5,49 €
Síntesis de los diferentes géneros literarios utilizados anteriormente por Miguel de Unamuno (1864-1936), "Niebla" gozó desde su aparición en 1914 de una amplia popularidad. Interrogándose a sí mismo más de veinte años más tarde acerca de esta predilección mayoritaria, Unamuno llegó a la conclusión de que era la fantasía y la tragicomedia de este relato lo que más hablaba y decía «al hombre individual que es el universal, al hombre por encima, y por debajo a la vez, de clases, de castas, de posiciones sociales, pobre o rico, plebeyo o noble, proletario o burgués». Introducción de Ana Suárez Miramón
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 346
Veröffentlichungsjahr: 2018
Miguel de Unamuno
Niebla
Introducción de Ana Suárez Miramón
Introducción, de Ana Suárez Miramón
Criterios de edición
Bibliografía escogida
Niebla
Prólogo
Post-prólogo
Prólogo a la tercera edición, o sea, historia de Niebla
Capítulo primero
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Oración fúnebre por modo de epílogo
Créditos
Si es cierto que Unamuno a lo largo de toda su obra ensayística manifestó una básica preocupación que se podría resumir en la cuestión ¿es posible la trascendencia individual?, también lo es que en su obra de creación artística esta preocupación pudo encontrar un camino de desarrollo no meramente intelectual y retórico, sino estético y literario, y sin perder fuerza por ello, más bien al contrario, ganó presencia en la encarnadura de sus criaturas de ficción.
Él mismo, desde fecha temprana, se refirió al especial carácter de la filosofía española, que lejos de estar formulada en sistemas se encontraba expuesta, de modo fragmentario, en las mejores obras literarias, especialmente en El Quijote y en La vida es sueño. Su afirmación de 1903, «Nuestra filosofía, si así puede llamarse, rebasa de casilleros lógicos: hay que buscarla encarnada en sucesos de ficción y en imágenes de bulto», es el punto de partida para entender su propia obra novelesca. Hay en ella filosofía, pero como en las dos obras más citadas por él, no sólo filosofía, sino teología y aun pautas de comportamiento ético y social.
Para entender el verdadero significado de la filosofía de Niebla es preciso señalar la importancia que tiene la alusión al concepto de la vida como sueño y al símbolo de Don Quijote –tantas veces hermanado con Segismundo en toda su obra, especialmente a partir de La vida de Don Quijote y Sancho (1905)–, la presencia de los cuales en esta novela no es en modo alguno anecdótica. Con estos símbolos, Unamuno hace una síntesis de la tradición ideológica española y abre, también con ellos, una perspectiva nueva, la del existencialismo, la del absurdo de la vida humana, que corresponde a la época crítica del siglo XX en que Unamuno escribe Niebla y Del sentimiento trágico de la vida…
En la obra unamuniana se observa, a partir de 1900, un progresivo interés por desentrañar el verdadero significado de La vida es sueño, que equivale a dar una posible solución a su conflicto individual. En ella encuentra la «más vigorosa afirmación de la sobre-vida», ya que la denominación de sueño para la vida implica la creencia en un despertar hacia la realidad trascendente: Dios. Así, a diferencia de las mismas sentencias pindáricas y budistas, que desde antiguo repiten este concepto, en Calderón reconoce un sentido cristiano que otorga al ser humano un valor trascendente inexistente incluso en la afirmación de Shakespeare «estamos hechos de la madera de los sueños».
Paralelamente, la explicación de la locura quijotesca como locura de inmortalidad y, por tanto, relacionada con la afirmación calderoniana, la desarrolla artísticamente también con la frase «la vida es niebla», en esta novela.
Puede decirse que es definitivamente en Niebla en donde el tema de la vida-sueño, presente desde sus primeros escritos, cobra una dimensión nueva: representa la angustia del hombre perdido en una vida sin finalidad. De este modo, enlaza la tradición clásica con el pensamiento contemporáneo y actualiza el tópico calderoniano bajo la abstracta afirmación «y la vida es esto, la niebla. La vida es una nebulosa».
Pero no sólo es esta metáfora de Calderón la que actualiza; también la máxima de Segismundo, «el hacer bien no se pierde ni aun en sueños», aparece revestida de formas diferentes en toda su creación. Asimismo, el concepto del «teatro del mundo» se reitera insistentemente no sólo referido a Calderón, sino a un sentimiento universal. En Amor y pedagogía (1902) esta imagen justifica el desarrollo de la novela. El nacimiento de Apolodoro significa su entrada en la escena del mundo: «asoma el futuro genio la cabeza para mirar al mundo, entra en el escenario y se pone a berrear. Es lo único que se le ocurre hacer, ya que ha de hacer algo al pisar las tablas». Y en esta misma obra, precedente inmediato por muchos motivos de Niebla, don Fulgencio, en un diálogo con Avito Carrascal, expone su teoría de la vida a partir de la imagen barroca:
Esto es una tragicomedia, amigo Avito. Representamos cada uno nuestro papel; nos tiran de los hilos cuando creemos obrar, no siendo este obrar más que un accionar, recitamos el papel aprendido allá, en las tinieblas de la inconsciencia, y en nuestra tenebrosa preexistencia.
