Las cosas bellas - Irene Mendoza - E-Book

Las cosas bellas E-Book

Irene Mendoza

0,0
3,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.

Mehr erfahren.
Beschreibung

Hay lugares y amores que se nos quedan en el alma como un aroma o una canción, como las cosas bellas. A finales de 1958, James Stewart y su socio Harry Jackman llegan a La Habana contratados como detectives por Rafael Santamaría, un próspero hombre de negocios. James queda fascinado con su esposa, Clara Albizu, una misteriosa y elegante mujer de la alta sociedad cubana. Escapando de las miradas indiscretas de la capital llegan a La Vizcaína, la plantación tabaquera de los Albizu. Será allí, a las puertas de la Revolución, donde James conocerá a la verdadera Clara, una mujer luchadora y apasionada dispuesta a todo con tal de salvar la hacienda familiar. James se enamorará de ella como de esa isla criolla y guajira llamada Cuba, la de su admirado Hemingway, la de las cosas bellas que nunca olvidará. - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 293

Veröffentlichungsjahr: 2022

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2022 Irene Mendoza Gascón

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Las cosas bellas, n.º 319 - marzo 2022

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Shutterstock.

 

I.S.B.N.: 978-84-1105-488-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Las cosas bellas

La Habana, otoño de 1958

Agradecimientos

Sigue a la autora

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

El envejecer es algo que no se acepta bien en estos tiempos. Durante los inicios de la pandemia me di cuenta de que, en ocasiones, los ancianos molestan.

La gente mayor no es valorada ni escuchada, no cuenta, es un estorbo en esta sociedad del éxito y la juventud. No nos damos cuenta de que también seremos ancianos algún día y querremos que después de toda una vida de trabajo se nos trate con un poco de cariño y respeto. Y aunque no lo creamos la piel se nos arrugará, la carne se ablandará, el pelo se nos pondrá blanco y se caerá y nos costará caminar, nos dolerán los huesos, enfermaremos y mereceremos descansar, necesitaremos de la paciencia y la ayuda de otros seres humanos a diario.

Porque una vez ellas y ellos también fueron jóvenes dedico esta novela a las abuelas y abuelos que nos contaban historias de niños y a su memoria.

Las cosas bellas

 

 

 

 

 

«Definitivamente la vida nos toma el pelo y juega con nosotros», pensó el anciano con nostalgia e ironía. A sus ochenta y cinco años, ya creía haberlo visto todo pero para su asombro estaba sentado frente a una inmensa televisión de plasma en la casa de su hija, en Miami, viendo imágenes del concierto que los Rolling Stones habían dado pocas horas antes en La Habana.

Ante su más absoluto estupor, una cadena estadounidense retransmitía partes del concierto en diferido, dentro de un programa especial acerca de la histórica visita del presidente norteamericano Barak Obama a Cuba.

Apenas unos días antes, el 21 de marzo de 2016, su presidente había tomado tierra en el Aeropuerto Internacional José Martí de La Habana con su esposa Michelle, sus dos hijas, Sasha y Maila, su suegra y la comitiva presidencial bajo una persistente lluvia. Las imágenes mostraban una bandera cubana y una norteamericana ondeando con el Capitolio de La Habana detrás, en obras por su restauración. Ambas con los mismos colores, barras y estrellas pero repartidas de forma diferente en aquellos dos trozos de tela rectangular.

—¿Votaste por Obama, abuelo? —preguntó su nieto, sentado junto a él, en el sofá.

El más hablador de todos sus nietos, pelirrojo, como lo fue él antes de que su pelo se volviese completamente cano, era el único de sus descendientes que había heredado ese color de pelo, el de la rama escocesa de la familia, los Stewart.

—Las dos veces —asintió orgulloso—. Es el único presidente que me ha gustado.

«Aunque esto solo se quede en buenas intenciones o mera propaganda», pensó el anciano.

—Nuestra profesora de literatura nos habló el otro día de Cuba y de Hemingway. También le gusta Obama. Pero papá dice que no ha hecho lo que prometió.

—¿Y quién lo hace? —dijo pensando en el idiota de su exyerno.

—A mí y a mamá nos gusta mucho Obama. Cuando yo pueda votar, votaré demócrata, como tú.

—Siempre —asintió de nuevo.

—Papá llama radicales a los demócratas, dice que algunos son socialistas e incluso comunistas.

—Comunistas… —Sonrió con ironía—. Dile que no tiene ni idea de qué es el comunismo.

—Ya le conoces.

—Sí —dijo guardándose un «por desgracia».

—¿El presidente Obama es el primero que ha visitado Cuba, abuelo? —preguntó su nieto sin levantar la vista del móvil.

