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Esta Antología de cuentos está tejida con el íntimo calor de convicción de sus fibras dialógicas. Diálogos con el espíritu, diálogos con la carne; diálogos con la fuerza del espíritu, perfeccionados por la debilidad de la carne. Los cuentos que proponen estos doce miembros del Grupo de Narrativa Hacedor, "desvelan la veracidad, el carácter humano de los personajes, el dominio del oficio, la intensidad de las historias…"; y recogen, en haz multiforme, el vértigo y la reconciliación de las historias y las imágenes posibles inscritas en mundos paralelos.
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Seitenzahl: 136
Veröffentlichungsjahr: 2024
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Grupo de Narrativa Hacedor
Selección
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Edición: Eduardo Sánchez Montejo
Diagramación: Reynaldo Duret Sotomayor
Diseño interior y de cubierta: Reynaldo Duret Sotomayor
Corrección: Yojamna A. Sánchez Ponce de León
© Delis M. Gamboa Cobiella, 2022
© Sobre la presente edición,
Ediciones El Abra, 2022
ISBN 9789592761735
Ediciones El Abra
Calle 37 s/n e/ 36 y 38 Nueva Gerona
Isla de la Juventud. CUBA
CP 25100
Ahora que Occidente, en otra de sus grandes decadencias, ha perdido el sentido de nuestras vidas; y pretende dejar atrás los ensueños y el valor de recordar; y atisba con ironía las promesas utópicas de antaño, la plenitud del significado, la venida del Mesías, la aclaración de todo misterio; el Grupo de Narrativa Hacedor, con su fuente y tálamo de origen en Jiguaní, Granma, en su afán expedito de seguir esperando lo inesperado y en su persistencia de columbrar las ilusiones inéditas, dedica este libro a dos de sus miembros de honor: Carlos M. Casasayas y Eduard Encina, orfebres de la literatura cubana, vigorosos transeúntes de otras epifanías, frutos eternos del apotegma nietzscheano de que el hombre nace póstumo.
Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara.
Jorge Luis Borges. El Hacedor.
Eduard Encina Ramírez
[Baire, Santiago de Cuba, 1973-2017]. Poeta, narrador y artista de la plástica. Licenciado en Educación. Fue miembro de la Uneac y Miembro de Honor de la Asociación Hermanos Saiz (AHS). Tiene publicado los libros: De ángel y perverso, El perdón del agua (Ediciones Santiago 2001, 2005), Golpes Bajos (Editorial Abril, 2004), Lecturas de Patmos (Editorial Oriente, 2011) y Lupus (Ediciones Loynaz, 2016). El silencio de los peces (poesía infantil), Las Caravanas; Ñámpiti (Sed de Belleza Editores, Santa Clara, 2015). Ganador de los Premios Calendario de Literatura para Niños (2002) y en Poesía (2004); Hermanos Loynaz (2015), Premio de poesía de la revista “La Gaceta de Cuba” (2017). Su obra aparece publicada en diversas antologías y revistas cubanas y extranjeras; destacándose: Antología de la Poesía Cósmica Cubana II (Frente de Afirmación Hispanista México DF., 2002), La Poesía Contemporánea en Santiago de Cuba (República Dominicana, 2007), Dejar atrás el agua. Nueve nuevos poetas cubanos (Colección Cosmopoética de Poesía Internacional, España, 2011), La isla en versos (Ediciones La Luz, Cuba, 2012), CUBA: Un viaje entre imágenes y palabras (Editorial NFC, Italia, 2015), La isla de los peces blancos (Ediciones La Luz, 2016).
Hoy Sharón despertó con la pinga tiesa. Tenía los ojos clavados en mí, lo sentía, pero no le di importancia, es solo un negro con una gran torre, un objeto contemplativo, museable, nada más. Desde que anunciaron lo del ciclón lo mantengo así. Me levanto a preparar el desayuno y como está lloviendo él se queda en la cama de remolón. Aprovecho y plancho la ropa que le pondré a Ruby cuando vuelva al Círculo Infantil. Él no sabe qué decirme. Comienza a moverse en la cama, carraspea, siento su mirada fija, sus deseos de verme saltar sobre él y caer ensartada en su torre. No le hago caso, nada peor que dejar a un hombre resoplando con la carabina al hombro.
