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Tres novelas ejemplares y un prólogo E-Book

Miguel de Unamuno

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Beschreibung

Publicados unitariamente en 1920 bajo el título de "Tres novelas ejemplares y un prólogo", los admirables relatos que forman este volumen («Dos madres», «El marqués de Lumbría» y «Nada menos que todo un hombre») fueron escritos por Miguel de Unamuno (1864-1936) en la segunda década del siglo XIX. Precedidos por un prólogo en el cual el autor resume sus ideas básicas sobre la teoría del relato y la creación de personajes, se caracterizan por la exploración del mundo interior, la escasez de los elementos descriptivos, el desarrollo interno de la trama en un tiempo psicológico y la importancia de los diálogos, rasgos que comparte con las corrientes expresionistas vigentes en la época. Introducción de Demetrio Estébanez Calderón

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Seitenzahl: 172

Veröffentlichungsjahr: 2018

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Miguel de Unamuno

Tres novelas ejemplares y un prólogo

Introducción de Demetrio Estébanez Calderón

Índice

Introducción

Bibliografía

Tres novelas ejemplares y un prólogo

Prólogo

Dos madres

El marqués de Lumbría

Nada menos que todo un hombre

Créditos

Introducción

Miguel de Unamuno escribe sus Tres novelas ejemplares y un prólogo en un momento en el que España y el resto de Europa viven en un estado de gran agitación política y revolución cultural. Dichas obras las concibe en la segunda década del siglo XX, cuando el país se halla inmerso en un período de graves tensiones sociales que culminarán en la Huelga General Revolucionaria de 1917. Estas tensiones, agravadas por la crisis económica subsiguiente y por la repercusión de la interminable Guerra de África, ahondan la inestabilidad y degradación política de los sucesivos gobiernos. En el resto de Europa, dicha agitación desemboca en la Primera Guerra Mundial en 1914, año en el que la revolución que se venía produciendo en el campo de las artes plásticas y de la creación literaria se reafirma con el triunfo de «la oleada expresionista» (G. de Torre), corriente que, según se advertirá, tiene algo que ver con la obra del escritor vasco. En España la crisis política repercute en el mundo intelectual y académico y de ella es testigo M. de Unamuno, según propia confesión:

Estalló la gran guerra en agosto de 1914 y poco después comenzó mi guerra también. A fines del mismo agosto de 1914 empecé a ser perseguido por el más alto poder público de mi patria («Cambio de sentido», La Nación, Buenos Aires, 10-XI-1920).

El acontecimiento aludido es la destitución de su cargo de rector de la Universidad de Salamanca, sin previa explicación, y que él interpretaba como una arbitrariedad del Gobierno. Es el caso que ese mismo año Unamuno se había negado a secundar las presiones ejercidas a favor del candidato gubernamental a senador por la Universidad de Salamanca. Cuando posteriormente se trate de reparar esta torpeza, Unamuno manifestará su indignación ante el hecho de que en el país se puedan cometer impunemente atropellos de este tipo, por la falta de una «verdadera conciencia liberal democrática», objetivo primordial de su compromiso político (carta al ministro J. Burell, 2-4-1916). En 1917, y de acuerdo con esta moral política, solicita la liberación de los dirigentes del comité de huelga encarcelados (Besteiro, Largo, etc.), convencido de que «no es delito manifestar pacíficamente la voluntad de cambiar el régimen constituido» (15-XI-1917). Por esas fechas, y en compañía de M. Azaña, A. Castro y S. Rusiñol visita el frente italiano y muestra su inequívoca simpatía por los aliados en la lucha contra la «barbarie germánica» y su política imperialista. El mismo año en que se publican las Tres novelas ejemplares (1920), Unamuno es propuesto como candidato por los socialistas en Madrid. El escritor, que mantuvo celosamente su independencia política, interpreta su aceptación en el siguiente diálogo:

«¿Usted hace política?». –Acabo de dar al público mi poema El Cristo de Velázquez, dentro de poco mis Tres novelas ejemplares y un prólogo. «¿Pero es eso política?». –Sí, señor mío, eso es política. «Pero un programa...». Mi programa político, político ¿eh? está en mi obra El sentimiento trágico de la vida, en mis comentarios al Quijote (O. C, VIII, p. 448).

