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Al final de la puerta está inspirado en hechos reales e imaginarios que relatan la vida de una joven humilde, de barrio, que soñaba con la vida perfecta, creyendo que tener dinero lo resolvería todo. Una vez convertida en mujer, y habiendo alcanzado todos sus objetivos personales y colectivos, que fueron motivados por la lucha de reivindicación femenina en una sociedad donde aún se veía como normal que la mujer viaje en vagones de segunda clase, donde la violencia debía ser soportada ante tantos prejuicios culturales instalados, después de haber conseguido la sanción de una ley que cambió el destino de las mujeres en su provincia y haber sido inspiración para muchas otras, se da cuenta de que habiendo dejado todo a un costado por la causa social que creyó justa, se encontraba prácticamente sola. Pero, al final, una nueva puerta se abre y con ella los sinsabores del pasado pasaron a tener sentido.
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Seitenzahl: 179
Veröffentlichungsjahr: 2024
SILVIA ARACELI ROJAS VELÁZQUEZ
Rojas Velázquez, Silvia Araceli Al final de la puerta / Silvia Araceli Rojas Velázquez. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2024.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-5310-2
1. Novelas. I. Título. CDD A863
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
Prólogo
Introducción
Capítulo 1 - Mirar hacia atrás, sin volver
Capítulo 2 - Un solo boleto: el de ida...
Capítulo 3 - La curandera
Capítulo 4 - ¿Evita capitana los dejó sin techo?
Capítulo 5 - Vida prestada
Capítulo 6 - Solo lo que escribes,estará escrito
Capítulo 7 - Solo queda lo vivido a tiempo
Capítulo 8 - Ella, la que nada espera
Capítulo 9 - Los caracoles
Capítulo 10 - La del medio
Capítulo 11 - Preferido
Capítulo 12 - El genio
Capítulo 13 - Distintos e Iguales
Capítulo 14 - Viva la diferencia
Capítulo 15 - Reflejo más allá del bien y el mal
Capítulo 16 - El traslado
Capítulo 17 - De camionera a diputada
Capítulo 18 - La mujer que quiso ser
Capítulo 19 - Solidaridad vs. misoginia
Capítulo 20 - El show que ya no impacta
Capítulo 21 - El camino a la paridad
Capítulo 22 - El valor de la palabra
Capítulo 23 - Grito de paridad
Capítulo 24 - La decisión
CAPÍTULO FINAL - De todo lo vivido,me quedo con este
A mi persona favorita, el Espíritu Santo, que me acompaña y me da todo lo que necesito.
A la persona que cambió mi vida para siempre, aunque hoy sea el motivo perfecto para que comience a escribir a Ale Velázquez, así, tan simple como complejo; él es eso que llamamos amor, ese que cuando no está duele hasta respirar, pero cuando está no hace falta más nada y la vida es maravillosamente bella. A mi negrito, el camionero, el amor de mi vida, esta vida que de a ratos parece apagarse sin el destello de sus ojos.
A mis hijos Tamy, Gaby, Lito, Mauri y Thiago, porque son el motor que me impulsa a seguir cada día, para definirlo en una frase: por ellos vivo.
A mi madre Emma Marinoni, por ser la mujer bondadosa y serena que con una sonrisa templaba mis llantos y que con solo su mirar sereno, sin decir nada, me indicaba cómo seguir.
A mi padre Isidro Ruiz Rojas, que creo que desde el más allá estará sentado con su pipa viendo la película pasar, y que aunque el tiempo pase, sus huellas son difíciles de borrar.
A mis hermanas Mónica y Carolina, y en especial a mi hermano Mauri, el más chiquito, el que se fue antes, dejándonos con la triste sensación de nunca más, de lo que no hicimos, de lo que no te dije, pero sobre todo de lo que pudimos hacer, y especialmente a mi hermana Gabriela, que siempre creyó en mí y me insistió en que debía tener mi libro.
Todos ellos son mis afectos más cercanos y sin dudas formarán alguna parte de este libro que comienza así, hundido en la tristeza de una mujer decidida a reinventarse por los años que le quedan.
