Regalo del cielo - Mercedes Gallego - E-Book

Regalo del cielo E-Book

Mercedes Gallego

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Beschreibung

¿Puede ser Axel un regalo para el mundo y un infierno para Devon? Axel está muy agradecida a las personas que la sacaron de las calles para convertirla en una dama. Tuvo la fortuna de que lord Birminghan la tomara a su cuidado y ahora vive feliz en Marion Hill acompañada por la hermana de su benefactor, la condesa de Valmont. Devon Hunt, vizconde Dermont, es un aristócrata de vida disipada que odia profundamente a la joven y que nunca ha perdido oportunidad de zaherirla. Si Axel es un Regalo del cielo para los demás, para él es un hacha de guerra. Y Devon jamás ignora un desafío. Sin embargo, no está preparado para lo que Axel puede ocasionar en su corazón y en su reducido y frívolo mundo. ¿Descubrirá Devon Hunt el regalo que Axel esconde? - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2014 Mercedes Pérez Gallego

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Regalo del cielo, n.º 230 - junio 2019

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Shutterstock.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-902-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Nota de la autora

Biografía

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

Desmayarse, atreverse, estar furioso,

áspero, tierno, liberal, esquivo,

alentado, mortal, difunto, vivo,

leal, traidor, cobarde y animoso;

no hallar fuera del bien centro y reposo,

mostrarse alegre, triste, humilde, altivo,

enojado, valiente, fugitivo,

satisfecho, ofendido, receloso;

huir el rostro al claro desengaño,

beber veneno por licor suave,

olvidar el provecho, amar el daño;

creer que el cielo en un infierno cabe,

dar la vida y el alma a un desengaño.

Esto es amor. Quien lo probó, lo sabe.

 

Lope de Vega (Rimas,1609)

 

 

 

 

 

Para Elena, mi particular regalo.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Año 1817. Condado de Suffolk, Inglaterra

 

La elegante mansión y sus extensos jardines empezaron a avistarse conforme la joven jinete espoleaba su caballo, saltando cercas y obstáculos sin dejar de mascullar improperios en voz baja. Había divisado el carruaje desde lo alto del cerro y presentía que por mucho que corriera no llegaría a tiempo para estar vestida de un modo aceptable en la recepción. Tampoco es que tuviera especial interés en agradar a Devon Hunt, vizconde Dermont, pero sabía cuán importante era ese momento para su tía Elena.

—¡Tres meses aguardándolo y tiene que aparecer hoy!

Llevaba días evitando cabalgar por las mañanas como precaución de lo que justamente estaba ocurriendo. ¡Y él tenía que presentarse en ese instante, cuando no había podido eludir la cita con el molinero! ¡Lo odiaba! Bueno, no le odiaba, pero le enfurecía. Devon Hunt era el único hombre que le ponía los nervios de punta. Aunque hiciera dos años que no se veían.

Saltó la última cerca como una centella, desmontó, le entregó las riendas al mozo de cuadra con una sonrisa nerviosa mientras le daba una palmadita de disculpa a su caballo, al que siempre cepillaba en persona, y entró en la elegante residencia sin dar muestras de cuánto le incomodaba su aspecto. Sabía que no era el adecuado, pero le contrarió verlo reflejado en el gesto adusto del hombre. Él estaba impecable, con sombrero de copa, calzones azules, chaqueta en unos tonos más oscuros bajo la que se adivinaba un elegante chaleco, y altas botas de ante. Un auténtico dandy.

A tía Elena, sin embargo, no le importó el desaliño de su ropa y su pelo, atenta a la felicidad que sentía entre los brazos de su hijo.

Al divisarla se apartó para que ambos pudieran saludarse.

—Axel, cariño, ¡por fin ha venido Devon!

—Sí, ya lo veo. —Por más que intentó que su voz sonara agradable, no salió cordial; se limitó a tenderle la mano con un frío ademán—. Hola, Valmont. Bienvenido a Marion Hill.

El recién llegado percibió su desdén y correspondió con una ironía ladina que solo la joven adivinó.

—Sé cuán feliz te hago con mi presencia, primaAxel —replicó mientras besaba los dedos que ella había liberado de los guantes.

Los ojos verdes centellearon, furiosos.

—No creo que importen mis sentimientos, sino los de tu madre —aseveró, con frialdad.

La respuesta llegó a modo de carcajada seca.

—¡Se me olvidaba que tú siempre cuidas de ella!

—Nos cuidamos mutuamente, cariño —intervino lady Valmont, desconcertada por la evidente antipatía entre ambos jóvenes.

Axel recuperó su mano y respiro hondo, recordando lo importante que era que su tía disfrutara del encuentro. No en vano, llevaba semanas anticipándolo.

—Disculpadme, necesito cambiarme para el almuerzo.

Al tiempo que daba su conformidad, la condesa pareció recordar el motivo de su ausencia.

—¿Fue todo bien en el molino?

—Pude solucionarlo —asintió, despreocupada—. La rueda no tiene remedio, pero dejé encargo de que la arreglaran. Martin ha asegurado que volverá a funcionar en pocos días.

Su tía la abrazó con una calidez que la conmovió.

—¡Gracias, hija! No sé qué haríamos sin ti. Mi hermano resulta una nulidad cuando se trata de asuntos domésticos. En cuanto se ausenta el administrador estamos perdidos…

—Ha sido un placer encargarme, tía Elena —aseguró sincera, a la par que se encogía de hombros—. En cuanto a Orson, a estas alturas no podemos esperar que cambie. —La presencia de Devon la hizo fruncir el ceño—. Trataremos los detalles después. Ahora limítese a disfrutar de su invitado.

No aguardó a ver el efecto que sus palabras tenían en el vizconde; de haberlo hecho, le habría sorprendido el rastro de furia que ensombreció sus ojos.

 

 

Axel retardó cuanto pudo su reunión con el resto de la familia. Pese a estar segura de que la condesa habría visitado la cocina para encargar los mejores manjares, previstos desde hacía tres meses, prefirió asegurarse de que todo marchara a la perfección. Una vez confirmado, no le quedó más remedio que enfrentarse a la realidad: Devon estaba allí y tendría que sobrellevarlo con dignidad. Aunque ya no se sentía tan vulnerable ante su desdén, el estómago se le encogía al pensar en verlo. No obstante, respiró hondo y se dirigió con paso firme hasta el salón principal, adornado con mantelería de encaje, vajilla de Limoges y la cristalería de Bohemia de la que la condesa se sentía orgullosa porque llevaba en su familia más de cien años.