Frente a la afirmación católica y confiada del libre albedrío calderoniano, Unamuno destaca la angustia del hombre contemporáneo utilizando la misma metáfora.
Vida-sueño y mundo-teatro constituyen no sólo los ejes sobre los que se asienta Niebla, sino toda la obra de Unamuno. Bajo estos conceptos se encierra su filosofía, que incluye una estética, una religión
(¿No es acaso todo esto un sueño de Dios o de quien sea, que se desvanecerá en cuanto Él despierte, y por eso le rezamos y elevamos a Él cánticos e himnos, para adormecerle, para acunar su sueño? ¿No es acaso la liturgia toda de todas las religiones un modo de brezar el sueño de Dios y que no despierte y deje de soñarnos?),
y hasta la interpretación de la historia, como resumió el propio Unamuno:
Los que vivimos la sentencia calderoniana de que la vida es sueño sentimos también la shakespeariana de que estamos hechos de la estopa misma de los sueños, que somos un sueño de Dios y que nuestra historia es la que por nosotros Dios sueña.
Cuando en 1914 aparece la primera edición de Niebla (cuyo manuscrito lleva la fecha de 1907) en la editorial Renacimiento, Unamuno ya tenía fama de gran escritor en toda Europa y reconocía el influjo de sus obras en la vida nacional, desde su retiro de Salamanca. Había mostrado ya su afición por describir el paisaje interior en Paisajes, De mi país (1902) y Por tierras de Portugal y de España (1911), frutos de sus constantes excursiones por las provincias españolas. Se había ocupado de estudiar el problema del lenguaje como medio de llegar a conocer mejor la historia en En torno al casticismo (1902) y los Ensayos (1894-1911), y sentía verdadera obsesión por desentrañar el misterio de la palabra, «por la palabra, por el verbo es todo lo que es», que llegó a interpretar como origen y fin de todo: «Cuando se hace algo no queda el hecho, sino la hacedora, la palabra. Que la palabra fue al principio y será al fin. ¡Dejar un nombre! Es todo lo que hay que dejar; un nombre que viva eternamente. Lo demás, son huesos».
La preocupación por el lenguaje apareció unida desde fecha muy temprana a los temas filosóficos y religiosos. En Del sentimiento trágico de la vida… (1913) desarrolló de forma dramática estos tres aspectos que resumió en la contradicción íntima entre ser, sentir y pensar: «Porque es la contradicción íntima precisamente lo que unifica mi vida y le da razón práctica de ser. O más bien es el conflicto mismo, es la misma apasionada incertidumbre lo que unifica mi acción y me hace vivir y obrar». Esta idea va a presidir el comportamiento de Augusto Pérez en Niebla. Resulta también muy curioso que el capítulo final del Sentimiento se titule «Don Quijote en la tragicomedia europea contemporánea», pues simboliza los dos conceptos más gratos a Unamuno: la vida como sueño y la vida como teatro.
Aunque en toda su obra ensayística expresó sus preocupaciones personales (ansia de inmortalidad, horror al no ser y a la soledad radical y creencia en un Dios personal), este género no se acomodaba al estilo que necesitaba para verter su conflictiva intimidad.
Desde 1886 en que escribió su primer relato novelesco (Ver con los ojos) hasta El espejo de la muerte (colección de novelas cortas escritas entre 1888 y 1912) puede seguirse la evolución de su técnica novelesca y aun de su biografía a través de los temas recurrentes, ya que estos relatos constituyen el germen de todas las novelas extensas. La importancia que Unamuno concedía a la novela se fundamenta en la preocupación por esa contradicción íntima entre sentir y pensar. En una afirmación de 1905 puede verse la unidad que para él tenía ensayo y novela, y la mayor facilidad que le prestó ésta para sus propósitos: «Estoy avergonzado de haber alguna vez fingido entes de ficción, personajes novelescos, para poner en sus labios lo que no me atrevía a poner en los míos y hacerles decir como en broma lo que yo siento muy en serio». Hasta publicar Niebla sólo había escrito Paz en la guerra (1897) y Amor y pedagogía (1902). La primera ni siquiera la denominó novela, sino obra o libro, en el que había invención («se finge el desarrollo de este relato»). La situación temporal y espacial concreta, así como la abundancia de descripciones, diferencia ésta de las novelas posteriores. Sin embargo, el tema de la muerte y contradicción del ser humano son constantes que traspasan el resto de su narrativa. En su segundo intento, Amor y pedagogía, presenta un ambiente individualizado, pero totalmente inauténtico. El realismo y las descripciones están sustituidas aquí por el subjetivismo y la abundancia de citas literarias y filosóficas, muchas de su propia obra, que muestran el carácter intelectual del relato. Unamuno la definió como «trágica y grotesca» y en ella casi todos los personajes son caricaturescos. El argumento está íntimamente relacionado con su preocupación por el tema del suicidio que aparece con insistencia en estos años, como revelan sus ensayos y sus propias confesiones del Diario íntimo («Esto es insufrible. Ahora me persigue la idea del suicidio. Hace un rato pensaba en si me inyectara una fuerte cantidad de morfina para dormirme para siempre»), relacionadas con su obsesión por el destino individual tras la muerte. En gran medida, la historia de Niebla procede de Amor y pedagogía. Aquí, un hombre, Avito Carrascal, se casa deductivamente –no según sus sentimientos– para poder tener un hijo (Apolodoro) y educarlo para genio, por amor a la pedagogía. Pone en práctica el sistema establecido, sin tener en cuenta la opinión del hijo, y éste, agobiado por la vida, termina por suicidarse.