—No, es el segundo presidente de los Estados Unidos en visitar Cuba. El primero fue Calvin Coolidge, en 1928. ¿Qué os enseñan en el instituto? ¿Sabes algo de la Enmienda Platt? ¿De Bahía de Cochinos? ¿Del Che? —le sermoneó.

La joven presentadora latina de los informativos hablaba sin esconder su entusiasmo:

 

Casi cincuenta años después de que los Rolling Stones grabaran el sencillo Jumpin’ Jack Flash, la banda británica inauguró con el famoso hit de principios de 1968 su histórico concierto de este viernes en La Habana.

La siguiente canción, «It’s all right now», fue un buen arranque para este evento gratuito y al aire libre al que asistieron cientos de miles de personas. Los cubanos habían esperado décadas por un concierto de esta magnitud, en parte porque el rock fue prohibido hasta 1980 por el gobierno de Cuba, que lo consideraba una «desviación ideológica».

 

«Es verdad, está sucediendo. Los Rolling Stones han tocado en La Habana, la capital de la Cuba socialista».

—Recuerdo que la primera vez que escuché a los Rolling Stones yo tenía ya casi 40 años —pensó el anciano en voz alta.

Mientras, la presentadora daba paso al corresponsal en La Habana.

 

Pero sí, obviamente lo más importante es cómo han vivido los cubanos este acontecimiento. En las horas previas al concierto, pudimos ver cómo la capital cubana estaba literalmente invadida de camisetas con la lengua stoniana; cómo los cubanos lucían orgullosos camisetas del Che Guevara, ondeaban la bandera nacional, llenaban de ambiente las inmediaciones de la Ciudad Deportiva de La Habana y cantaban «Satisfaction» mientras recorrían las calles.

Esta vez no hubo puestos de merchandising, solo una inmensa explanada coronada por el gigantesco escenario, desde cuya pantalla central y lateral se proyectaron videoclips de todas las épocas de la banda para caldear el ambiente. El calor y la humedad eran sofocantes, y eso que el día estuvo nublado. Pero los cubanos solo contaban las horas, los minutos y los segundos para el inicio del concierto. ¡Y esto es lo que ocurrió!

 

El corresponsal comentaba las imágenes en diferido del inicio del concierto en el que un arrasador Mick Jagger, tomando el micrófono, aulló y desató la locura.

En la pantalla de plasma, Mick Jagger, increíblemente enérgico a sus setenta y dos años, gritaba «¡Hola Habana, buenas noches mi gente de Cuba!» a una audiencia de aproximadamente 500.000 personas.

«Aquí estamos, finalmente. Estamos seguros de que esta será una noche inolvidable», dijo Jagger antes de cantar «Tumbling Dice», un éxito de 1972.

Por unas horas no existía el bloqueo, no había un enemigo al que odiar, no había cuentas pendientes.

En un más que correcto castellano, Jagger, sin dejar de recorrerse el escenario de punta a punta, se dirigió al público sin apenas usar el inglés: «Sabemos que hace un tiempo no era fácil escuchar nuestra música aquí, pero los tiempos están cambiando… ¡y aquí estamos!», afirmó, provocando otra ensordecedora ovación de un público que estaba disfrutando con locura.

Pero a su nieto no le interesaba que unos viejos roqueros hubiesen hecho historia y movía los pulgares a una velocidad vertiginosa sobre su teléfono móvil.

El concierto concluyó con una inmensa marea humana abandonando el recinto pasadas las once de la noche, bajo una grandiosa luna llena iluminando el cielo de La Habana, consciente de haber vivido un momento histórico, irrepetible, que marcaba un antes y un después en la historia del país.

Las imágenes de la vieja banda se mezclaban con las del presidente Obama, estampas de La Habana actual y otras en blanco y negro. Emociones y recuerdos se agolpan en la mente del anciano. Supo que estaba contemplando un momento irrepetible y sus ojos cansados se llenaron de lágrimas.

Suspiró, agachando la cabeza, y se le escapó un sollozo quedo.

—Abuelo, ¿estás bien? —le preguntó su nieto.

Asintió con la cabeza, aunque no fue sincero del todo. Su mente se había trasladado a otro lugar, muy lejos del tranquilo barrio residencial de Miami donde pasaba la temporada que le correspondía con una de sus hijas y Jake, el único de sus nietos que aún vivía en casa con sus padres en régimen de custodia compartida.

Escuchó las voces y la música y añoró Cuba y aquel breve tiempo que vivió allí. En su memoria pervivía una Cuba que ya no existía. Y al ver a Obama pisar aquellas calles y estrecharle la mano a Raúl Castro comprendió que había otra que estaba a punto de dejar de existir.

