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Ha pasado el tiempo. Mark y Frank ya son padres de Charlotte, continúan residiendo en Queens y amándose con la misma pasión del primer día. La vida da vueltas sorprendentes y, en una de ellas, asisten a una fiesta de los famosos Estudios Kaufmann que resultará crucial para su futuro. Sin embargo, el fantasma del pasado regresa encarnado en Patricia Van der Veen, que desarrolla una perversa y destructiva obsesión de venganza contra ellos. Mark y Frank tendrán que luchar con todos los medios a su alcance para mantenerse unidos y proteger a su hija. Aunque eso signifique amarse en la distancia y que Mark descubra Cork, Irlanda, la tierra de su abuelo. "No os engañéis: el amor de verdad no duele, no hace daño, todo lo contrario; te sana, te cambia, te hace crecer, te da fuerzas, una fuerza sobrehumana que no imaginabas que tenías; te llena de esperanza, una gran esperanza que no sabías que existía". - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!
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Seitenzahl: 739
Veröffentlichungsjahr: 2019
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2019 Irene Mendoza Gascón
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Un puñado de esperanzas II, n.º 225 - marzo 2019
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
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Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.
I.S.B.N.: 978-84-1307-703-1
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Cita
Primera parte
Capítulo 1 Simply irresistible
Capítulo 2 Tiny Dancer
Capítulo 3 Hooked on a feeling
Capítulo 4 C’est si bon
Capítulo 5 I only have eyes for you
Capítulo 6 At Last
Capítulo 7 I’m sorry
Capítulo 8 If I didn’t care
Capítulo 9 Mon cœur s’ouvre à ta voix (Samson et Dalila, de Saint Saëns)
Capítulo 10 The fisherman’s blues
Capítulo 11 Kiss from a rose
Capítulo 12 Let’s do it
Capítulo 13 Somewhere over the rainbow
Capítulo 14 You’re simply the best
Capítulo 15 Fortunate Son
Capítulo 16 Close to you
Capítulo 17 Lost in love
Capítulo 18 Human touch
Capítulo 19 Creep
Capítulo 20 Love is a Losing Game
Capítulo 21 The long and winding road
Capítulo 22 Losing my religion
Capítulo 23 Fix you
Capítulo 24 Romeo and Juliet
Capítulo 25 Sympathy for the devil
Capítulo 26 My Way
Capítulo 27 Tristán e Isolda, Preludio y Liebestod (Richard Wagner)
Capítulo 28 Wild is the wind
Segunda parte
Capítulo 29 The Blower’s daughter
Capítulo 30 Love Reign O’er Me
Capítulo 31 Un bel dì vedremo, María Callas (Madame Butterfly, G. Puccini)
Capítulo 32 Out of tears
Capítulo 33 All of the stars
Capítulo 34 E lucevan le stelle
Capítulo 35 Fairytale of New York
Capítulo 36 Con te partiró
Capítulo 37 What Are You Doing New Year’s Eve?
Capítulo 38 Let’s stay together
Capítulo 39 Chasing cars
Capítulo 40 Secret Garden
Capítulo 41 La vie en rose
Capítulo 42 The ballad of Ronnie Drew
Capítulo 43 Missing you
Capítulo 44 All I want is you
Capítulo 45 Nocturne op.9 No.2
Capítulo 46 Natural woman
Capítulo 47 Sunday bloody Sunday
Capítulo 48 She
Capítulo 49 I got you, baby
Capítulo 50 Tonight is the night
Capítulo 51 Amazing Grace
Capítulo 52 A man is in love
Capítulo 53 I Fall in Love Too Easily
Capítulo 54 This girl is on fire
Capítulo 55 Perfect day
Capítulo 56 Una furtiva lacrima, (L’elisir d’amore, Gaetano Donizetti)
Capítulo 57 Crazy
Capítulo 58 Nature Boy
Capítulo 59 Duetto Lakmé-Mallika (Lakmé de Léo Delibes)
Capítulo 60 You are so Beautiful
Capítulo 61 She makes my day
Recomendación de la autora
Si te ha gustado este libro…
Has estado en todas las esperanzas que desde entonces he tenido… en el río, en las velas de los barcos, en los marjales, en las nubes, en la luz, en la oscuridad, en el viento, en los bosques, en el mar, en las calles. Has sido la encarnación de cualquier graciosa fantasía que mi mente haya conocido.
Grandes Esperanzas, CHARLES DICKENS.
–¿Y Charlotte? –me preguntó Frank nada más traspasar la puerta.
Nuestro loft alquilado en Queens estaba inusualmente silencioso, aunque varios juguetes de nuestra pecosa de dos años andaban desperdigados por el suelo de madera, dejando constancia de su presencia.
–Con Pocket y Jalissa. Charmaine ha hecho pollo frito y ya sabes que nuestra hija vendería a su padre por un poco de ese pollo. Además, va a pasar la tarde con Jewel y D’Shawn. Si hubieses visto lo emocionada que estaba…
Frank me miró con cara de reproche, pero no pudo mantener la pose de madre responsable por mucho tiempo porque mientras se quitaba la chaqueta, yo le cogí galantemente el enorme bolso que cargaba y rocé su hombro con la peor intención del mundo, acariciando la base de su cuello hasta el inicio de su clavícula.
Me pareció notar un leve temblor en sus apetecibles labios, pero al mirarla a los ojos me sostuvo la mirada incendiaria que le eché sin mover un solo músculo.
«Eres dura, princesa». Sonreí para mis adentros.
–Charlotte estaba tan emocionada que no pude negarme –dije con una de mis más ilustres sonrisas canallas, marca Gallagher.
–Ya, seguro –sonrió Frank.
–¿No me crees?
Frank emitió un irónico «Uhm» por respuesta. Con parsimonia, me puse a colgar su chaqueta en un perchero que teníamos junto a la puerta.
Me volví para mirarla. Recorrí su cuerpo de arriba a abajo comiéndomela con los ojos, pero ella seguía imperturbable.
–No sé… –susurró observándome con picardía.
Insistí y mi mirada vehemente por fin hizo mella en su autocontrol. Frank se removió ansiosa, frotándose los muslos, apoyada contra la puerta de la entrada, que al cerrase acompañó mi sonrisa de satisfacción con un «click».
Aún nos gustaba jugar. Después de casi seis años juntos no habíamos perdido aquella chispa, esa forma de provocarnos el uno al otro en un diálogo sensual que nos hacía desearnos hasta perder la cordura. Era algo tan físico como mental. Nos incitábamos no solo con miradas, también mediante palabras. Frank ya era incluso mejor que yo en eso.
Dejé caer el bolso junto al perchero y me encaminé de nuevo hacia ella, que continuaba en la puerta, sin duda aguardando mi siguiente reacción.
–¿Tengo que convencerte, princesa?
–¿De qué, chéri? –preguntó con un mohín coqueto.
–De que… tenemos toda la tarde para nosotros solos.
Lo dije susurrando, con voz profunda, intentando sonar lo más sensual que pude, mirando a Frank con codicia. Y entonces lo noté, estaba allí de nuevo. El ambiente acababa de cambiar a nuestro alrededor. Lo cambiábamos nosotros con nuestra propia excitación que crecía envolviéndolo todo, hasta el aire que respirábamos.
Me acerqué a ella muy despacio, mientras me quitaba la corbata de un tirón y la tiraba a sus pies. Frank no apartaba sus ojos de mí. Su boca entreabierta me llamaba, así como su menudo y erótico cuerpo, tapado por un ligero vestidito de encaje blanco. Me puse frente a ella sin rozarla aún, a escasos centímetros de sus pechos, admirando como su respiración se agitaba tan solo con mi presencia.
–¿Cuánto es toda la tarde? –susurró con la voz entrecortada y algo ronca.
