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DESAFIÓ A LA FAMILIA IMPERIAL, DIRIGIÓ ROMA La biografía de Agripina es la historia de un sueño hecho realidad. La vida de una luchadora, de una auténtica superviviente que consiguió participar activamente en el gobierno de Roma y elevar a su hijo al trono. Agripina fue un personaje extraordinario y bastante más relevante que la mayoría de los hombres de su tiempo, una mujer insigne que materializó todos sus propósitos gracias a las facultades que suelen poseer las personas nacidas para el liderazgo: grandes dosis de inteligencia y sagacidad, una capacidad estratégica asombrosa y una enorme ambición. Pero, sobre todo, una fuerza interior y una confianza en sí misma fuera de lo común, características ambas que la llevaron a romper con el rol tradicional asignado a las mujeres en la antigua Roma.
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Seitenzahl: 181
Veröffentlichungsjahr: 2025
Índice
DESAFIÓ A LA FAMILIA IMPERIAL, DIRIGIÓ ROMA
I. MUCHO MÁS QUE LA HIJA DEL HÉROE
II. MUCHO MÁS QUE UNA ESPOSA OBEDIENTE
III. MUCHO MÁS QUE LA HERMANA DEL LOCO
IV. MUCHO MÁS QUE LA SOBRINA INCESTUOSA
V. MUCHO MÁS QUE LA MADRE DEL EMPERADOR
VISIONES DE AGRIPINA
CRONOLOGÍA
© María Isabel Abenia Marcellán por el texto
© Cristina Serrat por la ilustración de cubierta
© 2020, RBA Coleccionables, S.A.U.
Diseño cubierta y portadillas de volumen: Luz de la Mora
Diseño interior: tactilestudio
Realización: EDITEC
Asesoría narrativa: Ariadna Castellarnau Arfelis
Asesoría histórica: Rosa María Cid López
Equipo de coloristas: Elisa Ancori y Albert Vila
Fotografías: Wikimedia Commons: 157, 159.
© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2025
Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
www.rbalibros.com
Primera edición en libro electrónico: octubre de 2025
REF.: OBDO867
ISBN: 978-84-1098-761-6
Composición digital: www.acatia.es
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La biografía de Agripina es la historia de un sueño hecho realidad. La vida de una luchadora, de una auténtica superviviente que consiguió participar activamente en el gobierno de Roma y elevar a su hijo al trono. Agripina fue un personaje extraordinario y bastante más relevante que la mayoría de los hombres de su tiempo, una mujer insigne que materializó todos sus propósitos gracias a las facultades que suelen poseer las personas nacidas para el liderazgo: grandes dosis de inteligencia y sagacidad, una capacidad estratégica asombrosa y una enorme ambición. Pero, sobre todo, una fuerza interior y una confianza en sí misma fuera de lo común, características ambas que la llevaron a romper con el rol tradicional asignado a las mujeres en la antigua Roma.
Sin embargo, tanto muchos de sus coetáneos como la mayoría de los escritores posteriores han sido injustos con su memoria y han denigrado sus logros transformando sus virtudes en defectos. Para algunos historiadores antiguos, Agripina no fue sino una mujer perversa, incestuosa, cruel y soberbia, cuyas ansias de poder la llevaron a cometer los crímenes más atroces. Un concepto sumamente negativo que en la actualidad debemos analizar haciendo una inmersión en la época y teniendo en cuenta cuál era la consideración de entonces hacia las mujeres independientes y poderosas. Poco antes del nacimiento de nuestra protagonista, el historiador Tito Livio defendía enconadamente las leyes relativas a las mujeres con las que comúnmente los legisladores las habían sujetado y sometido a los hombres: «Y aun estando limitadas por restricciones, apenas las podéis dominar. ¿Qué ocurriría si les permitierais desbaratar esas leyes una a una, dislocarlas y que se igualasen a sus maridos? ¿Creéis que podríais soportarlas? En cuanto comiencen a ser iguales, serán superiores». Esta es una de las frases de las muchas que podríamos seleccionar para demostrar el sentir del prototipo del hombre romano, quien en realidad temía a las mujeres y aborrecía el incipiente despertar social de un género que, hasta aquel momento, había sido calificado como «simples varones fallidos».
