Zurzulita - Mariano Latorre - E-Book

Zurzulita E-Book

Mariano Latorre

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Beschreibung

Pasados cien años desde la publicación de la novela, parece retornar con urgencia la pregunta sobre el tipo de relación que establecen humanidad y naturaleza, una pregunta que, por motivos muy distintos a los nuestros, también era importante para Latorre. Una lectura hecha en el presente, puede ver con mucha claridad el desplazamiento y al hacerlo puede también iluminar cuestiones que hoy parecen vitales, como la formación de cierta conciencia acerca de los límites que separan lo natural de lo humano.

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Seitenzahl: 780

Veröffentlichungsjahr: 2021

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ZURZULITA

Mariano Latorre

Edición crítica: Lilian Arévalo, Nicole Monti y Lorena Seguel

Ediciones Universidad Alberto Hurtado

Alameda 1869 · Santiago de Chile

[email protected] · 56-228897726

www.uahurtado.cl

© Sucesión Mariano Latorre. Especiales agradecimientos a Emilio Pacull.

© Lilian Arévalo, Nicole Monti y Lorena Seguel, de la edición general, la cronología y la bibliografía.

© Hugo Bello Maldonado, de “La sociedad chilena y la renovación de la cultura escrita”.

© Ricardo Latcham, de “La historia del criollismo” y de “El criollismo de Latorre”, prólogo a la edición de Zurzulita de 1949.

© Aldo Torres, de “Breve apología de Zurzulita”.

© Cedomil Goic, de “Zurzulita”.

© Ignacio Álvarez, de “Una arcadia intransitiva: nuevas vueltas en torno al espacio natural de Zurzulita de Mariano Latorre”.

© Natalia Cisterna, de “Zurzulita, entre el espejismo y los cercos de una modernidad patriarcal”.

ISBN libro impreso: 978-956-357-325-1

ISBN libro digital: 978-956-357-326-8

Noviembre 2021

Coordinadora colección Literatura

María Teresa Johansson

Coordinador colección Biblioteca chilena

Juan José Adriasola

Directora editorial

Alejandra Stevenson Valdés

Editora ejecutiva

Beatriz García-Huidobro M.

Diagramación interior y portada

Alejandra Norambuena

Imagen de portada

Gente de campo, de autor no identificado, hacia 1930. Fotografía patrimonial. Museo Histórico Nacional.

Retrato de Mariano Latorre. Fotografía patrimonial. Museo Histórico Nacional.

Con las debidas licencias. Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en las leyes, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamos públicos.

Diagramación digital: ebooks [email protected]

La colección Biblioteca chilena publica una serie de obras significativas para la tradición literaria chilena en nuevas ediciones realizadas por un conjunto de académicos especialistas en literatura. En cada volumen se fija el texto con criterios estables y rigurosos, se proporciona un amplio aparato de notas y se ofrece un conjunto de materiales complementarios que garantizan una recepción informada por parte del público.

El objetivo de Biblioteca chilena es fomentar la relectura, valoración y difusión de los autores fundamentales del canon nacional, abriendo de este modo nuevas formas de apropiarse culturalmente de un conjunto de obras literarias en las que se despliega una versión relevante de la identidad y paisaje simbólico que denominamos Chile.

Cada volumen contiene:

· Un estudio crítico, redactado especialmente para la edición por un connotado académico, que proporciona la valoración e interpretación globales del texto.

· La historia del texto y sus criterios editoriales.

· La obra.

· Un dossier con los artículos más relevantes que se hayan publicado acerca de ella.

· Un cuadro cronológico.

· Una completa bibliografía de y sobre el autor.

El propósito final de Biblioteca chilena es conectar a las instituciones académicas con la comunidad, para animar de este modo un diálogo de largo plazo y consecuencias fecundas al poner nuevamente en el tapete la tradición literaria de nuestro país.

Índice

Introducción

La sociedad chilena y la renovación de la cultura escritaHugo Bello Maldonado

Historia del texto y criterios editorialesLilian Arévalo, Nicole Monti y Lorena Seguel

Zurzulita

Dossier

Historia del criollismoRicardo Latcham

El criollismo de Latorre (prólogo a la edición de 1949)Ricardo Latcham

Breve apología de ZurzulitaAldo Torres

ZurzulitaCedomil Goic

Una arcadia intransitiva: nuevas vueltas en torno al espacio natural en Zurzulita (1920), de Mariano LatorreIgnacio Álvarez

Zurzulita, entre el espejismo y los cercos de una modernidad patriarcalNatalia Cisterna

CronologíaLilian Arévalo, Nicole Monti, Lorena Seguel

Bibliografía

Colaboradores

INTRODUCCIÓN

La sociedad chilena y la

renovación de la cultura escrita

Hugo Bello Maldonado

La sociedad chilena y la renovación de la cultura escrita

Hugo Bello Maldonado

Tras la bancarrota de la producción salitrera, en gran parte debido a su modo de producción rentista, especulativo y derrochador, que obraba en estrecho beneficio de la oligarquía nacional, se abre un tiempo de convulsiones de todo orden sobre el provinciano Chile. El país había comenzado, dos décadas antes, en la época de las vacas gordas del salitre, una experiencia de consumo masivo desde el punto de vista cultural y de mercancías, el que se concentraba en las dos grandes urbes del país: Santiago y Valparaíso.

El incremento del consumo de productos culturales sacude el ámbito de la prensa y la publicidad. Esto genera nuevos fenómenos tanto desde el punto de vista de la lectura como de la producción de materiales de lectura y propicia una mayor diversidad de textos, soportes textuales, formas de lectura, además de tipologías discursivas heterogéneas. Eso solo era posible porque la multitud de lectores, producto de las transformaciones políticas y culturales, impulsadas desde 1840 (Subercaseaux, 2000: 45), se había incrementado de manera sostenida. No es casual que, producto de estas transformaciones, en 1920 se decretase la primera ley orgánica de obligatoriedad de la educación primaria. La valoración que socialmente se hacía de la lectura, y de la instrucción en general, tenía suficiente evidencia entre las clases dominantes y las subalternas como para que se instruya por ley a todos los que nacían en tierra chilena. La educación es, entonces, considerada un bien necesario para superar las condiciones de atraso en que se encontraba la nación.

Las novedades no se circunscriben a las publicaciones (diarios, revistas, semanarios, hojas sueltas, etc.) o a los hábitos de consumo (de modas en el vestir, de preferencias estéticas, etc.), sino, de modo primordial, a la estructura social, que abrió camino, poco a poco, a la emergencia de una clase media urbana y de un incipiente proletariado. Dejando atrás la condición de plebe anónima e iletrada, el paulatino proceso de democratización se ve reflejado en la constitución de una sociedad más heterogénea. Ello, finalmente, con consecuencias en la disputa del poder político, ya no circunscrito a una clase social excluyente y autorreferente. La ascensión de las masas proletarizadas y campesinizadas es lo que permite que Arturo Alessandri Palma (1868-1950) llegue al poder, quien se convierte en el primer presidente sin origen criollo-terrateniente. La heterogeneidad de partidos y la incipiente formación política del respaldo popular se traduce en avances y retrocesos, pero, sobre todo, en la explícita conformación de un nuevo orden, en el que, pese a los engaños y el abuso, las clases medias, aliadas a las clases más despojadas, podían, de forma verosímil, revertir el orden instituido desde los tiempos de la Independencia. Se asomaba el resquebrajamiento de un régimen que no había sabido administrar su poder desmedido, pero, por otra parte, la nueva coalición política no sabía, y no podía, llevar adelante transformaciones de fondo. La Constitución de 1925 es en parte un ejemplo de esto. Se supera con ella la hegemonía sin contrapeso del grupo social minoritario acaudalado, elitista, pero, por otra parte, el peso de las masas populares no logrará capitalizar el poder político que procede de su fuerza numérica.

