Andrés Aziani, fiebre de vida - Gian Corrado Peluso - E-Book

Andrés Aziani, fiebre de vida E-Book

Gian Corrado Peluso

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Beschreibung

En Lima, monseñor Lino Panizza, obispo, quiso poner en marcha la causa de beatificación en 2016 de un profesor de filosofía italiano llamado Andrés Aziani. ¿Quién fue este docente que impactó de tal forma las vidas de tantas personas a ambos lados del océano? ¿En qué momento reveló su disposición apasionada por todo y su excepcionalidad, reconocida por la Iglesia? A través de las cartas a los amigos y del relato de cuantos lo han conocido, los autores hacen brotar, como en una polifonía, la «fiebre de vida» de Andrés, que nacía de su identificación con Cristo y de la conmoción por el destino y la felicidad de los hombres. Este libro quiere proponer los rasgos más destacados de su personalidad y de su historia, caracterizada por una inagotable pasión misionera para que Cristo, el único amor de su vida, fuese conocido y abrazado. Con entrega total construyó, generando un pueblo, la morada en la que la piedra angular fue siempre el hombro de Jesús sobre el que apoyó su cabeza. «Cada encuentro era para él el encuentro con una hermana o un hermano al que dedicaba la totalidad de su atención y de su amor». Paolo Aziani «Andrés vivía en Perú con un ritmo imposible de imaginar. Lo que se veía era la punta del iceberg de su entrega total, de cada instante, a Jesús». Mons. Giovanni Paccosi «Siempre tuve la sensación de que Andrés era un 'santo'. Llevaba dentro de sí un fuego misionero, lo vivía todo por la gloria de Cristo». Carlo Wolfsgruber

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Veröffentlichungsjahr: 2025

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Gian Corrado Peluso y Gianni Mereghetti

Andrés Aziani, fiebre de vida

Presentaciones de Giovanni Paccosi y Paolo Aziani

Traducción de Belén de la Vega Cabrera

Título en idioma original: Andrea Aziani febbre di vita

© 2023 Itaca srl, Castel Bolognese

© Ediciones Encuentro S.A., Madrid 2024

Traducción de Belén de la Vega Cabrera

Presentaciones de Giovanni Paccosi y Paolo Aziani

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

Colección 100XUNO, nº 136

Fotocomposición: Encuentro-Madrid

ISBN: 978-84-1339-203-5

ISBN EPUB: 978-84-1339-536-4

Depósito Legal: M-17457-2024

Printed in Spain

Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa

y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a:

Redacción de Ediciones Encuentro

C/ Conde de Aranda 20, bajo B - 28001 Madrid - Tel. 915322607

www.edicionesencuentro.com

Índice

PRESENTACIONES

Un hombre enamorado de Cristo al servicio de la Iglesia

Mi hermano Andrés

Introducción. Una historia singular

PRIMERA PARTE: LAS CUATRO CIUDADES DE ANDRÉS

I. Abbiategrasso

II. En la Universidad Estatal de Milán

III. Siena

IV. Florencia

SEGUNDA PARTE: LA MISIÓN EN PERÚ

I. Los primeros años

II. En la universidad

III. Los primeros universitarios

IV. La vida en la casa de los Memores Domini

V. El mismo destino

VI. El sentido religioso en los Andes

VII. El punto clave de la pertenencia

VIII. La Universidad Católica Sedes Sapientiae

IX. Un yo consciente de lo que le ha sucedido

X. Ser maestro significa amar el destino del alumno

XI. Un hombre movido por la caridad

XII. Veintidós puntos por un pollo

XIII. Incansable desde el alba hasta la noche

XIV. El encuentro entre dos revolucionarios

XV. Frente al misterio de la muerte de don Giussani

XVI. La visita del padre Julián Carrón a Lima

XVII. Una de sus últimas cartas, un testamento espiritual

XVIII. Su última clase

XIX. El último día

XX. El funeral

XXI. Andrés en el recuerdo de su padre

XXII. Un hombre tocado por el Espíritu

XXIII. Un hombre del que aprender a vivir

Por qué he abierto la causa de beatificación

PRESENTACIONES

Un hombre enamorado de Cristo al servicio de la Iglesia

Conocí a Andrés en marzo de 1978. Él tenía veinticinco años y yo dieciocho. Cuando Lele Tiscar (él también se ha marchado a la casa del Señor) me lo presentó, me sentí muy intimidado, quizá porque Andrés, que era alto, vestía como un revolucionario, con la barba y el pelo oscuro y largo. Me miró fijamente y con seriedad escuchando lo que Lele le decía de mí. Volví a verlo al poco tiempo en Siena, gracias a la amistad con Dado Peluso, que vivía con él.

Fue dos años después, en 1980, cuando lo conocí realmente. El papa venía de visita a Siena, y una calurosa tarde de agosto nos reunimos en la sede de CL1 de Florencia, junto al río Arno, con un grupito de los pocos que no estaban de vacaciones, para preparar ese momento. Andrés dirigía el encuentro. Nunca olvidaré la impresión que me produjo la claridad de su juicio: «Queremos dar el alma para acoger al papa», dijo, «no porque seamos ‘papistas’, sino porque queremos que Cristo sea conocido; si viene el papa, acontece la presencia de Cristo entre nosotros».

