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Publicada en 1919, "Abel Sánchez" no tuvo una feliz acogida, debido probablemente (como el propio autor escribía en 1920) a que «las gentes huyen de la tragedia cuando ésta es íntima». Sin embargo, el paso del tiempo ha situado esta impresionante parábola del conflicto fratricida entre las grandes obras de Miguel de Unamuno (1864-1936). En el prólogo a esta edición, Luciano González Egido explica las razones por las que esta «novela quirúrgica» sobre la envidia se adelantó a su época.
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Seitenzahl: 228
Veröffentlichungsjahr: 2018
Miguel de Unamuno
Abel Sánchez
Introducción de Luciano Gónzalez Egido
Introducción
Bibliografía
Abel Sánchez
Prólogo a la segunda edición
Abel Sánchez
Créditos
«Yo siempre he de ser yo»,
Unamuno en Abel Sánchez
Publicada por primera vez en 1917, la novela Abel Sánchez no obtuvo una feliz acogida pública, debido probablemente, como el mismo Unamuno escribió, en un texto de 1920, a que «las gentes huyen de la tragedia, cuando ésta es íntima», y lo confirmaría en el prólogo a la segunda edición del libro, en 1928, justificando su falta de éxito por «la tétrica lobreguez del relato mismo» y porque «el público no gusta que se llegue con el escalpelo a hediondas simas del alma humana y que se haga saltar pus»1 (pág. 71). En este prólogo, Unamuno corrobora, en situación de lector, estos temores, confesando que, al releer la novela, «que no había querido volver a leer», para preparar la reedición, había sentido revivir en él «todas las congojas patrióticas de las que» quiso librarse «al escribir esta historia congojosa». Esta dolorosa dimensión nacional del tema, que muchos de sus lectores podrían haber sentido también, más intensamente vivida en aquellos tristes días de su exilio en Hendaya, y aquel rechazo inconsciente y defensivo contribuirían a aumentar la retracción lectora del público. Y debemos añadir, por nuestra parte, que pudo igualmente limitar su difusión la extrañeza novelística del libro, muy fuera de lo habitual entonces en el género, con la tajante precisión de su textura verbal, la despojada frialdad quirúrgica de su estilo y la arisca rigidez de su estructura narrativa, sin olvidar tampoco, como reconoce el propio Unamuno, la horrible carátula con que él se empeñó en ilustrar la cubierta del libro, que llegó a recibir algunas rechiflas públicas y que reduciría aún más el número de sus posibles lectores.
Modernamente, en el ámbito universitario anglosajón sobre todo, el aprecio hacia Abel Sánchez ha ido creciendo. Como puede verse en la bibliografía adjunta, la atención crítica aumenta a partir de los años cuarenta y se inflexiona decididamente en los cincuenta, para afirmarse en los sesenta y en los setenta. Los índices de lectura, a juzgar por su difusión editorial, corren una suerte paralela, debiendo advertir que los lectores extranjeros, mayormente en el caso de Alemania y Holanda, se anticiparon en su masiva valoración de la novela a los españoles, como ocurrió con otras obras suyas; hecho estimable si tenemos en cuenta la extremada complejidad del libro y las dificultades de su versión a otras lenguas, aunque bien es verdad que el tono abstracto de la narración favorecía su traducción y el exilio político de su autor atraía por aquel entonces la opinión pública europea hacia su obra. No obstante, la noticia, trasmitida por Unamuno en 1928, de una tesis doctoral norteamericana sobre su producción literaria, incluida naturalmente esta novela, indica un interés académico por su obra que sobrepasaba en mucho la atención que se le concedía en España.