«Es cuestión de tiempo, todo lo es», pensó.

Él recordaba la primera, la eternamente melancólica, cálida y furtiva, aquel país que era como Clara. O tal vez Clara era como Cuba.

La isla estaba a punto de comenzar a reinventarse una vez más, solo como ella sabía. Pero para él sería por siempre la Cuba de las cosas bellas y seguiría pensando que una vez fue el hombre más feliz del mundo allí, en aquel trozo de tierra rodeado por el mar Caribe. Porque aunque hubiesen pasado cincuenta y cinco años no había podido ni querido olvidarla.

El agudo dolor que sentía al respirar le recordó al del infarto que había sufrido varios años atrás, pero se dio cuenta de que solo era melancolía.

—Jake… —dijo con un nudo en la garganta.

—¿Qué, abuelo? ¿Quieres algo?

—Sí. Busca en tu móvil «Enmienda Platt».

—¿Ahora? Estoy hablando con mis amigos —rezongó su nieto.

—Eso no es hablar. Busca —insistió.

Su nieto resopló y se puso a teclear en la pantalla.

—Ya está.

—Ahora léemela en voz alta, que no tengo las gafas de leer. No sé dónde las he dejado —se quejó el anciano.

—Pero es mucho —se lamentó su nieto.

—Lee, venga, no seas vago, Jake. Por eso te suspendieron varias asignaturas y te quedaste sin ir de campamento con tus amigos en Pascua.

—Me he quedado sin vacaciones por la crisis. No nos sobra un dólar, abuelo —dijo Jake.

«Tu madre trabaja muy duro para que tú tengas ese móvil carísimo de mierda y tienes mucha suerte de que así sea», pensó el anciano, pero se aguantó la rabia y las ganas de decirlo. Sabía que no estaba en su casa y no quería empezar una discusión con su nieto adolescente. Jake era un buen chico y no quería darle más disgustos a su hija, que estaba a punto de volver de su guardia en el hospital. Bastante tenía con el imbécil de su exmarido.

«Pero ya va siendo hora de que mi nieto conozca mejor a su abuelo», concluyó.

—Si lo haces, luego te contaré una historia. Creo que ya tienes edad para escucharla —dijo.

—¿Qué historia? —preguntó Jake.

—Tú lee primero.

Jake volvió a resoplar y comenzó a leer en voz alta:

 

El 28 de febrero de 1901, el senador estadounidense Orville H. Platt propuso enmendar la Ley de Gastos del Ejército, incluyendo en esta una cláusula que regulara las relaciones entre el nuevo estado independiente cubano y los Estados Unidos tras la guerra hispano-estadounidense de 1898.

El 8 de junio de 1901, el secretario de guerra estadounidense proclamó que la ley debería cumplirse tal cual fue aprobada por el legislativo, no estando el Poder Ejecutivo legitimado para modificarla, de tal manera que esta enmienda se convertía en condición de facto para la devolución de la soberanía.

La enmienda recibió el apoyo del legislativo estadounidense y de la presidencia, tras lo cual el gobernador militar de Cuba entregó la Resolución a la Convención Constituyente.

La enmienda pasó a denominarse Enmienda Platt:

«Que en cumplimiento de la declaración contenida en la Resolución Conjunta aprobada en 20 de abril de mil ochocientos noventa y ocho, estipulaba «Para el conocimiento de la Independencia del Pueblo cubano» exigiendo que el Gobierno de España renuncie a su autoridad y gobierno en la Isla de Cuba y retire sus fuerzas terrestres y marítimas de Cuba y de las aguas de Cuba y ordenando al presidente de los Estados Unidos que haga uso de las fuerzas de tierra y mar de los Estados Unidos para llevar a efecto estas resoluciones; el presidente, por la presente, quedó autorizado para dejar el gobierno y control de dicha isla a su pueblo tan pronto como se haya establecido en esa Isla un gobierno bajo una Constitución en la cual, como parte de la misma, o en una ordenanza agregada a ella, se definan las futuras relaciones entre Cuba y los Estados Unidos sustancialmente como sigue:

I.- Que el gobierno de Cuba nunca celebrará con ningún poder o poderes extranjeros ningún tratado u otro convenio que pueda menoscabar o tienda a menoscabar la independencia de Cuba ni en manera alguna autorice o permita a ningún poder o poderes extranjeros obtener por colonización o para propósitos militares o navales, o de otra manera, asiento en o control sobre ninguna porción de dicha isla.

II.- Que dicho gobierno no asumirá o contraerá ninguna deuda pública para el pago de cuyos intereses y amortización definitiva después de cubierto los gastos del gobierno, resulten inadecuados los ingresos ordinarios.

