Desafiando al destino - Mercedes Gallego - E-Book
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Desafiando al destino E-Book

Mercedes Gallego

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Beschreibung

En un tiempo donde las mujeres no pueden decidir su futuro y los reyes las usan como simples peones en el juego de la política, lady Elizabeth MacDermont se rebela contra las intenciones de su hermano de unirla en matrimonio al único hombre que puede hacerle sombra, el barón de Rostalch. Utilizando las artimañas propias de su sexo decide demostrarle que no hay súbditos tan leales como él parecer creer. A cambio, será libre de elegir su destino. Pero ¿logrará su propósito o la arrolladora personalidad de su contrincante conseguirá desbaratar sus planes? - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2019 Mercedes Pérez Gallego

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Desafiando al destino, n.º 215 - enero 2019

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Ilustración de cubierta utilizada con permiso de Mónica Gallart.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-535-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Citas

Dedicatoria

Agradecimientos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Sobre la autora

Si te ha gustado este libro…

Citas

 

 

 

 

 

El destino es el que baraja las cartas,

pero nosotros somos los que jugamos.

(William Shakespeare)

 

 

La manera en que una persona toma las riendas de su destino

es más determinante que el mismo destino.

(Karl W. Von Humboldt)

Dedicatoria

 

 

 

 

 

A Miriam

Agradecimientos

 

 

 

 

 

Doy las gracias, en primer lugar, a mis lectores. Porque me concedéis el honor de acogerme en vuestras vidas esperando hallar en mis novelas momentos de evasión. Espero conseguirlo con esta nueva historia, la cual he situado en un momento muy concreto de la Inglaterra medieval, con personajes que, si bien son ficticios, pudieron existir al lado de los reales.

De haber fallos de cualquier tipo, la culpa es solo mía, no de mis queridas lectoras cero, a las cuales estoy tan agradecida. Destaco a Fátima Nogales Ardila, por nuestra complicidad como lectoras, por su crítica y sus ánimos hacia mi obra y por proporcionarme inolvidables momentos de diversión como amiga.

Por descontado, quisiera retribuiros el cariño que me demostráis a todas las personas que me seguís en las redes sociales y me contagiáis vuestro entusiasmo. Os siento especiales en lo más hondo de mi corazón.

Mención especial a Mónica Gallart por su magnífico trabajo y su interés en esta novela.

En definitiva, para todos, profundas gracias.

Prólogo

 

 

 

 

 

Enrique I de Inglaterra fue el cuarto hijo varón del rey Guillermo I –conocido como Guillermo el Conquistador– y de Matilde de Flandes. Recibió una educación esmerada y se le apodó Beauclerc[1], debido a que se esperaba que siguiera la carrera eclesiástica. Sin embargo, dos acontecimientos modificaron su destino: su hermano Guillermo II el Rojo, que ocupaba la primacía en la línea sucesoria, resultó asesinado –sin que él quedara libre de sospecha sobre tal lance–, mientras que Roberto, el segundo pretendiente, se hallaba fuera del país, luchando en las Cruzadas. Sin otro heredero a mano, Enrique fue coronado rey de Inglaterra el 5 de agosto del año 1100.

En noviembre de ese mismo año, conseguida la dispensa de sus votos, contrajo matrimonio en la abadía de Westminster con Edith, hija de Malcolm III de Escocia y de su segunda esposa, la célebre Margarita Atheling (Santa Margarita de Inglaterra). De dicha unión nacerían tres hijos: Eufemia, Matilde y Guillermo.

Cuando Roberto regresó a Inglaterra intentó que sus derechos al trono prevalecieran, pero la falta de apoyo de los nobles le obligó a desistir, y terminó reconociendo a Enrique como legítimo monarca en el Tratado de Alton. En compensación recibió una pensión de cinco mil marcos y optó por retirarse a su feudo de Normandía.

Años después, debido al desastroso estado de sus arcas, Enrique se propuso conquistar el ducado de su hermano para anexionarlo al reino de Inglaterra y, de paso, dejar de pasarle la pensión concedida. Llegó al extremo de encarcelarlo en la Torre de Londres.

