10 cosas que quiero hacer… contigo - Irene Mendoza - E-Book

10 cosas que quiero hacer… contigo E-Book

Irene Mendoza

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Beschreibung

Roma Silverstone, joven it girl norteamericana heredera de una famosa firma de camisetas, llega a la capital italiana para celebrar su boda con Oliver Phillips, próspero broker londinense. Lo que más anhela Roma es poder moverse por la Ciudad Eterna sin ser perseguida por la prensa. Pero, al salir del aeropuerto, un suceso inesperado la obliga a desaparecer con Nic, su escolta, durante unas horas. Nic es en realidad Nikolaos Venizelos, un joven periodista griego que trabaja para una revista del corazón en la capital italiana y que sueña con ganar el Pulitzer. Para conseguir salir de su apartamento diminuto en el Trastevere y del trabajo con el que malvive, solo tiene que escribir el artículo de su vida. Por eso decide engañar a Roma y acompañarla en su escapada por la ciudad, sin sospechar que va a enamorarse de ella sin remedio. - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!

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Seitenzahl: 219

Veröffentlichungsjahr: 2018

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 Irene Mendoza Gascón

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

10 Cosas que quiero hacer... contigo, n.º 201 - agosto 2018

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Shutterstock.

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-719-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

 

 1. Charlar

 2. Tomar café

 3. Hacer fotos tontas

 4. Ver películas

 5. Dar largos paseos

 6. Ir de la mano

 7. Ver la puesta de sol

 8. Ver salir el sol

 9. Bailar lento

 

y…

 

10. Hacerlo todo otra vez

 

 

 

 

 

Malibú, 20 de junio de 2015

 

Soy Roma. Me llamo así porque, seguramente, mis padres lo decidieron bajo los efectos de algún canuto de marihuana. Dado su mutuo pasado hippie es lo más probable.

Me criaron entre Malibú y Londres escuchando a The Who y a The Mamas & the Papas. Mi padre, un estudiante de Economía de Berkley de veinte años, de origen judío y mi madre, una modelo londinense de diecisiete años y de la alta sociedad, se conocieron en un concierto improvisado de Bob Dylan, en West Hollywood, en The Troubadour, en el año 64. Después compartieron yoga y ayuno en el desierto de Mojave, estuvieron en Woodstock, o eso dicen ellos, y lucharon contra la Guerra del Vietnam posando junto a Jane Fonda. Nunca practicaron el amor libre y abandonaron enseguida el hippismo más recalcitrante para dedicarse al diseño de camisetas playeras en un local en Venice Beach, que acabaron convirtiendo en un emporio de la moda. En la actualidad, la marca Silverstone vende en sus tiendas repartidas por todo el planeta, calzado, todo tipo de complementos y por supuesto las míticas camisetas de algodón, que son objeto de culto, plagiadas hasta la saciedad y veneradas por los gurús de la moda.

La primera camiseta pintada a mano la realizó mi madre, pariente lejana de los Windsor. Ella es amiga de Elton John y de Ana Wintour y mi padre del Dalái lama y de Steven Spielberg. Mi hermano mayor, Adam, nació en 1969. Here Comes the Sun, de George Harrison, fue su nana para dormirse.

No le conocí, pero tanto mi casa de Malibú como la de Londres están plagadas de sus fotografías. Mi infancia transcurrió visionando antiguos vídeos de sus dieciocho años de vida y llena de divertidas historias acerca de él. Murió demasiado pronto, de leucemia, y mi madre, desolada, se empeñó en volver a serlo a los cuarenta años. En 1990, tras varios intentos fallidos, nací yo. Se supone que soy una más de lo que ahora se denomina «millennials».

Tengo veinticinco años, me caso dentro de unos días y no sé si realmente quiero hacerlo.

 

(Carta escrita por Roma Silverstone en la primera página de su diario días antes de su boda).

Capítulo 1

 

Roma

 

 

 

 

Todo comenzó aquel primer viernes de julio, en el verano de 2015, dos días antes de mi boda.

Estaba en el aeropuerto Fiumicino de la capital de Italia porque me había empeñado en celebrar mi despedida de soltera en Roma. Ya que yo llevaba su nombre, quería conocer la Ciudad Eterna, y hasta allí me dirigí, desde LAX con escala en Heathrow. La boda se iba a celebrar en la costa italiana, frente al mar Tirreno, en la mansión de un viejo amigo de papá, un modisto italiano muy famoso con el que mi padre había colaborado para sus primeras colecciones prêt-à-porter y que había hecho mi vestido de novia, un diseño exclusivo de su atelier de París.

