de la simulación de Emma. Pero el que no dejara de acatarrarse llevaba a Emma a sospechar que aún no había superado la muerte de su padre.

—Eh —dijo Emma—. Te quiero.

—Yo también te quiero, mamá —respondió la niña con una sonrisa desdentada.

Emma volvió por el pasillo para descubrir a Cash de pie en el diminuto comedor, mirando la foto de cuarenta por cincuenta que ocupaba un buen trozo de la pared, junto a la ventana.

—Está muy bien —dijo él, con voz de acabar de comprender que se había perdido muchas cosas.

Emma se obligó a mirar el retrato, aunque le causaba dolor de corazón. Lee había empezado a asistir a reuniones de Weight Watchers el año anterior; estaba tan orgulloso de cuánto había adelgazado que había insistido en que se hicieran la foto. Aunque ese «adelgazamiento» fuera relativo, en el caso de ambos. Sin embargo, Emma se alegraba de haber accedido. Aparte del álbum de boda, era la mejor foto que tenía de él. Si ella tenía algo que ver con su expresión de felicidad, no lo había hecho nada mal.

Desde luego, la irritaba que Lee no le hubiera contado a Cash toda la verdad, pero suponía que había tenido sus razones. Suspiró al sentir un leve pinchazo de dolor. Ninguno de ellos había sido perfecto, pero habían encajado de maravilla. Tanto que una mujer lista sabía que no podía esperar encontrar algo así más de una vez en la vida…

—El chico… ¿está bien?

Hunter, a quien su padre rodeaba con los brazos, ofrecía a la cámara su contagiosa sonrisa. Por un momento, Emma había olvidado que el resto del mundo veía lo «normal» con una lente distinta a la suya. Para la mayoría de la gente, los ojos achinados, el cuello grueso y el pelo fino de su hijo lo definían en un sentido que provocaba compasión o incomodidad, o ambas cosas. No habría sabido decir si ese era el caso de Cash.

—Va muy bien —Emma sonrió—. Nadie disfruta tanto de la vida como Hunter. Una vida que es perfectamente normal. Para él. Y para nosotros.

Cash miró su vientre con fijeza.

—Sí, hay otro bebé ahí dentro —dijo ella, yendo hacia la cocina. Se quitó la bufanda y la dejó en el respaldo de una silla. Fue hacia la encimera sintiéndose como un hipopótamo en el barro—. No supe que estaba embarazada hasta dos semanas después de la muerte de Lee —al ver el ceño de Cash, que sin duda pensaba en la avalancha de responsabilidades que había caído sobre ella, se apresuró a tranquilizarlo—. Está bien. Todo está controlado. De veras.

Agarró la tarta y se volvió hacia Cash, a tiempo de captar su expresión de horror y disgusto mientras miraba la cocina. Seguramente, unas cuantas capas de pintura no servían para erradicar las malas vibraciones que habían hecho que Cash huyera de allí y no regresara en veinte años.

Dudaba que oír la verdad fuera a conseguirlo.

«No recuerdo que esto fuera uno de los votos matrimoniales», pensó, dejando la tarta en la mesa.

Capítulo 2

AL menos, la casa olía bien. Más que bien. A café y galletas y aromas florales. Pero estar allí estaba afectando a Cash. Mientras observaba a Emma servirle un trozo enorme de tarta se sentía como si alguien hiperactivo se hubiera hecho cargo del control remoto de su mente.

Había gatos tumbados y lavándose al sol de media mañana que iluminaba la encimera y el suelo de baldosas de color mar. Paredes naranja, armarios turquesa, cortinas amarillas. Diablos, hasta la mesa era rojo coche de bombero…

—Los colores intensos estimulan el cerebro —comentó Emma, poniendo un plato ante él—. Pintamos así por Hunter.

—¿Sirvió de ayuda?

—No creo que hiciera ningún mal —dijo ella con una leve sonrisa. Cash captó un destello de la preocupación que sin duda era su constante compañera, y sintió un escalofrío—. Te serviré más —dijo ella, agarrando su taza de café —tuteándolo.

Cash sintió una oleada de emociones conflictivas que prefirió no analizar. Lo invadía un inexplicable e intenso instinto protector, más raro aún porque Emma Manning no daba la impresión de ser una mujer que necesitara que la protegieran. Y él no era protector.

Más de un psiquiatra le había dicho que su egocentrismo era consecuencia directa del infierno que había vivido, del instinto de supervivencia que le había permitido sobrevivir a la ciénaga tóxica que había sido su infancia. Lo que no podían explicar era por qué ese instinto iba acompañado de un deseo de autodestrucción equivalente en intensidad. También hablaban mucho de problemas de confianza y barreras emocionales.

Una forma rimbombante de afirmar que era un auténtico desastre en las relaciones.

