La reja - Salvador Rueda - E-Book

La reja E-Book

Salvador Rueda

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Beschreibung

Perfectamente descrita por su subtítulo, «novela andaluza», La reja es una obra de Salvador Rueda en la que se aborda desde el punto de vista del costumbrismo y el incipiente modernismo del autor la problemática de la vida rural andaluza y las duras condiciones sociales del pueblo en su época.

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Seitenzahl: 159

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Salvador Rueda

La reja

NOVELA ANDALUZA

Saga

La reja

 

Copyright © 1917, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726660142

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

A LOS ESCRITORES, CRÍTICOS

Y POETAS AMERICANOS

EN TESTIMONIO DE PROFUNDA SIMPATÍA

Salvador Rueda.

Madrid, Marzo 90.

La Reja.

I Á TIENTAS

Ya había puesto la tranca á la puerta el padre de Rosalía, llamado entre la gente de Guedeja el tío Justo, que era avaro cuanto receloso, y tosco de cuerpo como de alma.

Poco más que la tranca alzaba del suelo el huesudo y rehecho hombre.

Su cuerpo, de la chata figura de un tapón, dejaba adivinar el engranaje de huesos como una urdimbre de bronce.

Dominaban al tío Justo dos pasiones: la avaricia, y un apego increíble al trabajo. Labraba su huerto, cavaba su viña, remendaba su casa, y todo lo hacía con la ceguera del cerdo, que mete la palanca de la jeta en el suelo y levanta y tritura las pizarras.

Su cara tenía la expresión de la del hombre que mira de soslayo y anda de igual modo para caer por la espalda sobre su enemigo. La intención, una intención que era casi instinto, iba derecha al objeto; pero la mirada dijérase que hacía ángulo en el camino.

Cuando este hombre supo que su hija tenía relaciones amorosas con Bernardo, mozo á carta cabal aunque fosco, pero sin la posición que para sí quisiera la ambición del tío Justo, miró á Rosalía como si fuera á atravesarla con los ojos, y bajando y reconcentrando la voz—manera suya de expresarse,—dijo con un resuello hablado:

—Melnardo te jace morisquetas y carrantoñas, y trata de engatusarte. Una cosa via ecirte; es que no quió novio, y menos ese ejambrio que no tiene onde caerse muerto.

Pero cuando esto sucedía estaban ya Rosalía y Bernardo, como si dijéramos, encajados moralmente uno en otro, y de tal modo, que el amor no había dejado señal de la juntura.

Ella esperaba temblando las horas en que todo busca su ley de gravedad en el sueño, para salir á la reja y hablar con él, mientras se deslizaba con andar no sentido la noche. Sabía el tío Justo que su hija seguía enamorada de Bernardo, y acechaba á toda hora, receloso y brutal, el momento de cogerla en callado palique con el mozo.

Rondaba la reja como grajo la carne muerta, y sólo cuando en el fondo de la sombra hervía, á medianoche, el concierto de levísimas voces del silencio, dormíase con sueño de plomo.

Hasta para dormir era atroz aquel hombre pequeño: su espíritu caía en los abismos psicológicos como una piedra en la sima; habría que darle con un mazo para despertarle.

Despeñado se hallaba en uno de estos sueños, y también dormía á pierna suelta toda la familia, la noche en que, tras de varias de no verse, había citado Bernardo á Rosalía en la reja.

El trayecto desde el cuarto de ésta á la ventana era un camino erizado de obstáculos. ¡Qué mujer no le ha recorrido para asistir al suave coloquio de la reja!

Para acudir, tendría la moza que saltar sobre camastros tendidos en el suelo, rozar casi la cabecera del lecho de su madre, escurrirse bajo el catre donde el padre dormía, y correr toda suerte de peligros conteniendo la respiración y acallando los leves crujidos de la ropa.

La reja daba á una calle, que tenía por límite el campo. El aire mecía á aquella hora entre los hierros las tres mil campanillas de una profusa enredadera, que parecían tocar á gloria por las fiestas invisibles que las cosas celebran á medianoche.

Nada turbaba el reposo del pueblo, blanqueado de un modo fantástico por la luna.

Las pizarras lejanas que en las laderas fingen bajo-relieves con figuras y diseños, caballos lanzados á la carrera, lanzas en combate y cuanto quiera idear la imaginación, sostenían una leve «escarcha» de luz que el astro tendía sobre ellas.

Los vallados de pitas que cercaban por todos lados el pueblo, los moños de chumberas que simulaban fantasmas y visiones, los ramajes lóbregos de la cañada donde cantaba algún desvelado ruiseñor, y el anillo de montañas, altas y mudas, que encerraban el cuadro sombrío y medroso, daban al pueblo el aspecto de un coliseo en ruinas, que hacía más misterioso el sosiego augusto de la noche.

