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Colección de relatos del autor Salvador Rueda que presentan un cuadro de costumbres de la vida cotidiana andaluza de su época. Pequeñas historias del pueblo llano que no por ello renuncian a la cuidada prosa del autor y a sus tendencias modernistas.
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Seitenzahl: 182
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Salvador Rueda
Saga
El cielo alegre
Copyright © 1887, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726660357
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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Bajo un sol que echa chirivitas, segun la expresiva frase de mi tierra; colocados de uno en fondo á causa de lo estrecho del camino; embadurnados los rostros de tinta de moras, y los trajes en estado de bandera hecha girones, avanza por el ejido adelante un buen golpe de chiquillos del pueblo, que llevan la premeditada idea de zambullir sus no muy delicados cuerpos en las cenagosas aguas de una alberca.
Los que componen la partida son Miguelillo, pequeñuelo gracioso y travieso; Rosendo, criatura ágil y despierta, que lo mismo mete una pedrada á las ramas de un albaricoquero, que coje una lagartija en el campo; Hipólito, que así arrima una bofetada á su hermano más pequeño, como sube al más alto álamo por un nido; Caralampio, que declarada su vocacion contraria al magisterio y al sacerdocio, tan asi degüella media docena de palomas al maestro, como apedrea al cura cuando vuelve de paseo hácia el lugar; Remigio, Estanislao, Sinforoso..... todos gente de pelo en pecho y armas tomar, forman el alegre núcleo de la cuadrilla de bañistas, que con promesa de pisotear, ante todo, el huerto del tio Canillitas, y de comerse todas las ciruelas y manzanas de las cercanías, bullirá, si Dios no lo remedia, dentro del espacioso estanque, y armará horrible tremolina, cada cual sentando su indiscutible derecho á la rapacidad, á fuerza de manotadas y coscorrones.
Viva la alegría, y vivan las rabonas á la escuela, que tan propicias se muestran al recomendable ejercicio de la natacion, acompañado de guerra á los árboles, paliza á las culebras, persecucion á los cigarrones é inauguración de descalabraduras.
Con mucho manejo de pié y brazo y danza de cabriolas y zapatetas, la turba baja por la vereda de las Erillas, atraviesa el rio seco de la hondonada, tira unas cuantas piedras á la osamenta de un burro echada en el barranco, llega á otro cercano riachuelo que conduce por algunos sitios un tísico chorro de agua, coje en él varias ranas, que sopla con una avena y las hace dar el tronido entre piedra y piedra, y toma, por último, el camino que conduce á la huerta del tio Hipólito, el cual á aquellas horas ni sospecha siquiera, dormido en su casa del pueblo, que á su alberea se dirige aquel ejército invasor que tantas fechorías ha de llevar á cabo.
—¡Eh, muchachos!—dice de pronto Miguelillo,—el guarda baja por aquel repecho con la vara en la mano.
—¿A ver?... — dicen todos alargando la gaita.
—¡Por allí, mirad!—vuelve á insistir el llamado Miguel.
—¡¡Es verdad!!—añaden todos á la vez, y deslizan sus cuerpos uno tras de otro á lo largo de un espeso bardal de chumberas, ocultándose á la fatídica figura del guarda. Huyendo como ágiles perdigones, llegan á un matorral de la orilla del rio, y en el hoyo que hay oculto en medio, se agazapan contra la tierra.
Formando una compacta pelota, y conteniendo las respiraciones, aguzan el oido y taladran con los ojos la maleza, esperando el paso del vigilante. Pronto pasa éste blandiendo el garrote en una mano y mirando á un lado y otro, mientras pronuncia terribles palabras á media voz.
¡Oh momento espantoso! ¡Quién no lleva grabado en su corazon el trágico instante en que, escondidos del vigilante campestre, le vimos pasar rozando casi nuestros vestidos y empuñando el récio aeebuche en la mano, del cual nunca más se nos olvidan ni las dimensiones, ni el grueso que mostraba, ni el rosario de nudos que habia de caer sobre nuestras costillas!
Despues que verificando algunas paradas y registros hubo pasado el terrible guarde, salió el primer charranzuelo del nido, mirando á la loma por la que traspuso el vigilante, siguióle asustado y receloso el segundo, saltó del escondite el tercero, fué en su seguimiento el cuarto, y así surgieron del matorral unos tras otros, mirando con insistencia hácia el punto por donde se vió desaparecer al enemigo.
