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Mark Gallagher es de Queens y utiliza su atractivo físico para conseguir los favores de las mujeres ricas y poderosas de Manhattan. Cuando acepta el trabajo como chófer que le ofrece su amigo Pocket, conoce a Frank Sargent, una niña bien del Upper East Side. Aunque son de mundos opuestos, conectan como dos imanes que se atraen sin remedio. Frank es caprichosa, sofisticada y ha estudiado en La Sorbona; Mark es un superviviente que creció en las calles, practica el boxeo y es cínico y orgulloso. Ella quiere alguien que valga la pena, no flores o cuentos de hadas. Él tiene que creer que es posible eso que llaman amor. - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!
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Seitenzahl: 774
Veröffentlichungsjahr: 2018
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2018 Irene Mendoza Gascón
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Un puñado de esperanzas, n.º 212 - diciembre 2018
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
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Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com y Shutterstock.
I.S.B.N.: 978-84-1307-249-4
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Cita
Primera parte
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Segunda parte
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Capítulo 65
Capítulo 66
Capítulo 67
Capítulo 68
Epílogo
Recomendación de la autora
Si te ha gustado este libro…
Fue aquel un día memorable para mí, porque me trajo grandes cambios. Pero en todas las vidas ocurre lo mismo. Imaginad que se suprime de ellas un día determinado, y pensad cuán diferente habría sido su curso. Deteneos los que esto leéis a pensar por un momento en la larga cadena de hierro y oro, de espinas y flores, que nunca os hubiera atado de no haber sido por un primer eslabón que se formó en un día memorable.
Grandes esperanzas, Charles Dickens
Pongamos que me llamo Mark y ella Frank. Ambos con «k».
En realidad es Marc, con «c» de Marcus, pero un día me lo cambié porque mi amigo Pocket me dijo que mi nombre sonaba mejor así.
Soy Marcus Declan Gallagher. Mi amigo tampoco se llama Pocket, pero leyó Grandes esperanzas a los diez años y quiso llamarse así porque nuestra amistad había comenzado igual que la del protagonista de la novela de Dickens: por culpa de una pelea. El libro se lo había prestado mi padre.
Pocket es Jamal Moore, de Forest Hills, nuestro barrio en Queens, de donde son los Ramones y Spiderman. Y, aunque también tiene apellido irlandés, es negro negrísimo. A mí me llama «blancucho», pero es y será siempre mi mejor amigo y quien hizo posible que conociese a Frank.
En mi vida he sido chico de los recados, camarero, paseador de perros, dependiente de zapatería, modelo y actor ocasional. Lo que se tercie para poder comer, aunque en realidad me considero pianista. Bueno, no un pianista al uso. Durante años he tocado jazz por los abrevaderos de Nueva York. No se gana gran cosa, pero siempre me ha encantado tocar el piano. Soy feliz mientras toco.
Pero, por aquel entonces, lo que de verdad quería era ser pianista de jazz en la Costa Azul. Creo que se puede decir que eso era lo más parecido a un sueño que había tenido jamás.
Nunca lograba ganar lo suficiente como para irme a Francia, pero tampoco perdía la esperanza. A mis veintiocho años mis posesiones más preciadas eran mi piano y mis seis camisas a medida que me hice gracias a mi último sueldo como modelo, a los veintiuno. Siete años más tarde ya no tenía cara de niño y sí mucho pelo en el pecho, por lo que no había vuelto a conseguir trabajo como efebo. Aunque aún me valían las camisas y estaban como el primer día. La calidad se nota.
Pocket siempre ha dicho de mí que soy un tío raro, como pasado de moda. Y su madre, Charmaine, que era totalmente cierto y que mi verdadera posesión es mi sonrisa.
No es por dármelas de guaperas, pero tengo unas bonitas cejas pobladas, con carácter, ojos verdes, una estupenda cabellera oscura y muy buena planta, herencia de mi padre. Y he de reconocer que siempre he imitado un poco el estilo de tipos como Jean-Paul Belmondo en Al final de la escapada. Me encanta esa película. Gracias a mi buen aspecto y a mi sonrisa lo había conseguido todo. Empezando por los trabajos. Todos los logré gracias a esa sonrisa torcida y canalla.
Aquella fría mañana de diciembre me desperté con la sensación de que ese día no iba a ser como los demás, que algo estaba a punto de suceder, algo que me iba a cambiar la vida. Era la misma sensación que se tiene cuando uno sueña y nada más despertar aún tiene la certeza de lo soñado, pero ya no lo recuerda apenas.
En el gimnasio de Joe, donde Pocket y yo nos poníamos en forma boxeando y tras acudir a mi último y desastroso casting como modelo, mi amigo me ofreció un trabajo: ser el chófer de la hija de un millonario.
Acababan de despedir al último por llegar «puesto» y necesitaban a alguien para esa misma noche.
—Tú conduces muy bien, tío, no bebes, no te drogas. Pasarás el examen médico previo sin problemas. ¿Qué tienes que perder? —dijo Pocket.
—La paciencia. —Sonreí con sarcasmo—. Además, no me gustan los uniformes.
—Solo tienes que llevar un traje oscuro, corbata y camisa blanca. ¡Estarás elegante y eso te gusta, tío!
—No creo que… —bufé negando con la cabeza.
—¡Venga, joder! En realidad, lo que no te gusta es que te manden, te conozco. Pero pagan bien. Santino es un tipo legal, no tendrás problemas —dijo mi amigo, dándome una palmada en la espalda—. Lo de modelo olvídalo ya. No vas a conseguir ser como ese que se ha «calzado» a la Hilton. Eres viejo.
—¿Viejo? —exclamé sorprendido y dolido en mi orgullo.
—Sí, tienes casi treinta, tío.
—¡Solo tengo veintisiete!
—Veintiocho, tenemos la misma edad, ¿recuerdas? ¡Venga! Mi jefe no paga mal.
—Es un buen trabajo. Solo quieren a alguien que cumpla. Y el millonario es anónimo. Los famosos solo dan problemas —dijo Pocket.
Pensé en mi padre, que siempre fue un buen hombre, honrado y sincero, no como yo. Yo no había sido un buen chico. Él siempre intentó hacer lo correcto y no logró nada en la vida salvo una cirrosis que se lo llevó a la tumba. Cuando murió me dije que a mí no me iba a pasar lo mismo. Iba a tomar de la vida lo que quisiese sin pedir permiso a nadie.
Él solo fue el hijo de un emigrante irlandés, un perdedor, uno más de todos los malditos descendientes de irlandeses que llegaron a Nueva York con mil esperanzas y que jamás consiguieron nada del famoso sueño americano, salvo ahogarlo en alcohol.
Como me dijo una vez: no hay ninguna olla de oro al final del arcoíris.
Mi padre hizo algo bueno por mí, me enseñó a tocar el piano.
Aidan Gallagher, neoyorkino de Queens, era mi padre y tocaba el piano como nadie. Era su don. Él decía que todos tenemos un don.
Nunca supe donde aprendió. En realidad, sé muy poco de él. Solo que jamás dejó de querer a mi madre, una chica venida del sur, descendiente de franceses, que le abandonó para irse a triunfar en Hollywood. Creo que solo la amó a ella porque jamás se le volvió a ver con ninguna mujer.
