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Publicado por primera vez en 1936, Antonio Maceo: Análisis caracterológico constituyó un primer intento de acercamiento a los rasgos que caracterizaron la personalidad del Titán de Bronce. Para este estudio, el autor se valió de los datos que aparecieron en las fuentes publicadas sobre la vida de Maceo, y utiliza la metodología de investigación científica que tenía a su alcance. Especial interés tiene este texto por haber demostrado y dado a conocer la importancia de la figura de Maceo, no solo como el soldado que todos conocían sino como el ser humano que antepuso siempre el deber sagrado con la patria ante cualquier otro.
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Veröffentlichungsjahr: 2023
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Edición: Consuelo Muñiz Díaz
DISEÑO:Orlando Echavarría Ayllón
DISEÑO DE CUBIERTA: Sergio Rodríguez Caballero
Composición digitalizada: Abel Sánchez Medina
Conversión a ebook: Idalmis Valdés Herrera
© Herederos de Leonardo Griñán Peralta, 2011
© Sobre la presente edición:
Editorial Oriente, 2023
ISBN 9789591112897
Instituto Cubano del Libro
Editorial Oriente
J. Castillo Duany, no. 356
e/ Pío Rosado y Hartmann
Santiago de Cuba
E-mail: [email protected]
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Si algo tengo que lamentar como estudiante de la carrera de Licenciatura en Historia de la Universidad de Oriente es no haber tenido como profesor al Dr. Leonardo Griñán Peralta, puesto que personalidad y sabiduría trascienden a través de su obra escrita. Moría en 1962, meses antes de mi entrada a los estudios superiores. Nada como la orientación y la percepción de un recio carácter —si de carácter hemos de hablar— animadas de profundas convicciones éticas para transmitirlas a un alumnado durante la intimidad de una lección con un profesor como él.
Gran erudición filosófica alienta en toda su obra, su esmero se concentrará en el hombre social. Atento al desarrollo de las ciencias durante la madurez de su intelecto, las nuevas tendencias lo condujeron por el camino del psicoanálisis, a su aplicación sobre la conducta del individuo como personalidad singular; a la directriz que un hombre habría de seguir en el transcurso de su existencia. Sin dejar a un lado la herencia cultural, pero sí las aptitudes intelectuales y el pensar consciente, Griñán a veces pasa por alto que ambos podían domar el temperamento ante el interés individual o colectivo. De manera que —salvo en un enfermo mental—, el carácter del sujeto se manifestará a rienda suelta, según las circunstancias que lo rodean.
Terminado Antonio Maceo. Análisis Caracterológico en 1935, no me cabe la menor duda de que las propias circunstancias que moldearon la personalidad de Griñán influyeron en la construcción de este texto, por demás de un extraordinario valor como lección de éticacubana. El joven abogado mulato, masón y miembro del Club Aponte —recibió la estricta educación propia del más o menos acomodado grupo social santiaguero al que pertenecía—, acorazado de riguroso virtuosismo moral, y en virtud de su inteligencia, logró abrirse paso en una sociedad segregacionista gracias a la voluntad de perseverar. De esta forma, interpretó a uno de los más reconocidos héroes de la contienda independentista, cuyas acciones, de gran decoro, quedaban aún frescas en la memoria de una nueva generación de cubanos, aquella que perseguía mediante el digno comportamiento social, la recta realización de la Nación para sí.
Honesto hasta lo más profundo de sus entrañas, Griñán reconoce los límites de una técnica que, si bien original, podía dejar muchas aristas sin descubrir en la vida de Antonio Maceo.
Como la totalidad, o casi todos, los historiadores de entonces, Griñán tan sólo disponía de las fuentes publicadas; en particular, las que ofrecían información sobre el transcurrir de Maceo durante las campañas militares. No existían los archivos provinciales, y su profesión no le armaba con los métodos para el trabajo propio del investigador. Él mismo confiesa no poder analizar consecuentemente, y sobre todo desde sus inicios, la formación intelectual del héroe. Al igual que la generalidad de los historiadoresde la primera mitad del sigloxx, también rindió culto a las guerras de independencia como exclusivo paradigma generador de la nacionalidad cubana.
En más de una oportunidad, en este libro se queja de la falta de datos para conocer, sobre todo, los primeros años de la vida de este excepcional hombre nuestro. Así hubo de asumir que sus padres —Marcos y Mariana— procedieran de otros territorios del Caribe y no fueran criollos como realmente la historiografía contemporánea ha demostrado. De ahí deduce que no pueda compartir las motivaciones de quienes proclamaron la independencia el10 de octubre de 1868, porque carecía de la preparación intelectual para comprenderlas, lo que el mismo niega insistentemente a lo largo de su obra al reconocer el patriotismo raigal de Maceo, pero soslayando el papel dellegado cultural adquirido por generaciones. Este, como su esposa María Cabrales, como José y toda la familia, quedaba armado con la tradición de lo que Griñán llama “el sentimiento de comunidad”; es decir, toda la carga del proceso de formación de la identidad criolla entre los negros cubanos, los que ya diseñaban una concepción de cómo debía de ser la República soberana. Ideal, sí, pero provisto de una experiencia práctica reflexiva.