Y es que la escritura de sus obras conlleva para Unamuno un ejercicio de responsabilidad cívica, convencido, como estaba, de su misión de espoleador de la conciencia moral de sus conciudadanos. En todo caso, estas novelas surgen en el mencionado contexto político, cultural y, sobre todo, literario, del que son un testimonio significativo.

Sobre la fecha de composición sólo conocemos datos precisos de la tercera de sus novelas ejemplares: Nada menos que todo un hombre. La terminó de escribir en abril de 1916. Ese mismo año se publica en «La novela corta» (núm. 28, Madrid, 18-VII-1916). El tema central del relato, a juzgar por una confidencia de su autor, estaría ya esbozado en un conato de drama que estaba escribiendo en 1905, según apunta García Blanco, que logró encontrar y publicar dicho material. El mismo Unamuno se refería a la génesis de la novela en estos términos: «De unas notas que teníamos para hacer un drama hicimos luego nuestra novela Nada menos que todo un hombre («De pequeñeces literario-mercantiles», España, 5-V-1923). El 19-VI-1920 comunica al poeta portugués Teixeira de Pascoes que está preparando Cuatro novelas ejemplares:

Una de las novelas será el Prólogo, tragedia de conceptos. Un concepto (símbolo) es una persona cuando se le sabe hallar voluntad. La elipse quiere tener dos focos. Y un personaje cuando no se le halla la voluntad –la voluntad de ser o la de no ser– no pasa de concepto. El realismo es algo íntimo. No hay realidad más que en el querer. Querer ser o querer no ser (O. C, II, pp. 36-40).

Reflexiones similares aparecen en el mencionado prólogo. Estos relatos fueron publicados, por fin, ese mismo año 1920 en un volumen y con el título de Tres novelas ejemplares y un prólogo. Unamuno parece atribuir gran importancia a este último, al que considera «novela de mis novelas». En realidad, se trata de una «metanovela» en la que se resumen ideas básicas del autor sobre teoría del relato y, en especial, sobre creación de personajes. En este sentido, como observa R. Gullón, Unamuno es «probablemente el escritor español más inclinado a novelar-vivir el acto creativo, convirtiendo la novela en autorreflexión y en tema de la novela misma» («Teoría y práctica de la novela», C. H., núms. 440-441, febrero-mayo 1987, p. 333).

Un lector habituado a la narrativa del XIX (Galdós, Clarín, por ejemplo) posiblemente mostrará su extrañeza al enfrentarse a estos relatos de Unamuno en los que apenas hay descripción de espacios o ambientes ni, incluso, de prosopografía de personajes; las referencias cronológicas casi no existen y la misma narración es de extrema sobriedad. Parecida extrañeza sintieron en su tiempo los lectores de Amor y Pedagogía (1902). Y es que Unamuno inicia con esta obra una nueva técnica narrativa, claramente opuesta al realismo del XIX, cuyos principios rechaza:

La realidad no la constituyen las bambalinas, ni las decoraciones, ni el traje, ni el paisaje [...] ni las acotaciones (p. 40).

No sólo el concepto de realidad espacial, sino también la entidad y consistencia de los personajes de dichas novelas es puesta en entredicho:

Las figuras de los realistas suelen ser maniquíes vestidos, que se mueven por cuerda y que llevan en el pecho un fonógrafo que repite las frases que su Maese Pedro recogió por calles y plazuelas y cafés y apuntó en su cartera (p. 38).

Abundando en el mismo tema, llega a revelar cuál es su técnica personal, al crear los personajes de ficción como seres «reales, realísimos»:

Si quieres crear, lector, por el arte, personas, agonistas, trágicos, cómicos o novelescos, no acumules detalles, no te dediques a observar exterioridades de los que contigo conviven, sino trátalos, excítalos si puedes, quiérelos sobre todo y espera a que un día –acaso nunca– saquen a luz y desnuda el alma de su alma, el que quieren ser, en un grito, en un acto, en una frase, y entonces toma ese momento, mételo en ti y deja que como un germen se te desarrolle en el personaje de verdad, en el que es de veras real (p. 43).

