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Primera novela del autor Salvador Rueda en la que ya apreciamos su gusto por el costumbrismo centrado en la vida andaluza y su idiosincrasia. En ella seguimos la historia de Andrés y Carmen, dos labradores andaluces con una hija que, al atravesar la pubertad, se enamorará apasionadamente de su tío.
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Seitenzahl: 235
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Salvador Rueda
NOVELA ANDALUZA
CON UN ESTUDIO DE
D. JUAN VALERA
Saga
El gusano de luz
Copyright © 1889, 2022 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726660340
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
www.sagaegmont.com
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ESTUDIO DE D. JUAN VALERA
Hace ya meses que tengo deseo y propósito de escribir algo acerca de la novela cuyo título me sirve de epígrafe ahora; pero sobra de quehaceres y falta de humor no me lo han consentido.
La novela me parece bien escrita; pinta con gracia y viveza las costumbres campesinas de la gente de la costa en la provincia de Málaga, y los personajes que intervienen en la acción interesan. La acción misma, aunque en extremo sencilla, excita la curiosidad, cautiva la atención y entretiene.
Todo esto, no obstante, no bastaría á moverme para escribir un artículo, ni siquiera para decidir, allá en mi interior y sin decírselo á nadie, los grados de mérito que tiene la novela. Menester es que sea muy mala una obra de esta clase para que yo, si llego á leer treinta páginas, no las lea todas con deleite. Lo que por signos menos falibles me hace creer que la novela del Sr. Rueda alcanza no común valer, es que su lectura ha despertado en mi espíritu dudas y cuestiones que, ya que yo no atine á resolver aquí, he de plantear al menos.
El gusano de luz me impulsa á hablar; y esto prueba, á mi ver, que vale más que otros libros, después de cuya lectura mi espíritu queda como dormido y sin estímulo para decir nada.
Aunque sea tomar el asunto muy ab ovo, se me ocurre reconocer que lo que llaman realismo ó naturalismo mitigado, contra cuyas exageraciones diserté yo no poco, al venir de Francia, como vienen todas las modas no literarias y literarias, nos trajo, á vuelta de muchos inconvenientes y vicios, la gran ventaja de resucitar entre nosotros la novela de costumbres, casi perdida ó descuidada, desde que escribió su Fray Gerundio el Padre Isla.
Algo como germen menudo del género habíamos tenido ya en artículos de Larra, Estébanez Calderón y Mesonero Romanos. Después, pasando del breve cuadro á la novela extensa y completa, tuvimos á Fernán Caballero, cuya importancia no taso. Diré sólo que Fernán Caballero vió y retrató la Andalucía y los andaluces al través de un prisma que ella se había fabricado, leyendo muchas novelas francesas é inglesas, por donde resulta que sus imágenes, tomadas de la propia naturaleza, salen cubiertas, ya que no disfrazadas, con colores exóticos de sentimentalismos traspirenaicos y hasta de lenguaje ó estilo forastero.
Después tuvimos otros dos novelistas que lograron algún aplauso. No hablo aquí de ellos por varias razones, y entre otras, porque los considero ya jubilados con el haber que por clasificación les corresponda, el cual no me incumbe designar cuál sea.
Y hay, por último, un lucido estol, grupo ó tropa de novelistas, en actividad llbreciente y fecunda, á cuya cabeza me parece que van, no un capitán, sino dos, y además una gallarda capitana. Como nadie intenta disputarles la capitanía, pondré aquí sus nombres, aunque el ponerlos sea supérfluo, pues todo lector los nombrará sin que yo los designe: son Pérez Galdós, Pereda y doña Emilia Pardo Bazán.
La hueste que los sigue es bastante numerosa. Yo no quisiera equivocarme. Mi juício comparativo puede depender del lugar desde donde los veo; pero sea como sea, me parece que descuellan en esta hueste Alas, Picón, Palacio Valdés, José Navarrete y Ortega Munilla. Y esto sin hablar de los novelistas catalanes, cuyo jefe es Narciso Oller.
Ahora empiezan mis dudas ó cuestiones, que apunto y no resuelvo.