–Es la… una y media –dije mirando mi reloj–. No tengo que volver a la oficina de Santino esta tarde así que… eso son… unas cinco o seis horas hasta que regrese Pocket con nuestro terremoto para la hora de cenar.
Pronuncié cada palabra lentamente, una por una, exhalándolas sobre su boca mientras pegaba mi vientre al suyo. Frank suspiró suavemente, abrumándome con su aliento cálido y dulce. Me apreté contra sus pechos sin acariciarla aún, a sabiendas de que ella lo anhelaba impaciente. Frank respiraba afanosa cuando presioné y rocé su cuerpo con el mío, obligándola a que exhalase un débil jadeo.
Ella no se quedó atrás y, cercada entre mi pecho y la puerta, contraatacó elevando su rodilla para acariciar mi entrepierna. Rozó y apretó mi miembro endureciéndolo rápidamente, forzándome a emitir un ronco jadeo.
Frank sonrió vanidosa, mordiéndose el labio con lujuria, sabiéndose la única capaz de seducirme, de hacerme gozar como nadie en el mundo. Ella era poderosa y con una sola mirada hacía de mí un hombre feliz y, con una caricia, un hombre pleno.
La agarré por la cintura con fuerza, decidido a rendirme a sus tentadores encantos y no perder más el tiempo, pegándola a mi polla dura, sintiendo su calor, anhelando ya el roce de su piel desnuda sobre la mía.
–Tengo ganas de hacerte el amor, muchas ganas –jadeé con mi frente apoyada en la suya.
–¿Y a qué estás esperando, Mark? –contestó ansiosa.
No le di tiempo a decir nada más, la tomé en brazos arrastrándola conmigo y la besé abriendo su boca para enredar mi lengua con la suya.
Me apreté furioso contra su cuerpo, buscándola con avidez. Mi lengua saboreaba la suya sin descanso y rodamos por la pared mientras nos desnudábamos.
Le levanté el vestido, que terminó de quitarse ella misma, y acabé rompiendo sus braguitas debido a mi impaciencia por tenerla desnuda. Ella me soltó la bragueta y de un firme tirón me bajó los pantalones del traje de trabajo junto con mis bóxers, acompañando sus movimientos de un gruñido salvaje que me encendió hasta el límite.
Su lengua se enredó con la mía, sus dedos en mi pelo, en la camisa, que me sacó a tirones, en el vello de mi pecho y sin darse apenas cuenta se encontró aupada, envolviendo mis caderas.
Nos tocábamos y besábamos con violenta necesidad, chocando, rodando por las paredes, jadeantes, como dos animales en celo que habían sido sometidos a una obligada castidad.
Por el camino acerté a agarrar el mando a distancia del equipo de música. Siempre había algo puesto, así que probé a ver qué sonaba. Tuve suerte; Robert Palmer comenzó a cantar su potente Simply irresistible.
«¡El ritmo perfecto!», pensé triunfante.
Agarré a Frank por sus suaves y redondas nalgas, aferrándolas con fuerza y, cargándola mientras la besaba con avidez, la llevé tambaleándome hasta la zona de la cocina para posarla de golpe sobre la encimera. Frank exhaló un gemido de necesidad y abrió sus piernas para rodear de nuevo con ellas mi cintura. Solo le quedaban por quitarse los zapatos de tacón y ese detalle me pareció increíblemente excitante, así que se los dejé puestos.
Tomé a Frank por debajo de las rodillas, elevándola hasta que tuve su sexo frente al mío y me incliné sobre su cuerpo acariciando sus muslos, entrando en ella por fin, presionando, deslizándome profundamente en su interior, sin dejar de mirarla extasiado.
Nada más penetrarla sentí un profundo alivio que escapó de mi garganta en forma de un resoplido de éxtasis al que Frank respondió inmediatamente.
–Oh, mon cher, qué ganas tenía…
–Sí, yo también… –gruñí de gusto.
Frank jadeó al sentir cómo la llenaba. Sin preliminares, con una potente embestida, la penetré por segunda vez, hasta el fondo, haciéndola gemir con fuerza. Ella se dilató para mí al momento y yo acaricié su interior agitándome más y más profundo y más rápido cada vez, deleitándome, volcándome en su placer, en verla disfrutar, regalándole mi potencia, mi pasión. Era toda para ella.
–Ah… sí, sí, házmelo rápido y duro –suplicó cerrando los ojos con fuerza.
–¡Qué gusto, amor…! –resoplé abrumado.
El modo en que se entregaba me seguía fascinando como el primer día, su confianza en mí, su receptivo cuerpo, la forma en que me disfrutaba. Todo su ser se estremecía al sentirme.
–¡Oh, sí… qué bien…! –gimoteó temblando de placer.
–Esto… va… a ser… No voy a aguantar mucho… ¡Agárrate, nena! –gruñí entre dientes.
Ella respondió asintiendo y, jadeando lasciva, se aferró al borde de la encimera. Y ya no le di tregua. Comencé a moverme como un poseso, penetrándola muy fuerte, una y otra vez, aumentando el ritmo con cada nueva embestida, siguiendo la música, notando cómo se abría para mí, sin reservas.
Frank me acogía en su estrecho y suave interior, se arqueaba empujando, obligándome a incrementar el ritmo, tan fácilmente que me parecía increíble. Y entonces volvió aquel glorioso momento, cuando los dos nos fundíamos en un urgente baile con un único ritmo de intensas caricias, gemidos interminables, besos afanosos y susurros entrecortados.
Frank se agitaba conmigo, a la par, dándome aquel deleite ya tan conocido pero no por ello menos perfecto, hasta que ocurrió una vez más. Comenzó a temblar sin control, gimoteando, abandonándose al intenso orgasmo que estaba sintiendo. Justo cuando sus entrañas comenzaron a vibrar me dejé ir, derramándome dentro de ella con el cuerpo tenso de placer, corriéndome con fuerza, alcanzándola sin poder parar de gemir.
Después nos quedamos suspendidos sobre la encimera, sosegándonos mediante suaves caricias, intentando recuperar el resuello mientras nuestros cuerpos continuaban acoplados a la perfección.
La tomé en mis brazos con delicadeza para ayudarla a bajar de la encimera.
–Me tiemblan las piernas –sonrió Frank agradecida.
Tomé su rostro entre mis manos. La miré, aún poseído por aquella nube de amor y placer que me provocaba alcanzar el orgasmo con ella, y la besé con ternura en los labios.
–Mark…
–¿Qué, princesa? –susurré ronco, tomándola en brazos para llevarla hasta nuestra cama.
–Me moría de ganas –sonrió, todavía ruborizada.
–Yo también –reí apretándola contra mi pecho.
Desde que había nacido Charlotte, el sexo se había convertido en algo que no hacíamos cuando queríamos, sino cuando podíamos. Y nos echábamos de menos muchísimo. Nuestros cuerpos se necesitaban con dolorosa desesperación y, a pesar de los interminables horarios que nos hacían correr sin cesar de casa a la guardería, de la guardería al trabajo y de vuelta a casa para, al terminar la jornada, caer rendidos sobre el colchón y tan solo alcanzar a darnos un beso de buenas noches, al rozar nuestras manos o tocarnos por un instante nuestros cuerpos seguían sintiendo esa hambre del otro, esas ganas de acariciar, besar, lamer y chupar tan conocida.
–¿Cuántos días hacía? –preguntó Frank.
–Casi una semana –resoplé aliviado.
–Sí, desde el sábado. ¿O fue el viernes?
–El viernes. Trabajábamos al día siguiente –dije recordando.
Estábamos en ello cuando Charlotte comenzó a llorar por culpa de una pesadilla. Habíamos añadido un par de paredes al loft para hacer una habitación y conseguir una mínima intimidad, pero aun así era complicado.