Desde el quicio de la puerta acarició con la mirada al conde Birminghan, dueño de la mansión y su protector desde la infancia. Estaba acompañado de su hermana y su sobrino, riendo y bromeando tan cómodamente que se sintió una intrusa. Era una sensación que la acuciaba durante las escasas visitas del vizconde. Durante el resto del tiempo ella estimaba que formaba parte de la familia. Pero con Devon Hunt, no. Él siempre hallaba el modo de incomodarla, de recordarle que era una doña nadie, una recogida.

Su inquietud duró el minuto que tardó lord Birminghan en vislumbrarla y llamarla para que se les uniera. Era un hombre entrado en años, de rostro afable, sin demasiadas arrugas y de estatura mediana. Nada en su apariencia indicaba que pertenecía a una de las familias más antiguas de Inglaterra; bien al contrario, por sus ropas y lentes se le podía confundir con un bibliotecario o un preceptor.

—Axel, cariño, ¿dónde te habías metido? Devon lleva un rato contándonos sus andanzas por esos mundos y te habría encantado escucharle.

Simulando una serenidad que estaba lejos de sentir, besó a su benefactor y tomó asiento frente al vizconde.

—Tendré tiempo de oírlo —se disculpó con una sonrisa—. Porque supongo que te quedarás unos días…

El aludido captó la frialdad de su voz y replicó con un rastro de burla, sin dejar de observarla.

—Puede que hasta unas semanas.

Axel no se amilanó, acostumbrada a su rechazo. También ella lo zahirió sin perder la sonrisa ni el tono meloso.

—¡Estupendo! Tu madre lleva anhelando verte desde que supimos que habías regresado.

Elena salió en defensa de su hijo, sorprendida por la rivalidad encubierta que nunca había percibido en ellos.

—Estuvo enfermo, cariño. Tuvo unas fiebres y no nos lo dijo para no preocuparnos.

La mirada verde reflejó tan a las claras que no lo creía que Devon apretó los dientes, conteniendo su furia. ¡Aquella mujer lo irritaba a morir!

—Veo que mi ausencia te ha sentado bien, prima. —Mientras hablaba, realizó un descarado recorrido por su anatomía, desde el escote cuadrado que dejaba a la vista el esbelto cuello, libre de joyas, hasta la breve cintura y la amplia falda de tul violeta que ocultaba unas largas piernas—. Has… Bueno… Pareces muy… exuberante.

La mirada castaña subió hasta sus pechos y permaneció allí más tiempo del correcto, logrando que Axel notara cómo el rubor la cubría desde las orejas hasta las puntas de los pies ¡Cuánto deseaba matarlo!

—Lo cierto es que Axel se ha convertido en una mujercita muy guapa y muy lista —asintió Orson, ajeno a sus pullas—. Es la única capaz de discutir conmigo sobre Platón o Séneca y darme lecciones de cualquier tema.

—Encomiable —replico él con soterrada sorna, sin apartar la vista de sus senos.

—Señores, la mesa está dispuesta.

El aviso del mayordomo acalló la reprimenda que lady Valmont iba a soltar a su hijo por mostrarse descortés. En vez de criticarlo le ofreció el brazo, aunque sin ocultar lo poco que le agradaba su actitud. Devon, mudando su antipatía por un rictus encantador, besó la mejilla de su madre y se la metió en el bolsillo. Ella, encandilada por su muestra de cariño, rio. Adoraba a su hijo, por muy desvergonzado que fuera.

Durante el almuerzo, Devon respondió a las preguntas de su tío. Lord Birminghan, como cualquier hombre de su posición, también había visitado el continente en su juventud, y se mostró muy interesado en conocer cómo había evolucionado el mundo desde entonces.

A su pesar, Axel se encontró inmersa en la charla, indagando sobre lugares que solo conocía por los libros. Para su sorpresa, Devon resultó un magnifico conversador, con capacidad para describir las ciudades por las que había pasado con tal pericia que todos se sintieron como si lo hubieran acompañado en sus viajes.

Durante unas horas no fueron enemigos.

—Por cierto, os traje regalos. Podría dároslos tras el café —propuso, cómodo por primera vez en aquella casa.

A su tío le hizo entrega de dos libros encuadernados en piel, tratados de arquitectura y jardinería. Para su madre había escogido una estola veneciana y para Axel un frasco de perfume. Su mirada fue intensa al entregárselo.

—Es de París. No sabía si sería adecuado, pero ahora, al verte, sé que no me equivoqué.

Ella dudó un instante, ruborizada e indecisa entre si sentirse molesta o halagada por sus palabras. Optó por no enfadarse. Nunca le habían regalado un perfume y prefirió disfrutar de la ocasión.

—Gracias. Fuiste muy atento al recordarme.

Por una vez, el vizconde no lo estropeó con un exabrupto.

—Dudé si preferirías un libro —reconoció—. Por eso, en precaución, compré dos. Pero me parece que a tío Orson le irán mejor.

Su madre intervino con una sonrisa apreciativa, acariciando la delgada mano de la muchacha.

—Sin duda, Axel valora más el perfume. Ya es una mujer y comienza a preocuparle su aspecto.

—No veo por qué debería preocuparle. Es encantador —admitió él, con la guardia baja.

Axel volvió a sonrojarse; esta vez de placer.

—Por favor, no veo ningún interés en hablar de mí. ¿Qué te parece si continúas con tus relatos? Descríbenos qué lugares visitaste en Granada —suplicó, curiosa.

Devon aceptó, sonriente. También a él le apetecía una tregua.

 

 

Aburrida de dar vueltas en la cama, enredada entre las sábanas, decidió buscar un libro que le aliviara el insomnio. No se cubrió con una bata ni se recogió el alborotado cabello que le caía en ondas sobre la espalda. Tampoco calzó zapatillas para no hacer ruido, segura de regresar en breve.

No contó con el inesperado encuentro de la biblioteca.

Devon estaba tumbado en el sofá cuán largo era, absorto en el vacío, apurando una copa de brandy.

Fue el destello del cristal lo que atrajo la atención de Axel.

—¡Me has dado un susto de muerte! ¿Qué haces a oscuras?

Captar el desaliño masculino le hizo ser consciente de su propio aspecto y el bochorno lo encubrió con ira.

—Me ilumina la chimenea, no necesito más —su voz sonó desabrida, con un toque de embriaguez—. ¿Y tú, qué haces paseándote medio desnuda a estas horas?

—No suelo encontrar a nadie —admitió molesta—. Me olvidé de que estabas aquí.

Él sonrió con desdén, volviendo la atención a su copa.

—Por mí no te preocupes. Como si no estuviera.

Axel retrocedió unos pasos, vulnerable a su sarcasmo.

—Volveré mañana.