Por sugerencia suya, elaboramos unas enormes pancartas e implicamos a cientos de chavales. A las siete de la mañana del día de la visita estábamos ya en la Plaza del Campo con esos mil y pico jóvenes de CL, y fue un día estupendo.

Desde entonces Andrés se convirtió para mí en un punto de referencia, en los años de seminario y sobre todo después, cuando se estableció en Florencia desde 1986 a 1989. Comencé a verlo con frecuencia, casi cotidianamente, compartiendo con él, con Paolo Bargigia y con otros la aventura de dar clase en secundaria y bachillerato y de guiar a los estudiantes de CL.

Un día de septiembre de 1989 me encontré con él en la parada del autobús y cuando le pregunté a dónde iba me respondió: «Voy a clase de español», y después, en voz baja, «me voy a Perú».

Durante muchos años solo lo vi esporádicamente, pero era plenamente consciente de que estaba allí, lejos, dando la vida por Cristo y por ese mundo misterioso, entre el Pacífico, los Andes y la Amazonia. Así me lo imaginaba y, a veces, lo veía en fotos.

Una de esas fotos, en las que salían Andrés y Dado en Perú, la tenía enmarcada en mi despacho de párroco en Coverciano. ¿Quién habría sospechado que, precisamente delante de esa foto, hablando de esos dos amigos con monseñor Lino Panizza, nacería también para mí la aventura de Perú?

El 28 de octubre de 1999 mi obispo me autorizó a partir a la misión. Se lo escribí inmediatamente a Andrés. Era el día del Señor de los Milagros, patrono de Lima y de Perú. Yo no lo sabía. Después de algunos meses me reuní con él.

Andrés vivía en Perú con un ritmo imposible de imaginar. Lo que se veía era la punta del iceberg de su entrega total, de cada instante, a Jesús, dentro del seguimiento inteligente, creativo y al mismo tiempo literal, de cada impulso de don Giussani y del movimiento de Comunión y Liberación, con una libertad que lo llevaba a encontrarse con todos y a servir a todos, a hacerse pequeño y estar en la sombra y, al mismo tiempo, a asumir también las responsabilidades de los demás cuando estos no eran capaces de hacerlo. Siempre corriendo a visitar todos los monasterios para encomendar a las monjas que rezaran por todas las personas a las que conocía y amaba, siempre corriendo para acompañar como un padre, literalmente como un padre, a un número indeterminado pero altísimo de niños, siempre corriendo para gastar todas sus energías en la enseñanza y en el desafío a todos los profesores sobre los grandes temas culturales y eclesiales.

Después de su muerte no sé cuántos estudiantes de la Universidad Católica Sedes Sapientiae, de la que era fundador y alma, vinieron a decirme: «Yo era su alumna preferida, yo era su alumno preferido», como si los prefiriera a todos. Esto lo hace Jesús y esto hacía —en Jesús— Andrés.

Estoy agradecido a los autores de este libro que recoge tantos testimonios, a los que añado también esta pequeña contribución mía, porque permitirá a quien ha conocido a Andrés y custodia su memoria reavivar su conocimiento, y a quienes no lo han conocido poder gozar del testimonio de un «santo de la puerta de al lado», el siervo de Dios Andrés Aziani, que quizá un día será reconocido también como tal por la Iglesia.

✠ Giovanni Paccosi

Obispo de San Miniato

Mi hermano Andrés

Andrés es mi hermano. Utilizo el presente, porque un hermano lo es para siempre. Lo llevas dentro. Vale para todos, pero todavía más para Andrés. Estas páginas me confirman que su hermandad no vale solo para mí, su único hermano de nacimiento.

Esta preciosa antología de testimonios reunidos con amor y sabiduría por Gianni Mereghetti y Gian Corrado Peluso nos cuenta muchas verdades sobre Andrés, desvelando por qué esta hermandad va mucho más allá de los vínculos de sangre.

La primera verdad es que Andrés ha sido y es hermano para el enorme número de personas a las que ha conocido a lo largo de su intensísima vida. Todos, hombres y mujeres, jóvenes y adultos, religiosos y laicos, profesores y estudiantes, recuerdan de Andrés la atención total e incondicional con la que se relacionaba con las personas. Cada encuentro era para él uno con una hermana o un hermano al que dedicaba la totalidad de su atención y de su amor.

Otra verdad que pone de manifiesto este libro, a medida que los relatos se suceden, es la asombrosa integridad de la personalidad de Andrés, como emerge en los distintos testimonios. Cada anécdota, cada recuerdo añade un matiz a su retrato, pero todos contribuyen a representar una figura única, siempre fiel a sí misma, a su modo de ser y de vivir, que se relaciona con todos con la misma frescura, la misma pasión y fe. Cada uno revela un hecho nuevo, pero ese mismo episodio nos resulta completamente familiar, porque es totalmente coherente con el recuerdo y la imagen que tenemos de Andrés. Y uno de los muchos méritos de este libro es precisamente este regalo: enriquece y profundiza en el conocimiento y la memoria de una persona que ya nos es conocida, nos regala la confirmación de un camino singular de coherencia con la propia vocación.