Francia fué, y sigue siendo desde hace siglos, el país más fertil de ingenios que hay en Europa: donde los prosistas abundan más y son mejores. Si tratásemos de poetas, yo, contando el siglo entero desde 1789 á 1889, tal vez pondría por cima de Francia á Inglaterra, á Italia, á Alemania, y aún á España misma, á pesar de la malísima fama que nos han dado, y que nosotros mismos nos hemos dado, de caídos y de incapaces; pero tratándose de prosistas, no hay duda para mí: Francia nos vence á todos, y si nos concretamos á novelas, la victoria es más patente y señalada. Después me digo: Aunque nuestra producción en novelas sea por la calidad inferior á la de Francia, ¿es tan inferior que justifique el soberano desdén con que los caballeros y señoras elegantes desatienden la novela española? Yo estoy persuadido de que el desdén no está justificado, y estoy persuadido además de que perjudica en extremo á los escritores españoles, no ya porque pierdan la venta de algún centenar de ejemplares, lo cual apenas importa, sino porque la gente menuda, menos rica y menos elegante, sigue el ejemplo de la high life, y menosprecia sin percatarse de ello lo que la high life menosprecia. Contra tales desdenes contagiosos, contra la poquísima afición á leer y á comprar libros que aún sin desdeñarlos hay en España, y contra otros doscientos mil inconvenientes tiene que luchar el escritor español; por lo cual no me explico en España la critica severa, sino sólo la encomiástica y benigna.
Así es que, según mi opinión, cuando no hay en un libro sino cosas que censurar, lo mejor es callarse. Se comprende la censura de algo, cuando hay afición apasionada de adquirirlo, á fin de destruir esta afición que puede ser perniciosa; pero no existiendo la afición, huelga la censura, ó bien, merced al espíritu de contradicción, la censura es contraproducente. Los que jamás hubieran comprado el libro, ni averiguado que le había, caen en la tentación de comprarle al notar que se habla tan mal de él; á veces le compran para competir con el censor en hallar en el libro defectos. Es tan verdad este extraño fenómeno, que yo sé de un libro caro (cuesta 25 pesetas), del cual, cuando le censuraban poco, se vendía poco, y ahora que le ponen peor que por los suelos, en larga serie de artículos, se venden de él cuatro mil ejemplares al año.
No por eso sostengo que sea grato á un autor que le censuren con dureza, aunque venda mejor su obra de resultas de la censura. Prefiero vender menos y ser más considerado.
Imagino que don Salvador Rueda ha de sentir como yo en este punto, y me apresuro á decirle que, respecto á mí, puede estar tranquilo. Yo no hablaría de su libro si me pareciese malo. Hablo de él porque me parece bueno, aunque no sin faltas, de las cuales es útil tratar, así para que otros autores no incurran en ellas, como también para que el Sr. Rueda, si las reconcce, se enmiende en otros libros que escriba, los cuales serán más bellos sin estas faltas, pues de su generoso ingenio todo puede esperarse, si el buen gusto le guía.
El argumento de la novela que da motivo á mis reflexiones se puede encerrar, compendiándole, en seis ó siete líneas. Andrés y Carmen, labradores de la Higueruela, tienen una hija de quince años, la cual, si llega á desenvolverse, será lindísima; pero se halla en muy peligroso y crítico momento de transición. A fin de que la chica, que se llama Concha, adquiera mejor salud, se robustezca mudando de aires, y venga felizmente á ser mujer, Andrés la lleva á casa de su hermano, rico cortijero, viudo, cúya hacienda debía de estar, por lo que puede colegirse, en la hoya de Málaga, no lejos de esta ciudad. Concha se cura en efecto en aquel salubre y campestre retiro; se hace mujer, y muy hermosa y muy apasionada, y se enamora tan briosamente de su tío, que logra infundirle no menos irresistible pasión. El tío, llamado Sebastián, considera absurdo el enamoramiento, pues tiene ya más de cincuenta años. Trata de dominar su pasión, no lo consigue, y al cabo tío y sobrina caen en la tentación y en el pecado, que por subsiguiente matrimonio se corrige.
Lo primero que se le ocurre á cualquiera es que si bien nada debemos extrañar, ni de nada debemos espantarnos, porque todo es posible, todavía choca algo que los padres de Concha no previesen que el tío Sebastián, aunque viejo, sano y robusto, podía enamorarse, y no estaba bien confiarle á una niña de quince años para que viviese sola con él, sobre todo no teniendo él hermana ni señora de respeto que cuidase de la niña. Allí faltaba lo que llaman los franceses un chaperon, ósea la mujer ó dama anciana y grave que acompaña á la joven par bienséance et comme pour répondre de sa conduite. Fácil hubiera sido al señor Rueda chaperonner á Concha, y su novela hubiera estado mejor. El tío Sebastián pudo haber tenido una hermana vieja, devota, soltera ó también viuda, muy severa y honrada, y que hubiese vivido con él. Ya entonces nos parecería más razonable que D. Andrés llevase á su hija á vivir al lado de su tía, aunque hubiese también un tío. No habiendo más que un tío, se daba motivo sobrado á los maldicientes de la Higueruela, que los habría sin duda, para que dijesen que D. Andrés llevaba su hija á casa del hermano para que sucediese lo que sucedió, y mucho más siendo su hermano muy rico.