El fracaso de la pedagogía ante el anhelo de libertad del ser humano y las alusiones al teatro del mundo recuerdan constantemente las obras de Calderón Eco y Narciso, La vida es sueño y La hija del aire. La misma definición de Unamuno como novela «trágica y grotesca» pone en relación el carácter cercano de la novela y del teatro.
De acuerdo con su concepto del teatro, un medio para mostrar su capacidad de crear criaturas humanas desde su plano de Autor, es muy fácil observar que toda su obra, independientemente del género utilizado, participa de las características dramáticas. Él mismo consideró que en todo buen escritor se encubría un dramaturgo porque la mayor aspiración de un artista debía ser destacar el drama íntimo de la persona. Así, su afirmación:
hay muchos escritos que aunque no parecen dramas, lo son; son verdaderos dramas que se desarrollan en el escenario de nuestra conciencia, donde muchedumbre de personajes luchan y discuten entre sí. Y luego se le echa en cara al dramaturgo, es decir, al escritor, que se contradice cuando los que se contradicen entre sí son los distintos sujetos que en su espíritu viven y se pelean.
A partir de esta teoría ha de entenderse Niebla, que también participa de los elementos externos teatrales, como la presencia del Autor y la abundancia de los diálogos.
Antes de Niebla Unamuno había escrito varias obras teatrales que tienen gran relación con esta novela. En su primer drama, La esfinge (1898), trató de representar «la lucha de una conciencia entre la atracción de la gloria, de vivir en la historia, de transmitir el nombre a la posteridad, y el encanto de la paz, del sosiego, de vivir en la eternidad». Este tema, desarrollado ampliamente en Del sentimiento trágico, quedó simbolizado bajo la Esfinge, equivalente a la pregunta ¿existe Dios? Los recursos teatrales apenas si existen y la obra aparece más como un monólogo expositivo que como un drama. Posteriormente, en La venda (publicada en 1913 aunque escrita años antes), trató un tema que de nuevo aparece en Niebla con la historia del Fogueteiro. María, una joven ciega, se encuentra perdida cuando recobra la vista porque no puede hallar el camino que recorría a diario estando ciega, y necesita vendarse de nuevo los ojos. La protagonista viene a simbolizar la fe, y toda la obra expresa la desorientación del hombre en el mundo cuando carece de fe.
Desde 1909 Unamuno ensayó formas menos serias para su teatro, y ya en La princesa doña Lambra orientó su producción hacia la comedia e incluso el sainete como La difunta y el proyectado La de López. El abandono temporal del drama lo justificó porque consideraba que se encontraba mejor la poesía en lo cómico que en lo trágico, pues «admitía mejor la melancolía». Aunque en 1910 vuelve al drama con El pasado que vuelve, tiene especial interés esta evolución del género en su producción para entender las afirmaciones de Víctor Goti en el prólogo a Niebla:
Don Miguel tiene la preocupación del bufo trágico, y me ha dicho más de una vez que no quisiera morirse sin haber escrito una bufonada trágica o una tragedia bufa, pero no en que lo bufo o grotesco y lo trágico estén mezclados o yuxtapuestos, sino fundidos y confundidos en uno.
En realidad, el deseo de Unamuno de fundir lo anecdótico o trivial de la vida con el problema íntimo del ser humano procede de su concepción –tan barroca– del mundo: la vida es teatro, comedia o drama. Parte del enfrentamiento del hombre con su «yo» en las distintas perspectivas: según es él mismo, según le parece ser, según le ven los demás y según él aparece ante los demás. Llegar a conseguir una versión única y total del yo es lo que persigue con esta fusión de opuestos: «tragedia bufa» o «bufonada trágica».
La propia composición de Niebla implica una síntesis de los diferentes géneros literarios ya utilizados anteriormente por Unamuno en su intento de encontrar el cauce más adecuado para expresar su conflictiva personalidad. La dualidad de su psicología, entre agónico y contemplativo, ha permitido a la crítica hablar de «dos Unamunos» (C. Blanco Aguinaga), y de ahí la acumulación de juicios tan opuestos que la interpretación de su obra ha recibido. De esta dualidad procede, en último término, la falta de equilibrio, de normativa fija, de una técnica unívoca no ya en esta novela, sino en toda su producción.
Niebla se abre con un doble prólogo. El prólogo de Víctor Goti y el Post-prólogo del propio Unamuno. Ambos se presentan como verdaderos ensayos de carácter didáctico, y en gran medida en tono irónico, a los que tan aficionado era Unamuno en sus artículos periodísticos. Ya en el prólogo, Víctor Goti se presenta como un joven escritor que aspira a tener un puesto en el mundo literario, como persona relacionada familiarmente con él (y por tanto, con una relación afectiva), como personaje que participa en la obra, y sobre todo como crítico literario. Gracias a él Unamuno va a controlar todos los estados emocionales, estéticos y lógicos que se incluyen en el relato. No son, por tanto, accesorias las informaciones previas de este prologuista, puesto que resumen, desde planos diferentes, el contenido que el autor quiso dar a su obra.
