Una nueva deuda - Jessica Steele - E-Book
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Una nueva deuda E-Book

JESSICA STEELE

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Beschreibung

Tenía una deuda con él... y ahora tendría que convertirse en su esposa. Lydie Pearson creía que era ella la que imponía las reglas cuando le pidió a Jonah Marriott que la ayudara a salvar la propiedad de su familia. Al fin y al cabo, el padre de Lydie había ayudado a Jonah a levantar su negocio, ¿acaso no era justo que le devolviera el favor? Lo que no sabía Lydie era que Jonah ya no tenía ninguna deuda con su familia. Aun así, él la ayudó porque era un tipo honesto... La sorpresa llegó cuando Lydie se enteró de que ahora era ella la que le debía una fortuna a él... Y la única manera en la que quería saldar la deuda era casándose con ella...

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Seitenzahl: 174

Veröffentlichungsjahr: 2015

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2003 Jessica Steele

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una nueva deuda, n.º 1832 - junio 2015

Título original: A Paper Marriage

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español 2004

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-6342-2

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

Lydie iba conduciendo preocupada mientras se dirigía a casa de sus padres en el condado de Buckingham. Algo pasaba. Algo muy serio. Lo supo en el mismo instante en el que escuchó la voz de su madre al teléfono.

Su madre no solía llamarla; normalmente, era ella la que telefoneaba.

–Quiero que vengas ahora mismo –le dijo su madre, nada más descolgar el teléfono.

–Pero si voy a ir el sábado a la boda de Oliver –le recordó Lydie.

–Te quiero aquí antes.

–¿Me necesitas para algo?

–Sí.

–Oliver... –comenzó a decir.

–No tiene nada que ver con tu hermano, ni con su boda –la interrumpió su madre–. Los Ward-Watson saben arreglárselas muy bien para que todo salga perfecto.

–¿Es papá? –preguntó alarmada–. ¿No estará enfermo, verdad?

Su padre era un hombre muy tranquilo y amable, actitud que contrastaba con la lengua afilada de su madre.

–Físicamente está bien, como siempre. Pero está preocupado. Últimamente, no duerme muy bien.

–¿Qué lo preocupa tanto?

Hubo un momento de silencio.

–Te lo contaré en cuanto llegues –le dijo su madre.

–¿Por qué no puedes decírmelo ahora? –presionó Lydie.

–En cuanto vengas. No voy a discutirlo por teléfono.

¡Por Dios santo! ¿Quién pensaría su madre que estaba escuchando?

–Llamaré a papá a la oficina –decidió Lydie.

–Ni se te ocurra. No quiero que sepa que me he puesto en contacto contigo.

–Pero...

–Además, tu padre ya no tiene oficina.

–¿Qué? ¿Se puede saber qué diantre está pasando?

–Cuelga el teléfono y ven a casa –dijo su madre cortante y colgó.

Su primera intención fue volver a llamarla. Después, se lo pensó mejor y decidió llamar a su padre. No hacía falta que le dijera nada sobre la llamada que acababa de recibir; le diría que lo llamaba para saludarlo.

Unos cuantos segundos después, comenzó a sentirse realmente preocupada. Al llamar al número del trabajo de su padre, una operadora le decía que ese número no existía. «... tu padre ya no tiene oficina», le había dicho su madre.

Lydie colgó el teléfono y fue a buscar a la mujer para la que trabajaba. Aunque, a decir verdad, Donna se parecía más a una hermana que a una jefa. La encontró en el salón con sus hijos Sofía, de un año, y Thomas, de tres. Formaban una familia feliz y Lydie sabía que le iba a dar mucha pena cuando tuviera que dejarlos después de tres años cuidando a los niños.

–¿Han llamado por teléfono? –preguntó con una sonrisa.

–Era mi madre.

–¿Va todo bien?

–¿Qué pasaría si me marchara una semana antes de lo previsto?

–¿Hoy? –preguntó mientras la sonrisa se le borraba de la cara–. Me vendría fatal.

–Estarás bien, lo sé –le aseguró Lydie.

De esa conversación ya habían pasado unas horas. Lydie llegó a casa de sus padres y se dio cuenta de que hacía mucho que no iba por allí. Llevaba a Beamhurst Court en la sangre y cuando se tuvo que marchar para trabajar de niñera, hacía cinco años, le había dado mucha pena.

El primer trabajo que tuvo empezó a ir mal cuando el padre de la niña a la que cuidaba comenzó a hacerle proposiciones deshonestas. Cuando se marchó de allí, se fue a cuidar a Thomas, el niño de Donna y Nick Cooper. Pero ahora tenía que dejarlos. Después de tener a su segundo hijo, Donna había decidido dejar de trabajar y encargarse ella misma del cuidado de los pequeños.