Salvemos, no obstante, este tropiezo, y continuemos. Concha, sea como sea, vive ya sola, sin madre ni tía que la amoneste y dirija, en un cortijo, con su tío Sebastián, quien, por lo mismo que ha llevado una vida activa y morigerada, dista mucho de ser un vejestorio: es un viejo guapo y lozano por todos estilos:
Los errores, que yo no puedo menos de notar en la novela del Sr. Rueda, proceden de una preocupación naturalista que extravía al autor. La preocupación es que se da en el sér humano algo de fatal, de imperativo ó determinante, que le arrastra con violencia invencible á cometer faltas que pueden ser hasta monstruosas.
No discuto aquí sobre la libertad psicológica. Nuestra religión la considera bastante endeble y enfermiza de resultas del pecado original; pero, con el auxilio de Dios, con su gracia, que de diario le debemos pedir, diciendo «no nos dejes caer en la tentación,» nadie cae en ella, y si cae, cae por su gusto y con libertad, y es responsable de su caída.
Esta doctrina católica, aunque seamos unos píraros descreídos, no podemos negar que está muy conforme con la verdad. Los apetitos y las malas inclinaciones pueden mucho con nosotros: pero toda voluntad sana, cuando la corrobora una buena educación moral y religiosa, basta á triunfar de esos internos enemigos.
En la novela del Sr. Rueda, como el antor estudia poco el fondo del alma de su heroina, nada se puede afirmar de fijo. Lo que se ve es que apenas hay escrúpulos religiosos, morales y de decoro, que combatan la pasión de Concha. Esta pasión, como la bala disparada va derecha al blanco, va también derechita al logro de lo que apetece.
Por dicha, lo que apetece la pasión de Concha dista bastante de ser una monstruosidad. El Sr. Rueda, que es muy joven aún, halla monstruoso que se enamoren niñas de quince ó dieciseis de hombres de cincuenta años. Sin duda, el Sr. Rueda quiere acaparar todos los corazones femeninos para los mozos de veinte á treinta. Como yo tengo ya muchísimos más, no se dirá que entablo interdicto posesorio y abogo pro domo mea. La edad de cincuenta años há tiempo que pasó para mí. Sostengo, pues, sin que ningún interés personal tuerza mi juício, que todo hombre de cincuenta años, que no haya sido vicioso y que sea de buena casta y condición, puede todavía enamorar á las mujeres, sin que estas incurran en extravagante delirio. Nada más frecuente que tal clase de amores.
Los más conformes con la estética, con la moral y con la fisiología, no he de negar yo que son aquellos en que la diferencia de edad entre las dos personas que componen la pareja amante no pasa de diez años, que ha de tener el novio ó galán sobre la novia ó la dama. Así, poco más ó menos, debieron de ser Hero y Leandro, Píramo y Tisbe, Dafnis y Cloe, Isabel y Marcilla, Julieta y Romeo, y todos los demás enamorados amartelados, finos y perfectos con que las historias y la poesía se engalanan y engríen.
Concedido esto, justo es que se me conceda que hay otras dos clases de amores, frecuentes, razonables y benéficos, digámoslo así.
Es la primera clase la tan encomiada en elocuentísimo tratado por la señorita Rosa Cleveland, hermana del actual presidente de los Estados Unidos. Podemos apellidar esta clase de amores fe altruística, que es el nombre que le da la ilustre Miss, ó bien cadijeo, del nombre de Cadijah, primera mujer de Mahoma, á quien dicha Miss pone por dechado, espejo y faro de este linaje de enamoradas.