En primer lugar destaca el conflicto entre las diferentes generaciones de escritores y el esfuerzo de los jóvenes para crear una obra original (como es aquí el invento de la nivola) que sea aceptada por críticos y público. Inmediatamente se burla de la crítica (al menos de la crítica buscadora del dato erudito, de archivo y que no se fija en lo esencial –como la que Unamuno censuraba en Menéndez Pelayo, sobre todo al hablar de los heterodoxos–) y del público que no es capaz de traspasar lo superficial de una lectura y penetrar en el auténtico contenido.
Después pasa a explicar las ideas unamunianas a partir de una doble perspectiva: la recogida por los comentarios de los lectores y la que procede de su conocimiento del autor, expuesta mediante la transcripción directa de afirmaciones propias para destacar aún más el carácter objetivo que le guía al interpretar a Unamuno. Intenta explicar el sentido del humor unamuniano a partir de la intención de Cervantes en El Quijote y justifica su deseo de confundir la burla y la tragedia por su concepto de la vida procedente de su anhelo de inmortalidad. La duda sobre el destino humano le hace identificarse con los poetas Sénancour, Quental y Leopardi, quienes influyeron en su actitud desesperada por no poder creer en la inmortalidad (Leopardi), en su deseo de encararse frente a su propio destino (Sénancour), y en la angustia metafísica como único lazo solidario entre los hombres (Quental).
A través de Goti, Unamuno se queja de la escasa influencia de sus ideas en el pueblo y al mismo tiempo de los pocos lectores de su obra. Esta queja fue muy frecuente en Unamuno y ya en 1907 había escrito: «Para llegar a ser estudioso lo primero es ser leído, y a mí creo que no se me ha empezado a leer aún. Los que más me censuran apenas me leen, y los que me leen se callan».
También expone el carácter que presenta la erótica y metafísica, entendidas como dos sutilezas de la mente originadas por la evolución de la civilización. Estas dos tendencias presentes en la novela vienen a insistir, una vez más, en el carácter dual de todo escrito unamuniano por cuanto revela la dualidad humana. Finalmente, Goti llega a desmentir la versión que da Unamuno sobre el final de Augusto Pérez para afirmar que sí fue suicidio: «Creo tener pruebas fehacientes en apoyo de mi opinión; tantas y tales pruebas, que deja de ser opinión para llegar a conocimiento».
En el Post-prólogo escrito por el autor, se indica ya que Goti sólo es un personaje («como estoy en el secreto de su existencia…», «debe andarse mi amigo y prologuista Goti con mucho tiento en discutir así mis decisiones, porque si me fastidia mucho acabaré por hacer con él lo que con su amigo Pérez hice»), sin más realidad que la del protagonista Augusto Pérez. Sin embargo, esta dialéctica entre Unamuno-Goti, que no es más que el enfrentamiento dramático entre los diferentes Unamunos, pone de relieve la relación, contradictoria, entre Autor y personaje, que, elevada a la concepción teatral que de la vida tiene Unamuno, ha de entenderse como Dios-criatura humana. Pero no sólo se destaca el elemento dramático, también el carácter de ensayo y de artículo periodístico está presente en esta doble introducción y se observa en las citas filosóficas y literarias que son trasunto de los demás ensayos unamunianos. Asimismo, la indicación de Goti «narra también en ella la historia del nacimiento de mi tardío hijo Victorcito» advierte al lector del carácter novelesco de los prólogos.
El resultado de estas continuas contradicciones iniciales explica la forma del libro, que no puede incluirse en ningún género concreto tradicional, por lo que el crítico Goti inventa el término nivola y lo aplica al texto de Niebla. Por lo tanto, la explicación previa de los prólogos no es en modo alguno accesoria: muestra el intento de sintetizar los diversos géneros para expresar mejor el dramático sentimiento del autor cuando trata de hallar por la razón la verdad absoluta; es decir, su dudosa confianza en la inmortalidad. En la estructura de la novela, pues, esta introducción anuncia ya el carácter teatral y simbólico de la obra. Es el Autor el que va a poner en marcha un complejo espectáculo donde participan con la misma categoría personajes reales y de ficción, como en los autos sacramentales.
El mismo título, Niebla, expresa el carácter de confusión, de falta de límites y, por consiguiente, se relaciona, en último término, con la idea del tiempo. No es casualidad que Azorín, en 1912, dedicase un capítulo de su libro Castilla a las nubes, considerándolas como símbolo del «eterno pasar», y que Unamuno utilice ese mismo símbolo junto al sayo de niebla para expresar el paso del tiempo y la muerte: «Diríase que se nos fue hace siglos ese que se nos murió ayer no más, y que aquel que se nos murió hace siglos se nos fue no más que ayer. Nubes, nubes, nubes. Y niebla. Tal es la historia». Nubes y niebla expresan la preocupación por el carácter temporal del hombre y, por consiguiente, por la muerte.
