A un paso de María Antonieta - Alejandro Eduardo Perdomo - E-Book

A un paso de María Antonieta E-Book

Alejandro Eduardo Perdomo

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Beschreibung

La historia de Francia acompaña al autor desde que tiene memoria. En este libro recorre algunos de sus personajes y sus lugares más significativos, mientras nos deja caminar por París junto con él, buscando en su visita a la Ciudad Luz los rincones donde esa historia sucedió y rastreando por sus calles las huellas de esos relatos que siempre lo fascinaron.

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ALEJANDRO EDUARDO PERDOMO

A un paso de María Antonieta

de Francia, de París y sus Historias

Perdomo, Alejandro EduardoA un paso de María Antonieta : de Francia, de París y sus historias / Alejandro Eduardo Perdomo. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2023.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-4447-6

1. Historia de Europa. I. Título.CDD 944

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Tabla de contenidos

De París y la Historia de Francia

Los tres milagros de Francia

A un paso de María Antonieta

El Fantasma Rojo de Las Tullerías

El guardián secreto de París

La hermosa y turbulenta vida de Leonor de Aquitania

La espantosa Horca de Montfaucon que nadie quiere recordar

La increíble historia del Rey que fue Santo

De cómo Francia tuvo un Rey Loco

De cómo dos Reyes de Francia tuvieron una muerte absurda

La noche más sangrienta de la historia de París

Del lugar exacto donde mataron a un Rey de Francia

De cómo dos árboles salvaron la memoria de Luis XVI y María Antonieta

Luis XVIII, el niño que no pudo cumplir su destino de ser Rey

De otras Historias

La vida y la muerte del melancólico Luis II de Baviera

Las cartas de María Estuardo: ¿Culpable o Inocente?

El inconcebible enigma de Emanuel Swedenborg

De los Libros y la Música

El luminoso viaje por la vida de Linda Mc Cartney

Las chicas yé–yé francesas, o el garbo hecho música

Dante Gabriel Rosetti y sus versos desde la tumba

Emily Dickinson, la del alma tan delicada como el ala de una mariposa

La pena entre las burbujas del champagne: los cuentos de Francis Scott Fitzgerald

La jugada que mató a 71 personas

Robert Powell, el actor que fue Dios

A mi familia, por ayudarme en todos mis proyectos y estar siempre ahí, al lado mío.

A mi perra Catalina, por enseñarme la ternura.

A mi sobrina Lola, por enseñarme a ser tío.

A todos mis amigos y amigas que con mucho amor me ayudaron con sugerencias, críticas y opiniones durante la escritura de este libro. Las valoré todas.

A Francia.

“¡Francesa! –pensé. ¡Tan francesa! Yo la miraba a los ojos y todo el amor a Francia se me anudaba en la garganta”

Victoria Ocampo

“Francia posee las dos cosas a las que aspiramos al llegar a cierta edad: inteligencia y buenos modales”

Francis Scott Fitzgerald

De París y la Historia de Francia

Los tres milagros de Francia

No sabemos –y nunca lo sabremos– si la Historia tiene una forma oculta, un sentido o algún dibujo, velado a nuestros ojos. Intentamos siempre buscar sincronías, afinidades, similitudes, pero, quizás, sólo sean eventos caóticos y azarosos, y lo que hagamos sea tan inútil y desesperado como buscar formas en las nubes.

Sin embargo, a nosotros, los que trabajamos con la Historia, a veces nos sorprende cruzarnos con algunas tramas, con algunos dibujos, con ciertas coincidencias que parecen ser sacadas de algún designio celestial.

Es el caso de los tres milagros de Francia, que resaltan como un relámpago en su larga historia. Porque estos tres milagros son eso, portentos que resaltan ante nuestros ojos con la fuerza de un relámpago luminoso.

El primer milagro ocurre en el año 450 de nuestra era.

Los hunos eran, en esa nebulosa época del mundo, una fuerza arrolladora que conquistaba todo a su paso.