—¡Oye!—dice ya en el camino y en voz baja uno de los muchachos,—de buena zurra nos hemos librado.
—¡Digo! ¡y que la vara era floja!—añade acaso el más sensible.
—Pues no, que si se enreda á palos.....
—¡Pero no nos pilló! ¡matraca, matraca!— dice el más decidido, y se golpea con el puño cerrado en la palma de la otra mano.
Podrá creerse que con incidente semejante, la bandada de muchachos camina apresuradamente al pueblo; pues no señor, más que nunca decididos caminan hácia el estanque, y pronto las pedradas que suenan en los troncos de los árboles anuncian el paso del ejército invasor.
Tras una larga caminata en que han agotado hilo á hilo todo el sudor, han crucificado á varias lagartijas y han cortado el rabo á algunos lagartos para verlos dar brincos y saltos sobre el suelo, llegan al apetecido borde del estanque, donde una enmarañada cabellera de zarzas pone pálio rústico al profundo espejo de las aguas.
De seguida empieza el aflojamiento de tirantes, los desenfadados pongos al aire para quitarse el calzado, y el presto caer á tierra de las armaduras, que dejan á la vista el bronceado cuerpo de los rapaces.
Libres de la enfadosa casulla, donde no hay punto que no muestre su agujero, empiezan el retozo y la algarabía en torno de la alberca, hasta que el principal nadador sube á un alto poste de ladrillo, y en presencia de todos dice: á la una, á las dos, á las tres (todo en los muchachos es á las tres veces), y juntando las palmas de las manos sobre la cabeza, y metiendo ésta entre los brazos, déjase caer formando un arco flexible y elegante, y va á perderse bajo las aguas, de las que apenas levanta espuma ni rumor; dá despues diestras paladas bajo el líquido, con la melena toda flotante y erizada, y se desliza como pez agilísimo que recorre las distancias de su vivienda.
Tras el largo silencio de la calada, en que ninguno sabe dónde irá á salir el nadador, rompe el muchacho el haz de agua con la cabeza, sacude con un movimiento perruno las gotas que se quedaron colgando de sus cabellos, y que se desprenden en perfecto círculo de su cabeza, y dejándose ir de nuevo dando brazadas magistrales, queda con el líquido á la cintura enfrente del poste, donde otro chiquillo mueve desaforadamente los brazos como aspas de molino, y enarcando graciosamente el cuerpo, déjase ir con igual soltura que el anterior, verificando iguales movimientos.
Ya dentro de la alberca toda la ruidosa bandada de muchachos, uno gira sobre el pié hundiendo los dedos de la mano en el agua para levantar con un movimiento de rotacion una palma brillante; otro corre con torpe paso tras de un camarada, éste desaparece de la superficie y mientras nada debajo del líquido va tirando de los piés á los demás; aquél da gritos desaforados porque le parece haber sentido una culebra; el de acá es zambullido en el agua por dos compañeros que hacen traicion á su descuido; el de allá da saltos hácia arriba dejando al descubierto casi toda su escultura, y todos chapotean alborozados el barro y el cieno del fondo de la alberca, con igual deleite que si se hallaran dentro del baño de una odalisca.
Verificado todo el repertorio de brincos, hechos infinitos juegos, y vaciada á fuerza de manotadas gran parte del agua de la alberca, la tropa cree prudente salir sin más detencion del baño, y unos encogidos los brazos, otros tiritando nerviosamente de abajo arriba, algunos con los lábios morados y arrecidos, y todos con una gota colgando de la barba ó de la nariz, van en direccion de su sayo respectivo, con un apetito abierto de pronto, que buena les aguarda á los manzanos y perales de uno de los lados del huerto.
Ceñidas otra vez las amarraduras, se deslizan rastreando en direccion á los espléndidos manzanos; rompen al paso porcion de tablas de hortalizas; destrozan con patente descuido los camellones; arrancan varias lechugas clavadas en el suelo, y dejan pelados de fruta los manzanos, con la misma destreza que un ágil barbero trasquila la cabellera de un quinto.
Bajo un verdadero toldo de fuego y de rayos empiezan luego su regreso bácia el pueblo por las mismas veredas, llevando una fruta verde entre, los lábios, la piedra en la mano correspondiente, y el propósito firme de verificar la misma operacion al siguiente dia.
