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Estamos ante la vida y obra de Arquímedes Romo, quien, de guajirito iletrado, pobre y tartamudo, se convierte en un locuaz locutor, formador de una pléyade de profesionales de la voz; es fundador de la Cátedra Nacional de Locución; cantante y escritor de décimas y tonadas campesinas; guionista; periodista y conductor, así como director de programas. También devino comentarista deportivo; instructor y orientador de arte; maestro radialista; Licenciado en Lengua Inglesa; Premio Nacional de Radio; Artista de Mérito de la Radio y Premio de Locución Violeta Casal. Además, Morón lo declaró Hijo Ilustre. En su libro, Romo narra las experiencias atesoradas a lo largo de su nonagenaria vida, mezcladas estas con anécdotas. La lectura de este valioso texto, salpicado de fino sentido del humor, pues Arquímedes es también humorista, nos convence de que solo la voluntad, el esfuerzo y la constancia llevan al hombre a lograr lo que se propone.
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Seitenzahl: 330
Veröffentlichungsjahr: 2024
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Algo más que un sueño
Arquímedes Romo Pérez
Todos los derechos reservados
© Arquímedes Romo Pérez, 2023
© Sobre la presente edición:
Ediciones enVivo, 2023
ISBN: 9789597268970
Tomado del libro impreso en 2021 – Edición: Bárbara Castillo Pedroso / Corrección: Tania Sevillano Hernández / Diseño de cubierta y emplane: Damaris Rodríguez Cárdenas / Fotografías: Archivo del autor
E-Book – Edición-corrección: Ilaín de la Fuente Guinart / Diagramación pdf interactivo y conversión a ePub y Mobi: Damaris Rodríguez Cárdenas / Diseño interior: DamarisRC
Ediciones enVivo
Instituto Cubano de Radio y Televisión
Edificio N, Calle N, entre 23 y 21, Vedado,
Plaza de la Revolución, La Habana
CP 10400
Teléfono: +53 78384070
Correo electrónico: [email protected]
www.envivo.icrt.cu
Estamos ante la vida y obra de Arquímedes Romo, quien, de guajirito iletrado, pobre y tartamudo, se convierte en un locuaz locutor, formador de una pléyade de profesionales de la voz; es fundador de la Cátedra Nacional de Locución; cantante y escritor de décimas y tonadas campesinas; guionista; periodista y conductor, así como director de programas. También devino comentarista deportivo; instructor y orientador de arte; maestro radialista; Licenciado en Lengua Inglesa; Premio Nacional de Radio; Artista de Mérito de la Radio y Premio de Locución Violeta Casal. Además, Morón lo declaró Hijo Ilustre.
En su libro, Romo narra las experiencias atesoradas a lo largo de su nonagenaria vida, mezcladas estas con anécdotas.
La lectura de este valioso texto, salpicado de fino sentido del humor, pues Arquímedes es también humorista, nos convence de que solo la voluntad, el esfuerzo y la constancia llevan al hombre a lograr lo que se propone.
A la memoria de Argelia, mi hermana mayor, iletrada defensora
que enfrentó la oposición familiar para que yo convirtiera
en realidad mi ilusión de alcanzar un micrófono.
Y a la Revolución Cubana, por permitirme avanzar.
A todos aquellos que tuvieron que ver conmigo
y me apoyaron en mis buenos y malos momentos,
y, en especial, a Lorenzo Lostal, del cual nació mi vocación
por el micrófono; a Santiago Arias, quien me formó
como ser humano,
y a Eddy Martin, mi maestro, mi guía y mi hermano.
A todos ellos mi agradecimiento eterno.
¡Cuántas veces he necesitado del autor de este libro, quien tanto me enseñó a comprender y amar a la radio! Y ¡cuántas veces he recurrido a él y me he sentido apoyado sin que él lo sepa en el transcurso de mi paso por la radio, el cual se extendió por más de medio siglo! Pero no solo lo he necesitado en la solución de una situación desagradable, debido a la similitud con las tantas compartidas, sino también en el gratificante momento de un mérito, sabiendo que, aun ausente, a él también le pertenece.
