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Juntos no existe el tiempo y no tenemos edad. Porque a veces esta unión inexplicable traspasa todo lo físico y se convierte en una promesa de eternidad. Mark y Frank ya son padres de tres hijos y han entrado en la madurez con su pasión intacta, más unidos que nunca y lidiando con la difícil adolescencia de su hija mayor. Será ella, Charlotte, quien pondrá patas arriba la tranquila vida que llevan en Nueva York cuando decida fugarse a Los Ángeles con la intención de probar suerte como actriz. Mientras Mark y Frank intentan traer de vuelta a casa a su díscola hija de quince años, una inesperada herencia hará que Mark tenga que viajar hasta Irlanda. Una vez más tienen que separarse, y su amor se pondrá a prueba de nuevo cuando los secretos del pasado amenacen con tambalear sus vidas. Pero el verdadero obstáculo que deben superar no tiene que ver con la distancia y sí con cumplir la promesa que una vez se hicieron: "En la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte nos separe". - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!
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Seitenzahl: 504
Veröffentlichungsjahr: 2020
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2020 Irene Mendoza Gascón
© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Un puñado de esperanzas III, n.º 279 - septiembre 2020
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com y Shutterstock.
I.S.B.N.: 978-84-1348-507-2
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Cita
PRIMERA PARTE
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
SEGUNDA PARTE
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Epílogo
Recomendación de la autora
Si te ha gustado este libro…
Soy lo que has hecho de mí. Toma mis elogios, toma mi culpa, toma todo el éxito, toma el fracaso, en resumen, tómame.
Grandes Esperanzas, Charles Dickens
Astoria, Queens, finales de mayo de 2030
Frank se miró en el espejo que adornaba una de las paredes del salón de nuestra casa y bufó de frustración un par de veces, pellizcándose las mejillas.
—¿Qué pasa, amor? —pregunté quitándome las gafas para leer, dejando de ojear un libro, medio aburrido y obviando todo lo que había tardado en decidir qué ponerse.
—Creo que dentro de poco pareceré una pasa —dijo haciendo un puchero.
Me levanté del sofá Chester y me acerqué a ella, que continuaba frente al espejo con un mohín de disgusto y la rodeé con mis brazos. En el plato de vinilos sonaba un viejo éxito de Tom Jones, She’s A Lady.
—Una pasa preciosa —dije retirándole el pelo para besar su cuello y aspirar su aroma.
—¡No te burles, Mark!
—No lo hago. Apenas tienes arrugas, no exageres —le dije con ternura—. Yo sí que estoy arrugándome. ¿Lo ves?
Era cierto, tenía patas de gallo, el entrecejo marcado y los rasgos más afilados. Ella observó mi reflejo en aquel espejo con marco dorado envejecido, la última sugerencia decorativa de Pocket para nuestra casa y se apoyó en mí. Pude sentir el calor de su cuerpo a través de la ropa.
—Los hombres siempre tenéis el recurso machista de decir que sois «maduritos atractivos». Con nosotras no hay piedad. En breve seré invisible —suspiró—. Pero da igual. No pienso dedicar todas mis energías a evitar algo que es cuestión de tiempo y ponerme bótox hasta parecer una esfinge y no poder ni reír por miedo a mearme encima.
Reí con el comentario y la apreté un poco más contra mi cuerpo haciéndola sentir mis músculos a conciencia. Tenía toda la razón, como siempre.
Yo me mantenía en forma boxeando en el gimnasio de Joe, como siempre. Bueno, sí he de ser sincero, más que en forma. Me encontraba muy bien para mi edad, no es por presumir.
Soy de natural delgado y musculoso, pero había empezado a cuidarme bastante más en cuanto a la comida porque en mis análisis médicos del año anterior había salido que tenía alto el colesterol y Frank no me dejaba bajar la guardia.
«Quiero tenerte en perfectas condiciones sexuales hasta al menos dentro de otros cincuenta años, chéri. Ya sabes que una buena circulación de la sangre lo es todo en cuanto al miembro masculino se refiere», me decía.
En cuanto a ella…, Frank siempre estuvo a otro nivel. Ya lo decía Tom Jones, era una dama, tenía estilo. Ella era guapa, con una belleza elegante, distinguida, simplemente lo era. No solo por su físico. Seguía teniendo un cuerpo bello y absolutamente deseable, pero para mí era hermosa por sus pecas, su nariz chata y respingona, sus deliciosos labios cuando sonreía, sus ojos del color del caramelo y sobre todo por su inteligencia y su personalidad apasionada. Y porque era mi Frank y me hacía unas felaciones gloriosas, lo reconozco. Continuaba siendo ella, ingeniosa, divertida, dulce, vibrante de entusiasmo en todo cuanto hacía o decía y eso era lo que realmente la convertía en alguien tan atrayente. Era sincera y leal a pesar del tiempo, del dinero y de ser la gerente y principal inversora de la Academia de Artes Escénicas Charmaine Moore.
—Eres hermosa, con arrugas y sin ellas, y siempre lo serás, amor. Eso no lo puede cambiar nada, ni todo el tiempo del mundo, y nunca serás invisible para mí.
—Tu tampoco estás tan mal para tus cuarenta y siete años, chéri —sonrió.
Frank se giró para rodearme el cuello con sus brazos y yo la besé con suavidad en los labios. Después tomé su rostro entre mis manos y lo observé en silencio durante unos preciosos segundos. Tenía unas graciosas marcas de expresión en los ojos cuando sonreía. Lo hacía mucho y siempre he querido pensar que gracias a mí. Sus ojeras estaban más marcadas, sus mejillas menos redondeadas y ya tenía algunas canas que se empeñaba en teñir, pero no tantas como yo, que ya las lucía generosamente en las patillas.
Ella también intentaba mantenerse en forma con algo de pilates, yoga o nadando, pero su personalidad la incapacitaba para ser constante y, aunque su cintura no hubiese vuelto a ser la misma después de tres embarazos, a mí no me importaba en absoluto porque seguía teniendo un trasero que me volvía loco, su piel era igual de suave y continuaba estremeciéndose del mismo modo espectacular cada vez que la acariciaba.
Creía conocerla perfectamente, aunque siempre lograba sorprenderme de cuando en cuando, a pesar de llevar veinte años juntos, pero en aquel momento, gracias al conocimiento mutuo y la intuición que da la convivencia, pude darme cuenta de aquel malestar suyo.
—Nena… ¿Todo esto no será por tu próximo cumpleaños?
—La verdad es que sí —resopló—. Ahora mismo no tengo ninguna gana de cumplir los cuarenta.
Volví a reír abrazándola con fuerza.
—Pensé que era yo el único anticelebraciones. A ti siempre te han encantado las fiestas de cumpleaños, los bautizos y las bodas —bromeé para ponerme serio de pronto—. Te aseguro que cuando tengas noventa años seguiré deseándote igual que ahora.
Se lo dije sabiendo que cada palabra era real y la besé en el cuello suavemente. Frank ronroneó y yo le rodeé la cintura y la atraje hacia mí.
—¿Con noventa años crees que lo seguiremos haciendo? —sonrió.
—Estoy seguro. Con las mismas ganas de siempre —le dije al oído.