Su líder Atila es una figura legendaria, de la cuál se conoce su carácter sanguinario y furioso. Esos hunos eran una máquina de guerra imparable por aquel entonces.

Y en ese año, una vez cruzado el río Rhin, Atila, como muchos conquistadores harían después, fijó su objetivo en París –que aún se llamaba Lutecia– y se encaminó hacia allí con sus miles de hombres. Y los parisinos lo supieron.

París, que en ese momento no era más que una ciudad naciente, borrosa, caótica y brumosa, conoció por primera vez –y no por última– el miedo al invasor, cercano y todopoderoso. Se cuenta que los habitantes de la ciudad perdieron rápidamente la esperanza y ya se imaginaban degollados por aquel monstruo huno.

El obispo de la ciudad, Germano, encomendó a todos los hombres el deber de rezar y consagrarse fervientemente al Dios católico para que este defienda a la ciudad de la terrible conflagración que vendría. Mientras, Atila avanzaba, imparable.

Y aquí aparece ella, la hacedora del primer milagro. Genoveva es, para ese entonces, una campesina ignota de las afueras de París. Su infancia se pierde entre las tinieblas de la leyenda, aunque al leer su vida se percibe una luz arrolladora, una fuerza clara y resplandeciente.

Esa leyenda de la que hablamos cuenta que Genoveva curó a su propia madre de una ceguera, y a partir de allí, decidió dedicar su vida a Dios. Al momento del miedo a los hunos, era una chica de veinte años, encerrada por propia voluntad, dedicada en cuerpo y alma a su fervor religioso. Las noticias de la inminente invasión llegan a su claustro y ella las oyó.

Y Genoveva, esa luz en las tinieblas, una noche recibe entonces una revelación –qué decía esa revelación, y como la recibió, nunca lo sabremos– y sale a la luz de la historia, para siempre.

Llena de una fuerza increíblemente arrolladora, que las parisinas nunca dejaron de tener, la campesina se presenta intempestivamente en la asamblea de la ciudad, ante los hombres, que se perdían en lamentaciones, llenos de temores y reparos.

Y allí, con fuerza incomprensible, de pie en medio de esa asamblea –podemos imaginarla– los animó con palabras duras a luchar, a no rendirse, a rezar, esperar y tener fe como ella. Cuentan las crónicas que Genoveva insufló en los hombres tanto ánimo que, repentinamente, ese mismo día, una fuerza poderosa y silenciosa como un tifón recorrió las lodosas callejas de la urbe.

París se preparó entonces para la defensa y la ciudad fue un poco menos brumosa aquella tarde. Y el milagro –el primer milagro– se produjo.

Atila, que nunca jamás había sido derrotado, fue detenido en una batalla menor a algunos kilómetros de París, antes de poder entrar en la ciudad, antes de siquiera avistarla y decidió incomprensiblemente retroceder, y cambiar de planes y de rumbo por primera vez en su vida de conquistas. Francia –la Francia eterna– se había salvado. Genoveva había hecho el milagro.

Hoy esa campesina, luminosa y resplandeciente, es la santa protectora de la ciudad, y aunque su féretro fue mutilado por la revolución francesa, su ataúd de piedra se conserva en la bella Iglesia parisina de Saint Étienne du Mont

Conmueve alguna fibra oculta ver de cerca lo único que queda de Santa Genoveva de París.

El segundo milagro llega 1000 años después.

Para 1429, Inglaterra y Francia se desangran en la llamada “Guerra de los cien años”. Las causas de la guerra son demasiadas y muy complejas, pero para el momento en que contaremos esta historia, podemos decir que Francia se encuentra al borde del colapso, otra vez.

Los ingleses dominan todo el norte del país, lo controlan a sus anchas y hasta hay un petulante rey inglés sentado en el trono francés, sin intenciones de dejarlo.

Un pretendiente francés al trono –el blando y pusilánime Carlos VII– reclama su herencia pero ve, azorado e impotente, como los ingleses avanzan y avanzan hacia París, conquistando cada ciudad sin esfuerzo aparente.