–¿Qué opinas? –le había preguntado Donna a Lydie.

–Si eso es lo que tú quieres...

Donna se quedó pensativa.

–Siempre me he sentido culpable por perderme los dos primeros años de Thomas –le respondió. Eso lo aclaraba todo.

Habían quedado en que Lydie se marcharía el próximo jueves, para ir a la boda de su hermano, pero había tenido que adelantar la marcha. Sabía que no le costaría mucho encontrar otro trabajo, pero echaría de menos a los Cooper.

Al llegar a la casa a la que tanto amaba, se paró un momento para disfrutar del sentimiento que la embargaba. Un día la casa sería para su hermano, eso siempre lo había sabido; pero eso no evitaba que se sintiera feliz cada vez que volvía.

Entonces, recordó que su madre estaba esperándola y comenzó a ponerse nerviosa. No tenía ni idea de lo que estaba pasando, pero parecía ser muy serio.

Dejó el coche junto a la entrada. No se pondría a buscar trabajo hasta que se enterara de lo que estaba pasando allí.

Cuando entró en casa, no tuvo que buscar mucho. Su madre estaba en la entrada con la señora Ross. Lydie besó a su madre y saludó al ama de llaves.

Después de los saludos, la mujer se dirigió hacia la cocina para preparar un té y Lydie siguió a su madre hacia el salón.

–¡Has tardado en venir! –se quejó su madre con aspereza.

–¡Mamá, tenía que hacer las maletas! –se defendió Lydie, aunque no pensaba discutir con ella; tenía cosas más importantes en la cabeza–. ¿Qué está pasando aquí? Llamé al despacho de papá y...

–Te dije que no lo hicieras –la interrumpió su madre enfadada.

–No le habría dicho que me habías llamado. Si hubiera tenido la oportunidad. Pero me resultó imposible, su número está dado de baja. ¿Dónde está papá? me dijiste que ya no tenía oficina, pero eso es imposible. Durante años...

–Tu padre no tiene oficina, porque ya no tiene empresa –dijo Hilary Pearson cortante.

Lydie abrió sus preciosos ojos verdes sorprendida.

–¿Que no...? –se atragantó. Intentó protestar, pensar que su madre estaba bromeando, pero la cara enfadada de su madre le mostró que la situación no tenía ni pizca de gracia–. ¿Ha vendido la empresa?

–¿Venderla? ¡Se la han quitado!

–¿Quién? ¿Qué ha pasado?

–El banco. Se lo han quitado todo. Ahora van detrás de la casa.

–¿Detrás de Beamhurst? –preguntó horrorizada.

–Todos sabemos que estás enamorada de esta casa. Pero, a menos que tú hagas algo, nos obligarán a venderla para pagar las deudas.

–¿Yo? –preguntó sorprendida.

–Tu padre te pagó la mejor educación... Totalmente desaprovechada. Ya es hora de que tú hagas algo a cambio.

Lydie sabía que ella era un fracaso para su madre. Sin preocuparse por el carácter tímido de su hija, Hilary Pearson se había mostrado exasperada cuando Lydie, una chica de sobresalientes, había decidido ser niñera.

Ahora Lydie ya no era tan tímida, aunque todavía seguía siendo bastante reservada.

Miró a su madre con incredulidad. Ella nunca había pedido que la mandaran interna a un colegio caro. Había sido una decisión de su madre.

–Tengo unos cuantos miles de libras que me dejó la abuela. Puedo dejárselo a papá, por supuesto, pero...

–Ese dinero no lo puedes tocar hasta que tengas veinticinco años. De todas formas, necesitamos mucho más que eso si no queremos que nos echen.

¡Echarlos! ¡De Beamhurst! ¡No! No podía creérselo. No podía creer que las cosas estuvieran tan mal. Las casa llevaba en la familia muchas generaciones. Era impensable que se la fueran a quitar.

–Le he dicho a tu padre que si se queda sin la casa, se queda sin mí.

–¡Madre! –exclamó Lydie, enfadada con su madre por el comentario. Aunque sabía que nunca abandonaría a su padre.

En aquel momento, entró al señora Ross con la bandeja del té.

Mientras su madre servía la infusión, Lydie se obligó a tranquilizarse. Aceptó la taza que su madre le estaba ofreciendo y se sentó enfrente de ella.

–Por favor, cuéntame qué ha estado pasando.

–Hace seis meses...

–¿Seis meses? ¡Pero si yo estuve aquí hace cuatro y todo iba bien!