Me levanté primero y le conté un cuento. Pareció quedarse conforme, pero al rato, cuando intentábamos ponernos de nuevo en situación, nuestra hija de casi dos años vino hasta nuestra cama, pidiendo que la acompañara su madre al baño, porque le daba miedo ir sola. Acabábamos de conseguir quitarle los pañales y aún era precaria la seguridad de no encontrarnos con la cama inundada en medio de la noche. Así que cuando Frank regresó a la cama tras llevarla, traerla de vuelta y cantarle una nana, yo ya estaba dormido en pelotas sobre las sábanas. Rezongando, me revolví al sentir de nuevo el cuerpo de Frank junto al mío y, atrayéndola hacia mí, escuché como resoplaba frustrada y resignada, susurrándome su habitual y dulce «Es tarde ya. Hasta mañana, chéri».
–Me ha sabido a poco –ronroneó mimosa, trazando suaves círculos con su dedo índice sobre el vello de mi pecho, bajando por mi vientre.
–Tenemos que hacer esto más veces –suspiré satisfecho.
–¿Te refieres a engañar a Pocket y Jalissa y pasarnos la tarde follando? –rio Frank.
–Exacto, a eso mismo –susurré besando su pelo–. Un par de veces al mes…
–O todos los domingos –rio de nuevo.
–Eso estaría mucho mejor –gruñí besando su cuello.
–Sí… se nos da tan bien esto… –suspiró–. Y ahora… quiero más, chéri.
–Yo también quiero más. Mucho más. Nunca tengo suficiente de ti –susurré excitado de nuevo.
Y, ni corta ni perezosa, Frank se levantó para elevarse sobre mi cuerpo a horcajadas, desnuda y preciosa, posando su sexo mojado sobre mis muslos.
Yo le dejé hacer y, cuando acabó, ella me pidió que se lo hiciese de nuevo y volvimos a empezar, porque nunca, ninguno de los dos, tendríamos suficiente el uno del otro.
La cara de Pocket plantado en la puerta con Charlotte en brazos era todo un poema. Ahí estaba yo, con una batita de seda rosa de Frank que apenas me tapaba nada y ella cubierta, si se podía llamar así, con mi camisa, despeinada y comiendo helado de vainilla directamente del bote.
Frank y yo nos miramos, yo elevé una ceja y ella no pudo reprimir una risita antes de que me acercase a mi amigo para agarrar a mi hijita, que parloteaba con su lengua de trapo, emocionada de volver a vernos.
–Sois… tal para cual, ¿sabéis? –dijo mi amigo cabeceando en señal de reproche, como una abuela.
–¿Nosotros? –dijo Frank tomando a Charlotte.
Ni corta ni perezosa, nuestra hija le robó la cuchara para chupar el helado que quedaba en ella mientras Frank la besaba con ternura.
–Sí, sois… –y bajo la voz mirando a nuestra niña–. Unos degenerados.
Y fue cuando los dos no pudimos más y prorrumpimos en una inevitable y sonora carcajada, seguida de otra de Charlotte.
–Solo será un fin de semana, ma petite fille –le dijo Frank a Charlotte–. Para cuando quieras darte cuenta, mami ya estará de vuelta. Ya sabes lo que te digo siempre cuando me voy a trabajar, mamá siempre vuelve. Pues esto será igual.
Fue durante sus primeras vacaciones en Bloomingdale’s. Por aquel entonces, Frank trabajaba como ayudante de la personal shopper de las famosas galerías neoyorquinas. Fue Jalissa, que aún trabajaba en la sección de perfumería, quien entregó su curriculum y le procuró su primer empleo duradero en años. Frank ya llevaba seis meses en su puesto, todo un récord.
Básicamente, su trabajo consistía en correr de un lado para otro de los grandes almacenes y en suministrar café a su exigente jefa, que no paraba de pedir todo tipo de cosas, a las que denominaba siempre como trendys, fuese una gorra con plumas de pavo real o un bolso con agujeros.
Frank tenía apenas diez días libres que había acumulado y que debía tomarse si no quería perderlos. Mientras, yo le había pedido a Santino las mías por adelantado, como un favor personal para coincidir con ella e irnos unos días con Charlotte a la casita de la playa, a los Hamptons. Aún hacía mucho frío, pero hasta el verano no íbamos a tener la oportunidad de marcharnos de la ciudad para que Charlotte respirase un poco de aire puro. La contaminación que genera el inmenso tráfico de Nueva York no era lo más conveniente para una niña asmática, nos había dicho el médico del servicio de urgencias.
Pero entonces, a Frank le ofrecieron un trabajo para la campaña estival de una marca de bañadores. Solo había un pequeño contratiempo: que se iba a rodar a Los Ángeles.
Ella no había dejado de trabajar esporádicamente desde que se apuntó a una agencia que proporcionaba trabajo a actores y modelos. Ya no lograba casi ninguna prueba como actriz y le ofrecieron unas fotos para posar en ropa interior unos meses después de dar a luz. Frank no podía ser modelo de pasarela por su escasa estatura, pero continuaba teniendo un cuerpo espectacular y lucía los sujetadores como nadie, aun habiendo dado el pecho a Charlotte. Doy fe de que conservaba sus perfectas tetas respingonas con una espléndida talla de más que antes de ser madre.
Frank fue a aquel casting para probarse a sí misma y la cogieron. Después de su primera sesión como modelo de lencería, se sucedieron los trabajos. No eran firmas muy importantes, pero nos proporcionaban unos ingresos que completaban su sueldo y el mío. Así lográbamos pagar, entre otras cosas, el tratamiento de Charlotte para el asma.
Ropa interior, bañadores, ropa deportiva, algunas fotos y reportajes en revistas femeninas y anuncios en prensa habían sido hasta la fecha los principales trabajos de Frank. Trabajos que la mantenían como una cara aún anónima para la mayoría de la gente, que no reconocía en ella a la chica que posaba en la revista dominical de su periódico o en el libreto de la colección de baño de la tienda de deportes.
En Broadway no había tenido suerte a pesar de que lo había intentado con tesón, presentándose a todo tipo de castings y audiciones. Pero Frank ya era consciente de que la edad empezaba a jugar en su contra, que detrás venían pisando fuerte un montón de jovencísimas aspirantes con plena disponibilidad, más tablas, más ambición, dispuestas a todo y sin ataduras ni nada a lo que renunciar para cumplir su sueño.
–¿Y dónde te alojarás en Los Ángeles? –pregunté preocupado.
–¿Te acuerdas de mi amiga Chloe? Pues ella vive allí ahora y he pensado que puede alojarme unos días.
Ya sé lo que estáis pensando, pero no. No me importaba que ella se contonease en escuetos bikinis de lycra o con trasparentes conjuntos de lencería delante de fotógrafos y ayudantes masculinos, no fueron por eso mis reticencias. Era trabajo, solo eso y ella estaba maravillosa posando. Podían mirarla todo lo que quisieran porque era yo quien realmente disfrutaba de ella, de acariciar sus pechos redondos y llenos, de saborear sus dulces pezones, de agarrar su precioso trasero y rozar sus suaves muslos. Era ella quien me concedía esa gracia, ese regalo, solo a mí y por su propia y libre elección.
–Pero son nuestras vacaciones –resoplé contrariado–. No volveremos a coincidir los dos juntos Dios sabe hasta cuándo.
–Puedes ir tú con Charlotte –sugirió Frank sin mucha convicción.
No era la primera vez que nos separábamos, pero esta vez iba a ser mucho más duro. Desde que habíamos tenido a Charlotte, no lo habíamos hecho. Y Charlotte nunca había estado un día entero sin su madre. Aunque en realidad no era aquella mi máxima preocupación. Yo podía cuidar de Charlotte perfectamente durante un fin de semana, sabía qué hacer cuando tenía una crisis asmática, tenía su medicación y se me daba bien calmarla leyéndole algún cuento o tocando el piano. Lo que realmente me creaba aquel incómodo desasosiego era pensar en aquella maldita ciudad.