Esta falta de atención crítica, que se limitaba en el año de su reedición a un par de notas y poco más, podría explicarse por el carácter innovador de esta novela, que se había anticipado en muchos años a las fórmulas novelísticas que se impondrían en la posguerra de 19452. Las nuevas tendencias narrativas del medio siglo último han permitido descubrir con más facilidad los valores literarios de esta pequeña obra maestra de Unamuno, que nació, como toda su literatura, a contracorriente de las poéticas codificadas de su tiempo y que ha sufrido además, como la propia imagen de su autor, el distanciamiento hostil de la incomprensión y de la descalificación apresurada, producto de dos errores básicos: la confusión del juicio crítico sobre las actitudes políticas y morales del hombre Unamuno con la valoración estética de su obra, y la devastación celular de los presupuestos de la literatura directamente comprometida. Los avatares de las contradicciones íntimas de Unamuno, en una situación histórica que tiende a la homogeneización universal y al nuclear conformismo, han propiciado el riesgo de desvirtuar el prestigio de su obra literaria, dañada además por la equívoca semantización de su peculiar vocabulario a contrapelo3.
La gran libertad formal de la moderna narrativa, el hábito del impudor de la novela existencial y la reveladora hermenéutica psicoanalítica, desgastados los modelos de las novelas naturalista, impresionista, costumbrista e ideológica o testimonial, han posibilitado el replanteamiento crítico y lector de la originalidad de esta novela unamuniana y de su poderosa vitalidad literaria. Ahora, rotos los esquemas tradicionales narrativos y en plena revolución novelística permanente, estamos ya en condiciones de poder abordar el análisis y el gozo de la rigurosa y apasionante construcción verbal que hace de Abel Sánchez una obra excepcionalmente interesante, dentro de la literatura de Unamuno, de suyo excepcionalmente interesante, y también dentro de la literatura en lengua castellana. Sin embargo, los juicios críticos, muchas veces vergonzantemente anclados en viejos prejuicios académicos, no son muy favorables a esta novela, como, en general, a toda la obra de ficción unamuniana, que se sigue escapando a las clasificaciones manuales y a las tradicionales reglas del género, nacida en un momento histórico en que el género hacía crisis y en que prematuramente se diagnosticaba su muerte, como hizo Ortega en La deshumanización del arte (1925).
Los desdenes irónicos, beligerantemente negativos, con que Julio Casares, en su Crítica efímera, 1918, recibió la obra, inaugurarían una veta de incomprensión, que duraría queratinizadamente hasta la incorporación de Unamuno a la lista de los intocables, fuera de toda duda, por los años treinta, aunque siempre susceptible de provocar algún sacrilegio iconoclasta. Pero, incluso entre la crítica racional y bien informada, el Unamuno novelista, como probablemente se merece, no deja de recibir reticencias y cuarentenas. Eugenio de Nora, en 1952, después de recordar que hasta 1930 sus novelas «fueron acogidas con discusiones, juicios apasionados y con frecuencia más adversos que favorables», calificaba esta novela de ser «un libro genial, pero truncado... brutalmente preliterario». Francisco Ayala, comentándola en 1963, dice que «ciertos elementos que hubieran debido insertarse armónicamente en la economía de su composición, aparecen añadidos, como pegotes. Y el lector se queda con el desconsuelo de una obra maestra frustrada por desdén hacia el arte, que no por carencia de facultades». Desde una parecida perspectiva crítica, Martin Nozick, en 1971, volvía a achacarle idénticas insuficiencias: «El mismo poder de algunas de las ideas que él quiso dramatizar necesitaban la creación de un instrumento más adecuado del que él podría ofrecer». En 1976, Ricardo Díez insiste, diciendo que «Abel Sánchez pudo haber sido una creación genial...; pero carece de la forma acabada de la gran novela».
José Domingo, en 1974, aunque creía que eran «flojas y aun malas sus novelas, cuando se las mide con el rasero del ritmo temporal, de la verosimilitud y entidad humana de sus criaturas, del histrionismo de parte de sus elocuciones, de la arbitrariedad de algunos de sus desenlaces, no dejan de ser interesantes y valiosas desde otros puntos de apreciación», sin embargo, colocaba a Abel Sánchez, junto a La tía Tula, como «sus novelas más importantes», reconociendo que se trata de una de las obras de mayor entidad del autor. En la otra orilla, los entusiasmos críticos de José A. Balseiro, en 1928, que naturalmente tanto complacieron a Unamuno, impedían la ecuanimidad y la verosimilitud exegéticas: «Es una de las obras más importantes de la ficción española de todos los tiempos. Y quizá podría añadirse que lo es, asimismo, de las letras de la Europa de comienzos de siglo». En 1943, Julián Marías había escrito que «la primera novela en que Unamuno alcanzó su plenitud de narrador fue Abel Sánchez». En 1958, Juan Rof Carballo, por motivos extraliterarios, ya que consideraba esta novela como una ilustración modélica de las teorías psicoanalíticas de Melanie Klein sobre las raíces psicológicas del ser humano, la calificaba como «una de las más hermosas novelas que se hayan escrito» y creía que era la «gran novela de la envidia, sin par en la literatura universal». Entre los especialistas de la crítica literaria actual, Andrés Amorós (1981) coloca a «Unamuno, entre los renovadores de la novela contemporánea, junto a Sartre o Camus, a Graham Greene o Bernanos, a Gide o Robbe-Grillet».