Ha habido otras ediciones más cercanas a nosotros que refrendan su actualidad.1La originalidad de este libro está dada por haber puesto a la luz la trascendencia de Antonio Maceo más allá de su accionar guerrero, como ser humano sensible, y por asomarnos a las esencias propias del patriotismo sagrado de su estamento social.
No es únicamente su carácter beligerante lo que le conduce a rechazar el Pacto del Zanjón en Mangos de Baraguá, Maceo está consciente de su papel político como representante de quienes sostienen la revolución democrática hasta entonces —desaparecidos los grandes propietarios de tierras a inicios de la contienda— y reclama el protagonismo que les corresponde en las decisiones sobre el futuro de la patria y la recompensa por la sangre derramada en la manigua: “La Protesta de Baraguá hizo del Pacto una tregua”, dice Griñán certeramente.2Del mismo modo, mucho antes de los sucesos de San Pedro, insondables sentimientos conmovían el alma del lugarteniente general, directamente relacionados con los escollos a vencer, que su subconsciente percibía, respecto a los prejuicios étnicos vislumbrados en las actitudes de muchos de los principales nombres de la Guerra por la Independencia. Los comentarios de menosprecio racial llegaban a sus oídos y le preocupaban para un futuro objetivo de unidad. El autor de esta obra dice al respecto:
No se puede siquiera intentar descubrir el alma de Antonio Maceo si no se comprende en toda su extensión qué era aquello aque, con ruboroso eufemismo los autonomistas llamaban “la cuestión social”, ylo que esta significó para él. Su situación en ella llega a los límites de la tragedia. Se le ve, siempre de pie, entre dos prejuicios: el de los negros y el de los blancos.3
Leonardo Griñán Peralta reconoce en el Maceo hombre lo que llama su autocontrol, su disciplina interior, su voluntad y sobre todo “la fe en el propio esfuerzo”.4Dialogar con este libro es de un valor incalculable, porque permite pensar en Antonio Maceo como político sabedor de su papel de liderazgo hasta en los más mínimos y delicados detalles personales; porque defendía un proyecto democrático integrador de razas cuya vigencia estará siempre presente entre nosotros para todos los tiempos, y por el ejemplo de su comportamiento social en la formación espiritual de la ciudadanía cubana.
Olga Portuondo Zúñiga
11 de agosto de 2011
1 De la Editorial Sánchez S. A., La Habana, 1952; de la Universidad de Oriente, Santiago de Cuba, 1954, y otra de esta misma editorial en 1969.
2 Vid. Infra, p. 96.
3 Vid Infra, p. 89.
4 Vid Infra, p. 140.
Aunque la ciencia del carácter es extremadamente reciente, sería enojoso (y esto concretándonos a un período relativamente corto) enumerar las vicisitudes o etapas por las cuales ha atravesado desde el año 1843, en que Stuart Mill en un célebre capítulo de Lógica, proclamó la utilidad y la posibilidad de lo que él llamó Ethología, y Julius Bahnsen, cinco años después, Caracterología, y W. Stern, en el año 1900, Psicología Diferencial, hasta los recientísimos trabajos de Delmas y Boll, William Boven y Alfredo Adler sobre la personalidad humana, la Caracterología y la Psicología individual. Limitémonos, por tanto, a decir que, en nuestro concepto, en definitiva, la más alta finalidad de esta nueva ciencia es explicar, prever y modificar (aunque sea superficialmente) la conducta individual, partiendo del conocimiento de su manera, “relativamente una constante, de sentir, querer y pensar”. Y que los términos carácter, temperamento y personalidad afectivo-activa, expresivos de conceptos casi idénticos, los empleamos indistintamente para designar la fisonomía moral del individuo, el conjunto de sus rasgos psicológicos, la dirección que siguen los actos todos de su vida formando, diría Alfredo Adler, una “línea de conducta” regida por un deseo vital u “objetivo único”, que es la síntesis de sus instintos y sus hábitos.
Asimilamos esos conceptos, teóricamente distintos, porque, además de la razón práctica antes indicada, al estudiar cada una de sus disposiciones afectivo-activas no hemos olvidado la influencia que en cada una de ellas han ejercido, o podido ejercer, los padres de Antonio Maceo, sus maestros, sus amigos, los libros que leyó,la época y el lugar en que vivió, su alimentación, las enfermedades que padeció, sus hábitos, gustos e inclinaciones, los sucesos en que intervino, su experiencia, y, en fin, todo el proceso de su adaptación al medio físico y moral en que él vivió. Precisa hacer esta salvedad para que no se piense que, incluyendo el estudio de la personalidad adquirida (“yo superficial”) en el de la personalidad innata (“yo fundamental”), confundimos lo que acentúa con lo que atenúa la diferencia que existe siempre entre un hombre y otro. Precisamente, para asimilar aquellos conceptos es que hemos analizado, hasta donde nos ha sido posible, sus disposiciones afectivas (avidez, bondad, sociabilidad) y activas (emotividad, actividad), teniendo en consideración, en el examen de cada una, los antes referidos elementos de la personalidad adquirida, que con ellas (con el temperamento) concurren a la formación del carácter.
