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La vida es más emocionante cuando tienes un cómplice, pero si tienes dos se vuelve una locura. Teresa Simón, Tessa, es una ladrona de guante blanco con una inteligencia fuera de lo común. Le encantan las motos, sabe varios idiomas, es experta en joyas y toda una especialista abriendo cajas fuertes y cerraduras. Cleptómana, insomne, con memoria fotográfica, desinhibida y obstinada, nadie conoce su verdadera identidad. Tessa se autoimpone unas normas que nunca incumple: nunca roba dos veces en el mismo lugar, nunca está mucho tiempo en el mismo sitio ni tiene el mismo aspecto más de dos semanas, no mantiene vínculos sentimentales y duerme con un arma debajo de la almohada. En su perpetua huida de los fantasmas de su niñez, se cruzan en su camino Hallbjörn Jansson, un islandés reservado, rudo y prepotente, y Fabrizio Damiani, un italiano esbelto, culto y sensible. Tessa comienza una intensa relación con ambos, incapaz de escoger a uno solo de ellos, y juntos planean un gran golpe que los hará millonarios. Lo que ninguno sabe es que ese plan se convertirá en una trampa mortal cuando reaparezca alguien que, sin saberlo, forma parte del pasado de los tres. Un thriller contemporáneo, una historia rápida y con mucha intriga donde los personajes deben luchar, sabiendo que pueden ganar o perder porque el amor siempre exige algo a cambio. - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!
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Seitenzahl: 708
Veröffentlichungsjahr: 2019
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2019 Irene Mendoza Gascón
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Llueven diamantes sobre Júpiter y Saturno, n.º 253 - noviembre 2019
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
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Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Shutterstock y Dreamstime.com.
I.S.B.N.: 978-84-1328-749-2
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Primera parte
Europa, París
Firenze
Roma
Segunda parte
América, Big Sur
San Francisco
San Antonio
Tercera parte
Nueva Orleans
Europa, Londres
Islandia
Si te ha gustado este libro…
«A veces, para lograr sobrevivir en este mundo, una chica huérfana debe hacer cosas que no le gustan. Pero no te preocupes porque una tan guapa como tú lo tiene siempre mucho más fácil, preciosa».
Teresa Simón se despertó de madrugada, asustada y empapada en sudor, y por instinto metió la mano bajo el colchón para palpar el revólver.
Tan solo con notar el frío metal se tranquilizó. La luz estaba encendida. Miró a su alrededor aturdida y somnolienta, comprendiendo que había sido tan solo un mal sueño y notó aquel sudor pegajoso parecido al que de niña le dejaba el purple drank al disiparse de su organismo.
La sedación química de aquella mezcolanza de refresco azucarado, codeína y colorante púrpura que él le había suministrado durante años disfrazado de jarabe para la tos, le provocó una dependencia que logró superar, pero que le había dejado un molesto insomnio como recuerdo.
Aquel mal sueño, esa voz en su cabeza tan conocida, tan hermosamente diabólica, había regresado una vez más y con ella los temibles recuerdos, creándole una ansiedad creciente e insana que sabía que solo podría alejar de una manera.
La marihuana le habría procurado el anhelado descanso, pero esa noche no la utilizó porque sabía que le restaría reflejos y claridad de pensamiento.
Se levantó de la cama aún sin amanecer. No iba a poder dormir más y se dio un baño caliente en el silencio de aquel cuarto de baño de hotel, solo roto por el rumor líquido del agua de la bañera. Eso y masturbarse con su consolador la ayudaron a calmarse y a poder pensar y disfrutar de la anticipación del robo.
Teresa Simón no era una cleptómana al uso, no sentía remordimientos después de robar, solo un gran alivio cuando conseguía lo que quería. Capaz de controlar el primer impulso, el más intenso y traicionero, lograba esperar lo suficiente para tomar distancia y elegir cuándo satisfacer aquel deseo que la hacía comportarse como una urraca que sisa todo aquello que brilla.
Pero aquel día era uno de esos que la sumían en el miedo y la angustia y no fue capaz de hacer frente a aquella pulsión obsesiva, insana y adictiva como una droga dura.
Durante toda la mañana sintió ese cosquilleo tan particular en los dedos, esa emoción tan conocida de desvelo, los nervios apretados en el estómago que le quitaban el hambre, pero mantenían su pulso firme, dejándola ansiosa, pero sin rastro aparente de intranquilidad.
Como siempre, se vistió para no ser ella, para que nadie pudiese reconocerla ni ponerle nombre. Una peluca, unas gafas de sol y un atuendo excepcional solían bastar para esconder su pelo teñido de negro y sus habituales trazas masculinas. El maquillaje y el acento ayudaban a dar el toque final.
Esta vez se decidió por un acento británico, de clase alta, el de alguien con título nobiliario. Al estar en París sería más fácil simularlo.
«A ese tipo de gente, la nobleza, no les hacen muchas preguntas para no ofenderles. Suelen ser muy susceptibles, se dan por aludidos ante cualquier señal de descortesía. Son soberbios. Si desde el primer momento dejas claro quién se supone que eres nadie dudará. La actitud, tu manera de caminar y la seguridad al hablar es lo principal. Tienes que creerte una gran dama y actuar como tal, aunque no lo seas. Actúa, finge, sabes cómo hacerlo, preciosa. Debes hacer que te sirvan, que se sientan inferiores».
Lo que hacía para subsistir era divertido, como jugar al escondite o a disfrazarse, como pensaba que sería ser actriz. Fue así como lo aprendió de niña, mediante aquel adiestramiento convertido en un juego tenebroso de castigos y recompensas. Por eso ahora le resultaba tan fácil como respirar. Robar era lo que había hecho casi toda su vida.
Después continuó experimentando por su cuenta. Aprendió a manipular cerraduras y cajas fuertes, a robar coches y a todo tipo de engaños mediante acentos, pelucas y documentos falsos.
Tenía sus normas: nunca estaba mucho tiempo en un lugar, nunca llevaba el pelo del mismo color dos meses seguidos, nunca se follaba a alguien más de una vez.
Teresa Simón iba por libre y no llevaba lastre alguno a sus espaldas, solo sus propios demonios. Así nadie podría reconocerla, así él nunca lograría encontrarla.
* * *
Salió del hotel sin que nadie reparase en ella. Estaba acostumbrada a no dejar huellas en las habitaciones en las que se alojaba y a no ser detectada por las cámaras de seguridad. Nunca pagaba. Cuando la gerencia del hotel de turno se daba cuenta ya era demasiado tarde.
Enseguida supo lo que quería robar. Dos días atrás había visto un reloj maravilloso en una revista del salón de lectura del hotel.
Sentía una debilidad especial por los relojes de pulsera de hombre, pero solo buscaba uno, ese que le recordase al Piaget que llevaba su padre, el que le haría parar.
Aquel, el de la revista, era de Breguet y se le había quedado grabado en la memoria, una memoria fotográfica que no olvidaba colores y detalles insignificantes para otras personas.
En realidad, Teresa Simón había llegado a París para ocuparse de uno de aquellos trabajos rutinarios por encargo y se alojaba en el hotel Ritz con nombre y documentación falsa. Obtener documentos falsos siempre era la parte más fácil del asunto. Por un puñado de euros y con los intermediarios adecuados se conseguían papeles muy bien hechos sin problemas.
A Teresa nunca le faltaba trabajo. A veces iba por libre y otras aceptaba encargos, principalmente robos de obras de arte para coleccionistas anónimos. A veces el cliente se robaba a sí mismo para poder cobrar el seguro de la obra de arte que había desaparecido. Otras era una venganza o simple codicia.
Esta vez, el encargo era sencillo: debía robar a un acaudalado empresario ruso que se alojaba en uno de los apartamentos del Ritz, nada menos que un valioso huevo de Fabergé que portaba siempre consigo porque creía que aquella joya que había pertenecido al último zar de Rusia le traía buena suerte. No sabía para quién ni por qué era el trabajo. Eso no era necesario ni le interesaba.
Aquel era uno de los famosísimos sesenta y nueve huevos creados por Carl Fabergé para los zares entre 1885 y 1917 para conmemorar la fiesta más importante del calendario de la Iglesia ortodoxa rusa: la Pascua.