III.- Que el gobierno de Cuba consiente que los Estados Unidos pueda ejercitar el derecho de intervenir para la conservación de la independencia cubana, el mantenimiento de un gobierno adecuado para la protección de vidas, propiedad y libertad individual y para cumplir las obligaciones que con respecto a Cuba han sido impuestas a los Estados Unidos por el Tratado de París y que deben ahora ser asumidas y cumplidas por el gobierno de Cuba.

 

Jake paró de leer y su abuelo le apremió con un gesto de impaciencia.

—Continúa.

—Voy, voy…

Y su nieto prosiguió:

 

IV.- Que todos los actos realizados por los Estados Unidos en Cuba, durante su ocupación militar, sean tenidos por válidos, ratificados y que todos los derechos legalmente adquiridos a virtud de ellos sean mantenidos y protegidos.

V.- Que el gobierno de Cuba ejecutará y en cuanto fuese necesario cumplirá los planes ya hechos y otros que mutuamente se convengan para el saneamiento de las poblaciones de la isla, con el fin de evitar el desarrollo de enfermedades epidémicas e infecciones, protegiendo así al pueblo y al comercio de Cuba, lo mismo que el comercio y el pueblo de los puertos del sur de los Estados Unidos.

VI.- Que la Isla de Pinos será omitida de los límites de Cuba propuestos por la constitución, dejándose para su futuro arreglo por tratado la propiedad de la misma.

VII.- Que para poner en condiciones a los Estados Unidos de mantener la independencia de Cuba y proteger al pueblo de la misma, así como para su propia defensa, el gobierno de Cuba venderá o arrendará a los Estados Unidos las tierras necesarias para carboneras o estaciones navales en ciertos puntos determinados que se convendrán con el presidente de los Estados Unidos.

VIII.- Que para mayor seguridad en lo futuro, el gobierno de Cuba insertará las anteriores disposiciones en un Tratado Permanente con los Estados Unidos».

Finalmente, el 12 de junio, la convención decidió incorporar esta enmienda a la constitución, con 16 votos a favor y 11 en contra permitiendo la intervención política y militar del territorio cubano por los Estados Unidos.

 

 

 

 

La Habana, otoño de 1958

 

 

 

 

 

Todo fue por culpa de mi socio. Fue él quien me convenció para que fuésemos a La Habana. Bueno, él y Hemingway.

Mientras el taxi avanzaba por sus bulliciosas calles, dejando atrás el puerto, me di cuenta de que había estado dirigiéndome hacia el sur durante años. Desde mi Chicago natal hasta Atlanta, más tarde a Miami y finalmente a La Habana. Parecía empeñado en querer seguir los pasos del escritor, aunque en realidad solo buscaba algo que perdí en mi infancia.

En eso consiste todo. En intentar regresar una y otra vez a ese estado de gracia de la infancia, al bienestar feliz e inconsciente que un día desapareció al morir mi padre.

Como me dijo Harry, todos queremos regresar allí, a la belleza, todos lo hacemos.

 

* * *

 

Los viajes en ferry hacia Cuba eran muy populares entonces. Decenas de rutas llevaban turistas y visitantes todos los fines de semana, a menudo en sus propios automóviles, desde Florida a los legendarios clubes nocturnos de La Habana, sus casinos y sus salas de fiesta. La capital cubana era un gran parque de atracciones para adultos dispuestos a gastar su dinero lo más rápido y con el menor remordimiento posible.

Así alcancé la costa de la antigua colonia española, en un ferry que cruzaba los escasos 150 kilómetros del Estrecho de Florida desde Cayo Hueso hasta la isla.

A Harry le encantaba la sensación de permanente mojadura que provoca el clima caribeño. Eso y las mujeres cubanas. Altas, bajas, negras, blancas, mulatas, gordas, delgadas, guapas o feas, eso le daba igual. Solo quería bailar un rato antes de acostarse con ellas y decía que con una cubana lo de bailar siempre era posible. Había tenido una novia francesa y, según él, liberó París en el 44 junto con Hemingway, al que juraba que conocía. Creo que por eso me asocié con Harry.

Mi socio era todo un filósofo y no por estudiado, sino por su amor por el ron añejo y por el whisky de más de doce años. El estar sobrio, decía, no le dejaba pensar con claridad.

 

* * *

 

Harry y yo habíamos decidido instalarnos en La Habana un año antes, pero lo fuimos posponiendo hasta que no nos quedó otra salida. Él estaba seguro de que nos íbamos a hacer de oro. Mi amigo decía que el negocio estaba allí, que todo el mundo hacía dinero en Cuba.

