Asuntos pendientes - Mercedes Gallego - E-Book

Asuntos pendientes E-Book

Mercedes Gallego

0,0
2,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

El destino te persigue, aunque tú no lo quieras   Beatriz está llena de contradicciones. Por un lado, se siente culpable de vivir una existencia acomodada que nunca le interesó; por otro considera que vendió sus sueños para seguir los pasos del amor al lado de Mario, su marido. En la alocada cabeza de su juventud, ella quiso dedicarse a ayudar al prójimo a través de su profesión y, en lo más íntimo, esperó vivir de ese modo al lado de Carlos, su amor platónico. Pero llegó Mario y puso su mundo patas arriba como un huracán. Ahora, desilusionada, imagina cómo hubiera sido su futuro sin la intervención de Mario… Y se lanza a la búsqueda de sus sueños, sin entender que al destino no se le puede engañar. - Una mujer entre dos hombres: un amor desisteresado y un amor platónico. - Es necesario luchar por ser uno mismo si estás cansado de tu estilo de vida. - Una búsqueda personal que lleva a enfrentarse a cualquier desafío. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporáneo, histórico, policiaco, fantasía… ¡Elige tu romance favorito! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 210

Veröffentlichungsjahr: 2025

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2016, 2025 Mercedes Pérez Gallego

© 2025 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Asuntos pendientes, n.º 407 - enero 2025

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com y Shutterstock.

 

I.S.B.N.: 9788410744899

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Cita

Beatriz

Carlos

Mario

Decisiones

Agradecimientos

Biografía de la autora

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

 

Para Laura, mi chica de bellos ojos y espíritu libre.

 

 

 

 

 

 

Aunque la noche, conmigo,

no la duermas ya,

solo el azar nos dirá

si es definitivo.

Que aunque el gusto nunca más

vuelve a ser el mismo,

en la vida los olvidos

no suelen durar.

 

Happy Ending, Jaime Gil de Biedma.

Beatriz

 

 

 

 

 

Enero, 2004

 

En algún rincón de la casa, un reloj de péndulo anunció que era mediodía mientras Beatriz, con los ojos abiertos, miraba al techo sin verlo, preguntándose qué hacer en las horas siguientes. Quizá podría buscar en la agenda el número de alguna conocida para salir de compras, ya que hacía tiempo que no quedaba con nadie. O dedicarse unas horas de ejercicio físico y recibir después un masaje. O también podía, y era lo que más le llamaba, seguir tirada en la cama. De todos modos, estaba convencida, se aburriría.

Recordó la fiesta que habían celebrado la noche anterior, rememorando los detalles como fotogramas de una película: Mario con traje informal de cuello Mao y ella con un diseño azul metálico drapeado de no recordaba qué firma de alta costura que él le había regalado. Tuvieron la casa llena de desconocidos a los que atendió como la mejor anfitriona, a la mayoría de ellos en inglés. En la última imagen vislumbró el inmenso salón lleno de copas y platos sucios, pero la visión solo le arrancó un suspiro de hastío. A esas alturas Raquel ya lo habría recogido todo, con su eficiencia acostumbrada. Tuvo tentaciones de odiarla, deseando tener algo que hacer, algo en lo que afanarse.

Desalentada, apartó las sábanas y sus piernas morenas la llevaron al baño, donde una imagen delgada se reflejó en los espejos. Estaba flaca. Demasiado flaca. En los ojos halló cercos violáceos, desaparecido el maquillaje. Un nuevo suspiro le salió de dentro, como si empezara a acostumbrarse a esa sensación de indiferencia. Evocó el comentario de Mario, días atrás: «No ríes como antes, ¿te sientes mal?».

Lamentablemente era cierto, llevaba meses sin mostrarse espontánea, sin ganas de reír, insatisfecha con todo. Contuvo las ganas de llorar, abrió el grifo de la ducha y se introdujo bajo el agua. ¡Odiaba sentirse débil! Peor aún, temía a la depresión que acechaba en las sombras.

 

 

En albornoz, salió al pasillo y tropezó con la asistenta.

—Perdone —se disculpó la muchacha, con los brazos cargados de ropa recién planchada.