Como si quisiera olvidar su gestación o como si, una vez publicada la obra, Unamuno quisiera olvidar su prehistoria, habló poco de la elaboración de Abel Sánchez, en contraste con las frecuentes alusiones que hacía a la preparación de los otros libros suyos, de la que hablaba en su correspondencia, con cierta satisfacción4. Sin embargo, algo dijo; en carta al uruguayo Carlos Reyles, en 1916, le confiesa: «He emprendido la preparación de una novela que se llamará Abel Sánchez, una historia de pasión... Al estudio de observación y meditación de ella [de la envidia], en la vida y en los libros, he dedicado años, y no fue su obra de las que menos me ilustraron...»5. Esta referencia epistolar fija la fecha de elaboración de la novela, 1916, muy inmediatamente próxima a la de su publicación, 1917, y señala las dos fuentes de su inspiración: la vida y los libros, entre los que habrá que incluir La raza de Caín de Reyles, sobre el que había escrito Unamuno un artículo, en 1909, titulado «La envidia hispánica» (III, 283-289), que podría indicarnos uno de los momentos determinantes de la gestación de su Abel Sánchez.
Esta carta nos hace ver también la rapidez con que Unamuno escribió esta novela, a la que no dejó reposar mucho tiempo en el telar, una vez que se decidió a escribirla, después de una larga maduración en su interior. Esto era bastante insólito en Unamuno, cuyo proceso creador, como ha comprobado el profesor Eugenio de Bustos Tovar, «en numerosísimas ocasiones ocupa un dilatado período de tiempo, en el que la idea inicial –revelada muchas veces en su correspondencia, con una antelación de varios años– se va reelaborando»6. Pensemos que La tía Tula, publicada en 1921, había empezado a escribirla en 1902, y Nada menos que todo un hombre la esbozó, como obra de teatro, en 1905 y no la publicaría hasta 1916; Del sentimiento trágico de la vida estuvo escribiéndola desde 1905 hasta 1912, y no digamos nada de su primera novela Paz en la guerra que tardó doce años en escribirla. El corto espacio de tiempo que le dedicó a la redacción de Abel Sánchez podría explicar en parte la frenética forma en que está escrito y el aire de esbozo preliterario que le caracteriza. Y esta rapidez pondría de manifiesto también la quemazón que Unamuno sintió al escribirla; como si tuviera prisa por quitársela de encima.
Efectivamente, en carta de 20 de julio de 1917, le comunica a Ramón Basterra que ha terminado Abel Sánchez y lo califica de «libro doloroso»7; lo mismo que confesaría en un artículo de 1924, «De economía literaria», donde dice: «me fue muy doloroso el parto de esta obra», lo que confirmaría después en varias ocasiones, como cuando en 1935 dijo que aquel libro había sido «el más doloroso experimento» que había llevado a cabo, al hundir su bisturí «en el más terrible tumor comunal de nuestra casta española»8 (II, 552). Esta comparación de su trabajo con el del cirujano que saja un tumor fue también frecuente en sus referencias a esta novela, cuya redacción parece relacionar con el ambiente de un quirófano, llegando a hablar de «novela quirúrgica». Es decir, que no se demoró mucho en la sala de operaciones, pues a mediados de 1917 había terminado lo que empezó en 1916.