Tengo el enorme placer de presentar esta obra literaria, cuya autora es muy especial para mí, Silvia, mi compañera de vida. Hay veces en que somos diferentes personas en determinados momentos, pero nuestra naturaleza nunca cambia, bueno, yo conozco y amo profundamente esa naturaleza de Silvia.
En tantos años, tantos momentos que corresponden a toda una vida juntos, hemos logrado muchas anécdotas, buenas y malas, pero si hay algo que nunca me olvidé, ni me olvidaré, es del día en que la vi por primera vez, muchos dirán que el amor a primera vista no existe, pero yo les puedo asegurar que sí existe, y desde ese momento a la actualidad pasaron tantas cosas reales y algunas que parecen ficticias, pero en todas se mantiene intacta la naturaleza que nos unió.
Hace muchos años, en una charla relajada, ella me cuenta que quería escribir un libro y sobre qué trataría la historia, mientras la escuchaba me parecía una idea atrapante, llena de magia, y miren, los sueños son para cumplirlos, nunca dudé de que escribiría este maravilloso libro, pero lo que jamás me imaginé fue a mí escribiendo su prólogo.
Los invito a leer este libro que de alguna manera resume con grandes historias la vida de una niña que soñaba con una vida distinta a la que vivía, una vida perfecta, creyendo que las cosas materiales podían ser la solución a sus problemas del momento. Muchos creemos, cuando somos niños y adolescentes, que la vida se resume en lograr cosas materiales o una vida de lujo, ¿quién no soñó de niño con ser millonario cuando sea grande?, o lograr metas laborales o éxitos en una carrera. Pero, la pregunta es ¿a qué llamamos éxito? Al final de la puerta, luego de un largo camino, esta persona adulta llena de éxitos y sueños cumplidos vuelve a sentir a esa niña que por dentro se pregunta ¿esto es todo? Déjenme adelantarles que ¡no!, pero los invito a leer y descubrir qué hay al final de la puerta, se sorprenderán.
Alejandro Velázquez
Un día, de esos días grises, donde las pupilas solo lloran a algún amor perdido, decidí comenzar a escribir mi libro, este libro tantas veces postergado, cargado de firuletes de pueril infancia, donde rondan las historias ya desvanecidas de una jovencita de 15, que volaba en un abrazo y vivía en un te quiero. A una mujer que se pierde y se reencuentra en el sinfín de los caminos del destino.
¿Pude hacerlo antes? Sí, pero la excusa del tiempo, que azotaba siempre con su cruel tiranía y amenazaba con robarse minutos de mis días, que iban pasando en la simpleza de plasmarlo en un viejo diario o en las letras escondidas de cualquier servilleta de papel de algún kiosquito de colegio.
Los sueños muchas veces se postergan, aunque sin darnos cuenta van viviendo con los días como si fueran de otros, pero en realidad son los nuestros, los de aquella muchachita que soñaba con escribir un libro, con cruzar puertas, romper muros y, tal vez así, empezar a volar.
¿Pude hacerlo? Sí, pude, pero no habrá sido el momento, siempre encontramos el momento, no importa cuánto pase, si días, meses, años o la vida misma, lo cierto es que todo tiende a volver, sea bueno o sea malo.
En este momento las ansias me reencuentran para volver a verme, aunque mi figura hoy no sea la de antes, mi rostro pulido por el tiempo, mis manos que tanto hicieron y palparon, mis ojos testigos de una vida encriptada en un mundo donde nos volvemos víctimas de nuestro propio destino, aunque hoy, a mis cuarenta y tantos, aún siga queriendo escribir y los dedos cual delirante pianista se desprenden ante el teclado haciendo volar la cabeza llena de palabras que encuentran sentidos conjugados con lo abstracto y lo palpable.
Pienso: sé que no soy la misma, aunque lo siga siendo.
Silvia Araceli Rojas Velázquez,julio de 2021
Es casi inconsciente el temor de quedar atrapados en el ayer, cuando recorremos lo que ha sido, nos aferramos fuerte
al hoy sin dejar que las sombras de lo que fue detengan
la luz de lo que puede ser.
Hay frases que te hacen pensar y esta es una de ellas, no sé si ya estará inventada, pero a mí se me ocurrió recién, porque para contar la historia debo ir hacia donde todo comenzaba...