—No tiene importancia —replicó ella, rayando la antipatía.

—¿Le preparo el desayuno?

Su cordialidad la molestó aún más.

—No es necesario. Yo misma lo haré.

—Hay café recién…

—¡No soy una inválida! —La fiereza de su voz la abochornó. Sabía que descargaba injustamente su frustración con su empleada y se apresuró a excusarse—: Lo siento, Raquel. Creo que tengo resaca por lo de anoche.

—¿Quiere que le traiga una aspirina?

—No, gracias. Se me pasará con el café.

Mortificada por sus malos modales, no se atrevió a mirarla a la cara.

—Tiene correo —le escuchó decir mientras le daba la espalda—. Se lo he dejado sobre la mesa del vestíbulo.

Sin atisbo de curiosidad, recogió el sobre para, enseguida, como por ensalmo, mudar su ánimo rozando la euforia. ¡Carta de Carmen!

Se la llevó a la cocina, soleada y amplia, con enormes ventanales, y se sirvió un café para degustar el placer de la lectura junto con el del paladar, pero apenas tuvo tiempo de abrirla cuando sonó el teléfono. La asistenta irrumpió en la habitación con un supletorio musitando un educado: «Para usted». Lo tomó casi desganada por la interrupción.

—¿Bea?

Del otro lado de la línea, la conocida voz de su amiga la interpeló con cariño.

—¿Carmen? ¿Eres tú? —¡No podía creerlo! —. ¿De verdad eres tú?

Una carcajada amplia fue la respuesta.

—¡Pues claro que soy yo, tonta!

—¡Es que estoy leyendo tu carta! Ha llegado hoy.

—¡No te puedes fiar de Correos! —La escuchó reír—. ¿Podrás dedicarme un rato?

—¿Un rato? ¡Todo el tiempo del mundo!

—¿De veras no estás ocupada? ¡Fantástico! Coge el coche y ven a por mí. Estoy en Atocha.

—¿En Atocha? ¿Quieres decir que estás en Madrid?

Beatriz sintió que el corazón se le salía del pecho, emocionada.

La risa de Carmen volvió a escucharse.

—Pero, bueno, ¿qué te pasa? ¿Es que hay otra Atocha?

Beatriz negó, nerviosa, su malhumor desaparecido.

—¡Dios, si supieras lo feliz que me siento! Necesitaba verte con locura.

La voz de su amiga sonó tierna.

—Me ocurre lo mismo, de verdad. Tengo que solucionar un par de asuntos en el aeropuerto y acabo de aceptar un café de un compañero de viaje, así que tienes tiempo de ponerte guapa y venir a recogerme. ¿Vale?

—¿Has estado ligando?

Otra carcajada atravesó el aire.

—No te burles, mona. Es que ha resultado ser médico también.

—¿Y con los médicos no se liga? —Se sintió traviesa, como en los viejos tiempos.

—¡Desaparece, obsesa! ¡Yo solo ligo con mi marido! Además, recuerda que la ligona siempre fuiste tú.

—Sí, sí, cría fama…

¡Se pasaría el día al teléfono tonteando con ella! Carmen debió de percibirlo porque la apremió.

—Oye, que nos enrollamos. Ven pronto. Ya sabes dónde estoy.

—Vale. Hasta ahora.

Cuando colgó, se sintió una mujer nueva. Sonrió a la chica, corrió a vestirse y salió a la calle.

 

 

Se abrazaron como dos quinceañeras, indiferentes a la curiosidad ajena. Tras un montón de besos y piropos mutuos, abandonaron la estación. Carmen lucía un traje sastre negro que la hacía muy delgada y ella se había vestido con tejanos y cazadora de cuero rojo; acompañadas de sus atractivas melenas sueltas y sus bonitos ojos, no fue raro que muchos transeúntes mostraran interés. Divertidas, pisaron fuerte.

Frente al Mercedes deportivo, Carmen ensayó un rictus de desencanto no exento de ironía.

—¿No tienes chófer? ¡Qué decepción! ¡Y yo que le he hablado a todo el mundo de mi amiga millonaria!