Tratamos principalmente de la sensibilidad y la voluntad de Antonio Maceo y no de sus aptitudes intelectuales (memoria, imaginación y juicio), porque, por carecer de los elementos necesarios para ello, el referirnos detenidamente a su personalidad intlectual fue para nosotros tarea casi imposible. Dificilísima, y, además, poco útil si se tiene en consideración que si para Ribot y Malapert “la esencia del carácter debe ser investigada o hallada exclusivamente en la sensibilidad” (en el temperamento, sería mejor decir), para W. Boven “el carácter marca el destino de la inteligencia”, la cual, según él, no es más que “un instrumento en manos del carácter”. Añadamos las palabras del doctor Goyanes: “El carácter, reacción sentimental y volitiva (sentir y querer) es independiente de la junción psíquica consciente del pensar”.
Para fundamentar nuestras conclusiones en ese sentido y evitar que parezcan demasiado arbitrarios y dogmáticos nuestros asertos, hemos creído conveniente ilustrarlos con pensamientos y breves relatos (los que más verídicos nos han parecido) de acontecimientos de la vida de Antonio Maceo, aun sabiendo que, a juicio de algunas personas, eso resta elevación a las ideas y es signo de superficialidad o falta de profundidad. No olviden, los que así piensen, que hemos iniciado y terminado nuestra labor sin ideas preconcebidas ni, mucho menos, tendenciosas, urgidos tan solo por el deseo de averiguar cómo fue, y no qué fue (ni qué quiso ser, ni qué debió ser, ni qué pudo ser, ni qué podría ser ahora) Antonio Maceo, aunque a todo esto hayamos aludido necesariamente en más de una ocasión.
De un peligro hemos huido; de un peligro, que es algo más que un obstáculo: el de prestar demasiada atención a las inútiles clasificaciones de caracteres a que tan aficionados son muchos psicólogos que, en un reprobable afán generalizador, pierden el tiempo en crear “tipos” sin realidad y demasiado artificiales. Tímidamente, William Boven se ha referido a esto diciendo que la Caracterología “no está en condiciones de pretender en los momentos actuales fijar el sinnúmero de variedades humanas en una. nomenclatura herméticamente delimitada y precisa como la taxonomía, que clasifica los animales y las plantas”.
No hay humanidad, sino hombres, se ha dicho, recordando quizás el clásico “no hay enfermedades, sino enfermos” y su derivado: “no hay delitos, sino delincuentes”... Entre este extremo y el otro: el que reduce las personas humanas a sus elementos comunes, necesario es encontrar un justo medio, es decir, buscar lo que nos singulariza en lo que hay de común entre los demás y cada uno de nosotros. Bien podemos hallar en lo que nos asemeja lo que nos distingue. Y distinguir y asemejar a los hombres es la mejor —si no la única— manera de conocerles. Mientras no realice este ideal, la Caracterología no habrá alcanzado la meta ambicionada. Su fin primordial no debe ser otro que encontrar una norma que sea útil para explicar el carácter de “cualquier” hombre. De todos los seres humanos. Lo que importa (si es que se quiere cumplir el truismo conforme al cual “hay que empezar por el principio”) no es conocer las dotes extraordinarias de los hombres superiores, sino investigar cómo sienten ellos lo que sienten todos los hombres, es decir, qué intensidad o desarrollo alcanzan en ellos aquellas disposiciones afectivo-activas a que antes nos referimos, así comoen qué forma estas se asocian ycombinan para que surja el producto específico que es el carácter de cada individuo, matizado por sus hábitos, gustos e inclinaciones.
Comprendemos que nuestro análisis debiera ser completado por un estudio sintético que fuese como una penetrante mirada de conjunto: que debiéramos unir las piezas examinadas independientemente, y mostrar el carácter completo de Antonio Maceo en su perfecta unidad; pero sabiendo que no podríamos hacerlo como quisiéramos, ¿a qué intentarlo? Si pudiéramos, con todos los capítulos de este libro ocurriría lo que con los titulados Liderazgo, Patriotismo y Racismo. Ved qué brillante síntesis, qué bella totalización, ha hecho Juan Marinello Vidaurreta en “Maceo, líder y masa”; y, si os lo permite la emoción, comprenderéis cuál podría ser el trabajo complementario que no nos hemos atrevido a intentar.