Rota la colosal gradería por el lado donde se seguían tristes y solas las cruces del calvario, aparecía un ancho fondo de mar, en cuya superficie temblaba un plateado reguero de chispas de luna.

En las ventanas goteaban con largas intermitencias las regadas macetas de albahaca, que esparcían su aroma en el aire, unido al original y picante del clavel.

Son éstas las noches en que las cabezas juveniles se llenan de sueños y en que los ojos buscan las estrellas para descansar en sus luces como sobre amantes pupilas de mujeres.

La reja de Rosalía, abierta á causa del bochorno, parecía altar dispuesto para decirse en él la misa del amor.

Pendía de un clavo la alcarraza, goteante de trémulo rocío; cabeceaban los claveles á los golpes del aire, saludando á algo invisible que pasaba; dormía en la varilla el canario convertido en maravilloso equilibrista; escondíase en lo alto del umbral, como telón rizado, la persiana; y el follaje de las tres mil campanillas escondía y agraciaba la reja, como el cabello en desorden agracia un rostro de mujer.

Allá adentro, sondaba Rosalía con los brazos, puestos en forma de balancín, la sombra, y se disponía á emprender su carrera de obstáculos hasta llegar al lado de la reja.

Cuando tocó el quicio de la puerta, ya fuera del lecho, apoyó en el muro la cabeza queriendo venir al suelo de emoción. En la sombra creía ver musarañas luminosas, juegos de claridad que titilaban un momento y se desvanecían haciendo resaltar con más intensidad las tinieblas.

Aplicó ansiosa el oído.

La respiración de su madre, que dormía en la estancia inmediata, sonaba con el ritmo plácido que indica el reposo absoluto del cuerpo.

Valida de la vista del tacto, que lleva un ojo sin retina en cada dedo, palpó la pared que á la estancia conducía y alargó el pie desnudo con esa instintiva inteligencia de la materia.

Cerca del lecho de su madre, la conciencia le trazó una interrogación en la sombra; pero la imagen de Bernardo, que se alzó de pronto en su cerebro, sustituyó el signo por una afirmación, y la desvelada siguió su lento camino de tropiezos.

Fuera de la estancia, dió vista á un extenso corral, con puerta al campo, donde dormía el ganado bajo techos de cañas y donde exhalaba un espeso vegetal su fragancia: de él voló, con un richinante ruido de alas, un pájaro de la noche.

La mujer estranguló un grito en la garganta al sentir aquel ruido, y recibió una sacudida en los nervios que se los dejó vibrando como campana.

La sangre corrió por su cuerpo huyendo á refugiarse en el cerebro, de donde cayó con pesadumbre al corazón.

Muda permaneció algunos instantes.

Durante ellos, creyó que se había petrificado: largos le parecieron los momentos, hasta el extremo de creer que ya no estaba allí, que aquella escena había pasado hacía tiempo, que soñaba, que el hilo de la vida se había roto, y que ella iba envuelta en un rodar de horas sin medida.

Para romper aquellos siglos de quietud, echó nuevamente el paso y penetró en la habitación del hermano. No oía la respiración de éste, pero llevando todas las facultades de su ser al oído, adivinó, mejor que oyó, el compás largo y callado del aliento, que revelaba una absoluta paz en el espíritu.

Siguió. Sus manos hendían la sombra dando paladas á manera de remos en las olas. De vez en cuando tocaba el muro, cerca del cual se deslizaba.

Al llegar á la cocina, á cuya puerta se hallaba extendido el catre del padre, percibió fuera, allá en el cañaveral de la hondonada, el bronco concierto de las ranas, que á aquella hora cantaban sobre las piedras del estanque devolviéndose unas á otras la canción.

Inclinó el cuerpo para pasar bajo el lecho: una codorniz, encerrada cerca, en la jaula, atolondró de pronto sus oídos con tres golpes de tímpano, que cortaron el silencio y llenaron el aire de ondas sonoras y alegres.

La cara le blanqueó á la mujer de miedo en medio de la sombra. Se irguió con el repetido temblar de una fuente y se apoyó en un objeto que había sobre una silla. Era la pistola que ponía el tío Justo cerca de su lecho por si era asaltado á deshora.

La idea del arma, llegando por conducto del tacto á su cerebro, le hizo lanzar un pequeño grito.

Trepidando dentro de sí misma se llevó las manos á la frente, que es donde busca apoyo el espíritu cuando vacila.

Era morir aquella situación.

Un ruido, un golpe dado en un mueble, un tropiezo cualquiera podían despertar á su padre. Entonces, tomándola por un intruso, era evidente, la haría rodar al suelo disparando el arma sobre ella.