Por lo dicho, comprenderán lo difícil que se me hace corresponder a la altura del honor de escribir este prólogo, más aún cuando coincide con la paradójica y triste realidad que enfrenta el autor, al estar, en este momento, perdiendo la visión con tal celeridad que quizás no pueda cumplir su tan justo y añorado sueño de ver publicado su libro, tras el largo y abnegado bregar, abarcador de más de ocho décadas de su fructífera existencia.
Ojalá que esta premura, a punto de predisponerme por su insólita ironía, no me impida encontrar la estabilidad imprescindible para poder presentarles con humildad, pero con la justeza necesaria, este libro, cuyo valor prefiero exaltar refiriéndome a quien lo escribe, el colega y amigo que más he admirado como hombre de radio, en el más exacto sentido de la palabra con el que acostumbramos a calificar a quienes de manera excepcional destacan por su integralidad en el dominio de la mayoría de las especialidades que conforman el medio radial.
Lo conocí, cuando él todavía era un veinteañero y yo apenas había salido de mi adolescencia, cuando fui designado por la dirección política de la entonces tan vasta región de Morón y las instancias superiores del Instituto Cubano de Radiodifusión (ICR) como director de la emisora local, donde ambos compartimos con perfecta armonía la labor de dirección administrativa y la actividad sindical, respectivamente, desde los primeros meses de mi designación hasta mi traslado a Radio Progreso, una década después.
Una entrañable relación de compañerismo y hermandad fue sellando el quehacer diario en la medida en que los logros sobrepasaban con creces las expectativas posibles de esperar de un colectivo formado por solo 12 trabajadores, responsabilizados con mantener una programación de 18 horas durante los 7 días de la semana, con una variedad y calidad únicamente concebible, por la versatilidad de la mayoría, encabezada precisamente por Arquímedes Romo. Él desempeñaba, de manera integral, las funciones de locutor, periodista y director de programas, además de narrador y comentarista deportivo. Todas esas funciones, sin abandonar su responsabilidad sindical, la cual fue determinante para que la emisora alcanzara el título de vanguardia nacional y ser el primer centro laboral del sindicato nacional de artes y espectáculos (sintae) en obtener la condición de centro de tradición heroica y la bandera Héroes del Moncada.
Como podrán apreciar, he concentrado la mayor atención en la primera etapa de la labor del autor en Radio Morón, ya que en ella se inicia y se nutren su conciencia y amor por el medio, así como se prepara de manera empírica para lograr, sobre tan sólidos cimientos, catapultarse hacia estudios superiores con la misma devoción que lo hizo como autodidacta, hasta alcanzar los más altos estadios como estudiante y maestro de su profesión. Él nos lo cuenta en su obra escrita, donde revela y devela hechos y acciones que van desde los sueños de un niño campesino hasta las verdades absolutas de un guajiro extraordinario, que pareciera haber inventado la manera de invertir el decursar del tiempo, con el fin de poder renovarse y multiplicarse moral e intelectualmente en su marcha hacia una longevidad ilimitada.
Cumplido el propósito anterior, no sería justo despedirme sin aludir a los altos valores humanos que, junto a su pasión por el trabajo, caracterizaron sus deberes en el ámbito familiar, donde sembró y aún disfruta la cosecha de haber sido también ejemplo de entrega y fidelidad, además de guía y artífice de sus descendientes, quienes heredaron su amor a la radio y, en especial, a la locución. Así lo apreciamos, al ver a su primer y único hijo, Andrés,Andy, Romo Chávez, quien después de una corta, pero destacada trayectoria en sus años de estudiante y oficial de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, y tras ocupar importantes cargos de dirección en el Partido Comunista de Cuba, se consagró a la radio, primeramente, como director de Radio Morón y director provincial del ICRT en Ciego de Ávila, para permanecer finalmente como locutor de Radio Surco, donde conquistó los más altos índices de audiencia hasta su tan temprana y aun tan lamentable desaparición física en años recientes.