Augusto Comte y los demás positivistas, sobre todo cuando siguen la corriente mística y humanitario-religiosa, coinciden en alabar estos amores y ven en ellos la más alta misión de la mujer. Hay un joven tímido, de gran capacidad, pero que vacila, que desconoce su aptitud y que ignora su misión. Entonces la mujer de corazón y de experiencia, impulsada por el amor y por la fe altruística, debe acudir á revelar esa misión al joven, á hacer que no vacile, á mostrarle el punto á donde debe encaminarse y á servirle de guía y de apoyo; ser, en resolución, la Egeria del nuevo Numa, la Cadijah del nuevo Mahoma, la Juana Welch del nuevo Carlyle ó la Clotilde de Vaux del nuevo Augusto Comte. Para subir á esta altura de santa del positivismo religioso, de escudriñadora y reveladora de genios, de esposa y madre espiritual de apóstoles y de profetas, es evidente que la dama ha de tener bastante más edad que el galán. A Mahoma apenas le apuntaba el bozo cuando Cadijah, que era ya jamona, aunque de muy buen ver, se prendó de él y descubrió sus aptitudes proféticas.
Si esta manera de amar es natural y útil, no lo es menos, y es más frecuente la contraria. La mujer es como la mariposa, que vuela en busca de la luz, y en su resplandor se quema las alas. Allí donde algo resplandece va la mujer moza como atraída, y sin reparar en edades. Muchas no quieren aguardar la de la experiencia para buscar y amar al egregio poeta oculto aún, al orador y alto político en ciernes, al futuro general victorioso ó al sabio eminente, que ha de dar al mundo un nuevo sistema de filosofía, ó ha de descubrir otra brújula, otra pólvora ú otra América. Y si por caso tropiezan en el sendero de la vida con este personaje, revelado ya, y no latente, el cual es casi seguro que ya tiene cincuenta años, porque para revelarse y ser guerrero de fuste, político de campanillas ó sabio probado, se requiere tiempo, nuestras señoritas reconocen en él su ideal, no reparan en las canas, ó si reparan, gustan de ellas, y se enamoran del viejo y desdeñan por él al joven. Esto está sucediendo todos los días.
El caso de la Conchita de nuestra novela es enteramente de este orden. Para una muchacha de la Higueruela, que no sabía de filósofos ni de hombres de Estado ¿qué mayor ni más adorable prodigio que el tío Sebastián, gobernando toda aquella máquina de su labor, temido y respetado como señor y dueño, y viviendo en su cortijo como un venerable, hermoso y noble patriarca, lleno de majestad apacible?
Infiero yo de lo expuesto que no hay monstruosidad, ni rareza siquiera, en que Conchita se enamore de su tío; ni en que el tío, pensando más reflexivamente que ella, que de quince años á cincuenta van treinta y cinco, tenga aquellos amores por desatinados, y trate de que no tomen vuelo; ni, por último, en que, á pesar de tan juiciosos propósitos, la pasión propia, la ocasión siempre propicia, y el violento afecto de la muchacha puedan más que todo y den al traste con la prudencia y demás virtudes del tío Sebastián, no por cierto muy acrisoladas ni ejemplares.
Esta lucha en el ánimo del viejo, la terquedad sublime del amor de la muchacha, y la victoria definitiva de este amor, todo está bien contado y hábilmente graduado para que interese y produzca notable efecto artístico.
Hay en el progreso de la acción varias escenas harto escabrosas, pero no llegan á la grosería, y se pueden tolerar, con tal de tener cuidado de que la novela no caiga en manos de las solteritas inocentes.
Ya se entiende que todo es relativo, según aseguraba D. Hermógenes.
Comparada con la mayor parte de las novelas de Zola, la del Sr. Rueda es casta y púdica como Pablo y Virginia.
Ignoro lo que el Sr. Rueda cree sobre el alma humana. No voy á discutir con él si es espiritual, si es inmortal ó no, pero, llamando el yo, sin explicarlo, á lo que en nosotros piensa y ama, entiendo que este yo, sencillísimo en su sustancia individua, es muy complicado en sus operaciones, deseos y pensamientos. En la formación del amor de Conchita han debido entrar muchos más elementos de los que el Sr. Rueda analiza y estudia.
Demos de barato que la psicología no es más que fisiología y patología interna. Pero aun así, será justo convenir en que todas las funciones, pasiones y facultades de un sér humano no son obra de unó ó de dos aparatos, sino de varios; y hemos de convenir también en que, así como hay órganos sobre cuyo uso quedan dudas aún, así hay también actos de la voluntad y de la mente, que aún no se explica de qué aparato ni de qué órgano provienen. En suma, yo lamento que el Sr. Rueda dé sólo causas harto sencillas á la pasión de Conchita, y aparezcan las causas muy físicas, neuróticas y morbosas.