Mis caderas se pegaron a las suyas y noté cómo respiraba hondo, lo bastante como para que sus senos rozaran mi pecho haciendo que mi pelvis se balanceara hacía adelante y rozara la suya suavemente. Ella se frotó contra mi cuerpo y seguí el compás de sus movimientos, casi imperceptibles. Tomé sus manos y enredé mis dedos en ellas para mantenerlas bajas, a cada costado de su cuerpo, y pegué mi frente a la suya sin dejar de mirar sus ojos. El balanceo de nuestros cuerpos persistía haciéndome sentir en el estómago aquel calor pesado y profundo del deseo. Continuamos así, casi sin menearnos, y noté un leve estremecimiento en Frank que se propagó hasta mi cuerpo e hizo que el mío se contagiase del suyo y que la piel se me erizase. Mis dedos apretaron los suyos y sentí su mano con fuerza contra la mía.
—Se me están quitando las ganas de salir —susurró en mi boca haciendo que sintiese sus palabras sobre mis labios.
—Pero se lo habíamos prometido a Pocket y ya estás preparada… por fin —reí con una de mis socarronas sonrisas torcidas.
Frank me propinó un codazo en el costado haciéndome reír con más fuerza.
—Está bien, saldremos —dijo—. Me da pena que Jalissa haya decidido pedir el divorcio al final.
—Sí, a mí también. Pensé que cambiaría de opinión —suspiré acariciando sus dedos enredados entre los míos—. El pobre Pocket está hecho polvo. No levanta cabeza.
—Pues ella está genial. Más guapa que nunca. La vi muy bien el otro día, cuando comimos juntas. Hablamos de su nuevo trabajo y me dijo que… bueno, que había comenzado a salir con alguien. Solo para ver qué tal, aún no es nada serio, pero creo que es mejor que no le digamos nada a Pocket.
—¡No, claro! —resoplé imaginando el drama que podría montar mi amigo—. Si se entera se va a deprimir aún más. Lo está llevando fatal. Hace más de un año que se separaron y no lo supera. Por eso tenemos que salir a animarlo un poco.
—Me da pena, por los dos. Y por Jewel y D’Shawn.
Asentí sin dejar de acariciar sus dedos.
—Pocket dice que Jalissa le dijo que ya no estaba enamorada y que no quería conformarse. —Frank asintió.
—A nosotros no nos pasará eso, chéri. Estoy segura —dijo alzando mis manos hacia su cintura para que la abrazara.
—No, amor, nunca. Lo que tú y yo tenemos es especial —dije acariciándola.
—Lo sé —susurró Frank pegando su vientre al mío.
No lo decía por decir. Lo creía sin duda alguna. Habíamos pasado por muchas cosas juntos, sobre todo los diez primeros años de nuestra vida en común, con aquel par de dolorosas separaciones por causa de la difunta amiga de la familia Sargent, Patricia Van der Veen. La siguiente década, criando a nuestros hijos y ocupándonos de la academia, pasó a toda velocidad y, aunque agotadora, había sido maravillosa. Tal vez esos primeros años de dificultades, de luchar para mantenernos unidos, era lo que había logrado hacer que nuestra unión fuese tan sólida. El mismo Pocket me lo había dicho una vez, hacía bastante tiempo, que nosotros no éramos como Jalissa y él, que teníamos algo diferente, un vínculo indestructible que el paso del tiempo no podía romper. Y era cierto. Todo podía cambiar a nuestro alrededor, pero no nuestro amor, el que hacía que sintiésemos esa pasión el uno por el otro.
La estreché con fuerza contra mis caderas y ella me acarició el pecho suavemente, bajando y subiendo sus manos de mis pectorales hasta más abajo de mi ombligo, demorándose en esa zona tan sensible. Notaba su tacto a través de la camisa, caliente sobre mi piel. Suspiré con fuerza y ella sonrió con picardía.
—Estás dispuesta a que lleguemos tarde, ¿verdad? —susurré ronco por culpa de mi más que evidente excitación.
—¿Uno rapidito antes de cenar? —sonrió mientras comenzaba a enredar con mi cinturón.
No pude más y la tomé por la nuca con un gruñido animal de asentimiento para acercar su boca a la mía con fuerza. Frank tomó mis labios con avidez y me dejé arrastrar por su lengua y su aliento caliente y húmedo. Mis manos se aferraron a su trasero apretándolo con firmeza. Ella ya había conseguido soltarme el cinturón y yo ya estaba subiéndole la falda hasta la altura de la cintura entre risas, mientras nos acariciábamos y besábamos ansiosos cuando se oyó un portazo y una exclamación de asco.
—¡Oh, por favor! ¿No podéis hacer eso en… en otro momento o en otro lugar? —dijo Charlotte, nuestra hija mayor.
Nos soltamos rápidamente. Frank no pudo evitar una risita antes de ponerse sería mientras yo intentaba guardar la compostura, descamisado y rojo como un tomate.
¿Cómo íbamos a explicarle a nuestra hija lo mucho que a su madre y a mí nos gustaba hacer el amor? Simplemente, no podíamos.
—No te esperábamos, chérie. ¿No ibas a ensayar con D’Shawn y Jewel en el garaje de Pocket? —preguntó Frank aún aferrada a mi cintura.
—¿Y vosotros no ibais a salir a cenar con Pocket? —dijo Charlotte con cara de pocos amigos.
—Contesta a tu madre… —le reprendí con suavidad mientras Frank se recomponía la ropa.
Charlotte resopló antes de comenzar:
—D’Shawn se ha enfadado con Jewel porque, según él, estaba tocando fatal la batería. Yo le he dado la razón a ella porque el que estaba perdiendo el compás era él y me estaba haciendo cantar a destiempo, y D’Shawn se ha enfadado con nosotras dos por llevarle la contraria y ponerle en evidencia —dijo nuestra hija dejándose caer en el sofá del salón exasperada por nuestras miradas de estupor—. Parecéis dos adolescentes salidos, ¿lo sabíais?
—Estamos casados y en la intimidad de nuestra casa, hija —dije intentando parecer un padre serio y responsable.
«Lo de intimidad es mucho decir», pensé. Me volví a mirar a Frank, que intentaba no reírse. Charlotte puso los ojos en blanco.
—Comportaros un poco. Al menos delante de mí.
—Lo hacemos —refunfuñé.
—Sí, como la semana pasada, que os pillé en este mismo sofá en… en cueros y… ¡Oh, por favor! No quiero recordar eso ni estar aquí sentada.
Y se levantó para tomar asiento en una butaca, mirando el sofá con aprensión.
Carraspeé. Nuestra hija de casi dieciséis años nos había sorprendido haciendo el amor en el sofá Chester y desde entonces no nos podía mirar a la cara ni sentarse en aquel lugar de la casa sin resoplar como si fuese una dama del Ejército de Salvación. En nuestra defensa diré que no estábamos completamente desnudos, pero lo suficiente para lo que interrumpió.
—¿No deberías estar en el apartamento de Charlie, con tus hermanos? —preguntó Frank.
—No necesito ninguna niñera —respondió Charlotte.
Mi madre se había comprado un apartamento con vistas a Central Park para pasar tiempo con sus nietos. Durante años los había cuidado y consentido y nos había proporcionado múltiples momentos de intimidad a Frank y a mí. Pero Charlotte ya no era ninguna cría, aunque yo me empeñase en negarlo y Korey, a sus casi once años, estaba a punto de dejar de serlo. Solo la pequeña Valerie, a la que habíamos llamado así por una canción de Amy Winehouse, mantenía intacta su ilusión por las cosas de niños.
—Sí que la necesitas —repliqué.
—Ya soy mayor.
—¡Mayorcísima! —dije con sarcasmo.
—Mark… —me reprendió Frank con dulzura.
Ella era consciente de que Charlotte y yo éramos muy parecidos, cabezotas y orgullosos y que enseguida saltaban chispas. Por eso, en cuanto podía frenaba nuestras disputas para que no acabásemos enzarzados en una discusión. Aunque no siempre lo lograba.