La sola mención de Los Ángeles me hacía pensar en mi madre. Esa era la ciudad a la que ella había huido abandonándonos a mi padre y a mí y, a pesar de que habían pasado más de treinta años, me era imposible no relacionar Los Ángeles con ella y su sueño egoísta de ser actriz en Hollywood.
Frank me miró y creo que comprendió mis temores, porque me acarició el rostro con ternura.
–Habrá más vacaciones. Pediré unos pocos días en verano, un fin de semana, me lo darán –Frank suspiró–. Pagan bien y ese dinero nos hace falta para la matrícula del colegio de Charlotte en septiembre. La han admitido y no es barato, Mark.
–Ya lo sé. –Resoplé frustrado.
Mi sueldo con Santino era el que era y, aunque no se podía decir que no fuese un jefe justo, el dinero no llegaba para todo y el tocar el piano en hoteles o clubs de jazz no era un ingreso fijo ni sustancioso. No podía evitar sentirme impotente por no ganar lo suficiente para mantener a mi familia con más holgura. Era una idea, como decía Frank, antigua y patriarcal, pero no podía evitarla.
–Charlotte ni se dará cuenta, solo serán tres días, chéri –dijo besándome dulcemente.
No hubo problema. Su antigua amiga del Upper East Side, la que pasó la noche con nosotros y con un amigo con derecho a roce aquella primera vez en la casita de los Hamptons, se ofreció a alojarla en su casa, en Beverly Hills. Al parecer, vivía con algún actor de nombre aún desconocido, un tipo que aspiraba a hacerse un hueco en el mundillo del cine, mientras ella se ocupaba de su blog y su cuenta de Instagram.
La sesión fotográfica se celebró en Venice Beach y en una cala de Malibú. Todo había salido perfecto. Frank casi tenía el trabajo terminado cuando al idiota del fotógrafo se le ocurrió hacer unas fotografías más con ella patinando con un skate por el famoso paseo de Venice, lugar concurridísimo, lleno de turistas, patinadores, bicicletas, perros y todo tipo de obstáculos en movimiento. Fue al querer sortear a un ciclista cuando Frank, que no había cogido un skate en su vida, perdió pie y se cayó, con tan mala suerte que se torció el tobillo haciéndose un esguince. Para colmo, se golpeó en la cabeza y se clavó en la planta del pie un vidrio que había en el suelo.
Me llamó cuando acababa de quedarme dormido en el sofá, tras recoger a Charlotte de la guardería del barrio, llevarla al parque a jugar un rato, hacer la compra, volver a casa y bañarla, prepararle la cena, cenar con ella y acostarla.
–Hola amor, dime –respondí bostezando.
–¿Estabas ya en la cama?
–No, no, me he quedado traspuesto en el sofá. Charlotte tiene demasiadas energías y yo muy pocas –sonreí.
–¡Oh, no había pensado en la diferencia horaria! No voy a poder hablar con ella, qué pena.
Su voz me sonó apagada.
–¿Quieres que la despierte?
–No, déjala. Ya hablamos ayer y anteayer por videoconferencia. Mañana dile que he llamado y dale un montón de besos de mi parte.
–Lo hare, amor. ¿Cuándo llegas?
–Pues… de eso quería hablarte, chéri.
En ese momento algo más en el tono de su voz me puso en guardia.
–¿Qué pasa, princesa? –pregunté preocupado.
–He tenido un pequeño accidente, nada grave, pero… no puedo andar.
–¿Qué te ha pasado? –exclamé sentándome de golpe en el sofá.
–Resumiendo mucho: me caí esta mañana, justo terminando el trabajo, y tengo un esguince, un chichón y un corte un poco feo en un pie.
–¡Oh, nena! ¿Cómo estás, cómo te encuentras?
–Duele. Me han dado varios puntos y no pueden enyesarme, por eso está muy hinchado. No puedo pisar y me han recomendado reposo. Me han puesto la vacuna del tétanos, calmantes un poco fuertes y estoy medio dopada –rio intentando animarme–. Mark…
–¿Qué, amor? –le pregunté con ternura.
–No voy a poder volar de momento, chéri. También me di un buen porrazo en la cabeza y tengo que estar unos días en observación, por precaución.
–¡Joder! –Resoplé frustrado por no poder estar con ella.
–Lo siento, Mark –suspiró –. Se lo que estás pensando. No debí aceptar un trabajo tan lejos.
–No, no digas eso.
–Soy una irresponsable. Debí…
–No digas bobadas. Era la mejor madre del mundo. Solo has tenido mala suerte –la interrumpí.
–¿Y Charlotte? ¿Está bien? –dijo con voz queda–. La echo mucho de menos.
–Está muy bien, respira perfectamente. Hemos ido a jugar al parque, se ha dejado bañar sin rechistar, se ha comido toda la cena… Se está portando de maravilla.
–¿No le habrás comprado chuches para convencerla de que se bañe?
–Eh… bueno, no exactamente.
«Ya me ha pillado», pensé. Lo cierto era que teníamos una hija muy cabezota a la que era difícil obligar a hacer cosas que no quisiera. Una de ellas solía ser bañarse.
–¿Qué le has comprado?
–Un helado.
–¿Un helado? ¿Con el frío que hace? ¡Estamos en febrero, Mark! Si coge un catarro ya sabes lo que pasará. Terminaremos en urgencias otra vez.
–¿Ves cómo eres muy responsable? –Reí.
–No me cambies de tema.
–Mira quién habló –resoplé–. ¿Cuántos días crees que estarás de reposo?
–Al menos un par de días y varios más con medicación. No lo sé, en realidad –suspiró.
Al parecer, por lo que me había contado Frank, la tal Chloe no estaba nunca en casa, se pasaba los días de fiesta en fiesta o en la playa y no tenía servicio más que un día a la semana, cuando una empresa le llevaba todo un retén de limpieza para adecentar aquella cuadra de lujo con jardín y piscina, por lo que pude deducir que mi Frank estaba sola todo el día.
«Y con muletas para caminar». Tuve claro que no podría valerse apenas, así que ni corto ni perezoso hablé de la situación con Charmaine, Pocket y Jalissa y les pedí que se hicieran cargo de Charlotte unos días para irme a Los Ángeles, a cuidar de Frank y traérmela de vuelta. Ellos no pusieron ninguna objeción. Para Charmaine, Charlotte era como su nieta. Ella tenía mucha mano con los niños, había cuidado a muchos del barrio y nuestra hija estaba encantada de pasar más tiempo con sus «primos», Jewel y D’Shawn.
«Así que esto es Los Ángeles y es aquí donde estás, mamá. Espero que mereciese la pena», pensé con amargura nada más poner un pie en el LAX, el aeropuerto de la ciudad.
Aunque nunca supimos nada más de ella, a esas alturas Charlotte Gallagher, Blanchard de soltera, rondaría los cincuenta años. Originaria de algún pueblucho junto a un bayou de Luisiana del que escapó siendo casi una niña, podía muy bien estar muerta y enterrada ya, como mi padre.
Frank me había dado la dirección de su amiga en Beverly Hills, el famoso barrio a los pies de las montañas de Santa Mónica.
En el taxi, de camino a la casa y acompañado por Tiny Dancer, de Elton John, sentí algo muy extraño pensando en esa vida, la de las gentes que habitaban esas casas enormes como castillos de cuento. Desde el taxi veía pasar aquellas lujosas mansiones llenas de jardines y piscinas de ensueño, parapetadas tras altos muros de piedra que parecían un decorado de película en sí mismas. ¿Eso era lo que ella anheló una vez? ¿Tanto como para escapar y abandonarme a mi suerte con apenas la edad que tenía ahora mi hija?