Su mezquina actuación disgustó a la nobleza, a quien hubo de contentar concediendo una carta de libertades, que resultó ser el anticipo de la Carta Magna[2].

No obstante, aparte de esas desacertadas actuaciones, se le conoce como un buen soberano. Durante la mayor parte de su reinado, el país disfrutó de paz y seguridad y se modernizó el sistema judicial, favoreciendo al pueblo.

Al morir su único heredero durante un naufragio, trató de que los barones del reino aceptasen a su hija Matilde como sucesora, pero los nobles no se pusieron de acuerdo y se vio obligado a contraer segundas nupcias tras el fallecimiento de su esposa, en un afán desesperado por concebir un varón (hijos tenía muchos, pero todos bastardos). En enero de 1122 se desposó con Adela de Louvain, de diecisiete años, famosa por su belleza. Sin embargo, de este matrimonio no obtuvo descendencia.

Murió a los sesenta y siete años y le sucedió su sobrino Esteban de Blois.

 

 

[1]  Buen cura, en francés.

[2]  Sancionada en 1215 por Juan I, reconoce los derechos de la aristocracia frente al poder del rey, acotándolo. Se la considera antecedente de leyes democráticas posteriores.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

North Yorkshire, 1107

 

 

El interior del convento bullía de actividad. Tanto en el huerto como en las cocinas y corredores se afanaban las religiosas en mantener el orden y la pulcritud que habían acrecentado su fama. Sin embargo, nada de aquello interesaba a la joven que caminaba por el atrio aguardando la llamada de la superiora. Aunque vestía un traje azul recatado, sin rastro de adornos ni joyas, y llevaba el cabello en un modesto recogido, se percibía a la legua que procedía de buena cuna. Se la notaba nerviosa, tanto en la zancada larga con la que se desplazaba como por el restregar de sus pálidas manos.

Disimuló el respiro hondo que le brotó del pecho al abrirse la puerta y adoptó el aspecto sumiso que se esperaba de ella al adentrarse en el sobrio despacho de la abadesa.

Al levantar la vista para conocer el motivo de la convocatoria, la perplejidad se reflejó en su semblante al toparse con el familiar rostro de Walter Brodrie, el senescal de su hermano.

El caballero, con una amplia sonrisa, se incorporó del sillón que ocupaba frente a frente con la adusta superiora y le besó una mano, en gesto galante no exento de respeto.

–Mi señora, continuáis tan bella como os dejé.

La muchacha, incapaz de morderse la lengua, replicó, mordaz:

–Algo más pálida, me temo.

El noble contuvo una carcajada, admirando la fiereza de la joven, y deslizó su mensaje con voz suave, esperando ganársela.

–El rey me envía a buscaros.

–¿Ya se arrepintió de la insensatez de su idea? –Simuló sorprenderse, izando una ceja de color azabache.

La sonrisa masculina se ensanchó, incapaz de ocultar la diversión que el tira y afloja le proporcionaba.

–Más bien al contrario. El barón de Rostalch ha sido convocado a palacio, igual que vos. Va siendo hora de que os conozcáis.

La muchacha frunció el ceño, despectiva.

–¿Dicho barón conoce la intención del rey?

–Eso creo.

–¿Y está conforme? –Su incredulidad sonó mayúscula.

El senescal se atusó el bigote, reacio a mostrar sus cartas.

–No estoy en su cabeza, mi señora. Pero difícilmente se rechaza la petición de un rey.

–¡Creí que se trataba del barón más poderoso de Inglaterra!

Su burla descarada fue acogida con una mueca de manifiesto escándalo en la faz huraña de la abadesa, quien se dispuso a intervenir ante la falta de recato de su pupila. No obstante, sir Brodrie se le adelantó.

–Lo es. Pero el rey es el rey.

–No hablemos más –ordenó la superiora, disgustada por las maneras de la díscola joven–. Puesto que vuestro hermano os convoca, haced el equipaje y partid enseguida.