Su primer nieto Andrés,Andy, Romo González (1984), es fundador del canal de la tv de Morón y actual locutor de primer nivel de la emisora Radio Morón, mientras que su segundo nieto, Marlon Alejandro Romo Taboada (1999), es locutor de la emisora provincial avileña Radio Surco, paralelamente, a su condición de maestro primario y estudiante de licenciatura en ciencias.
Por último, con estas palabras a manera de prólogo, permítanme despedirme de ustedes y de tan entrañable y admirado amigo, desde la que todavía parece ser la extensión de su hogar, como otrora lo fuera, nuestra siempre querida emisora Radio Morón, en la cual aún vive con su voz ya emblemática, que lo ha identificado durante más de medio siglo, como un permanente tributo de las viejas y nuevas generaciones a quien nunca ha dejado de ser un solo día el colega ideal, el consejero incansable y el maestro, siempre amante y defensor de la radio y de su profesión, desde el umbral de una centuria.
Santiago Arias Martínez
Exdirector de Radio Morón
16 de julio de 2021
A lo largo del devenir de la humanidad, la historia de vida emerge en la palestra pública, en un primer momento, en manos de las clases dominantes, como productoras y generadoras de conocimientos sobre la vida, obra y rasgos distintivos de una personalidad destacada de la política, la ciencia, la cultura, el arte, etc. Sin embargo, en estos tiempos ofrece múltiples posibilidades para preservar la memoria histórica y el valor cultural de la obra de individuos en una esfera determinada de la sociedad.
La historia de vida, reconocida principalmente como parte de la antropología, la sociología y la psicología, en la investigación sociocultural ofrece la apertura y la consideración crítica formulada desde la historia social y pasa a integrar los presupuestos metodológicos del campo historiográfico.
En torno a la utilización de esta, como fuente o técnica de recogida de información del método biográfico, se crea un interés común interdisciplinario, al ser un recurso renovado y revalorado, mediante el cual se desarrollan enfoques cualitativos, que sensibilizan y facilitan la comunicación entre los agentes de la investigación sociocultural.
La historia de vida recupera su importancia en la medida en que se renueva en el plano metodológico y se asienta sobre la base de una serie de procedimientos, en los que destacan los testimonios, entrevistas y el estudio documental. En este sentido, constituye un manuscrito único, no solo por atesorar la experiencia de vida de un sujeto específico, sino también por relatar y comunicar a las generaciones posteriores el legado de quien es o fue un paradigma por sus importantes aportes. Esta técnica no aspira ni es una biografía de una o varias personas implicadas, de hecho no cuenta la conformación de una obra de este tipo de manera organizada, es el punto de vista de uno y hasta varios individuos acerca de un fenómeno social determinado.
El tema historia de vida ha sido tratado en el mundo por diversos autores, tiene un desarrollo notable en América Latina y permite un acercamiento directo al sujeto protagonista, en una etapa y en un momento sociohistórico determinado de su desarrollo evolutivo. En Cuba, gracias a la prioridad concedida por los Consejos de Estado y de Ministros, el Partido Comunista de Cuba (PCC), las Organizaciones no Gubernamentales (ONG) y el pueblo, a la cultura, la identidad, el desarrollo cultural, el patrimonio cultural y otros, es prolífico este tipo de técnica para comprender la huella de los individuos durante su existencia.
Cuando la radio llega al mundo y Cuba descubre el poder de su alcance como medio de comunicación por excelencia, surge la locución, una actividad artística muy querida y respetada por las personas. La presencia del locutor es esencial a la hora de informar, orientar y educar a las masas.
La provincia cubana de Ciego de Ávila, con un rico patrimonio cultural de la locución, presenta una historia forjada en una tradición sustentada en personalidades de gran reconocimiento, por ofrecer a la audiencia un mensaje claro, preciso, asequible y portador de los valores más sublimes de la nación; este es uno de los motivos por los cuales se conoce a dicho territorio como Capital Cubana de la Locución.