Con todo lo expuesto, dicho queda que no hemos pretendido hacer una biografía, ni una apología, ni un retrato psicográfico, ni un juicio crítico tendiente a fijar la significación histórica o social de Antonio Maceo, sino su análisis caracterológico, esto es, algo que, por su distinta naturaleza, exige una técnica y hasta un estilo también distinto del que, de no ser así, hubiéramos debido emplear. En esto consistirá, probablemente, lo malo o lo bueno que habrá de encontrar en este trabajo la generalidad de nuestros lectores. Y en ello está la causa de su relativa originalidad. El autor no conoce ningún intento semejante a este. No hemos visto ningún libro en quese haya intentado analizar el carácter de un individuo según el plan adoptado por nosotros en este caso. Y tan convencidos estamos de las excelencias del método aquí empleado, que no hemos vacilado en utilizarlo por segunda y tercera vez en nuestros libros, no publicados aun, sobre Máximo Gómez y José Martí. Creemos poder afirmar que, como ocurre siempre, cuando mejor se conocen las ventajas de este sistema es cuando se le ha utilizado más de una vez.
Si múltiples limitaciones, provenientes de diversas circunstancias y de la propia naturaleza de nuestros propósitos, no lo hubiesen impedido, este libro habríaaspirado a ser la aplicaciónpráctica de las teorías de Achille Delmas y Marcel Boll en su —porútil y bello— sabio libro sobre el análisis de la personalidad humana. De él hemos adoptado, a pesar de pequeñas discrepancias de criterio en extremos de secundaria importancia, lo que nos ha parecido más importante y de menos difícil verificación, como, por ejemplo, sus ideas sobre las disposiciones afectivo-activas.
Bastan estas indicaciones para que quien comprenda la necesidad que la Caracterología tiene de utilizar conocimientos de toda clase, principalmente sociológicos y psicológicos, pueda imaginar las dificultades con que necesariamente habrá de tropezar todo el que quiera estudiar y aplicar sus postulados a seres muertos hace muchos años en un país cuyos habitantes —antes como ahora—, a una extraordinaria negligencia natural, unen una lamentable indiferencia por los estudios históricos. Pero no por ímproba debe ser abandonada ninguna labor: el triunfo ha sido siempre la resultante de múltiples fracasos. Esta vez habrá acertado, o no, el autor; pero, en uno u otro caso, reconózcasele el derecho a esperar que nadie dejará de encontrar en las siguientes páginas avidez y voluntad, o, para decirlo más concretamente, curiosidad intelectual y perseverancia.
L. G. P.
Santiago de Cuba, 1935
...Y es gran desdicha deber el cuerpo a gente floja o nula a quien no se puede deber el alma.
José Martí
La Historia presenta a los siete hijos de Marcos Maceo y Mariana Grajales identificados en la generosa decisión de poner su valor ai servicio de la libertad.1 Quien quiera estudiar el carácter de Antonio Maceo, no puede dejar de pensar en la influencia que en él ha debido tener la conducta de quienes subvinieron a las necesidades de sus primeros años dándole amparo y las primeras normas morales. Para estimarlo así, ni siquiera es preciso creer que los sentimientos se transmiten por herencia. Basta entender que las virtudes de la juventud, no pudiendo depender de la propia y personal experiencia, proceden de la educación recibida de los padres por medio del ejemplo o de la persuasión.
De los padres de Antonio Maceo, en los tiempos anteriores al Grito de Yara, se sabe muy poco, pues las personas que pudieron apreciar de cerca los rasgos de sus caracteres carecieron de la cultura necesaria para dar, a los detalles importantes de su vida íntima, la atención necesaria para grabarlos en su memoria con firmeza suficiente para que, no obstante la acción del tiempo, pudiera el investigador recogerlos al efecto de formar, con respecto a su idiosincrasia, un juicio siquiera aproximadamente exacto. Esto no es óbice, sin embargo, para que, en los hechos realizados por ellos con posterioridad a aquella fecha, se encuentren pruebas inequívocas de su vigor y su grandeza.
Al finalizar el primer cuarto del siglo pasado, probablemente entre los años 1820 y 1827, llegaron a Cuba doña Clara Maceo y sus hijos Marcos, Doroteo, Bárbara y María del Rosario, procedentes de Velas de Coro (Venezuela), de donde parece les hizo salir cierta hostilidad producida por el desbordamiento de las pasiones políticas, ya que la situación económica de la familia era, afortunadamente, algo mejor que mediana, y los dos varones habían servido en las milicias españolas derrotadas por los libertadores venezolanos, de quienes era Simón Bolívar el máximo caudillo.
Ya en Cuba, Doroteo continuó sirviendo en el Ejército español, no así Marcos, que se dedicó al comercio. Este, el mayor de los dos, era un hombre reposado, fino, ordenado, respetuoso del principio de autoridad y muy amante de su familia. Poco antes de quien terminara la primera mitad del siglo retropróximo, en el año 1843, se unió libremente a la señora Mariana Grajales Coello, quien, por fallecimiento del señor Fructuoso Regüeyferos, hacía tres años que había quedado viuda y con cuatro hijos, aunque todavía joven de unos treinta y cinco años. De esta unión, nacieron los siete varones conocidos y dos hembras nombradas Dominga y Baldomera.