—¡Mira que eres gansa! —El reproche sonó más serio de lo que hubiera querido y se obligó a sonreír—. He preferido este a la berlina y le he dado el día libre a Santiago para que podamos cotorrear sin testigos. ¿Vamos a algún sitio en concreto? Aún no sé qué haces aquí.

—Al Ministerio de Sanidad. Tengo la dirección.

—No hace falta; sé dónde está. Sube.

Mientras enfilaban el paseo del Prado, Beatriz se concentró en el intenso tráfico y Carmen pudo mirarla a gusto. Percibió que, a pesar de las bromas, algo iba mal.

—Te pasa algo.

Beatriz sonrió; sabía que no podría ocultárselo. Se conocían demasiado.

—¡Te lo cuento después! Es aquí mismo. Tendré que esperar en doble fila. Si al salir no me encuentras, da un toque al móvil. Estaré cerca.

—Igual tardo… —Se disculpó Carmen, aturdida por la algarabía circundante.

La sonrisa de Beatriz fue elocuente mientras se encogía de hombros.

—¡No importa! Mi tiempo es todo tuyo.

Se despidieron con un ademán afectuoso. Después, Carmen entró con paso firme en el feo edificio y ella encendió la radio, dispuesta a aguardar.

 

 

Entregó las llaves al aparcacoches y traspasaron las puertas del Horcher. Ya que Carmen le había tomado el pelo con lo de ser rica, iba a enseñarle cómo vivían los ricos. Y eso que, ella en especial, no iba vestida para la ocasión, pero sabía que el dinero abría todas las puertas. El maître las atendió con la gentileza habitual y la reconoció como «señora Ondía». Beatriz pidió Dom Pérignon, caviar y terrina de foie para los entrantes, steak tartar y Vega Sicilia de segundo, y Baumkuchen de postre, el dulce típico alemán, estrella de la casa.

Carmen aguantó la risa ante el gesto de aprobación del empleado.

—¡Chica, qué dominio! ¿Vienes a menudo?

Se encogió de hombros, despreocupada.

—A Mario le gusta.

—No me extraña. ¡Se me ha hecho la boca agua con lo que has pedido! Aunque ¿no será excesivo? Me parece que tú comes bastante poco.

Beatriz apretó la mano amiga que había cruzado el mantel para tocarla.

—Tú siempre igual, preocupándote. Pero no, no como poco ni estoy anoréxica, si es lo que estás pensando. Son los nervios, que se me agarran al estómago y nada me alimenta. Anoche tuvimos una fiesta en la que apenas probé bocado por estar atenta a los invitados; hoy tengo un hambre canina.

—Yo tampoco comí apenas. No paro de darle vueltas a lo de Barcelona y no sé qué hacer.

—¿Por qué no me lo cuentas? Ponerlo en voz alta ayuda.

—Por eso he venido. —Asintió Carmen—. Necesito tu consejo.

Beatriz sonrió con satisfacción. Ni los años ni la distancia habían minado la confianza que las unía desde muy jóvenes.

—De todas formas, esa será una conversación seria y puede que nos estropee el almuerzo —replicó su amiga—. ¿Qué tal si soltamos lo intrascendente ahora y nos ponemos profundas después?

Aprovecharon la interrupción del camarero con sus bebidas y los entrantes para aparcar el asunto, risueñas.

—¡Tú siempre tan práctica! —bromeó Beatriz—. Pero tienes razón. ¿De qué quieres hablar?

—¿De esa fiesta de anoche? ¡Umm, el foie está delicioso! —Carmen puso los ojos en blanco, maravillada, paladeándolo—. O del viaje a Puerto Rico. Llegaste hace dos días. ¿Cómo te apañas para organizar un sarao en tan poco tiempo?

El gesto de Beatriz no fue alegre; dio un largo trago al champán y suspiró.

—La respuesta es muy sencilla: pedir el catering a un sitio como este, tener una bodega amplia como la de Mario y contar con la eficiencia de una doncella como Raquel.

Carmen frunció el ceño, suspiró y alzó su copa.

—¡Brindemos por la triste vida de los ricos! Y hablemos de otra cosa. ¿El viaje al Caribe?