La muchacha, conocedora de que poco podría cambiar su futuro discutiendo entre aquellas paredes, acalló la réplica que pugnaba por escapar de sus labios, realizó una sencilla genuflexión mientras besaba el anillo que le tendían y, tras una breve mirada al senescal, se despidió del lugar que con tanto fervor había odiado en los últimos meses. ¡Al menos ahora respiraría aire puro y abandonaría los rezos!

Lucharía por escapar del destino que querían endosarle, merced a la única baza posible, la que le habían negado por rebelde y que resultaba imprescindible para sus planes: la libertad. No en vano su inteligencia había maquinado el modo.

Solo quedaba esperar que los hados le fueran propicios.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Dos semanas más tarde

 

 

Un ejercito avezado, armado hasta los dientes aunque sin portar cota de malla sobre las vestiduras, cabalgaba a buen ritmo por el escarpado paisaje de las Lowlands. A su cabeza galopaba Liam Arden, más conocido por su título de barón de Rostalch. Viajaba tan absorto en sus pensamientos que ni siquiera advertía el sofocante calor de la mañana, inusual en la primavera de esas tierras.

De improviso, la calma del viaje fue interrumpida por la presencia de Thomas, su hombre de confianza, y del soldado de avanzada, ambos con idéntico asombro en los rostros.

Liam, perplejo, detuvo el paso y con él, a su tropa.

–Un jinete solicita audiencia –comunicó su lugarteniente.

Liam se quitó los guantes y dio orden de descanso, asintiendo con desgana.

–¿De quién se trata?

–Lo ignoro. –Señaló al rastreador–. Se dirigió a Duncan preguntando por ti.

La curiosidad del barón se incrementó debido a la actitud de su segundo. Que mostrara desconcierto resultaba extraño en él, curtido en situaciones complejas. Alzó una ceja y lo estudió, intrigado.

–¿Por qué me pareces sorprendido?

Thomas sonrió con manifiesta malicia.

–Porque, a pesar de sus vestiduras, se trata de una mujer. Y viaja sola. O lo finge.

Los sentidos del barón se alertaron.

–¿Crees que se trata de una trampa? ¿Quién se atrevería aquí?

–Nunca se sabe –replicó el otro, cauteloso–. Tus enemigos crecen bajo las piedras.

Liam asintió, acrecentando el recelo. Llevaba al lado de Thomas desde muy joven y había aprendido a respetar su instinto.

–¡Está bien! –Se dirigió a Duncan–. Permite que el jinete se acerque.

 

 

La desconocida se presentó ejecutando una calculada puesta en escena. Se ocultaba bajo una capa con amplia capucha, la cual apartó con parsimonia para dejar que los hombres la contemplaran.

Lucía una espléndida melena negra, suelta hasta la cintura, que enmarcaba un rostro de cutis blanco, unos ojos almendrados con matices de azul en sus iris, una nariz pequeña y unos labios carnosos.

Esbozó una sonrisa de dientes perfectos, con gesto altivo, confiada de haber logrado su objetivo.

Todos la miraban con abierta admiración por su indiscutible belleza, incluido el barón.

Ella aprovechó el momento para presentarse, no sin burla.

– El Halcón de Rostalch, espero.

Liam, disgustado por haber perdido la compostura ante sus hombres, cuadró los hombros y aceró sus ojos.

–Y yo espero saber quién lo pregunta.

–Claire MacDermont.

–El barón de Rostalch –confirmó, austero.

–Deseo hablar con vos.

El barón repasó con detenimiento el atuendo y el corcel de su interlocutora. Al desplazar la capa, la desconocida mostró una indumentaria insólita en una dama: ceñidas calzas negras, camisa con jubón de cuero y botas altas. Le cruzaba la espalda un arco y un carcaj y la empuñadura de una daga brillaba en su cintura. En cuanto al animal, se apreciaba a simple vista su considerable valor.

Todo el conjunto le llevó a mostrarse desdeñoso, convencido de que la mujer utilizaba su apariencia con fines oportunistas.

–Lo estáis haciendo.

–En privado. –Su voz acentuó el timbre sensual que ya de por sí tenía.

–Si vais a ofrecerme vuestros servicios, no estoy interesado.