Solo necesitábamos un caso que nos diese fama y lo demás vendría rodado. Y ya lo teníamos.

«Un trabajo sencillo», dijo mi socio. La experiencia me decía que los que parecen más fáciles nunca lo son. Al final siempre eran los peores casos, los que se enredaban y se complicaban. Pero estaba muy bien pagado. Ya habíamos cobrado un sustancioso anticipo para viajar a La Habana. Además, Harry debía dejar Miami rápidamente, antes de que aquel fulano saliese de la cárcel y cumpliese su promesa de pegarle diez balazos por acostarse con su simpática y cariñosa mujer.

«Nunca voy a acostumbrarme a este calor. Esto es peor que Florida. Odio sudar», pensé, maldiciendo aquel bochorno caribeño de finales de septiembre.

Bajo la chaqueta llevaba la camisa completamente pegada al cuerpo y la corbata se me antojaba como una maroma anudada al cuello.

El taxi avanzaba lentamente entre el caos urbano del centro. El ruido de los pitidos de los demás coches, las voces de la gente y la música a todo volumen llegaban de todos lados. Niños que gritaban «señor yanqui, señor yanqui», aporreaban las ventanillas del taxi y yo solo podía mantener la ventanilla bajada dentro de aquel horno en forma de coche.

«Resolveremos el caso, cobraremos la pasta, tú te iras a la soleada y seca California, te comprarás un rancho y yo me compraré una quinta colonial aquí, en este paraíso terrenal. Es mucho mejor que vivir en Miami», dijo mi amigo.

 

* * *

 

En 1958 Cuba ya era casi el país de América con más automóviles: ciento sesenta mil, uno por cada treinta y ocho habitantes. El que más electrodomésticos tenía, el país con más kilómetros de líneas férreas por kilómetro cuadrado y con más número de receptores de radio. Y además, el lugar donde el dinero en dólares americanos corría a raudales.

Entre 1919 y 1933 y gracias a la ley seca, en Cuba floreció un turismo, mayoritariamente estadounidense, basado en el consumo de alcohol, el juego y la prostitución que veinticinco años después continuaba en pleno apogeo. Por aquellos años existían casi mil bares, clubes y cerca de cuatrocientos cines, cifra mayor que las de París y Nueva York.

Harry ya se había instalado en un hotel de La Habana Vieja bastante vetusto pero limpio. El hotel donde nos alojábamos estaba en pleno casco histórico de la ciudad, y hasta encontrar una oficina desde donde resolver los casos que nos fuesen saliendo, ese iba a ser nuestro despacho.

Me registré y nada más dar mi nombre en recepción me entregaron una nota de parte de mi socio. Tenía que acudir sin demora a casa de nuestro cliente, Rafael Santamaría, un próspero empresario que mantenía negocios muy estrechos con los EE. UU. y que necesitaba de nuestros servicios. El tipo había contactado en Miami con mi socio y eso era lo que por fin nos había obligado a emigrar a la isla.

 

Mi querido socio y amigo:

 

Me reuniré contigo en cuanto pueda. Tengo un asunto entre manos del que debo ocuparme. Péinate ese rebelde pelo zanahoria, ponte tu mejor traje y preséntate a Santamaría para que sepa que ya estamos aquí y agradecerle el anticipo.

¡Bienvenido a La Habana, Jimmy!

 

Harry

 

En la nota figuraba una dirección del barrio Miramar, el más moderno, lujoso y exclusivo de La Habana en 1958.

Resoplé enervado, aflojándome la corbata, y subí mi maleta a la habitación. Tras asearme un poco y ponerme una camisa limpia, dejé el hotel y regresé a la soleada y abarrotada calle, dispuesto a coger otro taxi.

 

* * *

 

Harry siempre me dejaba a mí las presentaciones. Decía que era porque yo tenía buena educación, planta de artista de cine y una bonita voz. Era bien cierto que Harry hacía su trabajo, era bueno como detective, perspicaz, pero me tocaba mucho las pelotas que siempre hiciese lo mismo y se escaquease de lo que él llamaba «los preliminares».

Seguro que aquel «asunto entre manos» era alguna cubana con aguante para el ron y para las batallitas de la Segunda Guerra Mundial de un excombatiente casi cincuentón reconvertido en detective.

Ni siquiera sabía de qué iba el caso aún y para qué necesitaba aquel Santamaría un par de detectives norteamericanos.

 

* * *

 

El Miramar de 1958 era un barrio que poseía varios parques con numeroso arbolado, la mayoría con glorietas en el centro, de extensas manzanas rectangulares, al gusto norteamericano y con una gran arteria central llamada la Quinta Avenida, como la famosa avenida de Nueva York, que era considerada la calle más bella de toda Cuba.