La mueca de Bea se relajó.

—No te preocupes, no has metido la pata. Lo del viaje estuvo bien; te lo contaré. ¡Pero me niego a brindar por los ricos con Dom Pérignon, brindemos por nosotras!

 

 

Para la sobremesa eligieron el Retiro. Caminaron despacio hasta el estanque, saboreando el sol invernal y el silencio de la tarde.

—Tú empiezas —invitó Carmen, encendiendo un cigarrillo.

—No, mejor tú. ¿Me pasas uno?

Las cejas de la médica se arquearon con sorpresa.

—¿Desde cuándo fumas?—De vez en cuando —replicó, desganada.

Se acomodaron sobre el pretil que daba al estanque, saboreando el tabaco rubio.

Carmen comenzó, no sin titubeos.

—No sé ni cómo explicarme… Es algo impreciso que me ocurre desde hace meses… ¿Recuerdas cuando estuvimos en el pueblo este verano? Me encontré con Clara Núñez, que hizo Medicina conmigo…

—Sí, sé quién es. Yo también la saludé un día.

—Me contó que trabaja en el Maestrazgo, de médico rural.

Durante un instante guardaron silencio. Beatriz se preguntó cómo podían entenderse tan bien solo con el pensamiento, y cómo podían llegar a coincidir en sensaciones tan semejantes.

—Y eso era lo que tú querías ser, médica rural —concluyó por ella.

—¿Te acuerdas? ¡Siempre lo dije! Una medicina cercana, más natural que química, con disponibilidad continua… —Apagó el cigarrillo, con un gesto no exento de rabia, sobre la áspera superficie—. ¿Y en qué me he convertido? En una cirujana sin tiempo para nada, con visitas contrarreloj, casi deshumanizada. Tengo peleas con mis compañeros por ese motivo, porque consideran que me dedico demasiado a mis pacientes. ¡Demasiado! Lo que pasa es que de ese modo pretenden descargar sus conciencias por no realizar su labor como deberían. ¡Cuando los enfermos me prefieren, dicen de todo! Resulta vergonzoso. ¡Porque ellos son unos incompetentes!

Beatriz le oprimió los hombros sin perder la sonrisa, comprendiendo su enfado. Luego la llevó hasta las gradas y tomaron asiento.

—No dudo de que sea así. Y, en todo caso, haces lo correcto. No veo dónde está el problema.

—¡En que no soy feliz!

—Bien, pues tienes suerte; está la opción de Barcelona.

La mirada verdosa de Carmen centelleó. Estaba muy guapa con aquel aire de rebeldía.

—¿Piensas que allí será distinto? Es una clínica privada ¡Estaré a expensas del criterio de quien me contrata! En cuanto a Guillermo, sabes cómo me conoce… Él opina que Barcelona sería un error.

Beatriz no alcanzaba a comprender el porqué y Carmen lo leyó en su semblante, por lo que continuó desahogándose:

—Le he confiado a Guillermo el fondo de la cuestión, que me siento desilusionada. Cuando empecé la carrera tenía ideales, prioridades… Luego se cruzó aquella oferta en mi camino y la acepté. ¡No pretendo culpar de mis problemas a Mario, por favor! Jamás se me ocurriría eso —alegó con rapidez—. ¡Me dio la oportunidad de trabajar con Méndez y fue maravilloso! Gracias a él, soy una buena cirujana. Pero siento que me he fallado a mí misma. —Encendió otro pitillo y ofreció a su amiga, que ella rechazó seria—. ¡Ya ves qué médica, hasta fumo demasiado!

Beatriz le estampó un beso y sus ojos castaños la instaron a seguir.

—Me apetece una vida tranquila, dedicada por entero a la Medicina, con tiempo suficiente para atender a mis pacientes; y también a Guillermo. Puede que incluso haya llegado el momento de tener hijos. A él le apetece. ¡Se le cae la baba cuando juega con mis sobrinos! Pero tenerlos para no poder atenderlos me parece egoísta; por eso no me lo he planteado antes.

Imágenes de discusiones con Mario acerca de la conveniencia de tener niños poblaron la memoria de Beatriz, pero las despejó con un vaivén de cabeza, retornando la atención a su amiga.