Si no fuera por lo del ciclón, a esta hora yo estuviera corriendo, por mucho que me apure casi nunca llego temprano al laboratorio, eso a él no le importa, nunca va a importarle. Al principio no podía entender que una hembra como yo se dedicara a trabajar con la sangre de la gente, después tuve que enseñarle que uno se acostumbra a todo, a verlo llegar del mercado con un trozo de carne y tirarlo sobre la mesa, una lata de puré de tomate, una ristra de ajo, y en un rincón lanzar dos bolsas de pienso. Hay que cebarlos rápido, dice. Ahora le ha dado por criar puercos dentro de la casa, es decir, en la parte de atrás, pero la mierda huele como si estuvieran dentro. Él se entiende mejor con ellos que conmigo. Llega y enseguida los bichos se revuelven, comienzan a gruñir, a dar hocicazos contra la tola del corral. No le digo nada. El silencio es mi mejor arma: él lo sabe.
A mí no me gustan los negros, sin embargo, cuando apareció Sharón creí que Jehová me lo había enviado. Los parques tampoco me gustan, me senté en aquel banco porque ya era imposible mantenerme en pie. Tenía un libro en la mano y no podía leer. Estaba retrasada, debía recoger a Ruby en el Círculo. En realidad no quería ir, entre sicklemias, mielomas, leucemias, trombocitos, eritrocitos, leucocitos, pierdo los días buscando enfermedades en la sangre ajena, y sin tiempo de conseguir un maldito centavo con qué alimentar a mi hija. En uno de esos segundos en que planificaba morirme, sentí por primera vez la perturbación de su mirada. Levanté la cabeza, y ahí estaba el negro.
—Rubia, ¿me puedo sentar a tu lado?
—No soy dueña del parque. Por mí, te lo puedes llevar si quieres.
El negro se sonrió, dijo que nunca le habían dado una respuesta tan ocurrente. Creo que también me sonreí, acababa de arrojar contra aquel hombre toda mi rabia, mi impotencia, y a él le parecía ocurrente.
—Disculpa, no quise ser grosera. Me senté aquí a pasar un mal momento.
—Mira tú, así que vine a joder. Soy un intruso.
—No fue eso lo que quise decir.
—Acéptame un refresco y estaremos en paz.
Le dije que no, que acababa de merendar, además no tenía tiempo, debía recoger la niña.
—Está bien. Vamos, recogemos la nenita y nos tomamos el refresco.
Quise evitarlo, el hambre no se puede esconder, al oír la palabra “refresco” se me llenaba la boca de agua y un cosquilleo en el estómago comenzaba a surgir, cada vez con mayor intensidad.
—Tú no eres fácil, le dije, y acepté.
Al contrario de lo que yo pensaba, a Ruby no le pareció nada extraño, ni por el color, ni por la manera confianzuda con que comenzó a tratarla. Salimos y frente a un ventorrillo se detuvo, sacó un fajo de billetes y le señaló a la niña «de todo eso, toma lo que quieras», sentí deseos de impedírselo, pero había advertido un tono en sus palabras, una prepotencia que me sugirió guardar silencio. No me gustan los hombres que alardeen de su dinero, estaba decidida: después del refresco, le daría las gracias y me iría. Ruby me lo impidió; en un pestañear ya le estaba diciendo papá y pidiéndole que se fuera con nosotras. Le ofrecí disculpas. Tuve que explicarle, ella es así, no le hagas caso. Él hizo un gesto con los hombros y pidió los refrescos.
—¿El padre estará clueco con la muchachita? ¿Eh?
—No tiene padre.
—No me digas. ¿Murió?
—Es como si estuviera muerto.
