Antología poética - Salvador Rueda - E-Book

Antología poética E-Book

Salvador Rueda

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Beschreibung

Recopilación de los poemas del autor Salvador Rueda. En ella se hace un repaso pormenorizado de todas las obras de corte poético de Rueda, de manera que apreciamos la evolución en los rasgos distintivos de su estilo: el gusto por el costumbrismo que retrata el ambiente rural andaluz de su época, las potentes imágenes sensoriales, un incipiente modernismo y una plasticidad tan pictórica como musical en las metáforas.

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Seitenzahl: 203

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Salvador Rueda

Antología poética

 

Saga

Antología poética

 

Copyright © 1928, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726660449

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

PREFACIO

POR EL EXCMO. SR. D. MARIO MÉNDEZ BEJARANO

Cosas hay en el mundo tan difíciles como inútiles; pero muy pocas tan inútiles ni tan difíciles como poner prólogo a las poe sías de Salvador Rueda. Yo, que tantos prólogos llevo perpetrados, vacilo ante la magnitud del empeño sin vislumbrar su finalidad.

¿Para qué puede servir un prólogo? ¿Para ponderar la obra? Doble baraja se me antoja entonces. Una sencilla para no ganar y otra para perder. Porque si el libro satisface al lector, el preámbulo no ha prestado más utilidad que la negativa de retardar el deleite de la lectura. Si la producción no responde a los ditirambos que la preceden a modo de chillona trompetería anunciando la llegada del regimiento, las hipérboles habrán despertado ilusiones y esperanzas que el desengaño convierte en desdén al prologuista y al autor, aumentando el disgusto originado por la lectura. Sigo creyendo que ningún libro es mejor por el encomio ni peor por la censura.

Puede convenir una introdución al tratadista para justificar la obra, su oportunidad o sus límites. Un poeta no ha menester justificar nada y lo justifica todo por la verdad de su inspiración. Ni el ruiseñor ni el asno necesitan prólogos.

Tratándose de un poeta, únicamente aprovecharía el exordio, contenido en límites de prudencia, al novel escritor para su presentación a un público que no le conoce. ¿Pero qué introductor de embajadores ha menester Salvador Rueda, cuando podría andar en zapatillas por el Parnaso? Más fácil sería que en la república literaria tuviera él que presentarnos a los demás.

Porque, además de un gran poeta, es Salvador un imprescindible, es decir, una figura literaria ineludible en la historia de las letras patrias, circunstancia que duplica su valor. Los escritores, como los números dígitos, poseen dos valores, uno absoluto, individual, y otro nacido del lugar que ocupan en la cantidad escrita. Y así como un 5 vale cinco por sí y cincuenta en el lugar de las decenas, así Herrera, Lope, Góngora, Cervantes, el duque de Rivas, además del mérito propio, reunen el de su posición, porque son o iniciadores o anillos de movimientos literarios sin los cuales quedaría todo un ciclo sin explicación. A tal circunstancia deben su reputación Boscan, Castillejo, Bonilla, Luzán, y otros medianos poetas, cuyos nombres yacerían en el olvido si no los hubiera salvado una oportunidad histórica. Otro tanto sucede con Rueda, si bien no milita en este escuadrón casi innominado, sino entre los que ocupan una posición por derecho y no por ministerio del azar.

El valor de Rueda por su mérito propio, mejor que yo lo dice la impotencia de la crítica atrabiliaria. Campoamor sostenía que Quintana no era poeta, Villergas que no lo era Zorrilla, muchos que no lo fueron los Argensola... De Rueda se habrá discutido el carácter, la escuela, la factura, el gusto, el acierto, todo menos su complexión artística, su copiosa vena, su brillante fantasía, su exquisita sensibilidad, es decir, las vernáculas características de un poeta. Su jerarquía no ofrece a la crítica un problema ni siquiera un teorema: es un postulado.

Ningún poeta ha dominado mejor los dos grandes elementos artísticos, el color y la música.

Espléndido colorista, no toma el lápiz, dibuja con el mismo pincel y a la línea pronunciada de la descripción substituye la amplia pincelada, unas veces suave y descuidada, otras veces ruda, vigorosa, con el nervosismo de la exaltación.