Nada más ver a Frank en camisola, sujetándose en la puerta sobre dos muletas, deseché aquellos dolorosos y sombríos pensamientos y corrí hacia ella para fundirme en un fuerte abrazo que acabó convirtiéndose en un beso.
Nos besamos ansiosos, con ganas, aliviados de volver a sentir nuestros cuerpos juntos. El uno necesitaba del otro, éramos como dos imanes y solo unidos nos sentíamos plenos. Frank se aferró a mi cuerpo, apoyándose en mí en vez de en las muletas y estas cayeron al suelo con estruendo. Ella intentó agacharse para recogerlas y apoyó el pie en el suelo, lo que le arrancó una mueca de dolor.
–No te esfuerces…, quieta –le susurré tomándola en brazos para llevarla hasta el salón y sentarla de nuevo en un sofá, frente a un taburete donde descansar el pie.
–Estoy bien, Mark –dijo con una inmensa sonrisa que acabó en risa y que me hizo respirar hondo.
–¿De qué te ríes? –sonreí.
–De ti, pareces un caballero de novela, Darcy o alguno de esos.
Me senté a su lado, aliviado de tenerla cerca por fin. Frank sabía lo que odio volar, el esfuerzo que me suponía coger un avión y estar horas encerrado dentro de ese trasto y me miraba con ternura, agradecida.
–Estaba preocupado –susurré tomando su precioso rostro entre mis manos para besarla suavemente.
–Lo que más me molestan son los puntos. Me tiran bastante, pero en cuanto me los quiten… –dijo intentando taparse el aparatoso vendaje que dejaba entrever el moratón que tenía en el pie y que subía hasta el tobillo.
Resoplé angustiado al ver la avería que se había hecho y me senté a su lado.
–¿Y la cabeza?
–Bien, perfectamente –respondió.
–¿Te ha visto un médico, amor?
–¿Quién crees que me ha hecho este vendaje? –Sonrió–. La agencia de publicidad y su seguro se han ocupado de todo. Ya me duele menos, chéri. Peor fue el parto de Charlotte.
Era cierto, nuestra hija había tardado más de lo debido en salir al mundo y su madre se había portado como una campeona a pesar de los fuertes dolores y del cansancio.
Aquel largo día de principios de julio de 2015, cuando nació Charlotte, Frank me había dado la lección más grande de mi vida, me había dejado totalmente maravillado y conmovido con su coraje. Ella era igual que un superhéroe para mí, mi valiente princesa guerrera.
Frank siempre había soñado con un parto natural, cosa que me pareció una locura desde el principio, dada la existencia de multitud de drogas legales para evitar el sufrimiento. Pero fue tan terca que se empeñó en no emplear anestesia hasta que el dolor se le hizo insoportable. Cuando la solicitó había pasado ya el tiempo límite para poder aplicarla sin riesgos y tuvo que dar a luz sin ella.
Fue en esos momentos, impotente al verla sufrir, sudar, resoplar, gritar y apretar los dientes hasta las lágrimas, cuando me di cuenta de la verdadera fortaleza de las mujeres. La raza humana se hubiese extinguido si de los hombres hubiese dependido un solo nacimiento, no me cabe duda.
Por eso no podía concebir que mi madre, después de traerme al mundo, me hubiese abandonado.
–No tenías que haber venido –me riñó Frank con dulzura, haciéndome regresar del pasado.
La miré con aquel dulce dolor en mi pecho, el que me provocaba el tenerla cerca de nuevo, y sonreí.
–En la salud y en la enfermedad, de eso se trata, amor.
Frank asintió y yo la ayudé a llegar hasta el dormitorio de invitados para recostarla sobre unos almohadones. Después le hice algo decente para comer y permanecí junto a ella, viendo cómo se quedaba dormida por culpa de los potentes calmantes que le habían recetado.
Frank mejoró enseguida. En cuanto los escasos puntos se secaron y cayeron por sí solos, le escayolaron el pie con un yeso que disponía de una especie de tacón y eso facilitó su movilidad. Su amiga la modelo no daba señales de vida y, después de aquel primer momento de angustia al verla herida, me percaté de que teníamos una mansión en Beverly Hills solo para nosotros.
La casa era magnífica, con una sola planta y amplios ventanales que, sin persianas o cortina alguna, dejaban entrar a raudales la maravillosa luz de California. Eso y que la mayoría de los muebles eran en tonos claros hacía que la luminosidad de la vivienda fuese, para un neoyorkino, casi cegadora.
«Y pensar que en Nueva York estaba granizando el día que salí…», pensé poniéndome las gafas de sol.
Es increíble como las personas nos adaptamos a los cambios, sobre todo si estos son para mejor. En escasos cinco días ya me había acostumbrado a aquella existencia lujosa y sin horarios. Frank, que en su día había vivido aquel tipo de vida, también estaba disfrutando de las comodidades de Hollywood, y aunque ambos echábamos mucho de menos a Charlotte, no podíamos evitar sentirnos como cuando éramos más jóvenes y empezábamos; más libres, sin responsabilidades ni obligaciones.
Hablábamos cada día con nuestra hija. Ella estaba encantada pasando unos días con D’Shawn y Jewel y todo iba bien en Nueva York, así que decidimos ser un poco egoístas por una vez, posponer unos días más nuestra vuelta, relajarnos y tomarnos aquel imprevisto como un pequeño descanso en nuestras rutinas con todos los gastos pagados.
«Será como una segunda luna de miel», dijo Frank. Y yo me lo tomé al pie de la letra.
Nos levantábamos tarde, comíamos a deshora y trasnochábamos quedándonos de charla, viendo alguna película o escuchando música, bailando muy juntos hasta que nos enredábamos el uno en el otro e inevitablemente terminábamos sobre la alfombra, en el sofá o en la cama, haciendo el amor sin prisas, hasta quedarnos dormidos.
Aquel día fue inusualmente caluroso para ser mediados de febrero y Frank decidió tumbarse junto a la piscina climatizada para escuchar música en shorts y sujetador, disfrutando de aquel sol californiano tan maravilloso que proporciona a los angelinos nada menos que un promedio de 3.250 horas de sol y tan solo 35 días lluviosos de media anual, nada que ver con la humedad gélida o bochornosa de Nueva York.
–Te va a quedar marca por culpa del yeso –le dije nada más verla.
–Ya, pero me da igual –respondió encogiéndose de hombros y sonriendo.
Sonaba Hooked on a feeling, de Blue Swede, con su potente y archiconocido principio y eso todavía me puso de mejor humor.
Iba a volver a entrar a hacer más limonada y algo de comer cuando Frank se estiró sobre la tumbona y suspiró profundamente, haciendo que su pecho subiese y bajase. La vi repetir aquel sensual suspiro y me quedé a observarla encantado. Supe que Frank, a pesar de llevar gafas de sol, también me estaba observando y sonreí. Después, ella cogió el bote de aceite bronceador y, tras echarse un poco en la palma de la mano, comenzó a extenderlo por su cuerpo, muy despacio, confirmando mis más que agradables sospechas.
Lo esparció por sus hombros y brazos, con deliberada lentitud, por el vientre y por su escote, dejado brillantes sus redondos senos.
Sonreí aún más. Frank me estaba provocando de un modo delicioso. Ella ya sabía que a mí me hechizaban sus numeritos sexys, que me encantaba jugar con ella.
–Huele bien –susurré.
–Es aceite de flor de Thiaré, de Tahití, sin colorantes ni nada químico. Me encanta, mi madre lo usaba para hidratarse la piel –dijo ella.
No me moví de donde estaba, justo enfrente de Frank. Continué allí de pie, disfrutando de la visión de su cuerpo, mirándola, aguardando, sin prisa. No la teníamos ninguno de los dos.