—Estás en tu casa.

La amarga ironía de sus palabras la hizo recuperar su habitual enemistad.

—También es cierto. —Regresó a la estantería y curioseó unos cuantos volúmenes sin importarle que el fuego transparentara su liviano camisón de seda.

La voz de Devon, matizada por la bebida, le llegó desde la penumbra.

—Yo tengo motivos para aborrecerte, Axel; pero tú… ¿Por qué te muestras siempre tan desdeñosa conmigo?

—¿Que tienes motivos para qué? —Olvidando los libros, se revolvió, colérica—. ¿Se dignaría el señor vizconde en explicar en qué puede molestarlo mi humilde persona? ¡Te has pasado media vida llamándome bastarda y lindezas por el estilo! ¿Por qué habría de tenerte cariño?

—No los tienes —admitió, flemático—. Pero tampoco para odiarme.

Se había incorporado poniendo las dos piernas en el suelo y le sostenía la mirada.

A pesar de la penumbra, Axel percibió que era desdeñosa, pero no le importó. Se le enfrentó con los ojos brillantes y el porte erguido, despreocupada ante lo escaso de sus ropas o lo inadecuado de hallarse a solas con un hombre, por muy familia suya que fuera, a altas horas de la madrugada. Sabía que, si alguien del servicio les descubría, su reputación saldría malparada; sin embargo, no se amilanó. Su voz resonó hiriente a propósito.

—¡Discúlpame que disienta! En todo caso, si no te soporto no es por cómo actúas conmigo, lo cual me es indiferente —matizó mordaz—, sino por cómo ignoras a tu madre. ¡Tres meses lleva esperándote! ¡Tres! Y ahora le sales con que estuviste enfermo… ¡Hay que idolatrarte como lo hace ella para creerte! Pero, claro, debías de estar ansioso por reunirte con tus amigos y tus queridas de Londres…

El vizconde se le acercó en dos zancadas, con los ojos entrecerrados y los puños apretados en los costados.

—¡Maldito si tengo que justificarme con una mocosa entrometida como tú! ¡Eres peor que una pulga sarnosa!

El sonoro bofetón de Axel frenó en seco su diatriba. Incrédulo, se llevó la mano a la mejilla y la contempló con rabia.

—Pero ¿quién te has creído que eres para…?

Cegado por la cólera, asió sus brazos desnudos y la atrajo hasta su cuerpo, tirando sin miramientos de ella.

—¡Suéltame!

La voz de Axel, no por contenida, cargaba menos inquina.

—¡Será si quiero! —rugió antes de que un rodillazo en sus partes lo obligara a liberarla, doblado en dos—. ¡Hija de…!

El insulto se quedó en sus labios mientras la veía refugiarse en el vano de la puerta, resuelta y centelleante como un demonio.

—¡Cuando te digo que me sueltes, me sueltas! —escuchó en la distancia, los oídos atronándole por el dolor de su ingle—. Ya ves que sé defenderme. ¡Serán reminiscencias de cuando vivía en las calles!

 

 

Axel salió a cabalgar muy temprano y aprovechó para visitar el molino. Quería inspeccionar la reparación de la piedra, consciente de que mucha gente dependía de su funcionamiento, y terminó aceptando la invitación del molinero para desayunar con su familia en la acogedora mesa que habían dispuesto en el prado. Le encantaba bromear con los chiquillos, intercambiar información sobre botánica con Illona, la mujer de Martin, o escuchar los entretenidos relatos del hombre acerca de su trabajo. Formaban parte de la propiedad y la aceptaban como su señora, aunque nadie en Marion Hill ignoraba su carencia de linaje. Con el paso de los años, Axel se había ganado la confianza y el respeto de todos. Menos el de Devon Hunt.

Demoró su regreso con la esperanza de no encontrárselo y tuvo suerte. Pretextando un repentino malestar, no compareció al almuerzo. Pasó la tarde en su habitación, devanándose la cabeza en cómo librarse de bajar al comedor sin preocupar a su tía, porque la simple idea de cruzar sus ojos con los airados de él le retorcía las entrañas. Finalmente, elaboró una excusa corriente, decidida a no arriesgarse.

—Betty, dile a la condesa que no me siento bien. Cosa de mujeres, ya sabes.

El semblante de la doncella reflejó sorpresa al pillarla en una mentira.

—Pero si no tiene usted…

—Tú díselo —atajó, adoptando una pose de mando que rara vez usaba con el servicio—. Después me subes un caldo, por favor. No necesitaré nada más. Quiero dormirme pronto.

La doncella se limitó a asentir, impresionada por su malhumor. Estaba acostumbrada al carácter amable de su señora, pero sabía que, cuando se enfadaba, no admitía réplica.

Axel se durmió al rayar el alba, pero, aun así, el maldito vizconde continuó acosándola en sus pesadillas. Con los ojos llameantes de desprecio le endilgó epítetos dañinos, como «bastarda» y «callejera». Se reconoció en una chiquilla vestida de harapos y de rostro sucio que le plantaba cara, aunque jamás él la vio así ni ella lo estuvo en Marion Hill, adónde ya llegó con ropaje impecable.

Aturdida, con la frente sudorosa y el corazón acelerado, apartó las sábanas de una patada y se sentó en el borde del colchón, inhalando una bocanada de aire para aliviar sus pulmones y serenar el ánimo. ¡Tenía tantas ganas de llorar que su frustración se tornó en ira!

Sin aguardar a la doncella se aseó y eligió un vestido para el que no necesitaba ayuda, con lazos en la parte delantera del corpiño, sabiendo que el tono amarillo y las pequeñas flores favorecerían su tez y disimularían sus ojeras. Tras un breve cepillado se dejó el cabello suelto y bajó al comedor.

La pausa del arreglo había calmado su malestar, pero supo que la mañana no iría bien en cuanto se topó con él.

El vizconde hojeaba un periódico, ajeno al ir y venir de los criados, aunque levantó los ojos un instante al escuchar sus pasos.

Axel ignoró el menosprecio que asomó a sus labios y saludó en general, como acostumbraba.

—Buenos días.

Sin esperar otra respuesta que la del servicio, se dirigió a su doncella, desentendiéndose de su callada recriminación por no haberla llamado para ataviarse.

—Buenos días, Betty. Tomaré huevos y café, por favor.

—¿Se siente mejor esta mañana, milady?

Asintió con una sonrisa sincera. Apreciaba a la muchacha por su carácter cariñoso y su discreción.

—Mucho mejor. Gracias.

—La señora condesa ya desayunó —informó mientras la servía—. Está en el jardín de atrás con…

En un movimiento involuntario perdió la concentración y el café fue a parar a los pantalones del vizconde.