Era lo único que Teresa necesitaba saber. Su contacto desconocía todo de ella y ella de su contacto. Entregaría el encargo, recibiría su parte y desaparecía comprometiéndose a una absoluta confidencialidad mediante un pacto de silencio que no estaba escrito en ninguna parte, pero que en aquel mundo de piratas cibernéticos siempre se cumplía. De no hacerlo sabía muy bien a lo que se exponía. No había paz ni perdón para los que no cumplían lo acordado y se iban de la lengua.
Su perfil de ladrona de guante blanco nunca dejaba rastro alguno de su verdadera identidad. Teresa era metódica, rayando en la paranoia y muy cuidadosa en el arte de no dejar su huella en las redes y en no dar pista alguna de su paradero. No podía, no debía porque sabía que al mínimo error él rastrearía sus pasos hasta dar con su paradero.
«Eres mía, preciosa. Eres la mejor; la más inteligente y la más encantadora de todas, mi favorita. Pero si alguna vez me traicionas tienes que saber que iré a por ti. Me cueste lo que me cueste y estés donde estés, te encontraré y te daré tu merecido».
Esas palabras quedaron grabadas a fuego en su memoria el mismo día que osó insinuar que se escaparía, al igual que aquella marca indeleble que llevaba en su cuerpo y que le recordaba a quién había pertenecido durante siete largos e inhumanos años. Él se la había hecho bajo el pecho derecho, hacia el costado, sobre las costillas, calentando un sello de hierro que llevaba en su mano derecha, marcándola con sus iniciales, como a una res.
La quemadura, imborrable incluso con láser, era su marca, la que cada vez que se desnudaba invocaba a quien había intentado hacerla una esclava sin éxito.
Aquella mañana, en vez de estar ideando el plan para robar al ruso, Teresa Simón cruzó la plaza Vendôme con unas ansias incontenibles de hacerse con aquel precioso reloj, vestida con un elegante traje chaqueta y zapatos de tacón de Chanel, todo conseguido gracias a la tarjeta de crédito de otra persona.
Sabía dónde encontrarlo, no tenía que desplazarse mucho. Ella estaba al corriente de que aquella plaza, diseñada por el mismo arquitecto que planeó Versalles, era quizás el lugar del mundo donde más riqueza se concentraba en menos metros cuadrados.
Seguramente, el arquitecto que imaginó la sencilla plaza octogonal parisina no sospechó nunca que su proyecto sería un lugar de atracción para la sociedad de joyeros, quienes gradualmente optaron por exponer su trabajo en vitrinas que asomaban a la plaza, hasta el punto de sumar veintiuna casas de joyería en un recorrido de trescientos metros.
Teresa Simón no tenía prisa. Le encantaba recrearse con los momentos previos al hurto. Por eso se dedicó a tomarse su tiempo paseando frente a los escaparates de las maisons de la plaza, disfrutando de aquellos maravillosos expositores llenos de oro, platino y piedras preciosas.
Comenzó por la joyería Chaumet, en el 12 de plazaVendôme. Joyero oficial del emperador Napoléon, Teresa recordó que Chaumet creó la corona que llevó para su coronación, las diademas y los aderezos de las emperatrices Josefina y María Luisa. Además, era la casa proveedora oficial de la familia real de Mónaco.
Después se paró para admirar unos maravillosos anillos frente al escaparate de la primera tienda de joyería que encontró amparo en plazaVendôme. En 1893, Frederic Boucheron eligió la casa número 26 como estrategia comercial, pues era esa la esquina más luminosa y de esta manera los diamantes captarían la atención de todo visitante brillando como auténticas estrellas.
Al lado estaba la tienda de Van Cleef & Arpels, donde sabía que merecía la pena entrar, no solo por sus alhajas, sino para admirar su diseño interior.
A Teresa le apasionaban las joyas desde niña, cuando se colaba en el dormitorio de su madre para abrir su joyero y ponerse aquellas anticuadas alhajas de la acaudalada familia Simón. Después, al crecer, le siguieron interesando las gemas, su historia, sus creadores, quiénes las habían llevado, y leía todo lo que caía en sus manos acerca de ello.
Cruzó la acera y se paró frente a Cartier para admirar su magnífica exposición, todo un ejemplo de la tradición de la firma francesa de joyería y relojes, mundialmente conocida por ser una de las casas a las que recurrían las divas del cine de todos los tiempos. Fundada en 1847 por Louis-François Cartier, ocupaba el número 23 de la plaza.
Continuó echando un vistazo a Bulgari y caminó hacia la otra esquina de la plaza para ver Fred y Chopard, en el número 1. Verdaderamente estaba disfrutando del paseo. Llegó hasta Repossi, perteneciente a la familia de joyeros más antigua del mundo, un lugar que conjugaba historia y glamour, donde Carlos de Inglaterra compró el anillo de compromiso para Lady Di.
Y por fin alcanzó su destino: la casa Breguet. Fundada en el 6 de la plaza Vendôme por Abraham Louis Breguet en 1775 y visitada por la reina María Antonieta, era la joyería más grande del mundo, con sus quinientos metros cuadrados y sus dos pisos.
Teresa ya estaba frente a la puerta y sintió el golpeteo de su corazón bombeando dentro del pecho, bajo el típico tejido de lana y seda desflecada de la chaqueta de Chanel. Empujó la puerta, que cedió con facilidad y levantó el pie para posarlo de nuevo en el suelo y acceder con decisión al interior de la tienda.
El hacerse pasar por una posible clienta y conseguir que le enseñasen joyas era algo que Teresa Simón tenía superado. Solo había que entrar sin titubeos y hablar con naturalidad, como si fuese algo habitual estar rodeada de diamantes todo el día.
Sabía que, en aquel tipo de comercio, el del lujo, las dependientas vienen a ti y no al revés porque todas trabajan a comisión y se pegan por aconsejar a una aparente millonaria que dice no saber muy bien qué busca, pero que tiene claro que no saldrá de allí sin algo muy valioso. Entonces, la codicia, ese pecado capital, se apodera de la dependienta, sabiendo que si logra vender ese gran pedrusco merecerá la pena el dolor de pies y el rechinar de dientes.
Nada más traspasar el umbral de la joyería, examinó todo a su alrededor grabando en su cabeza la cantidad y aspecto de los clientes y del personal, incluido el de seguridad, la situación de las cámaras y mil detalles más. Varias clientas japonesas y algunas rusas, un matrimonio norteamericano y una señora con muchas cirugías estéticas que a todas luces quería ser vista. Inmediatamente después, pudo apreciar cómo dos de las dependientas, las más rápidas y astutas, tomaban la iniciativa en su carrera por atenderla, intentando adelantarse la una a la otra. Pero una de ellas perdió el puesto de ventaja cuando fue interceptada por la señora operada, dejando vía libre a su compañera, que llegó hasta Teresa con una sonrisa de anuncio de dentífrico.
La observó mientras la chica, que calculó sería un poco más joven que ella, se acercaba muy ufana. Por la edad y el afán con el que se comportaba era probable que fuese nueva o con poca experiencia en ese tipo de ventas. Se le notaban demasiado las intenciones. Iba a por la suculenta comisión sin diplomacia alguna.
Teresa disimuló caminando hacia el interior de aquel maravilloso lugar, como si lo conociese de toda la vida, hasta que la solícita dependienta la interceptó con su sonrisa de anuncio de dentífrico.
—Buenos días, bienvenida a Breguet. ¿Puedo ayudarla en algo, madame? —dijo la dependienta en francés.
Teresa la miró tras sus gafas de sol de marca, se las quitó y sonrió asintiendo con una elegante inclinación de cabeza.
—Pues… sí, la verdad es que estoy absolutamente emocionada de estar aquí. Mi madre me ha hablado tan bien de Breguet… —suspiró Teresa engolando la voz improvisando un francés con acento inglés—. Soy lady Cybill Crawdford de Liny.
La dependienta le dio un repaso de arriba abajo, se dio cuenta de que el Chanel era legítimo y dio por bueno el título de lady. Teresa sonrió satisfecha. No había errado en su juicio, efectivamente, la dependienta era nueva. Todo iba de maravilla.