La novela, tal como es, es bonita: pero lo hubiera sido más si hubieran aparecido en dicho amor causas más complicadas y altas: la novela entonces, sin faltar á la verdad, sino más conforme con ella, aunque menos á la moda de Francia, hubiera sido un delicadísimo idilio. En esto ha ejercido mal influjo el naturalismo francés. El preconcepto de que hay algo de enfermizo, de fatalmente vicioso y como de nefando en el amor de la muchacha, derrama sobre toda la obra cierta desagradable tristeza. En cambio, dicho naturalismo ha influído de un modo benéfico en el esmero y en la amorosa y atinada pulcritud con que el Sr. Rueda pule, atilda y cincela el estilo. Se ve, se toca y hasta se huele lo que el Sr. Rueda describe. Nos creemos en el cortijo: sentimos, en su amasijo campestre, los acres efluvios de la levadura, y, durante la vendimia, el aroma del mosto que fermenta en las tinajas. Se diría que respiramos el ambiente del campo de Andalucía, impregnado en la humedad satina del mar que está cerca. Los paisajes, los cuadros de costumbres, los diálogos de los rústicos, el ser de los personajes secundarios, todo está copiado del natural con fidelidad y con gracia.
Tal vez en esto llega el Sr. Rueda á ser un modelo, al pintar á la gitana que vende el pañolón, que dice á Concha la buenaventura, y que descubriendo (y no era difícil) sus amores con el tío, los exalta y aguijonea con melosas y elocuentes frases. Toda la charla de la gitana es la propia verdad poética; es red de palabras blandas y filtro lascivo y música de sirena con que la bruja acaba de atar, de embriagar y de seducir los corazones de la sobrina y del tío. Se conoce que el Sr. Rueda. buen poeta en verso, es poeta en prosa también; ama la forma, y quiere competir, y compite, por el afán y acierto con que la cuida, con su paisano El Solitario.
Mucho tendría yo que decir aún; pero no debo cansar á los lectores. Básteme afirmar, para poner fin á este artículo, que la impresión que produce la lectura de toda la novela es la de que hay en España un buen novelista más. Su artística elegancia y su limpia y castiza manera de estilo y lenguaje prometen mucho, y ya convidan á que sus obras no sean de las que se leen á ver lo que sucede, y luego se dejan y se olvidan, sino de las que, después de leídas, vuelven á leerse para saborear la dulzura afluente de la dicción, y para contemplar con reposo en los cuadros la firmeza y corrección del dibujo y los varios tonos del espléndido y armónico colorido.
Juan Valera.
(Publicado por primera vez en El Imparcial de Madrid, el 18 de Marzo de 1889.)
EL DESAYUNO
Esperando á que la incierta luz de la mañana entre en hilos de claridad por las hendiduras de la puerta que da al campo, uno de los gatos del cortijo está en perspicaz acecho, con las dos manos estendidas hacia adelante, y la cabeza algo agachada, lo mismo que si se hallara á la vista de algún fugitivo ratón.
Esta vez no espera, sin embargo, echar las uñas á su víctima, sino que, por el contrario, aguarda la venida de la rosada aurora, porque con ella arriba al cortijo la solícita despensera, cargada con todos los artículos que han de hacer falta durante el día.
Entre ellos, clara es la cosa, viene la deseada cordilla de los gatos, y aquí acaba de explicarse que sólo por el interés es por lo que el más antiguo de los vigilantes de rincones del cortijo, está como cosido á la puerta, no haciendo otro movimiento que el de sacudir repentinamente de vez en cuando una de sus orejas, como si al llegar á ellas otro rumor que no fuera el de los pasos de la mujer, lo lanzara, molesto, de su oído.
A alguna distancia del animal hállanse apostados, acá y allá, sus demás compañeros, agazapados en la misma actitud, y es cosa de observar entre las profundas tinieblas de la casa, las redondas esferas de sus ojos, que sin saberse de dónde reciben la luz, brillan azuladas ó verdes, como piedras de fina transparencia.
El espacio negro de la estancia, se halla impregnado de suaves olores campestres que se unen y entrelazan en agradable armonía, como se enlazan unos á otros los motivos de una obra musical.
Escudriñando con el olfato podríase dar, mediante una instintiva marcha de curvas y ángulos, bien con el pajar, donde exhala su particular aroma la paja, bien con la campana de la chimenea donde está la caña de morcillas como sarta de negros dogales, ó bien con el local destinado á los frutos, donde al entrar, se entonan y vigorizan los nervios, que insensiblemente pasan recado al apetito.