Pero en aquel momento yo no tenía ganas de discutir, así que hice un esfuerzo y suavicé mi tono.
—Anda, hija, llama a tu abuela y dile que te quedas aquí para que no se preocupe. Nosotros nos vamos ya —dije.
—De acuerdo… —gruñó Charlotte, frunciendo el ceño de la misma forma que yo para acto seguido esbozar una sonrisa torcida marca Gallagher—. ¡Pasadlo bien!
Negué con la cabeza mientras Frank posaba la mano sobre mi hombro.
—Has estado muy comedido, chéri. Sé lo que te cuesta, así que… enhorabuena —dijo besando mi mejilla
—¡Qué remedio me queda! —sonreí justo cuando salíamos por la puerta.
—Divorcio… —resopló Pocket compungido mientras terminábamos la noche en el pub de Sullivan—. Y para colmo el negocio no va bien. Esta enésima crisis mundial nos está jodiendo a todos y nadie quiere gastar en decorar sus casas.
Su tienda de decoración, que tanto éxito tuvo al principio, llevaba meses casi sin clientela porque en Queens, la clase media, que era la que pagaba los platos rotos de todas las crisis, no levantaba cabeza.
—Sí, lo sé, tío. Estuve hablando ayer con el hijo de Santino y dice que todo anda muy raro. Hasta el alquiler de coches —dije.
—En la academia no nos libramos tampoco. Cada vez tenemos menos donaciones y más gastos. La luz y el gas están por las nubes. Y el agua —dijo Frank.
Asentí y estreché su mano. Sabía de sobra por las dificultades que estábamos pasando. El país había llegado a tener varios colapsos energéticos. El clima era cada vez más extremado y afectaba a las economías de todos los países. Las inundaciones se alternaban con periodos de sequía y olas de calor intenso o frío polar. Los apagones eran numerosos en Nueva York, lo que me había llevado a invertir parte de mis acciones de los estudios Kaufmann, propiedad de mi madre, en la academia para abastecerla mediante paneles solares que evitasen tanto gasto energético.
Nosotros podíamos aguantar los malos tiempos, éramos unos privilegiados. Aunque nuestros fondos hubiesen mermado bastante en la última década no nos faltaba dinero, esa era la verdad, pero si mi amigo de la infancia no recuperaba clientes iba a estar en problemas pronto. Le habíamos ofrecido nuestra ayuda en numerosas ocasiones, pero él se había negado.
—Ya sé que te lo he dicho muchas veces y que no hace falta repetirlo, pero… —comencé.
—Lo sé, lo sé, tío —asintió Pocket sin dejarme terminar.
Conocía a mi viejo amigo lo suficiente como para saber que sería difícil que aceptase ningún auxilio monetario, aunque tanto Frank como yo estábamos dispuestos a ayudarle si llegaba el caso.
Saqué un par de pintas más y mi insípida cerveza sin alcohol y los tres continuamos hablando de cosas menos alarmantes con lo que la velada terminó con algunas risas y unas cuantas canciones irlandesas.
Nos despedimos de Pocket dejándole en su apartamento alquilado de Forest Hills, al que se había mudado al separarse de Jalissa, y nos encaminamos a nuestra casa en Astoria.
Astoria había cambiado mucho en diez años y ahora era un barrio de clase media alta. Del antiguo y sencillo distrito multicultural de Queens con edificios de poca altura y pequeños negocios familiares quedaba poco. La zona seguía albergando a la mayor comunidad griega de Nueva York y aún resistían restaurantes griegos rodeados de iglesias ortodoxas, pero abundaban nuevos locales de moda que atraían turistas ávidos de lo «normal y corriente, sin artificio», decían los tours turísticos, y los precios, antes asequibles, se habían puesto por las nubes.
Frank canturreaba bajito una canción antigua que sonaba en nuestra emisora favorita. Casi todo lo que nos gustaba a ambos ya era considerado antiguo por nuestros hijos, como aquel estupendo éxito de los INXS, Never Tear Us Apart.
—¿Te lo has pasado bien? —pregunté aparcando el Audi en el garaje de nuestra casa.
—Sí. ¿Y tú? —preguntó con una sonrisa somnolienta.
—También. Hacía bastante que no salíamos de noche.
Salimos del coche a la vez, yo canturreando: «Amo tu precioso corazón. Yo estaba de pie. Tú estabas allí. Dos mundos colisionaron…».
La miré y dejé de cantar. Frank estaba espectacular, vestida con una blusa de seda amarilla atada con una lazada en el cuello, a juego con una falda muy vaporosa, que se ondulaba con cada uno de sus movimientos. No llevaba sujetador y sus pechos naturalmente turgentes se le marcaban bajo la etérea tela.
—Estás preciosa —dije de pronto repasándola de arriba abajo con la mirada.
Hacía varios meses que no salíamos solos y que no la veía vestida para cenar fuera de casa y me pareció que estaba radiante.
Frank se quedó de pie, junto al coche, aguardándome en silencio, y yo me acerqué despacio, sin romper el contacto visual. Había algo muy dulce y a la vez muy sensual en su forma de mirarme. Sabía que se sentía deseada en ese preciso momento y a mí siempre me ha encantado demostrárselo mediante aquellos juegos de seducción tan nuestros.
La alcancé agarrando su cintura y la atraje hacia mí despacio.
—Esta tarde nos hemos quedado a medias y por culpa de eso he estado toda la noche pensando en ti, ¿sabes? —susurré colocándole un mechón de pelo tras la oreja.
Al hacerlo le acaricié el borde del lóbulo y descendí por su cuello casi sin rozarla. Noté cómo se estremecía con mi tacto. Posé las yemas de los dedos sobre sus labios y sentí el temblor de su aliento en mis dedos. Inspiré con fuerza sin dejar de mirarla.
—¿Por eso me tocabas por debajo de la mesa? —sonrió.
Respondí con mi sonrisa canalla. Así había transcurrido toda la noche. Nos habíamos buscado con los ojos y con las manos, rozándonos de cuando en cuando. Durante la cena, una de mis manos se había adentrado en su falda deslizándose suavemente por su pantorrilla, subiendo por la cara posterior de la rodilla hasta alcanzar la redondez de su suave muslo donde, al rozarlo con las yemas de mis dedos, podía notar los casi invisibles pelillos rubios.
No fuimos más allá para no incomodar a Pocket, pero mis manos no habían hecho otra cosa que acariciar su muslo bajo la mesa y las suyas posarse en mi brazo, mi pecho o mi espalda con premeditada lentitud.
Me sentía abrumado y ansioso por tenerla.
—Te deseo. Mucho —susurré ronco besando su sien y su frente.
—Yo también a ti —respondió.
La tomé con más fuerza, apretándola contra mi cuerpo. Mis dedos rozaron su boca y Frank los chupó con la punta de su lengua. Su saliva húmeda y caliente tuvo un efecto inmediato en mi bragueta. Mi miembro comenzó a crecer y así se lo hice notar, apretándome contra su vientre.
—No vamos a poder… —jadeó—. Arriba está Charlotte.
—No puedo esperar, amor. ¿Y tú?
—Tampoco —susurró Frank soltándome los botones de la camisa a toda prisa.
Mi polla saltó bajo mis pantalones y sus manos expertas corrieron a liberarla desabrochándome el cinturón. Inmediatamente metió una mano en mis calzoncillos. No tuvo que rebuscar mucho, ya estaba en todo mi esplendor, duro e impaciente. Frank la tomó en su mano acariciándola, haciéndome gemir con fuerza. Ella también emitió un gemido y se chupó los labios. Al verla hacer ese gesto me lancé a besarla como un desesperado a la vez que ella me bajaba los pantalones junto con los calzoncillos y se tumbaba sobre el capó del coche.