Según mis amigas todo era como un cuento de hadas; el lugar elegido para el enlace parecía una antigua villa imperial romana frente al mar, el vestido que habían mandado hasta Londres para hacerme los últimos arreglos era precioso y ellas, mis mejores amigas de L.A., las de mis veranos de adolescencia en Malibú, iban a estar aquel fin de semana conmigo. Entonces, ¿por qué no me sentía contenta?

A Oliver le había parecido «una extravagancia», pero no se había opuesto a mis deseos. No le había visto desde que estuvimos juntos en Wimbledon. Llevábamos casi dos semanas separados y me sentía extraña. No era exactamente como echarle de menos, era una sensación más bien de vacío. Él tenía asuntos que atender en la City, los negocios bursátiles de su familia, siempre dedicada a las finanzas por generaciones. Quería dejarlo todo bien atado antes del viaje de bodas, me dijo.

Yo había pensado que pasaríamos el fin de semana del enlace juntos y había confeccionado una lista con las diez cosas que quería que hiciésemos durante nuestra estancia en Roma. Eran cosas normales para cualquier pareja, tales como tomar una café juntos, hacernos fotografías tontas, ver una película, dar largos paseos, ir de la mano, ver salir o ponerse el sol y ese tipo de experiencias que me había dado cuenta que no habíamos hecho todavía Oliver y yo.

Pero finalmente Oliver iba a llegar tarde, justo para la boda. Tenía mucho trabajo, me dijo. Después nos iríamos de luna de miel a Bora Bora, a un exclusivísimo complejo turístico. De todas formas, le envié por correo electrónico mi lista, pensando ya en la luna de miel.

El equipaje para el viaje de novios ya estaba en la villa a orillas del Adriático. Mis padres, junto a mi futura familia política, también. Yo había preferido alojarme en uno de los hoteles más elegantes y caros de la ciudad. La despedida de soltera iba a ser la noche anterior a mi boda, en aquella villa. Todo genial, aunque lo que estaba deseando de verdad era salir por Roma con mis amigas la misma noche de mi llegada. Ya lo teníamos todo pensado. Una cena con comida típica, unas copas y toda la noche romana para nosotras cuatro.

Mis amigas se alojaban conmigo en pleno centro de la ciudad y habían prometido venir a buscarme al aeropuerto, pero al bajar del avión no encontré a ninguna. Ni a Sam ni a Stacy ni a Megan. Siempre habíamos estado juntas, en los mejores y los peores momentos. Una era hija de un director de cine muy prestigioso y de su musa, la actriz más famosa de los 80. La otra, de dos actores muy famosos que habían tenido el divorcio más mediático de los últimos veinte años. La tercera era la hija de un productor musical y una cantante de hip hop. Todos amigos de mis padres.

Eran unas buenas chicas, a pesar de haber crecido en Hollywood.

En vez de encontrármelas esperando me topé con un tipo con cara de mafioso de película de Coppola que había enviado mi padre como chófer.

Si voy con unas gafas de sol, mis sneakers y un sombrero o una gorra puedo pasar desapercibida porque no soy una actriz o una cantante de moda. Solo soy lo que se llama una it girl, celebrity, socialité. Hay muchos nombres para denominar a una hija de padres famosos y, por lo tanto, famosa de nacimiento.

Mis padres me habían dado una educación libre y ecléctica. Además de mi idioma materno, sé francés, bastante español y algo de italiano. No he ido a la universidad, pero he estudiado en casa todo tipo de materias, desde historia, arte o literatura hasta ciencias, siempre con profesores privados. He trabajado como modelo para la firma de mis padres y varias casas de moda. Promociono para amigos de la familia un montón de productos muy diversos, desde gafas de sol a bolsos o perfumes, todos de famosas firmas y de primerísima gama, y según muchos soy una influencer porque mi cuenta de Instagram ha llegado a tener un millón de visitas.

Cuando publico una foto con algo que he comprado se agota en las tiendas, si acudo a una fiesta, esta se convierte automáticamente en un evento, y si voy a un bar nuevo es el lugar de moda al día siguiente. No he sido modelo porque soy bajita, pero mi cara sale en Vogue y Elle o en Harper’s Bazaar. Y cada año me invitan a la ceremonia de los Óscar, aunque yo prefiero saltarme esa gala tan soporífera para irme con mis amigas de la infancia a alguna fiesta improvisada junto a la playa.