Sin embargo, la gestación había sido lenta, pues, como él mismo dice, le había «dedicado años» al estudio y a la meditación del tema. Esta forma de hacer era la habitual en Unamuno, cuyo San Manuel Bueno, mártir, aparecido en 1930, por ejemplo, inició su cristalización literaria a principios de siglo, surgida de la confluencia, entre otras incitaciones, de la lectura del libro del colombiano Santiago Pérez Triana, Reminiscencias tudescas (1902), y de la confesión de un amigo suyo, de la que dio cuenta en un artículo de 1904. O como fue el caso de Don Sandalio, jugador de ajedrez (1930), cuyo punto de partida pudiera estar en sus años de estudiante en Madrid, según palabras del propio Unamuno en sendos artículos de 1904 y 19109. El tema de Abel Sánchez, reducido al conflicto fratricida entre Caín y Abel, madrugó en los textos unamunianos y fue madurando a lo largo de toda su obra. El profesor Carlos Clavería10 ha rastreado las referencias al tema y ha encontrado citas explícitas, que se podrían ampliar fácilmente en artículos, novelas, ensayos, poesías y obras de teatro, empezando por un artículo, escrito en 1898, titulado «En La Flecha», incluido en su libro Paisajes (1902), y cubriendo prácticamente toda su obra, pues fueron muchas veces las que Unamuno escribió sobre el sentimiento de la envidia, como pasión del hombre individual y como defecto colectivo del pueblo español.
De tal manera, que todos los elementos constitutivos del tema de la envidia en Unamuno, con los que tejería su Abel Sánchez, habían ya aparecido en muchos de sus textos anteriores al libro y seguirían apareciendo también después. Pero la estructura radical de la novela estaba formada por los dos núcleos originales, que él mismo concretó en la citada carta a Carlos Reyles: la vida y los libros. Entre éstos es evidente la sugestión del relato bíblico del Génesis, en el que se cuenta la historia de los hermanos Caín y Abel, y la influencia, negada por Unamuno, del poema Caín de Byron, del que se han encontrado numerosas huellas en la novela11. También se han encontrado rastros ocasionales del Infierno de Dante, del Canto VI, en la insistente metáfora del infierno helado, que sufre el protagonista, o traiciones de la memoria lectora, como en la frase: «Aquella tarde no pintó ya más», que podría recordar el verso 138 del Canto V: «Quel giorno più non leggemo avante», cuya semejanza está subrayada por la idéntica situación amorosa de los personajes. En cuanto a los afluentes recogidos de su experiencia, Unamuno confesó, el mismo año de la publicación del libro, 1917, que «de la trágica vida cotidiana de estas pequeñas ciudades saqué los materiales del Joaquín Monegro, del torturado Caín moderno, al que di vida en mi última novela... Abel Sánchez» (IV, 1111).
En varias ocasiones más, insistiría en esta fuente de su libro; así, en 1928, en el prólogo de la segunda edición de la novela, confesaría, defendiéndose de la acusación de haberse inspirado en el Caín de Byron: «Yo no he sacado mis ficciones novelescas... de libros, sino de la vida social que siento y sufro –y gozo– en torno mío y de mi propia vida» (p. 72). Esta fuente interior de su experiencia, la confirmaría en 1935 diciendo que en su «novela quirúrgica Abel Sánchez: “ensayé en mí mismo la plumalanceta con que la escribí”, añadiendo “hay que hacer lo de Quevedo: escribir de la envidia como enfermo que la padece”» (III, 1064).
Christopher H. Cobb12 ha propuesto la investigación de las circunstancias históricas, políticas y personales, que pudieron haber incidido en la elaboración del libro, a las que se debería, según él, el agudo pesimismo y la particular desolación de sus páginas, no infrecuentes, por otra parte, en la obra unamuniana, como la agria destemplanza de su actitud y el inmisericorde exhibicionismo de la miseria moral, que defendería en el final de La tía Tula cuando ésta, moribunda, como postrer legado testamentario, dice: «Es lo último que os digo, no tengáis miedo a la podredumbre» (II, 1107). Estas circunstancias, que hubieran podido influir en la determinación de escribir un libro tan terriblemente sobrecogedor y desabrido, serían la conflictiva situación española del momento, con la proclamación de las Juntas Militares en 1916, el clima de violencia social de la gran huelga general de 1917 y la brutal repercusión que la gran guerra europea de 1914 tuvo en la vida colectiva española y a la que tantos apasionados textos dedicaría Unamuno por aquellos años13, sin olvidar el profundo trauma psíquico que le produjo su expeditiva destitución como rector de la Universidad de Salamanca, en 1914, inesperada y arbitraria, que tanto influiría en su conducta pública y que le empujaría a tomar la decisión de dedicarse más activamente a la política, lo que le llevaría al destierro y le produciría un cierto desasosiego de inautenticidad personal.