—¡Dios mío, señor, disculpe! No sé cómo ha podido pasar… Yo…

Azorada, comenzó a limpiarle el líquido que empapaba la tela, pero él la retiró con un violento empujón mientras su rostro se crispaba por la ira.

—¡Maldita estúpida! ¡Si te dedicaras a hacer tu trabajo en silencio no serías tan torpe! ¡Quedas despedida!

El horror se reflejó en el semblante de la muchacha que no sabía dónde mirar en busca de auxilio. El mayordomo le indicó con un ademán que se retirara, pero ella siguió disculpándose, muy asustada.

—¡Por favor, señor! Yo no pretendía…

Axel mantuvo la calma pese al altercado. Entendía el enfado de Devon, pero no su rudeza.

—Betty, retírate. Yo lo arreglaré.

—¡No hay nada que arreglar! —masculló él mientras se secaba la ropa con una servilleta—. ¡He dicho que está despedida! Si es una inepta no puede mantener su trabajo.

La muchacha abandonó el salón desolada, seguida del impertérrito mayordomo. De paso, se llevó las buenas intenciones de Axel.

—¡Eres un déspota! Betty lleva en esta casa más de cinco años y cumple con su tarea a la perfección.

—¡Qué sabrá una zarrapastrosa como tú de lo que es un servicio digno!

La bofetada volvió a cogerlo desprevenido.

—¡Márchate a tu casa y déjanos en paz, pedazo de engreído!

Con la rapidez de una centella, Axel desapareció del comedor, dejando solo, una vez más, al atónito vizconde.

 

 

¡Devon Hunt no iba a permitirlo! ¡La maldita intrusa le había humillado dos veces y tenía que hacérselo pagar! Aunque se había arrepentido de su ataque de ira con la doncella, no se había apagado ni un ápice el rencor que sentía por Axel. La buscó por toda la casa hasta que el mayordomo le informó de que lady Axel se encontraba en el cenador. Se apresuró a acudir, rabioso porque pudiera escaparse de nuevo.

No se detuvo ante la evidencia de sus lágrimas, que le habían dejado la nariz y las mejillas enrojecidas. La asió de un brazo y la obligó a mirarlo, golpeándole la espalda contra una columna.

—¡Me tienes harto! ¡Estoy tan saturado de ti que te apartaría de mi vida de un plumazo! —La mano con que le atenazaba la barbilla tembló de pura rabia.

El rostro de Axel se contrajo por el dolor, aunque su abatimiento era mayor y no intentó defenderse.

—Lo tienes fácil. Vuelve a Londres —susurró, sin ganas de discutir.

Pese al enojo contra Devon, era superior su enfado consigo misma por no controlar su mal genio. Por mucho que las institutrices que la instruyeron insistieron en corregirla, siempre fracasaba en la materia.

El aliento de Devon se cruzó con el suyo cuando acercó la cara hasta rozarla, el susurro de su voz cargado de veneno.

—¡Al fin sacaste tu verdadera personalidad! ¡Eso es lo que pretendes! Quedarte sola con mi madre y mi tío para seguir mangoneándolos. Crees que eres una Birminghan y solo eres…

—Una recogida, una zarrapastrosa —rugió ella, debatiéndose entre sus brazos—. ¡Suéltame!

—¡No! ¡Y esta vez no te será tan fácil escapar! —La apretó contra el mármol con una mano mientras con la otra la sujetaba entre las piernas.

El contacto fue tan íntimo e inesperado que ambos se miraron, sorprendidos.

—¿Cómo te atreves?

—¡Has estado a punto de lisiarme, condenada bruja! ¡Puedo tocarte donde quiera!

No contaba con su fuerza. Estuvo a punto de liberarla cuando ella se debatió entre sus brazos, pero logró paralizarla presionando más fuerte sus caderas. Devon se dejó llevar por el afán de crueldad y la aplastó contra su cuerpo. La besó tan descarnadamente que impidió que se escuchara su grito. Axel, herida en su orgullo, lo apartó de un empellón y salió corriendo por segunda vez en la mañana.

Devon volvió a quedarse solo, aunque en esta ocasión una sonrisa de placer surcó sus labios. ¡Había obtenido su venganza!

 

 

A Axel le costó la misma vida que el almuerzo y la cena transcurrieran sin incidentes. Reflexionó largo y tendido después de haberse deshecho en lágrimas en la intimidad de su cuarto y llegó a la conclusión de que no podía estropear la felicidad de la condesa presentándole quejas sobre Devon. Sabía que la disgustaría, que se vería obligada a posicionarse en contra de su hijo, dada su rectitud, y después de haberlo esperado tantos meses sería un triste final para su visita. Decidió, pues, callar. Simuló su mejor sonrisa y bajó al comedor.

Participó con parquedad de las conversaciones, pero su tía lo atribuyó a las molestias femeninas y no se opuso cuando se despidió sin tomar postre con la excusa de una siesta, ni cuando expresó su deseo de recogerse temprano esa noche. Se limitó a desearle buenas noches y a continuar la charla con su hermano.

Devon, por el contrario, mantuvo una sonrisa burlona a lo largo del día, y cuando ella pasó por su lado para retirarse de la cena se atrevió a susurrarle un «cobarde»que ignoró haber oído.

 

 

El vizconde irrumpió en la alcoba sin molestarse en llamar.

Axel lo miró con asombro, pasmada por su desfachatez, mientras el libro que leía resbalaba sobre su regazo.

Devon tomó nota de la forma en que el veraniego camisón se adaptaba a su voluptuoso cuerpo; sin embargo, fingió indiferencia. Arrimó una silla a un lateral de la cama, se quitó la chaqueta y el corbatín y se acomodó estirando sus largas piernas.

Axel, vacilando entre enfurecerse por su indolencia o por el atrevimiento de su gesto, entrecerró los ojos y apretó los puños.

—¿Qué diablos estás haciendo?

El susurro salió de sus labios como el siseo de una víbora y él correspondió con una descarada sonrisa.

—¡No has bajado a la biblioteca! —Se demoró en la pila de mamotretos que reposaban sobre la mesilla y siguió con marcado sarcasmo—. ¡Parece que trajiste suministro para no pisarla en un mes!

Axel recogió su libro mientras calibraba si tirárselo a la cara o lo dejaba en la mesita y se cubría con una bata para sentirse menos vulnerable.

—¡Sal de inmediato! ¡No tienes derecho a invadir mi alcoba!

—Es temprano para irme a la cama y no se me ocurre otra alma a quien recurrir. —Acentuó su sonrisa arrogante, sabedor de que la enfurecería—. No considero de buen gusto importunar a las criadas. Hoy no debo ser muy popular entre ellas.