Con la mirada al cielo, fundida en los sueños que envolvían su sentir, iba sentada en el último asiento, volviendo al barrio. La ruta se hacía eterna, viviendo en segundo plano la realidad de los olores a gente cansada que volvía del trabajo, olor a desodorantes de cartillas, manos que transpiran sostenidas en las agarraderas del viejo colectivo que humeaba y frenaba en cada esquina emitiendo un chillido inolvidable que provenía del freno apretado fuertemente hasta el final.
El cielo infinito la invitaba a soñar, pintaba sus sueños del color que imaginaba, omitía todo lo que sucedía en esa vieja cafetera para delirar con teletransportarse a ese mundo imaginario que vivía en su mente, de repente ese cielo se convertía en la sala principal de la casa soñada esa que ella anhelaba tener algún día, con escaleras enormes, de grandes vestidores con muebles de última categoría, del techo se podía observar cómo caían con sus delicados caireles arañas de luces, de pronto se visualizaba bajando por las escaleras blancas, como quería ser en su futuro. Su imaginación era tan volátil, iba y venía, siempre volvía a empezar para dibujar mentalmente divisando cada detalle que su mente pudiera crear, ese piso de mármol, siempre de color claro, celestial como el que solía ver en las novelas de la tarde, el auto rojo descapotable –a veces negro–, las mucamas, el mayordomo y un enorme vestidor adornado con los mejores vestidos y zapatos de todos los colores eran parte de los sueños que la remontaban a esa vida feliz sin problemas, que la entretenía en ese viaje agobiante. Por las noches, cuando se disponía a dormir, siempre amaba soñar lo que para ella en ese entonces era un imposible, como si la plata o tener todo lo que quisiera llegaría a ser la solución a todo o sería sinónimo de felicidad segura, quizás para ya no seguir mirando con envidia a algunas amigas de la escuela que tenían la suerte de tener lo que ella no. ¿Ambición, tal vez?, o simplemente el escudo que ella encontraba y la ayudaba a vivir en otra dimensión su triste realidad.
Esa forma que había encontrado para soñar la alejaba de lo real y la llevaba a cualquier lugar perfecto donde sin dudas ella deseaba estar. Las nubes se transformaban en dos grandes brazos que el azul cielo generoso extendía para abrazar su alma, esa alma pequeñita llena de tantas carencias, que había encontrado refugio en su imaginación.
Como todo, había que volver a pisar tierra y dejar de soñar un ratito. Ve su rostro reflejado en el vidrio empañado de aquel colectivo lleno de gente, los olores se hacen carne, la gente malhumorada, la miran de reojo, sin ningún gesto de amabilidad y en ese vaivén atina a darse cuenta de que la próxima parada era la suya, se levanta rápidamente y entre empujones consigue llegar a la puerta de atrás para tocar el timbre.
La ruta se ensancha y los autos no se detienen, cruzarla era un desafío que podía costar caro, era mejor esperar hasta que no haya nadie y, aun así, cruzar corriendo. Si hubiese estado con su hermana más grande seguro esperarían más tiempo agarradas de la mano hasta que no se divise ni por casualidad ningún auto. En su cabecita resonaba el dicho de su madre, más vale perder un minuto en la vida, que la vida en un minuto. Siempre recordaba las historias tristes de niños que perdieron la vida jugando a la orilla de la ruta, contadas en los cumpleaños, en las ruedas de comadres, eso sí le asustaba un poco.
Ya en la seguridad de la otra orilla, diez largas cuadras la esperaban. Solía contar los pasos, cantar para adentro y caminar rápido, como escuchando la voz de su madre que le decía: Nunca hables con extraños, nunca recibas nada de nadie, y si estás en peligro, entrá a cualquier casa y pedí ayuda.
Esa voz protectora, quizás sin darse cuenta, la salvó de algunas cosas, aunque con el tiempo se diera cuenta de que nunca estuvo a salvo. Simplemente, fue cuestión de suerte o tal vez el destino le deparaba algo distinto.