—¿En qué podemos ayudarla, lady Cybill? —continuó la dependienta en un fluido inglés.
—Estoy buscando un reloj de pulsera, de hombre —respondió Teresa.
—Acompáñeme, por favor —le indicó la dependienta cediéndole el paso a su lado—. ¿Tenía ya algo en mente? ¿Algún modelo en especial?
—No. ¡Estoy totalmente perdida! —rio Teresa con afectación—. Me parecen todos tan divinos… No sé si voy a poder decidirme.
Teresa hizo un frívolo gesto con la mano haciendo sonreír a la dependienta, que la condujo por la selecta tienda hasta una de las mesas preparadas para atender a los clientes. Teresa se sentó en una de las dos butacas, frente a la mesa y la dependienta.
—¿Le gustaría tomar un café, un té, tal vez una copa de champán?
—Sí, gracias, el champán sería perfecto —dijo Teresa cruzando las piernas con elegancia.
Sonrió. Ya sabía que le ofrecerían algo para tomar. La dependienta respondió con otra sonrisa y, tras sacar varias bandejas de las cajoneras de maderas nobles expuestas junto a la mesa y dejarlas frente a Teresa, se dispuso a servirle la copa de champán dirigiéndose a un armario que en realidad era un frigorífico escondido en aquel escenario de lujo.
Sobre las bandejas descansaban los esplendidos relojes de Breguet al alcance de su mano, refulgiendo, tentándola. Los ojos de Teresa rodaron buscando uno en concreto. Enseguida lo reconoció. Era una pieza espectacular, de platino, oro blanco, diamantes y un zafiro central. Una auténtica obra de arte de la joyería.
Ahí estaba, a su alcance, brillando para ella. Y entonces lo hizo, sin pensar, por instinto. Cuando la dependienta le tendió la copa de champán que acababa de servir, el brazo de Teresa hizo un movimiento perfectamente estudiado que pareció fortuito y golpeó la mano de la dependienta e hizo resbalar la frágil copa de champán que sujetaba para verter su dorado y burbujeante contenido sobre las bandejas con los carísimos relojes.
La dependienta emitió un gritito de angustia y titubeó una torpe disculpa. Teresa emitió un audible «¡Qué contrariedad!» mientras sonreía viendo a la codiciosa e inexperta dependienta correr desesperada en busca de un trapo con el que paliar el desastre.
El champán no hizo mucho destrozo, solo había salpicado la esfera de aquellos exquisitos relojes. Teresa extendió su mano y los dedos rozaron el frío metal precioso y no pudo evitarlo ni aplazarlo más. Lo cogió y se lo puso en la muñeca presa de un ansia tan poderosa que le impedía pensar con sensatez.
Inmediatamente se levantó como si nada, con el reloj en su muñeca, tapado por el puño de la chaqueta de Chanel y comenzó a caminar hacia la salida con el corazón golpeándole con fuerza en el pecho, sin mirar a nadie.
Escuchó la voz de la dependienta, pero no se giró. Y justo en el momento en el que iba a acelerar el paso hacia la puerta notó el calor de una mano en su cintura.
Todo su cuerpo se tensó. Teresa se giró inmediatamente. De frente tenía a un tipo muy alto y corpulento, con gafas de sol Ray Ban de aviador, pelo y barba rubia de un par de días, que le sonreía como si la conociese de toda la vida.
Hallbjörn Jansson se quitó las gafas de sol colgándolas del cuello de su camisa, de la que había dejado sueltos dos botones y sonrió a la chica que le miraba con ganas de asesinarle.
—Quita esa mano de ahí —siseó Teresa en francés.
Él la miró a los ojos y se dio cuenta de que era mejor hacer caso a aquella joven menuda y atractiva, disfrazada de millonaria distinguida y con pinta de no tener ganas de bromear.
—Si sales por esa puerta te van a detener y lo sabes —le susurró Hallbjörn en inglés, con una voz fuerte y profunda.
—¿Y a ti qué te importa? ¿Quién coño eres, el puto guarda de seguridad o un poli?
—No, no lo soy, pero sé reconocer a una ladrona en cuanto la veo. ¿Cleptómana?
—¡Vete a la mierda! —rabió Teresa en voz baja.
—Disimula, viene la dependienta —susurró él.
Teresa iba a volver a soltar una palabrota cuando por el rabillo del ojo vio acercarse a la dependienta con cara de pocos amigos.
—¡Joder! —resopló pensando que aquel imbécil tan guapo le había hecho perder un tiempo precioso para largarse con el reloj, pero reaccionó a tiempo—. Está bien, tú eres… mi novio.
—Tu prometido. Y querías enseñarme esto —dijo Hallbjörn cogiendo su muñeca y destapándola para dejar al descubierto el carísimo reloj.
—¡Lady Cibyll! —llamó la dependienta visiblemente alterada.
—Justo a tiempo —susurró él.
Al volver a notar su mano en la cintura, Teresa le dedicó a Hallbjörn una mirada llena de rencor.
—¡Hola! ¡Qué bien que está usted aquí de nuevo! —exclamó Teresa falseando su voz—. Le presento a mi prometido, Rufus Archibald Fairbanks, tercer conde de Suffolk.
—Bonjour, mademoiselle. Creo que mi prometida ya ha elegido mi regalo de compromiso —dijo Hallbjörn forzando la voz para que sonase a un perfecto inglés de alumno de Eaton.
—¡Me parece que ya no será una sorpresa! —rio Teresa.
En ese momento, Hallbjörn Jansson la aferró con fuerza por la cintura y besó a Teresa en la mejilla. Inmediatamente después, ella giró el rostro aparentando timidez.
—Si vuelves a hacerlo te cortaré las pelotas —le susurró al oído con una sonrisa falsa.
Hallbjörn también sonrió. La chica era todo un carácter.
La dependienta les observaba confusa, pero cuando Hallbjörn se volvió para mirarla y le sonrió, pudo apreciar la factura perfecta y la calidad de su ropa tranquilizándose, dejando de sospechar que aquella lady y su atractivo prometido habían estado a punto de robar un Breguet.
—¡Es una elección magnífica! Lady Cybill ha elegido un reloj «Hora Mundi» en platino, de esfera Europa-África con movimiento automático, huso horario instantáneo, fecha, indicación día-noche y ciudad —sonrió la dependienta pensando que tal vez cayese algo más que un reloj y se dirigió a Hallbjörn para comenzar a describir con todo lujo de detalles el reloj lleno de zafiros y diamantes—. Este modelo también está disponible en platino combinado con oro rosa y con esfera América.
—Prefiero la esfera Europa-África, ya que nuestra luna de miel va a ser un viaje por Kenya, Tanzania, Madagascar y Sudáfrica, ¿verdad, querida? —dijo Hallbjörn.
—Claro, querido —sonrió Teresa mostrando todos sus dientes.
—Si me permite opinar, creo que la línea Classique es perfecta para usted; la tradición Breguet sin perder nunca el toque contemporáneo que hace únicos nuestros relojes —dijo la dependienta, admirando la imponente planta de Hallbjörn, escondida tras una camisa blanca y una cazadora de aviador de cuero color marrón claro.
Él asintió con una sonrisa tan sexy que obligó a Teresa a aguantarse un resoplido. Pero logró contenerse y en vez de eso le puso una mano en el hombro, sonriéndole con un casi perfecto falso embeleso. Sin poder evitarlo pensó que aquel tipo tan entrometido era bueno en el arte de timar.
—Pues creo que no tengo que seguir buscando más —suspiró Teresa exagerando.
—Si son tan amables de acompañarme, la casa Breguet, esta vez sí, les invita a una copa de champán como obsequio mientras aguardan a que dispongamos el regalo para su prometido, lady Cibyll —dijo la dependienta.
—Por supuesto —asintió Teresa.
—Será un placer —dijo Hallbjörn.
En realidad, él se lo estaba pasando en grande con aquella pantomima y reconoció que aquella chica tenía mucho talento para el hurto.
—Y disculpen las molestias —sonrió la dependienta algo azorada, pero mucho más tranquila al corroborar que conseguiría la ansiada comisión—. Si me permite el reloj, lady Cibyll…
—¡Oh, claro, por supuesto! ¡Qué tonta! ¡No me había dado cuenta de que aún lo llevaba puesto para enseñárselo a Rufus! —rio con ligereza.