En el prólogo a la tercera edición, de 1935, Unamuno trazó una historia de la obra y explicó el término nivola:
Esta ocurrencia de llamarla nivola (…) fue otra ingenua zorrería para intrigar a los críticos. Novela y tan novela como cualquier otra que así sea. Es decir, que así se llame, pues aquí ser es llamarse. ¿Qué es eso de que ha pasado la época de las novelas? (…) Mientras vivan las novelas pasadas vivirá y revivirá la novela. La historia es resoñarla.
La nueva técnica novelesca aparece expuesta en el capítulo 17 por el prologuista-crítico-personaje Víctor, quien, dialogando con el protagonista Augusto Pérez sobre su invención de la nivola, afirma:
–Mi novela no tiene argumento o mejor dicho, será el que vaya saliendo. El argumento se hace él solo –¿Y cómo es eso? (pregunta Augusto). –Pues mira, un día de estos que no sabía bien qué hacer, pero sentía ansias de hacer algo, una comezón muy íntima, un escarabajo de la fantasía, me dije: voy a escribir una novela, pero voy a escribirla como se vive, sin saber lo que vendrá. Me senté, cogí unas cuartillas y empecé lo primero que se me ocurrió, sin saber lo que seguiría, sin plan alguno. Mis personajes se irán haciendo según obren y hablen, sobre todo según hablen; su carácter se irá formando poco a poco. Y a las veces su carácter será el de no tenerlo (…) ¿Y hay psicología?, ¿descripciones? Lo que hay es diálogo; sobre todo diálogo. La cosa es que los personajes hablen mucho, aunque no digan nada.
Sobre los personajes afirma:
empezarás creyendo que los llevas tú, de tu mano, y es fácil que acabes convenciéndote de que son ellos los que te llevan. Es muy frecuente que un autor acabe por ser juguete de sus ficciones… –Tal vez pero el caso es que en esa novela pienso meter todo lo que se me ocurra, sea como fuese. –Pues acabará no siendo novela. –No, será… nivola.
Tras contar la anécdota de Manuel Machado, sobre su denominación de sonite para soneto con alejandrinos imperfectos, Víctor concluye: «Invento el género e inventar el género no es más que darle un nombre nuevo, y le doy las leyes que me place. ¡Y mucho diálogo!».
Esta técnica novelesca en la que ante todo se destaca el diálogo, obedece al propósito de Unamuno de dar a sus novelas la mayor intensidad y el mayor carácter dramático posibles. Así la atención del lector se concentra en el relato de la acción y de los sentimientos, pues no hay que olvidar el destinatario, el lector sobre el que quiere actuar directamente Unamuno. Muy revelador para entender toda la dimensión de su obra es el sentimiento de pervivencia individual que justifica por los posibles lectores que actualizan su relato.
La obra está perfectamente dispuesta y organizada según un esquema tripartito que corresponde a las diferentes etapas vitales del protagonista Augusto Pérez. La primera abarca los seis capítulos iniciales y marca el despertar de la vida vegetativa a la vida consciente de Augusto; es decir, hasta que logra entrar a casa de Eugenia (nombre simbólico para expresar cómo le conduce a un buen nacimiento a la vida consciente). La segunda, más extensa, consta de dieciocho capítulos (desde el cap. 7 al 25) y constituye el núcleo central de la narración. Augusto reflexiona sobre su vida y decide, entre las posibilidades que se le ofrecen, una determinada línea de conducta. Al terminar este capítulo irrumpe el autor en el relato, y sus palabras, recogidas con una tipografía diferente a la del texto narrado, advierten al lector que él está muy por encima de esos personajes y los maneja a su antojo, aunque ellos buscan razones para justificar su destino. Su afirmación final: «Y yo soy el Dios de estos dos pobres diablos nivolescos», es una advertencia para el desarrollo posterior de la acción. La tercera (caps. 26 a 33) corresponde al desenlace de la historia con la visita de Augusto a Unamuno y la muerte del protagonista. La obra se cierra con un extraño epílogo escrito por el autor, en el que se vierten los sentimientos del fiel Orfeo. En esta conclusión se cierra todo el proceso de la vida humana vista desde un plano diferente. Así, en las palabras de Orfeo, «¡Qué extraño animal es el hombre! (…) Siempre parece estar en otra cosa que en lo que está, y ni mira a lo que mira. Es como si hubiese otro mundo para él. Y es claro, si hay otro mundo, no hay éste», se resume la obsesión por la muerte que marca la existencia humana y con ella la imposibilidad de alcanzar la felicidad.
Además de la historia del personaje aparecen intercalados en la narración otros relatos breves ajenos al tema central pero relacionados de alguna manera con él, lo mismo que ocurría en Paz en la guerra. Estos relatos (el de Avito Carrascal, Víctor, don Antonio Álvarez de Alburquerque, el fogueteiro, Paparrigópulos y don Eloíno) apoyan, contradicen o ayudan a Augusto Pérez para solucionar sus problemas. Al igual que Cervantes en su Don Quijote (modelo admirado siempre por Unamuno), el autor aquí no sigue un orden estrictamente lineal, sino que de acuerdo con su teoría de «a lo que salga», puede al final justificar la teoría del azar y el problema de la falta de libertad del individuo. Igualmente, su concepto de intra-historia, definido como la repercusión de los menudos hechos de la vida diaria en la historia, está apoyado en esta relación del personaje con los de los episodios intercalados.