Ignorando la provocación, Axel alzó el mentón y moduló a conciencia sus palabras, en un abierto reto.

—Tu madre no despedirá a Betty. Le expliqué lo ocurrido y aceptó las disculpas de la muchacha. —Le satisfizo observar un atisbo de enfado en los iris castaños—. Ya ves que aquí no eres nadie para tomar decisiones.

—¿Nadie? —La frialdad de su voz cortó el aire—. Por lo que parece, no te han explicado quién corre con los gastos de esta casa.

Axel palideció. Por un instante pensó que se estaba marcando un farol para machacar su orgullo, pero una sombra de duda atenazó su garganta.

—¿Qué quieres decir?

La mirada del vizconde resulto tan despectiva como su voz.

—Que soy yo quien mantiene Marion Hill.

—¡No es verdad! —El corazón de Axel latió desbocado por la posibilidad de que fuera cierto—. Orson…

El desdén del vizconde asomó a sus ojos a la par que una sonrisa irónica brotaba de su boca.

—El tío Orson es muy bueno con las letras, pero una nulidad con los números —anuncio, conciso—. Lleva años arruinado.

Axel sintió que la angustia la desgarraba por dentro.

—¡No puede ser! ¡Yo lo sabría!

—¿Y de verdad no lo sabes?

El bochorno se apoderó de sus mejillas. Por contra, un frío intenso se adueñó de sus miembros.

—¡Pues claro que no! ¡Ni tu madre ni Orson hablan de dinero! —Dejó a un lado su actitud desafiante para pedirle explicaciones, mudada la ira por la vergüenza—. ¿Desde cuándo…? ¿Desde cuándo nos mantienes?

Los modales altivos del vizconde se atenuaron. A pesar de experimentar sentimientos contrapuestos por Axel, acostumbraba a ser justo y su mirada de ansiedad no podía ser fingida. Ella no sabía nada. Se encogió de hombros y ocultó los remordimientos que le asaltaron por haberse portado peor que un rufián. Tiró del repertorio ensayado de su paso por la Corte y respondió con el tono indolente que solía usarse para los asuntos intranscendentes.

—Desde que heredé el título. Al hacerme cargo de las finanzas familiares descubrí el agujero de Orson. Como, además de ser mi tío, tenía cobijaba a mi madre, lo consideré apropiado.

La mirada glauca lo taladró con rebeldía.

—¿Y yo…?

—Formas parte de la casa —confirmó, displicente.

Los puños de Axel apretaron las sábanas, rozando el límite entre el bochorno y la rabia.

—¡No soy un mueble ni un caballo! Tengo gastos. Alguien debió advertírmelo —replicó, humillada.

—Eso no es asunto mío. Si no te lo dijeron, sus razones tendrían —contestó desdeñoso.

Axel se hundió un poco más en el colchón, presintiendo que el cielo podía desplomarse sobre su cabeza en cualquier momento.

—¿Y bien? ¿Cuáles son las tuyas para decírmelo ahora? ¿Piensas cobrarte de algún modo?

Sus miradas se enfrentaron hasta que Devon se encogió de hombros.

—No tenía esta conversación en mente cuando llegué. Si mal no recuerdo, la has sacado tú.

En honor a la verdad, tuvo que admitir que era cierto. Sin embargo, continuaba furiosa con él.

—¿Y te parece honorable entrar en la habitación de una… mujer sin ser invitado?

El titubeo hizo asomar una mueca sarcástica al atractivo rostro del vizconde.

—Puedes considerarte una dama, Axel. Tu educación es excelente. Nadie podría objetarlo.

—¡No soy ninguna dama! —masculló Axel con altanería—. Aunque tengo mis principios.

—Sí, no lo dudo. Mi madre te ha educado muy bien. Mejor que a mí.

La réplica, cargada de rencor, encendió el de por sí caldeado ánimo de Axel.

—¿Te atreves a hacer reproches a tu madre? ¿Serás capaz?

—¿Por qué no? —escupió él, sin disimular su encono—. Le pareció más interesante dedicar su vida a una huérfana abandonada que a su propio hijo.

Axel se incorporó sobre las almohadas sin molestarse en ocultar cómo la tela se tensaba sobre sus formas, aunque tampoco Devon estaba de humor para detenerse en ese detalle.

—¡Eso es una infamia! ¡Eres un ciego arrogante igual que tu padre!

El cuerpo del vizconde se tensó por la acusación, estirándose tanto sobre ella que le rozó el rostro mientras susurraba con ferocidad una grosería.

—¡Maldita zorra! ¡Espero que sepas explicarte!

Axel se apartó, de repente abatida. Amaba con desmesura a la mujer que la había acogido como a una hija y el recuerdo de sus desdichas la llenó de dolor. Consideró justo que también él las supiera.

—Tu madre te cuidó hasta los dieciocho. No puedes reprocharle nada.

—¡Claro que puedo! —Devon regresó a su posición en la silla, pero mantuvo el gesto beligerante—. ¿Se supone que por heredar un título ya no la necesito?

—¡No, no la necesitabas! —replicó con frialdad—. Si lo piensas bien, pasabas todo el tiempo con tu padre, no con ella.

Devon la contempló como si desvariara.

—¿Y eso qué? ¡Su lugar estaba a nuestro lado!

—¿A vuestro lado? —Los elegantes dedos volvieron a crisparse sobre las sábanas—. ¡No tienes idea de lo que tu madre ha sufrido en Londres!

Por un breve instante el desconcierto asomó a las facciones masculinas, pero enseguida volvieron a cubrirse con una coraza de frialdad.

—¿Tan insoportable era su vida? ¡Pareces saber sobre mi madre más que yo!

—Quizá deberías preguntarte por qué nunca llegaste a ser merecedor de esas confidencias —barbotó, irónica.

Devon se incorporó de golpe y la zarandeó sin miramientos. Con todo, Axel no se permitió mostrar miedo y mantuvo el reto en su mirada.

—¡Nunca me dio una oportunidad!

Axel vislumbró la vulnerabilidad que se escondía tras su enfado y la sorpresa de saberlo herido la llevó a bajar la guardia.

—Tienes razón. Disculpa. Tal vez… Tal vez te parezcas demasiado a él. Y después de todo, eres su hijo. Es comprensible que no se sincerara contigo.

Devon mantuvo el contacto un instante. Luego se apartó y se atusó los cabellos, desesperado, necesitado de aclarar aquello.

—Y bien, ¿por qué su vida en Londres fue tan desdichada?