Unamuno cree que el verdadero ser, tanto de la persona «de carne y hueso», como de los personajes de ficción, es el que se confieren ellos mismos en su «puro querer ser o puro querer no ser». De este «querer ser» depende su destino: «Y por el que hayamos querido ser, no por el que hayamos sido, nos salvaremos o perderemos» (p. 39).

En esta nueva técnica narrativa, que rompe con el realismo y naturalismo anteriores, coincide Unamuno con las corrientes estéticas europeas de la época y, en concreto, con el expresionismo, citado anteriormente. Un buen conocedor de esta tendencia, A. Soergel, enumera los rasgos más significativos del movimiento: el nuevo escritor trata ya de reproducir no un «trozo del natural», sino una «tensión espiritual»; pasa de ser un «observador frío» de la realidad a «confesor entusiasta», de un «hombre lógico» se convierte en «hombre espiritual», de cultivador de la «retórica» en creador de «patetismo». G. de Torre, recogiendo y continuando estas contraposiciones, recuerda que así como el naturalismo «pretendía reflejar la verdad del ser, el expresionismo captará la verdad del alma» (Historia de la Literatura de Vanguardia, Madrid, Guadarrama, 1974, pp. 184-194). El mismo crítico, siguiendo a H. Barr, cita como posibles influencias del expresionismo literario a Nietzsche, Dostoievski, Ibsen, Strindberg y Kierkegaard, autores conocidos por Unamuno y algunos especialmente admirados. Es evidente que estos rasgos enunciados, como peculiares del expresionismo, coinciden con algunos de los más salientes del escritor vasco, que comparte, además, otro aspecto significativo de la estética expresionista: la tendencia a la caricatura y el tratamiento bufo-trágico de ciertos personajes convertidos en seres grotescos. Recuérdese, en este sentido, lo que sugiere en el prólogo de Amor y Pedagogía:

El autor, no atreviéndose a expresar por propia cuenta ciertos desatinos, adopta el cómodo artificio de ponerlos en boca de personajes grotescos y absurdos, soltando así en broma lo que acaso piensa en serio.

Insistiendo en la misma idea, manifiesta en el prólogo a Niebla (1914) por boca de V. Goti que «no quisiera morirse sin haber escrito una bufonada trágica» en la que «lo bufo, lo grotesco y lo trágico» aparezcan «fundidos y confundidos». De hecho, en las Tres novelas ejemplares que nos ocupan la caricatura ronda a personajes clave como Raquel (la «esfinge»), Carolina, la «rígida» mujer de mirada desafiante, y el «yo» desmesurado de Alejandro Gómez, diseñados desde la perspectiva de una pasión descomunal: «furioso hambre maternal», obsesión del marquesado y perfil de «conquistador» irresistible. Personajes grotescos son, sin duda, el pobre don Juan de Dos madres, cosificado como «instrumento» y dominado como un «pelele» por Raquel; el buen Tristán de El marqués de Lumbría, juzgado como un «botarate», y el conde de Bordaviella, a quien Alejandro considera un «fantoche» y un «nadie».

En el mismo Prólogo aparece una idea recurrente en la narrativa unamuniana, y es la íntima relación de los personajes con su autor y con los lectores. Estos personajes son considerados como «criaturas» que constituyen «todo un pueblo» (múltiples proyecciones del «yo» unamuniano) y que han surgido del «alma» del escritor, de su «realidad íntima» (p. 42). El autor se asimila a ellos en su condición de «personaje», cuyo «último e íntimo y supremo» yo le resulta tan problemático como el de sus criaturas, soñados todos tal vez por un supremo creador. A su vez, los lectores tienen la posibilidad de «crear criaturas reales» y de colaborar en la creación del texto («Porque sabido es que el que goza de una obra de arte es porque la crea en sí, la recrea y se recrea con ella»), adelantándose con esta sugerencia a uno de los supuestos de la moderna teoría de la recepción y del lector.

Finalmente, en el Prólogo se enuncia el sentido que Unamuno confiere a estas novelas ejemplares, en parangón con las de Cervantes (en las que percibe primordialmente una ejemplaridad estética), al presentarlas como «ejemplo de vida y de realidad».