Naturalista, en el mejor sentido del concepto, prodiga la luz y el color detrás de las figuras, que por algo el paisaje constituye el fondo de la vida humana, mas al esplendor añade un algo vital, un espíritu de la materia que la hace palpitar, estremecerse, vivir.

Sus matices no son de pintor, sino de creador. La realidad está viva y con voz en su paleta.

Su léxico habla tanto a la retina como al tímpano, y no será muy artista quien no advierta la existencia de palabras luminosas, radiantes, que comunican su resplandor al discurso.

No me parece absurdo pensar con Gauthier que las palabras tíenen en sí mismas, sin contar su significación, un valor y belleza genuinos, a modo de piedras preciosas aún no talladas ni montadas en sortijas, pulseras o collares, piedras que aprecia el inteligente guardándolas en un estuche de donde las toma cual haría el orfebre al proyectar una alhaja, y distinguiendo las dicciones diamante de las voces zafiro, los vocablos rubí de las palabras esmeralda y las que lucen por sí de las que refulgen como el fósforo cuando se frota su superficie.

La misma idea en otra forma expresaba mi amigo Alomar diciendo en su Poetisació:

«No hi ha frase qui no tingui, animada p’ el d’ un poeta, una potencia de sentit esperitual sobre l’ apariencia corrent del sentit literal» (p. 15). Esta es una «de les mes tipiques formes de la poetisació».

Si Rueda domina el elemento plástico, no menos se impone al armónico. No creo equivocarme si afirmo que no hay poeta que haya conseguido sacar mayor partido de las cualidades musicales de nuestro idioma, que hoy se va empobreciendo por la absurda supresión de esdrújulos, por la nivelación cuantitativa de las vocales, por la repetición de los adverbios en mente y por tantas malas artes como la ignorancia pone en juego para destruir la melodía del habla de Herrera y de Cervantes.

«En todos tiempos, dice Cicerón, los auditorios han respondido a los efectos de la armonía». Y esta afirmación, no menos que la clásica «Nihil potest intrare in affectum, quod in aure, velut quodam vestíbulo, statim offendit, se tornan más verdaderas cuando a los encantos de la armonía externa se una la profunda impresión de esa otra imponente armonía que lanza el órgano del espíritu humano transfigurado por la inspiración.

La unión de la música y el verbo, la hipóstasis del sonido y del color, sintetizan la poetización fundiendo las dos armonías, la psíquica y la musical.

¿Quién podría dudar que Rueda ha apurado hasta lo último, hasta lo inconcebible, todos los resortes, todos los recursos latentes en nuestro idioma? Ha ensayado todos los metros, inventado todas las cadencias, suavizado todas las asperezas, agotado todas las rimas, estrofas y acentuaciones, escogido todas las elegancias, y así, no habla nunca, canta siempre hiriendo las hebras de un arpa de infinitas cuerdas, como es infinita la gama de las emociones y la vibrante receptividad de un gran poeta.

Para interpretar esa transformación psíquica, esa exaltación suprema del ser humano que llamamos inspiración; para ser fanal de la pureza, depurada de todo extraño interés; para constituirse en sagrario de ese eterno verbo en revelación permanente, necesita la palabra cristalizar en formas de mayor fuerza, sacudir el polvo recogido en el contacto de todas las flaquezas de la realidad, libertarse por espontánea purificación de las imposiciones de la vida, y convertirse en esa inmaculada virginidad que elige siempre el destello divino para encarnar en el mundo y habitar en los hombres.

El lenguaje poético es el ideal de la palabra; es una palabra más que humana, porque desdeña el vocablo vulgar, rechaza la construcción lógica, no se preocupa de convencer, empresa propia de la limitación; vive en un mundo donde la verdad es luz, el sentimiento calor, la fantasía fuego, la lógica es la evidencia, el movimiento es la armonía y el lenguaje no es sólo una necesidad: es ante todo una creación, una revelación y un deleite.