Razones de índole militar –los ingleses tenían un ejército infinitamente mejor organizado– explican esto. Los ingleses saquean, asesinan, violan a las mujeres, y toman todo lo que pueden y quieren.

Otra vez París aparece en el horizonte y, según los ingleses será muy pronto destruida. Otra vez, nada puede salvar a Francia.

Y allí surge el segundo milagro: Juana de Arco es una campesina –otra vez, la figura se repite, ¿sólo azar?–, una niña analfabeta que vive en el humilde pueblo de Domremy, a kilómetros de París.

La historia es bien conocida para cada francés, que la repite de memoria desde los primeros días de la infancia.

La pequeña Juana, un día soleado recibe un ramalazo de luz en los ojos, frente al que cae de rodillas y su vida cambia ante esa luz brillante. Esa misma noche dice a todo aquel que quiera oírla en su pequeño pueblo, que ha recibido una aparición de Santa Catalina y de San Miguel que le ordenan, de forma tajante y clara guiar al ejército con sus propias manos, expulsar al invasor inglés y sentar a Carlos VII en el trono.

A partir de allí, Juana, con una fuerza impetuosa, como una marea que todo lo puede, y una convicción prodigiosa –de nuevo, la similitud es innegable–consigue su propio ejército, convence al pusilánime rey Carlos VII de conseguirle tropas –milagro mediante– y logra lo que parece imposible.

Con soldados a su mando libera en pocas semanas la inconquistable ciudad de Orleans, expulsa a los ingleses y logra que Carlos VII sea declarado rey. Esta escena irrepetible dará un giro definitivo a la Guerra de los Cien Años.

La escena es increíble por lo inverosímil. Juana –recordemos– es una niña, casi, campesina orgullosa pero pequeña, con una fuerza que parece no caber en su cuerpo menudo, guiando a soldados veteranos y curtidos en miles de las sangrientas batallas de la Edad Media, contra el mejor ejército del mundo en ese entonces. Y los derrotó.

Es un logro increíble, pero es más que eso. Es un incomprensible milagro.

Juana pagará este atrevimiento con su propia vida. Traicionada por Carlos VII, olvidada por la nobleza francesa, los ingleses la encerrarán y la torturarán física y psicológicamente. Juana no se doblega. Resiste y reza.

Pero nada le servirá. Los ingleses la quemarán en la hoguera por bruja. Juana muere orgullosa entre el fuego que la quema, sin arrepentirse jamás.

Antes, su rol en la Historia fue cumplido. Inspiradora de los franceses, su figura marca un cambio en la guerra y Francia, con ese empuje, con esa jovencita luminosa como estandarte y símbolo, expulsaría a los invasores ingleses.

El milagro, otra vez, inesperado, luminoso y deslumbrante.

El tercer y último milagro sucedió 500 años después. Alemania construye, a partir de 1933 un nuevo orden. Su objetivo es claro: construir un imperio que dure mil años. Para eso necesita conquistar Europa.

Francia e Inglaterra, ilusa, la dejan hacer, y no ven –o no quieren ver– que están alimentando a un monstruo. Ilusamente ven a Hitler como a un perro verde, extraño, pero dócil, fácil de contentar. Error fatal.

A partir de entonces, la política de conquistas alemana es avasallante. Como cuchillo en la manteca, la máquina de guerra perfecta que ha estado construyendo en secreto el líder alemán asombra al mundo. Conquista sin pestañear Austria, Checoslovaquia, Polonia, Bélgica y Holanda.

Francia ve asombrada a las tropas de la Wehrmacht traspasar las Ardenas, y llegar en un suspiro a las puertas mismas de París.

Esta vez no habrá rezos ni santas que la salven. París cae sin pelear en junio de 1940. Las tropas alemanas desfilan, una mañana de domingo, por los Campos Elíseos; Los parisinos los miran desde las veredas de esa inmortal Avenida con horror e impotencia muda. La ciudad llora.