La rebeldía de esta familia dio lugar a que, apenas comenzada la guerra, ensoberbecidos por el separatismo de los Maceo, llegaran algunos soldados españoles a su casa, en la que no encontraron más que a un jovencito de diez y seis años nombrado Rafael, por lo que, despechados, hicieron prisionero a este e incendiaron la casa. Enterado del hecho Marcos Maceo, padre abnegado, se presentó al Cuartel de San Luis (Oriente) para sufrir la prisión que había sido impuesta a su hijo. Y, recobrada la libertad por mediación de algún amigo español, generoso e influyente, se incorporó a las fuerzas rebeldes, en las que permaneció peleando por la independencia de Cuba hasta que, veinte y cuatro años antes que Mariana Grajales, murió en la toma de San Agustín el 14 de mayo de 1869.
Doña Mariana también fue un ser superior. Martí refiere que, acurrucada en un agujero de la tierra, pasó horas mortales mientras a su alrededor se cruzaban por el pomo sables y machetes. Cuando el hijo, a quien ha cuidado con amorosa solicitud, mejora, ella le dice: “ya está curada tu herida; vuelve a las filas a cumplir con tu deber”. Otras madres, ciegas por el más puro de los amores, no ven en toda su magnitud la necesidad común de echar de la Isla al déspota que la envilece. Otras, con la más perdonable inconsecuencia, censuran al hijo soñador el magnífico arrebato y le llaman al tranquilo disfrute de la paz hogareña. Ella no. Ella los lanza al combate que dignifica. Hace más: se va tras ellos, y, en el mismo campo de batalla, les cura sus heridas y Ies alienta en sus horas de dolor.
En 1893, cuando Mariana Grajales tenía ochenta y cinco años de edad y disfrutaba del privilegio reservado a las personas que han vivido una vida perfecta: el de poder referir en la ancianidad los acontecimientos notables a cuya realización han contribuido en la edad adulta, la contempló Martí, que de ella escribió a su hijo: “Ahora volveré a ver a una de las mujeres que más han movido mi corazón: a la madre de usted”. Y, algunos meses después: “Vi a la anciana dos veces y me acarició y miró como a hijo, yo la recordaré con amor toda mi vida”.
Antonio Maceo, que siempre se sintió intensamente inclinado a ser útil a la comunidad, amó a sus padres con todo el amor de que era capaz su enorme corazón. Y, como es sabido, el hijo, que cuando pequeño ve en sus padres los tipos que debe imitar, es dos veces hijo cuando, ya hombre, conserva igual cariño y la misma admiración.
Tuvo la fuerza, porque tuvo la paz de la casa. Nadie pregunte el secreto de tanta existencia desperdiciada, desviada, frustrada, incompleta; es el desarreglo del hogar. Sólo saca de sí su fuerza entera el que vive en la arrogancia interior de ser querido.
José Martí
De María Cabrales dijo a su esposo, aquel psicólogo que tan bien les conoció, que era la más prudente y celosa guardiana que pudo darle su buena fortuna. Y, al referir enPatriasu visita a La Mansión, recordando tal vez palabras escritas por él en anteriores ocasiones, exclamó: “Fáciles son los héroes con tales mujeres”.
En efecto, aunque en distinto sentido que doña Mariana, María ejerció sobre Antonio toda la benéfica influencia que en los destinos de un hombre puede tener una mujer. A juicio de Manuel Granda y de cuantos les trataron, existió entre ellos una verdadera compenetración. En el momento de embarcar en Puerto Limón, Antonio Maceo le dijo: “La patria ante todo. Tu vida entera es el mejor ejemplo”. Y, en otra ocasión: “El honor está por sobre todo. La primera vez luchamos juntos. Ahora es preciso que luche solo haciendo por los dos. Si venzo, la gloria será para ti”.2Era, seguramente, que María aceptaba que, por encima del merecido cariño y la deseable comodidad, Antonio Maceo pusiese su patriotismo y su sentimiento del honor.
Cuando aun no era costumbre elogiar públicamente a Antonio Maceo, escribió Loynaz del Castillo: “Al pie de la camilla ensangrentada, entre aquella docena de hombres con que José Maceo resistía tiro a tiro a la columna española ávida de apresar al Generalherido, iba María Cabrales sin ocultarse a las descargas enemigas. Ella fue quien al ver llegando al sitio del peligro al Jefe del Regimiento Santiago, José María Rodríguez, le llamó a salvar al General o morir con él. Y el General se salvó de la encarnizada persecución y de sus heridas, y de las manos de María llevaba la última cura cuando guio otra vez aquella heroica infantería de Oriente a la victoria de Nuevo Mundo y La Llanada”. No fue por mera casualidad o simple coincidencia que el nombre de su esposa fuera tan parecido al nombre de su madre, que a veces se dice el nombre de la una al aludir el carácter de la otra. Siguiendo un pensamiento de Nietzsche, dice Adler que, generalmente, el hombre escoge por mujer a la que más se parece a su madre.