En cuanto a locutores, el territorio avileño es cuna y cantera de figuras excelsas, como Jorge Luis Nieto, Manolo Ortega, Enrique Goizueta, Orlando Castellanos, Fernando Alcorta, Miguel Páez, Eddy Martin, Manolo Iglesias, Gustavo Mazorra, así como Nelson Moreno de Ayala. Y otros jóvenes talentos de gran calidad, entre ellos, Héctor Rodríguez, Rolando Crespo Rodríguez y José Leandro Rodríguez. Próximo a este grupo está Arquímedes Romo Pérez, considerado por los analistas un referente obligado, por dedicar más de 60 años de su prolífera vida al ejercicio de la locución y capacitar a decenas de locutores, muchos de ellos devenidos profesionales de la palabra de primer nivel. Esta, su historia de vida, es un reclamo del patrimonio cultural de la provincia de Ciego de Ávila.
La lectura de estos párrafos iniciales, tomados por mí, aunque no literalmente, de la tesis de Título de la Licenciada Celia Sánchez García, perteneciente al Departamento de Estudios Socioculturales de la Universidad Máximo Gómez Báez, de Ciego de Ávila, me inspiró a escribir este texto. He aquí el porqué de este libro.
Corre el año 1931, uno de los más difíciles de la Cuba republicana. Joaquín Romo y Carmen Pérez integran un sencillo, pero amante matrimonio campesino. Él cultiva los escasos metros de tierra que hurta a las piedras para alimentar a los suyos, mientras que aprovecha el breve tiempo de zafra como carretero. Ella, a 10 leguas de la escuela más cercana, dedica todos sus esfuerzos a las labores de la casa, así como a enseñar las primeras letras y los imprescindibles buenos modales y rasgos de conducta a sus cuatro hijos: Argelia, Armando, Adelina y Adelfo, todos con la letra A, al inicio, por si la suerte un día les llegara por orden alfabético.
Es época de zafra, y mientras Joaquín arrea a Grano de Oro y Perla Fina por el rojo camino cañero con la dulce carga de sudor y desvelo, Carmen ve como la fiebre consume a su más pequeño hijo, impotente ante la imposibilidad de acceder a un médico, por la distancia y la falta de comunicación y recursos.
Esa vez, y como casi siempre La Caridad, nombre del conuco donde residen, quizás para estar a bien con la Patrona Nacional de Cuba, no hace el milagro y la pulmonía arrebata la vida al robusto Adelfo en solo unas horas. Ante tal golpe, el matrimonio decide buscar un nuevo vástago y así, por esa triste circunstancia, que muchas veces me da sentido de culpabilidad, es que nazco yo, Arquímedes, el 14 de agosto de 1932, a las ocho de la noche, en brazos de la bondadosa Belén Jiménez, la comadrona de La Lucha, dulce y abnegada mujer que tiene el privilegio de recibir, con amor sin igual, a toda una generación de la comarca, y suplir con sus habilidades y conocimientos prácticos al inconcebible facultativo profesional de la época. Es decir, mi nacimiento y mi existencia, como casi todas las cosas ocurridas en mi nonagenaria vida, tienen mucho de leyenda y un algo de inesperado.
Sí, nací en el barrio Coronel Hernández, zona campesina cercana al central Patria, término municipal de Morón. El lugar exacto del nacimiento no aparece en el mapa. Una loma pedregosa que limita al norte con la zona pantanosa de La Vigía; al este, con la intransitable laguna de El Venero, y al sur y oeste con los potreros y cañaverales de El Corazón de María y El Caimital, y el vecino más próximo, el viejo Pancho Noda, a la distancia de un kilómetro. En ese entorno hago mis primeras maldades; recibo los consejos de mi padre, casi siempre por los glúteos, y hasta aparecen los primeros sueños.
La casa en la que vivo en los primeros años de mi infancia es de guano, tablas de palma y piso de tierra, blanco, muy blanco, pulcro, gracias a mi abnegada mamá, quien no pierde tiempo en extraer el “cocó” (polvo blanco abundante en terreno pedregoso), para que el piso sea reluciente.
Es aquí, en este medio, donde aprendo el Padre Nuestro, las letras de la vieja cartilla encabezada por Cristo y donde mi madre, al igual que ocurre con mis hermanos mayores, me enseña las letras iniciales, me orienta cómo debo conducirme en la vida y me exige orar antes de acostarme. ¡Sin duda, fue mi mejor maestra!