La figura completa de Andrés esculpida por mil autores es la misma que tengo yo en mi corazón y en mi mente. No quiero añadir anécdotas personales. Bastan las que se recogen aquí. Solo quiero recordar algunas características de Andrés que percibí desde niño, que mantuvo a lo largo de su vida y que he visto aquí reflejadas.

Generoso. Andrés era generoso, siempre, con todo, con todos; generoso con su persona, con su tiempo, con la atención que te dedicaba, con sus cosas. Regalaba a los demás todo lo que tenía, literalmente. Era una persona de gran sobriedad, hasta el límite de la indigencia en todo lo que afectaba a su persona; en Perú no tenía nunca ni un duro. Papá le mandaba dinero o se lo daba cada vez que nos veíamos. En la familia nos preocupábamos y nos preguntábamos por qué nunca tenía nada, aun viviendo de forma tan frugal. Cuando un año después de la muerte de Andrés, papá y yo fuimos a Lima, obtuvimos la respuesta que sospechábamos: ayudaba a un número increíble de personas. No solo sin ostentación, sino en silencio, de forma escondida, sin que lo supieran ni siquiera los otros Memores Domini con los que vivía. Se dieron cuenta en su funeral, cuando se presentó una multitud de personas desconocidas, cada una de las cuales contaba que había recibido ayuda de Andrés en un momento de dificultad.

Generoso con las cosas, era generoso también con su persona. No se reservaba. Y por eso el tiempo era precioso para él. Hasta tal punto que recuerdo que incluso consideraba dormir como una pérdida de tiempo. De chavales, cuando íbamos al mismo liceo, yo trataba de convencerlo prosaicamente de que, si no dormía por la noche, durante el día se derrumbaría por el cansancio. Pero era más fuerte que él. Si tenía que hacer algo, lo hacía y no se sentía tranquilo hasta que no había llevado a término la tarea que se había propuesto, a veces incluso a costa de quedarse dormido sobre la mesa.

Andrés era atento. Atento con las personas, con las cosas, con los detalles; era escrupuloso en lo que hacía, que era otro modo de manifestar su plenitud de vida, en cada momento y actividad, tanto en las pequeñas cosas como en las grandes.

Tenía también una gran determinación. Aquí muchos recuerdan su resolución a la hora de llevar a término lo que había empezado y cómo animaba a los demás a hacer otro tanto. En todo lo que hacía ponía en juego toda su persona. Esto era un elemento de su carácter, pero también algo que adquirió en la familia. Es inútil anticipar aquí lo que el libro cuenta sobre nuestra familia; solo añado que en casa, desde la más tierna infancia, siempre se respiró el compromiso como dimensión natural de la existencia, como deber de participar activamente en el campo social, político, profesional y religioso. No conocíamos todavía el lema estadounidense I care, «me importa», «me interesa», que colgaba de las paredes de la escuela del padre Milani, pero de hecho era una práctica cotidiana.

Una última característica que las resume todas y que acompañó a mi hermano desde que recuerdo: Andrés era bueno. De niños, él era el hermano bueno, porque ya tenía todas esas cualidades que después fue madurando y que encontramos en esta apasionada y apasionante colección de testimonios.

En cada uno de ellos se encuentra algo nuevo, y al mismo tiempo, una confirmación de esa extraordinaria y maravillosa persona que ha sido, y es, Andrés Aziani.

Paolo Aziani

Introducción. Una historia singular

Escribía Andrés a su amigo Giuseppe Albetti por su sesenta cumpleaños, el 27 de febrero de 2007, desde Lima:

Me ha mandado Dado un recorte de periódico, veo que han transformado la Anunciada en un monumento restaurado… ¡Increíble! Mientras leía me preguntaba: «¿Pero hablarán de nosotros? ¿De nosotros y de ellos, de aquella gente a la que tuvimos la gracia de conocer? No como nostalgia retórica ni sentimentalismo senil… Conservo algunas imágenes como si fueran una película. Quizá te he contado ya algunos momentos de conversaciones y encuentros contigo… en la calle, en el callejón central donde estaba Chiappa, si no me equivoco bajo los pórticos, tú te casarías al cabo de poco tiempo, yo… todavía no sabía qué hacer con respecto a la vocación… Tú me decías: «Mira, en cualquier caso tienes que considerar todas las hipótesis, no se puede descartar nada de antemano», refiriéndote precisamente a la virginidad. O cuando fue Giussani a tu casa —te acuerdas, ¿no?— Giussani con el gorro rojo de piel, el chaquetón marrón… y al final, como tenía que hablar con él, fui en coche contigo y con él. Le hablé de mi vocación, me dijo que, desde el principio, se trata sin duda un camino, etc., y también muchos otros momentos, por no hablar de la acogida infinita, inmensa y gratuita de tu familia, de Giovanna en primer lugar, de tus hijos a los que pude conocer desde pequeños, ¿solo a algunos? Y también Siena. Cuántas cosas tienes que perdonarme. Recuerdas —la cena fallida en el restaurante de la torre de Monte Oliveto… y también dando una vuelta por las calles de Siena— hasta nuestro encuentro en Lima —¡increíble! Realmente no son recuerdos, lo sabes bien, sino un presente, es un presente que nunca termina de sorprenderme y de llenarme de gratitud, conmoción… sí, conmoción porque, llegados a este punto, ¿no es esto lo que necesitamos? Ver rostros llenos de asombro, conmovidos, agradecidos— ver que con el tiempo aumenta la certeza, aumenta el agradecimiento y entonces deseamos realmente seguir cada vez más el camino que don Giussani nos ha trazado con su vida, con su entrega sin cálculo, sin límite…