El proceso de transformación económica ha forjado clases sociales que abandonan su lugar de plebe para ascender a una organización de clase social que, de modo pausado, se modificará y organizará en diferentes formas de sociabilidad: sindicatos, federaciones, partidos políticos, publicaciones, escolarización y educación popular, en gran medida, emergidas del proceso de proletarización que conllevó la explotación del salitre. Este auténtico imán de la mano de obra que se encontraba dispersa entre campesinos y pobladores de las grandes urbes (obreros asalariados, gañanes, rotos, indígenas, inmigrantes, empleados del comercio, etc.) desplazó, desde campos y provincias, países lejanos y limítrofes, a miles de trabajadores que se vieron, por primera vez, en una relación laboral distinta a la que había dominado hasta ese momento. Surgía también con ello la solidaridad de clase, reflejada en mancomunales, sindicatos y periódicos que irrumpían frente al antiguo régimen que sometía a la población —particularmente a aquella de origen agrario— a una servidumbre atroz y desvergonzada. Con ello, de manera inseparable, surgían ideologías expresadas en discursos racistas, xenófobos, tendientes a reafirmar las relaciones de sujeción y dominio que ejercía la decadente oligarquía nacional, así como las relaciones de diferenciación entre algunos sectores medios con aquellos que en la escala social se encontraban en el fondo del sistema de subordinación.

Frente a la oligarquía liberal y terrateniente, la clase que más rápidamente se organiza y despliega en partidos, periódicos, cuadros intelectuales y sindicales es sin duda la clase media: una clase urbana, en lo fundamental, asociada productivamente al sector terciario, esto es, el de comerciantes y empleados, tenderos, artesanos, profesionales y técnicos procedentes de la formación universitaria y el contingente rotundo que provenía de las escuelas normales, los docentes. Tanto Mariano Latorre (1886-1955) como muchos de sus más cercanos, incluyendo a su esposa, provienen de esta condición social moderna, base y motor de las transformaciones más importantes del siglo XX. Con la activa participación de estas estructuras sociales, se fragua una prensa renovada, pero también un campo cultural e intelectual que se disputarán todas las clases, aunque el contingente medio y el oligárquico con mayor visibilidad. Esto propicia no solo enfrentamientos, sino también muchas alianzas explícitas e implícitas frente a un proletariado y campesinado ampliamente mayoritarios, pero despojados, menos preparados educacionalmente y singularmente homogeneizados en una extendida estigmatización étnica y cultural. Todas estas complejidades ideológicas y discursivas, finalmente, se filtran de manera muy evidente en las expresiones literarias del período, en obras dramáticas, en las artes plásticas, en la música y en toda la literatura que precede y que rodea a la publicación de Zurzulita en 1920.

Es el contexto del criollismo o nativismo, una literatura que funda, en los orígenes étnicos y sociales (en la herencia biológica y en los hábitos arraigados en el pueblo desde los tiempos de la colonización, en el paisaje que rodea a esos personajes), un discurso literario que suscriba a una esencia que caracteriza, tipifica, determina y captura, al menos programáticamente lo pretende, los modos de ser de la comunidad nacional en aquellos aspectos que, aun por secundarios que sean, definen a una comunidad social y cultural. Esta tendencia narrativa y poética, que se identifica con un emergente nacionalismo, no es específica o única de Chile, sino que es una poderosa fuerza que se esparce en gran parte del continente, desde México hasta el sur del Cono americano.

En el panorama nacional, existe una sola clase dominante, compuesta, por un lado, por la burguesía santiaguina y porteña, representada por las mesnadas del derrotado presidente Balmaceda (1891) y, por otro lado, la oligarquía terrateniente (los vencedores), respaldada por el propio partido del presidente derrotado y por los oponentes a su Gobierno (los conservadores). Esta única clase dirigente, cuya hegemonía no tiene contrapesos, sostiene valores comunes en algunos planos, los que se imponen por sobre sus diferencias: su sentido de la propiedad, del bienestar, de la moral y de la belleza. Esta última es la que, a nivel continental, expresará el modernismo latinoamericano, que destila su influencia sobre todas las direcciones posibles, en un espacio cultural muy restringido aún, pero en progresiva expansión. En antagonismo con esa clase dirigente, está la población compuesta por las clases populares y medias —surgidas al calor de las transformaciones promovidas por la clase de los independentistas criollos—, que van a desarrollar sus propios medios de comunicación y promoverán sus propias preferencias en materia de gustos (no solo poéticos y artísticos). Estas clases antagonistas germinarán y se abrirán paso con la construcción de discursos y costumbres que acentuarán las diferencias políticas y sociales vehiculizadas en el espacio simbólico-cultural. Tajante y vertical, el discurso —como ocurre con el poder político-militar— labra diferencias imaginadas: los discursos de la pertenencia étnica, por ejemplo, aquellos que las afirman y subrayan como determinantes en el obrar humano, surgidas en América en las “zonas de contacto” (al decir de Mary Louis Pratt, 2010); allí donde influyen focos de colonización europea o norteamericana, se distinguen de zonas donde la presencia de los influjos es menor o es distinta. Los discursos emergidos de las fricciones culturales elaboran diferencias y especificidades respecto de las capas sociales, las castas o clases, con subsecuentes formas de dominación y de obediencia entre los colonizadores, los criollos (herederos directos de los primeros) y los habitantes primigenios del continente. La proliferación de mestizajes e hibridaciones que se acrecentarán con la mixtura social en esta parte de la historia acelerará la mezcla y la interacción cultural desconocida hasta ese momento en el continente.

En el particular caso de la literatura, se desplegará el mismo sistema de preferencias literarias y artísticas consideradas en el modernismo, sistema que incluye un énfasis en lo fantástico a la vez que perpetúa tendencias realistas en auge, como el naturalismo, ajustándose, muchas veces, al delirio y a la ensoñación darianas, que se acumulaban de manera heterogénea, sintética y sincrética en Azul… (1888).

El sistema literario más influyente de la literatura latinoamericana descansa, en gran medida, en su carácter contradictorio, paradójico, omnívoro, que opera ampliándose y alcanzando modos y voces que antes no alcanzaron un lugar en la literatura del continente. Desde la época de la segunda modernización en adelante (la modernización liberal), se desprenden Martí y Darío, pasando por Herrera y Reissig, Lugones, Alfonsina Storni, Juana de Ibarbourou y Delmira Agustini. Con ellos y muchos más, el modernismo se extiende al máximo de su época en pluralidad de voces, tonos, metros, formas narrativas y poéticas que durante décadas no habían aparecido en la literatura de la lengua hispanoamericana. Sabido es el rumbo que la poesía de Darío tomó en este horizonte, dado que reactivó formas arcaicas, a veces olvidadas por la tradición, y actualizó la lengua poética en una expresión de plenitud de cara a su pasado a la vez que afrontando el futuro.