El negro me miró, hizo una mueca de risa o de llanto y abrió las latas de refresco. Son de limón, me dijo, como asegurándome la calidad. Estaba frío y eso me ayudó a contener el deseo desenfrenado que tenía de echarme algo al estómago. En un momento creí que iba a tener una hipoglicemia, respiré, me contuve y lo bebí con mesura. El negro volvió a sacar el fajo de billetes, pagó y al salir recogió una jaba con otras confituras. Son para la niña, advirtió, no sería bueno que engordes demasiado y te vayas de línea.
Desde entonces al mediodía, cuando terminaba en el laboratorio iba hasta el parque. Allí estaba él, menos desaliñado, con un perfume costoso y repugnante, dispuesto a contarme el éxito de sus ventas en el mercado, su mala suerte con las mujeres no tenía explicación. Es verdad que no soy romántico, repetía, pero la lucho, y como era temprano me invitaba a almorzar. Pide lo que quieras, no te midas. Supe que se llamaba Sharón, cuando la camarera le preguntó si bebería lo de siempre y él en aprobación la señaló con el dedo. No me gustan los hombres charlatanes, suelen ser posesivos, eso los convierte en una presa fácil de destruir. Enseguida dijo que había averiguado sobre mí, que sentía mucho lo del padre de Ruby, hay tipos así, tipos flojos que llevan una tipa dentro, que a lo mejor, si yo lo pensaba bien, las cosas podrían cambiar, que por algo me habían puesto en su camino.
Después supe que a Sharón me lo envió Lucifer. Una hembra tan linda como yo, aseguraba, no debería trabajar con sangre y olor a medicina, merecía estar como una reina, llena de perfumes y deseos cumplidos. Todavía maldigo el instante en que lo dejé encaramarse encima de mí, con su aliento a col, a ajo, a papa podrida. Le he dicho que se vaya, que no lo soporto más. Pone cara de despreciado, se va unos días y cuando sabe que estoy desesperada, sin nada que darle a Ruby, vuelve. «Yo sé que en el fondo tú me quieres, lo que pasa es que te haces la difícil para que te malcríe». Enseguida desborda la mesa de carne, condimentos, arroz, salsas y después trae sus puercos al hombro, los lanza en el corral y me asegura que son una inversión, con esos arreglaremos el baño, tú verás, con lo que sobre le compras algo a la niña. Apenas le hablo, sé que le molesta, por eso lo mantengo así, alcanzo un libro y me pongo a leer ¡La doctora!, me dice, nada más eres libritos, como si eso te hiciera mejor que yo. No le contesto, así revienta y tira la puerta. Bien entrada la noche reaparece y se hunde en la cama, a roncar su peste a cerveza. Otras veces viene manso, se mete en el baño y sale con ese perfume repugnante, se acuesta desnudo, me viro de espaldas, él insiste con la mano en mi cadera y se la quito. Puta, rezonga, te estás templando a otro. No le contesto. Puta, reputa, mira como la tengo. Me sube la bata, ávido comienza a rozarme, siéntela, mira como la tengo. Apenas respiro, lo dejo bufar como un buey viejo. Él no lo soporta, se vuelve predecible. Puta, reputa es lo que eres. Se sienta en la cama, comienza a masturbarse hasta que su torre revienta encima de mi espalda y me da una nalgada rabiosa ¡puta, reputísima!
Últimamente deja la ropa en cualquier parte, al principio yo la recogía, ya no. No me gustan los hombres cochinos, ni andar recolectando medias y calzoncillos tiesos de churre en cada rincón, le he jurado que cuando pase el ciclón voy a buscarme otro. Eso a él no le afecta, se aparece con jabones, detergente, cremas, champú, «es mejor que no te falte nada», y lo pone en el vertedero en que ha convertido la mesa. Si no fuera por el temporal habríamos tenido que irnos a vivir al patio, entre sacos de comida para puercos, arena, el cemento con que ampliará el corral, la casa parece un barco que va a hundirse, pronto estaremos amenazados por una legión de parásitos y gérmenes que en cualquier momento mandarán a Ruby directo al hospital.