Ella encajó el desplante con frialdad, entrecerrando los ojos.

–¿Tengo aspecto de cortesana?

–De mercenaria más bien. Pero de ambos servicios puedo prescindir.

Thomas se removió en la silla, incómodo; nadie era tan necio de no percibir a la legua que detrás de su extraña apariencia se camuflaba una mujer refinada, sin embargo, ella permaneció imperturbable, si bien su voz sonó cortante.

–Escuché decir que, además de un salvaje guerrero, erais un caballero. Veo que en lo segundo mintieron.

Liam no pudo reprimir la sonrisa que asomó a sus labios, admirado del carácter indómito de su oponente.

–Mis disculpas si os ofendí. –Ofreció con una mínima dosis de cortesía.

Ella le mantuvo la mirada, consciente de la cantidad de ojos que se posaban en su persona con los oídos atentos.

–No poseéis tanto poder, barón. Si no deseáis atenderme… –Hizo recular su montura, en abierto ademán de marcharse.

Arden, inesperadamente, se separó del resto, y permitió que la curiosidad venciera a la cautela.

–Escucharé lo que tengáis que decirme –aceptó, cáustico.

 

 

Cabalgaron a la par hasta la linde de un bosquecillo cercano.

Cuando se volvió a mirarla, el semblante del barón transmitía una abierta desconfianza.

–Hablad –exigió sin desmontar.

La joven lo estudió en silencio unos segundos antes de acatar la orden. Después se explicó con firmeza, aunque para desasosiego del caudillo, una chispa de diversión destellaba en sus ojos claros.

–Os repito mi nombre, Claire MacDermont. Viajaba hacia Londres con una escolta de tres hombres, pero al alba fuimos asaltados por bandidos. Por fortuna, no esperaban que supiera utilizar el arco y conseguí escapar. –Presumió sin disimulos–. Mis acompañantes no debieron correr la misma suerte, ya que en toda la mañana no he dado con ellos. Me detuve en una posada y allí escuché que os dirigíais a la Corte con vuestro ejército. Se me ocurrió que, quizá, podría pediros protección. No obstante, percibo que no entra en vuestros cálculos mostraros galante con una dama.

–¿Por qué vestís ropa de hombre? –Inmune a su ironía, Arden mantuvo las distancias.

Los delicados hombros se alzaron con suficiencia.

–Por seguridad.

–¿Tan deficiente era la protección que llevabais? –Le tocó ser jactancioso a él.

–Nadie ignora que una mujer es presa apetecible para bandidos y ladrones, lleven escolta o no –replicó, precisa–. También, y aunque eso no os incumbe, es un modo de disfrutar del viaje. Me gusta cabalgar.

Liam volvió a examinarla con detenimiento. Intuía que ni una sola de las palabras salidas de tan bella boca eran ciertas, pero no atinaba a imaginar qué intereses las provocaba.

–¿Qué os lleva a Londres?

–Asuntos privados.

La voz sensual parecía burlarse de él, lo que le hizo apretar las bridas con ira, conteniendo el gesto. De tratarse de un hombre no se habría andado con remilgos para obtener la información que se le escapaba, pero a pesar de su rudeza lo habían educado como caballero.

–Dadme una razón para confiar en vos –exigió.

La súbita carcajada de la mujer resonó en el campo, sorprendiendo a todos.

–¿Os provoco zozobra, señor? ¿Mi simple presencia atemoriza a un guerrero con apodo de «halcón»? ¿A un hombre que ha luchado en las Cruzadas? ¡No creáis que no me halaga!

Los ojos grises podrían haberla congelado por el modo en que la contempló; su voz, a la par, sonó amenazante.

–Manejáis mucha información sobre mí; por el contrario, yo lo ignoro todo de vos. Podéis haberme contado una sarta de mentiras y no tendría modo de confrontarlas. Pero en todo caso, os garantizo que mi apodo tiene fundamento.

Claire suavizó la expresión al comprender que su empresa corría peligro. Dejó a un lado la burla y contestó con serenidad.

–Todo el mundo conoce en Inglaterra vuestras hazañas, barón. Pecáis de humildad si no lo consideráis.