Camino a casa le tocaba pasar por el frigorífico, ella consideraba un acto valiente poder cruzar por el viejo e imponente edificio, al recordar la historia que contaban los vecinos donde un día gris a esa pobre mujer que en ese momento llamaban “la Loli” fue acorralada por los carniceros, dicen que entre ellos estaba uno de los dueños, quitándole los sueños, robándole la ilusión propia que cualquier mujer, sea quien sea, tiene derecho a vivir. Producto de ese acto fatal, donde el infierno se hizo carne, a los meses, nació un niño con discapacidad.
En ese momento ella no tenía en mente la gravedad de lo sucedido, no reconocía la palabra violación, abuso o violencia como tal. Mirar hacia atrás y pensar que no es tanto el tiempo transcurrido y, sin embargo, la naturalización de hechos de violencia eran moneda corriente, la mujer debía soportar sin chistar, porque eran gajes del oficio, ser mujer significaba una gran desventaja, el hombre era el patriarca, aquel que tenía la voz de mando y alto, su palabra y sus decisiones eran sagradas, no se discutían, en cambio, la mujer no solo no era escuchada, sino que también no era creíble. Decir que era abusada, que era acosada, era sinónimo de algo habrá hecho, se lo buscó, ¡¿pero mirá cómo salió vestida?! Una infinidad de estereotipos, cosificaciones, partes de una construcción social que no la definían y que claramente ella no concebiría.
No era natural lo sucedido, pero como en todo barrio –y más en esa época–, esa historia se convirtió en un mero chisme y lentamente fue quedando en el olvido, ya los vecinos intentaban no hablar de ello y así quedo la mujer sola con una etiqueta, un rótulo de “loquita” que perduraría por mucho tiempo, sola con su hijo, a tan solo pocas cuadras de todas esas bestias, que de a poco fueron formando sus historias, sus familias, teñidas en sangre y odio que “la Loli”, en su soledad, exprimía sumida en su pobreza con la sutil esperanza de que algún día el destino o la ley de la vida quizás les iría a cobrar en esta vida o en la otra.
El mundo seguía marcando las horas en su curso incansable, destruyendo vidas de esas que para el estatus social no eran importantes, ser pobre era sinónimo de injusticia. Cruzar el frigorífico del terror era, siendo mujer y pobre, una provocación a la misma suerte.
Llegar a la bajada era el indicio de estar cerca y, por ende, sentirse un poco más segura, el camino a casa era una matriz que no variaba, siempre las diez cuadras que la separaban de la ruta a su hogar serían los mismos pasos que no lograría nunca contabilizar, sobre todo porque cada vez que comenzaba a contarlos su mente volaba en un abrazo imaginario del viento que despeinaba su larga cabellera rubia, o veía algún que otro bichito u hojas volando y eso bastaba para despistarla, sacarla del hilo mental de su imaginación inconclusa.
A lo lejos comenzaba a divisarse la casita. La casita remendada, un poco de material y otro poco de madera. Doña Elvira, siempre estaba afuera con la escoba, barriendo la tierra, en realidad era la excusa perfecta para enterarse de todo. Pasar y saludarla con una sonrisa era un rito sagrado. En la esquina estaba la casa de doña Elodia, que siempre estaba camuflada entre las plantas disimulando no ver cruzar a nadie, pero de reojo ella tenía la enorme capacidad de observar hasta el más mínimo detalle, esa señora además era pariente, de esos que no se eligen, pero están. Era su tía, la hermana llena de frustraciones que tenía su padre, ella peleaba por todo, se pasaba horas haciendo oídas mientras pretendía lavar la ropa en el lavadero que se encontraba en la divisoria de los patios lindantes, separada por una tupida enredadera; oídas que ponían los pelos de punta a la madre que se hacía la que no escuchaba e ignoraba, pero consumía ese maldito enojo, esa frustración de ser madre soltera quizás, bronca que emanaba por sus poros dejando en claro su incapacidad de convivir con nadie, esa pobre mujer que no tenía otra cosa que hacer más que destilar su veneno para quizás llevar su desagraciada vida a un nivel de importancia que solo ella entendía, tal vez nunca haya un porqué ante la maldad, solo se sabe que a ella una enfermedad la vendría a consumir unos años después.