***
¡Negra y aborrecida viruela, sarampion incorregible y delirante tabardillo! yo os desprecio en nombre de todos los chiquillos de mi pueblo, porque el sol podrá cubrir de espantosas llamas la tierra, podrá derretir y desbaratar los metales, podrá convertir en una inmensa pira la máquina universal, pero no podrá de ningun modo proporcionar una simple calentura á los malignos muchachos de mi lugar, porque los hijos de mi país llevan el sol disuelto y hecho licor de fuego por las venas.
__________
Vredes escarabajos, gusanos de luz y luciérnagas de fuego, que vagando por los cálices de las flores y resbalando por las hojas del musgo, servís de estrellas en la noche llena de fantasmas y de tinieblas; prestad vuestros fosfóricos reflejos á mi pluma, hoy que quiero resbalar por las sombras, como espíritu invisible, y pintar los secretos y misterios de la noche.
Y vosotros, calados de luz misteriosa, que como blonda impalpable os moveis al rumor del viento sobre los bordes de los estanques, y en el fondo de los bosques; prestadme vuestro encanto irresistible, y haced que al conjuro de mi palabra se desprendan de los árboles y de los peñascos esas formas intangibles y vaporosas llamadas tinieblas, que al primer rayo del dia huyen á replegarse en su origen, asi como el alma, rota la crisálida del cuerpo, va á replegarse en su Dios y á bañarse en la luz increada.
Arrastraba la tarde con pereza su dorado séquito de luces y arreboles por los picos de las montañas y por las altas laderas, y empezaba la hora de los recuerdos y de las tristezas, cuando buscando á mi cabeza dulces hálitos que la refrescasen de los trabajos del dia, comencé á caminar por espeso bosque, donde los pinos y las encinas recibian anticipadamente el crepúsculo bajo sus copas, y donde los remolinos de hojas secas venian á estrellarse á mis piés, á medida que allá, tras las columnas de los árboles, encendia el crepúsculo sus reverberaciones de fuego entre nubes calientes é irisadas, que ya simulaban caprichosas sierras africanas, ya séres y árboles de un mundo aéreo y desconocido donde todo resbalaba sin rumores, ya lagos inflamados de oro, que temblaban bajo naves de abierto velámen, ó ya sucesiones y sucesiones de playas serenas y dormidas, tras de cuyos límites creíase adivinar ciudades no conocidas de los hombres, y misteriosos palacios donde habitarían séres de extraño origen y de costumbre ignoradas.
Las hojas crujían, crujían bajo mis piés como un rumor de ayes y de gemidos, como una triste música de Diciembre, donde van envueltos recuerdos y esperanzas, rumor de toses prolongadas da débiles enfermos y monótonos golpes de gotas de agua, de esas que en la oscuridad de las criptas labran su encaje de piedra entre la humedad de las rocas seculares y el acumulado polvo de los siglos.
En los distantes paseos invadidos de gente, oíase el rumor unísono y prolongado de infinitos carruajes que marchaban de regreso á la ciudad, simulando un estruendo de olas al romper contra los peñascos: las luces de sus doradas linternas veíanse entre las tinieblas del crepúsculo resbalar unas tras otras como rojas pupilas ó como chispas de gigantesco incendio barrido por el soplo del huracan.
Bajo las copas de los pinos agarrábanse las sombras á las negras arcadas, y el celeste tapiz del cielo daba fondo á los troncos de los árboles, parecidos á cuerpos de titanes que alzaban sus brazos á las alturas.
Pronto las sombras cayeron con leota pesadumbre; la luna ensanchó su disco sangriento en el horizonte, y se mostró en medio de su eterno silencio bañada de tristeza infinita.
Al contraste de la suave claridad, resaltaron más vigorosas las sombras en torno mio, y cribáronse en mil accidentadas formas y figuras, que convirtieron el fondo del bosque en un fantástico pavimento, empedrado de chispas de plata.
Las distantes campanas de las iglesias, repitieron en medio de la apacible quietud el sereno toque de oraciones, á cuyo aviso parece como que todo queda en suspenso, que los rios se paran, los árboles pliegan en silencio sus hojas, los remolinos del aire se duermen colgados de las ramas, y los espíritus hincan en tierra la rodilla, para repetir con voz entrecortada y balbuciente: ¡hosanna! ¡hosanna!