—Por tu padre. Por sus infidelidades.

Se miraron con intensidad. La mente de él procesando la información.

—Cualquier mujer puedo con eso —replicó, perplejo—. Mira para otro lado y ya está.

La ira retornó a los ojos verdes.

—¿Eso piensas? Podría haber actuado de ese modo de no sentir nada por él, pero tu madre se casó enamorada. Y lo peor es que sigue estándolo. —Bajó más la voz para subrayar el testimonio—. Por desgracia, tu madre sigue amando a tu padre.

El dio un paso atrás, como atravesado por un rayo.

—Y mi padre… ¿Lo sabe?

Ella se encogió de hombros, reflejando en su semblante una mueca de desprecio.

—¿Qué más da? Jamás le importó.

Devon se revolvió, furioso. Que aquella mocosa se atreviera a juzgar a su padre le parecía el colmo de la arrogancia.

—¡Qué sabrás tú de eso!

—¿Crees que de importarle hubiera tenido una amante tras otra? ¡Mientras te engendraban y luego crecías y te convertías en vizconde esas mujeres han superado la quincena! —notificó, tan airada como él—. ¿Te parece probable que le importen los sentimientos de tu madre?

Devon se dejó caer en la silla, abatido.

—No lo sé. Entre los hombres de nuestra condición es habitual tener amantes.

—¡Ser unos malditos egoístas, eso es propio de los aristócratas! —De repente recordó lo que había descubierto esa noche y suspiró, avergonzada—. Lo siento, no tengo ningún derecho a hablarte así. No después de lo que me has contado.

El silencio se impuso entre ambos hasta que él lo rompió. Todo en su persona indicaba lo dolido que estaba por lo que acababa de saber. Y se lo demostró, dejándole ver un Devon que ella desconocía.

—Al contrario, Axel. Es gratificante que alguien te diga la verdad a la cara. Aunque no sea agradable.

Se contemplaron con largueza, calibrando el uno los pensamientos del otro. Fue Axel quien retomó la conversación en un punto distinto.

—Yo… No sé cómo corresponder a lo que has hecho por mí. He gastado en ropas y caprichos sin saber…

—Ya te he dicho que formas partes de esta casa.

—¡No quiero ser eso! —Le ofendía la sola idea de que él la mantuviera.

—¿Qué prefieres entonces, salir huyendo? —alegó con frialdad—. Considéralo un pago por hacer feliz a mi madre y a mi tío —Bajó la voz, atormentado—. Después de todo, eres la hija que ambos hubieran querido tener.

—¡Pero no soy tu hermana!

Por primera vez en la noche, un atisbo de diversión asomó a la mirada castaña.

—¡No, desde luego que no! Y menos ahora, que te has vuelto tan … interesante.

Un destello de ira brilló en los ojos claros, aunque logró que la voz le saliera serena.

—Me gustaría que te fueras. Debo pensar en lo que hemos hablado. Y tomar decisiones.

Devon se puso en pie y recogió su ropa, sin llegar a ponérsela. En todo el tiempo no apartó los ojos de ella.

—¡No hay decisiones que tomar! Nunca hemos tenido esta charla. ¡Imagina qué opinaría mi madre de saberme en tu alcoba! O el tío Orson. ¡Hasta es posible que me retara en duelo para resarcir tu honor!

Lo amenazó con la almohada, aunque ya no estaba enfadada.

—No digas estupideces y vete.

—Lo digo en serio, Axel. —Mientras abría la puerta, ella captó el poso de amargura en sus facciones—. No dudes de que te quieren más que a mí. Buenas noches.

Tras las desalentadoras palabras, el vizconde desapareció con el mismo sigilo con el que había llegado.

 

 

A la mañana siguiente, después de una larga cabalgada, Axel cepilló a Luna y subió a sus aposentos para cambiarse. Lucía sombras bajo sus ojos por la vigilia nocturna, pero no sabía cómo disimularlas para no preocupar a su tía. Orson no le inquietaba, ya que andaba siempre tan enfrascado en sus asuntos que no se detenía en los detalles. Sin embargo, la condesa lo notaría.

Había montado su yegua más rato del habitual, esperando que el viento borrara la zozobra y las lágrimas y que el sol pusiera algo de color en sus mejillas, pero había sido inútil. Se sentía gris como un día de invierno.

Vistió el primer traje que encontró, un modelo de muselina de suaves tonos rosas, y con el pelo sujeto en un sencillo recogido, bajó al comedor para enfrentarse a su familia.

Lady Valmont desayunaba en compañía de su hijo y ella la besó con naturalidad antes de ocupar su sitio en la mesa. La tez de la condesa resplandecía y el brillo de sus ojos indicaba lo feliz que se encontraba esa mañana.

—Buenos días, cielo. Devon y yo hablábamos de ti.

Ella interrogó con un gesto al vizconde, el cual, en respuesta, se encogió de hombros. Si anteriormente le había parecido arrogante, ahora que lo reconocía como el verdadero dueño de la casa, sentía dolor de estómago solo con verlo.

—¿No te interesa saber de qué hablábamos? —se sorprendió la dama.

—Claro que sí, tía —mintió, sirviéndose una pequeña porción de huevos de la bandeja que Martha le ofrecía. No había ni rastro de Betty, pero no se atrevió a preguntar—. Cuénteme.

—Le decía a Devon que cumpliste dieciocho años en primavera y que sería oportuno presentarte en sociedad.

La sorpresa consiguió que casi derramara el té sobre su falda. Con un respingo, apartó la taza y el plato y se les enfrentó, guiada por el pánico.

—¡Yo no quiero ser presentada en sociedad! ¡De ninguna manera!

Con un tenue ademán, la condesa indicó a los criados que se marcharan y solo intervino cuando estuvieron solos. Lo hizo con calma, advirtiendo de paso el macilento rostro de su pupila.

—No estás siendo razonable, Axel. En algún momento querrás aparecer en la Corte y entonces…

—¡A mí no se me ha perdido nada en la Corte, tía Elena! No quiero ser presentada ni… —Recurrió a Devon en busca de ayuda—. ¡Sería un gasto superfluo que no necesitamos!

—El gasto no es un problema —aseguró él con una mirada de advertencia, fría como el acero.

—¡Por supuesto que no! —insistió la dama, escandalizada de que Axel mencionara semejante detalle—. Perteneces a nuestra familia y tarde o temprano deberás ir a Londres.

Axel se puso en pie, apartando la servilleta. Le temblaban las manos.

—Todos sabemos de dónde vengo, tía. Podemos fingir no recordarlo, pero mi pasado es indeleble. No pretendo olvidarlo ni aparentar ser quien no soy. Por favor, disculpadme.