Dicho de este este modo, las concepciones formalistas o mecanicistas de la historia literaria veían en la reacción al modernismo cierta unidad de propósitos que explicaba la radical diferencia entre este y el nativismo naciente (denominado para otros como mundonovismo o novomundismo). Como parte de esta tendencia a ver una oposición de líneas irreconciliables entre nativismo (por definición localista) y modernismo (por definición cosmopolita) es que la crítica leyó y muchas veces descalificó la novela de Latorre, Zurzulita. Nuestra posición al respecto matiza y relativiza este sistema de oposiciones. En el trabajo de Latorre, que problematiza y se separa de las tendencias vanguardistas del período, es evidente un conjunto de líneas más de continuidad que de ruptura con las tendencias dominantes en el Siglo XIX, de continuidad con la oposición entre civilización y barbarie, por ejemplo, planteada a mediados de la centuria por Domingo Faustino Sarmiento (1811-1888)1.

Por el contrario, el modernismo consigue su alojamiento, precisamente, en un complejo proceso cultural que no desmiente la multiplicidad de la oferta de enfoques y perspectivas poéticas a veces contrarias. Del mismo modo que su productividad está ligada al impulso de la prensa y el periodismo, que se afirma en la heterogeneidad de los públicos de lectores que han emergido de la modernización (escolarización masiva, bibliotecas públicas, liceos, universidades, etc.). Un ejemplo de la expansión social y económica, con consecuencias recíprocas para la cultura, es la transformación que sufre la prensa que, a partir de 1920, muestra un crecimiento exponencial. En comparación con las transformaciones que ella ha experimentado desde su nacimiento en el continente y en el país, la prensa comercial dará paso a la manifestación de las voces de la oligarquía como a las de aquellas otras capas sociales que han emergido junto a sus inseparables matices políticos. La prensa moderna mediatiza sus preferencias culturales y estilísticas, sus específicas preferencias de consumo y de producción. El surgimiento de la prensa popular, destinada a lectores de una cultura subalterna y residual —mediada por periódicos, revistas y hojas sueltas, como la llamada Lira Popular—, tiene en la modernización de la prensa un correlato que muestra que el fenómeno de modernización es inclusivo o extensivo a las clases sociales emergentes, pese a la clase hegemónica. Comienza el florecimiento de revistas literarias tales como Artes y Letras o Zig-Zag, destinadas a un público que demanda bienes de mayor elaboración retórica y discursiva por parte del aparato de producción cultural, así como también una mejor elaboración de la materialidad misma (incorporación de colores y gráficas, dibujos y fotografías, variedad de tipos de imprenta y mejor calidad del papel, etc.). Este panorama es relevante para la comprensión de la novela de Latorre: en el acto de lectura de la novela se van a convocar las expectativas literarias y poéticas de los lectores que han transitado por el costumbrismo, el naturalismo, el realismo, etc., tales como la sensibilidad minuciosa y detallada de la belleza encarnada en los paisajes de la naturaleza abrupta e intacta que aún guardaba el paisaje americano, paisaje idealizado, sublimado y hasta divinizado en algunos casos, como expresión de una singularidad de lo nacional encarnado en su naturaleza determinante de carácter y en la psicología de las naciones criollas.

“Jorge Hübner y yo andamos con Mariano Latorre, Gabry Rivas, Ángel Cruchaga Santa María, Juan Guzmán Cruchaga,Pedro Sienna, La Wini, Alfredo Guillermo Bravo, Waldo Urzúa,Fray Apenta (Alejandro Baeza), Ricardo Abarzúa, Adolfo Allende2, Daniel de la Vega y Armando Vidal” (158), escribe el poeta Pablo de Rokha en sus memorias. Son los aledaños de 1912. El grupo encarna la bohemia juvenil modernista, a la que influye uno de los poetas hegemónicos del período: Vicente Huidobro. El otro poeta influyente, pero ajeno a las andanzas de este grupo, es Pedro Prado, más distante de Latorre (aunque Alsino, 1920, debería ser leído en contraste y polémica con la prosa de Latorre) y De Rokha, ambos maulinos, ambos pertenecientes a una pequeña burguesía provinciana, ambos ambiciosos de hundir y disputar la sensibilidad de los hombres siúticos que se cobijaban en el poder de los grandes diarios y de las instituciones políticas, para fantasear y ensoñar con un mundo de ingenuidad y espiritualismo. La contraseña poético-estética de esta pléyade de jóvenes artistas noctámbulos es el modernismo y, posteriormente, la revista Claridad (1920-26), órgano de difusión de la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile, un faro y referente de las ideas convulsivas que irrumpen en el período. Si hay una característica que los congrega, más allá de los intereses artísticos y etarios, es que se trata de un grupo que, mayoritariamente, ha arribado desde las provincias a la capital de la nación. En Chile, la vanguardia histórica, que encabezarán Huidobro, Neruda, De Rokha y Emar, está por ahora lejos de desplegar sus fantasías y provocaciones lingüísticas, y más aún de influir en las formas de producción literaria y en las preferencias estéticas de los jóvenes escritores del período. Sin embargo, todos se han desprendido, más críticos unos y menos otros, de las alas del modernismo que los ha cobijado hasta muy entrados los años 20. En términos de preferencias artísticas de este diseminado colectivo de músicos, poetas, periodistas e intelectuales, las tendencias serán el nacionalismo, la indagación en las bases autóctonas y la expresión de las determinantes telúricas del arte en sus diversas manifestaciones. Sin embargo, este movimiento heterogéneo y diverso que cuestiona los aspectos permanentes de un arte anquilosado, academicistay conservador (ver Patricio Lizama, 1994), ciertamente, tiene un impulso de renovación en dos novelas: El roto, de Joaquín Edwards Bello, y Zurzulita, de Latorre. Estos dos proyectos, apalancados en muchos de los recursos narrativos y en las tendencias heredadas por la modernización literaria modernista, dan a conocer los modos e inclinaciones culturales de sujetos que, a pesar de ser una amplia mayoría nacional, no tenían un lugar en el imaginario literario de la época. La salvedad la había constituido la literatura de Baldomero Lillo. En esa misma línea de trabajo, estas nuevas obras venían a profundizar la singularidad de la compleja realidad social chilena.

Zurzulita (1920)

La novela Zurzulita, subtitulada Sencillo relato de los cerros, fue precedida por dos libros: Cuentos del Maule (1912) y Cuna de cóndores (1918). Ambos conjuntos de relatos le abrieron puertas y un espacio entre la constelación de escritores que, en contexto de agitación y ordenamiento de fuerzas políticas e ideológicas, situaron el nombre de Latorre entre los más selectos, pese al inmediato rechazo que obtuvo de críticos como Alone (1992: 43-47), quien desdeña sostenidamente, en varias de sus crónicas literarias, el modo “huaso” del habla que caracterizaba a los personajes de Latorre. Es Emilio Vaïse, sacerdote francés, que escribía bajo el seudónimo de Omer Emeth, quien exaltó la interés de su obra, por mostrar, a su juicio, la fuerza determinante del paisaje chileno como protagonista esencial de la literatura de un país que define su carácter por la fuerza de sus espacios geográficos. Para Latorre, como para Emeth, el paisaje determina el carácter de los individuos y el personaje literario no es sino una proyección más o menos fiel de ese paisaje. En 1947, Latorre afirmaba: “La multiplicidad es el carácter del paisaje chileno. Y múltiple es también la psicología de su poblador, pero paisajes y hombres son unos (sic) en su pluralidad. Por esto, es difícil, si no imposible, plasmar un arquetipo de raza, desde el punto de vista artístico” (1995: 194).