Igualmente su propósito de escribir una novela sobre la envidia, que resumiera sus permanentes análisis de esta pasión, se sintió alentado por su observación, que le contó a Ricardo Baeza, de que faltaba en la literatura de ficción el tratamiento de ésta, hueco que se habría propuesto llenar con su Abel Sánchez14. De todas maneras, era un tema que le había obsesionado siempre y que, como él mismo dijo en 1934, aparecía ya en su primera novela personal, Amor y pedagogía: «En esta novela, que ahora vuelvo a prologar, está en germen –y más que en germen– lo más y lo mejor de lo que he revelado después en mis otras novelas: Abel Sánchez, La tía Tula, Nada menos que todo un hombre, Niebla y, por último, San Manuel Bueno» (II, 1312).
Cuando Unamuno, después de haber terminado Nada menos que todo un hombre (1916), se puso a escribir apresurada y febrilmente Abel Sánchez, cuyo tema le quemaba como una patata caliente en las manos, interrumpiendo la preparación de La tía Tula (1921), hacía tiempo que había abandonado la tentación de la novela histórica, que le venía de sus raíces decimonónicas y que le era estrecha para sus intenciones literarias, y había ido ensayando un tipo de novela muy personal, a partir de Amor y pedagogía (1902), en la que por primera vez trabajó la materia novelesca según sus propios conceptos estéticos sobre el género. Esta teoría original la expresaría posteriormente en los prólogos a la segundas ediciones de sus novelas: Paz en la guerra (1923), Abel Sánchez (1928), Amor y pedagogía (1934) y en el de la tercera edición de Niebla (1935). En todos estos prólogos, Unamuno expuso sus ideas sobre lo que debía ser una novela, formando una especie de corpus doctrinal estético, que había iniciado en el prólogo de La tía Tula (1920) y que completaría con el de San Manuel Bueno y tres historias más, de 1932 y 1933.
Un hombre tan reflexivo sobre su propia obra no podía menos de razonar sus innovaciones novelísticas: «He abandonado este proceder [el de la novela histórica], forjando novelas fuera de lugar y tiempo determinados, en esqueleto, a modo de dramas íntimos» (II, 91), porque «no he querido distraer al lector del relato del desarrollo de acciones y pasiones humanas». Esta abstracción espacio-temporal y esta reducción a lo esencial de las acciones narradas, encerradas en el desnudo decorado de su propia expresión, que son los dos rasgos más evidentes de su poética novelística, obedecía a profundas determinaciones de su poética general, sobre la que elaboraba tanto sus versos como sus ensayos filosóficos, sus obras de teatro o sus artículos periodísticos, dominados todos por una densidad expresiva nuclear, directos al fondo, en busca de lo esencial del tema, sin concesiones al halago sensorial o a la comodidad intelectual. Pero además debemos pensar que esta fórmula novelística estuvo asistida por una contaminación de géneros, muy verosímil en el Unamuno rebelde a cualquier limitación académica y avezado explorador de lo desconocido, además de iconoclasta.