Levantándome del asiento en que estaba, di algunos pasos, que sobrecogia lo solemne de la naturaleza, por las naves del bosque. Apenas me habia erguido de la tierra, desprendióse de mi cuerpo la perpétua sombra que me acompaña, y fué á posarse calladamente en el suelo, como enamorada rendida que implora una caricia de su soberano.
Entonces observé todas sus mudas evoluciones en torno mio; ví cómo se arrastraba con sigilo y quedaba en actitud de acecho si por acaso me paraba; cómo fatalmente seguia mis pasos uno á uno, y aferraba su cuerpo de murciélago á mis piés, de los que no lograba desprenderla; cómo movia brazos y piernas, remedando mis propios movimientos, y cómo achaparraba su figura alzando desusadamente los hombros y doblando el irrisorio cuerpo, no de otro modo que si me hiciese burlas y bufonadas.
Me detuve; se detuvo; tomé asiento, cansado de luchar con mi enemigo, y ví cómo tambien la sombra se inclinaba á disputarme el tosco peñasco, quedando doblada sobre el césped.
El perfil de mi rostro dibujóse entonces enjuto y afilado sobre el suelo; miré cautelosamente de reojo si la vision me miraba, y cautelosamente volvió ella tambien el rostro para mirarme. Entre las manchas de la luz, enrejadas de ténues ramillos, intenté poner á salvo de sombra todo el aéreo perfil, y sin po der lograrlo, daba á veces con la frente en una masa negra que me hacia parecer mónstruo nunca visto por ojos humanos; ya aplicaba la boca á la silueta de un tronco, asemejándome entonces á endriago terrible que arrrojase chorros de tinieblas; ya me convertía en pez de brilladoras escamas fingidas por el salpicado de luna; ya tomaba aspecto de ser apocalíptico de espalda levantada, orejas de trompeta y hocico de elefante; ya se destacaba mi cabeza sobre el suelo como empenachada trompa de cínife gigantesco, que veia por dos esferas de claridad; ya, por último, al más leve movimiento de mi cuerpo, notaba el paso del aéreo perfil á través del encaje luminoso, que ponia sobre mi cabeza rayas de plata y líneas intensas de negrura.
El continuo ascender de la luna, que por fin hirió mi cuerpo desde lo alto, replegó la sombra en torno mio. Mi enemigo, la sombra impalpable de mi cuerpo, muy parecida, en lo tenaz, á la conciencia, vino entonces á abrazarme trémula y callada.
Solo así, libre ya de fatigas, y arrojados los fantasmas de mi cerebro, pude emprender el regreso á la capital, á esa hora en que los grillos acentúan el silencio con su estridente y monotona canturia.
La luna volcaba su lluvia de rayos desde el cenit: las sombras caian á plomo sobre la tierra...
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A mi amigo D. José María de Pereda
Cavila que cavila, y luego borra que borra, mi magin anda, á lo que entiendo, mal mezclado en lances de caballería, con asuntos relativos á mi miseria; así es que desde larga fecha acá, no estuvo preparado mi ánimo á zambra ni jolgorio; pero hoy, sacando fuerzas de flaqueza, y haciendo, como el que dice, de tripas corazon, lánzome sin más ni más á un cacareado casorio que hoy tiene alborotado el barrio, no motivando la alegría lo cómico y contrahecho del novio, ni los perendengues y ringorrangos de la novia, sino antes bien ese afan de la gente de sacarle á todo partido, siquiera sea á lo más sério, y oir y ulusmear lo que hay, lo que habrá de haber y lo que ya pasó, sólo por el prurito de tomar vela en todo entierro y de meterse en lo que maldito le importa.
Para dar comienzo á esta mi pintura, forzosamente habré de empezar por los contrayentes; que nunca jamás se vió edificio sin cimiento, árbol sin pié y pleito sin armadores de litigio.
Empezaré por Anacleta, que á ella habremos de dar la preferencia, y diré que la moza nació y espigó su talle en pleno y espacioso barrio, dando palique y cantaleta á cuanto dulce gitano, chalan farandulero é hijo de madre arrojóle al paso sus decires, que ella recompensó con derroche de cuanto Dios crió, no todo, por supuesto, exornado de aquellos dulces recatos que hacen más interesante á la doncella, ni de aquel miramiento, órden y compostura tan necesarios al expediente.