Soy inquieto y activo, aprendo a leer con facilidad y desde muy pequeño leo todo cuanto cae en mis manos. Aquí, sobre las piedras de La Caridad, disfruto de las peleas de gallos con caracoles pedreros; imito a mi padre enyugando botellas en lugar de bueyes; hago mis primeras cartas a los Reyes Magos, especialmente a Gaspar, a quien admiro por ser Gaspar Vázquez el pelotero más famoso del barrio, pero ellos nunca visitan mi casa; aquí cambio mis dientes de leche el mismo día y a la misma hora que intento detener el caballo de mi padre mediante la soga que sostengo con los dientes al momento de espantarse el animal. ¡Aquí también tengo mi primer contacto con el arte!
Mi hermano mayor, Armando, toca el tres desde muy joven y en todo el barrio se le conoce como un joven parrandero. Con otros muchachos de la comarca integra un grupito musical campesino, para amenizar guateques o parranditas criollas en casas familiares en lugares cercanos, razón por la cual suelen visitar mi hogar varios de esos músicos. Es así como conozco al famoso bongosero Conguería, al maestro trovador Pablito Bernal, al bajista Emilito Borroto y a Mario Rigoberto Figueroa, Cabilla, devenido más tarde compositor de varios títulos populares. Todos se reúnen en mi casa, ensayan y fiestean. También, y con igual objetivo, acude a mi casa Pepe Castillo, un barbero de La Serrana, conocido como repentista en el barrio, cuyas décimas y tonadas me impactan tempranamente; es él quien me enseña la estructura de la espinela, y a la edad de siete años, canto mis primeras décimas.
En 1940, en busca de mejoría para la familia, el matrimonio de Joaquín y Carmen decide trasladarse a un lugar más accesible, donde las condiciones de vida de la familia puedan mejorar. Arriendan una pequeña finca de una caballería a la compañía Falla-Gutiérrez, y mi padre deja la carreta y los bueyes para convertirse en colono, un arrendatario más, que debe adquirir el sustento de la familia en la Comercial de la Compañía, entre una zafra y la otra; pero ahora se dispone de una casa con techo de guano, piso de cemento, amplia, bomba de agua, buenas ventanas y paredes de tabloncillos de madera. Para mí, entonces, un verdadero palacio.
Tras el traslado y pese a la distancia de más de 10 km, la nueva ubicación también recibe el nombre de La Caridad, siempre con el propósito de que algún día se produzca el milagro. La pequeña colonia está situada en el centro de un triángulo de la suerte, enmarcado por tres comunidades: Santa Bárbara, colonia cañera propiedad de la compañía Falla-Gutiérrez; Puya, zona campesina integrada por varias parcelas de caña y frutos menores de la familia Vázquez, y Edén, un poblado surcado por el Ferrocarril del Norte de Cuba, con dos tiendas mixtas, un bar, una valla para las peleas de gallos, una importante carpintería, escuela pública, teléfono y algunas viviendas con luz eléctrica que, por su ubicación y los servicios con los que cuenta, resulta la capital de la comarca.
Acabo de cumplir siete años y no he tenido la oportunidad de asistir a una verdadera escuela; sin embargo ahora, en este lugar, las condiciones y las posibilidades son otras. Mi padre, aunque iletrado, es un hombre educado, además de preocupado por el bienestar de la familia, y quiere que su hijo más pequeño, en este momento en que las condiciones geográficas lo permiten, pueda tener un maestro, un colegio. Coincide la llegada a la nueva vivienda con la apertura de un aula mixta particular en la finca Puya, regida por el maestro de nacionalidad española don Juan Manguiri, un anciano mal educado y abusador, cuya doctrina se basa en el criterio de que “la letra con sangre entra”.
Tanto el aula, como el magisterio de don Juan, se convierten en una aventura desagradable, al querer enseñar a regla limpia y tirones de orejas y rodillas sobre granos de maíz. Son tantos los niños castigados y reprimidos que sus padres los retiran de la escuela y Manguiri se ve obligado a seguir su camino.