Andrés Aziani murió repentinamente en Lima el 30 de julio de 2008, por la noche, durante una reunión de responsables del movimiento de Comunión y Liberación.

En esta carta Andrés expresa, como en un fresco, toda su estatura humana y la conciencia que tiene de sí mismo. Y, como en una película, recorre su propia vida.

Hemos tratado de hacer el mismo camino de modo que, a través de las cartas a los amigos, de la mirada y del punto de vista de quien lo ha conocido o se ha topado con él, salga a la luz, como en una polifonía, esa «fiebre de vida», ese amor a Cristo, Dulcis Christus, que dominó su vida de forma conmovedora durante más de 50 años, desde Abbiategrasso a Milán, después en Siena y Florencia, hasta llegar a Perú y morir y ser enterrado en tierra de misión, en Lima.

La excepcionalidad de Andrés ha sido reconocida por la Iglesia, y fue el mismo monseñor Lino Panizza, obispo en Lima, quien quiso poner en marcha su causa de beatificación en 2016, pocos años después de su muerte.

En el 70 aniversario de su nacimiento, 15 años después de su muerte, este libro quiere proponer los rasgos más destacados de su personalidad y de su historia, caracterizada totalmente por una inagotable pasión misionera para que Cristo, el único amor de su vida, fuese conocido y abrazado. Con entrega total construyó, generando un pueblo, la morada en la que la piedra angular fue siempre el hombro de Jesús sobre el que apoyó su cabeza.

Las cartas de Andrés que figuran aquí mantienen su forma peculiar de escribir, expresión de su corazón ardiente. Por eso hemos conservado su estilo incluso gráficamente.

El libro está dedicado a todos los grandes amigos de Andrés, en primer lugar a don Giussani y a Carlo Wolfsgruber, como también a todos sus alumnos y a los niños a los que cuidaba.

También a su hermano Paolo, a sus queridos sobrinos y a los amigos comunes que ya se han marchado, pero que han dejado su huella: Sante Padovese (1937-2018), Giuseppe Albetti (1947-2021), Sandro Rondena (1953-2015), Luigi Amicone (1956-2021), Lele Tiscar (1956-2021), Clara Caselli (1949-2013), Daniela Altini (1956-2023), Roberto Battaglini (1940-2023), Juvenal Ñique Ríos (1915-2019).

Este libro es, como podrá verse, fruto del trabajo de muchas personas; no podemos recordar aquí a todas, pero por lo menos damos las gracias a Marco Berchi, que ha recogido muchas entrevistas en Perú y en Italia (y al Grupo Air France-KLM por la colaboración prestada con ocasión del viaje), y también a Marco Paglialunga, que ha favorecido esos primeros pasos.

Además, un agradecimiento particular a Michele Faldi por los consejos y las sugerencias en la revisión del texto y a Alberto Savorana por su mirada conmovida y crítica a la historia y al trabajo.

Un agradecimiento de corazón también a Sandro Chierici y a Paolo Pecciarini.

Finalmente, un agradecimiento especial a Eugenio Dal Pane, que ha cuidado este libro como algo precioso.

Los autores

30 de noviembre de 2023

San Andrés

PRIMERA PARTE: LAS CUATRO CIUDADES DE ANDRÉS

I. Abbiategrasso

Andrés Aziani nace en Abbiategrasso el 16 de enero de 1953. La muerte precoz de su madre, María Samek Lodovici, en 1958, marcó ciertamente su vida como la de su hermano Paolo, pero el amor de su padre y el de su abuela materna colmaron el vacío afectivo que había quedado. De hecho, fueron muy importantes en el crecimiento humano y cristiano de Andrés sus abuelos maternos, Cora Taddei y Emanuele Samek Lodovici. Este, procedente de una familia judía de origen húngaro, antifascista y perteneciente al Partido Popular, fue senador de la República italiana. Médico de profesión, entre 1935 y 1970 ocupó un cargo directivo y desempeñó un papel decisivo en el desarrollo del hospital de Abbiategrasso, sobre cuya historia escribió un libro, Mi hospital. En la Navidad de 1984 se lo regaló a Andrés con una nota: «Querido Andrés, un abrazo. En esta breve historia que conservarás se halla también el recuerdo de tu madre. Felicidades en el Señor. Tuyo para siempre, abuelo Samek».