La emoción huyó por su cuerpo haciendo temblar el complicado ramaje de sus nervios.

Necesario era que tuviese un inmenso amor á Bernardo para afrontar aquellos peligros.

Las angustias supremas que pasaba eran solo las de la ida. De regreso le esperaban los mismos sobresaltos, los mismos temores, y el riesgo de ser vista sería mucho mayor, porque se separaba de la reja cuando por el lado del mar temblaba el primer reflejo del día.

Midiendo el peligro en que se hallaba, se pegó trémula de miedo al muro, semejante á un bajo-relieve, y contuvo la respiración.

Otra vez volvía á perder la idea del tiempo, del sitio, de la escena: su naturaleza parecía volverse de mármol, según lo petrificado de los músculos.

A poco, desentumeció el cuerpo, que crujió por las coyunturas de los huesos como si la larga quietud de un siglo hubiera soldado las junturas.

Lejos oyó un rumor levísimo, un murmullo en el que parecían venir sonidos metálicos, zumbido de gritos y de voces, golpes de tos que conducía, borrosos, el aire, y rumores de patrulla, en fin, que á semejanza de los de una multitud, venían, avanzaban, destacaban entre sí ecos de ecos, risas de risas, acentos de acentos: era una alegre parranda que iba de reja en reja, dejando en los desvelados oídos de cada moza una copla sentida y un arabesco de notas.

¿Se pararía delante de su reja? ¿Tendría la mujer que retroceder á su cuarto antes de que el padre volviera del sueño?

Un mozo cantó á lo lejos esta copla, con voz que llegó atenuada y débil á los oídos de Rosalía:

En el altar de tu reja

digo una misa de amor;

tú eres la virgen divina,

y el sacerdote soy yo.

—¡Es Alejo!—habló con el pensamiento la mujer, reconociendo la voz del que cantaba.

La belleza de aquel inesperado efecto que rompía el silencio de la noche le hizo olvidar un momento su situación.

A pesar de su estado de angustia alargó el oído hacia la fiesta, y quedó en suspenso aguardando.

Otra voz dió al aire esta dramática copla, cuyo final quedóse borrado en la distancia:

Que no me den tal suplicio

mándale á tus ojos negros;

ellos, firmes en matarme;

y yo, más firme en quererlos.

La parranda cruzó el fondo de la calle y se alejó en dirección opuesta, llevando consigo sus ecos plañideros y sus coplas profanas.

La moza volvió á «hundir» los oídos en el silencio.

Inclinó de pronto el cuerpo con heróica decisión, pasando bajo la cama del padre, y se halló en la cocina, frente á frente á la reja.

Fuera, se deslizó un bulto y vino hacia la pared adoptando precauciones y cautela. Era la figura de Bernardo, que, hundiéndose entre el follaje, aproximó la cara á los hierros.

Un figurado repique triunfal alzaron las tres mil campanillas, que temblaron de gozo al pasar corriendo por ellas la delicada mano de la brisa...

__________

II PELANDO LA PAVA

—¡Ay, qué angustias, Bernardo!— gimió, apenas llegó á la reja, Rosalía. Pisando sobre la voluntá mesma pa no jacer ruío, ni sé cómo llego á echarte los ojos encima.

—¡Y ganas que había yo reunio de cruzar los míos con ellos!

—Si lo dices con sorna, sabe que no es mía la culpa.

—No digo que la tengas, pero en días del mundo te alvierto que esto no pue seguir asín.

—Pues ya lo ves tú. A pesar de que mi padre se opone á que nos queramos, corro estos peligros por verte.

—Duro es tu padre y cabezón, pero ya sabes la copla que dice:

Una gotera contina

ablanda un duro peñón.

Quió decir que, puesto que yo aino, aina tamién tú y gánate palmos y terrenos.

—En ello tengo los cinco, pero con mi padre no valen razones; na puen lágrimas contra piedras.

—No me quié por probe, ¡el, que marca por suyo cuanto mira! Pero anque me cubre jergueta, que no fino vestío, y no traigo justillo jaquelao, traigo sí quereres jondos y verdaeros.

—Lo sé de sabio y no es menester repetirlo; pero ve con esas á mi padre.

—Pues ello es que hay que ganar terreno.

—Tú dirás cómo.

—Estar en un pie es padre del conseguir, y el que vela, con más razón espera que el que duerme.

—Muy á lo sabío platicas y asotilas la mente, pero te digo que no encaja tu discurso.

—Pues por las veras del amor que te tengo te lo juro; no por buenos respetos á tu padre he de dejar de jacer una temeriá si la cólera me se sube á los altos.

—Eso sí que no lo consiento.

—Si se empeña en no dejarnos vivir, te digo que jaré lo que sinifico.