—Eres tan despistada, querida… —dijo Hallbjörn aparentando condescendencia a sabiendas que aquel tono iba a molestar a aquella ladrona tan bonita.
De pronto quería ponerla furiosa sin saber muy bien por qué.
—¿Verdad? —sonrió Teresa forzando la voz mientras tendía su mano a la dependienta para que esta se dispusiese a soltar la pulsera de eslabones plateados.
—Aunque ahora que lo veo de nuevo… —dijo él.
—¿Sí, querido? —preguntó Teresa sin dejar de sonreír.
—Pues… estoy dudando entre el modelo de platino y el combinado con oro rosa. Tal vez sea más actual el segundo. ¿No crees, querida?
—No sé… Ahora que lo mencionas… ¡Oh, me estás haciendo dudar, Rufus! —se quejó ella haciendo un mohín cariñoso.
La dependienta les observaba de hito en hito dándose cuenta, con horror, que la comisión se le estaba escapando de las manos por momentos.
—Si me permiten opinar, cualquiera de los dos modelos sería una estupenda elección. En ambos el fondo es de zafiro y hermético hasta treinta metros bajo el agua —dijo la dependienta intentando salvar la venta.
—Ya, pero… no quiero equivocarme —añadió Hallbjörn.
—No se va a equivocar si es un Breguet —añadió la dependienta, sonriendo forzada.
—Lo sabemos, pero queremos estar seguros. Uno no se compromete para casarse todos los días, ¿verdad? —agregó Teresa.
—Eso es. ¡Cómo me comprendes, querida! —exclamó él agarrando a Teresa por la cintura.
La manaza de Hallbjörn se deslizó desde la cintura de Teresa hacia abajo, alcanzando la parte alta de su nalga izquierda. En aquel momento ella quiso matarlo y se removió por instinto, sin dejar de sonreír a pesar de su enojo. Ya sabía que no iba a conseguir aquel reloj y se sentía muy frustrada. Necesitaba salir de allí cuanto antes, así que decidió dar por liquidada la cuestión, deshacerse de aquel entrometido sobón y darle la puntilla a la codiciosa dependienta.
—¿Podemos pensarlo y volver esta tarde o mañana? —preguntó Teresa.
—Por supuesto. ¿Quieren concertar cita para que les atienda yo misma de nuevo?
—No, no será necesario. Estaremos unos días más en París y no tenemos prisa. ¿Verdad, querido? —zanjó Teresa.
Hallbjörn asintió al igual que la dependienta, que, obligándose a sonreír, desapareció de allí en cuanto Teresa se dio la vuelta con el brazo de Hallbjörn aún rodeando su cintura.
Caminaron así hacia la puerta, fingiéndose una pareja, sin dejar de sonreírse el uno al otro, pero en cuanto pisaron la calle y anduvieron unos pasos para alejarse de miradas indiscretas, Teresa se deshizo violentamente del brazo de Hallbjörn.
—¡Suéltame, joder! —rabió Teresa entre dientes, mostrando su verdadera voz.
—¡Eh, tranquila! Al menos deberías darme las gracias por librarte de la cárcel. Eres una maldita desagradecida, ¿lo sabías? —dijo él poniendo una distancia prudencial entre ambos, volviéndose a poner las gafas de sol y cambiando completamente su acento.
—Y tú, un gilipollas. Podía haber salido por la puerta con ese reloj si no te hubieses metido donde no te llaman.
—Sí, seguro. No te lo crees ni tú.
—Tengo mi moto aparcada a cinco minutos, en el parking de la plaza Vendôme. Soy capaz de robar lo que me dé la gana a quien quiera y cuando quiera en donde se me ponga.
—¿Ah, sí? —sonrió burlón Hallbjörn.
—¿Quieres que te lo demuestre? —dijo Teresa poniendo los brazos en jarras.
—¿Es una apuesta?
—Sí —dijo ella.
—Bien.
Y le tendió la mano. Teresa le miró a los ojos, dudando de aquel desconocido que para su disgusto comenzaba a caerle bien.
—Vale, acepto —dijo ella.
Y mirándole hosca le estrechó la mano con fuerza.
—Adelante —respondió Hallbjörn cediéndole el paso con una sonrisa a la que ella no correspondió.
Aquel fue el día. Aún no lo sabía cuando caminaba cruzando la plaza Vendôme junto a Hallbjörn Jansson, pero aquel día Teresa Simón iba a romper las reglas, las suyas, las que había establecido para protegerse del dolor y del mundo entero.
—¿A dónde vamos? —preguntó él caminando a su lado.
—Al Ritz. Estoy alojada allí —dijo vanidosa, mirando la cara de sorpresa de Hallbjörn—. No eres inglés, ¿verdad?
—No. ¿Cómo lo sabes? —respondió él.
—Conozco bien el acento inglés y tienes una manera extraña de pronunciar algunas palabras y las erres, aunque ese acento de pijo ha sido bastante bueno.
—¡Gracias! —respondió con ironía—. Soy de Islandia, pero he vivido en Estados Unidos muchos años.
—Islandia —repitió ella sin volver la vista hacia él.
Hallbjörn la miró de reojo mientras caminaban. Aquella chica tan menuda le atraía poderosamente. Ella pisaba fuerte sobre los adoquines de la plaza dejando una estela de ruido con sus andares bravucones de tacones de aguja, aquella faldita corta a juego con la chaqueta, el ceño fruncido y los labios apretados en un gesto de determinación, sin volver la cabeza, a un paso por delante de él. Él sentía una mezcla de curiosidad y desafío hacia la pequeña y bonita ratera porque estaba seguro de que no era lo que parecía o lo que quería intentar aparentar. Además, tuvo que reconocerlo, a él le encantaban los retos. Lo que no sabía es que a Teresa Simón también.
Entró con ella al famoso hotel e intentó cederle el paso en la puerta, a lo que ella respondió poniendo los ojos en blanco y soltando un expresivo «joder».
—¿No te gusta que te cedan el paso?
—¡No! —respondió ella empujándole para pasar.
—Pues a mí me educaron para ser un caballero y cederle el paso a las damas. No es machismo, es educación.
—¿A las qué? —exclamó Teresa.
Hallbjörn sonrió y mientras lo hacía se produjo un leve forcejeo en el que Teresa le rozó aprovechando para tocarle el culo, como había hecho él en Breguet. Él resopló sonriente y, finalmente, ella paso por delante de él.
Teresa se dirigió al bar del legendario hotel Ritz de París, preferido de los grandes personajes históricos del siglo XX, seguida muy de cerca de Hallbjörn.
El exclusivo y elegante bar se hallaba bastante lleno. Se iba acercando el mediodía y ya era la hora del aperitivo para visitantes ocasionales y clientes habituales.
—¿Qué hacemos aquí? —preguntó Hallbjörn apoyándose en la barra junto a Teresa, poniendo cara de aburrido.
—Yo ganar una jodida apuesta. ¿Y tú?
—Ver cómo la pierdes.
—Va a ser que no… —negó ella con la cabeza—. ¿Cómo te llamas?
—Hallbjörn, Hallbjörn Jansson, pero puedes llamarme Hall.
—Mejor lo segundo, vikingo —dijo justo antes de dirigirse al camarero de la barra—. Dos gin-tonic de Williams Chase Extra Dry con una rodaja de lima y granos de pimienta roja, s´ill vous plaít.
—Preferiría un whisky o un vodka.
—Me da igual lo que prefieras, yo invito, así que yo elijo.
Hallbjörn sonrió. Aquella chica le hacía reír. Era descarada, respondona y muy sarcástica. Pura inteligencia y eso le gustaba, le gustaba mucho.
—Bueno, ¿cuándo piensas empezar? Estoy esperando y no tengo todo el día. Por cierto, yo tampoco sé cómo llamarte, no me has dicho tu nombre y no creo que te llames lady Cibyll. No tienes ninguna pinta de lady.
«Se va a enterar este», pensó Teresa y levantó la barbilla cavilando cómo ser más mordaz que él en su respuesta.