Mi padre no era ningún inculto. Leía a James Joyce y a Scott Fitzgerald con veneración, a los clásicos de la literatura inglesa, y le encantaba el cine, el jazz, Van Morrison y los Mets tanto como la cerveza y el whisky. Mientras pudo trabajó en big bands para fiestas privadas de los ricos de Manhattan, pero cuando mi madre se fue y la adicción tomó el mando se escondió en garitos de mala muerte donde yo esperaba dormido a que terminase de tocar y cobrase, para sacarlo a rastras antes de que se lo gastase todo en alcohol y no en comida. Pero nunca tuve mucha suerte en esa tarea y creo que sobreviví gracias a la madre de Pocket y sus deliciosos platos de pollo frito.
Un día ya no pudo tocar, le temblaban demasiado las manos y tuve que dejar de estudiar para cuidarle y ponerme a trabajar con mi abuelo. Me quería a su manera y siempre deseó que fuese a la universidad porque yo era un buen estudiante, pero no pudo ser.
Pronto me di cuenta, junto con Pocket, de que eso de ganarse la vida no iba a ser tan sencillo, pero enseguida comprendí que contaba con un arma muy poderosa: mi físico.
Luego estaba mi encanto con las mujeres. Soy simpático, buen conversador y las hago reír. Desde que tengo catorce años todas han querido lo mismo de mí, y a cambio yo he conseguido lo que he querido de ellas. Solía beneficiarme primero a la madre y luego a la hija, la edad no era un problema. Solo tenían que ser mayores de dieciocho y menores de… pongamos cincuenta, pero muy bien llevados, eso sí. Y ricas, claro.
No penséis mal, yo no iba de ese rollo del típico crápula, caradura y machista. A mí me encantan las mujeres y estar en su compañía. Siempre me he llevado genial con ellas. Creo que son mucho más inteligentes, profundas y sutiles que nosotros. Nos dan cien mil vueltas a los hombres.
Reconozco que todo lo que he conseguido y aprendido en esta vida ha sido gracias a bellas damas, aburridas de sus maridos ocupados y distantes, que solo querían divertirse un rato y que, a cambio de compañía, charla y sexo, me trataban bien. Me llevaban a comer y a cenar, me compraban cosas caras, me invitaban a fiestas y lugares con clase y, de vez en cuando, me conseguían un trabajo. Yo solo tenía que dejarme querer.
Llegué a trabajar de jardinero de una rica y hermosa dama de la que no puedo decir el nombre. Su poderoso marido se enteró y tuve que salir por pies de aquella casa porque sacó una pistola. Aquello también tenía su peligro. En mi defensa diré que solo intentaba sobrevivir con las armas que poseo.
Pero llevaba una mala racha, la famosa crisis mundial aún golpeaba con fuerza Nueva York y había mucha competencia, así que tuve que aceptar el trabajo que me ofrecía Pocket.
Era fácil. Solo tenía que estar disponible para pasear a la hija de un millonario y mantenerme sobrio siempre. Y eso no significaba un problema. Ya no bebía. Lo había dejado. No quería ser como mi padre. Tenía mis vicios, claro, pero eran pocos porque solo me podía permitir uno: tabaco. Entre mis cuentas pendientes estaba conducir coches caros, pero con estilo, a poder ser antiguos y de importación.
En resumen, me gustaba el jazz y las mujeres bonitas, elegantes, con clase e inteligentes. Y si eran francesas o hablaban francés, más. No sé por qué, pero siempre me habían chiflado las francesas. Era una fijación que puede que tuviese que ver con mi madre. Pero prefiero no pararme a pensarlo mucho.
Ahora sé que ella, Frank, fue la horma de mi zapato. Françoise Valentine Sargent Mercier, medio francesa. Todo un peligro.
Hasta entonces, yo, Marcus Gallagher, sobrevivía y era relativamente feliz, lo suficiente. No había tenido mucha suerte en la vida, pero me conformaba. Hasta que la vi. Nunca me había sentido solo hasta que la conocí a ella. Ni fui tan ingenuo ni tuve esperanzas tan elevadas, como diría Dickens.
El día que la vi por primera vez fue mi primer día de trabajo como chófer.
Chófer disponible a cualquier hora del día o de la noche, horario completo. En parte me fastidiaba tener que prescindir de mis noches bohemias tocando jazz al piano, pero pagaban muy bien por una vez.
Pocket me dio la dirección de la casa del señor Sargent, un diplomático de una larga casta de antepasados ilustres, entre ellos el famoso retratista estadounidense John Singer Sargent.
El señor Sargent era viudo, gran mecenas del arte y millonario, y tenía una hija a la que yo debía llevar de su casa frente a Central Park a su mansión en Los Hamptons, a sus clases de danza, de compras por Manhattan o a la ópera. Al parecer, la niña, hija única, era el ojito derecho de papá y trabajaba en un musical de Broadway como bailarina. Quería ser actriz, pero sin la ayuda de papi. Adorable.
Me afeité y me corté el pelo esa misma tarde, me presenté en el teatro donde trabajaba, en el musical West Side Story, y esperé a que saliese por la puerta de emergencia, por donde pasaban los actores y bailarines. Tenía orden de llevarla directamente a casa del señor Sargent sin demora.
—A pesar de lo que ella te diga —me advirtió el mismísimo Sargent. Sonreí para mis adentros. Una niñita díscola. Solo faltaba que fuese guapa.
¡Y vaya si lo era! Estaba apoyado en el coche, un elegante Mercedes Maybach negro con las lunas tintadas, asientos de cuero, con la música puesta. Sonaba Yellow, de Coldplay, y sentí una señal divina o algo parecido porque de pronto vi a una chica menuda salir corriendo del teatro, despidiéndose de las demás compañeras entre risas, mientras se ponía un abriguito amarillo. Aquel precioso torbellino vestido de amarillo corrió hacia mí y supe que era ella. Guapa, elegante, con vaqueros ajustados, una camiseta de rayas y el pelo recogido en una coleta. Puro charme francés.
En aquel preciso instante, Chris Martin cantaba para ella.
Entró como una tormenta dentro del coche y no me dio tiempo ni de abrirle la puerta. La seguí, me senté al volante y me volví hacia el asiento trasero.
—Hola, ¿te vas a quedar ahí toda la noche? —dijo sonriendo y soltándose la coleta.
—Eh… no, claro —respondí molesto por mi falta de reflejos.
«Parezco nuevo», pensé rabioso mientras me acomodaba en el asiento del conductor.
Por el retrovisor me fijé en su rostro, ya sin una gota del maquillaje de la función. No pude evitarlo. Era preciosa, de piel tersa y pecosa, con las mejillas coloradas por el frío. No tendría más de veinte años. De labios llenos, con una forma muy sensual. El de arriba un poco más abultado en el centro. Dientes perfectos, los típicos dientes de niña bien y ojos de color miel. De pelo largo, castaño muy claro, con reflejos rubios que acababa de despeinar y que le daba un aire muy sexy, cuando hacía un momento, aún con la coleta, me había parecido la típica alumna modosita de colegio de monjas.
Un tenue perfume suave y dulce lo invadió todo. Y pensé que era su pelo el que olía tan bien, como a miel y limón o algo parecido.
—Me llamo Françoise, pero todos me llaman Frank —dijo tendiéndome la mano sin dejar de sonreír—. ¿Y tú eres…?
—Mark Gallagher, encantado. Soy su nuevo chófer. Su padre me ha dicho…
Su pequeña mano de uñas cortas, perfectamente pintadas de rojo, apretó la mía con firmeza. Cuando soltó mi mano aún sentí durante unos segundos su efusividad y su calor.