Las casas del barrio eran lujosas mansiones de fachadas eclécticas, todas ellas residencias de altos mandatarios, diplomáticos extranjeros y de los nuevos ricos del país.

La explosión inmobiliaria estaba en pleno apogeo en aquella década que estaba a punto de finalizar. Las construcciones más lujosas de Cuba, verdaderos palacetes modernos, con piscinas, altas palmeras y embarcaderos con sus correspondientes yates anclados, armonizaban con clubes sociales como el Havana Yacht Club.

La mansión de los Santamaría era un imponente edificio palaciego con reminiscencias art nouveau y algún guiño a la arquitectura árabe española y tenía toda la ostentación requerida por aquellos nuevos ricos cubanos con los que mis compatriotas hacían lucrativos negocios.

Tras una verja, la escalinata daba paso a una gran puerta de hierro bellamente decorada con volutas y florituras. Llamé a un timbre que sonaba como a campanas y un criado negro vestido de uniforme, con los botones dorados y los zapatos relucientes, me hizo pasar al vestíbulo.

—Soy James Stewart, de Jackman & Stewart. Mi socio, el señor Jackman, no ha podido acompañarme.

—La señora Santamaría le espera, señor —dijo el criado sonriendo y haciéndome un gesto para que le acompañase.

«Otro que se ríe a mi costa. Voy a tener que cambiarme el nombre».

El llamarme igual que el famoso actor de Hollywood no ayudaba a que la gente me tomase en serio.

—¿La señora? —pregunté confundido—. Pensé que iba a entrevistarme con el señor Santamaría.

—Sí, señor, pero don Rafael no se encuentra. La señora lo atenderá. Sígame, por favor —me dijo en un más que correcto inglés, con el acento suave y cantarín de la isla.

Resoplé impaciente, secándome el sudor de la nuca con un pañuelo y aflojándome de nuevo el nudo de la corbata seguí al criado, que no parecía tener mucha prisa por nada ni por nadie.

Traspasé la entrada de la mansión y entré en aquel mundo que me era tan ajeno. Anduve tras el criado contemplando la majestuosa escalinata de mármol que, tras dejar el suelo ajedrezado del recibidor, subía sumergida en los colores de las vidrieras que adornaban los ventanales de la villa. Caminé entre bustos y venus neoclásicas hasta un patio trasero sombreado, adornado con una gran fuente de piedra, llena de peces de colores, que daba paso a la terraza, junto al embarcadero, y nada más salir al sol, la vi.

 

* * *

 

Si tengo que quedarme con algún recuerdo verdaderamente hermoso de mi paso por Cuba es aquel: la primera vez que vi a Clara. Lo atesoro en mi mente junto a las cosas bellas de la vida, los momentos que perduran en la memoria a pesar de que se fueron para siempre. En mi memoria, ella representa el pasado y un mundo que ya no existe.

El sol se reflejaba sobre las hojas verdes brillantes de ficus y palmeras y sobre las aguas de la enorme piscina de un azul cian metálico.

Estaba echada sobre una tumbona amarilla, bajo una sombrilla del mismo color, al borde de la piscina. Llevaba un bañador negro que le ceñía el cuerpo perfectamente y en cuanto la contemplé ya no puede apartar mis ojos de ella.

Acababa de salir de la piscina porque tenía el cuerpo mojado, los muslos perlados de gotas de agua que brillaban sobre su piel pálida. Tan solo numerosos lunares rompían la blancura nívea de su proporcionada anatomía. Una enorme pamela resguardaba su rostro con forma de corazón del implacable sol del Caribe.

Supe que ella me estaba mirando tras los cristales de sus gafas de sol de carey, tumbada aún, y avancé a su encuentro casi en trance, acompañado por el mayordomo. Nunca había visto a una mujer más elegante en sus gestos y proporciones, a pesar de llevar tan poca ropa. No era algo fingido, emanaba de ella, incluso de su forma de respirar, y hacía que con un simple bañador pareciese una diosa.

Un bolero de Benny Moré y su orquesta sonaba desde un tocadiscos que no pude ubicar.

—Señora, este el señor James Stewart —dijo el mayordomo al llegar junto a ella.

La mujer de Santamaría asintió y alcanzó una pitillera dorada que descansaba en el suelo, junto a la tumbona, y se levantó con elegancia.

—De Jackman & Stewart, señora Santamaría —dije tendiéndole la mano mientras me sentía observado de pies a cabeza—. Mi socio lo lamenta, pero no ha podido acompañarme.

«No lamenta una mierda», pensé.