Hasta que al fin en la casita de tablones viejos, despintados y lleno de hendijas, el piso con una capa de carpeta finita de esas que se tiran arriba de la tierra y después de dos lavados van formándose huecos como los cráteres de la luna y que cuando tocaba limpiar el piso había que agarrar el trapo y hundirlo para que no queden espejos de agua. Llegar a la casa significaba ir primero a buscar a su madre y ver que todo esté bien... A su corta edad, sentía la necesidad de constatar si algo malo sucedió en su ausencia.
Su madre, con olor a cocina, la recibía con una sonrisa franca de esas que inventaba para alegrarla, ella lo sabía, pero nada podía hacer.
Esa impotencia sumida en sus jóvenes manos lánguidas, que serían las mismas que le marcaría el camino de una lucha incansable por lograr una sociedad, más justa, más equitativa para las mujeres.
“Cuando las historias tienden a repetirse, una debe ser capaz de girar bruscamente el timón y cambiarla”.
Cuando sentimos afectivamente que es hora de soltar entendiendo que es lo más sano, es hasta contraproducente darnos cuenta que solo hay algo
que nos puede detener: esos mismos afectos.
Las horas en el patio parecían eternas, en patas y con el pelo suelto, corriendo alrededor del mango, que tendría unos doscientos años, de tronco lo suficientemente ancho como para subir entre varios, de una de sus ramas yacía la hamaca esa que la vio balancearse como volando hacia el infinito, mecerse en ella solía ser el momento más feliz, donde podía momentáneamente olvidar algunos momentos tristes que ella atinaba a arrojar a su inconsciente como si fueran momentos que nunca vivió, como si fueran vividos por otros.
En el patio solía jugar con el primo que venía desde el interior con su mamá, que era la otra tía, se llamaba Lucy, guapa y macanuda, de cabellos cortos enrulados, llena de lunares y con una sonrisa jovial que dibujaba en su rostro dos hoyuelos que ella había heredado, era la única mujer que ostentaba el título de amiga de su madre, venía cada tanto con su hijo a pasar unos días, unas semanas, era muy divertido pasar las horas jugando con su primo.
El auto viejo era un viejo cascarón de un auto abandonado que estaba tirado cerca del bananal en el patio, habrá sido un Fiat 600 o tal vez un Citroën, daba lo mismo para pasar largas horas metidos en él e imaginar que podía andar a pesar de no tener ruedas ni motor, apenas si habían quedado el volante y dos butacas que dejaban salir algún que otro resorte en los huecos del cuero curtido por el tiempo. Ella se disponía a manejar ese auto, se sentaba y comenzaba a hablar sola, el primo se metía en el capó vacío, sin motor, para arrancar el viaje imaginario, encerrado en el capó, él simulaba el sonido del motor, ese era su pasatiempo favorito, donde se inventaban las historias más bonitas.
El primo que seguía escondido en el capó le decía: Prendé la radiooo.
La niña simulaba prender la radio mientras decía: Quiero escuchar una música, y el primo comenzaba a cantar fuerte y sin parar. Viajaban sin destino en ese mundo imaginario donde la inocencia de sus cortos años la podían llevar.
Imaginar siempre fue su fuerte, fue quizás su mayor respiro ante tantas situaciones adversas que no quería escuchar y que pretendía no ver. Escapar de esa realidad que la envolvía no era fácil, mucho menos lo era cuando sus hermanas y hermanito también eran víctimas inconscientes. Inconscientes porque allí iban a parar los miedos, las angustias y los devenires. No había otra forma de seguir, no se podía elegir. Era la vida que les había tocado.
Ese mundo de juegos terminaba cuando empezaba a caer el sol, cerca de las seis de la tarde, donde sigiloso, a lo lejos, sonaba la bocina del tren que todos los días pasaba a esa hora, había que entrar a la casa, bañarse, acomodar todo para la escuela al día siguiente y acostarse rápido. La habitación era un salón dividido por un ropero, de un lado las dos cuchetas y del otro la cama matrimonial.
Las paredes con hendijas rechinaban con el viento, un foquito quedaba prendido porque a ella le costaba mucho dormir, el miedo a ese no sé qué, todas las noches inundaban su alma y la madre le daba un libro heredado en el tiempo, que servía solo para estar en una esquina juntando polvo. Leelo hasta que te duermas, le decía con dulzura y con un halo de cansancio. La madre necesitaba que todos sus hijos estén durmiendo antes que él llegue.