Con esta triste imagen de lo que es una escuela, asisto a las clases que imparte la buena de Aleida Borroto, en la cercana finca El Pilar. Pese al horror que me da la palabra colegio, solo con mencionarla tras la torturante imagen de Manguiri, aquí me siento bien junto a mis amiguitos de Santa Bárbara: los primeros que guardo en el amplio libro de la memoria. Aquí tengo mi primer contacto con la historia. La modesta casa de la maestra tiene sus paredes cubiertas de fotos añejas de hombres fieles a la patria. Aleida es la esposa de Amelio Hernández, nada menos que nieto de don Nicolás Hernández, el Tocayo, uno de los mambises más importantes de la región camagüeyana, La Trocha, y, en particular de Morón, su lugar de origen. Es en esa escuelita donde nace mi interés por conocer nuestra historia.
La maestra Aleida, pese a su bondad y dulzura, es una mujer que sabe imponer su carácter para lograr la disciplina necesaria en el aula, y damos la imagen de escuela y aula, totalmente reñida con la que me deja en la mente, a mis siete años, el viejo don Juan. Me siento bien en la nueva escuela, pero la costumbre de andar por el campo, curiosear, jugar pelota y pelear caracoles me llama más la atención que las letras y los números. Para acceder a ella, debo pasar por la grúa cañera, el taller de mecánica, el movimiento de tractores y otras atracciones; esto es mejor que permanecer tres horas sentado en el aula al lado de una mesa entre números y letras.
Es así como un buen día se me ocurre algo genial: escribirle a la maestra una carta, supuestamente firmada por mi padre, quien no sabe escribir, con el fin de justificar mis reiteradas ausencias, toda vez que salgo diariamente de mi casa hacia la escuela, me distraigo y oculto en el trayecto, y a la hora del regreso, retorno al hogar. Mis padres me consideran en el aula; sin embargo, la maestra me reporta como ausente, y se preocupa porque mi padre está pagándole el trabajo.
A fin de tratar de evitar el encuentro entre maestra y padre, escribo la “famosa” carta en estos términos: “maestra Aleida, yo no puedo ir al colegio esta semana, porque estoy trabajando con mi padre”. La carta, por supuesto, la firma mi papá. Ante tal incongruencia, la buena de Aleida me coge la mentira, localiza a mi padre y se descubre la falta, mayor aún por el esfuerzo que él debe realizar para pagar mis estudios primarios.
Es esta la primera y única vez que mi padre me reprime. Ahora no es don Juan Manguiri, es el cinto de trabajo de mi papá, que hace diana en mis glúteos una y otra vez y me da una inolvidable lección sin letras ni números, sin libros y sin pizarra, y me marca para siempre. El merecido castigo me hace llorar mucho y más aún cuando advierto que mis padres también lloran. ¡La lección es ejemplar para determinar mi futuro! ¡Al recordar el carácter y la dulzura de mi progenitor, siempre pienso que aquel castigo ejemplar le dolió a él más que a mí…!
Ya no rechazo la escuela; todo lo contrario. Ya tengo mi caballito moro, hago mandados en Edén o en Patria y devoro, sin dificultades, los dos kilómetros que me separan de la Escuela Pública no. 37 de Edén. Es exactamente el momento de buscar el sexto grado. Ya sé leer, conozco las cuatro reglas, me atrae todo escrito que cae en mis manos, mi padre me compra el periódico Cuba Deportiva, que me aprendo de memoria cada semana, y disfruto a plenitud de la revista Bohemia, la cual se recibe de manera habitual.
Voy al encuentro del doctor Lorenzo Lostal Martínez, un pedagogo pinareño que deja sus huellas indelebles en todos los alumnos que integran esta generación escolar. Un excelente maestro que, como cientos de graduados, debe recorrer la Isla en pos de un aula en tiempos en los cuales estudiar y trabajar es un privilegio. Esa escuela se convierte, de hecho, en mi único centro de enseñanza oficial a todo lo largo de mi vida, obligado por las limitaciones de la época y de la familia.