Vaïsse, discípulo del filósofo Hippolyte Taine (1828-1893), asume que el contexto físico labra las circunvoluciones del alma y el espíritu antes que las determinaciones sociales. Entonces, cómo los cuentos y la novela de Latorre no habrían de sintetizar, en el mundo representado por ellos, el alma indefinible de la nación chilena, cuestión que como buen extranjero le parecía, en la corta distancia, un asunto más relevante que la expresión de problemas de carácter abstracto o universal como los que trataba la propia literatura francesa, de la cual él era feudatario. Vaïsse celebra la publicación de Cuna de cóndores3 con un encomio sin reservas:

Mariano Latorre, más feliz que Faetone en su empresa, ha conseguido, en esta nueva obra, volar hacia el sol de un ideal que él mismo eligiera, y… ha salvado sus alas…

¿En qué consiste la innovación introducida por él en la literatura chilena? Creo decirlo en pocas palabras y sin ambages, declarando, en mi concepto, Mariano Latorre es un escritor para quien Chile existe verdaderamente (7-8).

Agregaba más adelante:

Los antiguos solían enseñar que, en literatura, no se trata de escribir cosas nuevas, sino de dar novedad a las cosas antiguas: non nova, sed nove.

Mariano Latorre ha obedecido a la regla tradicional escribiendo con novedad sobre lo más antiguo que hay en Chile: sobre la cordillera de los Andes. Y me complazco en darle mis más sinceros parabienes por su hazaña (11).

Para Vaïsse, Latorre es un escritor de vanguardia que, en comparación con otros (que viven encerrados en un mundo de libros y lecturas), va hacia el mundo y representa el mundo que lo rodea. El interés de Omer Emeth en los cuentos de Latorre es la representación del espacio geográfico, una cuestión que a los escritores contemporáneos, influidos por las magias y fantasías modernistas, tenía sin cuidado. El crítico oficial proyecta su admiración por las tierras americanas exaltadas por la representación literaria, reveladora, de un hijo de inmigrantes. Como Vaïse, Latorre eleva la geografía, el carácter local, el paisaje, a la condición de materias primas de la literatura del continente. Latorre no hacía sino lo que se impondrá como tendencia dominante en la novela del continente.

Es sugestivo observar que la emergente corriente nacionalista y nativista se hacía cargo de la representación y documentación del espacio geográfico del interior, el campo o la ruralidad (Melfi, 1938; Latcham, 1969; Goic, 1997), de manera más o menos sincronizada en toda América, en el momento en que las masas campesinas se desplazaban hacia donde veían la abundancia y el futuro: las ciudades. Del mismo modo, esta tendencia literaria se sincroniza con la defenestración del modernismo, que pletórico de cisnes, princesas y poetas arruinados, en medio de una sociedad de burgueses insensibles, se transformaba en lo decadente e irracional. Ambas cuestiones no pueden, a su vez, escindirse de la tendencia del pensamiento medianamente sistemático (expresado en el ensayo y en la incipiente filosofía), que pretende ocuparse de la especificidad de “la chilenidad”, “la mexicanidad” o “la argentinidad”. A cambio, estará la herencia colonial hispánica, raíz del bastión cultural en que Rodó pretendía dar sostén a la cultura americana, frente a la expansión norteamericana. Este panorama expresa coherencia con el pensamiento de Emeth, el crítico, pues ve en la literatura de Latorre la cristalización de un lenguaje singular, específico, local y a la vez novedoso, sin dejar de ser formulado bajo una receta probada, con respaldo europeo, el viejo y querido realismo. Nada más seguro que el color local allí donde lo europeo suena como algo exótico.

Después de tres décadas de hegemonía literaria, en las que predominan paisajes de ensoñación y delirio poético, procurados a los lectores por la imaginación modernista, una tendencia naciente ponía sus ojos en la tierra, los pueblos nativos, los campesinos y, sobre todo, el paisaje americano inmaculado. Esta renovación (y estancamiento simultáneos) ocurría preservando, en gran medida, algunas de las herencias de la marejada modernista, que había elevado las exigencias a la imaginación literaria.

Zurzulita (1920)4 es la segunda del ciclo de “novelas de la tierra” en el contexto latinoamericano. Anticipada por la obra de Mariano Azuela, Los de abajo (1915), surgida, esta última, de un ambiente de transformaciones sociales y políticas de gran hondura. La novela de Latorre inaugura el ciclo del emergente argumento nacionalista, que privilegia el mundo agrario y campesino en lucha contra la imponente naturaleza americana. Esta novela, desprendida del naturalismo europeo, revela el protagonismo del bajo pueblo, sobreviviendo en sus miasmas, sus atroces pozos de ignorancia y crueldad animalesca. Un caldo de cultivo para el voyeurismo (¿o bovarismo?) literario de las clases medias que han conseguido desprenderse de esos lastres mediante la modernización capitalista. Por otra parte, de las transformaciones sociales, y de la movilidad generada, se acoplaron lectores y lectoras que significarán este realismo naturalista (el mundonovismo) de un modo ajustado a sus intereses, generando posteriores ramificaciones de sesgo proletario.

Desde su publicación, Zurzulita conminó a la crítica a actitudes de rechazo o bien de aceptación, sin reservas. La trama sigue una secuencia lineal que no ofrece mayores dificultades al lector. Mateo Elorduy, habitante de un pueblo enclavado en la zona central de Chile, llamado Loncomilla, ha fracasado en los estudios y acaba de perder a su padre (su único referente familiar). Como medio de sobrevivencia y como forma de sentido a una vida baladí, Mateo decide tomar posesión de una propiedad ofrecida en parte de pago por un deudor de su padre recién fallecido, el fundoMillavoro. Don Carmen Lobos es el capataz del fundo y es quien lo conduce hasta su propiedad. Tempranamente, Mateo advierte un rasgo de desdén y competencia con el celador de su propiedad. Allí, donde no hay instalaciones para su comodidad, se establece primero en la escuela, a cargo de Milla, Ludomira Aravena. Don Carmen y Mateo se disputarán inexorable y crecientemente la posesión de Milla primero y de la propiedad después, como indescifrable unidad. Samuelón, “el idiota del valle”5, representa con sus puños la pugna entre los hombres, como la que sostendrían un toro viejo y otro joven. Este recurso, casi cervantino, de puesta en escena de las fuerzas que se disputan un mismo amor y el tesoro inhumado de Millavoro, eleva a la representación novelesca a un segundo grado de la invención literaria, aportando distanciamiento y alegorización al conflicto deliberado y obvio entre los dos machos. La novela se inscribe en el linaje de lo que Doris Sommer (1993) ha denominado ficciones fundacionales. Novela o romance, el amor de una pareja de amantes inscribe en el plano amoroso las expectativas de una componenda social y política al interior de clases sociales que no han soldado su unidad en torno, o en función, de la homogeneidad de la nación. Por su parte, la nación como proyecto inconcluso de la oligarquía criolla se ha impuesto guiar al pueblo criollo y mestizo a un destino de superación. Pero, en este caso, no es el oligarca de turno el que escribe, sino el hijo de una clase media que, llena de esperanzas de modernización burguesa, ve frustradas sus esperanzas de progreso y poder a manos de una clase decadente y parasitaria.