—¿Aquí? El coche aún está caliente —jadeó.
—Yo sí que estoy caliente, nena —resoplé subiéndole la falda hasta los muslos.
—Pero quítame los tacones. No quiero rayar la carrocería, chéri.
Lo hice y, así, descalza, encima del Audi, abrió las piernas para mí, apoyándose sobre las palmas de las manos para no perder el equilibrio.
Acaricie su sexo presionando con mi mano, que notó la humedad caliente de la tela empapada.
—Umm… qué mojada estás —siseé.
—Llevo así desde esta tarde.
Le retiré las braguitas con urgencia y contemplé su sexo brillante y sonrosado. Mis dedos no pudieron aguantar las ganas de sentir aquella carne suave y tierna y el suave vello castaño. Acaricié sus labios primero con mis dedos y después con mi glande, haciéndola gemir muy fuerte.
Frank no aguantó ni dos minutos. Solo tuve que presionar un par de veces contra su clítoris y su cuerpo cedió abandonándose por completo. Siempre me ha maravillado su rapidez para alcanzar el orgasmo. Se arqueó elevándose sobre el capó del coche y cerró los ojos mientras gimoteaba entre sacudidas de placer.
No aguardé a que terminara. La penetré completa, notando cada suspiro, cada temblor, cada presión de su carne en la mía. Su cuerpo se agitaba en eróticas sacudidas, sus pechos bailaban bajo la seda mientras yo la penetraba una y otra vez, sin dejar de admirarla. Con una mano me aferré a sus nalgas y rápidamente le levanté la blusa con la otra para acariciarle los pechos. Sus deliciosos y duros pezones acabaron en mi boca. Tampoco pude aguantar mucho. La tomé por debajo de las rodillas pegándola a mí y me dejé llevar por aquel amor apasionado y urgente que sentía. Mi cuerpo se tensó mientras el suyo se relajaba por completo y me derramé copiosamente para dejarme caer sobre ella sin parar de gemir su nombre.
Después de todo aquel estallido de movimiento nos quedamos muy quietos, intentando recuperar el resuello mientras nuestros cuerpos continuaban unidos.
Al abrir los ojos e incorporarme la vi observándome serena y sofocada y sonreí resoplando. Estaba fatigado y el corazón me palpitaba con fuerza.
—Me encanta verte al terminar, chéri —susurró acariciándome el vientre.
—A mí también me encanta verte, amor —suspiré con aquel dulce y familiar dolor en el pecho, el que llevaba sintiendo desde el momento en que la conocí, aquella lejana tarde, cuando la fui a buscar al teatro donde trabajaba, en calidad de chófer.
Me había sabido a poco, pero me puse de pie y ayudé a Frank a levantarse del capó del coche aferrando sus manos. Ella me abrazó temblorosa y cálida y yo tomé su rostro encendido para besarla con toda la ternura del mundo antes de vestirnos de nuevo y coger el ascensor para entrar en casa, intentando parecer dos buenos padres castos y formales.
—Creo que no va a colar —dijo Frank con una risita—. Tienes las orejas rojísimas.
—Y tú estás toda sonrojada y guapísima —susurré volviéndola a besar apretándola con fuerza contra mi pecho.
Nuestra hija no podía entender lo mucho que nos costaba a su madre y a mí mantener una sana vida sexual con tres hijos de más de quince, once y nueve años. Era mucho más complicado que cuando eran pequeños. Se había vuelto una misión imposible tener sexo no silencioso en nuestra casa y solíamos recurrir a escapadas y momentos robados a la jornada para podar dar rienda a nuestros apetitos carnales más ruidosos. Aquello tenía su parte buena porque a ambos nos han gustado siempre los lugares extraños en los que podíamos ser vistos. Creo que nos pone, qué le vamos a hacer. Pero he de reconocer que donde mejor se hace el amor es en la propia cama de uno.
Charlotte estaba en el salón, bailoteando y escuchando música con los auriculares puestos, y aquella pinta de Madonna en los 80 que se había vuelto a poner de moda casi cincuenta años después. Ni nos oyó entrar. Al notar nuestra presencia dejó de moverse, se volvió y nada más vernos hizo un gesto con la cabeza a modo de saludo.
—Charlotte, es tarde. Deberías estar ya en la cama, ma chérie —dijo Frank casi gritando para que nuestra hija nos oyera.
—Mañana es sábado —refunfuñó.
—Ya es sábado, hija. Son más de las doce —apunté haciéndole un gesto para que se quitara los auriculares—. No quiero que te levantes a las tantas. Hemos quedado para comer con tu abuela.
—¡Yo tenía planes! ¡No es justo! Nunca me preguntáis.
—No chilles. Seguro que puedes hacerlos otro día. Y apaga la música, por favor —dijo Frank.
Nuestra hija adolescente obedeció resoplando y se encaminó a su habitación pasando a nuestro lado.
—Anda, cariño, dale un beso a tu madre —le pedí con suavidad y toda la paciencia del mundo.
Lo hizo, pero pasó de largo ante mí. Justo antes de entrar en su dormitorio se volvió hacia nosotros y mirándonos de arriba abajo se dirigió a Frank:
—Mamá, te has puesto mal la falda. Tienes la cremallera delante.
Y ambos nos miramos entre asombrados y avergonzados antes de echarnos a reír.
Después de un largo día de labor, la casa estaba en silencio por fin. Frank se había quedado dormida en el sofá, con el portátil encendido sobre su regazo mientras repasaba unos documentos relacionados con la Academia de Arte.
Me quedé sentado en la esquina del sofá, junto a sus pies descalzos, y le retiré el portátil que amenazaba con caerse en cualquier momento. Lo dejé en el suelo y me dediqué a observarla. Estaba apaciblemente dormida, preciosa, con una camisola que se le abría en el escote y me permitía ver uno de sus maravillosos pechos. De pronto me apetecía acariciárselos, pero preferí aguardar y continuar contemplándola. No tardó mucho en despertarse. Nada más abrir los ojos se encontró con los míos y sonrió con dulzura, haciendo que doliese de puro amor por ella.
—Me he dormido —bostezó—. ¿Es tarde?
—Sí, los niños ya duermen, pero me daba pena despertarte —susurré acariciando sus piernas desnudas.
—Estaba revisando algunas cosas de la academia —dijo incorporándose con cara de preocupación.
—¿Y? —pregunté acariciándole un hombro.
—No me salen las cuentas. Se han retirado otros dos inversores este mes pasado y necesitamos más capital o estaremos en serios problemas.
—He estado revisando los papeles que me dejaste —asentí—. Lo peor de todo es que mi madre tampoco anda muy boyante. Los últimos proyectos de Estudios Kaufmann han sido un auténtico fracaso y no ha recuperado la inversión. Así que mi participación como accionista no sirve de nada.
—Lo sé. La dichosa crisis está pudriéndolo todo. La gente lo está pasando muy mal y por eso mismo no quiero dejar a ningún alumno que lo merezca sin su beca. Hay verdadero talento en esos chicos y chicas. El único problema es que han nacido en el lugar equivocado.
—Hay unos cuantos que son geniales. El trimestre pasado, en las clases de improvisación de jazz, me encontré con verdaderos talentos. Por cierto, uno de ellos es D’Shawn. Tiene muy buen oído y compone sobre la marcha.
—Sí, pero ya sabes lo que opinan Pocket y Jalissa sobre lo de dedicarse al mundo del espectáculo.