Ni siquiera las palabras corteses desviaron los recelos del líder.

–Os aseguro que la modestia no se incluye entre mis virtudes –aseveró sin perder el matiz helado de sus ojos–. Permitiré que nos acompañéis, pero os lo advierto: sé que mentís; y prometo que averiguaré el motivo.

Claire escondió una sonrisa de triunfo. Se limitó a ladear la cabeza en un gesto de gratitud, obviando su desconfianza.

–Gracias, barón. Procuraré no estorbaros.

Sin intención de mostrarse amable, Liam regresó junto a sus hombres, captando que ella refrenaba su montura para no irle a la par.

–Thomas, hazte cargo de nuestra invitada –ordenó mientras encabezaba de nuevo a la tropa–. ¡En marcha!

 

 

Galoparon todo el día, con un breve descanso para un refrigerio.

Claire no realizó maniobras para confraternizar con nadie, aunque aceptó de buen grado el pan y la cecina que Thomas le ofreció. Comieron de pie, sin encender fuegos ni relajarse.

El resto del tiempo discurrió entre la monotonía del silencio y la belleza del paisaje, que se iba haciendo menos abrupto conforme se adentraban en el territorio de Cumberland, al norte de Inglaterra.

Anochecía cuando el barón levantó el puño y los jinetes se detuvieron al unísono.

Liam había adoptado durante el recorrido una postura de desinterés hacia la mujer que cabalgaba solo unos pasos por detrás de su caballo; sin embargo, no pudo evitar que su mirada la buscara al detenerse. Le intrigaba no haberle escuchado la menor queja, por eso se rindió a la satisfacción cuando la vio llevarse las manos a los riñones tras descender de su yegua con desenvoltura. No cabía duda de que era una experta amazona; en eso no le había mentido. La había llevado al extremo, seguro de que sus soldados no se lo reprocharían, y terminó admirado de que tampoco ella lo hiciera.

–Thomas, encárgate del campamento. Me llevaré a algunos hombres para buscar la cena, aprovechando que tenemos un torrente cerca –comunicó a su lugarteniente entregándole las riendas a su joven escudero.

Claire aguardaba a prudencial distancia, esperando indicaciones, y él se las dio, displicente.

–Si deseáis refrescaros, encontraréis un recodo tranquilo detrás de aquellos árboles; nadie os molestará.

Sin más, se desentendió de ella para organizar a su gente, ignorándola a propósito.

 

 

Claire se zambulló en el agua, bastante helada a pesar de que la temperatura exterior seguía siendo agradable. Le dolían todos los músculos del cuerpo, pero se sentía tan empapada en sudor que le pudo el anhelo de asearse. Mientras se internaba en el río pensó en la actitud desabrida del barón. Se consideraba capaz de aguantar muchas horas sobre un caballo, pero dudaba que otras mujeres pudieran, pese a lo cual, el muy grosero no había dado signos de la menor deferencia. Las Cruzadas debían haberle hecho olvidar los modales que adquirió antes de la batalla porque resultaba zafio a más no poder.

Decidida a apartar de su mente el incordio que aquel hombre representaba, dispuesta a disfrutar del baño, se enjabonó el pelo y se sumergió entera para enjuagarlo a fondo. Cuando salió a la superficie, tiritando, reprimió un jadeo de susto y volvió a sumergirse, asomando únicamente la cabeza.

El maldito dueño de sus pensamientos se encontraba en la orilla, sentado sobre la hierba al lado de sus ropas, luciendo por toda vestimenta unos pantalones húmedos que marcaban sus fuertes músculos y mostraban su torso y sus brazos curtidos por el sol.

La ira por haber caído en una encerrona tan burda sacó su vena sarcástica.

–Creí que tendría privacidad, pero ya veo que no habéis podido resistir fisgonear mis encantos.

–Vuestros encantos no me interesan –aseguró él sin apartar la vista de sus ojos furiososs–. Vine a avisaros de que la cena está en el fuego.

Bajo su voz tranquila, Claire notó cómo apretaba la mandíbula y sus ojos de acero la taladraban.