—¡Oh, paso de mi padre! Me aburre y odio aburrirme. ¡Llévame por ahí, Mark! Diremos que estaba tomando un capuchino con mis compañeras de función.
—Perdona, pero acabo de empezar hoy y pretendo conservar este trabajo para pagar el alquiler y poder comer todos los días… Frank —dije con voz suave, sonando un poco paternalista y dedicándole mi mejor sonrisa.
—No te asustes, nunca me pilla. —Sonrió guiñándome un ojo.
Rebuscó en su bolso donde se advertían claramente las dos «ces» de Chanel y cogió una barra de labios dorada con la que se pintó los labios de rojo con dos firmes y seguras pasadas, e inmediatamente volvió a guardar la barra y sacó un paquete de cigarrillos.
—¿Y a dónde se supone que debo llevarte?
—¿Te gusta divertirte, Mark? —Sonrió desafiante, tendiéndome un cigarrillo sin inmutarse.
«Fuma la misma marca que yo», pensé. Tomé el cigarrillo aceptando el reto y recordé lo que solía decirme mi abuelo: no existen las casualidades.
La miré y le sonreí con una de esas sonrisas que siempre me funcionaban. Sus ojos se cruzaron con los míos, unos ojos suaves, grandes y dulces que me examinaban curiosos. Nos quedamos absortos el uno en el otro tan solo un segundo y finalmente ella me devolvió la sonrisa, una sonrisa preciosa, contagiosa, que me hizo sonreír de verdad. Creo que fue en ese instante cuando me enamoré de Frank.
¿Creéis en los flechazos? Yo nunca había creído en ellos. Reconozco que a veces he podido ser un tipo enamoradizo, pero pronto se me pasaba el interés. Siempre era solo curiosidad y no me duraba mucho, enseguida descubría que me gustaba más mi libertad y no dar cuentas a nadie.
Yo tenía una máxima en mi vida que quería que me sirviese de epitafio:
LA VIDA ES CORTA
ROMPE LAS REGLAS
SUEÑA COMO SI FUESES A VIVIR PARA SIEMPRE
VIVE COMO SI FUESES A MORIR MAÑANA
Y la aplicaba a rajatabla intentando no hacer un daño innecesario a nadie para no tener que arrepentirme de nada. No lo he hecho nunca, no me arrepiento. No merece la pena.
Pero esa vez algo cambió y me di cuenta enseguida. Al mirar a aquella chica y respirar, el pecho se me llenó de un dolor cálido y supe que todo acaba de transformarse para mí, todos mis impulsos y mis esperanzas eran nuevos, y al oír su voz los viejos hábitos habían muerto para siempre.
Porque tenía la sospecha de que ahora llegaría, que vendría esa parte de mi vida por fin, algo que me faltaba, lo más auténtico de mi existencia.
«¿Te gusta divertirte, Mark?», me preguntó Frank.
Acababa de meterme en problemas. De los gordos. Porque no pude decirle que no.
«Con esa sonrisa ella podría conseguir lo que quisiese de mí y de cualquiera. La horma de mi zapato», pensé.
—Me encanta divertirme, es mi especialidad —dije con un tono de lo más pedante.
—Genial, entonces nos vamos a llevar muy bien tú y yo. ¡Uf, joder! Me rugen las tripas un montón. Estoy muerta de hambre —dijo Frank.
—¿Quieres cenar algo primero?
—Sí, estaría bien.
—¿A dónde te llevo? —Sonreí divertido.
—Sorpréndeme.
Y lo hice, la llevé a un garito de Queens donde nos conocían a Pocket y a mí perfectamente, al pub de Sullivan. Allí trabajaba su tío como cocinero. Era una taberna al más puro estilo irlandés, como su dueño, y ponían las hamburguesas más deliciosas de todo Forest Hills.
Ahora que lo pienso, si hubiese sido un chico malo, esa noche la hubiese llevado de garito en garito hasta emborracharla y así aprovecharme de ella, pero supongo que en el fondo no lo soy tanto porque en sus ojos vi algo que me infundió ternura, algo dulce que me invitaba a protegerla de este jodido mundo. Así que me porté como un buen chico y la llevé a cenar a mi barrio. Y eso pareció gustarle, como quien va de excursión a algún lejano país exótico.
Me dediqué a fijarme en Frank mientras cenábamos, no podía apartar mis ojos de aquella chica. Había algo en ella… una especie de frenesí salvaje, una hiperactividad. Lo observaba todo a su alrededor y por supuesto sacaba conclusiones. Daba su opinión, sin cesar, jurando como un camionero. Y eso me hacía reír.
«Es… simpática, inteligente y realmente expresiva», pensé. No como todas las niñas pijas que había conocido. Ninguna había logrado emocionarme lo más mínimo. Ninguna tenía alma.
«No es para ti», recapacité de inmediato, bajando a la tierra y siendo el que siempre había sido, un tío práctico. Pero esa sonrisa suya hacía creer en sueños y cosas bonitas. Como cuando era niño y tenía la mágica idea de que un día llegaría alguien y me diría que yo había heredado una fortuna de un pariente muy rico que había muerto en alguna parte y entonces todo sería sencillo, mi padre dejaría de beber y ya nunca nos faltaría de nada.
—¿Y tus amigas? —pregunté.
Recordé que todas aquellas niñas bien solían llevar adosadas un par de amigas que siempre dificultaban la tarea de quedarme a solas con ellas. La solución solía ser tirarme también a las amigas.
—Estarán todas con sus novios pijos y aburridos. O esquiando en Aspen o en el club de tenis de Los Hamptons, pescando marido —criticó lúcida e insolente, masticando su hamburguesa doble a dos carrillos.
—¿Y tú? ¿No te vas de vacaciones? —reí.
No me atreví a preguntarle si ella también buscaba marido, pero tuve la sospecha de que eso no iba con Frank.
—Prefiero trabajar en la obra. Es mi primer sueldo —dijo orgullosa y sonreí con ternura al escuchar su entusiasmo—. Estoy solo de sustituta, pero da igual. Me encanta mi trabajo, adoro actuar y no quiero un jodido marido rico, ya tengo mucho dinero, o lo tendré. Dentro de un año, cuando cumpla veintiún años y herede lo que me dejó mi madre.
—Tu madre… —empecé a decir, pero Frank enseguida se me adelantó. No podía estar callada.
—Mi madre fue Valentine Mercier, la famosa mezzosoprano francesa.
—Sí, la recuerdo. Era muy hermosa. No sabía que tenía una hija —dije extrañado.
—Ella lo prefería así. A una gran diva le hace mayor decir que tiene una hija —dijo encogiéndose de hombros y dejando de sonreír.
—¿Ah, sí? —pregunté sonriéndole con toda mi alma e intentando que ella también lo hiciera.
En ese momento supe que no quería verla triste jamás.
—Ella era genial, no sé qué pudo ver en mi padre —bufó y enseguida volvió a sonreír—. ¿Y tú, Gallagher?
—¿Yo? —reí—. Yo trabajo para el señor Sargent. Ahora él paga mi apartamento, mi comida y mi tabaco.
—No pareces ningún idiota, no sé qué mierda haces trabajando de chófer.
—No te callas nunca, ¿eh? —Sonreí hechizado por aquella niña impertinente.
—No, ¿te ofendo?