—Como todos los padres del mundo, amor.
Me gustaba dar algunas clases que Frank denominaba magistrales. No las impartía durante todo el año y tampoco cobraba. Solo lo hacía por el placer de tocar el piano, como cuando animaba a la clientela en el pub de Sullivan.
—Cambiando de tema. He estado pensando en hacer una recaudación de fondos o algo así, pero sé que toda esa gente del Upper East Side no va a aportar un solo dólar. Los conozco. Si no obtienen un beneficio rápido no colaborarán. Las donaciones desinteresadas y anónimas que nosotros necesitamos no les importan. Y yo no quiero dar protagonismo a los benefactores, como en otras escuelas, sino a los alumnos.
—Sí, ya sé lo que opinas de la caridad, que es indigna.
—Además… —suspiró Frank—. Me he labrado una reputación peligrosa con los años.
—Ya, anti-Trump y todo lo que representaba.
—Y lo que aún representa. Sí, algunos me ven como una peligrosa comunista —sonrió con ironía.
—¿Tal vez en Hollywood? —sugerí.
—Si hay bebida gratis y fotógrafos, puede —rio Frank.
Sonreí acariciando su mejilla. Frank era la persona más lúcida e inteligente que había conocido y también la que tenía un corazón más grande. Ella veía el mundo tal y como era y aun así nunca perdía la fe. Por eso era mi esperanza y la medicina para el cinismo heredado de mi madre y el pesimismo de mi padre.
Bostecé y Frank me miró con ternura. Era viernes y estaba agotado tras toda una semana de ir y venir de fiestas escolares de fin de curso al parque, de llevar a Korey y a Valerie a sus clases particulares, de labores de amo de casa y de machacarme en el gimnasio de Joe.
Lo habíamos decidido así. Frank era quien iba a trabajar a la Academia de Artes Escénicas cada día, solo por las mañanas. Por las tardes trabajaba en casa y yo me ocupaba de las cosas del hogar y los niños.
Nunca hubo ningún problema. Era nuestro pacto. Éramos un equipo. Me sentía afortunado de ver crecer a mis hijos, de cuidarlos y educarlos. Era un privilegio que muy pocos padres conocen. Además, ninguno de los dos habíamos tenido esa suerte y siempre tuvimos claro que estaríamos cerca de nuestros tres hijos, viéndolos crecer. Pero últimamente Frank estaba más pendiente de los asuntos de la academia porque las cosas no iban bien y se sentía mal por ello.
—Encontraremos la solución, amor —dije volviendo a bostezar.
—Estás cansado. ¿Por qué no te has ido a la cama? —preguntó acariciando mi pelo.
—Porque no me gusta irme sin ti. Te estaba esperando. No me gusta dormir solo.
—¡Oh, Mark! —susurró abrazándome y yo la estreché con fuerza—. Llévame a la cama, mon amour.
Lo hice. La tomé en brazos y ella reposó su cabeza en mi hombro acariciando mi cuello con la punta de su nariz durante el camino a nuestra habitación, en el ático de nuestra casa, un antiguo edificio industrial reformado con garaje y tres plantas en Astoria, al noroeste de Queens, frente a Manhattan.
A mí lo que me gustaba de verdad del barrio, aparte de que no tenía ese divismo pijo del Upper East Side, era el Astoria Park, para hacer picnic con Frank y los niños cuando llegaba el buen tiempo. Estaba junto al East River y desde allí se veía cómo se encendían las luces al atardecer, porque os puedo asegurar que Manhattan es más hermoso desde lejos, al otro lado.
Todo estaba en calma. Nos acostamos y Frank se acurrucó de espaldas a mí, entre mis brazos, sabiéndose amada y a salvo.
—Saldrá algo, ya lo verás —le susurré besando su pelo.
—Es verdad. Siempre lo hace —susurró con una sonrisa, terminando mi frase.
Yo la envolví con mi cuerpo, cerré los ojos respirando el aroma de su piel y sintiendo su calor me quedé dormido como un bebé, escuchando de fondo el constante zumbido del tráfico que cruza de Queens a Manhattan y el latido de su corazón, al compás del mío.
Así fue. La solución llegó días después. Charlie, mi madre, nos ofreció la oportunidad de promocionar la Academia de Artes Escénicas Charmaine Moore, dedicada a la memoria de la madre de Pocket, que casi había sido una madre para mí de niño, cuando la mía se fue a probar fortuna a Hollywood abandonando a mi padre alcohólico.
El único inconveniente era que la gala en la que íbamos a participar para intentar recaudar fondos privados era en la embajada americana en Venecia, al otro lado del mundo. Charlie había movido los hilos entre sus amistades del mundo del cine para conseguirlo y nos había incluido en aquella fiesta que tenía que ver con el famoso festival de cine casi centenario que se celebraba en Venecia.
—¿Y por qué no me lleváis con vosotros? Cuando era niña lo hacíais —dijo Charlotte.
—No, chérie. Ya no lo eres y tienes que ser responsable. Estás a final de curso y debes quedarte aquí. Primero son tus estudios —dijo Frank.
—¡Pero yo quiero ir a Venecia, mamá! —se quejó Charlotte amargamente.
Frank me miró para que interviniera.
—Solo va a ser un fin de semana y no son unas vacaciones. Vamos por negocios.
—No os molestaré. Venga… —dijo haciendo un puchero.
—No, Charlotte. La abuela está de vuelta en Los Ángeles, así que te quedarás con Jalissa, como siempre. Ya está decidido —dije intentando zanjar la situación.
—¡Es injusto! ¡Me tratáis como a una cría! —gritó Charlotte.
Nuestra hija mayor bufó de rabia y se metió en su habitación dando un portazo.
Charlotte llevaba tiempo anclada en aquella espantosa edad que llaman adolescencia y he de reconocer que yo la soportaba mucho peor que Frank. Echaba de menos a mi risueña hija, a mi niña pecosa de rizos caobas que desapareció de la noche a la mañana tres años atrás para convertirse en una iracunda jovencita que llevaba cinturones anchos en vez de faldas, camisetas ceñidas y rotas, que escuchaba una música espantosa heredera de algo que llamaban Trap y que siempre parecía molesta conmigo y de mal humor con el planeta en general. A su favor, he de decir que tocaba el piano maravillosamente, la guitarra, la flauta irlandesa y había conservado un gusto familiar por las canciones que ella denominaba «viejunas».
Al contrario que su hermana, Korey y Valerie no opusieron resistencia a nuestros planes. Ellos terminaban las clases dos semanas antes que Charlotte y se iban a las montañas de campamento, con otros compañeros de clase, ese mismo viernes. Además, ambos tenían un carácter mucho menos contestatario que su hermana mayor.
Así que preparé una pequeña maleta con cuatro cosas mientras Frank llenaba dos de las suyas con todo tipo de «por si acasos» y viajamos a la vieja ciudad de los canales.
La fiesta tuvo lugar el día de nuestra llegada a Venecia. Nos alojábamos en un palazzo de estilo gótico veneciano del siglo XV reconvertido en hotel. La elegante suite con vistas al Gran Canal era de apariencia antigua, pero todo lo moderna que debía ser al tratarse de un lujoso hotel de cinco estrellas.
Deshicimos la maleta, llamamos a Jalissa, para comprobar cómo estaba Charlotte, porque nuestra hija no nos cogía el teléfono y tras una breve charla con ella rezongando, que logramos gracias a la propia Jalissa, salimos a comer porque lo mejor de una ciudad tan antigua y bella como Venecia, como dice Frank, es callejear.