Ella apretó mi mano con seguridad, sin dejar de sonreír, descubriendo unos perfectos dientes blancos entre sus labios rojos y carnosos. Su mano estaba fresca y suave. La mía, mojada de sudor.

—Encantada, señor Stewart. Hace mucho calor hoy, ¿verdad? —me dijo en un perfecto inglés.

«Ha notado el sudor en mi mano y por eso me ha hecho el comentario», pensé, sintiéndome incómodo.

—Un poco, señora Santamaría.

—Llámeme Clara, por favor —dijo con coquetería.

—Clara —dije pronunciando lentamente ambas sílabas, asintiendo con una sonrisa, aturdido.

«Le pega el nombre. Tiene un cutis increíble y muy blanco», pensé codiciando su piel, que parecía suavísima a simple vista.

Sobre sus hombros y su escote aún brillaban unas gotas de agua. Las formas de sus senos asomaban entre las copas del bañador sin tirantes. Abrió la pitillera y me la tendió. Sus manos eran pequeñas y delicadas, con las uñas perfectamente pintadas de rojo, como las de sus pies, descalzos, que por alguna razón me parecieron irresistibles.

—¿Quiere tomar algo, señor Stewart? —dijo ella.

—No, muchas gracias. No suelo beber en horas de trabajo.

Aquella hermosa mujer me intimidaba y estar en su presencia me ponía nervioso. Era cierto. Nunca bebí mientras trabajaba, era una costumbre de mis tiempos en la policía de Chicago, pero me apetecía fumar, aunque rehusé solo para poder correr a ofrecerle mi mechero y encenderle el pitillo. Dio una larga calada y exhaló el humo elevando un poco la barbilla en un gesto que me pareció encantador.

—Yo tomaré otro cóctel, Ramón —dijo en español, con una voz profunda que me pareció muy sensual, mucho más que el sonido de mi propio idioma. El mayordomo asintió con la cabeza, retirándose inmediatamente, y ella tiró la pitillera sobre la tumbona—. Tendrá que disculpar a mi esposo, pero no se encuentra en La Habana. Está en Miami por… negocios.

La pausa me pareció que escondía cierto retintín crítico hacia su marido.

—Creo que había quedado con ustedes para explicarles los pormenores del asunto por el que los ha contratado, sea el que sea. Mi esposo no me ha puesto al corriente. No suele hacerlo. —Sonrió.

«Y a ella parece que no le gusta. Se siente subestimada», deduje.

—¡Oh, vaya…! —balbuceé feliz como un idiota—. En ese caso… tendré que regresar cuando vuelva su marido.

«Y podré volver a verla», pensé.

En ese momento ella se quitó las gafas de sol y entonces pude apreciar sus enormes y hermosos ojos de color chocolate bajo unas espesas pestañas rizadas. Benny Moré continuaba cantando ¿Cómo fue?

—Rafael llegará dentro de tres días. Lamento que haya perdido su tiempo, señor Stewart.

—No se preocupe —dije con la intención de marcharme ya, muy a mi pesar—. Gracias por todo… Clara.

—De nada. Si aguarda un momento, Ramón lo acompañará a la salida —dijo jugueteando con las gafas de sol en sus manos.

Ramón, el mayordomo, apareció como por arte de magia con lo que parecía un daiquiri sobre una bandeja.

«Ha sido un verdadero placer», pensé, y sonreí saboreando los últimos momentos junto a ella. Después comencé a regresar sobre mis pasos, lamentando tener que perderla de vista tan pronto.

—James… —Al oír mi nombre me giré hacia Clara. Había algo en aquella mujer que me atraía intensamente—. El viernes es el cumpleaños de mi esposo y celebraremos una fiesta en su honor. Puede venir con su socio y así podrán charlar con Rafael, si quieren. Habrá muchos compatriotas suyos.

—¿Una fiesta? —dudé.

—¿Había estado antes en La Habana?

—No, es la primera vez.

—Pues entonces será su fiesta de bienvenida a la perla del Caribe, como la llamaban los españoles. —Me sonrió y quise creer que aquella preciosa sonrisa había sido sincera y no por cortesía.

—En ese caso… Aquí estaré.

—A las ocho —dijo y volvió a ponerse las gafas de sol para tumbarse a tomar su daiquiri escuchando aquel bolero acerca de alguien que no sabía por qué se había enamorado de repente.

 

 

* * *

 

Harry apareció al día siguiente bastante sobrio para lo que tenía por costumbre, canturreando, con un traje amarillo claro y un sombrero Panamá.

—¡Ya tenemos oficina, Jimmy! Y está en el centro. Acabo de ganársela a las cartas a un tipo que tenía un mal día.