A Oliver le conocí en una aburrida fiesta en Londres. Estaba con mi familia materna y él era el amigo de un primo mío. Y lo cierto es que, aunque solo tiene 33 años y me pareció muy guapo, también pensé que era demasiado mayor y estirado para mí. Mi madre le encontró encantador y le vio enseguida un aire a Tom Hiddleston. Él me dio la lata, se hizo el encontradizo conmigo y con mi madre, me invitó a comer e insistió hasta que consiguió una cita.

Llevábamos juntos varios años, casi cuatro, cuando pidió mi mano por Navidad. No le dije que sí a la primera, pero no se dio por vencido fácilmente y eso me gustó. Creo que por eso acepté.

Mi madre estaba encantada, y sus padres y mis amigas, así que al final acepté sin pensarlo demasiado. Oliver es muy trabajador, no es mujeriego, bebe lo justo. Nos llevamos bien, nunca hemos discutido. Me prometió un viaje de novios de ensueño y me regaló un anillo impresionante. ¿Qué más podía pedir?, me decía todo el mundo.

No lo llevo puesto porque no me gustan las joyas muy ostentosas. Me siento incómoda cargada de alhajas, muy maquillada o con tacones. Me encanta vestir las camisetas de la empresa familiar o deportivas de lona. Mi estilo es un poco más neo grunge, dice Anna Wintour. Yo solo sé que me gusta ir cómoda por la vida.

 

 

Llegué al aeropuerto romano durante la primera ola de calor del verano. Todo el mundo sudaba a chorros, hasta las azafatas de primera clase, que parecen no sudar nunca. Treinta y seis grados centígrados a la sombra en pleno julio y aquel bruto de chófer que me habían endosado no sabía lidiar con los paparazzi.

Venían siguiéndome desde Londres buscando una exclusiva. La hija de Jack Silverstone y Laura Marling, Roma Silverstone, se casaba en la capital italiana con el empresario londinense Oliver Thomas Phillips. Era la boda plebeya del año. Al enlace iban a acudir empresarios, cineastas, escritores, actores y todo tipo de famosos de Los Ángeles y parte de la gente más pija de la capital británica. La mezcla podía resultar explosiva, pero así eran mis padres y yo los adoraba por ello.

Nada más poner un pie en el aeropuerto de Fuimicino y parapetada tras unas gafas de sol, comenzaron a seguirme al grito de preguntas tan superficiales, machistas e idiotas como: «Roma, ¿estás feliz por tu boda?». «¿Por qué tu novio no está contigo?». «¿Por qué no llevas puesto tu anillo de compromiso? ¿Lo has perdido?». «¿Para cuándo los niños?».

Como respuesta solo deberían haber obtenido una visión del dedo medio de mi mano derecha o izquierda, pero eso también vende y mi madre me enseñó que nunca hay que regalarles nada a esas sanguijuelas. Y nunca lo he hecho.

Con mi mano derecha sujeté mi bolso de viaje, una mochila de ante raída que había sido de mi hermano, y con la izquierda mi pasaporte y mi móvil, intentando contactar con mis amigas y a la vez caminar sin tropezar o chocarme con alguno de aquellos parásitos, sin dejarles entrever mi malestar. Nunca una mala cara, ni una mueca, ni un mal gesto. Absoluta cara de póquer y cabeza fría para no perder los nervios.

En el hilo musical de la terminal sonaba Dean Martin y su famosa canción That’s amore y yo intentaba mantener a raya la desagradable angustia que siempre me provocaban los lugares atestados de gente. Había aprendido a manejar esas situaciones controlando mi respiración. Solo tenía que respirar despacio, tomar el aire por la nariz lentamente y soltarlo igual de lento por la boca. Sin aspavientos, como decía mi madre.

 

When the moon hits your eye

Like a big a pizza pie

That’s amore

When the world seems to shine

Like you’ve had too much wine

That’s amore

 

En la entrada me esperaba el chófer que en vez de agarrar mi equipaje de mano se puso a vociferar a los paparazzi en italiano.

«¡Será imbécil! Esto solo va a empeorar las cosas. Nos van a seguir y no voy a poder dar un paso por la ciudad sin que estas ratas me pisen los talones», pensé rabiosa, intentando meterme en el coche sin conseguirlo.

El tipo subió la voz unos cuantos decibelios y una nube de curiosos y otros cuantos taxistas que esperaban a posibles clientes se agolparon a husmear qué pasaba, cerrándome el paso hacia el Audi negro con las lunas tintadas.