Acabamos entrando a una pequeña librería de viejo donde compré un libro sobre Venecia y Casanova y terminamos el paseo comiendo pizza en una placita perdida entre los canales. Allí ojeé el libro que me pareció sumamente interesante.
—¿Sabías que el tal Casanova era un tipo muy alto?
—No, chéri, no tenía ni idea —me dijo Frank distraída, sentada en aquella coqueta terraza con sus gafas de sol de estrella de cine.
—Pues verás —dije acercándome más a ella y leyendo del libro—. Al parecer medía un metro noventa, que era algo raro en aquella época. Era rubio, detorso corpulento, mirada cristalina de ojos claros y nariz aguileña. Aunque su vida sexual fue muy animada, no le gustaba participar en las orgías, que eran populares entre la alta sociedad. Y le encantaba la gastronomía, en especial las ostras. Al parecer le gustaban con locura. Aquí dice quela gastronomía, o mejor la comida, le permitía ciertos juegos eróticos, como por ejemplo el pase de ostras de su boca a la de la dama o dejarlas resbalar por entre sus senos.
—Vaya… —dijo Frank cada vez más interesada—. Un hombre grande y apuesto, el reservado de un restaurante, una dama dispuesta y ostras francesas. Adivina el desenlace.
—A ti te encantan —susurré. Frank asintió con una espléndida sonrisa y yo continué leyendo, alejando un poco el libro para poder apreciar bien las letras con mi vista cansada—. Fue conocido mundialmente por colarse entre las faldas de un gran número de mujeres. Alrededor de unas ciento veinte señoras, para ser más exactos. Gozaba de un feroz apetito y era un perfecto cronista gastronómico.
—Comer, luego amar. O amar comiendo —dijo Frank apoyando su hombro en mi brazo—.Siempre he pensado que los hombres a los que les gusta comer y cocinar son buenos amantes.
—¿Y las mujeres? —sonreí porque sabía que se estaba refiriendo a mí. Yo soy de esos a los que es mejor comprarles un traje que invitarles a comer.
—Igual —me sonrió con picardía.
Era cierto, Frank era golosa por naturaleza y siempre le ha encantado comer, tiene un paladar exquisito y bien entrenado en la gastronomía. Me ha enseñado cocinas exóticas que no conocía y con ella he probado platos deliciosos. A ambos nos gusta comer y hacer el amor sin medida.
—¿Tú has seducido a tantas como Casanova?
—No, que va —negué con la cabeza riéndome.
—¿A cuántas, chéri? Nunca me lo has dicho —dijo acariciando mi hombro.
—No lo sé. Nunca me paré a contar. Ni a la mitad, supongo, y no es algo que me guste recordar, lo sabes —dije besando sus labios—. Pero ahora… tengo una duda y creo que tú me la vas a aclarar.
—Dime.
—¿Qué crees que tendría el tal Casanova de especial para seducir a tantas mujeres?
—¿A parte de la buena planta? Pues… seguramente era un hombre que sabía escuchar, buen conversador y que las hacía reír. Ah, y se tomaría su tiempo, sería un buen amante, nada egoísta, de ahí su fama entre las señoras. Porque fueron ellas las que se la dieron. Me imagino que aquellas damas de la nobleza hablarían entre ellas de su amante, el de las ostras que no las dejaba a medias, y así se fue creando la leyenda. Y seguramente…
Yo asentí escuchándola, divertido con sus conclusiones. Para mí, gran parte del atractivo de Frank radicaba en que era muy ingeniosa y me hacía reír.
Desde el interior del bar sonaba una canción italiana de la que no entendía nada pero que nos gustó. Ella preguntó a alguien y le dijeron que era una canción de Eros Ramazzotti, Più Bella Cosa. Yo continué insistiendo con el tema de Casanova y las conclusiones de Frank.
—Qué, qué más opinas, cuenta —le insistí curioso.
—Seguramente tenía un lado femenino que no escondía. Estaría cómodo entre mujeres. Las trataría como iguales y ellas confiarían en él. Eso es lo más erótico del mundo. Tú tienes esa virtud.
—¿Ah, sí? —pregunté asombrado.
—Sí, eres todas esas cosas. Por eso tenías tanto éxito con las mujeres. Seguro que te contaban sus penas.
—Supongo —dije algo avergonzado.
Existió una época en mi vida, antes de conocer a Frank, en que había conseguido trabajo y prebendas acostándome con mujeres de la alta sociedad bellas y aburridas. Fue por mera supervivencia y no me sentía orgulloso de mi pasado, pero sí en paz. Se podía decir que, tanto Frank como yo, nos habíamos encontrado poseyendo ya un buen bagaje sexual, aunque no sentimental.
Frank me miró y besó mi mejilla con ternura justo antes de levantarse y tenderme la mano.
—Vamos, mon cher, tengo que arreglarme para la fiesta y cada vez tardo más.
—Ya sabes que a mí me gustas así, sin adornos. No te hacen falta, nena. Eres preciosa —dije tomando su mano y levantándome de la silla de aquella terraza veneciana.
—Seguro que eso también lo hacía Casanova.
—¿El qué, amor? —dije aferrándola por la cintura.
—Adularlas —rio haciéndome reír a mí también.
El baño era todo de mármol, con una inmensa bañera que invitaba a ser usada, pero no teníamos mucho tiempo, debíamos prepararnos para el evento en otro palazzo cercano, el Cavalli-Franchetti, no muy lejos del Ponte dell’Accademia, también en el Gran Canal. El palacio era la sede del Istituto Veneto di Scienze, Lettere ed Arti y con frecuencia albergaba eventos culturales.
Nos duchamos deprisa y recurrimos al servicio de plancha del hotel para mi esmoquin y el vestido de noche de Frank, un espectacular Chanel vintagede un color indefinido, entre rosado y crema, que me recordó a su vestido de novia.
Siempre me ha gustado verla cubierta de ese tipo de tejidos vaporosos con los que percibo su cuerpo al moverse. Me encanta adivinar su cuerpo bajo la tela porque su piel es solo para mí, para que solo yo la toque de verdad. Soy un egoísta. Me gusta ver cómo se viste casi tanto como desvestirla yo mismo. También disfruto mirando cómo se baña.
«Eres un voyeur», me decía siempre Frank al pillarme mirándola.
Me quedé quieto y en silencio apoyado en el marco de la puerta del cuarto de baño, observándola. Yo ya estaba vestido, Frank se estaba terminando de arreglar.
—¿Me dejo el pelo suelto, chéri? Creo que el pelo recogido me hace más…
No terminó la frase, no la dejé. Me acerqué a ella y metí mis dedos en su sedosa melena natural castaña muy clara, con reflejos color miel, y la elevé para soltársela después y que cayese sobre sus hombros desnudos.
—Sí, déjatelo suelto —respondí casi en un susurro.
La miré fijamente recorriendo su silueta y sin pensarlo me puse delante para tomar su rostro con una mano, sujetándolo por la barbilla y besarla con apasionada lentitud. Mi boca recorrió sus suaves labios aún sin maquillar y mi lengua saboreó la suya. Acababa de lavarse los dientes y sabía a menta. El beso fue muy intenso y profundo y, al soltarla, Frank continuó con los ojos cerrados y la boca entreabierta y húmeda. Le acaricié las mejillas con mis dos manos y solté sus labios. En ese momento abrió sus ojos suaves, del color del caramelo y emitió un erótico ruidito. La miré maravillado, estaba excitada. Con los años había aprendido a reconocer las señales. Sus pupilas estaban dilatadas, su pulso agitado y su cuerpo se arqueaba sin querer hacia el mío, como si fuésemos dos imanes.