Cuenta su padre: «Desde pequeño era un niño muy dulce, bueno, respetuoso, obediente, sereno, siempre con una sonrisa. Siempre estaba contento, no se aburría nunca, jugaba con gusto incluso solo, pero cuando podía estar conmigo y con su hermano estaba feliz. Adoraba a Paolo, sentía por él una especie de veneración. Paolo era exuberante, siempre lo sabía todo, leía, contaba muchas cosas. Andrés no iba todavía al colegio y en su interior sufría por no saber leer. De este modo, para emular a su hermano, aprendió a leer solo y empezó la escuela elemental un año antes de lo normal».

Los primeros años de escuela

En la escuela de Abbiategrasso, las maestras y hermanas Marta y Giuditta, aunque solo le dieron clase durante periodos cortos, recuerdan de él su curiosidad viva y sus intuiciones de gran inteligencia y profunda sensibilidad.

«Recuerdo perfectamente su forma de ser», dice Giuditta. «Creo que estaba en segundo de primaria cuando sustituí a su profesora. Su aspecto de niño bueno coincidía con su comportamiento sereno, atento, siempre dispuesto a intervenir en las conversaciones con sencillez y con la naturalidad de quien no quiere exhibir lo que sabe, sino que desea comunicárselo a sus compañeros. Era amable con todos y siempre dispuesto a colaborar. Se dirigía al profesor con la misma naturalidad que tenía con sus compañeros, aspecto este que era raro en esos tiempos, demostrando con ello una singular personalidad».

De él dice Marta, la otra maestra: «Tuve el privilegio de ser profesora de primaria de Andrés durante un largo periodo y recuerdo a este alumno con nostalgia porque en él se daban una serenidad y una sensibilidad especiales. Un día estábamos hablando en clase sobre la vista y sobre sus distintas afecciones. Andrés intervino y afirmó: «También hay personas que están privadas de ella». Me impresionó mucho esta observación absolutamente fuera de los esquemas para niños tan pequeños y lo comenté también en casa, poniendo de manifiesto la sensibilidad de Andrés, que se hacía cargo ya desde entonces de las dificultades de los demás».

Una disponibilidad fuera de lo común

Tino, primo de Andrés, recuerda algunos episodios de aquellos años tan intensos y fascinantes.

«Con Andrés, al que le sacaba un año, compartí los años de las escuelas elemental, media y del liceo clásico, hasta el penúltimo año de escuela superior. Admitido en primero de elemental por libre, al haber nacido en enero, fue durante cinco años el número dos en la lista de la inolvidable maestra Bianca Bonecchi Magnoni, una concienzuda formadora para la treintena de alumnos que condujo hasta quinto. Delgado, taciturno y siempre sonriente: esta es la imagen que conservo de aquellos años.

»Dos meses antes de cumplir seis años, se quedó huérfano de madre —tía Mari, para mí—, que falleció muy joven. Pocos días después de la muerte de su madre, le contó a la maestra que una plantita que tenían en casa había florecido inesperadamente; ella le dijo que ese era el regalo ‘enviado desde el cielo’ por su santo.

»Recuerdo su docilidad serena cuando vivía junto a los abuelos maternos en un piso dentro del complejo hospitalario Costantino Cantù, del que el abuelo, el famoso profesor Samek Lodovici, fue también director sanitario.

»En los años de primaria era un niño «humilde de corazón, manso, pero decidido», a diferencia de su hermano mayor Paolo, que tenía un carácter menos conciliador y más propenso a imponerse. Andrés empezó bastante pronto a hacer de monaguillo, servicio que continuó con celo durante los años siguientes, cuando iba a secundaria y su vitalidad empezaba a destacar.

»De aquel periodo data también su compromiso en el oratorio, animado por el joven sacerdote Gianni Calchi Novati2, tanto a nivel de apostolado, que vivía con entusiasmo, como en el ámbito deportivo, poniendo de manifiesto prometedoras dotes futbolísticas.

»Cuando estaba en el tercer curso de secundaria participó en el tradicional torneo de seis jugadores que tenía lugar en primavera. Como era el capitán, quiso dar a su equipo un nombre curioso: All’Onestà y, con auténtico espíritu deportivo, no se avergonzó lo más mínimo del último puesto conseguido. ‘Jugar para divertirse’ era el espíritu que motivaba siempre su participación en distintos eventos.

»Con ocasión de las Olimpiadas del oratorio, recuerdo haber ganado junto a él una carrera de relevos de 4x60, porque estaba entre los chicos más veloces. Sorprendían sobre todo su sentido de solidaridad y una disponibilidad fuera de lo común».

Su primo Paolo Samek cuenta que era fascinante verlo jugar al fútbol. Luchaba denodadamente, e incluso cuando el partido parecía perdido, animaba a sus compañeros de equipo a intentarlo todo. Jugaba porque le gustaba, no tenía objetivos especiales más allá del de divertirse.

Su entrada en GS

Pigi Arcagni cuenta un episodio significativo que documenta cómo se produjo el primer encuentro de Andrés con la experiencia de GS (Gioventù Studentesca)3.