Alemania ha conquistado Francia. Y Francia, la vieja Francia, padecerá en silencio la conquista durante cuatro años y medio.

La segunda escena de este drama es de 1944. La guerra mundial se ha emparejado. Los Aliados han invadido Normandía y con valentía avanzan hacia el sur. El objetivo es liberar París y reconquistar Francia. Desde allí buscarán asfixiar y encerrar al Reich. Hitler lo sabe y vocifera con desesperación a sus generales que París no debe perderse.

Y aquí aparece el improbable protagonista de nuestro tercer milagro.

Dietritz Von Choltitz es un soldado de Hitler, con todo lo que eso implica. Ha ascendido en su carrera y dentro del ejército alemán sin desobedecer jamás al Fuhrer.

Su experiencia es innegable, su obediencia ciega también.

Es el candidato ideal para defender París, o como quiere Hitler “destruirla hasta las cenizas”.

Esa, precisamente, es la orden que Hitler le ha dado, volar cada uno de los puentes parisinos en caso de resistencia. También deben ser arrasados todos los monumentos históricos de la ciudad. El enemigo no debía recibir más que un montón de restos humeantes.

París enfrenta por tercera vez su destrucción total.

Cuando la Resistencia parisina comienza, los generales alemanes –y el propio Hitler– comprenden la situación, y saben que el Reich perderá la Ciudad Luz; la orden es dada de inmediato: “Quemen París inmediatamente”.

Se preparan entonces toneladas de explosivos bajo los puentes y en los sótanos. La Ciudad Luz va a desaparecer pronto y todos lo saben. Cada edificio, cada iglesia, la Catedral, todo será un recuerdo en pocas horas.

La escena es famosa. Hitler necesita imperiosamente saber si su orden ha sido cumplida. Su pregunta “¿Arde París?” es parte de la mitología universal.

Pero incomprensiblemente, una vez más, nace el milagro.

Porque Von Choltitz, que jamás en su vida ha desobedecido una sola orden, ni de Hitler ni de nadie, que ha basado su carrera en la premisa de no desobedecer a ningún superior, jamás, bajo ningún motivo, esta vez rehúsa. No se decide.

Dilata la decisión, se enreda en conversaciones inútiles. Sus tropas instalan los explosivos. Esperan simplemente su orden.

Al atardecer de cada día, Von Choltitz contempla los techos de París desde su habitación del Hotel de la Rue Rivoli y, tal vez hipnotizado o fascinado por los fantasmas de esa ciudad infinita, no decide nada.

Los días pasan. Todos están esperando su palabra. Pero esa palabra, extrañamente, nunca llegará.

Ningún historiador puede explicarse el motivo. Von Choltitz no quiere destruir la ciudad que le han obligado a odiar, pero a la que quizás ame. Y no lo hará nunca.

El tercer milagro ha sucedido. París se ha salvado por tercera vez.

París –y con ella, simbólicamente, Francia– será liberada por los aliados el 25 de Agosto de 1944. Nadie sabe lo cerca que ha estado otra vez de su destrucción total.

Millones de parisinos salen a la calle en una marea infinita de alivio. Von Choltitz es capturado, insultado y maltratado. Nadie sabe que es el hacedor de otro milagro, el tercero de los increíbles tres milagros de Francia.

A un paso de María Antonieta

Mayo 2019, en algún rincón de Buenos Aires:

Nosotros, los que enseñamos historia, trabajamos con personajes.

Explicamos su vida, sus penas, sus alegrías y logros, tratando de comprenderlos.

Y de repente, un día, uno comprende que lleva diez años hablando de alguien cada mañana.

Y, como dice Borges que le pasaba con escritores que los acompañaban en muchos momentos de su vida– pienso en Kipling, pienso en Stevenson–uno empieza a sentirse, de alguna extraña manera, un amigo íntimo de esas personas.