—Para nada, pero… no todos nacemos en el Upper East Side, chéri.
—Pronuncias fatal, mon amour —dijo con un gracioso y perfecto acento francés.
—Es que soy de Queens, nena. Y mi abuelo era irlandés, del condado de Cork, y nunca he salido de Nueva York —dije exagerando el acento irlandés.
—¿Nena? —rio poniendo los ojos en blanco.
Pocket llegó más tarde y nada más vernos se unió a nosotros. Bebieron cerveza de barril, yo té helado, y los tres jugamos al billar. Frank era una consumada jugadora y nos dio una paliza a ambos.
En un momento en el que ella se fue al baño, Pocket se dedicó a ponerme verde.
—¡Pero en qué coño estás pensando, tío! ¡Es la hija de un cliente!
—Ya, pero no estoy haciendo nada malo. Solo quería cenar y parece ser que no le gusta hacerlo sola. Solo le estoy dando conversación —alegué.
—Y por eso le sonríes como un auténtico memo cada vez que ríe una de tus gracias. A mí no me la das, tío. Sé cuándo te las quieres llevar al «catre».
—¡Oh, joder tío! Así con los brazos en jarras pareces tu madre —bufé molesto—. La llevaré a casa y ya está.
—Esa tía es peligrosa. Es guapa, lista y…
—Vale, vale, te capto, mamaíta.
—No, no me captas en absoluto, tío. Hazme caso. Estás jugando con fuego. No sois compatibles y las incompatibilidades se pagan caras. Ya sabes cómo terminaron esos dos.
—¿Quiénes?
—¡Romeo y Julieta!
Solté una carcajada y Pocket se calló porque Frank regresó del lavabo. Pocket se despidió de Frank para irse a casa y nos dejó jugando a los dardos.
—Esa hamburguesa… ¡estaba deliciosa, joder! —dijo tirando el dardo con fuerza.
—Sí, son las mejores hamburguesas de Queens, te lo garantizo. ¡Eh, eres buena!
—Soy buena en todo, tío —dijo imitando a Pocket y arrancándome una carcajada.
—Ya lo veo —susurré sonriendo con mi sonrisa—. Ahora debería llevarte a casa.
—No me trates como a una niña, Gallagher. No lo soy —dijo acercándose a mí hasta rozar mi cadera con la suya.
De camino a su apartamento frente a Central Park, se sentó a mi lado en vez de en el asiento trasero y comenzó a bostezar. Nunca más volvió a sentarse detrás a partir de esa noche. Siempre fue a mi lado.
Puse la radio y ella rozó mi mano intentando sintonizar algún dial que no tuviese radio fórmula, así que la dejé y volví a poner toda mi atención en el volante del Mercedes. De pronto captó una emisora de su agrado y subió el volumen.
Una voz femenina cantaba Bye Bye Blackbird y ella comenzó a tararearla demostrando tener una voz maravillosa, profunda y sincera.
Su suave canto provocó un torrente de sentimientos en mí. Fue como si conociese esa melodía, como si viniese de algún lugar lejano en mi mente, de mi pasado. Como una voz en el tiempo que me tranquilizaba.
Deseo, ternura, nostalgia. Era algo que ella tenía, una especie de cadencia suave y casi ronca, muy sensual. Cantaba con el alma y su alma era triste, lo percibía.
Eran más de las dos de la madrugada cuando llegamos a su casa.
—Te veo mañana, ¿no, Mark?
—Espero no ser despedido por tu culpa —bromeé.
—Tranquilo, mi padre no está y mañana tendrá cargo de conciencia por pasar la noche con su putilla de treinta años, así que será todo amabilidad con el planeta entero —dijo con desprecio—. Él la llama «novia», pero solo es su amante. Mi padre le dobla la edad. ¡Es asqueroso!
La miré en silencio. Había mucho rencor en esas palabras y adiviné una infancia llena de lujos, pero muy carente de afecto.
La acompañé hasta la entrada de su apartamento y ella me miró fijamente antes de cruzar la puerta. Se quitó el abrigo amarillo muy despacio, tentadora, incitante. Estaba claro lo que quería.
—¿No quieres pasar? —susurró mordiéndose el labio de un modo muy provocativo.
Después se apoyó en el marco de la puerta con una sensual indolencia, haciendo que todo mi cuerpo comenzase a desearla intensamente.
—Nos vemos mañana, señorita Sargent —dije sonriéndole con ternura.
—Vale, será lo mejor. Au revoir —asintió sonriendo también para, acto seguido, ponerse seria—. Tienes que saber que no tengo corazón, Mark.
De pronto una niebla de tristeza cubrió su mirada y sentí ganas de abrazarla. Quise decirle que lo dudaba, que sabía que no era así, susurrándole muy bajito, al oído, acariciando su pelo, que no podía existir una belleza como la suya sin corazón.
—Y yo no soy un buen chico, Stella.
Me miró fijamente a los ojos y su mirada volvió a cambiar. Esta vez se volvió fría y distante para, inmediatamente, volver a tornarse desafiante y alegre.
—Dickens, ¿eh? ¿Ves como no eres ningún palurdo?
—Autodidacta y sinvergüenza. —Sonreí con una de esas sonrisas que hacían que las mujeres se volviesen suaves y dulces entre mis brazos.
—No te creo —rio y sus ojos brillaron provocadores.
—Hasta mañana Frank, que tengas dulces sueños —dije sin dejar de sonreír, caminando hacia el ascensor muy despacio. No quería marcharme de allí.
«Sueña conmigo», deseé con fuerza.
De pronto me llamó.
—¡Eh, Gallagher!
—¿Qué? —dije volviéndome a mirarla.
—¿Entrarás a verme al teatro mañana?
—¿Yo? —pregunté descolocado por su proposición.
—Sí, venga, me haría ilusión —pidió Frank haciendo pucheros como una niña pequeña.
—Bueno… sí, vale —reí azorado.
—Y después elijo yo el sitio, Mark —me dijo justo antes de que las puertas del ascensor se cerrasen.
Esa noche sentí que conectábamos, que éramos dos doloridas almas solitarias, muy parecidas, tal vez demasiado.
Quizás el mirlo negro se iba a marchar por fin, iba a levantar el vuelo y dejar de acechar mi puerta y la suya.
Y al regresar a casa solo, tras dejar a Frank en su casa y el Mercedes en el garaje de los Sargent, sentí que la ciudad era más bonita, el mundo más amable, la existencia más confortable. Porque ahora que sabía que ella habitaba este mundo, que existía un ser como Frank, esta vida ya no se parecía tanto a una broma pesada o a un fraude.
Tal vez había llegado la hora de añadir algunas nuevas frases a mi epitafio.
Está mal que yo lo diga, pero soy un tío guapo y sé que a las mujeres se lo parezco en general. Y estaba seguro de que con Frank no iba a ser diferente.
La noche siguiente me descubrí mirándome en el espejo, comprobando mi aspecto, recién duchado y afeitado. Después salí silbando de mi apartamento, de camino a casa de los Sargent, y así continué en el metro, para llegar al Upper East Side, en Manhattan, recoger el Mercedes y llevar a Frank a Broadway.
Estaba contento. No, rectifico, contento es decir poco, estaba exultante. Y de ese buen humor entré al teatro, media hora antes de que comenzase la función. Ella me había dicho que solo formaba parte del grupo de baile, pero aun así vi la función entera entre bambalinas.