«Siempre que me pongo nerviosa me pasa igual», bufé con desesperación.

Empezaba a sentir unas imperiosas ganas de orinar y me enfadé conmigo misma por no haber tenido la previsión de ir al baño antes de bajar del avión. Error de manual.

En un momento de ofuscación, tal vez por el calor o quizás porque era ya la hora de comer, un fotógrafo italiano increpó al chófer mentando a su madre y todo se precipitó. El chófer se abalanzó contra la cámara del paparazzi tirándola al suelo y el tipo le arreó un derechazo directo al mentón. Parte de los paparazzi comenzaron a sacar y sacar más fotos y el resto se enzarzaron en separar a su colega del chófer, que ya rodaba por el suelo con el otro tipo. La trifulca se estaba volviendo monumental y yo, horrorizada, no sabía qué hacer, estaba paralizada.

El corazón comenzó a latirme desbocado. Sabía que ese era uno de los primeros síntomas antes de hiperventilar y perder el control.

«¡Oh, mierda, solo falta que me pase lo de aquella vez!», pensé aterrada.

De repente, una mano me agarró del brazo y me giré, a punto de gritar.

—Venga conmigo, señorita Silverstone.

El que me dijo eso, en inglés, pero con un ligerísimo acento extranjero que no logré reconocer, era un tipo alto, muy serio, vestido de traje y corbata, con gafas oscuras, bien afeitado y con una boca muy bonita. Es todo lo que pude apreciar de él en un primer vistazo.

—¿Y por qué debería hacer tal cosa? —pregunté alterada.

—Porque voy a sacarla de aquí. Soy su escolta y me envía su padre. No se preocupe por nada.

No sé por qué aquella voz suave y profunda consiguió tranquilizarme. Simplemente le creí y le seguí.

Capítulo 2

 

Nic

 

 

 

 

La redacción del periódico era un hervidero de gente acelerada, gritos, móviles sonando y el aire acondicionado a pleno funcionamiento. El calor de aquel recién comenzado verano romano se estaba convirtiendo en algo insoportable. Las altas temperaturas no daban tregua desde mediados de junio y aquel 3 de julio todo el mundo estaba ya desesperado, con aquella ola de calor procedente de África que no remitía ni de día ni de noche.

En el despacho de mi jefa, mucho más refrigerado que el resto de la redacción, yo intentaba convencerla de que tenía una exclusiva, la exclusiva del año. Estaba seguro de que lo iba a conseguir, que esta vez iba a lograrla e íbamos a venderla a todas las revistas de gran tirada nacional e internacional. Con lo que sacase, por fin tendría mi billete de avión a los Estados Unidos y a un futuro Pulitzer.

Por desgracia mi labor periodística no tenía nada que ver con la actualidad política, que era lo que realmente me interesaba. El periódico en el que trabajaba era un panfletucho de cotilleo rosa que se encargaba de poner al descubierto infidelidades, falsas identidades sexuales y todo tipo de escándalos, fuesen o no reales, de la sociedad italiana. Por supuesto, todo se hacía sin el consentimiento de la víctima. Y yo había elegido ya a la mía: Roma Silverstone.

En realidad, soy periodista, pero hay que comer y, aparte de trabajo como camarero, guía turístico o guarda de seguridad, no encontré mucho más cuando llegué a Roma, hacía casi seis largos años. Así que cuando encontré trabajo como presunto reportero no lo pensé dos veces. Después me di cuenta de qué tipo de periodismo era el que se realizaba en aquella redacción, pero pagaban todos los meses, aunque no mucho, y enseguida dejé a un lado mis escrúpulos.

El sueldo base como simple periodista es una porquería, denigrante para alguien con una carrera universitaria y dos idiomas, inglés e italiano, pero estaba harto de servir mesas a ingleses, alemanes y norteamericanos, así que decidí prostituirme. Necesitaba un trabajo que me permitiese enviar dinero a casa, aparte de pagar mi buhardilla en el Trastevere, la gasolina de mi moto y la comida, que en la capital italiana está por las nubes.

El asunto fue que comencé escribiendo pequeños pies de foto y articulitos insulsos sobre la ropa de tal o cual celebridad, pero al conseguir, por pura casualidad, todo sea dicho, mi primera fotografía de una modelo conocida esnifando cocaína en el baño de un restaurante, vi aumentado mi sueldo considerablemente y perdí mi virginidad, como dijo mi jefa.