Y es que en el siglo I se vive una tímida «emancipación» de las mujeres romanas del patriciado sexual, intelectual y económicamente —siempre en comparación con las durísimas restricciones a las que eran sometidas en siglos anteriores—, aunque todavía continuaban totalmente excluidas de la esfera política, patrimonio exclusivo de los hombres. Los dones políticos innatos de nuestra protagonista fueron, precisamente, los que le granjearon peligrosos enemigos y desgarradoras críticas relacionadas con su supuesta inmoralidad en todos los sentidos. Tácito dice de ella en sus Anales que poseía una inmensa codicia y que «desde el casamiento [con el emperador Claudio] tomó la ciudad nueva forma, gobernándolo todo la emperatriz y haciéndose servir y obedecer como si fuera varón. En lo público se mostraba severa, y muchas veces soberbia; no había en su casa cosa deshonesta, sino cuando le convenía para mandar». Además, Suetonio, en su obra Vidas de los doce césares, la acusa de imperiosa y violenta, y Plinio el Viejo, de envenenadora.
Muchas de las acusaciones a las que la sometieron, incluso en vida, nunca fueron probadas y carecen de rigor histórico, lo que nos lleva a sospechar que su mala fama fue consecuencia de intereses políticos y sociales, pero no resultado de un verdadero análisis imparcial de sus actos. Buen ejemplo de ello sería el comunicado público de Nerón tras la muerte de Agripina, en el que atribuiría a su madre una serie de vicios con la finalidad de escandalizar al pueblo y así justificar el matricidio cometido. Lo cierto es que Agripina jamás consintió someterse a los límites impuestos por la época que le tocó vivir, sino que aplicó a rajatabla la máxima que el emperador Tiberio exclamó un día mientras agarraba del brazo a su madre: «Si no oprimes, hija mía, te sientes oprimida». Sin duda, Agripina comprendió la importancia de no dejarse intimidar por los poderosos, y actuó en consecuencia durante toda su vida.
El enorme coraje que siempre demostró frente a las adversidades parece provenir tanto de la educación y los valores inculcados por sus progenitores durante su infancia como de la necesidad de superar los terribles acontecimientos que padeció en su adolescencia y juventud. Agripina nació en el seno de la familia con mayor abolengo de Roma, la dinastía Julia, que descendía del divino Augusto, y estuvo ligada por vínculos de estrecho parentesco con los cinco primeros emperadores de Roma. Sus padres fueron el gran general Germánico y la noble Agripina la Mayor, una pareja muy querida en Roma y con numerosos partidarios. Agripina vino al mundo en el año 15 en la actual ciudad de Colonia, en Alemania, cuando solo era un campamento de rudos soldados y militares de todos los rangos, pues la familia al completo acompañaba al general en sus campañas por los fríos territorios germanos. De los nueve hijos del matrimonio sobrevivieron solamente seis, tres mujeres y tres varones, y Agripina fue la cuarta de los vástagos y la mayor de las tres hijas supervivientes. Aunque, inicialmente, su formación estuviera enfocada a que llegase a convertirse en el ideal de esposa, culta, noble, rica y casta, esa supuesta normalidad se vería truncada muy pronto a causa del envenenamiento de su padre en Siria, y del desgarro familiar que ello supuso cuando la pequeña Agripina solamente tenía cuatro años. Su madre, la ejemplar Agripina la Mayor, entró en conflicto con el emperador Tiberio y el prefecto Sejano al sospechar que ambos estaban implicados en el asesinato de su esposo. A partir de ese momento, los desastres familiares fueron sucediéndose sin interrupción e hicieron honda mella en la personalidad de nuestra protagonista. Tanto la progenitora de Agripina como sus hermanos fueron constantemente espiados y finalmente acusados de conspiración, y a ella la casaron, cuando solo tenía trece años, con Cneo Domicio Enobarbo, un hombre violento de espantosa reputación. La jovencísima Agripina vivió esos años sumida en un perpetuo temor por su propia existencia y, tras llegar la condena para sus familiares, soportó el dolor del destierro y la posterior muerte de su madre y sus dos hermanos mayores.