Nada más comenzar la historia me vi reflejado en Tony, me reconocí en aquel chico de un barrio de Nueva York, ese que sentía que algo estaba a punto de sucederle, el que presentía que su vida iba a cambiar, lo sentía en el aire, en las cosas y lo cantaba.
La escena del baile donde se conocen los protagonistas comenzó y, una vez la vi bailar a ella, para mí ya no existieron las demás bailarinas, ni los actores que hacían de María y Tony ni nadie. Frank formaba parte de las chicas de los Jets, la banda enemiga de los Sharks, los puertorriqueños.
La música me envolvió en aquella escena del encuentro de los dos amantes, en la que todo desaparece para ellos, cuando se descubren y se sumergen el uno en la mirada del otro. Jamás había visto un musical de Broadway y disfruté al máximo de él, admirando cómo Frank cantaba y movía su cuerpo, su pequeño, elástico y hermoso cuerpo, al compás de la música de Leonard Bernstein.
Después, Tony cantaba a María y yo era ese Tony, el que acababa de conocer a una chica y se había enamorado.
Más tarde ocurría la tragedia anunciada y enseguida comprendí que la obra estaba basada en Romeo y Julieta. Había leído a Shakespeare en el colegio, me gustaba y me hubiese encantado poder estudiarlo en serio, en la universidad, pero no pudo ser.
Cuando Frank acabó su interpretación aplaudí a rabiar, orgulloso de ella, de su trabajo, y feliz por haber podido tener el privilegio de contemplarlo. Y sintiéndome muy poca cosa, deseé poder tener un trabajo del que ella también pudiese sentirse orgullosa.
La seguí hasta los camerinos dispuesto a decirle lo mucho que me había gustado la obra y su papel. Pasé entre bonitas bailarinas semidesnudas que no paraban de saludarme y silbar a mi paso. Pero tenía prisa, solo quería verla a ella.
La encontré al fondo del camerino, una estancia grande y con un ambiente bohemio y ruidoso, en penumbra, donde todas las actrices se cambiaban de ropa y se maquillaban juntas, charlando, cantando y riendo mientras hacían estiramientos o preparaban la voz. Si yo hubiese sido el de antes, tan solo un día atrás en mi vida, aquel espectáculo de perfectas formas femeninas casi desnudas me hubiese parecido el paraíso en la Tierra. Pero estaba claro que algo me pasaba porque pasé de largo en busca de Frank y me quedé allí, sin atreverme a salir, medio escondido tras una cortina llena de lentejuelas, espiándola entre las sombras mientras se desvestía.
Frank se quitó la falda de vuelo y la blusa, junto con el sujetador, y se puso un batín que parecía de hombre, de seda y a rayas, en color granate, haciéndolo resbalar sobre su piel, de pie ante mis ojos. Tan solo tapaba su sexo con una escueta tanga, el resto de su menudo y sensual cuerpo quedó expuesto a mis ávidos ojos. Admiré sus formas de piel blanca y perfecta sin poder dejar de disfrutar de su contemplación, con ansia. La silueta de sus pechos algo respingones, de pezones grandes y sonrosados, naturales, sin cirugía; su cintura que cabría entre mis manos sin dificultad, su trasero redondo y generoso, y sus piernas preciosas y bien proporcionadas.
Mis ojos la recorrieron culpables una y otra vez. Me di cuenta de cuánto la deseaba cuando mi cuerpo comenzó a mostrar signos de una primitiva y evidente excitación bajo la tela de mis pantalones. Inmediatamente necesité de todo mi autocontrol para mantener mi erección a raya. Respiré hondo intentando calmar mi anhelo de ella y continué mirando cómo se sentaba a desmaquillarse frente a un espejo.
De pronto miró hacia donde yo estaba, como si me presintiese, y me descubrió tras la cortina. Primero se quedó parada, observándome extrañada. Yo me decidí a salir de las sombras para mirarla directamente a los ojos. Posé mi mirada en su cuerpo desnudo bajo el batín sin poder evitarlo. Y continué empleando todo mi autocontrol para no permitir que mi entrepierna fuese por libre y mucho menos que se me notase.
Pero no fue fácil. Frank estaba sofocada, preciosa, sexy y fui consciente de que acababa de darse cuenta de lo que yo sentía al mirarla. Ella me miró con una caída de ojos que hubiese calentado el Polo Norte, pero no dijo nada. Se volvió hacia el espejo y continuó quitándose el maquillaje de los labios como si yo no existiese y no pude evitar pensar que me gustaría haber sido yo quien se lo quitase con mis propios labios, en un salvaje beso, largo y húmedo, mordiéndole la boca, chupándosela hasta dejarla sin aliento.
Aguardé a que se vistiese, ya sin mirarla, y cuando estuvo frente a mí tomé su abrigo amarillo y la ayudé a ponérselo rozándole suavemente el cuello mientras le retiraba el pelo que se le había quedado metido dentro del abrigo.
—Me ha encantado. Has estado genial —susurré sincero.
Noté cómo su piel se erizaba al paso de las yemas de mis dedos y supe que mi tacto la alteraba más de lo que quería aparentar.
—Gracias, Mark. Siempre quise ser bailarina de niña, pero me lesioné a los doce años y el ballet clásico se acabó para mí. Pero esto me encanta. Amo actuar.
Cuando retiré mis manos, ella se giró hacia mí y me miró a los ojos.
—Dijiste que eras un chico malo, Gallagher.
—¿Eso dije? —Sonreí con sarcasmo—. No me tomes tan en serio.
—Hoy elijo yo —dijo saliendo sin esperarme.
Frank me hizo llevarla a buscar a una amiga, una tal Chloe. Otra pija que parecía una modelo, pero que carecía, como casi todas las niñas del Upper East Side, de la verdadera belleza, la interior, la que a Frank le daba esa fuerza y ese espíritu rebelde que tanto me gustaba.
Después de recoger a Chloe y cenar algo rápido, pasamos a buscar a su novio, un tío pijo de veintidós años que tras saludar se dedicó a morrearse y meter mano a «su amiga», como él dijo, sin volver a mediar palabra alguna.
Y con ellos en el asiento trasero de un precioso y antiguo BMW 325i blanco descapotable nos marchamos a Los Hamptons.
The Hamptons, para aclararlo, es un término usado para identificar a un grupo de pueblos en el extremo oriente de Long Island, la isla que se extiende hacia el este desde Queens, ubicada al otro lado de la ribera este del río de Manhattan, siempre tan cerca y tan lejos para un chico de Queens como yo.
Uno se siente en otro mundo entre aquella naturaleza extraordinaria, tan lejos y tan cerca de Nueva York. Era un entorno que me recordaba a esos mitos que yo había absorbido sobre cierto Estados Unidos, el de El gran Gatsby o los Kennedy, a los que mi padre idolatraba.
Las grandes mansiones entre la carretera y el mar, sobre aquella estrecha lengua de tierra y arena donde es imposible comprar nada por debajo de cincuenta millones de dólares, tienen jardines descomunales con helipuertos y caballerizas.
Yo había estudiado que, en el siglo XVII, los pueblos de Southampton y East Hampton fueron los primeros asentamientos ingleses de Nueva York. En aquella época había tribus Montaukett, Shinnecock y Manaste en la zona. Su máximo jefe, Wyandanch, acabó vendiendo sus tierras a un inglés que le salvó el pellejo cuando entró en guerra con la tribu de los Pequots, del actual estado de Massachusetts. Los nombres derivados del algonquino siguen recordando a los antiguos habitantes de estas tierras, antes de que el inglés Lion Gardiner le diera a Wyandanch un perro, un poco de pólvora y unas mantas a cambio de una isla en la bahía de Napeague.