—Quiero más —ronroneó. Tenía aquel brillo salvaje en los ojos.
—Cuando volvamos, amor —respondí a pesar de que la deseaba muchísimo en aquel preciso momento.
—¿Me lo prometes?
—Te lo prometo —le susurré al oído.
Una lancha motora privada nos recogió al atardecer para llevarnos a través de la laguna hasta el palazzo renacentista donde tenía lugar la fiesta que el cónsul de los Estados Unidos daba para dar comienzo a los festejos que precedían a la llamada Mostra di Venecia, que, aunque se celebraba en septiembre, originaba acontecimientos asociados al famoso festival de cine todo el año.
El palacio era espectacular, adornado en el exterior con una rica estructura de ventanas de estilo gótico veneciano y estaba ya iluminado cuando alcanzamos el embarcadero.
—Bueno, vamos allá —dijo Frank inspirando y soltando el aire con fuerza—. Lo lograremos.
—Eso es, nena. No lo dudes, juntos somos invencibles —le dije tomándola de la mano para entrar y acceder a la escalinata que daba paso al gran salón donde se celebraba la gala, que consistía en una cena seguida de un baile y en la que mi madre nos había prometido que encontraríamos un montón de generosos mecenas millonarios.
La cena fue exquisita, consistiendo en unos entrantes de mousse frío de bacalao salado, sardinas marinadas con pasas y piñones y frutos de mar en tempura. De segundos nos deleitaron con cangrejos de mar fritos con arroz y guisantes tiernos al vapor, y una pasta veneciana llamada bigoli. De postre degusté aquel famoso bizcocho tierno impregnado de café con buen queso mascarpone llamado tiramisú; el mejor que había probado en toda mi vida.
El convite nos sirvió para romper el hielo con nuestros compañeros de mesa. A Frank le tocó al lado un señor orondo con gafas de pasta y un apetito voraz que estaba encantado con su presencia y a mí junto a su esposa, una señora que era todo lo contrario a su marido, flaca y que apenas probó bocado. Las conversaciones fueron bastante intrascendentes hasta que alguien se puso a hablar de las nuevas restricciones para entrar a Venecia si no se era residente o se disponía de mucho dinero y del nuevo dique que mantendría la ciudad a salvo de nuevas inundaciones debido al preocupante aumento del nivel del mar. Entonces comenzó una enfebrecida discusión entre los partidarios y detractores de esas medidas que auguraban una nueva caída de la economía.
A los postres la discusión se apagó y al levantarnos de nuestra mesa para acudir al salón de baile habíamos conseguido presentar nuestra academia y el programa de mecenazgo a varias importantes fortunas patrias.
La noche continuó agradable. Frank reía un poco alejada de mí por algo que le estaban comentando un par de caballeros. Tenía una copa en la mano y estaba sonrojada por el calor, el baile y el espumoso prosecco. Sentí una punzada de deseo al verla. De pronto quería que acabase aquella fiesta y llevármela de allí para hacerle el amor con arrebato. Ella miró buscándome, se encontró con mi mirada y me sonrió. Yo levanté mi copa de crodino, una bebida no alcohólica, sin dejar de mirarla de ese modo que solo ella comprendía. Frank se dio cuenta y se ruborizó aún más.
Comencé a fantasear con cómo se lo haría en cuanto pudiese tenerla a solas, tal vez allí mismo, en algún rincón apartado, entre columnas y mármoles travertinos. O tal vez la tomase sobre alguna mesa con urgencia, hasta acabar sin resuello y temblando los dos, o se lo hiciese desde atrás con ciega lujuria.
Quería estar con ella. La deseaba con todas mis fuerzas, pero rechacé la idea de un polvo rápido. Necesitaba a Frank en total intimidad. Quería tomarme mi tiempo, dárselo todo, disfrutar de que podíamos estar solos y completamente desnudos después de meses. Tan solo alguna escapada a la casita de la playa o la compasión de mi madre nos solían permitir tener libertad para hacer el amor como realmente deseábamos, sin prisas o con urgencia, pero dándonos por completo el uno al otro, sin limitaciones, como al conocernos.
Estaba pensando en ello cuando la esposa del cónsul interrumpió mis depravados pensamientos para presentarme a un caballero que estaba interesado en mecenazgos de todo tipo. Aquel tipo pequeño y con cara de erudito quería evadir impuestos de una manera honrosa. Tal vez quisiese entrar en política o tal vez simplemente quería lavar su conciencia, pensé. He de decir que no me parece mal. Hay gente que posee inmensas fortunas que jamás hará nada por nadie.
El tipo, neoyorquino como nosotros, me prometió una generosa contribución anual. A cambio solo teníamos que cambiar el nombre de la academia, que llevaba el nombre de Charmaine Moore en honor a la madre de Pocket, la mujer negra y madre soltera que de adolescente me había dado de comer tantas veces y había evitado que acabase siendo un delincuente.
Me negué en rotundo, me despedí educadamente y fui en busca de Frank. Estaba hablando con otro grupo de caballeros y señoras. Me quedé observándola desde lejos. A ratos sonreía y a ratos callaba escuchando con aquella mirada tan inteligente. Estaba preciosa. «Se lo haré en la cama, lento, hasta agotarnos juntos», pensé regocijándome por anticipado.
De pronto sentí una presencia a mi espalda.
—Hola, Mark —dijo una voz que me era familiar, una voz de mi pasado.
Me giré de inmediato y en un primer momento me quedé boquiabierto.
—Hola, señora Tenembaum.
—Llámame Daisy, por favor, Mark. Ya nos conocemos. Además, me hace sentir mucho más vieja de lo que soy lo de «señora» —sonrió con coquetería.
Asentí. La señora Tenembaum había sido muy generosa conmigo en el pasado. La recordaba como una buena mujer de unos treinta y tantos años aburrida e infravalorada por su marido, un tipo gris que no le llegaba ni a la suela del zapato a aquella elegante dama de Manhattan. Ahora tenía casi treinta años más, pero aún conservaba parte de la espectacular belleza que había tenido en su juventud. Ella me había proporcionado trabajo en varias ocasiones, cuando apenas contaba veinte años y yo le había pagado con lo único que tenía por aquel entonces.
—Me divorcié de Virgil, ¿sabes? Tú tenías razón, era poco para mí. Me volví a casar con John Newman, un amigo de mi exmarido y mío. Él siempre me quiso. Ahora soy la señora Newman y escribo artículos para el New York Times. —Al decirlo su rostro se veía radiante.
—¡Vaya! Me alegro mucho, Daisy. De verdad —asentí con sinceridad.
—Tú me animaste a ello, ¿te acuerdas?
—La verdad es que no.
Ella me sonrió con cierta melancolía en la mirada.
—Bueno, al menos me recuerdas. He visto a tu esposa —dijo con una sonrisa pícara—. Es preciosa. Una Sargent, nada menos. Nos ha comentado a John y a mí el programa de estudios artísticos que lleváis a cabo en esa academia de arte de Queens.
—En realidad, es Frank quien está al mando. Yo estoy muy orgulloso de ella.
Daisy asintió.
—Tú también te merecías más. Me ha parecido encantadora. —Entonces me miró fijamente a los ojos—. Fuiste muy amable y sincero conmigo en una época difícil de mi vida. Eras un buen chico. Me trataste muy bien, Mark, y siempre te he recordado con cariño.
—Yo también, señora…, quiero decir Daisy —sonreí algo azorado—. Frank y yo tenemos tres hijos.
Con orgullo de padre le enseñé algunas fotos que tenía de Charlotte, Korey y Valerie en el móvil y ella me mostró las fotos de su primer nieto.