Su juventud tampoco fue mucho más plácida. Una vez muerto el emperador Tiberio y con su hermano Calígula en el trono, Agripina parió a su unigénito, conocido popularmente como Nerón. Ni siquiera tal evento fue del todo grato para ella, pues hubo de soportar el desprecio de su esposo y padre de su hijo, quien diría a los amigos que acudían a felicitarlos: «De la unión de Agripina y yo solo puede salir algo detestable y fatal para el mundo». El comportamiento de Calígula degeneró en locura y, tras un intento de conjura fallido, Agripina fue enviada al exilio. Ese destierro, la muerte casi simultánea de su marido y la forzosa separación de su hijo provocaron que su ya firme carácter creciera en fortaleza y aumentase su acusado instinto de supervivencia. Cuando Calígula fue asesinado y su tío Claudio se convirtió en el nuevo emperador, el cambio de gobierno la trajo de regreso a la ciudad. Desposeída de su peculio y convertida en joven viuda, Agripina se casó con su riquísimo exconcuñado Crispo para mejorar su situación económica y social. Siempre pendiente de restaurar su sangre en el trono y tras enviudar de nuevo, Agripina se casó por tercera vez con su tío Claudio cuando la emperatriz Mesalina fue ajusticiada por conspiración. Fue entonces cuando Agripina comenzó a saborear las mieles del poder y a sentar las bases para que su hijo Nerón llegara a convertirse en el próximo césar. A lo largo de esos años, Agripina tomó decisiones a todos los niveles y gozó de honores dignos de un emperador, distinciones que planeaba mantener una vez muerto Claudio. Finalmente, Agripina logró sentar en el trono a su hijo Nerón mientras continuaba ejerciendo labores de gobierno, hasta que su amistad con Séneca, a quien ella había nombrado preceptor de su hijo, empezó a deteriorarse. La enemistad con ciertos personajes públicos y la cada vez peor relación maternofilial con Nerón la llevaron a ser expulsada de palacio y, por último, al fatal desenlace anunciado por la advertencia profética según la cual su propio hijo la asesinaría. «Que mi hijo me mate, pero que reine», había exclamado al recibir el augurio.
Esa sucesión de experiencias vitales extremas, difícilmente soportables, forjaron en Agripina una personalidad única. Además de gran política, dejó escritas unas valiosas memorias hoy perdidas, pero mentadas por los autores Tácito y Plinio el Viejo, quienes las utilizaron como documentación para sus obras. Forzosamente, una mujer tan completa y poderosa tuvo que provocar rechazo en los hombres de su tiempo, precisamente a causa de esas facultades que la habían convertido en uno de los mejores gobernantes de Roma. Pero Agripina tuvo la desgracia de nacer en una época de enormes limitaciones por cuestión de género, en el seno de una sociedad intolerante con el poder femenino y rodeada de personajes que consideraban escandaloso que una mujer ostentase honores reservados a los hombres. Por último, tampoco su hijo supo apreciar la verdadera talla de su madre, o quizá sí y por ello se deshizo de su presencia.
El lector actual, ya libre de tales prejuicios, conseguirá vislumbrar cada uno de los éxitos de esa gran mujer si juzga sus actos despojándose de ciertos valores propios del siglo XXI. Para entender la biografía de Agripina, debemos intentar sumergirnos en una época y un mundo que, en algunos aspectos, poco tiene que ver con el nuestro. Ni la moral, ni la religión, ni las costumbres del siglo I son parecidas a las nuestras, han pasado veinte siglos y nos resulta complicado no abominar de ciertos conceptos como la esclavitud o la impunidad ante determinados delitos. De cualquier forma, las virtudes principales de Agripina continúan en vigor: su enorme amplitud de miras, su gran inteligencia y su inusitada capacidad de adaptación a todo tipo de situaciones —características que la llevaron a superar cuantos obstáculos le deparó el destino y a conseguir todo lo que se propuso— siguen resultándonos admirables y dignas de una renovada valoración de su figura.
Agripina era consciente de que pertenecía a una estirpe de mujeres fuertes y ambiciosas.
El frío invierno de finales del año 19 y principios del 20 resultó helador para el corazón de los romanos, y la madrugada en la que Julia Agripina acudió al encuentro de su madre y sus dos hermanos fue una de las peores. Hacía varios meses que no veía a sus progenitores ni a sus hermanos mayores, quienes habían permanecido en Siria por asuntos relacionados con la carrera diplomática de su padre. La niña, que no había cumplido todavía los cinco años, iba acompañada por su tío Claudio, su hermano Cayo y varios miembros del servicio doméstico. Al divisar a su madre a cierta distancia habría querido desasirse de la mano que la aferraba y correr hacia ella, pero la sirvienta la sujetó fuertemente impidiéndole acercarse a la noble Agripina la Mayor. La solemnidad del momento obligaba a mantener las formas, aquel era un acto público de la mayor relevancia en la capital del mundo, un cortejo fúnebre, un homenaje póstumo al mayor héroe de Roma.
A pesar de que su digna progenitora llevaba la cabeza cubierta por el velo impuesto a las viudas, Agripina entrevió que tenía el rostro desencajado y los párpados hinchados por el llanto. Su hijo mayor la sostenía mientras ella, totalmente rota por el dolor, acariciaba la urna mortuoria que transportaban dos militares. La pequeña sintió un escalofrío al comprobar con sus propios ojos que, lo que días atrás se había negado a creer, era absolutamente cierto. Su padre había muerto.