—Bueno, la respuesta parece evidente. ¿Por qué no abandonas ese maldito hospital, trasladas tu casa a cualquier sitio y empiezas a hacer lo que quieres?

Carmen suspiró con desaliento ante lo que parecía tan obvio.

—¡Porque tengo miedo! ¡O no! Puede que no sea miedo. No sé cómo llamarlo. Frente a esos planteamientos me surgen otros. ¿Debo tirar por la borda tantos años de esfuerzo, tanta dedicación? Mi familia, y ahora me refiero a mis padres y hermanos, se sienten orgullosos de mí, de quién he llegado a ser. ¿Crees, de verdad, que entenderían que lo abandonara todo? ¡Seguro que no!

—O tal vez sí; pero, en todo caso, se trata de tu vida, no la de ellos —atacó Beatriz con lógica.

—¡Pero ellos costearon mis estudios! Sabes que la beca no nos llegaba, acuérdate. Renunciaron a muchas cosas por mi sueño. No sé si puedo ser tan egoísta.

Beatriz volvió a abrazarla, comprendiendo sus dudas. Ahora era rica, pero en el pasado había pertenecido a una familia humilde; estudió con becas y no se pudo permitir grandes dispendios. A todos sus amigos les ocurrió igual. Mario jamás entendería ese tipo de cosas.

—Seguro que, si supieran lo desdichada que te sientes, te apoyarían —afirmó convencida, pese a todo—. Además, tienes a Guillermo de tu parte. Eso es importante.

La mirada de Carmen se iluminó ante el recuerdo de su marido. Resultaba evidente que se amaban sin fisuras y Beatriz sintió una punzada de envidia.

—Él dice que puede trazar puentes en cualquier sitio —asintió, ilusionada—. Pero ¿y si tenemos hijos? ¿Sería justo encerrarles en un pueblo de mala muerte? No les ofreceríamos un futuro de posibilidades. En Barcelona, sin embargo, tendrían de todo.

 

 

—También drogas a mano, delincuencia, materialismo… —la encaró Beatriz con desparpajo—. ¡Vamos, Carmen, eso son excusas! Puedes ofrecerles una educación inmejorable, en contacto con la naturaleza, más sana. Puede que no tengan academias de idiomas, pero Internet lo compensa todo. Tienes dinero de sobra para mandarles al extranjero. —La achuchó, riendo—. ¡Y si no lo tienes tú, ya lo tendré yo, que seré madrina de todos ellos!

Carmen rio, agradecida por aquella salida tonta pero significativa de lo que eran la una para la otra.

—Solucionado entonces. —Después, su semblante se tornó grave—. ¿De veras crees que debería arriesgarme?

—Solo tú puedes decidirlo; pero yo… —¿Qué iba a decir? Se detuvo, pesarosa. Claro que siempre era más fácil dar consejos que seguirlos—. Creo que lo haría.

Su amiga suspiró, apretándole las manos.

—Bien. Lo meditaré un poco más.

—¿Me lo harás saber cuando tomes tu decisión?

—Después de Guillermo, serás la primera.

Beatriz rio, encantada.

—Me parece justo. Y ahora —sugirió, estirando las piernas—, ¿qué me dices de dar un paseo? Me duele el culo de este asiento tan duro.

—¡Y eso que llevas tejanos! —La retuvo por un brazo, de nuevo seria—. Bea, no intentarás escabullirte, ¿verdad? Ahora te toca a ti.

—Por supuesto —admitió sin perder la alegría—. No te impacientes. Yo también te estaba necesitando. —Tomó otro pitillo de la caja y lo encendió con parsimonia, aspirando hondo—. Aunque primero tomaremos un café; siento la boca seca de tanto hablar.

 

 

Acomodadas en los veladores, sin nadie alrededor, retomaron la charla. Beatriz se mesó la melena castaña con evidente agobio.

—No sé por dónde empezar. Lo mío es peor que lo tuyo. Tú, al menos, tienes unas perspectivas, algo a lo que agarrarte. En algún lugar te espera un trabajo que te hará sentir satisfecha. Pero yo… ¡no sé qué hacer con mi vida! Estoy hastiada de fiestas, viajes, comidas… ¡Creo que no me importaría morirme!