Abandonó la estancia con paso firme, guardando su congoja para cuando pudiera desahogarla en soledad, segura de que estallaría en lágrimas si percibía la menor señal de conmiseración.

 

 

Cuando se sobrepuso, Axel volvió a convertirse en la mujer resuelta que era. No deseaba preocupar a sus benefactores, así que se lavó la cara con abundante agua fría y bajó a la biblioteca, donde esperaba localizar al vizconde.

Devon consultaba unos papeles tras su mesa de trabajo, pero los dejó a un lado en cuanto la divisó. Frunció el ceño al percibir su cutis enrojecido.

—¿Estuviste llorando?

Acostumbrada a su ironía, le sorprendió percibir un matiz de inquietud, pero no le dio importancia. Había acudido con una idea concreta y debía transmitirla antes de que su fortaleza se tambaleara. Tomó asiento con la espalda recta y habló con humildad.

—Necesito que hablemos.

Él asintió, sereno. Dio un rodeo y se acomodó a su lado, en otro sillón.

Los rayos de sol entraban por los ventanales y durante un segundo Axel se distrajo al descubrir el brillo de sus cabellos, de un ligero castaño claro. Hasta ese día no lo había mirado como hombre y tuvo que reconocer que resultaba muy atractivo. Las mangas arremangadas de su camisa dejaban a la vista unos antebrazos fuertes y morenos, poco habituales en caballeros de su posición, y sus largas piernas, enfundadas en franela oscura, se marcaban bajo la tela. No cabía duda de que sus viajes por el extranjero lo habían convertido en una persona peculiar. Su rostro era agraciado, con rasgos aristocráticos, y poseía ojos profundos y boca sensual.

—¿Y bien?

Una sonrisa burlona afloró a la boca que observaba y Axel se ruborizó, por los pensamientos importunos y por haber sido pillada en falta, pero echó mano de su orgullo y lo enfrentó con determinación.

—Necesito que me apoyes frente a tu madre. No puedo ser presentada en Londres.

La mirada que el vizconde le devolvió fue seria.

—¡No entiendo a qué viene tanta preocupación! Si es por los gastos, no te preocupes; te aseguro que no mermarán ni un ápice mi economía.

Axel se adelantó, decidida en sus ademanes, dispuesta a salirse con la suya. Nunca había estado más convencida de tener razón.

—¡Pero es que yo no lo quiero! ¡No soportaría saberme en boca de esa gente! ¡Imagina lo que dirían! Ser la protegida de tu tío no me libraría de su maledicencia.

Devon admitió en su fuero interno que llevaba razón; no obstante, se sintió obligado a rebatirla.

—Nadie se atrevería a criticar a una Birminghan. Respondo de ello. Y te garantizo que yo sería garante de tu tranquilidad.

—¿Qué tranquilidad? —bufó Axel con desprecio—. ¡No sé moverme en sociedad! Conozco las normas; podría recitar de memoria el libro de las buenas maneras, pero carezco de sutileza o maña contra la ironía. ¡Nadie mejor que tú lo sabe! Soy franca, aunque me cueste un dolor de cabeza.

El vizconde rio con espontaneidad, sumamente de acuerdo.

—En serio, Devon. Esa idea es una locura. Ayúdame con tu madre.

Él pareció pensarlo.

—Puedo intentarlo, pero tarde o temprano necesitarás un marido.

—¿Para qué? ¡No voy a casarme nunca! —La mirada atónita del vizconde la llevó a explicarse atropelladamente—. ¡No quiero decir que vayas a tener que mantenerme toda la vida! Ya he pensado una solución.

—¿Ah, sí? —Sus ojos entrecerrados brillaron con burla, pero ella no lo percibió a causa de los nervios—. Estoy expectante.

—Pretendo solicitar un puesto de profesora en la Academia de la señorita Hilton. Aún no sé si les interesaré, pero mi antigua tutora trabaja allí y he pensado que quizá pueda recomendarme. Nuestra relación por carta es fluida. Si le escribo hoy mismo…

—No

—¿No qué?

Le sorprendió que se incorporara y se arrodillara a su lado, pero le apabulló aún más que le sujetara la barbilla y le obligara a mirarlo.

—No vas a trabajar en ninguna parte. Eres una Birminghan.

—¡No es verdad!

La réplica del vizconde fue severa, igual que el acero de sus ojos.

—¡Sí lo es! Para bien o para mal, mi tío solicitó al rey Jorge que le permitiera protegerte y hay un documento que te acredita como Axel Birminghan.

—Es cierto, pero…

—¡No hay más que hablar!

Por un segundo se mantuvo presa de las pupilas castañas, aunque de inmediato sacó a relucir el genio que la caracterizaba.

—¡Y un cuerno! ¡No eres quién para decidir mi futuro! ¡No quiero casarme y no vas a mantenerme siempre!

Un rictus divertido se reflejó en su semblante.

—¡Eso es lo que no puedes soportar! Que yo te mantenga.

Ella se mordió los labios tratando de desviar la vista.

 

—Sí, lo admito —confesó, no obstante.

Devon se puso en pie sin dejar de sonreír, controlando sus ganas de tomarle el pelo.

—Me temo que tendrás que doblegar tu orgullo —replicó con calma—. Acepto la posibilidad de no mantenerte de por vida. ¡Búscate un marido! Si no deseas un aristócrata, échale un vistazo a la nobleza rural. ¡Seguro que los terratenientes de los alrededores estarán encantados de rendirse a tus pies! Yo no tengo prisa. Puedes esperar a enamorarte, si quieres, pero no saldrás de Marion Hill si no es casada.

Dando por zanjado el asunto, Devon regresó al otro lado de la mesa, aunque no contó con la reacción de Axel, quien se irguió como una furia, con el semblante desencajado.

—¡No me casaré! No permitiré que ningún hombre me trate como tu padre hizo con tu madre. ¡No necesito a un hombre en mi vida! —rezongó, irritada.

Devon la contempló con el mismo detenimiento que antes empleó ella. Era una beldad de melena sedosa y mirada verde. Además, su cintura esbelta y sus generosos senos la convertían en una mujer deseable por más que demostrara un carácter arisco e independiente, culpa del consentido trato que le había dado su tío Orson, no cabía duda, pero, pese a ese defecto, no había hombre que no se parase a admirarla aun en medio de un nutrido grupo de debutantes. La tentación de provocarla ganó a su sentido del deber.

—¿Piensas que un hombre solo da quebraderos de cabeza, Axel? ¿No se te ha pasado por la cabeza que si mi madre quiere tanto a mi padre es porque en algún momento fue feliz con él? —replicó con burla.