–Eso fue lo que tu padre quiso que pensaras. Dijo que no había necesidad de que te enteraras. Que te preocuparías de manera innecesaria, que ya se le ocurriría algo a él.

–Pero no ha logrado solucionarlo –dedujo ella.

–La empresa ya no existe y el banco quiere su dinero.

A Lydie le estaba costando asimilarlo. Ellos siempre habían tenido dinero. ¿Qué podía haber sucedido para que lo perdieran todo?

¡Y ella sin enterarse de nada!

–¿Pero, qué ha pasado con el dinero? ¿Y por qué Oliver no...?

–Bueno, naturalmente, Oliver necesitaba ayuda con su negocio –dijo su madre a la defensiva como si ella estuviera acusando a su hermano de algo–. ¿Por qué motivo no iba tu padre a invertir en él? No se puede empezar de la nada y esperar que el negocio vaya bien. Además, la familia de Madeline son gente de dinero y no podíamos dejar que Oliver fuera por ahí como si no tuviera un centavo.

Lo cual debía significar que solo podía llevar a Madeline a los mejores restaurantes, independientemente de lo que costaran, pensó Lydie.

–Yo no estaba diciendo que Oliver hubiera... se hubiera llevado el dinero. Solo iba a decir que por qué no me había dicho nada.

–Si te acuerdas, Oliver y Madeline estaban de vacaciones en Sudáfrica la última vez que estuviste aquí. Pobre Oliver, trabaja tanto... Necesitaba ese mes de vacaciones.

–¿Su empresa va bien, verdad? –preguntó Lydie y recibió otra mirada amarga de su madre.

–De hecho, ha decidido, dejar el negocio.

–¿Quieres decir que también se ha ido al garete?

–¡Hija! ¿Tienes que ser tan vulgar? ¿Para qué nos gastamos tanto dinero en tu educación? ¿Para nada? –la reprendió su madre–. Muchas empresas se empeñan para seguir trabajando... –le aclaró–. A tu hermano le resultaba muy duro seguir manteniendo la empresa a flote y la dejó. Cuando vuelvan de su luna de miel, Oliver empezará a trabajar con los Ward-Watson –dijo con una sonrisa, la primera que le había visto Lydie desde que llegó–. No me extrañaría que pronto lo hicieran director.

Aquello sonaba muy bien, pero no les sacaba de la situación en la que estaban.

–Me imagino que eso significa que no va a devolverle a papá el dinero.

Su madre la miró con reprobación.

–Va a necesitar todo el dinero que pueda conseguir para mantener a su mujer. Madeline está acostumbrada a un nivel de vida muy alto, ¿sabes?

–¿Dónde está papá? –preguntó Lydie, intentando no pensar en nada. Sentía dolor de corazón por el hombre orgulloso que había trabajado tanto durante toda su vida–. ¿Está en la finca?

–¿Qué finca? Lo ha vendido todo. Ya solo queda esta casa. Y le he dicho que no pienso moverme de aquí.

«¡Dios santo!» Lydie se llevó la mano al pecho; parecía que el asunto estaba mucho peor de lo que se había imaginado.

–¿Cuánto le debe al banco?

–No mucho. Pero todavía queda un acreedor. El banco le ha dicho que si el viernes no reciben las cincuenta mil libras, vendrán por la casa. ¿Te lo imaginas? Caeríamos en desgracia. Y vaya tragedia ahora que se va a casar tu hermano.

–Cincuenta mil no parece demasiado dinero.

–Lo es cuando no lo tienes. Ni tampoco tienes manera de conseguirlo. Aparte de la casa, no tenemos nada. ¿Cómo vamos a pedir dinero sin nada que lo avale? Nadie va a dejarnos nada. Aunque, tu padre nunca lo pediría.

Lydie se quedó pensativa.

–¡Los cuadros! –exclamó–. Podríamos vender algunos de los cuadros...

–¿No me has oído lo que te he dicho? Lo hemos vendido todo. No queda nada. Absolutamente nada.

La madre de Lydie estaba a punto de llorar. Lydie nunca la había visto así. Aunque nunca había sido una mujer muy cariñosa con ella, su preferido siempre había sido su hermano, seguía siendo su madre y la quería.

Lydie se acercó a ella de manera impulsiva.

–Lo siento. Lo siento mucho.

Entonces recordó que su madre le había dicho que ella podía hacer algo para devolver todo lo que habían hecho por ella.

–¿Hay algo que yo pueda hacer? –preguntó; pensando que podía pedir que le adelantaran el dinero de la herencia. Aunque no era mucho. Solo le quedaban dos años para cumplir los veinticinco y quizá el banco aceptara. La respuesta de su madre la dejó sin habla.