Después se soltó el short, se bajó la cremallera y, chupándose los labios provocativa, me mostró su pubis castaño.
En ese momento me entraron unas ganas locas de enredar mis dedos en aquel vello suave y bien recortado y aspirar su excitante y dulce perfume, embriagándome con él. No pude controlar un leve ronroneo que la hizo reír.
Para rematarme del todo, Frank se arqueó para quitarse el sujetador y, acto seguido, se acarició los pechos. Sus pezones brillaban al sol y yo ya estaba a punto de empezar a hervir.
–Hace calor… –suspiró–. ¿Tienes calor, Mark?
–Mucho… princesa, pero es por tu culpa, no por el sol de Los Ángeles. –Sonreí acercándome mientras me quitaba la camiseta muy lentamente, para que Frank pudiese contemplar cómo me iba desnudando a medida que me acercaba a ella–. Y… ¿sabes que tenemos esta piscina de agua templada solo para nosotros?
Le sonreí con todo descaro, intentando mostrarme lo más sensual que pude, mientras comenzaba a bajarme la bragueta. Pude ver complacida mi vanidad comprobando lo que mi actitud provocaba en Frank, que se revolvió sobre la tumbona, aguardándome ansiosa.
–Y tiene un jacuzzi –susurró ronca.
–Nunca he estado en un jacuzzi –dije bajándome los pantalones.
–Pero no tengo bañador, mon cher.
–Yo tampoco, amor –susurré con mi sonrisa más canalla, mientras me bajaba los bóxers de un tirón, dejando mi erección al aire, frente a ella.
Frank rio e inmediatamente se quitó los shorts, quedándose completamente desnuda bajo el sol. Yo me acerqué a ella y me coloqué frente a la tumbona con mi miembro erecto apuntando a sus pechos resplandecientes.
Entonces cogió el aceite bronceador, se levantó y, echándose unas gotas en las palmas, se acercó para acariciar mi miembro y lubricarlo con sus manos, haciéndome suspirar de placer.
–Vamos a la piscina –dije sin poder soportar más el ansia de tenerla.
–Me has leído el pensamiento –respondió.
Era casi cierto, a veces podíamos adivinar lo que estábamos pensando con solo mirarnos, aunque también he de reconocer que eso solo funcionaba tratándose de pensamientos bastante obscenos.
La tomé de la mano para conducirla hacia el jacuzzi y entonces me di cuenta de que iba a hacerme falta más aceite.
–Espera… pon a funcionar el jacuzzi.
–Pero no puedo mojarme el yeso.
–Tendré cuidado. –Sonreí tomándola por la barbilla para besarla con ímpetu, enredando mi lengua con la suya.
Me aparté de Frank para coger el bote de aceite y regresé corriendo junto a ella. Dejé el bote al borde del jacuzzi y la rodeé con mis brazos, volviéndola a besar con fuerza. La solté de nuevo, dejándola ansiosa y jadeante, y me metí primero en aquella bañera de agua caliente que burbujeaba alrededor de mi cuerpo.
–Siéntate en el borde. Yo te cogeré –le pedí con voz suave.
Frank lo hizo, apoyó su trasero desnudo en la cálida madera que circundaba el jacuzzi y aguardó a que yo me embadurnara las manos con el aceite.
Nos miramos a los ojos y me di cuenta de que Frank sabía lo que quería hacerle con ese aceite. Le sonreí poniendo mi cara más pervertida y ella abrió sus piernas mostrándome su sexo sonrosado. Resoplé satisfecho y lo presioné con mi mano para después acariciarlo, procurando repartir todo el aceite por sus tiernos pliegues y escuché extasiado como Frank suspiraba con fuerza.
Mis dedos se deslizaron hacia delante y hacia atrás, recorriéndola toda mientras ella gimoteaba de gusto. Ya estaba húmeda y temblorosa cuando cesé. Dejé de tocarla, pero no de mirarla. Frank gimió frunciendo el ceño, con esa cara entre el enfado y la necesidad que me divertía y me excitaba muchísimo. Su sexo brillaba ante mis ojos. Deslicé mis dedos de nuevo, introduje uno dentro de ella y comencé a acariciarla lentamente, presionando, dilatándola hasta llevarla al límite y luego paré de nuevo, de golpe, esperando su reacción.
–¡Mark, ya…! No puedo… más –suplicó gimoteando.
–Shhh… ya voy, amor –susurré sonriendo.
–Te gusta hacerme sufrir, chéri.
–No, lo que de verdad me gusta es hacerte disfrutar.
Frank emitió un sonoro y ronco gemido abriendo su boca, mirándome, en el mismo instante en que no pude aguantar más y la agarré por debajo de sus muslos, tomando la pierna con su pie accidentado con cuidado, subiéndola hasta ponerla encima de mi hombro, sujetándola a mi cuerpo, flotando y rodeándola con mi brazo mientras ella se aferraba a mi cintura con su otra hermosa pierna, para sumergirse conmigo en el jacuzzi.
El aceite pesa más que el agua, es denso y forma una película sobre la piel que no se diluye. Es espeso, hidratante y un perfecto lubricante si se quiere hacer el amor en la piscina o en un jacuzzi. No es tan fácil sin el aceite y no tan agradable, lo garantizo. Se necesita lubricación extra en esas húmedas circunstancias, una que no sea acuosa, que no desaparezca con el roce constante.
–Así que esto es un jacuzzi –susurré acariciando sus pechos, bajando por su cintura, sus caderas y sus nalgas.
Frank asintió sonriendo y bajó su pierna colocándola bajo mi axila, mientras yo la sujetaba por detrás de la rodilla, justo antes de mordisquearme el mentón, la barbilla y los labios.
–No está mal ¿verdad? –preguntó acariciando mi pecho, bajando hasta mi vientre.
–No, es muy agradable el masaje de las burbujas –dije metiendo mi mano entre sus piernas para acariciar la cara interna de sus resbaladizos muslos–. Uhm… qué suaves. Me encanta tu piel, es… una delicia. ¿Cómo puedes tenerla tan delicada?
–Creo que es porque tú me acaricias mucho y eso me la pone muy suave –susurró frotando su vientre contra el mío.
Y yo respondí de la única forma que podía, mordiéndole la boca con pasión, besándola con mi lengua y gruñendo en el momento exacto en que la penetraba con un certero impulso de mis caderas contra su tierno sexo resbaladizo.
Frank acariciaba mi cabello mojado mientras yo descansaba desnudo, tendido al sol.
–Nos ha tenido que oír todo el vecindario –susurré sonriendo.
–¿Tú crees? –exclamó sorprendida.
–Seguro. Eres muy escandalosa, mi vida –reí–. Pero no importa.
–En casa no podemos hacer ruido y… me aguanto tanto… –dijo.
–Me encanta que lo seas –susurré atrayéndola hacia mi cuerpo.
Ella puso cara de falsa vergüenza y se rio, posando sus perfectas tetas sobre mi pecho.
–No estábamos así desde… nuestra luna de miel. ¿Te acuerdas, chéri?
–Claro que me acuerdo, princesa –sonreí aspirando su aroma cálido y dulce, a sexo reciente –. Fue breve pero intensa.
Acaricié su espalda bajando hasta su trasero respingón, provocándole un leve temblor que le puso la piel de gallina. Frank ronroneó perezosa como una gatita y se giró quedándose boca arriba. Entonces yo me giré también, poniéndome boca abajo para rozar sus pezones, tumbado a su lado, sobre la tarima de madera oscura, acalorado y aún mojado. Frank suspiró y tiré de un pezón. Cerró los ojos extasiada e hice lo mismo con el otro. Su piel brillaba al sol, al igual que la mía, llena de diminutas gotas que resbalaban sobre el aceite. Los dos estábamos embadurnados de la cabeza a los pies de aquel lubricante perfumado.