El doctor Lostal, además de excelente maestro, es un ejemplo del bien hacer. Admirado y respetado por alumnos y padres, favorece en el aula como extraclases el sentido unitario que debe primar en un gran equipo de estudio, entre los miembros de una comunidad y en el seno de la familia. Es todo un educador integral, un hombre culto, quien en su juventud, en la capital pinareña, cultiva las artes escénicas como actor, cuya constancia gráfica adorna las paredes de la modesta vivienda anexa. Soy de los alumnos que disfruta de las experiencias del maestro; admiro su voz timbrada, su excelente dicción; pienso en imitarlo, pero lamentablemente soy medio tartamudo. Visto a la distancia de ocho décadas, Lorenzo Lostal Martínez, el maestro, es algo así como un objeto anacrónico en el batey de Edén. Hoy admito que sus enseñanzas son ejemplares y ejercieron gran influencia en mí, porque mucho de él y su arte tienen que ver con mi posterior proyecto de vida.
En mi recorrido por la primaria —único nivel cursado—, vivo numerosas experiencias que van, desde encontrar excelentes amistades y sentir la profundidad del compañerismo, hasta el descubrimiento del primer amor, de ese amor que nadie conoce, ni los propios enamorados.
La escuela deja en mí marcas imborrables, porque yo, pobre, no lo era tanto como los hijos de Chefa, la bondadosa negra que todas las mañanas me sirve desayuno junto a sus hijos para continuar el viaje hacia la escuela del batey, donde la línea férrea separa dos grandes propiedades: Alfredo Campo, por un lado, y por el otro, Pablo Pelegrín. A cada lado hay una tienda mixta, donde los obreros compran con los vales de los terratenientes, quienes los atan a la explotación; ¡allí conozco la diferencia entre los niños pobres y los niños ricos, entre los hijos del obrero y los hijos del mayoral!
Voy entrando en la adolescencia y ya comprendo que “en el triángulo de la suerte” están presentes todos los factores que integran una sociedad hostil, en franca agonía, pero sustentada en una división social, no comprensible para personas de mi edad; solo tengo muy claro que está dividida entre buenos y malos, poderosos y débiles; diría hoy: entre explotadores y explotados, entre opresores y oprimidos.
Mientras que en Santa Bárbara se impone una poderosa compañía transnacional, en la finca Puya los campesinos surcan la tierra, vestidos de miseria para extraerle un poco de vida al surco, ante la mirada indolente de los poderosos explotadores, y en Edén determinan dos terratenientes, con sus administradores y mayorales, quienes reprimen con miseria y dolor el abundante sudor de obreros sin futuro; incluso, aquí también están los sufridos emigrantes, los laboriosos haitianos que un día llegan en busca de bienestar y trabajo, se radican, procrean y entran a formar parte de la misma familia de olvidados.
Con amor recuerdo a Mandita, la hija de Pití, condiscípula dulce y atenta capaz de resolverle el problema a cualquier compañero en las matemáticas, o los hermanos Roberto, Raúl y Leonardo Gereno, verdaderos niños-obreros, que abandonan la escuela para ayudar al padre en las rudas tareas del campo; recuerdo a su atenta madre, quien muchas veces me obsequia del cocimiento, muy sabroso, que sirve a sus hijos y que no puedo conocer de cuál yerba proviene.
Hermosa realmente esa época escolar, en la que ocupan mis sueños grandes ilusiones y me place recorrer los caminos de la vecindad, empolvados, pero míos. Voy a Santa Bárbara, el pequeño batey donde Yanes, el mayoral, exige más sudor cada día a sus obreros, con el fin de que respondan al vale que los condena al trabajo perpetuo. Sigo a la finca Puya, donde se juega pelota todas las tardes, y a Edén, mi capital, la gran ciudad para niños como nosotros, con el aserrío, el bar, la estación ferroviaria, los trenes, los comandos llegados al finalizar la Segunda Guerra Mundial, y las tiendas de Suárez y Padrón, ambas compartiendo las penas de una clientela infeliz, la cual a lo largo del año arrastra las deudas y penurias del tiempo muerto, para amortizarlas después en dos meses de zafra.