—Técnicamente, para ser un Hampton, el pueblo tiene que llevar la palabra en su nombre: East Hampton, Southampton, pero también están Watermill, Amagansett, Springs y Sag Harbor, antiguos pueblos balleneros que por cercanía ya han sido incorporados al concepto Hamptons. Es decir, pueblos al borde del océano Atlántico. Pero en realidad Los Hamptons es un estado mental a tan solo dos horas de la ciudad.
Frank me fue dando su versión de Los Hamptons de camino a su casa en East Hampton.
—Los Hamptons es más que un destino vacacional, es un fin en sí mismo. A lo que aspira un montón de gente, por lo que viven. ¡La gente se vuelve obsesiva, es como algo religioso! Cada viernes hay que venir aquí. ¡Es de locos! —dijo Frank con indignación—. De hecho, los fines de semana de verano, con la ciudad desierta y mesas disponibles en todos los restaurantes, Manhattan puede ser muy agradable, pero queda la sensación de que uno es un perdedor si no está atascado en el tráfico de camino aquí. Y llegar es como acceder al sueño americano.
—Tú lo has dicho, eso es exactamente lo que es para la gente de mi barrio —asentí ante esas palabras tan sabias.
—Y luego parece un Manhattan transportado. El sábado te encuentras a la misma gente pretenciosa que el resto de la semana, pero en pantalón corto. ¡Es ridículo!
—Pues sí, un poco —reí ante su agudeza.
—Y un coñazo. ¡Están todos los aprendices de banqueros pijos del Upper East Side de Manhattan que tratas de evitar en Manhattan! Los tipos que le encantan a mi padre como futuros yernos. Mi madre se codeaba más con la élite bohemia, ya sabes, Pollock, Yoko Ono, de Kooning, muchos dramaturgos de Broadway, músicos, escritores, gente interesante que no solo está podrida de dinero. Ella se escapaba a East Hampton en cuanto podía.
—Pero es bonito, a mí me gusta. No me importaría ser uno de esos poco atrayentes banqueros —dije admirando la naturaleza que ya nos rodeaba.
—¡No, tú no! ¡Tú eres interesante! —rio—. Bueno, he de reconocer que realmente es un lugar donde la gente viene para escaparse, para estar un poco más tranquila y disfrutar de la naturaleza. A mi madre le encantaba. Y el entorno natural es igualmente bonito todo el año, aunque en invierno esto está completamente vacío y eso lo hace perfecto. Ya lo verás, East Hampton parece un pueblo fantasma. En invierno, nevado y silencioso, es un paraíso —dijo Frank. Así que en el fondo le gustaba, pero estaba claro que no era la típica preppy. Su forma de hablar, su pasión, no eran las de alguien que se conforma—. Ya estamos llegando. Es por ahí —siguió señalándome una estrecha carretera privada—. Este es un lugar donde todo está regulado. Al llegar a la playa no se puede aparcar salvo que se tenga un permiso especial por poseer una casa en la zona y una licencia de Southampton no sirve para estacionar en East Hampton. Tampoco está permitido ir a la playa pasada cierta hora, hacer hogueras sin permiso municipal. Y si quieres hacer toples te meten en la cárcel. Yo voy a playas alejadas, las menos frecuentadas y más salvajes, pero aun así siempre aparece un policía en bici y pantalón corto.
Y sonrió con picardía.
Casi amanecía cuando llegamos a Main Beach, la playa de East Hampton. Hacía mucho frío, así que los cuatro entramos corriendo en la casa de la playa de la familia Sargent. En realidad, aquella solo era la casa de invitados, una antigua casita para guardar los aparejos de pesca que pertenecía a la finca de los Sargent. La casa de verano se divisaba al fondo, imponente, hacia las marismas. Nos pusimos a encender rápidamente el fuego de la chimenea para no quedarnos helados e iluminar la blanca casita de madera.
La casita estaba decorada al gusto de Los Hamptons, maderas claras, telas de chintz para las tapicerías de los sofás y butacones y motivos marineros en tonos azules.
Frank sacó unas mantas de un armario, dispuso todos los cojines que encontró por el suelo y rebuscó en la despensa hasta que encontró una botella de vino y un sacacorchos. Chloe y su amiguito enseguida se pusieron a lo suyo en el cuarto de al lado, sin ningún reparo en que los oyésemos. Así que decidí hacer uso del tocadiscos que había en el salón para intentar disfrazar el sonido de los jadeos que llegaban de la otra habitación. Estaba claro que me las había prometido muy felices, pero la noche no estaba saliendo como esperaba, poca intimidad y demasiada en el caso de sus amigos.
Saqué un CD de ópera que imaginé sería de la madre de Frank.
—Espera —dijo poniéndolo ella—. Esta era la preferida de mamá, su favorita, la nueve. La cantaba de maravilla.
Una maravillosa y profunda voz femenina comenzó a cantar la famosa melodía.
—Es Carmen, de Bizet y su habanera. «El amor es un pájaro rebelde que nadie puede domesticar…» —comenzó a traducir Frank para volver inmediatamente al francés.
Definitivamente, estaba perdido.
… Si tú no me amas, yo te amo;
y si te amo, ¡cuídate de mí!
El pájaro que creías domesticado
bate las alas y remonta vuelo…
El amor está lejos y tú lo esperas;
ya no lo esperas ¡y aquí está!
A tu alrededor, rápido, muy rápido,
viene, se va y luego regresa…
Crees que lo tienes y se te escapa.
Crees escaparle y él te tiene.
L’amour est un oiseau rebelle, Carmen (Gorges Bizet)
Ambos continuamos escuchando en silencio. Cuando terminó la hermosa melodía aún se oían los gemidos de la tal Chloe y el crujir de los muelles de la cama. Su acompañante, al parecer, era de los silenciosos.
Las cosas no marchaban como yo me había imaginado. En mi mente había pensado dar esquinazo a la niñata y su amiguito y aprovechar esa cama con Frank.
Minutos después volvieron a empezar y resoplé entre rabioso y excitado.
—Parece que no se cansan —dije harto.
—Pasa de ellos. Pondremos más ópera —dijo Frank cambiando el CD—. La preferida de mi madre era un aria que nunca cantó porque no entraba dentro de su registro, el dueto de Mimí y Rodolfo en La Bohème de Puccini. Ella era mezzo, no soprano.
—No entiendo nada de ópera —reconocí sonriendo avergonzado.
—No importa, solo debes sentir la música. Hay gente con una gran educación y sin gota de sensibilidad.
Hice caso a Frank y me puse a escuchar. Pronto comencé a sentir el diálogo entre ambos, la música es igual sea la que sea, no importa qué genero tenga, expresa emociones y siempre me ha sido fácil captarlas en una partitura. Aunque mi modo de tocar sea más intuitivo que otra cosa.
—Cuéntame más —le pedí.