Se inicia la obra con la descripción del estado de inconsciencia, de ingenuidad, de «niebla» en el que vive Augusto. La rutina de la vida cotidiana le impide conocer lo que hay fuera de sus hábitos y por tanto ignora «penas y alegrías». Como puro esteticista, entiende el mundo como elemento formado por el azar, y por eso, cuando no sabe qué hacer, decide seguir a una joven (Eugenia) y comportarse con ella del mismo modo que piden las reglas sociales. Eugenia se convierte para él en la fuerza motriz, vitalizadora, que le impulsa a modificar su vida rutinaria y pasiva aun en los más pequeños detalles. Gracias a ella va a descubrir su propia identidad. Desde el primer momento se plantea el problema de la voluntad, del libre albedrío y del determinismo: «Los vientos de la fortuna nos empujan y nuestros pasos son decisivos todos. ¿Nuestros? ¿Son nuestros pasos? Caminamos, Orfeo mío, por una selva enmarañada y bravía, sin senderos. El sendero lo hacemos con los pies según caminamos, a la ventura. Hay quien cree seguir una estrella; yo creo seguir una doble estrella, melliza. Y esa estrella no es sino la proyección misma del sendero, al cielo. La proyección del azar». La evidente relación con los versos de A. Machado («caminante no hay camino / se hace camino al andar») manifiesta la coincidente preocupación por el destino en todos los escritores de la época. Asimismo, el tema de la existencia aparece interpretado como una doble marcha hacia la nada: hacia la temporalidad y la eternidad: «Por debajo de esta corriente de nuestra existencia, por dentro de ella, hay otra corriente en sentido contrario: aquí vamos del ayer al mañana; allí se va del mañana al ayer». Esta teoría de la historia y de la contrahistoria, del tiempo y de la eternidad, ya la había desarrollado Unamuno en sus relatos breves de la primera época como en El maestro de Carrasqueda (1903), germen de tipos y conceptos posteriores.
Con el despertar a los problemas de la vida se inicia la segunda parte, más rápida y diversa que la anterior, y no centrada en el protagonista, aunque las narraciones interpoladas se relacionen con él. La situación espiritual de Augusto es ya mucho más clara. Se siente otro («soy otro, soy el otro») y actúa de manera diferente. Despertada su facultad amorosa, encuentra atractivo en todas las mujeres, por lo que empieza a dudar de su amor por Eugenia. En este momento, los relatos le sirven de ejemplos para poder elegir entre las opciones que tiene (Rosario, Eugenia o ninguna) y aparecen entonces los personajes de Amor y pedagogía (Avito y Paparrigópulos) que le aconsejan. Sigue el consejo del filósofo, que le anima a estudiar la psicología femenina mediante la experimentación, y cuando va a realizar su propósito interviene el autor para avisarle de que sólo él determina sus acciones.
A partir de este momento que inicia la tercera parte, la acción pierde interés (Eugenia primero le acepta y después desaparece bruscamente con Mauricio) y se reduce a una explícita discusión, en forma novelada, sobre la libertad o predeterminación del hombre. Los personajes dejan de tener su libertad anterior para depender completamente de su creador, lo cual debe interpretarse, por extensión, a la dependencia de todos los hombres respecto de su Creador. Para aliviar su dolor por la huida de Eugenia; es decir, el dolor de vivir, Víctor le aconseja que se confunda y se burle de sí mismo, que equivale a devorarse: «Devórate a ti mismo, y como el placer de devorarte se confundirá y neutralizará con el dolor de ser devorado, llegarás a la perfecta ecuanimidad del espíritu, a la ataraxia; no serás sino un mero espectáculo para ti mismo». Esta solución le hace convencerse de su esencia y racionalizar el sentido de su vida desde su origen, «una sombra, una ficción», hasta su convicción de verdadera existencia por cuanto que ha conocido la desgracia, y decide poner fin a su vida. Antes de matarse quiere informarse sobre el suicidio y para ello visita a Unamuno, quien le demuestra conocer todos los actos de su vida. Éste le advierte que el suicidio será imposible por no tener más existencia que la de «un ente de ficción», de un «personaje de novela o de nivola». Esta declaración le hace rebelarse a Augusto, olvidando su propósito y amenazándole, a su vez, con la posibilidad de que él no tenga tampoco una existencia real y sólo sea «un pretexto para que mi historia llegue al mundo», apoyándose en los comentarios sobre Don Quijote y Cervantes vertidos en La vida de Don Quijote. Esta fusión de literatura, realidad y ficción acerca esta obra al teatro de Pirandello y manifiesta el constante problema del autor ante el significado de la realidad y la ficción. La dramática súplica de Augusto («¡No quiere usted dejarme ser yo, salir de la niebla, vivir, vivir, vivir, verme, oírme, tocarme, sentirme, dolerme, serme!») refleja la agonía existencialista del hombre.
La muerte del protagonista, que es, para Liduvina, un suicidio («el que se empeña en morir, al fin se muere»,
opinión muy repetida en las narraciones de Unamuno, sobre todo en La tía Tula) y para Unamuno un acto de su voluntad, justifica la confusión a que se refería V. Goti en el prólogo. Esta ambigüedad final manifiesta la falta de solución en el problema del libre albedrío y de la angustia existencial. Es al final cada lector quien debe proponer su versión personal.