Esa armonía interior que se difunde desde la concepción fundamental, como la sangre por el cuerpo, hasta la última letra del poema, que, al decir de los preceptistas griegos y latinos, no impresiona sólo el oído, sino también el alma, despertando en sus senos ideas, sentimientos e imágenes, hablando con ella por la íntima relación de los sonidos con el pensamiento y haciendo pensar que la insensibilidad al número excluye de la humanidad, en poeta alguno resplandece y resuena como en el inspirado trovador de Sevilla y Granada, sus ciudades predilectas, porque son las más espirituales de que se enorgullece el planeta. No parecen erigidas con tosca piedra, vieja madera y rígidos hierros, parecen ideas, recuerdos, ilusiones, condensadas, materializadas para mostrarse a los ojos de la carne, pero sagrarios de un alma esotérica, invisible al turista, al comerciante, al político, sólo transparente al poeta en la íntima comunión de una oculta y semídivina confidencia.

Y al valor absoluto del gran poeta se suma el valor relativo, el valor de efeméride, el que dimana de su posición literaria, en cuanto precursor en España de ese conglomerado destructor y hueco, con más o menos propiedad bautizado con el nombre de modernismo. Séame lícito repetir lo que en varios lugares he predicado.

La agitación, la fiebre de la vida contemporánea se refleja en la literatura con la epiléptica movilidad de nuestra inquieta psiquis. El modernismo representa el cansancio de una sociedad gastada, el agnosticismo en Teología, la experimentación sin filosofía en la Ciencia; el oportunismo en Derecho y en Política; el Arte caprichoso y subjetivista. Nada de sólido, de durable, de indiscutible; el mobiliario inconsistente y gracioso que no pasará de una a otra generación, y se relevará por el vértigo de la moda; el aparato que salva la dificultad del momento, aunque se destruya y reponga en breve plazo; la estética impresionante sin la seriedad del estudio ni el culto de la admiración; la revista legible en el café o en el tranvía, preferida al libro que impone la meditación en la soledad del gabinete; la noticia en lugar del artículo doctrinal; el grabado en vez de la reseña; la vida al día, al instante, desligada del ayer, sin previsión del mañana. Signo general de la época, impulso superficial e irreverente, más propio del genio americano que de la gravedad europea, nervioso y desorientado, se goza en hollar prestigios, vulnerar preceptos, pulverizar gramáticas y escarnecer tradiciones, anhelando el deslumbramiento, el éxito pasajero, satisfecho con épater le bourgeois y desdeñoso con la minoría, la santa minoría de los escogidos.

Exagerando la nota lírica, los modernistas extreman las minucias de la sensación individual. Por su carácter de pequeñez, no alcanzan los amplios temas humanos y sociales, colocando lo exquisito en el altar de lo grande y lo hermoso. Menos les importa la invención de la imprenta, la abolición de la esclavitud, la resurrección de las nacionalidades oprimidas, los prodigios de la electricidad y del radio, la conquista del mar y del aire, que el suspiro de una princesita rubia soñando voluptuosidades entre cojines de seda o la hoja marchita más o menos «glauca» de un crisantemo flotando en las ondas «musitantes» de un arroyuelo.

Las apocalípticas catástrofes que han estremecido a Europa, Africa, Asia y América en la cuna del siglo xx no han despertado una vibración en la trompa épica que antes atronaba el espacio con el sitio de Zaragoza, la toma de Almería, la inundación de una comarca y las pobres hazañas del Cid en un palmo de terreno, dando batallas en que los combatientes se contaban sólo por centenas.

Anacreonte se ríe en las barbas de Homero y raya por el Tibur el sol que salía por el Pórtico y el Calvario.

Rueda ha sido el Moisés y ha señalado la tierra de promisión donde había de adorarse el becerro de oro, pero él se quedó en la cumbre. No prostituyó el númen ni el ritmo. El amó las flores, la naturaleza, sin rebajarse a apurar brutales o femeninas sensaciones. Dotado de un corazón tan grande como su talento, fundió su alma con el mundo y creó un naturalismo que no es materialista, sino la fusión del Gran Espíritu con la Creación, derrochando en torno la belleza de la vida. En ese supremo ideal donde no se distingue la materia del espíritu, en ese espléndido panteísmo con reflejos orientales, el corazón del inmenso poeta se mezcla con la Realidad y le presta su savia generosa y bendita.