Uno, misteriosamente, empieza, de a poco, a sentir algo parecido al cariño por ellos. Porque, si lo pensamos, ¿quién es más real para nosotros? ¿De quién estamos más cerca? ¿De nuestro chofer del colectivo de cada mañana, del que nada sabemos aunque este ahí, frente a nosotros, o de Luis XVI de Francia, al que volvemos cada clase para contar su infausto destino en esta tierra?

Y ahí estamos, contando anécdotas sobre personas que empiezan a ser tan reales, o más, que cualquier amigo íntimo. Y por eso nos acercamos a ellos con respeto y afecto.

Aunque, claro, si uno lo piensa racionalmente, es insensato creer que esta “realidad” sea total. Al fin y al cabo, claro, de María Antonieta, Napoleon o Enrique VIII nos separa un océano de tiempo.

Días, meses, años, décadas y décadas han pasado entre ellos y nosotros.

Y también, claro, nos separa un océano real, tangible. Un oceáno físico…sus huellas están demasiado lejos de nosotros.

Uno entonces comienza a preguntarse… ¿Realmente conozco a esa persona? ¿O las historias que armamos y contamos son una invención, una forma caprichosa en el aire a la que intentamos, vanamente dar un sentido?

Ese océano de tiempo que nos aleja de nuestro objeto de estudio es real e invencible, claro. No podemos cruzarlo. Jamás.

Y así seguimos leyendo, aprendiendo, hablando de ellos y su obra, sintiendo cariño, y creyendo que los comprendemos, pero sin poder quitarnos de encima esa extraña nebulosa.

Pensé, de golpe, que por ejemplo, María Antonieta, la Reina de Francia decapitada brutalmente por la Revolución, humillada, vejada, separada de sus hijos, vilipendiada y presa de un destino injusto y oscuro –mi personaje histórico favorito de todos los tiempos– nunca estaría cerca mío y nunca podría comprenderla realmente.

Siempre me fascinó su destino, pero los océanos entre ella y yo son invencibles.

Pero… ¿que sucede cuando cruzamos ese otro océano, el océano real para ver, tocar y oler los lugares que realmente habitaron esos personajes? ¿Seguiremos sintiendo esto?

París, una semana después, Junio de 2019

El folleto decía “Conozca la prisión de la Revolución Francesa”. Y claro, pese a que creí que no tendría mucho que ofrecerme, lo compré.

La Conciergerie era el palacio medieval de Justicia parisino hace siglos, ubicado en el corazón de la Isla de la Cité, y claro, como tal, era impensado no pasar a recorrerlo.

Sentía, como profesor, casi un deber histórico.

No puedo recordar si esa mañana sentí algo especial. Tampoco si lo sentí mientras hacía la pequeña fila para entrar.

Solo sé que, de repente, luego de una recorrida algo indiferente, llegué a un lugar oscuro y extrañamente vacío.

Un cartel en francés indicaba “Este lugar fue la celda de la Reina María Antonieta de Francia durante su encarcelamiento aquí, en el año 1792”.

El rincón donde estaba esta celda era un lugar pequeño, estrecho y confinado, restaurado con respeto y bien conservado, como todos los monumentos franceses.

Restaurado, sí, pero aún con la esencia innegable de haber sido un lugar triste y oscuro. Lo hacía más fantasmal aún el hecho de que nadie estaba conmigo esa mañana en ese lugar.

Esto me asombró, lo recuerdo bien. Nadie estaba en esa celda, en una ciudad desbordada de turistas. Extrañamente, ni un sólo viajero me acompañaba.

Allí comenzó mi escalofrío.

Alguien quizás, quiso regalarme ese momento. Ese lugar y yo estábamos a solas.

Y yo, en el lugar exacto que había pisado y tocado y mirado esa reina a la que tanto quise, a la que siento una amiga especial mia, sentí algo.

Supongo, igualmente que algunas sensaciones no se pueden explicar.