La novela, intuida a partir de supuestos filosóficos, no carece, sin embargo, de principios poéticos poco tenidos en cuenta y aun negados por la crítica (A. Parker). El personaje, Augusto Pérez (su nombre ya se siente como símbolo de la colectividad), tiene grandes semejanzas con Apolodoro Carrascal (de Amor y pedagogía), aunque les diferencia su educación, más deficiente en éste. Su carácter se va formando al hilo de sus propias vivencias sin obedecer a un plan previo. Aparte de otros problemas, coinciden en algo fundamental: sólo el amor les hace salir de su vida pasiva, en nebulosa, y les convierte en seres humanos capaces de emocionarse y aun de sentir su existencia como algo real, y consiguientemente problemático, que se resume en la fórmula Amo, ergo sum. Augusto, que comienza preocupado sólo por la estética y la imaginación, totalmente contemplativo, sólo se decide a hacer algo cuando conoce a Eugenia. Mediante el descubrimiento del amor concibe la existencia como una idea abierta al futuro, lo que le permite, a su vez, plantearse otros problemas antes desconocidos para él: la diferencia entre ser y parecer; la compleja personalidad del ser humano y la diferencia entre realidad e imaginación. Si al principio sólo se preocupa por diferenciar el amor de la atracción física, en seguida se plantea un objetivo mucho más ambicioso: cambiar su personalidad, «ser otro». La dualidad cuerpo-alma le produce un sentimiento de angustia que le lleva a no distinguir la realidad de la ficción y a preguntarse por el verdadero sentido de su vida y de la vida en general.
El cambio espiritual de Augusto se traduce en su mismo vocabulario empleado, en el juego de palabras y conceptos que utiliza y, sobre todo, en la gran preocupación por el lenguaje. Aparte de la ruptura del orden sintáctico y del interés por destacar todos los diferentes significados de las palabras como medio de alcanzar la idea en toda su plenitud, hay una evidente teoría de la lengua que identifica con su concepción del mundo teatral:
La palabra se hizo para exagerar nuestras sensaciones e impresiones todas…, acaso para crearlas. La palabra y todo género de expresión convencional, como el beso y el abrazo… No hacemos sino representar cada uno su papel. ¡Todas personas, todos caretas, todos cómicos!
El paralelo de Augusto con Don Quijote y Segismundo es, además de muy evidente, simbólico. Don Quijote, por amor traspasa su realidad cercana y busca la gloria inmortal, y Segismundo descubre, por amor a Rosaura, la civilización primero y el sentido de la vida después. Vida que adquiere, una vez recibido el primer desengaño, un sentido moral y trascendente. La pasividad en la que vivía Augusto con su madre corresponde a la ignorancia del mundo de Segismundo, aislado en la torre con su ayo; el descubrimiento casual de Rosaura es paralelo al de Eugenia por Augusto y su desengaño –que le hace reflexionar sobre el sentido verdadero de la existencia– es igualmente paralelo. Mientras que la solución calderoniana revela el optimismo cristiano de la época, el final de Augusto marca la duda agónica en la que se debate el hombre moderno.
Aunque se ha señalado El amigo Manso, de Galdós, como precedente de Augusto por su trayectoria vital, las diferencias también son fundamentales en cuanto a ideología. En realidad, el protagonista de Niebla es el resultado de una síntesis artística en la que se recoge el mundo barroco con su doble tensión hacia Dios y hacia el mundo, y el realismo social bajo el que late una conflictividad individual. El lector percibe a un tiempo la vida y las ideas que contradicen la unidad total del hombre. En cuanto creación artística, este personaje no es, como podría esperarse, un mero soporte de ideas, sino que está elaborado con una gran autenticidad humana, sobre todo a partir del descubrimiento de Eugenia. En esto reside el dramatismo de la obra. A diferencia de un «héroe» o de un marginado, Augusto, que no es más que un hombre de su sociedad, con una existencia común, vive en su interior una problemática tan compleja que sólo en el suicidio pretende hallar una solución.
Los valores literarios de Niebla hay que buscarlos no sólo en su originalidad estética, sino en su anticipación a las técnicas más características de la narrativa de nuestro siglo, así como en la variedad de recursos estilísticos. Además de la estructura con sus prólogos y epílogo, en la novela se ofrecen gran diversidad de planos para mostrar el relativismo de todo comportamiento, sentimiento o idea. Unamuno, Augusto Pérez, V. Goti, Eugenia y hasta el mismo perro Orfeo participan como sujetos del relato y a su vez como objetos. Ya con ellos se multiplican las perspectivas doblemente –para recalcar así el desequilibrio interior, que no puede guiarse sino por el azar–. Al mismo tiempo se nos van presentando las acciones externas de cada personaje (su vida social o histórica) y sus ideas ocultas (intrahistóricas) que inciden sobre aquéllas y viceversa. La complejidad de estas formas está adecuada perfectamente a la variedad de temas que lleva en sí mismo el concepto existencial del ser para la muerte: el tiempo, la identidad personal y la relación hombre-Dios.