El que lea los versos de Rueda sin emoción, no merece leerlos. El que los lea y palpite con su ritmo, se sentirá más puro.

El poeta que con la irradiación de lo bello hace mejores a los hombres, vale más que el que los divierte.

La crítica dirá lo que guste. Dios bendecirá sonriendo.

No me jacto de prologuista ni me juzgo más que portero de este libro. Portero, acaso demasiado locuaz e impertinente, como a mi oficio corresponde, suplícote me dispenses, lector, por haberte entretenido. No fué culpa mía, sino del editor que, actuando de propietario en esta finca, dispuso: «Nadie pase sin hablar con el portero». Obedeciste con tu cortesía, yo también con mi docilidad acostumbrada, y, pues ya impetré tu perdón y te indiqué el piso, pasa tú ahora a conversar con el gran señor.

____________

PROLOGO

De los caracoles hay en lo más hondo

un rumor que finge trueno de marea,

trueno de ondas bravas que zumba en el fondo,

con el que el oído goza y se recrea.

Tiene la vasija pintas de mil soles

por la luz escritas llenando el turbante,

que hacen raro idioma de los caracoles

ai disciplinarlos de color radiante.

Cuando yo era niño, bajo la estantigua

de un retrato viejo, sobre una consola,

era ornato bello de mi casa antigua

la vasija extraña de una caracola.

Era un instrumento que sonaba a fiesta

cuando a su amplia boca pegaba mi oído,

pues en él había regalada orquesta,

sones de oleaje de ira embravecido.

Dentro del turbante sonaba el encanto,

yo oía hervorosos estruendos de mares,

y de las nereidas el trémulo canto

que, al trinar, hacían sonar sus collares.

Si en la costa, a veces, con acento ronco

rugían las olas, ciegas y encrespadas,

en la caracola zumbaba el mar bronco

con sus mil tumultos de lenguas trenzadas.

Y si sonreían sus aguas redondas

al sentir el beso del sol y las brisas,

al cóncavo nácar le daban las ondas

un son como un coro de arpegios y risas.

La mar, ya tranquila, ya torva y sonante,

no sólo en el fondo del nácar hervía,

también en el seno del largo turbante

el rumor del mundo se desenvolvía.

Si un canto de amores hería el ambiente,

dentro de la bóveda del nácar sonoro

la espiral copiaba con ritmo latente

de los dulces labios las notas de oro.

Si un bárbaro estruendo de pechos heridos

alzaba a los aires tragedia gigante,

todo el simulacro de ardientes sonidos

zumbaba a lo largo del hondo turbante.

Si el son de un ejército, de andar acordado,

pasaba con bandas y altivas banderas,

la trompa de nácar dejaba copiado

sus ritmos de espadas y bandas guerreras.

Idilios, tragedias, placer y dolores,

tan bien remedaba su seno profundo,

que el hueco turbante de raros colores

la voz parecía del alma y del mundo.

Mi libro que en trazos de luz se arrebola,

donde va la esencia del hombre vertida,

lo mismo que el cóncavo de la caracola

encierra el teclado del alma y la vida.

Un bosque de voces, profundo, resuena

en su nácar hondo, que es griego y cristiano

desde el son divino del alma serena

hasta el son del trágico dolor sobrehumano.

La muerte y la vida, la Naturaleza,

el amor, el vago latir del misterio,

lo copia en su nácar que llora y que reza

mi libro que zumba con voz de salterio.

Caracol de ritmos diversos tejido,

formé su turbante con versos y encanto

y allá en lo más hondo del haz retorcido

tiene el milagroso secreto del canto.

Corazón de nácar cual vaso redondo,

es mi vario libro que el sol tornasola;

¡poned los oídos, y oiréis en su fondo

el zumbido eterno de mi caracola!