–Puedes ir a ver a Jonah Marriott –dijo con claridad–. Eso es lo que puedes hacer.

Lydie la miró con sus ojos verdes muy abiertos.

–¿Jonah Marriott? –dijo con la voz muy débil.

Solo lo había visto una vez en la vida y de eso hacía siete años. Sin embargo, no había olvidado a aquel hombre tan guapo.

–¿Te acuerdas de él?

–Vino una vez –respondió ella–. ¿No le dejó papá dinero?

–Sí –respondió la mujer–. Ya ahora es el momento de que lo devuelva.

–¿Nunca lo devolvió? –preguntó ella, sintiéndose un poco decepcionada.

–Da la casualidad –continuó su madre– de que el dinero que le dio tu padre es el mismo que necesitamos para pagar al banco. Yo misma iría a verlo, pero tu padre me lo ha prohibido.

Sabía que su padre era muy orgulloso y si había intentado que se lo devolviera y no lo había conseguido, nunca insistiría.

En aquel momento, su padre entró en el salón.

Lydie se quedó sorprendida por su aspecto abatido.

–¡Papá! –susurró de manera involuntaria y se levantó para darle un abrazo.

–¿Qué estás haciendo aquí? –preguntó el padre, mirando a su madre de soslayo.

–Decidí adelantarme unos días.

El padre volvió a mirar a su mujer con desconfianza.

–¿Te ha estado tu madre poniendo al corriente de todo? –preguntó, como el que no quiere la cosa.

–Esta boda de Oliver parece que va a celebrarse por todo lo alto –dijo ella eludiendo la pregunta.

Durante la siguiente media hora, Lydie observó, de primera mano, la fachada orgullosa que su padre ponía delante de ella. Era deprimente ver su estado de ánimo, el peso que sentía sobre los hombros, la preocupación que parecía empequeñecerlo. Entonces, pensó que ir a ver a Jonah Marriott no le costaría nada si con eso lograba que su padre volviera a ser el de antes. Especialmente, cuando el dinero había sido prestado por un periodo de cinco años, si la memoria no le fallaba.

–Tu habitación está lista –dijo su madre, aparcando la conversación de la boda–. Si quieres puedes subir a refrescarte.

–Tengo algunas cosas que hacer en mi estudio –comentó Wilmot Pearson antes de que ella pudiera decir nada–. Me alegro de verte, Lydie.

En cuanto se hubo ido, su madre volvió al tema prohibido.

–¿Bueno? ¿Lo vas a hacer?

–¿Estás totalmente segura de que no devolvió el dinero? –su madre le dedicó una mirada avinagrada–. Quizá no pueda devolverlo –añadió ella.

Su madre decidió ignorar sus comentarios. En lugar de eso, dijo con desprecio:

–Por supuesto que puede pagar. De sobra. Su padre hizo una fortuna cuando vendió sus almacenes. Ambrose Marriott quizá sea una persona dura, pero no me lo imagino dejándole todo a un hijo y nada al otro. Y, por lo que yo sé, el pequeño tiene una fortuna –la mujer dejó escapar un suspiro–. Y míranos a nosotros.

Lydie miró a su madre. Después miró la hora. Las cuatro y media.

–¿Tienes su número de teléfono?

–¡No puedes hablar de esto por teléfono! –espetó su madre–. Tienes que ir a verlo cara a cara. Tienes que darle la impresión...

–Iba a llamar a su oficina para pedir una cita –la interrumpió Lydie–. Aunque, si adivina para qué quiero verlo, probablemente no me la dé.

–No quiero que tu padre se entere. Será mejor que lo llames desde tu habitación –decidió Hilary Pearson–. Voy contigo.

–¿Electrónica Marriott? –preguntó una voz agradable cuando Lydie marcó el número desde su cuarto.

–¿El señor Marriott, por favor? –dijo con firmeza–. Jonah Marriott –añadió, por si acaso había otros miembros de la familia trabajando allí.

–Un momento, por favor –respondió la telefonista.

A Lydie le dio un vuelco el corazón al pensar que lo iban a pasar con él con tanta facilidad.

–¿Diga? –contestó la voz de una mujer.

–Hola. Me llamo Lydie Pearson. Me gustaría hablar con el señor Marriott.

–El señor Marriott no vuelve hasta el viernes. Yo soy su secretaria ¿si puedo ayudarla en algo? –preguntó la mujer con amabilidad.

–¡Oh! Necesitaba verlo antes. Quizá podría llamarlo a su casa –sugirió, sabiendo de antemano que no iba a lograr nada.