—Todo te molesta, te haces la fina, pero a la hora de comer no protestas.
—Vete con tu comida y tu peste. Yo sé arreglármelas sola.
—Un día de estos voy a perderme, tú verás.
—¡Qué Jehová te oiga!
Ahora, para más desgracia: el ciclón. A Sharón le ha dado por acumular comida, no cabe nada en el refrigerador, lo que tiene que hacer es reparar la casa, él dice que no, que el techo aguanta, tiene experiencia en ciclones y lo peor es lo que viene después, una hambruna que no la brinca un chivo. Poco a poco el tiempo se ha ido deteriorando, la noche se atasca, la lluvia arrecia, el viento sopla hacia varias direcciones, la gente no quiere evacuarse y permanece en sus casas por miedo a los ladrones. Los puercos están seguros, dice Sharón, el corral es una fortaleza, deberías irte con la niña a otro lugar y no ser tan cabecidura. Hay que asegurar los candiles y tener a mano los fósforos, apenas se cayó el primer poste y ya nos quedamos sin electricidad. El techo aguanta, repite Sharón cuando sentimos el resoplido de la primera racha de viento.
—Vámonos de aquí, esta mierda se va a caer.
—Estás loca ¿No lo sientes? El mundo se está acabando allá afuera.
—Vámonos así mismo, antes que la niña despierte.
—Eso te lo dije antes, ahora no te apendejes.
—Negro maricón, tú lo que quieres es vernos muertas.
Sharón se vira, levanta la mano con la intención de darme una bofetada. Otra ráfaga de viento apaga el candil y un estruendo hace gruñir a los puercos. Corre hacia la puerta trasera y en medio de la lluvia, los relámpagos, la ventolera, comienza a cargar sus puercos, a meterlos dentro de la casa. Ahora sí te volviste loco desgraciado, esos puercos van a destruirlo todo. Él vuelve a salir, a entrar y a salir, mientras el viento se cuela arrastrando los muebles y lanzándolos contra la pared. Estamos a salvo, dice y el vendaval arranca la mitad de las tejas del techo. Enseguida se disparan con violencia varios trozos de madera. Cargo la niña y nos metemos debajo de la meseta, ¡rápido!, indica Sharón mientras sostiene un pedazo de techo que casi nos cae encima. Después escuchamos los gritos, el desplome de las paredes, el gruñido infernal de los puercos y el silbido del viento durante toda la madrugada.
La lluvia no ha cesado, escucho voces que nos llaman y grito para que sepan dónde estamos. La gente comienza a quitarnos los escombros de encima. Ruby está llorando. Miro hacia todas partes y no queda nada, solo la meseta está intacta, lo demás son pedazos de ladrillos, tejas, comida esparcida, puercos aplastados y un silencio raro, tenebroso. No se preocupen, nos conforta alguien, lo peor ya pasó, y no es cierto, lo peor viene después, cuando me dicen que Sharón está en el hospital junto a medio centenar de muertos y heridos.
Seguramente está muerto y no han querido decírmelo. Nos trajeron al hospital, tuvimos que hacer el trayecto caminando, el pueblo está devastado, no hay un árbol ni un poste eléctrico en pie. La niña tose, quizás por el exceso de humedad durante la noche. Según el doctor yo estoy bien. El ciclón no me hizo daño, es cierto, solo me dejó sin casa, sin esperanzas, sin sentido. En el hospital también hay mucho silencio, únicamente se interrumpe para llamar a los camilleros cuando traen otro herido, o cuando el vecino se acerca y prefiere decirlo así «tienes que ser fuerte. Vamos a llevarte con Sharón». Hubiese sido mejor no haberlo visto, hubiese sido mejor encontrarlo muerto. Lo importante es que está vivo, dice el médico, una teja le arrancó las dos piernas mientras intentaba sacar los puercos atrapados por una pared. «Sabía que no ibas a abandonarme», susurra el negro, que al verme deja salir una leve sonrisa y no sé si alegrarme o gritar.