—¡Ay, Bernardo! ¡Cuándo llegará el dia en que esto se dé por finío en bien.

—De ese talle me viera que no aquí de solo á solo y con la reja promedio. Mas, cuando hasta me paece... que no eres conmigo la mesma.

—¡Que no soy! ¿Por quién sino por ti salgo á la reja, cuando mi padre me la tiene prometía?

—Pos una cosa via ecirte.

—¿Qué?

—Que te tengo entre ojos... vamos, que creo que no me quiés como antes.

—¡Jesús María!

—Dicho está y no me retrato.

—Días de ver á Dios hay, Bernardo, y entonces has de saber cómo te quiero.

—Mientras que aquí no sea...

—¿Qué más quieres que jaga?

—Soy un jauto, lo sé; un jíbaro apegao al terruño y no á la letra, como esos presumíos que te enamoran con gusto y venia de tu padre.

—¿Y qué me importan á mí esos?

—El uno, Antolín, ata el caballo á tu reja enterrao en jaeces y abalorios, y el otro, con el achaque de primo vengo y te veo; con el aquel de que tu tía gusta oir las gracias de Primores, éste se te entra por la puerta y venga de la fabla.

—No hay peligro en na de eso, Bernardo; si el uno ata el caballo á mi reja y el otro viene á dejarme sus decires en el oío, á mi quien me gusta eres tú; y antes que vestir jamete y tener los tantos y los cuantos, prefiero tu probeza y el cariño que en ley de Dios me tienes.

—Sí que te lo tengo. Jaz tú como yo, que me abrazo á lo que quiero y no lo suelto.

—Ya sabes que en ese punto tampoco me dejo vencer.

—Pues toma bien de memoria lo que digo: tu padre pone los ojos, antes que en ti, en la pecunia. Primores, su vivir tiene y su puñao de onzas, manque al hablar no tenga más que chanfaina; Antolín, por el caballo que monta y por las seas que le cuelga, bien se ve que tamién le tocó algo de hacienda, si no es que le tocó mucho. Yo soy el que no he de tener en la vía cosa de argén, porque un puñao e tierra y una barca no jacen la suerte de naide; conque ersamina tú este juicio á ver lo que risuerves.

—Resolvío lo tengo dende tiempo; naide vale pa mí ante tú; y si mi padre me enfada la via y no me quita lo amargo de la boca, lo llevaré con pacencia, pero seguiré esperando á que esto puea acabarse en bien.

—Pues ello es que hay que eterminar casarse.

—¿Sin la cosentiá?

—Escansa en mí, que, como saco palante la raya del arao, sacaré esto tamién derecho.

—¿Piensas en un sacorio?

—Acertates. ¿Qué ices á ello?

—Sería una campaná en el pueblo.

—Y gorda, pero hay que tener pecho.

—Es que eso es escaparse de la casa.

—Sí, pero en siendo depositá y viniendo por ti, en caballos que bien juyan, padrinos, testigos y el juez...

—Con to, piénsalo bien, Bernardo. A la fin del mundo iría yo contigo en tú queriendo, pero ya sabes las jablillas lo que son, y además que, si por mi padre menos, por mi madre, que no tiene culpa, no quió comportarme asine. Luego...

—Luego ¿qué?

—Que me paece... vamos, que me paece que eso no lo manda Dios.

—Dios es quien lo dita cuando contra lo que es güeno y santo se oponen hombres como tu padre.

—Pero es mi padre al fin.

—A los perros mesmos lo echaría yo, manque así sea.

—Ármate de pacencia, Bernardo.

—Yo soy de ese corte y asine. Me pisan y callo; pero en la indinación sintiendo, estrangalaría al Pleste mesmo de las Indias si á mano lo hubiera.

—Menos mal tú que no oyes su cantata.

—Bien que la oyo, pero po un oío me entra y po otro me sale. Y escucha, que yo llevo puesta la mira en lo que importa: pa risolverte á ejar la casa tómate los días que quieras, no siendo muchos; y si lo que risuelves es lo que debes, sábete que escomienzo á preparar el sacorio pa que sea en las fiestas e la Virgen.

—Es que estamos en vísperas, y las cosas jechas de prisa mal salen; más vale revinayo, Bernardo.

—Revinao y más que revinao lo tengo. Con la casucha mía hay pa que los dos vivamos, y á mi agüela debo la fineza; por otra parte, mi jornal, ganao con la barca, da pa el garbanzo y el pan; conque, si tu no lo ices, no veo más cabos que atar.

—No paece sino que algo te ataraza.

—Así es y dígolo así.

—¿Qué te pasa? Jabla.

—Mil fantasías celosas me conturban.

—¿Vuelves al tema?

—Y volveré.