Jugueteé con sus pezones un rato más recorriéndolos con la yema de mis dedos, rodeando sus senos, bordeándolos hacia la cintura y las axilas, despacio, hasta hacerla reír.
–¿Te hago cosquillas? –susurré.
Frank rio abriendo su boca y yo la besé con una sensual lentitud, apretando su cuerpo desnudo y cálido al mío, que estaba igual de caliente.
–Mark…
–¿Qué, amor?
–Gracias por venir a buscarme. Me alegro de que estés aquí conmigo.
–Siempre lo hago, princesa.
–Es verdad, pero sé lo que debe haberte costado venir hasta aquí. Y no lo digo solo por el avión. Sé qué representa esta ciudad para ti.
La miré a los ojos y respiré hondo. Ella leía en mí siempre y eso me seguía desarmando a pesar del tiempo que llevábamos juntos.
–No te preocupes, eso es el pasado, tan solo eso y ya no importa, no me afecta –susurré besándola con ternura en la frente–. Venga, vamos a darnos una ducha para quitarnos el aceite.
Y me incorporé para tenderle la mano a Frank y ayudarla a levantarse, sabiendo que acababa de mentir.
La mañana en que casi se cumplía mi primera semana en Hollywood nos despertó el teléfono.
–¿Chloe? ¿Dónde estás? –preguntó Frank aturdida aún.
Después escuché varios «ajá», «bien», «sí» y «claro» antes de que colgara. Rezongué adormilado y me agarré a la cintura de Frank, dispuesto a volverme a dormir abrazado a su cuerpo.
–¿Qué quería tu amiga? –pregunté con los ojos cerrados, aspirando el aroma a limón y miel de su pelo.
–Está en Malibú, con su novio, rodando un video clip, o eso he entendido –murmuró con voz somnolienta, rozándome con su trasero.
–Mejor, así nos dejará solos.
Sonreí apretando mi erección matutina contra sus nalgas firmes y suaves. Me encantaba dormir desnudo con Frank, con ella también desnuda. En casa ya no lo hacíamos y lo echaba de menos. Era una delicia despertar sintiendo su cuerpo caliente y su aroma dulzón bajo las sábanas. Adoraba hacerle el amor nada más despertar, era cuando Frank se mostraba más melosa y cuando estaba más húmeda y dispuesta. Pero en casa debíamos hacerlo en silencio para no armar alboroto y despertar a nuestra hija, que a primera hora de la mañana siempre tenía el sueño muy ligero. Allí en cambio podíamos explayarnos con todo tipo de posturas satisfactorias y ruidos de placer.
La cosa acabó conmigo entre sus muslos y Frank arqueándose para recibirme una y otra vez, moviéndose al ritmo de mis embestidas, jadeante y mojada, disfrutándome como solo ella sabía.
Primero le di placer a ella, que se corrió enseguida, y luego recibí sus favores en forma de una memorable felación que me dejó bien aplacado y más que satisfecho.
Después volvimos a quedarnos dormidos.
–No me pareció importante decírtelo en ese momento –se justificó Frank–. ¡Quería… sexo, chéri!
–Pero una audición… –resoplé irritado–. ¡Tienes un pie enyesado!
–Chloe me ha hecho el favor. Ella se enteró y me apuntó. Solo es el primer casting, me pedirán los datos personales y dónde y en qué he actuado para pasar la primera criba. Estaré sentada. No creo que sea muy diferente a Broadway. Te dan un número y a esperar el turno, me lo sé de memoria –suspiró–. Mark… solo quiero… Quiero volver a casa sabiendo que estuve en una audición en el mismísimo Hollywood. Solo eso, quiero demostrar de lo que soy capaz.
–Tenemos que volver a Nueva York, princesa.
En realidad, quise decirle «¿Y si te dan el papel?», pero no lo hice. Ese mi temor, que le diesen un papel lejos de Nueva York, lejos de mí. Frank era buena, yo lo sabía y podía ocurrir que alguien se diese cuenta al fin.
–Mark, no tengo representante, ni publicista, ni conozco a nadie en esta maldita ciudad. Es más fácil que me toque la lotería –dijo cínica para dulcificar su rostro de nuevo con su preciosa sonrisa–. Algún día se lo contaré a Charlotte como una anécdota divertida, nada más.
–Está bien, pero te acompañaré. No quiero que te pase algo más con ese yeso. ¡Y no acepto un no!
Ella me miró sonriendo y me sacó la lengua haciendo que regresase mi buen humor de inmediato.
Cuando realmente amas a alguien no piensas en ti, no eres egoísta ni interesado y solo buscas la felicidad de la persona que amas, incluso a pesar de la tuya misma. Pero yo tenía una contradicción respecto a Frank y su felicidad. Sabía que su sueño era ser actriz, pero estaba también seguro de que eso no representaba su bienestar, lo que realmente le convenía. Quería pensar que yo era el único que podía garantizar su felicidad.
De niño siempre tuve la idea de que aquel lugar, esa Babilonia moderna que llamaban Hollywood, me había robado a mi madre. Esa fantasía funcionó hasta que me di cuenta de que ella no volvería nunca, y que se había ido por propia voluntad. Y seguramente el niño que aún llevaba dentro sentía el mismo temor ahora. No quería ese lugar para Frank, ese mundo de apariencias y riquezas vanas no era bueno y me la robaría. Ella ya había tenido todo eso y por eso mismo, por haber probado la riqueza, yo temía que la vida fácil que se le podía presentar si conseguía un papel en Hollywood la alejase de mí. Que se hartase de tanto luchar, trabajar, madrugar para coger el metro, pasar horas de pie sin estar con Charlotte, de envejecer lentamente de puro cansancio, de no tener nada bonito, de olvidar sus sueños por mi culpa. Era mi inseguridad de mierda la que me cuchicheaba al oído en ese momento, trepanándome el cerebro con su veneno.
Pero la contradicción de mi reflexión también me hacía reconocer que ella, mi Frank, era cien mil veces más fuerte y generosa que yo y que su fortaleza, además de física, era la que nacía de su capacidad de sacrificio. Ella había sacrificado todo por mí. Primero su entorno familiar, luego su fortuna y me lo había dado todo, lo más hermoso, al traer a Charlotte al mundo. Esa era su mayor virtud, su generosidad, su entrega absoluta. Yo nunca podría hacer por ella nada parecido. Por eso no podía ser tan egoísta y negarle su sueño.
En esa ciudad excesiva e irreal, si no tienes coche no eres nada, solo un indigente. En Los Ángeles nadie camina, no es una ciudad creada para los peatones, no hay un transporte público que pueda denominarse así. Puedes ver a un montón de gente practicando running por las estrechas aceras o paseando a sus perros, pero todo el mundo, absolutamente todo el mundo, cuenta con al menos un automóvil para desplazarse incluso a la vuelta de la esquina para comprar comida preparada directamente desde el asiento.
Así que Frank le pidió prestado su coche a Chloe y nos acercamos juntos hasta las oficinas centrales de uno de los más famosos estudios de cine, situados en el área de Century City, justo al oeste de Beverly Hills, en un flamante Porsche 991 Cabriolet descapotable blanco, como si fuésemos un par de estrellas del celuloide. Frank se puso una pamela de su amiga y yo le robé una camisa de Armani al novio desconocido de Chloe que me sentaba como un guante. Y así, como dos famosos, resguardados tras unas gafas de sol, llegamos a la audición.
Los aspirantes a un papel en lo que, según se filtró en la larga cola, iba a ser una comedia televisiva con números musicales, eran tan numerosos que pensé que estaríamos esperando toda la vida.
A pesar de su pie enyesado, Frank soportó la larga espera tomándoselo como una experiencia enriquecedora. Eso dijo y, cuando le tocó el turno de dar sus datos y su curriculum, pasé con ella hasta una sala donde le hicieron aguardar de nuevo.