–En realidad, el señor Marriott está de viaje y no volverá hasta el jueves por la noche.

–Volveré a llamar el viernes, entonces –dijo y colgó para enfrentarse a su madre, que quería que le repitiera la conversación palabra por palabra.

–¡Vamos a perder la casa! –gritó–. Lo sé. Lo sé.

Y Lydie, que nuca había visto a su madre perder el control de aquella manera, comenzó a apreciar mejor que nunca lo delicado de la situación. Y comenzó a sentir furia... hacia Jonah Marriott.

–No, no la vamos a perder –dijo con toda la calma que pudo–. Iré a ver a Jonah Marriott el viernes y no saldré de su oficina hasta que me dé el dinero que le debe a papá.

Lydie no tuvo ocasión de cambiar de opinión durante los dos días que siguieron. Su padre parecía cada día más preocupado y andaba más cabizbajo y su madre no dejaba de insistir en que ella era su única salvación.

Durante esos días, toda su furia la dirigió hacia Jonah Marriott. Como si él fuera el causante de todos sus males y de todas sus desgracias. Después de todo, su padre le había dejado dinero de buena fe y él no se había dignado a devolverlo.

Sin embargo, esa furia se atenuaba al recordar la impresión que le había causado aquel hombre en persona.

Cuando vivía en casa, solía ayudar a su padre en el despacho durante las vacaciones. Un día, su padre le dijo que alguien iba a ir a pedirle dinero y le explicó de qué se trataba. Ella tenía dieciséis años y era delgada, larguirucha y muy, muy tímida.

Cuando llegó a casa esa tarde, se encontró a Jonah en el salón.

–Oh, per... perdón –dijo tartamudeando, poniéndose roja como la grana–. No sabía que hubiera alguien aquí.

Él no respondió, pero tuvo la cortesía de ponerse de pie.

Ella volvió a ponerse colorada.

–¿Está esperando a mi padre?

El hombre tenía unos espectaculares ojos azules. Un azul increíble, pensó, recordando cómo la había mirado antes de comentar con una maravillosa voz masculina:

–Si su padre es el señor Pearson, entonces, sí, lo estoy esperando.

Sus piernas le temblaron como si fueran de gelatina. Pero, al mismo tiempo, pensó lo difícil que tenía que resultarle a aquel hombre tener que pedir dinero. Así que, aunque quería desaparecer de allí inmediatamente, decidió confortarlo en lo que pudiera.

–Me llamo Lydie –le dijo–. Lydie Pearson.

–Jonah Marriott –respondió él y extendió la mano.

Con nerviosismo y la cara totalmente teñida de rojo, le estrechó la mano.

–¿Le apetece un té, señor Marriott? –preguntó temblorosa.

Él le sonrió y ella pensó que tenía la sonrisa más maravillosa del mundo.

–No, gracias, señorita Pearson –le dijo él, tratándola como a un adulto.

En aquel momento, entró su padre.

–Perdona por hacerte esperar, Jonah. La llamada era importante –y con una mirada hacia su hija–: Ya veo que has conocido a Lydie. Está a punto de marcharse de su adorada Beamhurst para volver al colegio.

–Seguro que la echará de menos –respondió Jonah mirándola y Lydie volvió a ponerse colorada.

–Bueno, me marcho –se despidió ella, y salió de la habitación.

Y, desde aquel momento, comenzó a estar locamente enamorada de Jonah Marriott.

Aunque nunca lo volvió a ver, intentó estar al corriente de su vida. En aquel entonces, él debía tener cerca de los treinta años y ya estaba en el negocio de la electrónica. Su padre tenía una cadena de supermercados y él se había sentido obligado a trabajar con él. Cuando su hermano pequeño, Rupert, terminó la universidad y dijo que quería trabajar en el negocio familiar, él se sintió libre para embarcarse en su propia aventura.

A su padre no le había gustado la idea. Así que, Jonah había pedido un préstamo para empezar. Había tenido mucho éxito, pero aún le debía dinero al banco cuando decidió agrandar la compañía. Así que, demasiado orgulloso para pedirle a su propio padre, se había acercado a Wilmot Pearson, un reputado hombre de negocios.

El resto era historia, se dijo Lydie cuando se despertó la mañana del viernes. Había dormido fatal y estaba que echaba chispas. Su padre le había dejado cincuenta mil libras a Jonah Marriott, su ídolo durante mucho tiempo, y este nunca le había devuelto el dinero. Y ella iba a hacer algo al respecto. Ese mismo día.

–¿Qué vas a hacer hoy? –le preguntó su padre durante el desayuno.