El padre de Agripina, Germánico, había poseído tal cúmulo de cualidades que le habían hecho merecedor de convertirse en modelo del mundo romano. Para empezar, su origen era el más aristocrático que pudiera tenerse. Era nieto de Livia Drusila, la esposa del emperador Augusto, y de su primer marido, Tiberio Claudio Nerón. El matrimonio entre Livia y Augusto había causado conmoción en Roma. Al parecer, Augusto se había enamorado perdidamente de ella y había obligado al esposo a divorciarse. No le había importado en absoluto que Livia ya tuviera un hijo, de nombre Tiberio, igual que el padre, y que estuviera encinta del segundo, que sería el futuro padre de Germánico, Druso. La unión había sido próspera y feliz. No obstante, el hecho de que la pareja no tuviera hijos en común había creado una pugna por la sucesión entre dos bandos enfrentados: de un lado Julia, la hija de Augusto y de su anterior esposa. Por el otro, Livia, que quería colocar a su hijo Tiberio en el trono. Fue Livia quien finalmente ganó la batalla, cuando consiguió que Augusto adoptara a Tiberio, nombrándolo su heredero. Incluso la pequeña Agripina sabía, a su tierna edad, de las reticencias que habían acompañado al emperador antes de tomar tal decisión. Tiberio no era del agrado de Augusto, pues lo consideraba un incompetente y un mal militar. Pero Druso, su favorito, había muerto en batalla, y sus otros nietos varones, los hijos de Julia, también habían perecido. El único varón vivo de la familia y en edad de gobernar era Tiberio. Sin embargo, quizá con la intención de compensar lo que consideraba un triste desenlace para su largo y exitoso gobierno, obligó a Tiberio a adoptar al hijo de Druso, Germánico, a pesar de que Tiberio ya tenía un hijo biológico. Como colofón, y con el afán de limar asperezas familiares, había arreglado el matrimonio entre Germánico y Agripina la Mayor, hija de Julia. Era un linaje complicado, qué duda cabe, con una marcada tendencia a la endogamia, aunque esto no era nada insólito en la Roma de aquel entonces.
Pero Germánico no solo era respetado por su linaje, sino por sus posteriores logros y atractiva personalidad. Todo el Imperio hablaba de él, de sus éxitos y su generosa forma de conducirse. Para el historiador Suetonio era un compendio de todas las virtudes físicas y espirituales, ya que poseía «una belleza y fortaleza fuera de lo normal, unas dotes extraordinarias para la elocuencia, cultura latina y griega, una bondad singular y una disposición admirable para granjearse el amor de las gentes». La pequeña Agripina y sus hermanos lo adoraban. Germánico era el mejor y más dulce de los padres; también el marido más amable y respetuoso con su esposa, la noble Agripina la Mayor.
La niña amaba igualmente a su madre, fiel reflejo del ideal de matrona romana, aunque en ocasiones le inspiraba algo de respeto. Su enorme fecundidad la convertía en la esposa ejemplar según los cánones que imperaban en la época. Pero, además, la madre de Agripina poseía otras características que todavía aumentaban más su elevada reputación: era muy culta y sabía de política y diplomacia —como digna hija del gran general Agripa y de Julia—, por lo que se había convertido en una colaboradora indispensable para su marido.
A sus coetáneos les resultaba imposible pensar en uno sin mentar a la otra, los nombres y vidas de los padres de Agripina estaban indisolublemente unidos. Agripina la Mayor acompañaba a Germánico en todo momento, incluso a la guerra, aunque se encontrase en estado de gestación, lo que era casi constante. Así, no solo convivía con rudos soldados en las campañas de su marido, sino que incluso colaboraba activamente en algunas acciones militares; como en aquella ocasión en la que, con enorme arrojo, había prohibido a los atemorizados hombres de Germánico destruir el puente sobre el Rin para que los enemigos no pudiesen cruzarlo, sino que, por contra, prefirió alentarlos, curar a los malheridos e infundirles fuerzas para enfrentarse a ellos. Su hija, la propia Agripina la Menor, había nacido en un gélido campamento germano —en noviembre del año 15 y situado en el terreno de la actual ciudad de Colonia, en Alemania— mientras su hermano de tres años, Cayo, correteaba entre las tiendas de campaña con un gracioso calzado militar hecho a medida. Fue en ese tiempo cuando aquel precioso niño se ganó el nombre de Calígula, que significa «botita», mote cariñoso con el que los soldados de su padre lo habían bautizado. Y de esa forma tan inusual había transcurrido la infancia de los hijos de la célebre pareja formada por Agripina la Mayor y Germánico.