El narrador, personaje ajeno a la trama (heterodiegético), que, sin embargo, tiene innegable simpatía ideológica y moral por el personaje, una suerte de ángel caído, es fundamental para la constitución de las reglas que regularizan la lectura realista de la novela. Su perspectiva, fundada en el modo narrativo y en la técnica objetiva de la novela, media un pacto de lectura codificado en un estilo de la lengua culto-formal. Muy pocos han reparado en que este registro revela el casticismo explícito en la lengua que privilegia el autor. Para Armando Donoso (1886-1946), miembro de Los Diez, amigo y promotor de la obra del escritor maulino, la prosa de Mariano Latorre, si bien de motivo nativista, se inscribe en la tradición de los costumbristas como José Joaquín Vallejos, Daniel Riquelme y Joaquín Díaz Garcés. Para este historiador y crítico literario, se trata del dueño de “una lengua rica, acaso la más castiza de la literatura chilena actual” (1943: 13). Este es un aspecto raramente aludido en la crítica de Latorre, pese a que era conocida su devoción por la literatura española. De hecho, es una de las materias que enseñaba en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile, donde llegó a ser decano6. Esto se puede contrastar con la crítica que Alone ha realizado a la obra criollista de Latorre (hay que decir que no toda su obra es criollista). Su perseverante recurso al idioma “huaso”, como afirma Alone, no da cuenta de que el estilo y la construcción más poderosa del relato es una mímesis de la lengua de narradores españoles, que estaban dentro del sistema de preferencias de Latorre. Ni Alone ni Emeth reparan en que es el habla castiza del narrador lo que contrasta con el modo popular e informal en el que se expresan los personajes. Latorre quiere construir la chilenidad lingüística de la nación. Es una misma lengua en dos registros geográfica y culturalmente distantes: uno popular, chileno, y una variación culta, castellana (la lengua literaria del narrador). Ambas expresiones de la misma lengua se crispan, chocan y contrastan para enfatizar la brutalidad del habla popular. Sin embargo, difieren de la disposición ideológica del narrador. El resultado es la coexistencia de las voces, no de una diferenciación social irreconciliable, sino del habla coloquial popular (imitada) y la escritura castiza propia de la novelística española. Se trata más de un caso de diglosia, un descabalamiento cultural, antes que de la fricción de las variantes locales de la lengua culta y la popular al interior de una literatura nacional.

Bernardo Subercaseaux (2010, 136-7) ha concebido la incorporación de la lengua popular en el orden de la novela criollista como una estrategia de conciliación en la esfera de la nación en crisis:

La preferencia de Latorre y de los criollistas por el huaso como prototipo de la identidad chilena, se inscribe en la escenificación de un tiempo histórico nacional en clave de integración. La vinculación del huaso con los caballos, con el rodeo, y con las destrezas del campo, vestimenta de origen andaluz, cordobesa e incaica e incluso, en ocasiones, su lenguaje, son atributos tanto del patrón como del peón.

Pese a que en su texto Subercaseaux se refiere a los dos libros previos de Latorre (Cuentos del Maule y Cuna de cóndores), una parte de su tesis es verificable en un conjunto de textos que, según él, “concitaron mayor atención, o que tuvieron mejor recepción en los lectores y la crítica de la época” (131); sin embargo, es evidente que su tesis incluye a Zurzulita, en tanto parte de la escenificación de un tiempo que quiere representar la homogeneización de las partes rotas del mapa social y cultural, cuestión que a las clases medias emergentes les interesaba encabezar, allí donde la clase dominante había terminado por sucumbir.

Las figuras retóricas a las que más apela la novela son símiles y comparaciones que asientan construcciones alegóricas diseminadas en toda la narración: el bien y el mal, la naturaleza y la civilización (finalmente tan lejana), el erotismo y la culpa, el sentido y el sinsentido de la lógica histórica representada en la denuncia de la propiedad de la tierra, etc.; un conjunto de oposiciones que articulan el mundo presentado en forma de contradicciones que tienden a la fatalidad y la tragedia de un destino que no logra ser superado por la sencilla y miserable voluntad humana, en medio de una abrumadora barbarie. Los personajes se asimilan o tienen, por lo general, un símil en la naturaleza: Milla es llamada la zurzulita, una torcaza de la región; don Carmen es un jote (un ave carroñera), pero es, además, en la imaginación de Samuelón, el toro viejo (Trapi) en contraste con Mateo (Manqui, el toro nuevo), rival y detractor de on Carmen. El viejo es cazurro y ladino, el joven iluso y estéril. Otra forma de articulación retórica es la reiteración semántica de términos que remiten al oro en la lengua mapuzungun (Milla, Millavoro, Loncomilla).

Mateo, imaginativo e incauto, intenta ir contra su condición de pueblerino acomodado, hijo único, protegido por un padre viejo y parsimonioso. Huérfano de madre, encarna la vulnerabilidad de un sujeto sin rumbo, carente de una ilustración decisiva, incapaz de dominar sus deseos, impotente ante el poder de la seducción, timorato y vacilante frente al mundo de los seres bárbaros que proliferan a su alrededor. El héroe está destinado a provocar la atención o la compasión de una comunidad de lectores situada en un periodo específico de la historia de Chile, en momentos en que el campo comienza a convertirse en residuo cultural y en evocación melancólica para un sinnúmero de provincianos que tienen la novela en sus manos.

En el trasfondo histórico de la urdimbre narrativa se observa la ascendente marea de las capas medias que se identifican con políticas nacionalistas, medrando en las urbes en tanto creciente masa urbana que, lejos del campo, de vez en cuando, idealiza el verdor del bosque y la altivez de las montañas. El nacionalismo nativista que destila el relato se opone a la desvergüenza de la oligarquía cosmopolita, rastacuera y escapista, antipatriótica y holgazana que encarnan los señores del Club de la Unión. Holgazanes que, lejos de trabajar y extraer riquezas de los fondos de la nación con su propio esfuerzo, han entregado la tierra que expropiaron a los antiguos dueños de ella —en este caso, los fatigados y casi exterminados mapuche—, a simples capataces o administradores, que no tienen vínculo emocional o afectivo con el campo y sus símbolos. El narrador de Valparaíso7, 1963, novela de Joaquín Edwards Bello, afirma: “Santiago era una sociedad de ociosos y en ello consistía su mayor interés, abundaban los rentistas y los falsos agricultores, esto es, los señores que arriendan sus tierras o que dejan en ellas administradores para vivir a la bartola. Por lo mismo, flotaba un aire de fiesta, de holganza y de pololeo” (229). En la novela de Latorre la relación entre la tierra y la hacienda, origen de la propiedad, se presenta mediante el recurso de la alegoría. En dicha alegoría se funden Millavoro y Milla, que han caído en manos de Mateo de manera accidental, como efecto de una suma de herederos de origen criollo, que reciben la tierra por medio de la enajenación amparada por la Conquista8. Millavoro representa la función de un capital dilapidado que, cual sepulcro del tesoro, remite al pasado del pueblo mapuche, único dueño con derechos ancestrales sobre esa propiedad alienada. Nadie se ha empeñado en exhumar el tesoro porque lo que se impone es la indolencia y la molicie, esas mismas que percibe el personaje de la novela de Edwards Bello al llegar a Santiago, la ciudad de los terratenientes vividores y despreocupados. Es Latorre quien inscribe, en la postura de la clase dominante, en el desdén de quienes profitan de Millavoro, pasiva e indolentemente, el origen de la tragedia, el hado fatal que exhuma la novela mundonovista. Sin hacer brillar el oro, ni acabar con la salvaje progenie de defraudadores y truhanes, Mateo, el héroe desangelado, propicia el destino de esta clase social infértil que ha gobernado al Chile poscolonial. Con él persiste la propiedad patronal y perdura la hacienda9, por lo tanto, la oposición civilización/barbarie, aquella agonía que Mateo no puede clausurar.