«La entrada de Andrés en GS es un asunto que refleja el carácter y las decisiones de Andrés y de las personas cercanas a él. En octubre de 1965, su hermano mayor, Paolo, que estaba en su primer año de liceo [14 años, ndt], empezó a asistir a los encuentros de Gioventù Studentesca en Abbiategrasso. Entonces Andrés, como hacen habitualmente los hermanos menores ante algo bonito, quiso seguir a su hermano mayor y entrar también él en GS. Pero Andrés iba todavía a la escuela media y el sacerdote que guiaba GS, Gianni Calchi Novati, era contrario a la entrada de un chaval de la escuela media inferior en GS, porque no estaba previsto. Sin embargo, Paolo no se detuvo ante la negativa del sacerdote y trató de superar el obstáculo.

»Aquel año yo era el presidente de Gioventù Studentesca de Abbiategrasso. Paolo, al que ya conocía gracias a su asistencia al oratorio antes de que entrara en GS, se dirigió directamente a mí, informándome de que su hermano Andrés tenía muchas ganas de entrar en GS. Me dijo también debidamente que el padre Gianni consideraba que era demasiado pronto.

»¿Acaso pueden no tenerse en cuenta las indicaciones del consejero espiritual? Con la impulsividad de mis diecinueve años le dije a Paolo que sí, que le dijera Andrés que podía venir a los encuentros, asegurándole que asumía personalmente como presidente la responsabilidad de esa decisión.

»¡Andrés se puso contentísimo! Así empezó su camino por el sendero del Señor, como un ‘ilegal’. La ley de Dios es distinta de la de los hombres; no se nos mide por el respeto a la forma, sino por lo que se ama a una persona. Así pudo Andrés, por mi desobediencia a la ley, encontrarse con Aquel que llevó su vida a plenitud».

Un joven «exagerado»

Al terminar la escuela media comenzó para Andrés el periodo del seminario, donde cursó los dos primeros años de la escuela superior [14-15 años, ndt] en el seminario menor de San Pedro en Seveso.

Al recibir la noticia de su muerte, un antiguo amigo del seminario menor recordó conmovido la pasión de Andrés en el juego y la intensidad en la oración, en el estudio o en las amistades, así como en el comer, hasta el punto de parecer «exagerado» a personas de fuera.

Eran años difíciles, cuando el viento de la «contestación global» avanzaba embistiendo a personas e instituciones con una crítica sistemática que pillaba desprevenida a la sociedad de entonces y no menos a los distintos ámbitos eclesiales.

Su primo Tino recuerda: «Al tercer año de escuela superior volvimos a ser compañeros de estudios en el liceo clásico Benedetto Cairoli de Vigevano. El Andrés adolescente era un chico guapo, alto y de físico armonioso, con una barba oscura que llevaba a la moda revolucionaria de entonces. Yo, estudiante poco aplicado y dedicado a organizar torneos de fútbol, conservo de Andrés una imagen deportiva extraordinaria. Centrocampista exuberante y luchador generoso (un 7 al estilo de Domenghini, para entendernos), gracias a una hazaña «balística» suya el liceo Cairoli ganó contra los más prestigiosos adversarios del instituto Casale en una calurosa tarde de mayo de 1970 en el estadio municipal de Vigevano: ¡marcó el gol del 1-0 en el tiempo de descuento! Cincuenta años después recuerdo todavía aquella acción y el júbilo de Andrés, que venía normalmente al campo de fútbol desde Abbiategrasso en bicicleta, corría todo el partido y se despedía de sus compañeros de equipo con un caluroso ‘¡Adiós, hermanos!’, antes de volver a casa con esa extraña bicicleta suya sin guardabarros. No había nadie como él. Todos llegaban al campo de juego en moto (los pocos que tenían carnet lo hacían en coche) y después de los 90 minutos de partido no estaban dispuestos a recorrer en bicicleta el camino de vuelta.

»Cuando, durante los años de liceo en Vigevano, tomó parte en episodios de contestación, animado por principios de justicia social y de mayor libertad, lo hizo siempre con un ímpetu humano que iba más allá de la pura reivindicación.

»En los comienzos del 68 había algo fascinante que lo había tocado, algo todavía indefinido, pero que lo atraía. Andrés sentía que en ese comienzo había algo verdadero, un deseo de cambio que él también llevaba en el corazón, y que ahí podría encontrar un camino por el que avanzar hacia un comienzo de respuesta.

»Su comportamiento, caracterizado en las distintas situaciones por una inquietud desbordante, me evoca a Jeremías: ‘Había en mis entrañas como fuego, algo ardiente encerrado en mis huesos. Yo intentaba sofocarlo, y no podía’».

La caritativa en el barrio de Anunciada

En esos mismos años conoce y se vincula a algunas familias del movimiento de Comunión y Liberación de Abbiategrasso, en particular a la familia de Sante Padovese y de Giuseppe Albetti.