Ya en el extranjero, cuando él se preparaba a continuar la labor interrumpida por el Pacto del Zanjón, ella, en unión de otras damas, formaba clubes de propaganda revolucionaria. Y se sabe que las asociaciones integradas por hombres no fueron más eficientes que aquellos clubes femeninos.
Nueve años hacía que Antonio Maceo había muerto, y María guardaba todavía con veneración, según refiere su sobrino Gonzalo Cabrales, el baúl en que ella había ido colocando, con devoción casi religiosa, cuanto hablaba a su alma del esposo bien amado. Reliquias le parecían a ella aquellos documentos que aun conservan olor de cosas santas.
Habrá que exceptuar a María Cabrales cuando se diga, con ironía de mundólogo, que las mujeres se inclinan siempre a censurar a sus maridos. Para ella no fueron incompatibles el amor y la admiración. Su héroe fue un hombre verdadero. La intimidad no le empequeñecía.
En una de las cartas que le escribió desde la manigua, a los cincuenta años de edad, se despide de ella con dos palabras que dicen con elocuencia natural hasta qué punto se había consolidado aquella unión: “Recibe el corazón de tu esposo que te adora y desea”. Ama sus virtudes, pero, además, la quiere. Nuestras almas y nuestros cuerpos, parece decirle, debieran estar fundidos en un abrazo fuerte y eterno...
Habrá pocos hombres y muy pocas mujeres que no comprendan el valor de esa despedida, escrita a los veinte y nueve años de casados.
Desde que se leen esas palabras, no se puede dejar de ver siempre en la gloria de Antonio el resplandor de la sonrisa de su “negra”, como llamaba él a María en la intimidad.
El desarrollo de la moral superior depende de que cada uno tenga hijos; esto le emancipa del egoísmo, o, más justamente, esto extiende su egoísmo en el tiempo y hace que persiga con celo fines que van más allá de su existencia individual.
F.Nietzsche
De su matrimonio con María Cabrales, celebrado en la iglesiaSantísima Trinidad, de Santiago de Cuba, el día 16 de febrerode 1866, Antonio Maceo tuvo dos hijos: una hembra que nació a fines del citado año, y un varón que vio la luz dos años después; pero ambos fallecieron a los pocos meses de iniciada la guerra. No era, ciertamente, la manigua el lugar más propicio para tan tiernas criaturas. Desde entonces, ningún nuevo vástago volvió a dar el árbol vigoroso que tal matrimonio simbolizaba, hecho que más de una vez debió haber sido lamentado por aquella enamorada pareja, y, sobre todo, por aquel hombre evidentemente ávido de perpetuarse prolongando su personalidad en un hijo que fuera como tabernáculo sagrado en que se conservase siempre fragante el amor al hogar.
Pasaron los días de duro bregar. Maceo abandonó la Isla, aun encadenada, en busca de recursos con que romper la oprobiosa cadena del coloniaje. Su nombre era repetido por las mil trompetas de la Fama. Surgió la Guerra Chiquita, y, con ella, hechos que, si no le desalentaron, sí llevaron a su alma un poco de pesar. Tras azarosa peregrinación por Haití, Saint Thomas e Islas Turcas, llegó de nuevo a Jamaica, centro de casi todas sus patrióticas andanzas. Y allí ocurrió lo inevitable. En su alma se encendió un amor que fue como una llamarada. El héroe que no se doblegaba por nada ni ante nadie, se rindió ante los encantos de una agraciada admiradora. De ese idilio, bello y breve como la vida de las flores, surgió la realización de su oculto y pertinaz deseo de ser padre de un niño que llevase su propio nombre.
Su devoción por él aumenta cada día. Definitivamente fracasado el intento revolucionario, las necesidades de la vida le llevan a Honduras, en donde la hospitalidad generosa del presidente M. A. Soto le procura un puesto relativamente bien retribuido en el Ejército (comandante en Puerto Cortés, con trescientos pesos de sueldo); y, apenas se estabiliza en aquel lugar, escribe a su amigo José Pérez (dueño de una fábrica de tabacos en Kingston y padre de un notable historiador cubano que de su progenitor ha heredado un noble legado de honradez y patriotismo) y le envía veinte libras esterlinas para que las haga llegar a manos de la madre de su hijo.
El investigador, carente casi siempre de elementos suficientes para seguir paso a paso las peripecias de la vida que le interesa, se ve imposibilitado de seguir el curso de las relaciones entre padree hijo; pero, al fin, entre las cartas de Maceo correspondientes a1895 (entre aquella y esta hay un lapso de trece años) se encuentra una en que se ve al general, en medio de la Campaña de Oriente, una semana antes de la batalla de Sao del Indio, preocupado por la educación del hijo amado, anheloso de continuar subviniendo a sus necesidades físicas e intelectuales. Es la que le escribe a su buen amigo y compadre Alejandro González (Gonzalito) remitiéndole trescientos pesos y prometiéndole poner a su disposición los fondos que le produzca su colonia en Nicoya para que sea debidamente continuada la educación de su hijo en la forma que en la misma indica.