Conclusión

Hacia el año 1900, la comunidad de lectores expertos y de escritores en vías de profesionalizarse, asociados en torno al Ateneo de Santiago, presidido por Samuel A. Lillo —el “secretario perpetuo”, según D’Halmar—, estaba al acecho de novedades en materia de literatura. En dicho refugio, Max Jara, Víctor Domingo Silva, Ernesto Montenegro, Antonio Bórquez Solar, Augusto G. Thomson y Augusto D’Halmar (1882-1950) encontraban un techo que validaba, como otras instancias de socialización, la perspectiva más o menos gremial de una práctica cultural común, que aún no gozaba de la anuencia de públicos amplios y menos de lectores que demandaran literatura definida por la especificidad de variaciones lingüísticas locales. La nacionalidad, como tema abstracto, está en muchas de las páginas más relevantes de la prosa chilena del siglo XIX, pero sin el protagonismo exacerbado de la lengua de los campesinos y rotos que, de una u otra manera, a diferencia de las clases educadas, definían la especificidad identitaria, expresada en los registros estilísticos, regionales y populares, propios de la chilenidad. En el transcurso del año 1902, D’Halmar, nacido en Santiago y criado en Valparaíso, había dado a conocer la novela Juana Lucero, subtitulada Los vicios de Chile, novela que se ponía al día con el último grito de las novedades. Con posterioridad, dicha novela perdió el subtítulo para consagrar, en gran medida, la inclinación de muchos otros narradores de ampararse bajo la sombra de la literatura escrita bajo la rúbrica naturalista. Lo testimonia un espectador de la época, Guillermo Muñoz Molina (1935), quien dejó sus impresiones en un manuscrito olvidado:

Desde 1903 la literatura patria adquirió un vuelo de cóndor. La gente se preocupaba más y más de nuestros escritores. La publicación de libros aumentaba y hay que reconocer que, en gran parte, se debió a Thompson el que nuestro apático público se interesara por la labor de los artistas de la pluma. Thomson removió el sedimento de la frialdad y de la indiferencia y logró despertar interés hacia el movimiento del arte nacional (236).

Unos años más tarde (1916), el talquino Fernando Santiván, daría a la imprenta su novela La hechizada. También bajo el signo de Germinal de Zola, el relato de Santiván, escenificado en una zona rural, inaugura la novela mundonovista. Aunque el texto prescinde de la mímesis del habla popular y se adentra en las zonas de una psiquis atormentada, será un antecedente de Zurzulita. Hija de su tiempo, la novela de Latorre nos presenta un cuadro de rupturas y desconsuelos: frente al triunfo de los ciclos de la naturaleza —que encarnan en poesía modernista, naturaleza que provee alimentos y fuerza inmanente— está el esfuerzo humano, derrotado, desvencijado por sus incapacidad de conciliación con el orden natural, extraviado en la selva del lenguaje y de las clases sociales. El pesimismo de Zurzulita es signo de su tiempo, el futuro que no acaba de pronunciar ninguna fórmula de redención. Es el tiempo en el que predomina la espera.

Para el crítico literario y ensayista Domingo Melfi Demarco (1892-1946), quizás el más enfático promotor de la literatura criollista, y en particular de la obra de Latorre, la valoración de la literatura criollista en su sentido más denostativo, puede ser obviada, pero, a su juicio, el “criollismo, y esto no puede desconocerse, ha dado categoría estética a los habitantes del campo, desde el hombre a los animales” (1945: 155). Esta es una afirmación que muestra el propósito que tuvo esta literatura nativista, la de atender a la naturaleza pletórica y abundante del paisaje chileno y de los habitantes que la acompañan, propiciando un estatus literario del que carecía. Sin embargo, Melfi no advierte que en Latorre la naturaleza guarda el lugar que ella ocupa en el orden imaginario de las poéticas románticas, es decir, la de la naturaleza como restitución del único orden posible, uno donde el ser humano es su desviación y su mal. Pablo Neruda (1971, 79), más romántico que Melfi, a su pesar, encuentra en la escritura de Latorre otro aspecto que le es más familiar. Escribe: la “claridad de Mariano Latorre fue un gran intento de volvernos a la antigua fragancia de nuestra tierra”. Ambos subrayan, finalmente, en la obra de Latorre, un tiempo que se ha extinguido, un tiempo contenido en el paisaje y en los habitantes olvidados. Se trata, por último, de un tiempo fatal, desesperanzado, el tiempo de los poetas melancólicos que ensalzando la naturaleza desdeñan y desprecian en tiempo aciago que les ha tocado vivir.

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1 En una novela posterior a Zurzulita, en Ully (1923), narra la historia de un pintor capitalino que huye de su realidad hacia una zona del lago Llanquihue, donde viven unos laboriosos e idealizados alemanes. El pintor Labarga se enamora de la hija menor de la familia, pero su enamoramiento no es más que la neurosis de un hombre casado, padre de un hijo, que ve en los colonos un aire de la Europa que se le ha negado en un mundo de caminos polvorosos y de campesinos aindiados y miserables. Por su lado, Rubén Darío, en su “Álbum porteño”, sección de Azul… narra la historia de Ricardo, “poeta lírico incorregible”, que busca en las calles del Cerro Alegre de Valparaíso, para su inspiración, frente a la brutalidad del puerto, “niños rubios de caras angélicas”.

2 “Adolfo Allende conocía profundamente el desarrollo musical de Chile y buscó con pupila original las manifestaciones folklóricas características de nuestro pueblo. Fue tal vez uno de los primeros que redujo a pentagrama las danzas de chinos de Andacollo y de los santuarios del Norte Chico”. Así indica una nota necrológica escrita por Eugenio Pereira Salas en 1967, en la Revista Musical Chilena.

3 El comentario sirve como prólogo a la 2ª edición de Cuna de cóndores del año 1943.

4 La primera edición de la novela fue realizada por la Editorial Chilena; solo en 1943, la editorial Nascimento dio a la luz la segunda edición (veintitrés años de diferencia entre la primera y la segunda edición hacen evidente que no se trataba de una novela muy demandada por el público lector). Con posterioridad, la novela se editará en Argentina y en España. Con las sucesivas transformaciones en la formación escolar, la novela dejó de tener presencia entre los estudiantes secundarios para ser, paulatinamente relegada, como gran parte de la cultura chilena, a un lugar de marginación y exclusión lapidarias.