Al menos, así lo había resumido su última ex. Cash recordó la nota que le había dejado sobre la mesa de hierro y cristal en su lujoso piso de Nashville, hacía ocho años. La prensa amarilla había sacado mucho partido de aquello.

Cash por fin había controlado las tendencias autodestructivas. Lo de ponerse por encima de todo el mundo… no tanto.

Por eso estaba costándole tanto no salir corriendo de allí. Huir de la casa, de la mujer y de lo que tuviera que contarle. Ella se sentó frente a él con un vaso de leche en la mano. La miró.

—¿Qué tenías que contarme, Emma?

—Antes, acaba la tarta —dijo ella.

La cruel luz matinal acentuaba las finas arrugas y las ojeras bajo los extraños ojos. No eran grises, azules ni verdes, sino una mezcla de los tres.

—Hacer limpieza de los errores de mi marido no entraba en mi lista de tareas para hoy, así que necesito prepararme un poco. Además, no te conozco, Cash Cochran. No sé cómo vas a reaccionar a lo que tengo que decirte.

—Eso suena alarmante.

—No es eso… —suspiró—. Come. Por favor.

—Caramba, está riquísimo —dijo él tras tomar un bocado y notar cómo la suave mezcla de masa y fruta se deshacía en su boca.

—Gracias —lo observó un instante—. ¿No te sientes distinto? ¿Al estar aquí, quiero decir?

—Todo se ve distinto, claro. Pero el sentimiento es igual —movió la cabeza—. Mi cerebro sabe que mi padre no está aquí. Hace veinte años de aquello, y es como si no hubiera pasado el tiempo.

—¿Aún tienes problemas, entonces? —se apartó un mechón de pelo del rostro—. No te juzgo, solo intento hacerme una idea de cuál es la situación.

—¿Qué te contó Lee? —preguntó él.

—Que tu padre se volvió religioso de repente. Esa religión que exacerba el infierno y el pecado y olvida lo de amarse los unos a los otros. Que se tomó lo de «quien quiere a su hijo no escatima en disciplina» de forma demasiado literal.

—¿Mencionó también que mi padre se aseguró de que me sintiera como basura todo el tiempo? —preguntó Cash con la boca seca.

—Eso también —contestó ella tras un silencio.

—Dios sabe que he intentado dejar atrás los malos sentimientos —Cash suspiró—. Pero por lo visto son demasiado profundos para desarraigarlos del todo. Como el viejo rosal amarillo que hay junto a la verja de entrada.

—Odio ese rosal —Emma curvó las manos alrededor del vaso de leche. Manos de granjera, fuertes, ásperas y de uñas melladas—. Tiene mil espinas por cada flor. Cada año arranco los estolones maldiciendo, pero creo que solo una bomba de napalm acabaría con él.

Emma movió la cabeza y suspiró.

—De niño, uno supone que todo el mundo vive igual. Que como tus padres te quieren, todos los padres son…

—Créeme, al revés no ocurre eso. Yo conocía a otros niños cuyos padres no les sacaban el «pecado» del cuerpo a golpes. Además, no siempre había sido así —Cash hizo una pausa, luchando contra la náusea que lo asoló. Tragó saliva—. Lo peor fue que no podía entender por qué mi madre nunca hacía nada para impedirlo.

Cuando me hice mayor, comprendí que le daba pavor lo que él pudiera hacer.

—¿También la maltrataba? —ella frunció el ceño.

—Lo suficiente —aunque había vomitado la historia ante múltiples terapeutas, seguía doliendo hablar de ello—. Nunca le conté eso a Lee, y él no podía saberlo porque nunca venía aquí. Tenía razones para odiar a mi padre, Emma. Él estaba… obsesionado. Creía que todos éramos pecadores y él era el instrumento de la ira del Señor.

—Así que huiste.

—Me quedé cuanto pude, por mi madre. Pero cuando ella murió, era cuestión de irme o perder el poco respeto hacia mí mismo que me quedaba. Y la cordura. Esta casa estaba infectada por su locura. Su maldad. Yo no podía… No podía ser lo bastante bueno para él.

Cash, pensando que no era bueno para nadie, ni siquiera para él mismo, se levantó y lavó el plato y la taza en el fregadero.

—Yo lo había querido, antes de que empezara la locura. Y durante mucho tiempo solo deseé que él volviera a quererme. Hasta que comprendí que eso no ocurriría nunca. Lee…

Sintió otra puñalada de dolor, por otra razón. Por lo visto, el remordimiento dolía tanto como la injusticia. Se volvió hacia Emma.