Porque de repente tuve como un golpe, la inexplicable e intransferible sensación de que mi propio cuerpo, mis propias manos, estaban tocando, sintiendo y viendo lugares que ese personaje tan querido había también tocado y sentido. Mis ojos miraban lo que ella vio algún atardecer.

Todo era real. Ayer y hoy. Ella y yo.

El océano de tiempo y de espacio, en un segundo, había desaparecido.

Y tuve, no sé como explicarlo de otra manera, una revelación.

Todo era real. Esa persona de la que tantas mañanas hablé, esa persona de la que tantas páginas leí, había sido real y yo, después de cruzar el océano desde mi departamento en Buenos Aires, estaba ahora físicamente en un lugar en que ella también había estado, millones de horas atrás.

La celda seguía vacía y en silencio.

Con un temblor y algo parecido a la emoción, vi, que, tres pasos mas allá había una vitrina repleta de objetos. Objetos que no llegaba a ver con claridad. Me acerqué con respeto. El silencio aún era total.

Al acercarme vi que eran objetos que, de acuerdo al cartel, habían pertenecido a la antigua y desgraciada reina de Francia.

Un simple cabello rubio, un relicario, un candelabro, un vestido.

Dos o tres objetos, sencillos y humildes, en medio del silencio de ese lugar, en la ciudad más bulliciosa del mundo.

El vestido, blanco y gastado, era una simple túnica en verdad, sucia y despojada, el mismo que la Reina usó durante su permanencia en esa húmeda y humillante prisión.

Y de golpe me sentí más cerca de lo que podían contarme todos los libros del mundo sobre María Antonieta.

Yo, sólo en esa habitación –mágicamente, aún sin turistas– miré esos objetos con una opresión en el pecho, una opresión que se parecía un poco a la felicidad.

De repente, de ese personaje que era como una antigua amiga mía, sólo me separaba una simple vitrina de vidrio.

Entre ella y yo se desvanecieron doscientos años y los millones y millones de personas que habitaron el mundo en esos años, las miles de millones de historias que sucedieron en el mundo desde entonces.

Porque, para mí, en un instante de revelación, el pasado, el presente y el futuro fueron lo mismo.

Buenos Aires y París, mi historia y la suya, mi biblioteca y la Conciergerie, todo era real y ubicuo y simultáneo.

El hechizo se rompió rápidamente, de golpe.

Todo había durado unos dos o tres minutos. Un contingente de turistas con su bullicio y sus cámaras, entraron a la habitación. Los saludé con respeto y una sonrisa.

Conmovido, aún, dejé la celda y seguí el recorrido.

La magia de ese momento, en el que la Historia y mi propia vida fueron lo mismo, aún me acompaña mientras escribo esto, recordando el día en que estuve a un paso de María Antonieta.

El Fantasma Rojo de Las Tullerías

París no tiene muchos fantasmas. Cosa curiosa, los espectros parisinos no abundan.

Roma, la Eterna Roma, o Londres, la oscura, gris y lluviosa Londres, tienen, sin dudarlo, muchísimas mas historias de fantasmas para contarnos, fantasmas que han aparecido a lo largo de todas las épocas.

Esos fantasmas inquietos y pertinaces, que siguen apareciendo y asustando a las multitudes, son exhibidos por orgullo por los romanos y los londinenses. Son muchos y todos conocen sus terribles y tristes historias. Cada tanto se aparecen, como para que nadie los olvide.

Pero París, la casi milenaria París, con sus miles de historias, con sus revoluciones, con sus revueltas, sus pasiones sangrientas, sus masacres en las calles, sus Reyes y sus Reinas, con sus guillotinas y sus ejecuciones en público; París, con dos guerras mundiales a cuestas, no tiene demasiados fantasmas interesantes que mostrar. Es curioso.

Quizás puedan, incluso, las leyendas de la propia ciudad, contarse con los dedos de una mano.

Sin embargo, claro, existe un fantasma famoso para todos los habitantes de la ciudad luz, un fantasma que sigue apareciendo hoy en día.