Cuenta Sante: «Andrés llegaba a mi casa en bicicleta a toda velocidad y no la apoyaba en la pared, sino que la tiraba al suelo. Recuerdo este detalle porque pone de manifiesto una característica de su personalidad, su impetuosidad, su tensión vital. Estábamos al comienzo de CL, yo me había casado antes que mis amigos y él encontraba en mi familia un punto de referencia. Llegaba a cualquier hora, a veces entraba por la ventana. Su llegada, su presencia entre nosotros era una fiesta para nuestros hijos. Cuando entraba en casa, interrumpíamos lo que estuviéramos haciendo; su presencia era tan atractiva que se convertía en el centro de nuestra atención. Muchas veces venía sin comer, pero no quería que Virginia preparara nada para él, le bastaba con comerse las sobras incluso de las papillas de los niños, ¡no quería nada para sí mismo!

»En aquellos años después del 68, años caóticos y contradictorios, quería comprender. Recuerdo animadas discusiones con él hasta medianoche en las que quería profundizar en las razones del vivir.

»En los distintos encuentros de la comunidad se empezó a hablar de caritativa4, pero nadie se movía, nos quedábamos en el campo de los principios teóricos. Andrés, después de una importante conversación con Roberto Albetti, tenía muy claro que había que vivir dichos principios. Con esta motivación fuimos a la Anunciada, un lugar al que nadie quería ir porque estaba habitado por los inmigrantes de entonces, que provenían del sur de Italia. Fuimos Giovanna Percivaldi Albetti, Andrés y yo.

»El primer impacto fue terrible, nos encontramos una situación de gran pobreza. No teníamos ningún proyecto, fuimos a ver qué pasaba. Al cabo de media hora con aquellas personas nos habíamos hecho amigos y Andrés fue determinante. Tenía la capacidad de entrar en relación con cualquiera de forma inmediata; dentro de esa experiencia dio pasos notables de madurez».

Una de las necesidades más imperiosas que encontraron en la Anunciada, después de la de tener una vida digna, tenía que ver con el estudio. Niños y niñas que tenían problemas en la escuela necesitaban apoyo, y respondieron a esto en primer lugar entrando en las casas, y después realizando un verdadero refuerzo escolar.

En la experiencia de la caritativa en la Anunciada se puso de manifiesto la necesidad que tenían las familias de recibir ayuda para afrontar problemas prácticos y cotidianos. Algunas de las primeras familias del movimiento asumieron esas necesidades a través de la acogida de las personas, hasta llegar a dar espacio a algunas de ellas en el contexto de la propia vida familiar.

«Durante algunos años», cuenta Giovanna, «viví la caritativa con Andrés y otros amigos en el barrio de la Anunciada compartiendo las necesidades de personas que, al haberse trasladado desde el sur en busca de trabajo, habían encontrado en el antiguo convento un primer lugar para poder vivir ellos y sus seres queridos. Jugábamos con los niños, aconsejábamos a los adultos que se sacaran el graduado escolar y ayudábamos a familias muy pobres a afrontar algunos de sus problemas. Con frecuencia nos invitaban a comer, era la forma que tenían de demostrarnos afecto y agradecimiento. Su casa era pobre y a veces se avergonzaban de ello; pero Andrés siempre encontraba algo bonito que valorar: el mantel nuevo, la ropa de los niños o lo sabroso de los filetes empanados. De este modo, gracias a su positividad, desaparecía el malestar para dejar espacio únicamente al encuentro.

»Un año se celebró la misa de Navidad en el barrio; ninguna de estas personas iba a la iglesia. Andrés deseaba que fuera un gesto lleno de belleza y por eso había cuidado cada detalle con precisión, implicando a muchas personas en la preparación. Fue conmovedor ver los rostros de los presentes que llevaban a Jesús todo su sufrimiento y sus esperanzas; el sacerdote, muy impresionado por el gesto, nos dio las gracias porque había visto a Cristo presente.

»Al final de cada jornada siempre nos preguntábamos qué habíamos aprendido y qué dificultades habíamos encontrado, porque nada era banal ni obvio, sino que todo remitía al motivo por el que estábamos allí, para aprender ese ‘para siempre’ que era de Cristo.

»Cuando me casé, fue inevitable hacer más definitiva para mi vida esa forma de estar frente a aquellas personas. Ayudábamos a los niños con las tareas todas las tardes y además, cuando alguna familia necesitaba que cuidáramos a sus hijos porque tenía que ir, por ejemplo, al hospital, era normal que los acogiésemos en nuestra casa. En esta aventura la compañía de Andrés fue siempre total».

En la Trapa de Frattocchie

Uno de los amigos más queridos de Andrés en Abbiategrasso es Piero Massara, trabajador comprometido con el sindicato en los años calientes de las luchas de finales de los años 60 y comienzo de los 70.

«Conocí a Andrés en la comunidad y me impresionó mucho su vivacidad. Nos hicimos amigos; lo miraba porque me impresionaba cómo se entregaba totalmente, su atrevimiento ingenuo, usando palabras de don Gius. Nos preguntábamos cuál era nuestra vocación. Mi novia había muerto y Andrés me había ayudado mucho. Después me propuso hacer un camino de verificación».