—¡No digas eso! —Hubo alarma sincera en los ojos verdes—. ¡Sabes que no tienes derecho! Seguro que hay algo que puedas hacer. Siempre fuiste decidida, y tenías ilusiones, proyectos… ¿Por qué no puedes realizarlos?

—Porque mis proyectos no se pueden realizar con lo que más me sobra, ¡dinero! —Casi escupió la palabra—. ¿No lo entiendes? ¡Me encuentro ridícula! Soy consciente de que mucha gente daría algo por tener mi posición, pero precisamente esa posición me impide acometer lo que siempre anhelé: dedicarme a los demás. ¿Recuerdas mis planes sobre la cárcel? Iba a sacar las oposiciones para trabajar en una, iba a entrometerme en las vidas de esa gente a la que nadie tiende una mano. Pero ahora, ¿cómo podría dedicarme a eso? —Tomó aliento y encendió el tercer cigarrillo, reteniendo la humedad de sus ojos—. Empecé a trabajar en Cáritas y tuve que dejarlo porque me veía hipócrita. ¡Cómo me abochornaban las pieles que Mario me regalaba! Cuando me negué a llevarlas y le expliqué el motivo, me dijo que las vendiese y repartiese el dinero si así me sentía mejor. ¡No pudo entenderme! Para él, el dinero no tiene valor, no le hace sentir diferente de los demás.

—No puedes culparle, nació rico, y además es una bellísima persona —afirmó Carmen, intentando ser justa—. Siempre está atento a las necesidades de los otros; nunca ha negado su ayuda a nadie.

—¡No me hagas sentir más miserable! ¿No entiendes que todo eso ya lo sé? —Las lágrimas que llevaba rato reprimiendo se desbordaron—. ¡Pero yo no quiero ser millonaria! Quiero vivir en un barrio normal, con vecinos que se saludan; quiero ser alguien a quien los demás acuden porque está disponible, no porque le sobra el dinero. ¿Sabes lo poco que cuesta colaborar en esas fiestas benéficas? ¿Imaginas la cantidad de dinero que Mario se gasta en oenegés? ¡Pero eso no me sirve a mí personalmente! Es un dinero que no me quito del bolsillo, solo me sobra. ¡Así no puedo sentirme útil!

—Pero lo eres. —Suspiró Carmen—. Ese dinero se empleará en muchas cosas buenas.

—O no. ¡Yo qué sé! No comparto la vida de las gentes a las que les llega, ni sus problemas, ni sus enfermedades… ¡Es todo tan aséptico! —Apretó la mano de su amiga bajo la mesa—. ¿De verdad no entiendes lo que me ocurre?

Carmen asintió, triste. ¡Claro que la entendía! Pero no hallaba una solución al dilema que no implicara un cambio radical en la vida de Bea.

Ella continuó, demoledora:

—Durante un tiempo, he intentado olvidar esos pensamientos, amoldarme a lo que Mario necesita de una esposa, pero… ¡ya no puedo más! Siento que voy a explotar en cualquier momento y voy a hacerle daño.

—¿Sigues enamorada de él? —tanteó Carmen, insegura.

—¿Qué es «seguir enamorada»? —Beatriz se limpió el rostro con premura y encendió otro pitillo. El camarero, desde la barra, las observaba con disimulo—. Supongo que sí. Es el hombre más atento del mundo, siempre me está mimando, no parece tener ojos para otra mujer. Cuando estamos juntos, piso fuerte allá donde vamos. Y en la cama nos entendemos a la perfección. ¿No suena horrible?

Volvió a sentir que las lágrimas se agolpaban y las apartó de un manotazo.

Carmen rio, aliviada, pese a sus palabras.

—A mí me suena genial.

Entonces, la conversación dio un giro radical:

—A veces pienso en Carlos —confesó Beatriz muy bajo, avergonzada, logrando que su amiga frunciera el ceño.

—¿Qué quieres decir?