—No, no me llamo lady Cibyll y ya he terminado, vikingo —dijo dándole un buen trago a su gin-tonic.
—¿Cómo que has terminado? —pregunto Hall extrañado.
—Te dije que podía robar lo que quisiera a quien quisiera, ¿no?
—Sí —respondió Hall mirándola confuso.
—Pues ya lo he hecho, Hall —respondió Teresa en tono burlón.
Y metiendo su mano en el bolsillo de la chaqueta de Chanel sacó un teléfono móvil que puso sobre la barra, delante de sus narices.
—¡Eh, ese es mi móvil! —exclamó Hall, cogiéndolo rápidamente.
—¿Podía o no, capullo? —sonrió Teresa.
Teresa se lo estaba pasando de maravilla con aquel jueguecito tan divertido que se traía con aquel vikingo tan guapo.
—Pero ¿cómo diablos…? —preguntó Hall.
—Piensa —respondió ella.
Él se quedó mirándola fijamente.
—En la entrada, cuando me has rozado al chocar conmigo. ¡Al tocarme el culo, joder! —exclamó.
Teresa asintió sonriente.
—Estabas demasiado distraído en ese momento. Ha sido muy fácil.
Hall bajó la cabeza asintiendo.
—Eres buena, muy buena. No me he dado cuenta de nada —rio.
—He ganado la apuesta —dijo Teresa.
—Tengo que reconocerlo —sonrió Hall dando un largo sorbo a su gin-tonic—. Pero no recuerdo que hubiésemos apostado nada.
—Es cierto. Así que… Cuéntame ¿Qué hacías en Breguet? —preguntó Teresa dando otro trago al gin-tonic—. Me lo debes.
—Lo mismo que tú —respondió Hall.
—¿Robar? —preguntó ella.
—No por impulso como tú, pero necesitaba nuevas tarjetas de crédito y dinero en efectivo, así que me disponía a actuar como un simple carterista.
—Ya… ¿Y por qué será que no te creo una palabra?
Hall sonrió y se encogió de hombros apurando su gin-tonic.
—Bueno, me tiene sin cuidado que no me creas. Pídeme el precio de la apuesta y te la pagaré. Para que veas que soy un tío legal.
—Sí, claro, y yo soy una lady de verdad —sonrió Teresa—. ¿Qué más sabes hacer aparte de camelarte dependientas y robar carteras?
—Soy experto en artes marciales, hacker y muy buen tirador.
—Eso no me sirve.
—Y eso incluye que sé desconectar cualquier dispositivo de seguridad: cámaras, alarmas, cajas fuertes… Lo que sea.
—Eso me gusta más.
—¿Qué quieres? —preguntó acercando su rostro al de Teresa.
Ella miró aquellos hermosos ojos azules grisáceos de pestañas espesas preguntándose si no estaría dejándose llevar por ellos y por aquel imponente cuerpo masculino que tenía delante.
—Quiero que me ayudes a robar un huevo.
—¿Un huevo? —rio Hall.
A Tessa le gustó su risa y asintió terminándose el gin-tonic.
—Tengo un encargo: robar a un empresario ruso que se aloja aquí un huevo de Fabergé. —Hall la miró confuso—. Un huevo imperial de Fabergé es una joya valiosísima.
—Yo no entiendo de joyas, aunque tengo un hermano que sí, pero no está en París ahora.
—No tengo tiempo, tengo que terminar el trabajo cuanto antes y largarme de París.
—Parece divertido y fácil —dijo Hall.
—¿Fumas? —Hall asintió—. Salgamos a fumar y te contaré el resto.
Teresa y Hallbjörn salieron a la terraza del Ritz a fumar. Ella le encendió uno de sus cigarrillos y tendiéndoselo se sentó frente a él.
—Cuéntame más —pidió Hall.
—El ruso ha llegado a París con su mujer, para que ella acuda a los desfiles de la Semana de la Moda. Hoy han salido a primera hora para el Grand Palais al desfile de Chanel. Mañana irán a los desfiles del Carrousel du Louvre. Tenemos que hacerlo mañana.
—¿Y por qué no hoy? ¿Ahora?
Teresa le miró dudando y exhaló el humo de su cigarrillo mirando a Hall. Estaba claro que el vikingo era del gremio. Entre colegas nunca había duda, se sabía cuándo alguien era un igual del negocio del hurto. Pero ¿podía fiarse totalmente de él?
—Está bien. Yo me quedo el huevo y tú puedes llevarte lo que quieras de la habitación. La mujer del ruso es muy amiga de las joyas caras. Necesitabas efectivo, ¿no? Después cada uno por su lado. Ya sabes cómo funciona esto.
—Sí, no te conozco y tú no me conoces. No sé nada de nada.
—Exacto. Y te lo advierto, como intentes joderme…
—Puedes confiar en mí —respondió él.
Hall lo dijo sinceramente, aunque pensó que probablemente aquella chica tan lista no tenía por costumbre fiarse de nadie.
—Los huevos imperiales de Fabergé se empezaron a fabricar en 1885 cuando el zar Alejandro III encargó un huevo de Pascua para su esposa, la emperatriz —comenzó a contar Teresa—. El huevo representaba a Dinamarca, la patria de la emperatriz, y le gustó tanto que el zar ordenó que Fabergé fabricara un huevo de Pascua cada año, acordando que el huevo fuese único y que encerrase una sorpresa que se mantendría siempre en el más absoluto secreto. Los huevos se convirtieron en prioridad absoluta de Fabergé y para su diseño se inspiró en distintos estilos artísticos como el Barroco, así como en obras de arte que contempló durante sus estancias y viajes por Europa. Nicolás II continuó con la tradición de su padre hasta 1917, justo antes de la Revolución.
—¿Cómo sabes tanto de todo eso? —preguntó Hall admirado.
—Me gustan las joyas, la historia de la joyería —dijo Teresa encogiéndose de hombros y frunciendo el ceño—. Dejémonos de cháchara. No tenemos mucho tiempo, como mucho un par de horas.
—¿Y cómo pretendes entrar? —preguntó Hall.
—Confía en mí. No hay cerradura que se me resista —respondió Teresa.
—Creo que no me queda más remedio —respondió él.
Teresa frunció el ceño de nuevo y Hall la miró pensando que, efectivamente, aquella chica era todo un pozo de sorpresas.
Ambos se dirigieron al piso en el que estaba alojado el empresario ruso sin perder un minuto. Teresa condujo a Hall a través del pasillo del hotel en silencio.
—Ponte esto —dijo tirándole un par de guantes de látex que acababa de sacar de un clásico Matelassé 2.55de Chanel, mientras ella se ponía otros dos.
Cuando se cercioró de que no había nadie a la vista, rápidamente, con una especie de tarjeta de plástico rígido y mirando a un lado y a otro del pasillo, manipuló la manilla de la cerradura mientras insertaba la tarjeta en el canto de la puerta abriéndola en un par de segundos.
—Listo. Vamos —dijo Teresa.
Ambos entraron sigilosos. Teresa colgó el cartelito de no molestar cerrando la puerta tras ellos.
—¿Sabes dónde tiene ese huevo?
—No, pero es muy valioso, así que estará en algún lugar seguro.
—¿Y si lo tiene guardado en la consigna del hotel, en alguna caja fuerte?
—No, el muy estúpido nunca se separa del huevo porque cree que le da buena suerte.
—Tal vez lo tenga bajo la almohada —aventuró Hall.
—Deja de hablar y ayúdame a buscar.
—Sí, mi sargento —respondió Hall cuadrándose.
Ella le miró con cara de pocos amigos. No le gustaban las bromas cuando estaba trabajando.
Hall echó un vistazo y silbó admirando la suite Impériale mientras buscaba algo que le diese una pista de dónde podía estar aquel famoso huevo. La elegante habitación estaba decorada con muebles neoclásicos tapizados en tonos pastel, dosel sobre la cama y baños de mármol. Aquella suite palaciega era la más lujosa del hotel y contaba con sala de estar independiente y terraza privada con vistas a la plaza Vendôme.
—¿Y tú también estás en una suite así? —preguntó Hall mirando detrás de un cuadro, colgado en la pared del salón.