La seguridad del multitudinario casting pedía los datos a toda la gente que se encontraba en el edificio que albergaba las oficinas centrales de los famosos estudios hollywoodienses y yo no fui una excepción. Frank me presentó como su representante. Todo el mundo parecía ir acompañado del suyo. Durante la espera ella había resuelto que sería divertido tener uno, así que decidí seguirle la corriente.
Frank dio su nombre artístico, Frank Mercier, y cuando un asistente del casting me preguntó el mío, nada hizo entender que éramos marido y mujer. Después de un buen rato en el que maté el tiempo wasapeando con Pocket, jugando con el móvil y yendo a por unos cafés y unos sándwiches de una máquina expendedora que había en la entrada, le tocó el turno a Frank. No tardó mucho y salió desconcertada.
–¿Qué tal? –pregunté ansioso.
–Primero me ha entrevistado una chica, me ha preguntado casi lo mismo que al principio, pero luego me ha hecho pasar a un despacho para que viese a alguien de la productora del mismísimo Kaufmann. Al parecer, es el dueño de los estudios –dijo encogiéndose de hombros.
–Eso es bueno, ¿no? –le dije intentando animarla.
–Pues no lo sé, nunca suele ser así.
–¿Quién te ha entrevistado después?
–No ha sido una entrevista al uso. Ha sido… extraña.
–¿Por qué? –pregunté con curiosidad.
–Yo iba dispuesta a cantar una canción, esa de Los Miserables y otras en francés o a recitar algún papel que ya he hecho, pero apareció una mujer muy guapa y muy bien vestida de entre… cuarenta y cincuenta años, no parecía una simple secretaria. Me dio la impresión de que era alguien con algún cargo importante en la compañía. Esa mujer me preguntó por mi pie, lo que me había ocurrido. Leyó mi currículum en voz alta y me preguntó por mi acompañante, por ti.
–¿Por mí? –pregunté extrañado.
–Sí, dijo tu nombre. Me parece que estaba más interesada en ti que en mí. Le dije que eras mi representante, pero finalmente me sinceré y le dije que en realidad eras mi marido, por si acaso se le ocurría invitarte a cenar. ¡No te rías! Después cambió de tema y me preguntó qué hacía en Los Ángeles, tan lejos de casa, si había venido solo al casting. Después acabamos hablando de mis gustos en música, películas, de qué tipo de papeles me gustaría interpretar, cuáles eran mis actrices favoritas y cosas así. Al final me pareció hasta simpática. Sabía… escuchar. Nunca me habían hecho una prueba o entrevista parecida. Le interesó que hablase francés –suspiró confundida.
–¿Y cómo lo ves? ¿Crees que tienes posibilidades? –pregunté receloso.
–Creo que he perdido el tiempo, pero al menos lo he intentado. No quería quedarme con la duda.
Al regresar a Beverly Hills Frank estaba silenciosa, supuse que cansada y algo defraudada y no quise atosigarla.
«Ya está, ha hecho la prueba, lo que ella quería y se acabó. En cuatro días estaremos de vuelta en casa, con Charlotte y todo olvidado», pensé aliviado.
Mientras Frank se daba una ducha, busqué en la despensa algo para la cena y la encontré repleta de latas de caviar, así que pensé que nadie se daría cuenta de que había una menos.
Nos tumbamos en el suelo del salón sobre mullidos y enormes cojines, en albornoz, y Frank me enseñó a degustar el exquisito caviar como se debe.
–Son las huevas del pez esturión, originario de los ríos y lagos del este de Europa y el centro de Asia. De las variedades de esturión que existen, tres de ellas se pueden capturar en el mar Caspio y una de ellas es este, el beluga –dijo Frank–. Se come así, frío, con galletitas saladas inglesas untadas con mantequilla también salada.
–Nunca había comido caviar –dije mordisqueando la galleta que Frank me tendía.
Ella me miró aguardando a que lo saboreara, expectante.
–¿Te gusta? Hay gente a la que el sabor le parece demasiado fuerte.
–Sí, la verdad es que… está exquisito.
–Tienes buen paladar, chéri –sonrió.
–Lo sé. –Le sonreí con mi sonrisa canalla, la que Frank llamaba mojabragas.
Frank se rio y me alegré de que volviese a estar de buen humor, así que aproveché para decírselo.
–Creo que no te lo había comentado, he estado mirando lo de los billetes a Nueva York y ya los he comprado. Son un poco caros, pero no había fechas cercanas más económicas.
–¿Para cuándo son?
–Para dentro de tres días. ¿Tienes ganas de volver?
–Sí, esta casa y el sol y… –sonrió mirándome a los ojos –. Todo está muy bien, pero echo muchísimo de menos a Charlotte, cada vez más.
–Y yo. –Resoplé aliviado al saber que sentía lo mismo que yo y la abracé–. No podemos vivir sin nuestra niña traviesa, ¿verdad?
–No, ya no –susurró ella mirándome con ternura–. Ya no me imagino la vida sin ella.
–Yo tampoco. Ni sin ella ni sin ti, amor.
–A mí me pasa igual –susurró.
Frank se tumbó recostando su cabeza sobre mi regazo. Yo acaricié su pelo y la besé suavemente en la frente.
–Me va a dar pena no tener esta pantalla gigante en casa –suspiré refiriéndome al inmenso televisor que tenía enfrente.
–Venga chéri, pon una película.
Era cierto, la amiguita millonaria de Frank tenía una televisión que en realidad era como una pantalla de cine, con un sistema de audio espectacular.
–Creo que nos hemos visto todas. A ver que hay por aquí… –dije metiéndome una galletita llena de caviar en la boca.
Junto a la pantalla había todo un armario repleto de BluRays con y sin carátula identificativa. Escogí uno que no tenía título y lo puse en el reproductor.
Nos tumbamos a seguir engullendo caviar y en cuanto comenzó la película nos dimos cuenta de que no se trataba de ningún blockbuster, sino de una cinta con actores desconocidos.
–Tal vez sea una indie de esas que te gustan –dije.
Pero algo me pareció extraño en aquella película. Mis sospechas se confirmaron enseguida, cuando pasaban los minutos sin diálogo alguno y el protagonista masculino comenzó a quitarse la ropa sin más ni más, quedándose desnudo con una enorme erección en primer plano, delante de tres chicas con antifaces que habían aparecido de repente, también desnudas.
–¡Joder! Mark, es… –gritó Frank espantada.
–Una peli porno, sí –reí creyéndola escandalizada.
–Eso ya lo veo, pero es que… ¡esa es Chloe!
–¿Qué?
–Sí, esa de la derecha es Chloe y ese de la enorme… ¡es su novio! –exclamó gesticulando con las manos.
–¿Estás segura? –pregunté asombrado.
–Sí, sí, me mandó una foto de él en la playa por WhatsApp y les he visto en Instagram a los dos, pero vestidos.
–Pues al parecer no están grabando un video clip musical en la playa.
–No lo puedo creer. ¡Se dedica… al porno! –susurró consternada sin apartar los ojos de la pantalla.
–Y deben ser buenos los dos, porque mira esta casa.
En ese momento el susodicho comenzó a ocuparse de lo suyo, o sea de Chloe, a la vez que las otras dos «amigas» les miraban mientras se masturbaban la una a la otra en un segundo plano.
–¡Uf, quita eso! –exclamó Frank con asco, viendo como el maromo la embestía después de darle un cachete en la nalga.
–Vale, vale –reí–. No te tenía por una chica tan… impresionable. Y no creo que te hayas vuelto puritana de golpe.
–No te hagas el cínico, Mark –dijo molesta–. No me escandalizo, pero no me gusta. Ella es una chica inteligente, su familia tiene muchísimo dinero y es… mi amiga y eso es…