En los diálogos se manifiesta, igualmente, toda la tensión emocional de los personajes, pero la mayoría de las veces es la anécdota lo que se refleja en una conversación. Anécdota que surge de algo más profundo y a la vez revierte en otro pensamiento oculto que se da a conocer por el monólogo interior o el soliloquio. Sólo descubre Augusto sus sentimientos íntimos en la conversación que sostiene ya muerto (cap. 33) con Unamuno. Es su rebeldía contra la ley de su creador lo que le lleva a mostrarse tal como es a través del diálogo. Mientras está vivo, su mundo interior sólo se traduce por los diálogos consigo mismo o con su perro Orfeo. A lo largo de la obra predominan estos diálogos con Orfeo, en los que Augusto manifiesta todo su mundo subconsciente sometido en su convivencia con los demás.
Mediante el monólogo interior, Augusto expresa también su estado de ánimo. Las imágenes de recuerdos, de presencias vivas o de elementos fantásticos se juntan en un aparente desorden con los datos de la realidad cotidiana para mostrar la complejidad del hombre. Otras veces es el soliloquio lo que le permite manifestar de una forma lógica y reflexiva sus pensamientos y sentimientos según están ordenados en su mente. Gracias a la espontaneidad del monólogo interior y a la reflexión lógica del soliloquio y del diálogo, Unamuno consigue una gran efectividad dramática, acorde con su propósito de presentar la totalidad psíquica del ser humano. Este procedimiento, muy usual en los dramas de Calderón, constituye un elemento fundamental en la técnica narrativa contemporánea, ya que crea la ilusión al lector de estar viendo todo lo que ocurre en el interior del personaje.
Otra forma de expresar el mundo interior es el sueño. Como en el modelo de La vida es sueño, muchas de las ilusiones y hasta de las angustias están desarrolladas mediante el distanciamiento que permite el sueño o el estado de somnolencia. Este procedimiento barroco, que cobra actualidad a partir de 1900 con Freud, permite explorar a fondo el alma humana. Augusto se sirve de la mujer (pues su papel es llevarle a la vida) para autoconocerse, y es a través de sus sueños con Eugenia o con su madre (hacia el futuro en un momento optimista y hacia el pasado en un momento de tristeza), o de la aparición del personaje Avito (se le aparece de forma real, pero tras la advertencia de que Augusto está contemplando extrañas visiones), como muestra Unamuno los deseos del protagonista. Pero es también el propio Unamuno el que con su sueño acerca a su criatura a otro plano y le muestra en otro aspecto: en su rebeldía absoluta desde la que le amenaza dramáticamente.
Otro recurso utilizado en la novela es la técnica de contrapunto, para presentar dos acciones diferentes que transcurren simultáneamente. En los capítulos 9 y 10 se contempla, por un lado, la relación Eugenia-Mauricio, y por otra, el optimismo de Augusto fundado en sus esperanzas con ella. Con las dos perspectivas se logra una visión dramática del protagonista, ya que mientras él está preocupado de su amor ideal, ella está decidida a retener a su lado a Mauricio, aunque sea a costa de mantenerlo con su trabajo.
La introspección domina en toda la novela. Augusto constantemente se autoanaliza, reflexiona sobre lo que le ocurre, sobre lo que sucede a su alrededor y se crea en su interior un mundo diferente, personal, incomunicado con el exterior. Cuando conoce a Eugenia, se preocupa más de forjarse una imagen de ella que de saber cómo es en realidad. Y con el amor hace lo mismo. Se preocupa más por definir el sentimiento que por experimentarlo. Después de su fracaso, confiesa su manía de la introspección que culmina en el problema de la personalidad y le lleva a considerarse un ente imaginario forjado en sus propios delirios. Sin embargo, las notas realistas no dejan que el protagonista atienda sólo a su mundo; constantemente se alternan para mantener la tensión dramática. La problemática humana aparece así fundida con el problema filosófico.
El elemento de unión entre estos dos mundos opuestos es el humor. Además de una técnica, el humor, la ironía en muchos casos, responde a una concepción negativa del mundo. La realidad del alma o de la vida aparece deformada como si se tratara de una caricatura. Goti anunciaba en el prólogo el interés de Unamuno por escribir una tragedia bufa y desde el primer capítulo se nos muestra al protagonista en una actitud absurda y casi ridícula. Sus primeras conversaciones con la portera resultan disparatadas y lo mismo ocurre con la mayoría de las situaciones por las que pasa. Sus propios pensamientos y reflexiones participan de un doble carácter: lógico y grotesco. Parece como si el límite de la filosofía estuviese frenado por el humor y precisamente con éste se produce mayor concentración en el drama personal. Este recurso, a la vez que aligera el texto, le da una más profunda intensidad y permite también mostrar una doble perspectiva, la anecdótica y la íntima. El carácter trágico-cómico del protagonista se resuelve en una progresiva locura que termina en un grado de enajenación total, interpretado por sus criados como auténtica locura, pero que responde a un íntimo sentimiento muy profundo (Unamuno le ha negado su existencia). Al desconocer ellos su intimidad, sólo juzgan las formas aparienciales (deseo desenfrenado de comer). Pero entre estos dos opuestos (apariencia y esencia) late la dualidad humana de Augusto, dualidad que por ello mismo se resuelve en el carácter tragicómico mencionado, y que es consustancial al personaje y a la propia visión unamuniana de la existencia.