—No, la mía es una más cutre, una suite Prestige, sin salón ni terraza. Las suites verdaderamente lujosas son esta, la suite Marcel Proust, la Windsor, Chaplin, Chopin, Príncipe de Gales, F. Scott Fitzgerald y María Callas. Quise alojarme en la suite Coco Chanel, pero está ocupada.
—¿Por quién?
—Por Kim Kardashian. O eso dicen las camareras de piso. Esa jodida culona ordinaria se me adelantó.
Él soltó una carcajada al escuchar a Teresa y continuó rebuscando en el dormitorio.
—¿Puede ser esto? —gritó de pronto.
Teresa corrió hacia el salón. Hall tenía una especie de maletín de terciopelo negro en sus enormes manos enguantadas en látex.
—¡Eso es! —exclamó Teresa cogiendo la maleta.
Ella le hizo una señal pidiendo silencio y se quedó mirando el cofrecito con forma octogonal volteándolo con cuidado.
—No puedo creer que este tipo sea tan tonto como para dejar una joya semejante aquí, sin más. ¿Ni vigilancia ni nada? No puede ser.
—Yo tampoco lo creo —dijo Hall—. Espera, no lo abras. Seguro que tiene trampa. Déjamelo.
Ella le miró y le tendió el maletín de terciopelo.
—¡A la primera! Buena chica —respondió Hall.
—¡No seas idiota! Concéntrate. Por eso trabajo sola —farfulló ella.
«Vale, ella tiene razón. No estás a lo que estás porque la chaqueta se le abre en el escote y le estás intentando mirar las tetas. Estás bromeando, para relajarte un poco», se culpó Hall.
La chica le estaba distrayendo porque le gustaba mucho. A Hall no le quedaba otra que reconocerlo. Él volvió a ponerse serio mirando aquella cajita octogonal, manipulándola con cuidado.
—Eso es —susurró—. Mira. Tiene un código digital en la base. ¿Ves estos números en esa pantallita rectangular que parece la de un despertador? Si lo abres o te la llevas a un radio de equis metros de aquí saltará la alarma que probablemente el tipo tendrá conectada a su móvil y en un segundo aparecerán aquí dos matones rusos que nos pegaran cuatro tiros antes de preguntar.
—¡Joder! ¿Por qué siempre se complica lo que parecía más fácil? —resopló Teresa.
—Siempre me he preguntado lo mismo.
Teresa se acercó a mirar la cajita de terciopelo rozando el brazo de Hall, contempló sus manos enormes y poderosas y no pudo evitar pensar en lo mucho que le gustaría ser sujetada con fuerza por aquellas manos.
«Solo es un tío. Hace mucho que no estás con nadie y estás salida perdida», pensó intentando apartar aquel pensamiento tan inoportuno de su cabeza. Pero lo cierto era que aquel en concreto le ponía muy nerviosa.
—¿Qué propones? —preguntó Teresa.
—Necesitaría un ordenador para conectarme a Internet, buscar la base de datos de la marca de la alarma, entrar y desconectar el código —dijo Hall con mucha seguridad.
—¿Puedes hacerlo?
—Sí, es mi trabajo. Todo se puede hackear, rastrear, conectar y desconectar. Pero no sé cuánto tiempo voy a necesitar.
—Tú hazlo lo más rápido que puedas.
Hall se quitó la cazadora de cuero resoplando y Teresa no pudo evitar fijarse en cómo se deshacía de ella para remangarse la camisa hasta los codos. Rápidamente se alejó de él para ponerse a rebuscar por la habitación.
—Aquí hay una tablet del hotel —dijo ella sacándola del cajón del escritorio.
—Servirá —dijo Hall.
Inmediatamente se sentó frente al escritorio para comenzar a rebuscar en la red. Teresa se quedó junto a él, mirando por encima de su hombro cómo Hall sacaba un pen drive de su bolsillo, escribía direcciones y todo tipo de códigos. La camisa, por sí sola, no podía contener aquella poderosa anatomía y le marcaba los pectorales, los músculos de la espalda y de los hombros dibujando un panorama que a Teresa le pareció tremendamente apetecible.
Hall estaba absorto en su trabajo cuando ella se apoyó en su hombro. Él levantó la mirada un instante y se encontró con la de Teresa. Ella no retiró la mano y él no le pidió que lo hiciese. Hall volvió a su tarea enseguida, sin aparentar ninguna turbación o desagrado. Su hombro era ancho y duro y, a pesar del guante de látex, Teresa pudo sentir la calidez de su piel tras la tela. Siguió con la mirada las líneas de sus músculos marcadas bajo el algodón y observó los recios brazos de Hall. Uno de ellos dejaba entrever un tatuaje.
Se agachó un poco para observar lo que él hacía. Del cuello de su camisa desabrochado asomaba el vello rubio de su corpulento pecho. Desde esa distancia tan corta podía oler su aroma, algo parecido a ropa limpia, tabaco, gel de baño y desodorante.
Teresa se estaba poniendo cada vez más nerviosa y quiso creer que era por la espera. Levantó su mano enguantada del cuerpo de Hall y se puso a pasear por el salón de la suite Impériale visualizando todo sin tocar nada.
Hall enseguida echó en falta la presión de la mano de Teresa sobre su hombro, pero continuó su frenética carrera por encontrar la clave que abriese aquella pequeña caja fuerte en forma de maletín octogonal.
Pasaron unos minutos interminables durante los cuales Teresa descubrió, además de la ropa interior sucia de la mujer del ruso tirada en el cuarto de baño, un pequeño neceser donde ella había dejado un par de pendientes; uno de ellos de platino y esmeraldas con una gran perla en forma de lágrima a juego con un collar y unos aretes de oro, diamantes y rubíes, ambos demasiado ostentosos, pero también muy valiosos. Conocía perfectamente el valor de aquellas joyas. Las cogió y se las metió en el bolso junto con un horripilante Rolex de oro amarillo de hombre que descansaba sobre la mesilla de noche, junto a la cama desecha del dormitorio.
—El jodido ruso y la sucia de su mujer tienen un gusto espantoso —farfulló con asco.
Aborrecía a esos nuevos ricos a los que solía robar, empachados de dinero procedente de corruptelas varias. Algunas veces ese robo les suponía la ruina, el descrédito o incluso la muerte, pero no le daban pena. Teresa quería creer que ella, en el fondo, era como una justiciera o algo parecido. Todos pagamos un precio en esta vida, tan solo por vivir, se decía. Y ellos, que hacían desgraciada a tanta gente por vivir así, también y con más motivo. Porque ella sabía que ese tipo de millonario lo es a costa del trabajo y la explotación de muchos que solo malviven a su sombra.
«No existen los pobres porque sí, preciosa. Los pobres lo son porque otros tenemos demasiado. Siempre fue así. Es el orden de las cosas. No te sientas culpable», le dijo aquella lejana voz en su cabeza.
Volvió sobre sus pasos y regresó al salón de la suite para ver cómo Hall continuaba absorto en lo que fuese que estuviese haciendo.
«No he debido meterle en esto. Siempre he hecho las cosas sola y debería seguir siendo así», se dijo, impaciente.
Hall estaba tardando demasiado o eso le pareció a Teresa. Pero en ese mismo instante él se volvió hacia ella con una inmensa sonrisa en su varonil rostro de mandíbula perfecta.
—¡Ya está, la tengo! —exclamó Hall.
—¿Qué tienes? —preguntó Teresa.
—La clave para abrir esto —dijo Hall señalando el maletín de terciopelo que descansaba sobre el escritorio.
Teresa se apresuró a acercarse a él. Hall se levantó apoyando las dos manos sobre el escritorio y dio un golpe con su puño sobre la madera riendo con fuerza. Siempre que lo lograba sentía aquel subidón de adrenalina tan potente.
—Dime cómo lo hago —dijo Teresa cogiendo el maletín con urgencia.
—Solo tengo que anular el código en esta página y borrar mi rastro en la red y en esta tablet y… ¡Ya! —dijo Hall presionando con su dedo índice en la pantalla.
—¡Los números han desaparecido! —exclamó Teresa.
—¡Ábrelo!