Là luz de un candil que alumbrara de pronto la estancia, haría aparecer ante los ojos, de manera tan confusa como poética, los instrumentos de labranza colocados á un lado y otro de la cocina, las vasijas de pleita encajadas unas en otras y alzándose en guarnicionada torre á un extremo, las jaulas de perdíz enclavadas en el muro con sus mustios restos de hojas picadas, y todos los detalles que adornan la vivienda de un buen cortijero, como bueno es el taciturno tío Sebastián, que durante el día bulle por toda la casa, dándole más acentuado carácter.
Ahora, sopla por un lado de la boca, acostado en el colchón, de lanas de su rebaño, y Dios sabe en que sueña, pues muy del otro lado de los bríos que trae consigo la juventud, sin familia que le moleste, y bien repletas las arcas y las trojes, no viene á solicitar su atención nada que no sea sosegado y tranquilo, como sosegado es su carácter, y tranquilas y morigeradas sus costumbres.
En habitación lejana á la en que duerme el santo varón, disfruta tambien de sus visiones psicológicas la honrada y hacendosa Antonia, criada del tío Sebastián, que puesta también por los años fuera de los tiros del amor, entiende en los asuntos de la casa y se entrega por entero á sus quehaceres, con acierto que corre parejas con su pulcritud.
Al fin, por la línea azul del mar que en curva perezosa rodea el extenso paisaje donde se halla enclavado el cortijo, asoma la temerosa luz del día como apocada muchacha que en sus quince abriles asoma á las primeras visitas, y toda la llanura de la playa, las laderas sembradas de vides é higueras, las huertas de cañas de azúcar y los festones de olivos y naranjos, empiezan á esbozarse sobre el cuadro de la naturaleza y llenan la impalpable gasa que los envuelve de agitados puntos luminosos, entre cuyos remolinos asoman sus copas atrevidas las palmeras y las torres de la lejana capital.
Antonia despierta entonces con exactitud de cronómetro, que tal se la ha ido fijando la costumbre, y á tientas coge la caja de los fósforos de debajo de la almohada y forma para encender ese rumor que no puede confundirse con otro alguno, ni aun con el zarzalear de los ratones; y hecha que es la luz en su mano, va en dirección del candil, hundiéndose en los golfos de tinieblas y viendo anaranjado y orlado de iris el resplandor, á causa de la suave congestión del sueño.
Trasmitida la luz á la mecha, que se halla endurecida por los restos de la última combustión, coge el candil en una mano y se desliza de puntillas para no despertar al dueño, yendo en dirección de la puerta del campo, con gran contentamiento de los gatos, que de diferentes puntos salen en dirección de ella, alzando la cola y dando mallidos cariñosos.
El cerrojo despereza sus goznes, haciendo á modo de ruidosos bostezos; descórrese la inflexible tranca, y sacudidas por Antonia las hojas de la puerta, bien como si llamara á una persona dormida, ábrese á la luz del día la casa, y el primer rayo de sol va á dar en el fondo de los brillantes peroles de la chimenea, que lucen al pronto como los abandonados instrumentos de una banda de música.
En el mismo escalón de la puerta se dan los amigables buenos días, el perro vigilante queanhela entrar en la casa, y los gatos ansiosos de salir.
Antonia, apagada la luz del candil, cuya llama no luce ya en medio de la del sol, empieza sus primeros quehaceres y se peina y lava sentada frente á una silla, que sostiene, además del espejo, otros requisitos de tocador.
No bien ha terminado su rodete y ha dado fin á su aseo, cuando la despensera asoma por la vereda de delante de la casa: en las cabezadas de los toldos la aguardan impacientes los gatos, componiendo una original sinfonía de distintas voces.
Llega la mujer con su enorme cesto. lo coloca encima del rebellín, y cambiando su saludo con Antonia, va pidiendo á ésta la lista de los artículos que desea, dejándose ambas cercar por la legión ruidosa de los gatos.
Pero como con tanto mallido se hace imposible la conversación entre las dos mujeres, pide Antonia la ración de cordilla, y lo mismo es cogerla en sus manos y preparar el cuchillo, que ponerse todos los animales á dar saltos y cabriolas en torno de ella, tirándole alguno del vestido de esa manera inteligente que significa tanto como decir «aquí estoy yo».
La primera ración va por derecho de antigüedad al gatazo, bisabuelo de los demás gatos, que á semejanza de una persona, gruñe y pone los bigotes de punta cuando coge la tajada.