—¡Menos mal! Pensé que tendríamos que atender a los clientes en la habitación del hotel —resoplé con sarcasmo.

—Eres un agonías. —Rio, dándome una fuerte palmada en la espalda.

—Bueno, ¿me vas a poner al día de nuestro caso? —dije encendiéndome un pitillo.

—Deberías de pasarte a los cigarros puros, los habanos. Son una maravilla. Y cómprate algún traje más ligero —dijo metiéndome un gran puro en el bolsillo delantero de mi chaqueta—. ¡Relájate, Jimmy, estamos en el puto paraíso! Deberías salir más, conocer alguna mujer bonita, sacarla a bailar, llevarla a la playa… Eres joven y guapo, y las cubanas son muy simpáticas.

Suspiré, poniendo los ojos en blanco.

—Venga, Harry, al grano. ¿Para qué diablos estamos aquí? —pregunté exasperado por culpa del calor, la humedad o tal vez porque no podía quitarme a Clara Santamaría de la cabeza. Y, aunque sabía que era una locura, quería volver a encontrarme con ella.

—El tal Santamaría dice que alguien le está robando, que le sustraen sus ganancias. Quiere descubrir quién es el ladrón. Cree que es alguien de dentro, de su gente de confianza. Por eso no quiere que se ocupe su equipo de seguridad. No se fía de nadie —dijo mi socio encendiéndose un enorme habano con la parsimonia de los lugareños—. He indagado un poco. El tipo se dedica a los negocios hoteleros con sus socios norteamericanos, esos son sus negocios legales. Posee los mejores y más modernos hoteles de Cuba y regenta varios clubs, casinos y salas de fiestas. Me he informado y hay quien lo conecta con la mafia, el contrabando de drogas y la prostitución entre la isla y Miami. Tiene una amiguita allí, una vedette de un cabaret tropical a la que visita con asiduidad en un apartamento que le ha puesto en Miami Beach. Aquí también es muy conocido porque le gusta alternar y, ya sabes, conocer el género y catarlo antes.

—Ya, todo un hijo de puta —asentí asqueado por la última información.

—Solo tenemos que hacer el trabajo, no hacer preguntas que no nos conciernen, y ya está. El ambiente está un poco cargado, políticamente hablando. Nosotros a lo nuestro —dijo dando una calada a su puro—. ¿Hablaste con su mujer?

—Sí, con Clara Santamaría —dije, sintiendo cada letra de su nombre en el paladar.

—¿Cómo es?

—Tiene clase —dije lacónico—. Nos ha invitado a la fiesta de cumpleaños de su marido.

—Pues habrá que agenciarse un esmoquin, amigo.

 

* * *

 

Clara Santamaría, Albizu de soltera, era hija de un acaudalado terrateniente de origen español y miembro de una de las mejores y más distinguidas familias de la isla. Ella y su hermano Fernando sabían varios idiomas, se habían educado en el extranjero, habían viajado por Estados Unidos y Europa y conocían a los miembros más ilustres de las viejas familias de hacendados cubanos, la verdadera aristocracia del país que se extinguía al son de la música de los clubs de alterne y el sonido de las ruletas de los casinos.

Su familia poseía una de las más extensas plantaciones de tabaco de Cuba. Cuatro generaciones, desde su bisabuelo, Leandro Albizu, se habían dedicado al comercio de aquellos productos desde su quinta colonial de Pinar del Río.

—¿Qué te preocupa, Jimmy? —preguntó mi socio conduciendo el bonito Cadillac color turquesa que nos habíamos comprado de segunda mano.

—Nada —rezongué.

—Algo sí, estás frunciendo el ceño más de lo habitual. —Sonrió.

—Pues… me escama que el tal Santamaría nos vaya a pagar tanto por un simple caso de robo, y encima a nosotros, que no somos precisamente conocidos por aquí —dije.

—Piensas demasiado, Jimmy —me dijo Harry.

No respondí. No solo me inquietaba lo que acababa de decir, lo que me preocupaba en realidad era volver a ver a Clara, porque era lo que más deseaba desde hacía tres largos días, justo el tiempo que había trascurrido desde nuestro primer encuentro.

 

* * *

 

Harry y yo llegamos a la fiesta de los Santamaría vestidos con una par de impecables esmóquines alquilados.

La música de una big band llegaba hasta la calle. La casa refulgía llena de luces y de gente. Un muchacho mulato nos aparcó el coche e hicimos a pie los pocos pasos que nos separaban de la impresionante casa.

—¡Vaya, no vive mal esta gente! —dijo mi amigo silbando justo antes de traspasar el umbral de la casa de los Santamaría.