Las tres novelas de Unamuno muestran unos rasgos similares, en cuanto a estructura, configuración de personajes claves, temática y características formales que justifican su edición en un mismo volumen. Partiendo de la idea antes apuntada de que la verdadera realidad es la «interna» de los personajes, estas novelas tratan de explorar el mundo interior de sus conciencias. En este sentido son inteligibles las constantes referencias, por ejemplo, en Dos madres, al intento de penetración a través de la mirada en el misterio insondable de su alma: ojos de Berta «como una noche sin fondo», que observan a Juan en algún momento con «mirada de taladro», p. 62; o el «fondo del alma terrible y hermética» de Alejandro Gómez, «lago negro», a cuya profundidad no llegan los ojos de Julia, que vive en la «incertidumbre». Supuesta la prevalencia de los ámbitos interiores del espíritu, es lógica la escasez de elementos descriptivos en estas novelas, tanto de personajes como de espacios exteriores, prácticamente inexistentes en Dos madres, escasos en El marqués de Lumbría, apenas aludidos en la tercera. La narración es mínima en Dos madres, más extensa en las otras dos, y las referencias temporales que aparecen sólo destacan el desarrollo interno de la trama en un tiempo psicológico. La parte más amplia del texto se reserva a los diálogos, a través de los cuales se van configurando los personajes, y por su medio desenvolviendo la acción, que en Dos madres reviste carácter dramático. En efecto, esta novela está concebida a la manera de un pequeño drama, en que las escasas intervenciones del narrador semejan acotaciones teatrales. No en vano el mismo tema fue abordado por Unamuno en su drama Raquel encadenada (1920), al igual que a Nada menos que todo un hombre le precede el esbozo teatral de Una mujer.

La estructura interna de estos relatos responde a un mismo esquema de lucha entre dos «agonistas» fundamentales, que pugnan por la afirmación de su propia personalidad en el logro de objetivos contrapuestos. En las tres hay de por medio un varón abúlico, reducido a «instrumento» de intereses ajenos. De esta lucha entablada emerge, como agonista triunfador, un personaje de voluntad implacable que avasalla a cuantos se oponen a sus objetivos. Esta función es desempeñada por Raquel en Dos madres, Carolina en El marqués de Lumbría y Alejandro Gómez en Nada menos que todo un hombre. Los personajes a quienes se enfrentan en dichos relatos son, por el mismo orden: Berta, Luisa y Julia. Y el varón sumiso está representado por don Juan, Tristán y el conde de Bordaviella. Finalmente, las relaciones afectivas reproducen en las tres novelas un esquema triangular: Raquel-don Juan-Berta (Dos madres), Luisa-Tristán-Carolina (El marqués de Lumbría), Alejandro Gómez-Luisa-el conde de Bordaviella en Nada menos que todo un hombre.

El tema central de Dos madres procede de dos textos de la Biblia: el primero, del Génesis (30, 1): «Y viendo Raquel que no daba hijos a Jacob tuvo envidia de su hermana y decía a Jacob: Dame hijos y si no me muero». El segundo aparece expresamente aludido en el título de la novela. Lo concreta Raquel cuando, después de haber conseguido su objetivo, cede a Berta su don Juan, hasta entonces compartido por ambas: «Ya sabrás la historia de las dos madres que se presentaron a Salomón reclamando un mismo niño. Aquí está el niño, el... ¡don Juan de antaño! No quiero que lo partamos en dos, que sería matarle como él dice. Tómalo todo entero» (p. 77). Ambos textos constituyen el núcleo germinal del relato, cuyo desarrollo es el siguiente: Raquel, viuda estéril y «con furiosa hambre de maternidad», utiliza a su amante, don Juan, a quien había «sorbido el tuétano de la voluntad», para que se case con la joven Berta Lapeira, a la que ha de «empreñar» («Hazte padre, ya que no has podido hacerme madre») esperando conseguir el apetecido fruto de sus entrañas. «Empujado y guiado» por Raquel, dará a Berta una hija, de la que Raquel será primero madrina («Se llamará Raquel», exige) y finalmente madre posesora. Logrado su objetivo de maternidad, abandona a Juan, que huye de las dos y muere, despeñándose por un precipicio. Berta, aunque tarde, descubre que también ha caído en una «sima» y, además, en las redes económicas de Raquel, dueña de la fortuna de don Juan y a la que ha de entregar su hija, doblegándose, para poder subsistir «en paz ante los ojos del mundo».