—Son hermosos, Mark —me dijo mirándome con ternura—. Me alegro mucho de haberte visto y de que tengas una familia tan bonita.
—Yo también me alegro de haberte visto, Daisy —dije estrechándole la mano a modo de despedida.
En ese momento, Daisy se acercó y me susurró al oído: «Sigues igual de apuesto y encantador que siempre», justo antes de besar mi mejilla con ternura.
Después se alejó esparciendo aquel perfume de violetas que reconocí en mi memoria. Me quedé mirando cómo desaparecía entre la gente y busqué a Frank con la mirada para, al encontrarla, ir a su encuentro. La anhelaba.
—¡Oh, Mark! Estás aquí —dijo tomándome del brazo para iniciar las presentaciones.
Estreché manos y dediqué sonrisas, y enseguida reconocí los ojos de las damas, y de algún caballero, fijos en mi persona. Las risitas tontas y el aleteo de pestañas no tardaron en aparecer.
Tuve que bailar con varias condesas y la mujer del cónsul antes de poder hacerlo con Frank. Sonaba una canción en italiano que a ella le gustó mucho, Invincibile, de Marco Mengoni. Yo la añadí a nuestra lista de canciones, la que había aumentado considerablemente a lo largo de los años y me preocupé de traducirla del italiano descubriendo una maravillosa letra que hablaba de alguien que se sentía como yo, invencible al estar al lado de ella, de Frank.
Estaba así, concentrado en mis propios pensamientos cuando escuché su voz:
—¿En qué piensas que estás tan callado, chéri? —preguntó.
Pensaba en la suerte que había tenido al conocer a Frank y en que ella me amase.
—En ti —respondí.
La gente ya había tomado suficientes bellinis, un cóctel con vino y zumo de melocotón blanco, como para estar sobradamente borrachos, así que tanto Frank como yo consideramos que no íbamos a sacar nada más de aquellos bolsillos repletos y decidimos hacer mutis.
Regresamos un tanto decepcionados, sin haber confirmado ninguna posible donación. Todo habían sido buenas palabras, pero poco más.
En la lancha de vuelta al hotel habíamos charlado de algo intrascendente acerca del colegio de los niños. Ya dentro del hotel, mientras subíamos a la habitación, solo podía fijarme en lo guapa que se veía con su vestido de noche.
Frank había bebido más de la cuenta y yo, totalmente sobrio, era consciente de cómo el alcohol la hacía estar más liviana y suave. Solo hasta que la tocaba, entonces se volvía salvaje, se abandonaba de tal forma que quedaba por completo en mis manos.
Aunque estaba cansado y el viaje transoceánico en avión me había puesto de los nervios no tenía entre mis intenciones irme a dormir sin aprovechar aquella principesca cama en Venecia.
El aire de la noche veneciana que entraba por la ventana era cálido y llegaba cargado de una humedad pegajosa. Había cierto aroma a fango en el ambiente, pero la vista sobre el viejo canal desde aquella suite era soberbia.
Frank había puesto una de sus listas de ópera que guardaba en el móvil en el equipo de música de la habitación. Era lo más apropiado para aquel escenario. Sonaba Quando m’en vò, de La Bohème. Tuve que reconocer, una vez más, que Puccini era el mejor.
En todos aquellos años con Frank había aprendido mucho de ópera, y aquella pieza, también llamada «el vals de Musetta», me gustaba mucho. Aquel canto en la voz de la maravillosa Maria Callas transmitía alegría.
Estaba en la habitación descalzándome junto con Frank. Teníamos los pies doloridos por el baile. En ese momento el teléfono de Frank vibró y lo cogí para dárselo.
—Tienes un mensaje, nena —dije acercándoselo.
—Gracias, chéri.
Me había quitado la chaqueta del esmoquin, la pajarita y había soltado dos botones de mi camisa. Tenía calor.
—Mark…
Noté algo raro en su voz y la miré. Ella examinaba la pantalla de su móvil con extrañeza. Al levantar la mirada estaba asombrada.
—¿Qué, amor?
—Acaban de donar en la cuenta de la academia —dijo mirándome aturdida.
—¿Cuánto?
—Tres millones de dólares —dijo casi sin voz.
La miré atónito y enseguida comprendí. Sabía quién había sido.
Nos abrazamos con fuerza sin poder dejar de sonreír porque alguien acababa de salvar la Academia de Artes Escénicas Charmaine Moore.
Salimos a la terraza descalzos y muy felices a contemplar el Gran Canal de noche. Tomé a Frank por la cintura apretándola contra mi cuerpo. Ella suspiró suavemente al sentir mis brazos rodeándola.
—Lo hemos logrado. Vamos a poder continuar con la academia.
—Ha sido gracias a ti. Las mujeres de todos estos millonarios achacosos no te quitaban la vista de encima —dijo Frank.
—No lo creo. Creo que te miraban más a ti. Tengo casi cincuenta años y ahora soy yo el viejo, princesa. No soy ningún Casanova.
—No, sigues siendo el hombre más atractivo en cualquier fiesta y el más elegante y sexy, chéri. Y esa señora que hablaba contigo estaba de acuerdo conmigo.
Sonreí de pura vanidad, he de reconocerlo, pero los viejos tiempos habían quedado atrás el mismo día en que conocí a Frank y ella lo sabía. La apreté con fuerza apoyando mi barbilla en el hueco entre su hombro y su cuello, inspirando y llenándome con el aroma que emanaba de su cálido cuello, allí donde podía sentir su pulso.
—Venecia es hermosa. Nunca habíamos estado antes. No sé por qué —dije pensando en voz alta—. Habíamos estado en Roma y en…
—En Capri y Amalfi. Y en Florencia —dijo Frank.
Suspiré admirando el panorama, con las luces reflejándose en el agua y de pronto recordé que, a mi abuelo, aquel emigrante irlandés, Venecia siempre le pareció algo extraordinario y que le hubiese encantado poder visitarla. Sonreí recordando al bueno de Seamus Gallagher.
Apreté un poco más fuerte a Frank y respiré el aroma de su pelo y su nuca. Al exhalar mi aliento su piel se erizó y su cuerpo experimentó una ligera convulsión.
Le subí el vestido sin prisa y le acaricié los muslos cálidos y suaves metiendo mis manos entre sus nalgas y sostuve su sexo tierno firmemente contra mi mano. La fina tela que lo tapaba estaba empapada y yo emití una exclamación de absoluto placer.
—Quítamelas —me pidió apoyando su cuerpo en el mío.
Lo hice y regresé a ese lugar entre sus muslos hasta alcanzar sus jugosos labios. Al sentir mis dedos ella emitió un gemido, casi un ronroneo. Le acaricié un hombro con mis labios y el tirante de su vestido de satén resbaló cayendo. Hice lo mismo con el otro y sus pechos quedaron desnudos, expuestos al aire húmedo de la laguna.
Pellizqué sus firmes pezones mientras la otra mano se dedicaba a deslizarse por sus labios, penetrándola con mis dedos. Los ruidos de placer que emitía Frank comenzaron a ser cada vez más afanosos mientras yo acariciaba toda su carne tibia y jugosa.
—Te va a oír toda Venecia, cariño —sonreí.
—No me importa —jadeó.
Frank comenzó a retorcerse de placer mientras yo metía y sacaba mis dedos de su interior. Agité la mano presionando a la vez, sin dejar de introducirlos, y ella gimió con fuerza. Cuando mi mano presionó contra su clítoris mojado su cuerpo se arqueó. Sus nalgas frotaban mi bragueta.