Lo siguiente fue el toqueteo indecoroso entre un famoso futbolista y un gigoló de la noche romana. Ese artículo con su foto correspondiente se guardó en un cajón previo pago sustancioso.

Ya había perdido la cuenta de los escándalos que había destapado, aunque eran más los que habían sido utilizados como chantaje que los publicados. A mi favor diré que todos eran reales. Yo solo trabajo con la verdad, aunque sea escabrosa, no me invento nada. Luego me olvido rápidamente de que tal vez he sido el causante de haber arruinado la vida de varias personas.

Pero ya estaba asqueado de todo aquello. Últimamente no tenía nada, solo besitos castos, supuestamente heterosexuales, entre parejas del cine y la televisión italiana, y eso significaba poco sueldo.

Y luego estaba mi padre. A él le parecía inmoral a lo que me dedicaba.

 

 

Lo tenía bien claro. Necesitaba una exclusiva para poder dejar aquella basura de trabajo de una vez. Todo empezó cuando, leyendo una revista de la competencia, vi una foto de ella, de Roma Silverstone. Parecía solo una chica guapa y superficial, con padres ricos y novio de la jet set londinense.

La boda del año en Roma, rezaba el artículo. La chica en cuestión se casaba con un tipo rubio e insulso y aparentaba ser una simple famosa más. Pero, no sé por qué, al mirar bien la foto y ver aquellos ojos verdes grandes y bonitos vislumbré algo en ellos que me hizo querer saber más.

Eran los mismos ojos que se enfrentaban al paparazzi de turno con una barbilla insolente, que les retaba en silencio en otras fotografías. La misma hermosura cuya película preferida era Vacaciones en Roma. Fue entonces, al leer ese dato, cuando se me ocurrió.

Recopilé toda la información que pude acerca de ella, de su familia, de la de su novio, hasta de sus amigas, y me di cuenta, leyendo algunas entrevistas, de que aquella chica era muy celosa de su vida privada. Sus amistades eran discretas, no tenía cuentas en redes sociales, solo la de Instagram, donde patrocinaba todo tipo de marcas.

Roma Silverstone tenía fama de hermética, engreída y hosca con la prensa. A simple vista parecía solo una niña bien, pero su forma de vestir, sus gustos musicales o de cine decían lo contrario. Camisetas de mercadillo con estética punk y nada de tacones. Tocaba el cello y siempre se decía de ella que iba leyendo un libro.

Me fije en que, a diferencia de otras famosas, sonreía muy poco y no posaba para las cámaras. Luego se transformaba en una hermosísima diosa sexy pisando la alfombra roja en la gala Met de Nueva York, rodeada de gente que vendería a su madre por una foto o apareciendo en las carreras de Ascot con una pamela imposible mientras al día siguiente hacía campaña junto a su madre por los niños sin recursos enfermos de leucemia.

«Aunque puede ser todo mentira, una imagen creada para seguir viviendo del cuento».

Pero sus ojos, que parecían profundamente dulces y tristes, me hacían desear seguir mirando aquellas fotografías.

 

 

—Qué me traes, Nic, caro —preguntó mi jefa levantando una ceja bajo sus gafas XXL con montura dorada de Versace.

—La boda del verano, Mónica. Roma Silverstone, la celebrity, ya sabes, hija de los magnates de las camisetas y zapatillas deportivas de California.

—Cuéntame más. Te escucho, Nic —dijo bajando la ceja y encendiéndose un cigarro en contra de la normativa europea de no poder fumar en el trabajo.

—Ya sabes que se casa con un inglés deslavado y que en el bodorrio habrá diez famosos por metro cuadrado.

—Ajá —asintió Mónica dando una calada a su cigarrillo.

—¡Pienso colarme en esa boda! —dije tajante.

Una mueca sarcástica se dibujó en su boca pintada de fucsia chillón.

—¿Y cómo se supone que vas a hacerlo, caro? Estás de muy buen ver. Siempre te he visto un aire a Alain Delon cuando aún no era un viejo fascista, y sabes que te lo digo sinceramente como amiga, pero no conoces ni a la familia del novio ni a la de la novia, y solo por ser tan guapo…

—Como guardaespaldas de la chica.

—¡No me digas! —rio mi jefa con sarcasmo atusándose su melena teñida de rubio platino y aplastando violentamente el resto de su pitillo sobre un cenicero con propaganda de Martini.