Ella la miró a los ojos y no dudó más. Sus manos forcejearon ansiosas con el cierre del maletín octogonal, que cedió al momento, dejando a la vista su lujoso contenido.
Teresa se quedó callada, admirando el fabuloso huevo de Fabergé que tenía ante sus ojos, como en éxtasis, y cuando por fin reaccionó lo tomó en sus manos con delicadeza y lo sacó de aquel cofre donde estaba como incrustado. Mientras tanto, Hall la miraba disfrutando con su entusiasmo.
—Mira, ¿no es precioso? Entre los materiales usados en este hay oro, platino, plata, que fueron combinados en distintas proporciones con el fin de conseguir diferentes colores para la «cáscara» del huevo —dijo Teresa haciendo girar la joya para que brillase—. De los sesenta y nueve huevos que hizo Fabergé se conocen cincuenta y dos, cuarenta y cuatro de los cuales se han localizado ya, entre ellos los dos últimos de 1917 que nunca fueron entregados ni terminados a causa de la Revolución rusa. Y este que ves aquí es uno de ellos. Y lo tiene este tipo al que he investigado ya un poco.
—¿Quién es el ruso? —pregunto Hall con interés.
—Es un empresario corrupto afín al régimen de Putin al que se le asocia con el tráfico de armamento para la guerra en Siria. Por eso me encanta robar a este hijo de puta, porque por su culpa muere mucha gente inocente todos los días —susurró Teresa entusiasmada, notando cómo el corazón le latía muy deprisa y le temblaban las manos.
Hall la miró comprendiendo sus palabras. No le faltaba razón. Al parecer la chica tenía corazón.
—¿Puedo cogerlo? —le pidió.
—Con cuidado, vikingo —dijo ella tendiéndole el huevo.
Él lo tomó despacio, le echó un vistazo y se lo devolvió rozando la mano de Teresa con sus dedos. Ella lo guardó en el bolso de Chanel que llevaba a modo de bandolera, levantó la vista y se encontró con la fría mirada gris de Hall fija en la suya. Ambos se quedaron quietos, en silencio, un instante, solo respirando, hasta que sin saber muy bien por qué, Teresa se puso de puntillas para posar su boca en los labios de Hall, haciendo que él presionara los suyos en un beso mutuo lleno de ansiedad.
—Robar me pone tan… cachonda —susurró Teresa casi sin apartarse de su boca.
—Ya lo veo —sonrió Hall—. A mí también.
Y volvió a besarla con una intensidad furiosa que hizo que Teresa gimiera abriendo su boca para recibir su lengua caliente y húmeda. Él gruñó de gusto y la tomó en brazos como si fuese una pluma, llevándola en volandas para posarla contra la pared.
Hall la aferró por la cintura, elevándola, y agarró su cabeza para profundizar su beso haciendo que la peluca rubia de Teresa se moviese. Ella se la quitó de un tirón mientras Hall no dejaba de saborearla, apretándola con su cuerpo poderoso y enorme. Al ver su pelo moreno, despeinado y mucho más corto, él sonrió y se lo acaricio. Después se deshicieron de los guantes de látex para poder sentir el tacto del uno sobre la piel del otro.
Teresa notó cómo su cuerpo se iba cargando de algo líquido y pesado que la iba empapando por dentro a la vez que una especie de revolución de todas sus terminaciones nerviosas la poseía rápidamente. Estaban ahí de nuevo, las ganas, ese deseo animal, esa necesidad de sentir, de querer estar llena, repleta.
Hall sentía su magnífica boca y su pequeño cuerpo apretándose ansioso contra el suyo. Lo notaba suave y elástico haciéndole crecer y crecer. Estaba loco de deseo, ávido de aquella chica tan salvaje. Presionó su erección sobre su vientre haciéndola jadear y Teresa le soltó la camisa a toda prisa mientras él le subía la falda y le quitaba el bolso, dejándolo caer a sus pies mientras le desabrochaba la chaqueta con urgencia.
—No llevas nada debajo… —susurró maravillado ante la visión de sus pechos desnudos.
—Tengo las tetas pequeñas y no necesito sujetador —jadeó ella acariciando su vientre musculoso.
—Tienes unas tetas preciosas —dijo él justo antes de auparla y abalanzarse sobre aquellos pechos redondos y prietos para chupárselos con avidez.
Teresa se aferró a su cuello poderoso observando el tatuaje que le recorría la nuca, parte de la espalda y el brazo izquierdo: la espuma del mar, la cresta de una ola y una calavera junto con unos símbolos extraños. Ella no podía permitirse el lujo de tatuarse nada que pudiese facilitar que la reconocieran.
Un calor intenso la colmaba ya. Se sentía completamente excitada, sobrepasada por aquel hermoso cuerpo formidable que la empujaba con energía, aplastándola contra la pared. Hall la acariciaba toda, entera, con ardor. Su barba de un par de días le raspaba la suave piel de los pechos y del cuello haciéndole sentir un delicioso dolor. No estaba siendo nada delicado, pero a ella le gustaba esa rudeza, su intensidad, su fuerza.
Quería sentirle dentro ya, así que le soltó los pantalones y tiró de ellos junto con sus bóxers para dejar al aire su erección. La miró y no pudo evitar emitir un jadeo al ver aquel miembro erecto tan grande y grueso presionando contra su pubis sin depilar. Era digno ejemplo de su dueño.
Cuando Hall resopló abandonando sus pechos, Teresa sintió el frescor sobre sus oscuros pezones, brillantes y tiesos, mojados de su saliva y gimió con fuerza, de pura necesidad.
—¿Tienes un preservativo? —susurró él ronco.
—Coge uno de mi bolso —jadeó ella.
Hall se agachó para coger su bolso y empezó a rebuscar a toda prisa, respirando afanoso. Teresa le miraba acariciando el vello de su pecho, impaciente.
—Dame —resopló ella tomando el bolso.
Sacó un preservativo y se lo pasó a él, que, sin dejar de mirarle los ojos, la boca, los pechos, rasgó el envoltorio con los dientes.
—Chica prevenida. Me gusta —jadeó manipulando su miembro mientras se ponía el preservativo.
Y justo después regresó a su boca haciéndola gruñir de ganas. Aquel beso fue mucho más profundo y lento que los anteriores, los que ella había sentido más urgentes y breves. Este los sumió a ambos en una nube de eróticos sonidos.
Teresa pensó que Hall la acariciaba muy bien, con pasión. Sus enormes manos calientes resbalaban por su piel erizada, bajando por su cintura, sus caderas, apretándola sin parar. Agarrando sus nalgas con ambas manos tiró con fuerza de sus bragas para desnudar su sexo. Ella seguía pensando en la visión de aquel miembro enorme hasta que los dedos de Hall la distrajeron de ese obsceno pensamiento, metiéndose entre sus labios, adentrándose en ella para salir e inmediatamente después penetrarla con una violenta sacudida que la hizo gritar con fuerza.
Hall ya no paró de penetrarla, empujando, presionando más y más profundo cada vez, notando cómo su carne tierna y jugosa se dilataba y se contraía en torno a él.
Teresa seguía cada embestida arqueándose contra el cuerpo duro y caliente de Hall, gimoteando de placer.
—Eso es, finge. Lo haces tan bien… —gruñó él.
—No estoy fingiendo —susurró ella justo antes de apretarse contra aquella polla que la llenaba por completo una y otra vez.
Hall resopló extasiado dándose cuenta de que en ese momento era ella la que se lo estaba follando a él. Aquello le pareció el colmo del placer e hizo que se dejase llevar perdiendo el control como nunca lo había hecho en toda su vida.
Si algo sabía hacer Hallbjörn Jansson era mantener el control. En sus treinta y dos años de vida había aprendido a ser frío y a no dejarse llevar por las emociones, pero aquella chica tan inteligente y bonita le ponía contra las cuerdas.
Sus cuerpos chocaban absortos en aquel frenesí potente, húmedo y caliente. Ella se agitaba sintiendo cada duro centímetro del ímpetu de aquel hombre y él se hundía resbalando, empujado dentro de ella, escuchando su erótica y ronca voz entrecortada y aquel sonido mojado de su carne abierta y jugosa recibiéndole.