Mucho antes de recibir la funesta noticia de la muerte de su padre, Agripina ya había comenzado a sospechar que algo terrible estaba sucediendo en su familia. Semanas atrás había llegado a la casa de Claudio, el hermano de Germánico, con quien los pequeños residían en ausencia de sus padres, una misiva cuyo contenido había alterado a su tío. Días más tarde, la niña vio a un par de hombres en el atrio, que comunicaron al esclavo portero que habían sido enviados para tratar ciertos asuntos, de la mayor gravedad, con el dueño de la domus. Y, poco después, se originó una tremenda algarabía popular que terminó desembocando en numerosos altercados callejeros. Agripina, algo asustada, escuchaba el clamor de las gentes en el foro desde la habitación donde permanecía al cuidado de su aya, junto a sus dos hermanas menores, todavía en brazos de las nodrizas, y el más joven de sus hermanos varones, el travieso Calígula. Julia Livila y Drusila aún eran demasiado pequeñas, por lo que no sentían ni pena ni miedo alguno, pero su hermano y ella sí. Un miedo que se convirtió en pánico y llanto cuando su tío Claudio, finalmente, les confirmó la espantosa noticia: Germánico, el padre de ambos, había muerto en Siria, y su madre y sus dos hermanos mayores iban de camino a Roma con sus cenizas.
Agripina se negaba a creer que no fuese a ver nunca más a su padre y decidió hablarlo con Calígula. Seguramente su hermano le confirmaría que se trataba de un error, de un bulo de esos que a veces corrían por la ciudad. El pequeño de los tres hijos varones del matrimonio formado por Germánico y Agripina la Mayor era un niño encantador, inteligente, risueño y divertido, por lo que todos lo amaban. Pero en particular la pequeña Agripina, porque Calígula solamente tenía tres años más y para ella era un ejemplo a seguir. La niña se fijaba a menudo en sus pies y le sorprendía que, incluso en casa, llevara a veces las sandalias militares que habían suscitado su apodo. No podía decir que sintiese lo mismo por sus dos hermanos mayores, Nerón y Druso, quienes le resultaban demasiado formales y circunspectos para su edad. Ambos se tomaban muy en serio su papel de sucesores del gran general Germánico y herederos principales del linaje Julio-Claudio, la familia más importante del Imperio. Nerón era confiado y bondadoso, parecido a su padre, pero se llevaba demasiada edad con ella como para que este le hiciera caso. Y Druso, más semejante a su madre, era altivo y tenía peor carácter que el primogénito. De todas formas, había que reconocer que la responsabilidad de ambos era ciertamente grande. De los nueve hijos engendrados por la pareja habían sobrevivido seis y en los dos mayores había recaído el peso de la importante carga dinástica, por lo que habían recibido una educación más estricta que los cuatro pequeños. Por ello, Agripina solía ir detrás de Calígula en todo momento y escuchaba con atención cuanto decía; además, a su hermano favorito no le importaba repetirle con palabras más sencillas lo que ella no comprendía a la primera.
También quería mucho a su tío Claudio, a pesar de que algunos lo considerasen la vergüenza de la familia. La abuela de Agripina, la propia madre de Claudio, decía de su hijo —sin ápice de afecto— que era «un aborto de la naturaleza y una caricatura de hombre». ¡Pobre tío Claudio!, pensaba la pequeña Agripina. A ella le parecía culto, inteligente y cariñoso, aunque arrastraba un poco una pierna a causa de una enfermedad infantil, tartamudeaba cuando se ponía nervioso y a veces metía la pata en los acontecimientos públicos. Al parecer, esos defectos físicos pesaban más que sus virtudes en una familia en la que los valores militares y diplomáticos valían demasiado. ¿Cómo iba Claudio a ejercer magistraturas honorablemente si, en momentos de tensión, no podía ni hablar de corrido?, murmuraban sus parientes. Sus fallos se hacían todavía más evidentes por ser hermano de Germánico, un hombre bello, fuerte y de trato cortés. Pero a Agripina le daban igual esas cosas, su tío la sentaba sobre sus rodillas y, como gran apasionado de la historia, le narraba sucesos del pasado y emocionantes aventuras de dioses y héroes. La niña se había acostumbrado a sus constantes despistes y sus tics nerviosos y, aunque a veces se riese de algunas de sus rarezas, a Claudio no parecía importarle.