Hipólito Padrón, heredero de la tienda mixta que sepulta las esperanzas del bonachón gallego Domingo Fernández, tipo locuaz y simpático, se hace popular muy pronto en la localidad y alcanza su máxima relevancia al organizar el equipo de pelota Deportivo Edén, un “trabuco” de esos tiempos, que agrupa a los mejores peloteros de la zona, atraídos por los elegantes uniformes de franela gris con bellas letras rojas de fabricación industrial, adquiridos, al precio del dibujo de un cigarrillo humeante en la manga izquierda, como para invitar a los aficionados a fumar cigarros Edén, muy populares en la época.
Ángel Suárez, más experimentado en el comercio y con mayores posibilidades económicas, vinculado al poderoso Alfredo Campó, une a su actividad comercial la ayuda de su hijo Angelito, Panollo, tipo popular que, como ocurre en toda capital, es el clásico “buena gente”, quien además de dependiente es el oficinista, el económico y el cartero del poblado, el hombre querido por todos, el que recibe todos los trenes, atesora todos los envíos, distribuye la prensa y, como comunicador al fin, es el tipo mejor informado del lugar.
Gracias a la gran amistad existente entre mi padre y el tendero Ángel Suárez, no son pocas las veces que la buena de Iliotina, su esposa, mitiga mis deseos de un mañanero pan fresco con mantequilla, y hoy, a 70 años de distancia, agradezco mucho más al bonachón de Panollo, el haberme permitido utilizar, por primera vez en mi vida, los dedos índices de mis manos para sacar letras de su añeja Underwood, estimulando con ello mis ansias infantiles de escribir, aprender y comunicar.
Además del personaje popular, en mi capital hay distracciones para mayores y menores, y la principal es la pelota, pasión que se desborda cada domingo en el popular cuadro del way, para ver competir a su Deportivo ante las mejores novenas de la comarca, como Violeta, Instituto de Morón, Cunagua, Pina, etc. Verdaderos héroes de la niñez y la juventud son el zurdo Mario Montalvo —ebánico lanzador que tiene el honor de haber sido el principal protagonista para romper la barrera racial en la Unión Atlética de Amateurs de Cuba—, o Sergio García, el pequeño lanzador-receptor, que poco tiempo después está en la Liga Profesional Cubana, o el explosivo Malachicha, los universitarios Calvino Casamayor y el meteórico Raúl Hernández, los hermanos Kiko y Flores, Heriberto, elEnano, Yito, Patetrapo, o Calillo, el menor de los isleños Brito, que hace maravillas allá en el jardín izquierdo sobre las paralelas.
Es para nosotros, los pobres de esta tierra, una época feliz en la cual no preocupan las privaciones y necesidades de la familia. Nos sustrae a diario la fanática pasión de saber qué hacen los Alacranes del Almendares, los Leones de La Habana, los Tigres del Marianao o los Elefantes del Cienfuegos. No hay para la muchachada otro tema de comentario fuera de los resultados de la pelota. Antes de entrar al aula, de manera invariable, hay que pasar por la casa de Mesa, el mayoral de Pelegrín, para que Cotinango o Verena, sus hijos, nos den el parte, que después, en el recreo, debemos comentar y analizar con nuestros “profundos conocimientos”. Mesa posee el único radio-receptor de nuestra capital y en el patio de su hogar muchas veces nos reunimos para escuchar las narraciones de nuestros ídolos, Manolo de la Reguera, Orlando Sánchez Diago, René Cañizares o Cuco Conde, a quienes muchas veces trato de imitar solo, con una latica frente a mi boca, en sueños infantiles, en ilusiones perdidas, en grandes estadios que no puedo imaginar.
Es la triste y prolongada etapa de la era republicana, caracterizada por la miseria, los desalojos y el palmacristi. El Premier Conrado Marrero, Julio, el Jiquí, Moreno, Roberto Ortiz, Pedro Formental, Adolfo Luque o Mike González, mitos de nuestro béisbol, tienen mucho más arraigo en la población cubana que el presidente de turno de la república neocolonial.