Teresa meneaba sus caderas pegando su vientre al de Hall mientras él agitaba su cuerpo con cada nuevo golpe de las suyas. Ella se estremecía totalmente absorta en aquel placer y él se perdía en ella bramando y gruñendo como un animal, haciéndola resoplar, dejándola sin resuello. El calor que emanaba del cuerpo de Hall era tan intenso que Teresa se sentía extrañamente encendida, ardiendo, como nunca.
Los fuertes jadeos se convirtieron en ahogados gimoteos hasta que, al final, ella ya no pudo emitir ningún sonido a pesar de tener la boca abierta. Y por primera vez en su vida se sintió plena, repleta y se dio cuenta de que aquella sensación era lo que había estado buscando siempre.
En el momento en que tomó conciencia de ello su cuerpo comenzó a temblar sin control. Entonces Hall la besó con una profunda necesidad para inmediatamente después gruñir mientras palpitaba con fuerza, corriéndose por fin. Los cuerpos de ambos se pusieron tensos, rígidos, recogiendo cada uno el orgasmo del otro hasta que todos sus miembros volvieron a relajarse mientras aún permanecían unidos, con los ojos cerrados, casi sin resuello.
Hall abrió los ojos primero y contempló a Teresa, que permanecía suspirando con los ojos cerrados y se quedó conmocionado al ver cómo una lágrima le caía por la mejilla, resbalando suavemente. Él se la retiró acariciándola apenas mientras la sostenía abierta de piernas, pegada a la pared, con los zapatos de tacón aún puestos.
—¿Estás bien? —le susurró con ternura.
—Sí. De maravilla —asintió ella abriendo los ojos y sonriendo.
—A mí también me ha gustado mucho —susurró Hall ronco y sofocado.
Él la abrazó para dejarla en el suelo saliendo de ella con cuidado y ella se sujetó a su cuerpo aferrándose a los músculos tensos y duros de su espalda tatuada.
Se miraron fijamente acariciándose el cuerpo en silencio, separándose, soltándose lentamente, como si les costase esfuerzo, y Hall sintió que aquello que acababan de hacer había sido algo más que follar, aunque no supo muy bien por qué.
Teresa se posó en el suelo notando cómo aún le temblaban las piernas y echó en falta el calor del cuerpo de Hall y se odió a si misma porque sentía algo parecido a mariposas en el estómago.
Hall respiró profundamente para recuperar el resuello, se quitó el preservativo lo guardó en un pañuelo de papel y se lo metió en el bolsillo de su cazadora de cuero. No podían dejar pistas de ellos en el lugar del crimen y se vistió rápidamente escuchando aún la respiración afanosa de Teresa. Ella le sonrió y él le devolvió la sonrisa admirando su cuerpo pequeño de perfectas proporciones, viendo cómo recomponía su disfraz de lady.
Sonrió más aún al verla recolocarse la peluca rubia y pensó que estaba mucho más bonita con su pelo oscuro, corto y despeinado.
Ella descubrió sus ojos en el espejo, observándola, y volvió a sentir las molestas mariposas en el estómago, como si fuesen hambre.
—¿No me vas a decir tu nombre? —le pidió Hall.
Ella se volvió y le miró, y las mariposas volvieron a aletear con más fuerza.
—Me llamo Tessa.
—Tessa —repitió Hall en un susurro—. Hola, Tessa.
—Hola, Hall.
Se sonrieron y comenzaron a recoger todo en silencio: los guantes de látex, el bolso, la ropa que aún quedaba en el suelo. Cuando estuvieron seguros de que todo estaba como cuando entraron a la suite, incluida la maletita negra de terciopelo, volvieron a ponerse frente a frente.
—¿Lo tienes todo? —preguntó él.
—Sí —asintió Tessa abriendo su bolso y sacando el huevo de Fabergé para volver a mirarlo.
—Ya tienes tu huevito.
—¿No es precioso?
—Es una cursilada, la verdad —dijo Hall mirándolo con desdén.
—¿Qué? ¡Es una pieza magnífica, pedazo de bruto! ¡Debes de estar bromeando! —exclamó Tessa—. Este es el llamado Huevo del Cuco. Se fabricó en 1890 y en la actualidad se estima que tiene un valor de entre cinco y siete millones de dólares.
—Pues a mí no me gusta nada.
—¡Este es uno de los huevos que estuvieron desaparecidos casi un siglo! ¿Cómo no te puede gustar el esmalte azulón perfecto con el oro incrustado? Mira, tiene un reloj de mesa en el frontal. Y al presionar un pequeño botón de oro en la parte superior del huevo, sale un cuco que mueve sus alas —dijo Tessa enseñándole el mecanismo.
—Creo que están sobrevalorados.
Teresa le miró entre extrañada y furiosa.
—Me da igual lo que tú opines. Tengo que avisar a mi contacto de que ya lo tengo y dejarlo en el lugar que me indique —dijo guardándolo en su bolso de nuevo, no sin antes envolverlo en un pañuelito que llevaba en el bolso.
—Reconócelo, si pudieses te lo quedarías para ti —sonrió Hall.
—No digo que no, pero de momento es mío, aunque solo sea por unas horas —dijo ella con codicia.
—¿Y no me vas a dar las gracias?
—Gracias —dijo tirándole el par de pendientes con el collar que Hall cogió al vuelo.
—De nada —respondió él sonriendo.
—Hay más —dijo sonriendo ella también, lanzándole el Rolex de oro macizo—. ¿Suficiente?
—No está mal. ¿Algo más?
—Sí, esto —dijo Tessa cogiendo una botella de pastís Ricard del minibar que había estado abierto todo el tiempo.
—Entonces creo que ya hemos terminado aquí —dijo Hall.
—Exacto —dijo Tessa frunciendo el ceño de nuevo.
Miró a su alrededor diciéndose a sí misma que aquella especie de anhelante angustia que sentía en las tripas no era por culpa de Hall.
—Sí. Puede que volvamos a vernos aquí, en París, en Venecia… —Hall no terminó la frase.
No quería marcharse, quería quedarse allí con aquella chica y volver a hacer el amor con ella.
—O en Barcelona. ¿Quién sabe? —dijo Tessa.
—¿Eres de Barcelona? —preguntó él intentando hacerla hablar un poco más.
—No te voy a decir nada más de mí. Ya sabes demasiado.
Hall se acercó a ella y sin mediar palabra tomó su rostro acariciando sus mejillas y la besó con dulzura. Tessa le devolvió el beso y muy a su pesar lo interrumpió chupándose el labio inferior, el que Hall había mojado con su saliva. No podía, no debía sentir aquello que estaba sintiendo.
Tessa salió primero, después Hall. Lo hicieron con el mismo sigilo con el que habían entrado, quitando el cartel de no molestar del pomo de la puerta y dejándolo encima de la mesilla del recibidor de la suite, sin posar sus huellas dactilares en ningún lugar, antes de cerrar la puerta tras ellos.
«Para cuando el ruso se dé cuenta del robo será tarde y estaremos ya muy lejos del Ritz», pensó Hall.
Por su parte, Hall había cumplido lo acordado: encontrar a Teresa Simón y hacerle saber a su cliente que estaba bien, sana y salva. Se había pasado un mes recopilando información acerca de aquella chica, sus datos personales, sus movimientos. Él no sabía quién era la persona que la buscaba ni le importaba, solo sabía que le había pagado muy bien por mantenerle informado y recibir algunas fotografías del aspecto actual de Tessa y de su paradero. Lo convenido había sido que, a partir de ahí, Hall se olvidaría de todo aquello y de Tessa, pero ahora aquella parte del trato le parecía difícil de cumplir.
«Ella no me ha mentido, me ha dado su verdadero nombre», pensó Hall.
Echó una última mirada al pasillo, para ver si Tessa aún estaba allí, pero ya había desaparecido dentro del ascensor. Después sonrió y susurró: «Suerte, corazón», justo antes de pulsar el botón de la planta baja.
Cogieron distintos ascensores. Ella, el que la condujo a su habitación para dejarla quince minutos después. Él, el que lo llevó a la entrada y a la calle.
Y ambos se separaron pensando que, si tenían que volver a encontrarse, más tarde o más temprano, así sería.