5 Reseña realizada por Justo Alarcón, en Diccionario Delal. Se trata de la última entrada del diccionario (p. 5137).

6 En el prólogo de La paquera (1958), novela póstuma de Latorre, Juan Uribe Echevarría caracteriza al docente en su concepción del estudio de la literatura: “La literatura española, en especial la moderna, era tratada por él como una suma de literaturas regionales. No se conformaba con el análisis de la producción literaria. Debíamos conocer, también, todo lo relativo al paisaje, rasgos físicos y morales, raíces étnicas, trajes, folclore, erotismo y hasta la alimentación de castellanos, andaluces, vascos, extremeños, levantinos, agotes, mallorquines, maragatos, etc.” (11).

7 Originalmente publicada con el título de Valparaíso, ciudad del viento, en 1931, fue publicada en vida del autor con diferentes títulos, cada diez años más o menos, con agregados y enmiendas.

8Respecto de la existencia del fundo, la alegoría es muy evidente y supera con creces las posibilidades de la interpretación realista. No solo por los nombres (Milla, Millavoro, etc.) y el tesoro mapuche escondido (la nación mapuche no se caracterizó jamás por la explotación de minerales ni menos por su acumulación), pues la misma propiedad latifundista, al menos en la zona central, donde se escenifica el relato, ha dejado de ser la del latifundio para ser más bien un extendido minifundio, producido por la fragmentación hereditaria que alcanza a debilitar el poder de las familias ricas por la mera tenencia de la tierra. Así es como lo podemos verificar, por ejemplo, en lo expuesto en su historia por Luis Vitale (2011): “Durante las primeras décadas del siglo XX se aceleró el proceso de subdivisión de la tierra, especialmente en la zona central. Este fenómeno no fue obviamente el resultado de ningún tipo de reforma agraria, sino que tuvo como causa principal las sucesiones hereditarias. De este modo, se produjo un crecimiento del número de pequeños propietarios, muchos de los cuales eran de familias latifundistas en decadencia. Por consiguiente, la fase de proliferación del minifundio chileno comienza en este período y se acentúa después de la década de 1930. En este año existirían ya 57.360 minifundistas con menos de cinco hectáreas (107).

9 Vale la pena destacar que la escenificación narrativa ocurre en un momento en que, la realidad de la hacienda en Chile refleja, en términos de propiedad y de capital, una situación paradójica a la vez que dramática. Como afirman Collier y Sater: “En 1917, solo un 0,46 % de todas las propiedades concentraban más de la mitad de toda la tierra útil. Al otro extremo de este espectro, los minifundios también se multiplicaban —cerca del 60 % de todas las propiedades ocupaban menos del 1,5 % de toda la tierra—. Los pobres dividían la tierra en lotes cada vez más pequeños, mientras los ricos, ya fuera a través de la compra o el matrimonio, aumentaban sus posesiones…” (148). Esta desproporción grosera no está lejos de la distribución de la riqueza hoy en el Chile que celebra los 100 años de la primera edición de Zurzulita.

Historia del texto

y criterios editoriales

Lilian Arévalo, Nicole Monti y Lorena Seguel

Historia del texto y criterios editoriales

Lilian Arévalo, Nicole Monti y Lorena Seguel

La presente edición de Zurzulita es resultado de una lectura acuciosa y a la vez prudente, que pretendió fijar el texto y ofrecer una versión confiable tanto a lectores especializados como a aquellos que no lo son. El proceso de fijación, a su vez, discernió el estado en que Mariano Latorre habría querido publicar la novela, en la medida en que nuestras reiteradas lecturas permitieron conocer la prosa del autor.

Damos razón a Magda Arce cuando dice que Zurzulita “representa un valioso esfuerzo de literatura nacional” (42). Ella destaca su rico contenido folclórico, el lenguaje expresivo y el vasto conocimiento del medio campesino por parte de Latorre. Sin embargo, también coincidimos con Ricardo A. Latcham cuando afirma que el Criollismo —la estética que de forma indiscutible permeó la novela— no es literatura estrictamente campesina, ni se restringe a cargar con contenido folclórico y costumbrista, así como tampoco aquel rastro de realismo y naturalismo se limitaría a ser un mero recurso de artificio retórico (“Historia…”, 11). No podemos olvidar que en una primera lectura de la novela nos impresionó la convivencia de estilos que solían desplegarse por separado y que Latorre no dudó en conjugar. El proyecto de una “novela total” (Arce 52) impuso el desafío de renunciar a una lectura unívoca desde el realismo, el naturalismo o el romanticismo. Por esta razón, la complementamos con un dossier que transita desde las interpretaciones tradicionales hasta las más actualizadas, estas últimas mucho más receptivas a la mezcla de recursos narrativos, capaces de sacar provecho en un nuevo acercamiento y de contribuir a la vigencia de la obra.

Historia del texto

La presente edición crítica de Zurzulita es resultado del cotejo de las cinco ediciones publicadas1 antes del fallecimiento de Mariano Latorre. Nuestro propósito fue seguir su pista y establecer los criterios con los que habría querido pulir la novela hasta dar en su versión definitiva. La primera data de 1920, fue prologada por Carlos Silva Vildósola y publicada por Editorial Chilena; llevó por título complementario Sencillo relato de los cerros, pista irrefutable del interés por realizar un retrato local que llevaría a la crítica a discutir largamente sobre la afiliación estilística y las influencias del autor. En los años sucesivos, la novela permaneció en auge sin ser modificada, por lo que no figuran nuevas ediciones sino hasta la década de 1940, cuando se encuentra con un mercado editorial entusiasta y ávido de publicarla en su estado más pulcro. Es así como aparece la segunda edición en 1943, prologada por Benjamín Subercaseaux y publicada por Editorial Nascimento. La tercera edición no demora en aparecer en Argentina en 1947, a cargo de Editorial Rosario en la colección Biblioteca de Novelas de América y prologada por su directora Amelia Sánchez Garrido. La cuarta edición aparece en España en 1949, fue publicada por la editorial Aguilar en su colección Crisol y prologada por el crítico chileno Ricardo A. Latcham. Finalmente, en 1952 es publicada la quinta y última edición en vida del autor, nuevamente por editorial Nascimento y con el mismo prólogo de la edición española. En lo concerniente a reimpresiones póstumas, existen registros de publicaciones continuas hasta 1973, momento en que la novela cesó de imprimirse y no volvió a aparecer hasta la década de 1990, como muestra el catálogo de la Biblioteca Nacional, donde figura sin fecha exacta. Pese al renombre que alcanzó su autor, advertimos que, en ese entonces, la difusión de la novela fue escasa, cuando no poco demandada por el público, lo que coincide con cambios significativos en el panorama cultural del país.