LENGUAS DE FUEGO

Una lluvia de lenguas de fuego

a la frentes bajó del Cenáculo

como río de lumbre sublime

que brotó del Espíritu Santo,

y corrió su temblor por los pechos,

encendió como hogueras los labios,

y salió en elocuencia grandiosa

por la boca de Pedro rodando.

Su discurso de rojas candelas

inundó en fervoroso entusiasmo

corazones de todos los climas,

los egipcios, los medas, los partos,

los de Frigia, del Asia y del Ponto,

los de Libia y del suelo judaico.

E ignorando la lengua Siriaca

en que Pedro elevábase hablando,

traslucieron el alto discurso,

cual se ve tras la comba del vaso

la levísima llama que ondula

una mística danza bailando.

Los temblores del fuego divino

en las frentes se erguían cual tallos

de una flor misteriosa de lumbre

desplegada por bello milagro.

La de Pedro, más luenga, subía

cual airón de un divino Enviado,

cual cimera de lumbre de un genio,

cual la pluma de fuego de un casco.

* * *

Otros tallos de llamas celestes

a otro eterno y grandioso Cenáculo,

al que encierra la sacra Belleza,

Dios lanzó de su seno abrasado,

y a mi frente, cual áureo bautismo,

descendió un luminoso penacho,

una larga candela de oro

que transmite su brío a mis labios.

Con la lengua vital de ese incendio

que me vuelve ardoroso cruzado,

yo predico la triple hermosura

de los hombres, los cielos, los campos,

Pescador religioso de ideas,

en mis redes de versos las saco,

y las doy a las almas latentes

en el iris de Dios titilando.

Son mis versos ramajes de lumbre,

temblorosos crestones dorados,

donde van la alegría o la pena

según es la pasión con que canto.

Aspirad mis estrofas candentes,

crepitantes como un incensario,

olorosas cual hierbas del monte,

tronadoras cual son del Atlántico,

que predican la santa Poesía,

mientras llevo cual rubio milagro

en la frente la lengua del cielo,

el fulgor del Espíritu Santo.

___________

LOS CLAVELES «DE A LIBRA»

¡Qué claveles tan vivos; son llamaradas;

son cual de una tragedia rojos chispazos;

claveles semejantes a lumbraradas;

claveles que parecen pistoletazos!

Cuando al suelo de España, que no se agota,

llama abril con el mazo de sus pinceles,

se rompen sus arterias, la sangre brota,

y se cuaja en rotundos y amplios claveles.

Y viendo que sus senos en luz se inflaman

ungiéndose de aromas y de hermosuras,

triunfales en el viento se desparraman,

desgarrando en jirones sus vestiduras.

Son pétalos plegados en el capullo

que en el cerco no caben que los encierra,

y en el tallo revientan de inmenso orgullo

y en un fuego de gloria cubren la tierra.

Porque son arrancados de tus vergeles

y tienen vestidura regia y bizarra,

te mando ese brazado de ígneos claveles

atados con las cuerdas de una guitarra.

Cuélgalos de tus rizos como un tesoro,

y trame la bandera de España un juego

hecho con tus cabellos, que son de oro,

y hecho con los claveles, que son de fuego.

Y de tu frente ornando la rubia cima

donde tiemblan reflejos de luz extraña,

estará la bandera clavada encima

de la más alta gloria que tiene España.

Son cual gritos de triunfo de una victoria:

son discos exaltados de rojas frentes;

son deslumbrante arenga de fuego y gloria,

dicha por unos labios de hojas ardientes.

Son pebeteros rojos de los sentidos,

escudos que despiden rojizas flamas,

las ascuas de incensarios estremecidos,

y de un champán de pétalos, copas de llamas.

Puestos como crestones de luz del día

sobre el blanco prodigio de tu escultura,

parecerás la imagen de la Alegría,

parecerás la diosa de la Hermosura.

Alzados en tu mano deslumbradora

en el ambiente pleno de luz y brío,

tu pelleza triunfante será la aurora

que en alto puesto el cáliz vierte el rocío.

Muéstralos en tu frente de regios trazos

como lumbres que arrojan los yunques fieros,

y fingirás envuelta por los chispazos

la musa noble y grande de los herreros.