—Lee fue la única persona que me ayudó en aquella época. Diablos, dejarlo a él y nuestra amistad, casi me mató. Dudo que… —casi sonrió—. Dudo que imaginara siquiera cuánto me preocupé por él los primeros meses. Y después, descubrir que… —ensanchó las aletas de la nariz—. Me sentí como si me hubieran abierto en canal. No entendía la razón de que Lee me hubiera hecho eso.

—¿Por qué no se lo preguntaste?

Bajo la calma exterior, Cash notó la rabia de la esposa leal defendiendo a su marido. Sintió envidia, que fue reemplazada por su propia ira.

—Aunque me fuera, la basura que mi padre me metió en la cabeza vino conmigo: que era un inútil, que nunca llegaría a nada. Ya había estado en el infierno y de vuelta más veces de las que quería admitir —resopló—. La verdad, fue un maldito milagro que iniciara una carrera y no acabara muerto en una cuneta. A nadie le habría importado, excepto a mi manager, tal vez.

—No lo dices en serio…

—Empezaba a centrarme cuando supe que el viejo había muerto y Lee había heredado esto. Y de lo que había hecho para que eso sucediera. Me lo tomé muy a pecho.

Emma se recostó y se frotó el vientre. Él recordó que antes le había preguntado si la carta decía algo más. Y sí decía más, pero si ella no lo sabía, no iba a comentárselo de momento. Antes tenía que decidir qué hacer al respecto.

Además, tenía la sensación de que ella se refería a algo que Lee le había ocultado. Sin embargo, fuera lo que fuera, dudaba que fuera a cambiar lo que sentía. Buscaba explicaciones para dar sentido a su vida, pero algunas hachas de guerra eran demasiado grandes para enterrarlas.

—Cash —dijo Emma, que se había levantado para tapar la tarta—, tu padre estaba loco.

—Como si no lo supiera.

—No, quiero decir que estaba enfermo. Una enfermedad mental. Un desequilibrio químico le hacía actuar de esa manera. Pero nadie lo supo hasta un par de años después de que tú te fueras.

Por segunda vez ese día, Cash sintió que el mundo se tambaleaba bajo sus pies.

—¿Qué significa eso exactamente?

—Yo aún no estaba aquí, ocurrió antes de que conociera a Lee. Por lo visto, un domingo Dwight fue al pueblo e irrumpió en la misa baptista gritando y maldiciendo. La cosa se puso muy fea.

—¿Hizo daño a alguien?

—No. Pero asustó a mucha gente, a juzgar por lo que aun se comenta. El caso es que lo recluyeron. Lee me dijo que os buscaron, a ti y a tus dos hermanos, pero habíais desaparecido del mapa.

—Esa era la idea —masculló él.

Sus hermanos habían fallecido, pero nunca habían estado muy unidos. Se habían ido cuando empezó la locura, sin preocuparse de su hermanito. No había hablado con ellos ni un puñado de veces desde su marcha.

—Cuando encontraron la medicación adecuada para Dwight, empezó a comportarse con tanta normalidad como cualquiera —Emma hizo una pausa—. Quien decía y hacía esas cosas, quien te hacía sufrir, no era tu padre, era la enfermedad.

—¿Y qué? —le lanzó él—. ¿Debería decir «entiendo» y olvidar que ocurrió?

—Yo solo cuento lo que sé. Lo que hagas con la información es asunto tuyo.

La recriminación dio en el clavo. Cash se dio la vuelta, respirando con agitación.

—En cualquier caso —siguió Emma sin inmutarse—. Lee y sus padres estaban en misa ese domingo. De hecho, Lee y su padre ayudaron al sheriff a sujetar a Dwight. Después, los padres de Lee decidieron asumir la responsabilidad.

Era cierto que los padres de Lee siempre habían seguido a rajatabla el lema de «amar al prójimo».

—Pasaron unos meses hasta que los médicos decidieron que Dwight estaba estable y podían confiar en que tomara su medicación. Entonces le dieron el alta y volvió aquí. Necesitaba que alguien se ocupara de él, y la familia de Lee lo hizo al principio. Cuando fallecieron, Lee y yo tomamos el relevo hasta que Dwight ingresó en una residencia en Alburquerque, un año después. No era un sitio de lujo, pero a Dwight parecía gustarle —estiró la camisa de franela sobre el vientre antes de seguir—. Supongo que tu padre nos dejó la casa porque éramos lo que más se acercaba a ser su familia. Pero no tenía ni idea de que Lee no te había explicado cuál era la situación.

—Como dije antes, no estábamos en contacto…

—Podría haberte enviado un mensaje si hubiera querido, de alguna manera. Lee no admitió que no sabías nada hasta que supo que Dwight nos había dejado la casa. Tuvimos una discusión enorme por eso. Como sabía que el abogado te pondría al tanto, Lee le pidió que te enviara una nota de explicación. Una vez más, supuse que Lee lo había explicado todo. Obviamente, me equivoqué.