—Verás, esta obra transcurre en el París bohemio de la primera mitad del siglo XIX. Rodolfo es un poeta mujeriego y Mimí una bordadora que cree en el amor. Son vecinos y se encuentran en la escalera. Ella está enferma de tuberculosis, se desvanece de cansancio y él la ayuda a entrar en casa. La luz de la vela se apaga mientras buscan una llave. Tanteando en la oscuridad sus manos se encuentran —me fue explicando Frank con voz suave, casi en un susurro mientras comenzaba a traducir—. Rodolfo canta primero, ve a Mimí e inmediatamente se enamora de ella. Che gélida manina, «Qué manita más fría», le canta. Después le sigue Mimí y luego continúa Rodolfo con O soave fanciulla, «Oh, niña suave», es un aria que cantan los dos juntos declarándose su amor. Es como… como si…
—Si cantasen su flechazo, ¿no?
—Sí, eso es.
—Sé algo de música. Toco el piano —reconocí algo azorado.
—¿Ah, sí? Pues aquí no hay piano, pero tendrás que demostrármelo en cuanto tengas uno delante.
—No hay problema —asentí.
Frank me miraba fijamente, supongo que sorprendida, y creo que enseguida se dio cuenta de que me gustaba aquello de la ópera. Eso me hizo sentirme menos inseguro delante de ella.
—Eres… me asombras, ¿sabes? —dijo.
Cogió de nuevo la botella de vino y le dio otro trago largo. Se la estaba bebiendo entera ella solita y eso no me estaba haciendo ninguna gracia.
—¿No bebes? —preguntó extrañada.
—No, nunca.
Se encogió de hombros y volvió a beber de la botella.
—Pero supongo que sí bailas. —Sonrió con los ojos brillantes por culpa del alcohol.
—Anda, no bebas más —dije serio, quitándole la botella, dejándola sobre una mesita y tomando su mano.
No quería verla borracha, a ella no.
—¿Quieres que bailemos? —me pidió con dulzura.
—Sí —susurré.
Había algo en aquella chica que me hacía sentir una gran ternura, algo frágil en su forma de mirarme, cuando estaba en silencio.
«¡Te estás volviendo un blando, joder!», me dije a mí mismo y decidí probar suerte a ver si al menos conseguía besarla y acariciar ese culo perfecto que me volvía loco.
«Lo mejor va a ser comenzar por la sonrisa Gallagher», pensé.
—Aunque no sé si esto se puede bailar. —Sonreí con intención, intentando lo que siempre me había funcionado.
—Claro que se puede —dijo poniendo sus pequeñas manos alrededor de mi cuello.
Yo tomé su cintura entre las mías para bailar esa música que, aunque culta, era muy romántica. Pensé en comenzar con mi numerito de seducción de siempre, pero la miré a los ojos y estaba claro, Frank no era la típica chica fácil y aquella vez mi sonrisa especial abre piernas no iba a funcionar, con ella no. No quería que fuese así.
Ella apoyó su cabeza sobre mi pecho, soltándose de mi cuello y posando sus manos en mí, cerró los ojos. Algo dulce, muy agradable, como un suave calor, me invadió.
Con ella debía tener más imaginación, más clase, y estaba claro que aquella noche no era mi noche, así que me di por vencido y decidí disfrutar de su calor, su compañía y nada más.
—Bailas bien, Gallagher —susurró Frank.
—Lo sé. Todo el mundo me lo dice.
—Eres un creído, ¿lo sabías? —rio.
—Y creo que tú eres una romántica —reí con ella.
Cogí un mechón de pelo que se le echaba sobre la cara y se lo coloqué tras la oreja, acariciando lentamente su mentón al retirar mi mano de su mejilla. Me pareció que mi gesto le turbaba porque suspiró quedamente.
—Me encantan los hombres que son capaces de… morir o matar por una mujer. Como en la ópera. Pero… creo que ya no existen, que son… de otro tiempo —murmuró bajo los efectos del alcohol y me pareció triste de pronto.
—Sí que existen esos hombres —dije muy serio—. Mi padre murió por una mujer. Fue una muerte lenta gracias al whisky y la cerveza, pero al fin y al cabo fue por culpa de ella, por mi madre.
Frank me miró fijamente y sin decir nada enredó sus manos en mi pelo, acariciándome con ternura, hasta alcanzar mi nuca, haciendo que la piel de todo mi cuerpo se erizase de placer, pero yo rechacé su mano retrocediendo sin brusquedad.
No me gusta que me compadezcan, nunca me ha gustado. Frank no insistió y se separó de mí sin decir nada.
La música cesó y ya no se oía nada en la habitación de al lado. Frank y yo nos sentamos en el suelo rodeados de mullidos cojines carísimos, frente a la chimenea, y el CD continuó desgranando las grandes arias de la ópera. Ella se apoyó sobre mí cerrando los ojos y yo le acaricié la cabeza, los hombros, los brazos. Parecía que iba a quedarse dormida cuando apareció su amiga Chloe a medio vestir, fumándose un porro de marihuana que compartió con Frank. El tipo roncaba en la otra habitación.
Al final nos quedamos dormidos los tres, tumbados sobre los almohadones y cojines. Cuando desperté tenía a la tal Chloe dormida, agarrada a mi pierna y a Frank recostada entre mis muslos.
«Quién me ha visto y quién me ve», pensé.
No había nada en la alacena y acabamos desayunando unas galletas rancias. Frank y yo pusimos en orden la casita y cogimos el coche para irnos de allí en busca de algún sitio donde tomar un café caliente. Hacía una mañana preciosa y aunque el sol no calentaba nada decidí quitar la capota del deportivo blanco.
—Mark, me has defraudado, ¿lo sabías? —dijo Frank sentada a mi lado.
—¿Por qué, nena?
—¡Oh, joder, no me llames así! —dijo dándome un codazo.
Solté una carcajada.
—A ver… dime.
Los amigos con derecho a roce volvieron a lo suyo en el asiento trasero.
—Me dijiste que te gustaba hacer locuras y no es verdad.
—¿Y qué esperabas, una orgía con esos dos gilipollas? Soy un tío tradicional, solo follo con una persona a la vez —dije mordaz.
—Ya lo veo, vaya decepción, joder.
—¿Ah, sí? —dije picado en mi orgullo—. Vas a ver.
E inmediatamente me puse a conducir como un demente, desviándome del camino hacia la carretera principal, entrando en la mismísima playa de Main Beach con el BMW.
—Mark, no corras tanto —me pidió ella.
—¡No corro! ¡Solo voy a cien por hora! —grité.
—¡Gallagher, para! —gritó Frank asustada.
—No, aquí no podemos chocar con nada, tranquila.
Continué riéndome como un loco y pasó lo que tenía que pasar, el coche encalló en la arena y Frank se quiso bajar inmediatamente, llamándome de todo y sacando su lado más caprichoso, el lado que más me gusta de ella. Soy masoquista.
Supongo que se asustó. Yo la tomé en brazos y la saqué del coche en volandas para que no se mojara los pies. Ella se calmó y se dejó llevar entre mis brazos acariciando mi cuello con su nariz, haciéndome sentir el hombre más feliz de la Tierra.
De pronto me miró a los ojos y me dedicó una sonrisa llena de sensualidad. Sus largas pestañas aleteaban, sus labios estaban entreabiertos, húmedos, y mis ojos se deleitaron en esa dulce visión del rostro de Frank cerca, muy cerca del mío. Mi boca estaba a tan solo un par de centímetros de su rostro.