Beatriz dio una calada muy honda, reflexionando antes de responder:

—Contigo puedo hablarlo. Recuerda que estuve colada por él antes de conocer a Mario y supongo que lo tengo idealizado. Hace dos años que no nos vemos, pero sé que trabaja con chicos en una parroquia, me lo contó su madre, y que es popular entre sus alumnos, que colabora con varias instituciones. ¡Eso es lo que estaría haciendo yo si no me hubiera enamorado de Mario!

Carmen terminó su café e inició otro cigarro, asombrada de lo que llevaban consumido entre ambas. Cuando habló, lo hizo muy seria:

—Entiendo que te dejes llevar por la nostalgia y que Carlos te vuelva a la cabeza, pero Bea, ¿has rememorado también sus puntos flojos? ¿Se te olvidó que necesitaba ser el centro de atención y que jugaba contigo sabiendo, como lo sabíamos todos, que estabas loca por él? Se permitía portarse como tu pareja sin llegar a comprometerse. ¿Ya no te acuerdas? Cuando conociste a Mario se dio cuenta, tal vez, de que te perdía. Y no hizo nada para que lo escogieras. ¡Acéptalo! Yo lo quiero con toda mi alma, lo sabes, pero no voy a caer en la trampa de idealizarlo solo porque es guapo y juega a vivir en plan utópico.

—¿Por qué eres tan dura con él? Es verdad que fue muy ególatra, pero ni tú ni yo hemos vivido como dijimos —subrayó alterada—, y él sí.

—Eso suponemos. Mas no confundas lo que tú quieres que sea con lo que puede ser. Y, en todo caso, no lo compares con Mario. Son demasiado diferentes.

—¡No pretendo compararlos! Lo único que pienso es cómo sería vivir con Carlos en vez de con Mario.

—Ve a verlo y hazte una idea.

Beatriz calló. Aplastó el pitillo contra el metal del cenicero mientras respiraba hondo.

—Podrían pasar dos cosas: que él también me decepcionara… o que volviera a sentir lo de entonces.

Carmen asintió.

—Y tendrías dos opciones: aceptar que los sueños no siempre se cumplen… o dejar a Mario y vivir como deseas. En todo caso —suspiró, poniéndose en pie—, debes tomar una decisión. Y vámonos de aquí, estoy harta de la mirada del camarero y de fumar como un carretero. ¿Llevas la cuenta del humo que hemos tragado?

Bea se asombró también de cómo rebosaba el cenicero.

—¡Desde luego, no pareces una compañía muy recomendable! ¡Menuda médica!

—Ya te dije, en casa de herrero…

En un impulso, Bea se agarró a su brazo y le estampó un beso en la cara; feliz, pese a todo.

—¿Sabes qué peso me he quitado de encima? Como doctora igual no vales mucho, pero como confidente…

Carmen la separó con gesto teatral.

—Anda, despégate, que después del número que hemos montado ese igual se piensa algo raro.

Bea la miró con picardía y le plantó un beso en los labios, riendo con descaro.

—¡Pues que se muera de envidia!

 

 

Aparcaron en el garaje privado del edificio y subieron en el ascensor que llevaba directamente a su planta. Al sonido de las llaves, la empleada acudió, solícita, a recibirlas.

—Buenas tardes. ¿Qué tal está, señora Moncada? Me alegro de volver a verla.

—Gracias, Raquel, lo mismo digo. ¿Podrías guardarme esto por ahí? —Le entregó un pequeño bolso de viaje.

—Por supuesto. El señor ya…

La figura de Mario Ondía en el quicio del salón las interrumpió. Mostraba una amplia sonrisa y Carmen pensó, una vez más, que era el hombre más atractivo que conocía.

—¡Así que eras tú! —Su anfitrión le ofreció un abrazo cálido y dos besos sinceros—. Me preguntaba quién había logrado sacar a Bea de su encierro.

Se volvió hacia su mujer sin disimular el placer que sentía al mirarla y la besó con ligereza en los labios.

—¿Has descansado bien? Pareces un poco pálida.

—Dormí hasta las doce. —Eludió ella otras cuestiones—. ¿Y a ti, cómo te fue la reunión?