Por este motivo, Piero y Andrés acudieron en el verano de 1970 a los monjes trapenses del monasterio de Frattocchie, cerca de Roma. Los acogió el padre Filiberto, en otra época director de la Rai de Turín. Nada más llegar se levantaron con los monjes a las 2 de la noche para rezar. Cuando los vio, el padre Filiberto les dijo: «No, esta hora no es para vosotros, venid a los laudes a las cinco y media». Y eso hicieron. Se quedaron con ellos dos semanas, compartiendo la vida de los trapenses: la oración, el trabajo —la recolección de judías verdes— y la comida, pollo y albaricoques.

Después de aquellos días volvieron a casa, comprendiendo que esa no era su vocación. Sin embargo, fue una experiencia importante para ambos; Andrés comprendió allí que la vocación debe ser radical, que la entrega que Dios pide es total.

De este modo su personalidad maduraba y crecía tendiendo hacia un Tú al que darse por entero.

En busca de una plenitud humana

En septiembre de 1970 participa con el grupo de GS de Abbiategrasso en la «Semana de Estudiantes» de GS en Pésaro, que lleva por título Para que el mundo vea.

En octubre de 1971 se traslada al liceo clásico Manzoni de Milán para realizar su último curso.

Los años del liceo son un periodo de gran intensidad; Andrés vive la experiencia cristiana de forma dramática y vertiginosa, debatiéndose entre la conciencia de su propio límite y su irrefrenable tensión en busca de una plenitud humana. No hay un momento de tregua; sus mismos comportamientos expresan una inquietud profunda, un deseo que no puede colmar nada de lo que hace.

Pocos meses antes del examen final de bachillerato le escribe estas palabras a su mejor amiga en ese momento, a la que estaba muy ligado y que tuvo una gran importancia en su juventud:

Querida Enrica,

Tengo una gran exigencia de vivir de cosas verdaderas, de cosas que encarnen a Jesucristo. Y por eso, al percibir la contradicción de ciertas actitudes mías, de ciertas decisiones, entro en crisis; entro en crisis porque veo que soy incoherente, entonces choco con Dios, me gustaría casi ponerlo a prueba, tomarle el pelo. Pero hay una historia que no desaparece. Hay una historia que es el Misterio de la salvación que está fuera de nosotros. Y entonces, ¿por qué nos afanamos en vivir continuamente de pasiones, de tensiones, de esperanzas, de desilusiones que son solo terrenas, mundanas, pasajeras, y que se refieren solo a lo que no cuenta? Las emociones, el sentimiento, la carne… ¡No, nuestra alma pasa por completo de ello! ¡Solo quiere el cuerpo de Otro! Solo quiere sentirse unida a las otras almas, solo quiere construir un poco de bien, visto que lo demás es todo mal.

Lo que mueve a Andrés, esa propensión radical hacia una totalidad que lleva en el corazón y que había sentido vibrar en las manifestaciones del 68, asume poco a poco una característica precisa: es la predisposición hacia el Misterio, a querer verlo presente.

La totalidad que buscaba su corazón no era algo que él pudiera construir junto a otros. Sería Otro quien cumpliera ese deseo de felicidad.

La verdad de su yo

«Andrés era siempre el primero en secundar cualquier cosa que indicara la comunidad», cuenta Piero Massara. «Si había que repartir panfletos, él estaba allí; si había que vender la revista de CL fuera de las iglesias, él estaba presente y se escuchaba su voz a cien metros proponiendo Litterae Communionis5 a las personas que salían de misa. La razón de esta determinación es que Litterae no era para él la revista de una asociación, sino que Litterae era algo suyo, él era el Litterae que proponía. Si alguien tiraba al suelo el panfleto que le habían entregado, él lo recogía, ¡ese panfleto era él!».

Prosigue Piero: «Una gran capacidad de obediencia: esta era una característica fundamental de la personalidad de Andrés, obedecía siempre. Para cada cosa él no se remitía a principios o a ideas, sino a personas precisas, a rostros concretos. Él obedecía a alguien, aquel al que obedecía era Cristo. Para él obedecer no era un deber, una obligación, sino que siempre buscaba alguien a quien remitirse; cuando tenía que hacer algo, necesitaba alguien con quien confrontarse y al que obedecer, y en esa situación precisa ese era Cristo para él».

«Andrés», dice Sante, recordando aquellos años, «planteó con su vida la cuestión del yo, cuestión que tiene que ver totalmente con la situación actual. Hoy el yo se ve enmascarado por mil cosas; él era totalmente él mismo, sin filtros. El encuentro es el encuentro y para él fue decisivo en cuanto que le dio una mirada positiva sobre todo y sobre todos; cuando te encontrabas con él el primer aspecto que veía de ti era siempre un fragmento de bien.

»Para él el impacto con el ambiente se producía a campo abierto, lo vivía como algo interesantísimo y no como un peso. Nosotros nos tomábamos al pie de la letra la cuestión del ambiente. Cada uno en su ambiente invitaba a las personas a la vida de la comunidad; los panfletos y las iniciativas culturales eran para comunicar la vida que nos fascinaba. En ese aspecto Andrés siempre estaba en primera línea. En él no había reticencias, comunicaba a todos de forma inmediata la propuesta cristiana, se encontraba con todos.