Es un hecho raro para todo el que examine la vida afectiva de Antonio Maceo, el de que, siendo una ley natural que el amor se trasmita, primero, en línea descendente, su amor paternal haya dejado tan pocas huellas que no sea fácil colocarle en primer plano, como seguramente estuvo en lo íntimo de su conciencia. Sin embargo, la explicación parece obvia. En el orden moral, Maceo vivió los prejuicios de su medio, y entre ellos se encontraban: cierto vago temor a la censura de los “hombres de bien”, que le cohibía del placer de exhibir lo que a muchos miopes podía parecer un fruto pecaminoso; y el respeto debido a la susceptibilidad de María, a la que Antonio amó siempre con un amor que ni el cierzo de los años pudo marchitar.
En su doble condición de padre y esposo, para no dejar incumplido ninguno de esos dos deberes, Maceo hizo cuanto pudo.
El Brigadier A. Maceo, que no estaba en antecedentes, creyó la operación arriesgada, y, para cumplir la orden superior, designó a su vez a su hermano el Teniente Coronel Miguel Maceo. Tal era la conducta de este Jefe cuando podía correrse peligro y caso de que él mismo no la ejecutase...
Fernando Figueredo Socarrás
De la “trinidad de vanguardia de la tribu heroica”, como llamó el coronel Lino Dou al grupo formado por Miguel, Rafael y José, el que más tiempo vivió y al que más amó Antonio fue a José.3 Y quienes conocieron bien a este, como Máximo Gómez, José Miró y Manuel Granda, exaltan siempre el amor que por Antonio sentía él.
Cuando José veía en peligro a su hermano, su valor, siempre extraordinario, se crecía. Como en aquella ocasión en que, herido Antonio y en peligro de caer prisionero de la columna española que le perseguía, detuvo su avance hasta que llegó en su ayuda el bravo Mayía Rodríguez. Como cuando, al ser herido Antonio en el teatro de San José, declaró públicamente: “si se muere mi hermano Antonio de esa herida, no dejo un español vivo en Costa Rica, empezando por el Cónsul”.
Los triunfos de Antonio le entusiasmaban como si fueran suyos. No hubo un Caín en esta numerosa familia. A su esposa le escribió con orgullosa alegría algunos días después del combate de Peralejo: “Ya sabrás que Antonio, mi hermano, derrotó al General Martínez Campos. Lo tuvo sitiado seis días, le mató el caballo, y se salvó por un práctico disfrazado”.
Cuando José, “incomprensible mezcla de grandes generosidades y grandes rudezas”, al decir de Collazo, “carácter tan independiente que llegaba a parecer indisciplinado”, según Máximo Gómez, cuando José realizaba algún acto que sus superiores jerárquicos desaprobaban, siempre se procuró la intervención de su hermano como el remedio más eficaz.
El mismo amor sentía por él Antonio. Suyas son estas palabras alusivas al ataque efectuado en el 1871, cuando la invasión de Guantánamo, contra los españoles fortificados en el cafetal La Indiana: “En la Indiana salió ‘Pepe’ Cortés al frente de dos o más pelotones a tomar la casa blindada, guardada por cincuenta grandes tiradores, y a pocas varas del punto de partida cayó muerto, y sus soldados también cayeron a granel. Inmediatamente ordenó Gómez el asalto al siguiente Jefe. Era mi hermano José, y tuvo la desgracia de caer cerca de la casa, al tomarla. El fuego era terrible. Gómez mandó tocar retirada. General: tengo allí a mi hermano, muerto o herido grave, y no lo abandono en poder del enemigo, le dije a Gómez. Y en seguida tomé el mando, ataqué al frente demis soldados, y, en menos tiempo del que pensaba, cortamos alambradas, saltamos fosos, destruímos reductos y parapetos, y con alcohol dimos fuego a la casa. Uno de sus defensores se arrojó del segundo piso sobre nuestros soldados, rifle en mano. No pudimos herirlo, y se escapó. Ese era todo un hombre. Las balas y el fuego lo respetaron. Y la casa quedó destruida. Y es que si los sitiados eran bravos, cada uno de mis soldados se sentía superior. Pepe Cortés estaba muerto; José gravemente herido; si lo dejo lo rematan. Lo retiré, lo curé y salvé a uno de los hombres más valientes que ha dado la Revolución cubana [...]”.
El coronel español Canellas, sabedor de que José se encontraba padeciendo los agudos dolores de una doble ciática, se dispuso a atacarle. Se enteró Antonio de la difícil situación de su hermano, a marcha forzada corrió en su auxilio, y el encuentro fue una sangrienta lucha que duró muchas y muy largas horas: la gloriosa batalla de Sao del Indio.
No sin pena se puede ver en sus últimas cartas el interés con que, ignorando su muerte, reiteradamente pregunta por su hermano a sus amigos Federico Pérez Carbó y Tomás Padró Griñán.