Anacleta tuvo la fortuna, que fortuna puede decirse, de enamorar, y enamorar de veras á Aniceto, gitano modelo de agilidad en el yunque, suspirador de amores á la guitarra y embaucador irresistible de cuanta persona quisiera oir su cháchara, más si la persona consistia en una linda mozuela.
Feo era en verdad Aniceto, á quien la naturaleza habia llenado el rostro de dificultades, el alma de atravesados fines, y habia puesto en su cuerpo una ligera curvatura que más acentuaba su fealdad; pero ¿quién repara en pelillos cuando el corazon dice «allá voy,» si á los amores se refiere, y quién es una moza como Anacleta para decir «arre allá» á todo un rendido gitano de tijera en cinto, sombrero de catite y macho levantado sobre el yunque?
Sin parar uno ni otro mientes en nada; y sin meter la mollera en cábalas de este ni del otro jaez, Anacleta y Aniceto concertaron las cosas como Dios manda, y el barrio entero fué testigo de aquel anochecer en que, despues de arras y epístolas, salieron de la iglesia y se encaminaron á la fragua, donde habia de festejarse el casorio, segun y como correspondia al mérito y popularidad de los novios.
Plegado estaba el fuelle en señal de alegría, y más firme que de costumbre hallábase atado en un extremo de la sala el trasquilado rucho, pasion y gloria del gitano, que mordiendo los granzones de un desportillado jergon, lecho nupcial de los desposados, mostraba en el cuello y la carona la afiligranada labor de tijera de que era capaz el contrayente, el cual le sembró de arabescos á su sabor, y sobre la parte trasera del animal grabó á punta de tijera un vistoso letrero que decia: ¡Viva mi dueño!
En el otro extremo de la estancia, una vieja atizaba la candela, acurrucada junto á la hornilla, y el líquido preso en el puchero borbotaba con intenso ruido, como si estuviera ansioso de salir y caer en el estómago de los convidados.
Pronto fueron estos apareciendo y colocándose sobre tarugos de madera ó sillas desportilladas; y acudieron tantas personas á cumplimentar al feliz Aniceto, que en breve vióse reunido en la fragua cuanto golpeador de yunque, gitano esquilador ó cosa parecida, hallábase rociado por el barrio, sin menoscabo de llegar cada cual acompañado de novia ó gitana conocida, que al final habria de animar la fiesta con palabra ó con obra y dar más rumbo y donaire al espléndido y típico casorio.
Allí estaban, dando al aire manotadas y desaforadas voces, Anacletona, madre de la novia y mujer de Juan Trasiega; Perico el herrero, con su faz enjuta, cuello cubierto de tirabuzones y patillas á la andaluza; la Sinesia, célebre cantadora y tocadora, con su obesidad exuberante, su rostro pecoso y su lanzada de claveles en el rodete; Felipe Tijereta, propietario de otra fragua del barrio, acompañado de su prole, toda descascarada de vestido y dada de súcias pinceladas en el rostro; tambien descubríase allí á Remigio Esquilapelo, coloeado al lado de su novia, que le colgó más bofetadas en el rostro que flores en su peinado; Mediavida, con tijera al cinto, chaqueta acairelada y pechera á ramos; todos alardeaban en rumbo y gallardía, y entre todas las figuras destacábase la de Aniceto, que, bajo el sombrero de catite sembrado de morillas, lucia un cuello de camisa lleno de ringorrangos, chaqueta con ramo de trencillas á la espalda, faja color de fuego que asomaba bajo la chaqueta, mangas abiertas en las muñecas y cuajadas de botones de plata, y, por último, pantalon de inmensa campana que dejábale el pié á cubierto, y que bamboleábase doblándose en largos pliegues cada vez que el gitano daba una pisada con la mano en la cintura, haciendo ver á la concurrencia que él era Aniceto, mozo de encastillado mérito y persona toda ella de valer, desde la punta del zapato hasta la punta del sombrero.
Ande la broma, lléname este vaso, dame ese mendrugo, echa acá esa tajada y caiga la sangre de Cristo en las copas, que todo ha de ser danza y marimorena, y no ha de resonar otro grito que el de viva la Pepa.