El mismo esquema dialéctico se repite en El marqués de Lumbría. Dos hermanas contrapuestas (Carolina, la mayor, «rígida» y amante de la oscuridad, y Luisa, amiga de asomarse al mundo exterior y de cultivar flores) se enfrentan por la posesión del varón sumiso, Tristán Ibáñez del Gamonal. Éste, que es aceptado en el palacio como «pretendiente formal» de Luisa, es seducido por Carolina, que, por razones inconfesadas, es llevada poco después por el marqués a un lugar desconocido. El matrimonio de Tristán y Luisa ensombrece la convivencia en el palacio y deriva en un «helado silencio» que persiste con la llegada del hijo. A este nacimiento siguen en poco tiempo la muerte del marqués y de su hija Luisa. El relato finaliza con el retorno de Carolina, casada ya con Tristán, al que obliga a reconocer el hijo común mantenido en secreto, «hijo de pecado». Traído éste al palacio, los dos niños se muestran enemigos irreconciliables y Carolina se decide a recluir al sobrino («¡Caín!») en un colegio, e inicia las gestiones para recuperar el título de marqués para su hijo, idea obsesiva que había alimentado su voluntad de dominación y venganza.

La novela se estructura a partir de dos conceptos fundamentales (el honor calderoniano y el cainismo bíblico), sugeridos en sendas intervenciones rememorativas de Carolina: «Fui yo quien te seduje», «Yo quiero ser la madre del marqués», «Mi padre, el excelentísimo señor marqués de Lumbría, me sacrificó a sus principios», «Escudo manchado», «Esperé pacientemente y criando a mi hijo», «hijo de pecado», «Le he criado para la venganza». En estas evocaciones de Carolina a Tristán, diseminadas a lo largo de la novela, aparece esbozado el esquema generador del relato.

También el tema del honor aparece sugerido en Nada menos que todo un hombre, obra en la que la agonista femenina, Julia, se procura un amante para excitar los «celos» de su marido Alejandro, esperando poder comprobar si realmente la ama. El protagonista, que se ríe de esas «andróminas del código del honor» y que es incapaz de imaginar siquiera la infidelidad de su esposa («¡Como si mi mujer pudiera faltarme a mí! ¡A mí! Alejandro Gómez..., nada menos que todo un hombre!») la declara «loca de remate». Sin embargo advierte al supuesto amante, con ánimo justiciero de caballero del honor: «Conque ya lo sabe usted, señor conde: o mi mujer resulta loca, o les levanto a usted y a ella las tapas de los sesos» (p. 35). Pero no es dicho tema el soporte fundamental de la trama, sino una anécdota más que resalta la figura central del relato, Alejandro, una nueva encarnación de la «voluntad», del «querer ser», esencia de los personajes unamunianos. Ya se indicó anteriormente que el episodio que sirve de base al entramado argumental de esta novela aparece esbozado en el drama inconcluso que Unamuno escribió hacia 1905, Una mujer. En este drama Sofía, la protagonista, decide ingresar en un convento antes de someterse a las presiones paternas para que se casara, sin estar enamorada, con un hombre acaudalado que habría de salvar a la familia de la ruina económica. A. del Río y R. Guillón han subrayado que dicho tema había sido abordado ya por Galdós en La loca de la casa y han señalado los paralelismos y las divergencias entre los personajes de ambas novelas. Una diferencia esencial radica en la contextura psicológica del agonista masculino, Alejandro Gómez, en quien Unamuno, como en Raquel o Carolina, ha querido plasmar lo que él entiende por esencia de la personalidad, la voluntad de ser, su proyecto de vida. Se trata, en el fondo, de un concepto filosófico encarnado en un personaje de ficción. Con ello entramos en el contenido temático de estas novelas. Sabido es que en Unamuno la novela se convierte en instrumento de conocimiento superior con el que pretende comunicar al lector una «intuición del sentido de la existencia humana» (F. Ayala). El mismo Unamuno nos recuerda en el Prólogo la tesis expuesta al poeta Teixeira de que «un concepto puede llegar a hacerse persona». Por razones de espacio sólo es posible enunciar aquí algunos de los conceptos o temas latentes en estos relatos.

El primero de ellos es el de la personalidad humana,