—De hecho… ya estoy dentro. —Sonreí, a sabiendas de que esa sonrisa haría que mi jefa cincuentona tuviese sueños eróticos conmigo—. Conozco a un tipo que trabaja para una empresa que contrata chicos florero, camareros y gente de seguridad para eventos VIP y ese me ha conseguido una entrevista de trabajo en la que he obviado mi título de periodismo y…

—Aquí también lo obviamos, caro —me interrumpió.

—No me había dado cuenta, Mónica —dije sin abandonar mi sonrisa—. Bueno, ya me han contratado para este fin de semana. La seguiré a todas partes y tendrás tu historia. Todos los secretos de la boda y de la heredera más chic.

Mónica me miró frunciendo el ceño y tras exhalar el humo de un nuevo cigarro entre sus labios operados se levantó de la silla giratoria y me tendió la mano.

—¡Trato hecho! —dijo.

Y mi mano apretó la de Mónica con fuerza, firmando así mi enésimo pacto con el diablo.

 

 

Según mis «fuentes», Roma Silverstone se alojaba en un hotel del centro de la ciudad, así que, aprovechando el tumulto que se había liado en el aeropuerto, la llevé casi a la carrera hasta mi moto y sin decir palabra le tendí mi casco.

Y ahora la tenía sentada en el sillín trasero, agarrada a mí con fuerza y con cara de susto mientras volábamos hacia Roma.

—¿Dónde se aloja, señorita Silverstone? —le pregunté.

—¿No te lo han dicho en la agencia? En el Grand Hotel de La Minerve —gritó a mi espalda.

—Me han contratado a última hora, lo siento. Estoy sustituyendo a otro escolta en sus vacaciones.

Continué pisando el acelerador cuando la escuché de nuevo a mi espalda.

—¿Puedes parar? —gritó.

—No, ahora no.

—Pues necesito que pares.

—¿Por qué?

—Tengo que ir al lavabo.

Sonreí. Era humana, al fin y al cabo.

—Entiendo. No se preocupe. Pararemos en la primera gasolinera que encuentre.

Así lo hice. Roma Silverstone entró al baño de una estación de servicio de carretera y salió con las gafas de sol como diadema, cara de pocos amigos y con el móvil pegado a la oreja.

—¡Oh, mierda, no! ¿Y qué hago ahora, Sam? —gritó.

Asintió un par de veces y con rostro angustiado se despidió y guardo el móvil en el bolsillo de los vaqueros. Mientras caminaba, sus ojos se quedaron fijos en mí un momento. Realmente era mucho más bonita al natural, sin maquillaje ni vestidos de Dior o Chanel. Después miró a su alrededor como perdida y suspiró con fuerza. Parecía asustada.

—¿Le ocurre algo, señorita Silverstone?

—Sí —resopló.

Me miró con el ceño fruncido, dudando. Estaba claro que no se fiaba de los desconocidos.

—Estoy aquí para ayudarla —dije.

—Mi… mi amiga Sam está ya en el hotel con mis otras dos amigas y acaba de decirme que en la entrada hay un montón de paparazzi esperando mi llegada. A ellas ya las han pillado, por eso no han venido a buscarme al aeropuerto. Incluso hay cámaras de televisión —gimió—. Se ha debido de chivar alguien del hotel, como siempre. ¡Esto se está convirtiendo en un jodido circo!

Estaba realmente agobiada, incluso furiosa. «Pero, aun así, está preciosa, es muy bonita y fotogénica. Parece menos fría y más vulnerable que en las revistas», pensé sintiendo unos insólitos deseos de ayudarla.

Me di cuenta de que estaba desvariando por culpa de sus ojazos verdes y su camisa blanca atada con un nudo a la cintura. La llevaba excesivamente desabrochada dejando entrever su sujetador de encaje negro y, por el calor sofocante del mediodía, tenía el escote brillando de sudor, a mi juicio, algo absolutamente erótico.

Inmediatamente volví a controlar mis pensamientos centrándome en lo que tenía que hacer, visualizando mi objetivo, que no era otro que lograr aquella exclusiva.

—Su padre me ha contratado para que cuide de usted y eso es lo que voy a hacer. No se preocupe.

—¡Oh, deja de decir eso! —exclamó exasperada—. Siempre consiguen dar conmigo. No voy a poder hacer nada.

—Les despistaremos.

—¿Cómo?

—Tranquilícese —susurré con mi mejor sonrisa—. Soy experto en dar esquinazo a los paparazzi.