Efectivamente, en el prólogo a la citada edición de San Manuel Bueno, justificó una vez más la desnudez de sus relatos novelescos, diciendo: «Creo que dando el espíritu de la carne, del hueso de la roca, del agua, de la nube, de todo lo demás visible, se da la verdadera e íntima realidad, dejándole al lector que la revista en su fantasía» (II, 305), y señalando el posible punto de partida de ese tan característico despojamiento suyo de los elementos narrativos, reducidos a su escueto funcionalismo estructural, que dataría de 1905, cuando escribió la primera versión de Nada menos que todo un hombre, con el título de Todo un hombre y destinada al teatro: «Como mi novela Nada menos que todo un hombre, con el título de Todo un hombre, la escribí ya en vista del tablado teatral, me ahorré todas aquellas descripciones del físico de los personajes, de los aposentos y de los paisajes, que deben quedar al cuidado de actores, escenógrafos y tramoyistas. Lo que no quiere decir, ¡claro está!, que los personajes de la novela o del drama escritos no sean tan de carne y hueso como los actores mismos, y que el ámbito de su acción no sea tan natural y tan concreto como la decoración de un escenario». Con esta confesión, Unamuno nos da una de las claves de su innovación técnica, aunque, como ya dijimos, ese realismo interior, esa huida del realismo superficial y del costumbrismo impresionista y sociológico, tenía raíces profundas en su concepto de la comunicación literaria.
Muchas veces insistió Unamuno en sus teorías, como, cuando en este mismo texto de 1932-33, escribe que «tratando de narrar la oscura y dolorosa congoja cotidiana que atormenta al espíritu de la carne y al espíritu del hueso de hombres y mujeres de carne y hueso espirituales, ¿iba a entretenerme en la tan hacedera tarea de describir revestimientos pasajeros y de puro visto?» Y, tratando poco después de su Don Sandalio, jugador de ajedrez, añadiría otro rasgo de su teoría de la novela: «Pero voy más lejos aún, y es que no tan sólo importan poco para una novela, para una verdadera novela, para la tragedia o la comedia de unas almas, las fisonomías, el vestuario, los gestos materiales, el ámbito material, sino que tampoco importa mucho lo que suele llamarse el argumento de ella». Descalificado el argumento, es decir, las peripecias narrativas, después de haber eliminado las descripciones de los personajes y los paisajes de sus acciones y después de haber prescindido de las localizaciones geográficas y de las circunstancias temporales, la novela se le quedaba reducida a la presentación y al desarrollo de los conflictos interiores de sus criaturas de ficción, que tanto podían ser novelescas como dramáticas, en una casi confusión de géneros, al utilizar los diálogos como principal medio de expresión que en el último capítulo de La tía Tula se convierten en réplicas teatrales.
Esta técnica, que le dio mejor resultado en la novela que en el teatro, le permitía alcanzar una tensión narrativa, que constituía el principal objetivo de su poética, arrastrando al lector en sus historias, sin solución de continuidad en el seguimiento de sus héroes y de sus angustias. En la «Autocrítica» de El otro (V, 654), se volvió a referir a este procedimiento, intercambiable entre dramas y novelas: «Acaso algún espectador pensará que no corre ni una brisa fresca, ni un hálito de humor por este sombrío misterio, y no le faltará razón... Pero es que esto distraería y no he querido distraer. Sé el peligro que se corre manteniendo la cuerda siempre tensa, la atención del oyente en un hilo; pero sé el peligro, acaso mayor, de aflojarla un momento». En «Cómo se hace una novela» vuelve a borrar la frontera entre los géneros, escribiendo que «toda obra de ficción, todo poema, cuando es vivo, es autobiográfico».
En Abel Sánchez (1917), Unamuno aplica con total exactitud sus teorías sobre la novela, siendo, por tanto, su novela paradigmática, aunque no sea su mejor obra narrativa. Después de Paz en la guerra (1897), había ido depurando sus novelas ensayo, lastradas de tesis y escoradas peligrosamente hacia la demostración, digamos, filosófica, en Amor y pedagogía y Niebla. Pero, al mismo tiempo, en sus numerosas narraciones cortas, había ido desprendiéndose de esas inclinaciones discursivas y había ensayado unas técnicas narrativas que le permitían contar historias sobre conductas y hechos humanos más vivos, menos transparentemente dependientes de sus necesidades filosóficas. Este aprendizaje, que le llevaría a alcanzar una perfección, reconocida por la crítica15, le sirvió para dominar la técnica narrativa y aplicarla a la redacción de sus grandes novelas, empezando por Niebla en la que no consiguió todavía liberarse de un cierto ensayismo, y logrando con Abel Sánchez su primera gran novela, en la que, por primera vez, su materia narrativa se impone a la presencia de las ideas del autor, su densidad psicológica adquiere autonomía vital y el sistema lingüístico de la obra mantiene la estructura de sus presupuestos significativos.