El manuscrito de Zurzulita no se conservó, según afirmaron personas cercanas al autor y a su obra, por lo que el cotejo de las cinco ediciones se realizó discriminando entre las modificaciones en el texto atribuibles a Latorre, las decisiones editoriales que habrían contado con su aprobación y las que fueron realizadas de forma autónoma, sin mayor parámetro que los propios lineamientos de los editores que las tuvieron a cargo. La edición de 1920 presentó una puntuación atiborrada y diferencias significativas de uso léxico con respecto a todas las demás, como fue el caso de “senos” y “pechos”, que se usan indistintamente, mientras que en las siguientes ediciones solo se utilizó “pechos”. Las ediciones de 1943 y 1947 presentaron cambios con respecto a la de 1920, pero resultaron ser similares entre sí. La edición de 1949 destaca por haber intervenido el texto bajo el estilo característico de la lengua española peninsular, como demostró la presencia del leísmo. Finalmente, la edición de 1952 se presentó en un estado de corrección avanzado en comparación con las versiones previas. De esta manera, asumimos el desafío de fijar y actualizar el texto de la manera más coherente con el proyecto literario que se vislumbró durante el cotejo de las cinco ediciones.

Criterios editoriales

Texto base

Ante la ausencia de un manuscrito y teniendo acceso a las cinco ediciones realizadas hasta el fallecimiento de Mariano Latorre, para fijar la novela definitiva establecimos como texto base aquella publicada por Nascimento en 1952. La juzgamos pertinente no solo por tratarse de la última entrega en vida del autor, sino por considerarla la más actualizada al mostrar cierto perfeccionamiento de estilo y redacción. Así lo demuestra, por ejemplo, el sutil cambio de la conjugación “pregunta” por “preguntó” solo en la última de las ediciones cotejadas (“Le preguntó a Quicho repentinamente”, Latorre 108). La primera edición y las cuatro siguientes aportaron evidencias sobre un continuo proceso de enmienda, que Latorre no habría dejado de realizar hasta su muerte, y nos dieron luces sobre cómo debía lucir Zurzulita en su estado definitivo en lo que se convertiría en esta nueva edición.

El registro de las variantes

El texto presentó múltiples diferencias entre sus cinco versiones. No obstante, el contenido y la propuesta medular de su narrativa se mantuvieron prácticamente íntegros. El cambio más notorio, a nuestro parecer, fue el tratamiento del personaje José Santos Bravo, alcalde de Purapel y deudor del padre del protagonista, quien pronto fue renombrado como Juan de Dios Bravo:

—Zoila, anda a abrir. Debe ser Fernández.

Y pensaba con disgusto que su amigo Fernández, a quien estimaba por lo demás, le echaría a perder sus proyectos de orden, sus buenos propósitos de llegar a una solución definitiva en su vida… pero, qué diablos ¡tanto como él se aburría el pobre muchacho en la aldea, igual gesto de desgano ante la lucha torcía los labios del compañero de pueblo, el poeta Fernández!

Oyó con sorpresa la respuesta de la vieja:

—Es don José Santos Bravo, el alcalde de Purapel que quiere hablar con usted.

Con cierto apresuramiento, tan común en los pueblos chicos al anuncio de una visita, contestó:

—Pásalo al salón.

Y mientras iba a su pieza nuevamente, a ponerse el cuello, pensaba: ¿Para qué me querrá el campesino ese? Recordaba que don José Santos tenía fama de rico y recordaba también que lo veía muy a menudo en la tienda de su padre y aun había almorzado una vez en la casa. En su afán irreflexivo de pedir consejo, ya pensaba preguntarle al campesino lo que debía hacer (Latorre 18-19).

El cambio es repentino y no afecta la continuidad del relato:

Era necesario percatarse astutamente de lo que había en el fundo y sorprender después a don Carmen con el conocimiento minucioso de su existencia. Conocer, primero, las faenas del campo, el valor real de la tierra y de los elementos que necesitaba para que su cultivo diera provecho. He aquí lo indispensable. Recordó, con un estremecimiento, que después de la vendimia debía entregar mil pesos a don Juan de Dios Bravo y esto durante tres años. Después el fundo le pertenecía (Latorre 82).

También detectamos ajustes de estilo de diversa envergadura, que señalamos oportunamente con el propósito de mostrar la evolución de la novela en el transcurso de sus cinco ediciones. En lo que respecta a la forma del texto, juzgamos pertinente declarar las variantes más significativas con respecto al léxico, a la sintaxis y a la puntuación, con el propósito de facilitar la legibilidad del escrito y, en casos puntuales, desambiguar segmentos que nos parecieron confusos. Descartamos por nuestra cuenta y no informamos sobre palabras específicas que se presentaron solo en una edición, pues fue habitual que casos aislados o usos poco recurrentes carecieran de relación directa —comprobable o armónica— con la prosa característica de Mariano Latorre.

Junto con cotejar las cinco ediciones y evidenciar sus variantes más significativas, nuestra misión contempló entregar un texto actualizado, sin desmedro del proyecto original que le dio lugar, por lo que lo adecuamos según la ortografía vigente. Lo mismo sucedió con algunos textos del dossier.Desde luego, mantuvimos la forma de aquellas expresiones que reproducían el habla campesina por desmarcarse de la norma lingüística y, sobre todo, por obedecer a la intención más que evidente por parte de Latorre de dar una oralidad particular a cada personaje: “—¿Cómo mi’había de llamar, es qué? ¡Rudecindo me llamo, pu!…” (Latorre 39). El entrañable Rudecindo o Quicho, por ejemplo, es inmediatamente reconocible por su expresión infantil “es qué” y por sus afirmaciones en forma de pregunta de aquello que considera obvio. El lenguaje se vuelve recurso para individualizar a ciertos personajes a partir de expresiones específicas que los identifican y diferencian de otros. Latorre destaca por representar un lenguaje campesino que se despliega fuera de la norma lingüística, por ende, no resiste ni admite intervenciones bajo esos parámetros.

Desde luego, este propósito tuvo irregularidades si se trataba de establecer la voz del narrador, como se demostró cuando el laísmo fue corregido en la edición de 1949 en la oración: “Esta mañana pensaba hablarla del porvenir” (Latorre 124) y luego reincorporado para la edición de 1952, al tiempo que el mismo uso se mantuvo en todas las ediciones en otras oraciones como: “Quería expresarle que su corazón rebosaba de ternura y que la preguntaba una vez más si ya no lo había olvidado” (Latorre 166) y: “Había soñado tantas veces con hablarla a solas entre los árboles” (Latorre 166), casos en que decidimos corregir.

Detallamos en nota al pie aquellas ocasiones en que una palabra presenta cambios en alguna de las ediciones. Actualizamos casos puntuales de ortografía literal, como “obscuros” por “oscuros”. En cuanto a la ortografía acentual, corregimos tildes sin dejar nota al pie; la mayor parte de dichas intervenciones se aplicó a los enclíticos y a los monosílabos. En lo que respecta a la ortografía puntual, decidimos respetar el estilo de escritura del autor y solo agregamos o quitamos signos en aquellos pasajes que presentaban errores evidentes de uso y/o expresiones confusas; tampoco informamos sobre nuestra intervención para tales casos.

La anotación

Organizamos la anotación de variantes en tres categorías. La primera consiste en notas de tipo cultural, destinadas a aclarar palabras y expresiones de uso campesino, a precisar costumbres propias de la región donde se ambienta o de la época en que se enmarca la novela, así como también a explicar chilenismos y a señalar algunas especies nativas que constituyen parte importante del paisaje representado. Recurrimos al Diccionario de la Lengua Española de la RAE y de la Asale cuando consideramos que un término puede resultar ajeno al lector, en cuyo caso una breve explicación le ayudará a comprender la representación local en Zurzulita