La dejó sin palabras, solo un minuto.

—¡Dudo que lo que un hombre ofrece merezca tanto la pena!

Un asomo de risa brotó de su boca mientras una idea se abría paso en su cabeza. Con parsimonia rodeó la mesa y atrapó a Axel contra la madera, cercándola con sus brazos.

—No tienes idea de lo que un hombre puede ofrecerte. ¿No es cierto?

Ella le sostuvo la mirada, impertérrita.

—No me intere…

Antes de que pudiera acabar, los labios de Devon cayeron sobre los suyos. El torbellino de sensaciones en que se vio inmersa la cogió desprevenida y tuvo que asirse a los sólidos hombros masculinos para no caer de rodillas. Devon gruñó, satisfecho, y la incitó a abrir la boca para profundizar el beso. Entrelazó sus lenguas con una pasión que dejó turbia su mirada cuando consideró que debía apartarse.

El rostro de Axel estaba escarlata.

—Sé sincera, ¿qué has sentido?

Continuaban muy juntos. Y aunque Axel se sintió mortificada por consentirle el arrebato, también estaba conmocionada por el cúmulo de sensaciones. Agradeció que el susurro masculino no sonara petulante y se obligó a responder.

—Cosquillas.

La alegre risa masculina la dejó sin aliento.

—¿Dónde? —inquirió, pegado a su oreja.

—Por todo el cuerpo —musitó, notando que el calor regresaba.

Devon se obligó a apartarse, fue hasta la puerta, agarró el picaporte para abrirla y le ofreció una salida.

—No es mal síntoma. Piensa sobre ello. ¡Ya ves que no resulta tan desagradable lo que un hombre puede ofrecerte!

Axel le mantuvo la mirada un instante y escapó en silencio. ¡Odiaba darle la razón!

 

 

El almuerzo transcurrió silencioso. La mirada de la condesa reflejaba tristeza y Axel no se atrevió a sostenérsela. Devon mantuvo un conato de charla con su tío sobre la necesidad de visitar a los arrendatarios, pero, tras concederle su bendición, nadie abrió la boca. Tomaban el postre cuando el vizconde despidió al servicio y se decidió a hablar.

—Madre, tío Orson, he pensado que podríamos organizar una fiesta. Serviría para presentar a Axel a nuestros vecinos de modo formal y, de paso, celebrar su reciente cumpleaños.

—Axel no es amiga de fiestas —se resistió Orson—. Pero si ella está de acuerdo…

La mirada de la condesa se clavó en la de su hijo, intentando adivinar sus ocultas intenciones, aunque él no se lo puso fácil. Tampoco Axel favoreció su comprensión, limitándose a encogerse de hombros.

—Lo que tú dispongas, Devon.

—¿A ti te hace ilusión?

La perplejidad de la dama la tentó de echarse atrás, pero intuyó que Devon le estaba echando la mano que le había pedido y no se iba a retractar.

—La fiesta, sí. Pero dejemos aparte mi cumpleaños. —Pese a su voz firme, Devon vio que le temblaban las manos—. Ya pasó y no quiero obligar a los invitados a acudir con regalos. Usemos mejor tu visita como excusa.

Devon asintió, consciente de cuánto le costaba dar el paso.

—Sea. El próximo sábado me parece apropiado.

—¿Por qué tanta prisa?

El enojo asomó a su rostro sin disimulo. Si ya le costaba la misma vida ser el centro de atención, tener que montar un simulacro de presentación a corto plazo la sublevaba. De no haber venido Devon, ella hubiera seguido manteniendo su tranquila existencia rural y no se sentiría forzada a hallar un marido del que pasaría a depender para no ser una carga del vizconde.

Este, como si pudiera leerle el pensamiento, mantuvo la calma mientras exponía sus razones.

—Dentro de dos semanas viajaré a Escocia para celebrar el aniversario de un buen amigo. Y si soy la excusa para esta fiesta —se permitió mostrarse burlón—, creo que debería estar presente.

Lady Valmont asintió, decidida. Ignoraba qué motivos tenían aquellos dos para organizar el festejo, pero como estaba de acuerdo con celebrarlo, esperaría a averiguarlo.

—Nos pondremos manos a la obra de inmediato —aseguró encantada.

Lord Birminghan, remiso a cualquier acto social, bufó por lo bajo. Lo que menos le apetecía era verse envuelto en la vorágine de una puesta a punto de la casa y que les invadieran un montón de extraños durante lo que se le harían interminables horas, pero lo aceptaría por el bien de Axel. Nada que tuviera que ver con aquella chiquilla le era indiferente ya que la amaba como si de su propia hija se tratara. Resignado, abordó a su sobrino con el otro asunto que le preocupaba.

—Supongo que visitarás a los arrendatarios antes de irte…

Devon asintió, benevolente. No estaba acostumbrado a cumplir con las obligaciones de señor en aquella casa puesto que la consideraba de su tío, por más que él la mantuviera, pero comprendía que llevar adecuadamente la gestión de una hacienda incluía tratar con administradores y granjeros para que la propiedad no volviera a verse en la ruina.

—Sí, tío Orson; lo haré. Y puesto que Axel es quien en realidad les conoce, propongo que me acompañe.

El interpelado asintió, incorporándose con más presteza de la habitual, deseoso de retomar sus asuntos.

—¡Excelente idea! —Acarició la mejilla de su ahijada con ternura al pasar por su lado. —El aire libre te sentará bien. Estás un poco cenicienta, pequeña. Tanta lectura puede que no te favorezca.

—¡Quién fue a hablar! —refunfuñó su hermana—. ¡El que se deja la vista en los libros cada día! —Se volvió a su hijo con un tono por completo diferente—. Devon, querido, déjanos solas. Necesito tratar unas cuestiones con Axel.

El vizconde no se dejó engañar por la voz melosa de su madre, pero tampoco podía contradecirla, así que se limitó a obedecer, no sin antes enviar una señal de advertencia a la joven, que se mantenía con las manos en el regazo y la espalda muy recta.

Cuando ambas mujeres quedaron solas, la condesa tomó una de aquellas estilizadas manos y la entrelazó con la suya, evidenciando cuánto amaba a la muchacha que tenía enfrente.

—¿Hay algo que quieras contarme, Axel?

—En absoluto, tía. —Su mirada se encontró con los iris castaños de su madrina y su gesto, más severo de lo corriente, y comprendió que no podía mentirle—. ¡De acuerdo, sí lo hay! Le supliqué a Devon que me ayudara con lo de Londres. Sé que no pertenezco a la aristocracia, por más que ostente vuestro apellido; es más, lo último que