La demostración de que sus fundamentos teóricos sobre la novela los encarnó en Abel Sánchez, es la cantidad de veces que volvió sobre ella para ejemplificar sus ideas. En 1934, definió sus novelas como «relatos dramáticos acezantes, de realidades íntimas, entrañadas, sin bambalinas ni realismos en que suele faltar la verdadera, la eterna realidad, la realidad de la personalidad» (II, 311-312), confesando que ha puesto en ellas «las visiones de estas “profundas cavernas del sentido”, que dijo San Juan de la Cruz»; con todo lo cual estaba describiendo su Abel Sánchez, tal y como lo veía y tal como lo calificó en 1928, hablando de «hediondas simas del alma humana». Pero debemos indicar que, a pesar de su acérrima defensa de sus teorías, Unamuno nunca más aplicaría tan estrictamente su fórmula como en este caso. Y en La tía Tula menos y en San Manuel Bueno más, que son dos de sus grandes creaciones posteriores al Abel Sánchez, introduciría elementos ambientales, incluso paisajes, aunque fueran metafóricos, en esta última. Aquella sequedad de cecina debió asustarle y llegó a convencerse de que aquel hermetismo narrativo, que chocaba con los hábitos lectores y defraudaba las expectativas críticas, no iba, novelísticamente hablando, a ninguna parte. Al reeditar, en 1923, Paz en la guerra, su novela más tradicional, dudaría: «no sé si he acertado o no con esta diferenciación», entre escuetas narraciones y libros de paisajes (II, 92).
Y en la presentación de su primera novela innovada, Amor y pedagogía, entre irónico y temeroso, tomaba sus precauciones, autoacusándose de que su estilo «peca de seco y aun de descuidado» y señalando que usa la lengua castellana «como un mero instrumento sin otro valor propio que el de su utilidad», con un «cierto desdén, no bien justificado sin duda, hacia las formas exteriores». Pero así quería hacer sus novelas y así las hizo.
Con Abel Sánchez, Unamuno se acerca a ese modelo ideal de narración despojada, ceñida a lo esencial, desprovista de halagos corruptores, fuera del tiempo y del espacio, argumentalmente estricta y alucinantemente densa, que se había propuesto hacer y cuya fórmula resumiría en sus anotaciones previas a la redacción final de La tía Tula. «No imaginación. Abstracciones. El hombre es idea, la idea hombre» (II, 41). Estos presupuestos teóricos canalizaron la creación de Abel Sánchez, que es un libro duro, casi esquelético, deshidratado y esquemático, en el que el hombre, los personajes, ofrece únicamente la descarnada entrega de su alma, traducida en palabras y acciones escuetas, reducida a sus rasgos más diferenciativos. Nunca sabremos qué chaqueta llevaba Joaquín-Caín el día que riñó por primera vez con su amigo Abel, ni sabremos qué luz había y ni siquiera si era de día o de noche, en la escena en que su hija le comunica su deseo de meterse a monja; ni si hacía frío o calor, cuando pronunció su famoso discurso, elogioso de envidia. Unamuno exprime a sus entes de ficción hasta dejarlos convertidos en meollos fibrosos, incombustibles, como si hubieran sido devorados por una hoguera que hubiera respetado sólo sus huesos. A fuerza de estilización hiperrealista, sus protagonistas, y en ninguna novela es más exacto el nombre de «protagonistas», es decir, primeros agonistas, luchadores de primera fila, se convierten en ideas de hombres, en pura idea, pero –seres concretos a fuerza de abstracciones–, idea sangrante, humanizada universalmente singular, con nombres y apellidos, sacando de esta dualidad germinal, entre lo vivido y lo ideado, todo su atractivo y toda su poderosa originalidad.
Ese viaje a las esencialidades abismales del hombre, en los estratos inconscientes de esas «simas hediondas del alma humana», en las que Unamuno confiesa haberse movido, al escribir su Abel Sánchez,