Estuve a punto, lo sé, pero en el último instante decidí que era mejor no hacerlo, que tampoco era el momento. Una corazonada, tal vez, o simplemente el querer prolongar lo que a veces es aún mejor que el romance en sí, ese tiempo previo a que ocurra nada físico entre dos personas, ese sueño de que ocurrirá más tarde o más temprano y que todo será perfecto. Felices para siempre, almas gemelas y todas esas patrañas que mientras podemos nos las creemos encantados.
—¿No vas a besarme? —susurró Frank, coqueteando conmigo.
—No, creo que no —dije seguro de mí mismo.
Los dos nos miramos a los ojos con vehemencia, como si nos retáramos el uno al otro. Estaba claro que no era ninguna niñita inexperta y que sabía lo que se hacía.
«Cada vez me gusta más», reconocí fascinado.
—Quizás no tengas otra oportunidad —dijo orgullosa.
—Quizás. —Sonreí con cinismo.
Me miró furiosa y de pronto se bajó de mis brazos y comenzó a caminar por la playa en dirección contraria a mí. Yo la seguí. Ella se cubrió el cuerpo con sus brazos cruzándolos sobre el pecho. El viento era helador.
—¡Frank, no seas niña!
Como respuesta solo obtuve una «peineta».
—¡Ven aquí! ¡Te vas a helar! —grité.
La alcancé y le tendí el abrigo amarillo.
—¡Dile a mi padre que me quedo en Los Hamptons el fin de semana! —gritó sin ni siquiera volverse.
Ni me miró. Se fue caminando hasta el paseo de tablas que daba entrada y salida a la playa y desapareció de mi vista. Volví al coche y eché a sus amigos, que continuaban dándose el lote en el asiento trasero, sin contemplaciones. Saqué el coche de la arena, no sin dificultad y de un humor de perros regresé a Nueva York solo.
Frank se había enfadado conmigo por no besarla en la playa y supuse que, debido a su resentimiento de niña a la que nunca se le ha negado nada, me castigó con su ausencia y estuve todo el fin de semana sin ser requerido por el señor Sargent.
Así que aproveché para adecentar el BMW, que yo mismo había llenado de arena, en la empresa de alquiler de coches y chóferes de Santino, antes de devolverlo al garaje del padre de Frank.
—Me sentía extraño, estaba inquieto, con el ceño fruncido, de mal humor todo el rato. Enseguida me di cuenta de que todo era porque echaba en falta a Frank, era así de simple. Y la radio a todo volumen con la canción Whole Lotta Love, de Led Zeppelin sonando no ayudaba. Comencé a cantarla sintiendo cada palabra.
Estaba realmente jodido, lo sabía. Y muy cabreado con Frank. Acababa de conocerla hacía solo cuatro días y no podía sacármela de la cabeza.
Su risa, el modo en que movía las manos al hablar, su voz, el sutil perfume que utilizaba. Hasta añoraba su vistoso abriguito amarillo.
Nunca antes había pensado tanto en una mujer. Normalmente, ellas me perseguían a mí, pero con Frank estaba en territorio desconocido. Me mandaba constantes mensajes contradictorios y eso me descolocaba. No sabía casi nada de ella, pero aquella chica me había tocado profundamente y la echaba de menos.
Un día sin ella y entraba en lo que podríamos llamar un verdadero síndrome de abstinencia. Frank era algo de lo que ya no podía prescindir.
—¿Qué todavía no te la has tirado? —gritó Pocket.
—No, ¿qué pasa? —gruñí—. ¿Has sabido alguna vez lo que es ser un caballero?
Ese fue uno de los consejos inútiles que me dio mi abuelo: sé siempre un caballero.
—¡Joder tío! —dijo mi amigo mirándome a la cara—. Tú te has enamorado de esa Frank o estás perdiendo facultades.
—¿Qué dices? ¡No! Solo me estoy tomando mi tiempo, disfrutando los preliminares —dije molesto de que fuese tan obvio—. Tampoco sabes lo que es eso, ¿verdad?
—A mí no me engañas. La miras con la misma cara de panoli con la que mirabas a la señorita Trudeau.
Ahí me había dado. A los trece me enamoré, por primera y hasta entonces última vez, de mi profesora de francés del colegio. Delphine Trudeau era nuestra profesora más joven, además de la más guapa y la destinataria de mis primeros placeres solitarios. Era francocanadiense, preciosa, olía de maravilla y me prestaba atención, o eso creí hasta que la pillé en su despacho follándose al director cuando iba a llevarle unas flores que había robado del jardín de nuestra vecina.
Lloré amargas lágrimas de despecho al darme cuenta de que solo se trataba de una chica y no de la santa virgen llena de virtudes que yo creía, y perdí mi virginidad dos días después con la chica más promiscua del barrio, Mary Ryan. A partir de entonces solo me fijé en chicas que me demostrasen su experiencia sin nada más a cambio y dejé de creer en el amor platónico y verdadero. Me volví práctico, supongo.
«Tú eres de Queens y ella del Upper East Side»,dijo Pocket. Y supe que tenía razón, pero pensé que Frank bien valía el intento de creer en cuentos de hadas. Y yo soy un tío creyente, a pesar de todo. Un irlandés muy cabezota, creyente y con agallas.
El lunes, un par de días antes de Navidad, me llamaron de casa de los Sargent para que fuese a recoger a Frank y la llevase de tiendas por Manhattan.
Pucci, Chanel, Fendi, Celine, Marni, Vuitton, Hermes, Prada, Marc Jacobs, Dior, Paul & Joe… la lista parecía interminable.
Fue todo un peregrinaje agotador en el que descubrí a la otra Frank, la fría, la altiva, la voluble con zapatos de tacón de aguja, que me tenía esperándola y me hacía cargar con sus bolsas de acá para allá sin ni siquiera dignarse a mirarme.
Hasta que me harté.
—¿Esto es porque no quise besarte en la playa? —dije exasperado.
—¿Qué? ¿De qué coño hablas? —chilló Frank.
En ese momento la hubiese mandado a la mierda, pero me obligué a recordar que su padre pagaba. Metí la enésima bolsa en el maletero y me dispuse a abrirle la puerta sin mirarla. Estaba realmente cabreado.
—Espera, aún no nos vamos. Falta una tienda. Acompáñame —me dijo con insolencia.
Faltaba lo peor, su verdadera venganza. Sin tan siquiera pedirlo por favor, me hizo entrar con ella a una exclusivísima boutique de lencería. Al cruzar el umbral tras ella no pude evitar reírme de su ocurrencia. Al parecer, Frank era una clienta asidua porque nada más verla dos dependientas llegaron dispuestas a atenderla con una sonrisa de oreja a oreja. Las dependientas a comisión suelen ser encantadoras, lo sé por experiencia.
Ese fue el día en el que descubrí que tengo algo de masoquista en mi interior porque disfruté horrores de esa parte final de la tarde. Frank me «castigó» obligándome a acompañarla hasta el probador reservado a los clientes VIP y, entre copa de champán que no bebí y sofás de terciopelo, pude disfrutar de la visión celestial de ella mostrándome diversos conjuntos de lencería.
Ni en mis sueños más eróticos me hubiese imaginado algo más sublime, así que me quité la chaqueta, me senté cómodamente frente al probador y me dispuse a deleitarme solo con la mirada.
—Ponte cómodo —me dijo juguetona, tirándome su abrigo de tweed de Burberry a la cara.
Intenté ser paciente y aguardé como un buen chico a que Frank se desvistiera y se probase uno de las decenas de conjuntos que había ido cogiendo a medida que entraba en la tienda.