Esta armonía, esta falta de rivalidad entre los hermanos Maceo, hombres, además, de tan opuestos caracteres, es algo que no se encuentra con frecuencia. Sólo la educación recibida de sus padres pudo ser la causa de que José se sintiera orgulloso de servir a las órdenes de su hermano Antonio.
Para fijar la diferencia de caracteres existente entre Antonio y José Maceo, nada más adecuado que observar de qué distinta manera reaccionaban ambos ante un mismo hecho. El doctor Fermín Valdés Domínguez relató en su Diario una anécdota que es útil recordar ahora: “Venía de los pueblos ocupados por los españoles, escribió él, una negra a quien llamaban Belén Botijuela, que vendía dulces en los campamentos insurrectos y visitaba las casas de los pacíficos. La tal Belén era espía de los españoles: por sus delaciones mataron a muchos cubanos e hicieron innumerables prisioneros. Conocidos por nuestras fuerzas sus hechos criminales, emprendieron muchos la tarea de encontrarla para reducirla a prisión y llevarla al General José para que la juzgaran. Cayó al fin un día en nuestro poder al ir para un pueblo y se quiso desprender entonces de las manos de los insurrectos gritando a los españoles que la defendieran. José Maceo sabía sus actos miserables, y cuando los suyos le preguntaban si no la iba a matar, contestaba siempre con desdén y molesto por la insistencia de los que sabían de lo que era capaz aquella mujer si se la dejaba en libertad: ‘se mata a los hombres’. Y nunca quiso ocuparse de la prisionera, la cual pensaba ya quizás en la manera de vengarse de los que la habían detenido. A pesar de reiteradas insinuaciones de sus valientcs soldados, José Maceo nunca salía de su contestación primera: ‘se mata a los hombres’. Y se hubiera ido en paz si el Mayor General Antonio Maceo no hubiera conocido del asunto, y, entendiendo que con la muerte de aquella mujer se evitaba la de muchos cubanos acusados por ella ante los españoles, inflexible ordenó cumplir la sentencia impuesta por un Consejo de Guerra, marchándose antes. Fue la muerte de la Botijuela [continúa diciendo el doctor Valdés Domínguez], tan trágica como su vida. Tres veces la suspendieron del palo y las tres veces se rompió la soga; entonces hubo necesidad de ejecutarla a machetazos”. Y termina diciendo: “[...] justa y necesaria fue la sentencia que ordenó cumplir el Mayor Antonio Maceo; pero también es hermosa la frase desdeñosa del General José: ‘se mata a los hombres’.”
Tres veces en mi angustiada vida de revolucionario cubano, he sufrido las más fuertes y tempestuosas emociones del dolor y la tristeza... ¡Ah! ¡Qué tres cosas!: mi padre, el Pacto del Zanjón y mi madre!...
Antonio Maceo
Refiere Miró que dos noches antes del nefasto suceso de San Pedro, Antonio Maceo tuvo una visión que le entristeció profundamente, pues todas las almas de sus seres queridos le llamaron a medianoche y le dijeron que ya bastaba de lucha y de gloria perdurable. Dos noches antes de su muerte... Todas las almas de los seres queridos... Basta de gloria... Antonio Maceo profundamente entristecido... ¿Qué había ocurrido?
Los sueños son, según los psicoanalistas, restos de la actividad psíquica del estado de vigilia y desfiguraciones de los más íntimos deseos: por eso tienen tanto de presagio. El sueño de una persona, dice Alfredo Adler, indica qué problema vital le ocupa y cuál es la actitud que adopta con respecto al mismo. Quien intente analizar el carácter de Antonio Maceo no puede pasar inadvertido el brevísimo relato de Miró. Es difícil interpretar un sueño sin interrogar al sujeto; sin embargo, conociendo su personalidad e imaginando la situación psíquica de este ante los sucesos e impresiones que precedieron al sueño cuyo “contenido manifiesto” hemos recordado, procuremos descubrir las “ideas latentes” en aquel sueño magnífico, tratemos de averiguar cuál o cuáles fueron los deseos inconscientes que sirvieron de estímulo al fenómeno onírico de referencia.
En el orden familiar, los sucesos ocurridos y las impresiones recibidas durante los días anteriores al fenómeno que analizamos eran verdaderamente perturbadores.
En agosto de 1892, a Antonio Maceo, firme, según dijo al doctor Tomás Padró Griñán, en su deseo de tomar la “revancha” (así alude a la futura Guerra del 95), le apenaba pensar que debía abandonar los trabajos de colonización que acababa de emprender en gran escala y que calculaba habrían de proporcionarle los medios necesarios para sustentar a su familia con el confort que merecía como compensación al abandono en que la tenía desde el año 1868, por lo que se lamentaba de esa “contrariedad” que arrastraba hacía veinticuatro años “como pesadísima y abrumadora carga de conciencia”. (Fue un conflicto de deberes en que triunfó, como siempre, el motivo más poderoso, pero que no por eso dejó de producirle el dolor que acompaña a esos estados de conciencia).