Ponlos sobre tu pecho que es urna santa,

con tus dedos que fingen alas discretas,

y serás como un ángel que vela y canta

el sueño misterioso de los poetas.

Alza su copa llena de luz divina

que el redondel parece de una amapola;

hazte un velo con ellos, serás ondina;

ponlos en tu mantilla, serás manola.

Como quien toma un cáliz que esencia exhala,

llévalos a tu boca, que es de camelia;

bésalos suspirando, serás Atala;

LA CARRERA DE ARBOLES

Se oyó un hondo zumbido de bosques agitados,

volvió la muchedumbre los ojos con pavura,

y viéronse los árboles venir arrebatados

en una apocalíptica carrera de locura.

Los árboles frenéticos de todas las ciudades,

los que adornaron calles y plazas y jardines,

sonando a remolinos de intensas tempestades

vinieron desde el fondo de todos los confines.

Los hombres desgarraron sus nidos y sus frondas,

los hombres deshicieron sus ramas en pedazos,

los hombres les hirieron con piedras y con hondas,

los hombres les rompieron los troncos y los brazos.

Y como roto ejército que emigra de la guerra,

venían retemblando los árboles heridos,

con las raíces hondas sacadas de la tierra

en medio de un tumulto de ciegos alaridos.

Sus pies como madejas de elásticos alambres,

huían impelidos con paso monstruoso,

echando sus tentáculos de trémulas raigambres

como la planta enorme de un cíclope asombroso.

Pasaban sacudidos lo mismo que banderas

deshechos en jirones al dardo de las balas,

sin pompas del estío ni verdes primaveras,

sin risas y sin luces, sin nidos y sin alas.

Vedlos, temblando avanzan con furia arrolladora

trocados en tragedias sus rústicos placeres,

y consternados vuelven la cara indagadora

a ver si vienen hombres, o niños, o mujeres.

Silbando como fustas sus trémulos ramajes

van cual en un desfile de homéricas zancadas,

huyendo de las hordas temibles de salvajes

con las temblantes hojas de miedo alborotadas.

Buscan las vastas selvas, buscan los bosques altos,

el maternal origen que les prestó su aliento,

y por las cordilleras irán a grandes saltos

buscando de sus cunas de riscos el asiento.

Vosotras, cordilleras, eternos oleajes

de un temporal inmenso de bloques de granito:

os buscan vuestros árboles de bíblicos ramajes;

alzadlos a vosotras y toquen lo infinito.

Ellos semejan torres que el sol viste de lumbres,

guardianes que dominan los grandes horizontes,

son altos obeliscos que Dios plantó en las cumbres,

son bíblicas pirámides que Dios puso en los montes.

Los hombres no merecen tener por compañía

los cedros de altas crestas y troncos perennales,

los pinos resistentes de hombruna bizarría,

las cúpulas soberbias de palmas orientales.

Ved la esbeltez del álamo pasar en la carrera

tronchadas sus aristas y vástagos lucientes;

y la olorosa acacia que cruza lastimera

llorando mustias hojas y cálices dolientes.

Cipreses inflexibles cual índices cristianos,

laureles de áureos triunfos y glorias revestidos,

pasan igual que un roto tropel de soberanos,

pasan como un desfile de dioses destruídos.

¡Oh torbellino ciego de locos vegetales

que a vuestras selvas madres subís por las laderas;

huíd de entre los hombres terribles y brutales,

y os llenará de nidos el sol las cabelleras!

En épocas remotas de siglos venideros

en que en las almas entre la luz de otra cultura,

bajad entre los hombres y sed sus compañeros

cuando sus frentes sepan de amor y de hermosura.

Los árboles son torres que el sol viste de lumbres,

guardianes que dominan los grandes horizontes,

son altos obeliscos que Dios plantó en las cumbres,

son bíblicas pirámides que Dios puso en los montes.

LAS VACAS

Pasan las vacas desbordando vida;

cada vaca parece un monumento;

de las cuevas gallardas de sus vientres

exhalan nieblas de vapor templado.

Pasan con sus alegres campanillas

que suenan a los débiles enfermos

cual campanilla de salud que canta