–También para haceros unas preguntas –concluyó.

–Aprovechando mi desventaja. –Le arrojó a la cara con desdén.

Liam apreció su carácter. Nunca se había relacionado con una mujer que diera muestra de tanta firmeza.

–Suponéis bien; aunque si eso es un impedimento muy grande, estoy dispuesto a quedarme en cueros, como vos.

Los ojos claros se achicaron, retándolo, y Liam rio, de repente divertido.

–¿No me consideráis capaz?

– Sí, os considero. –Hubo de admitir ella, colérica conforme el frío le mordía la piel–. ¿Qué demonios deseáis saber?

–La verdad.

–¡Ya os la dije!

Liam, sin dejar de observarla, se incorporó y se quitó las calzas.

Ella, entre fascinada y asombrada, desvió la mirada; no sin antes entrever una buena porción de su anatomía.

–Creo que me daré un chapuzón con vos.

–¡Está bien! –gritó, desesperada–. ¡Acabo de salir de un convento! Voy a Londres para reunirme con mi familia.

Liam permaneció en la orilla. Ella le daba la espalda y no podía captar la risa que asomó a sus ojos, satisfecho de arrancarle una porción de historia, aunque sonara rocambolesca.

–En un convento no se manejan arcos ni dagas –objetó con ironía.

–¡No siempre viví en el convento! –bufó, sintiendo que le costaba hablar, sumergida y helada–. Me crie en una granja y mi hermano Alvin me enseñó a cazar. ¡Además de a defenderme de los indeseables! Hace frío. Si me permitís salir, os contaré el resto.

Por respuesta, él se zambulló. Cuando sacó la cabeza, su semblante se mostró divertido.

–No os he impedido salir, podéis hacerlo cuando gustéis.

–Si sois un caballero, no miraréis.

La distancia era tan corta que podían adivinar el uno la silueta del otro bajo el agua. Las mejillas de Claire se arrebolaron sin querer.

–Ahora sí que parecéis recién salida de un convento. –El susurro de Liam sonó cálido y ella se estremeció, fastidiada por tener que admitir lo atractivo que resultaba de cerca–. Salid. Prometo no miraros.

Intuyó que no mentía, por eso se demoró en abrir su alforja y sacar el vestido que guardaba para la ocasión. De paño marrón, sencillo, y atado por delante para no necesitar ayuda. Cuando se escurrió el pelo y lo cepilló con los dedos, tornó su atención al río donde Liam seguía nadando, dándole la espalda.

–Ya podéis volveros.

Como si hubiera estado aguardando su orden, obedeció al instante. El agua oscurecía su pelo rubio y la recortada barba y hacía refulgir sus ojos grises. Era, con mucho, el hombre más interesante con quien Claire se había topado en su insulsa vida. Pero enseguida las duras palabras que le dirigió la sacaron del ensueño.

–Habéis vuelto a mentirme; no me tomaré la molestia de interrogaros de nuevo. Regresad al campamento.

Ella se revolvió, enojada.

–¡No os he mentido! ¡Ahora, no!

Prefirió no quedarse a comprobar su reacción. Se marchó a grandes zancadas con su talego a cuestas y su dignidad ofendida, maldiciendo el carácter del orgulloso barón.

 

 

Liam apareció en el campamento con el semblante hosco, en lucha consigo mismo para controlar la ira. Estaba acostumbrado a dominar a las personas bajo su mando y a ser obedecido con lealtad. Así regía su vida y la de los que conformaban su entorno. Ejercía su liderazgo con justicia y rectitud y castigaba la mentira como una traición. Por eso la conducta de la desconocida lo confundía. Sus palabras sonaban tan falsas que parecían dichas a posta para poner en duda su veracidad, obligándole a fluctuar entre abandonar sus sospechas o mandarla detener por no sabía qué intriga. Estaba seguro de que perseguía un fin, pero no atinaba a comprender cuál. Para colmo se hallaba en un momento demasiado delicado y no podía detenerse a investigarlo. Tenía prioridades y Claire MacDermont no entraba en ellas.

Hallarla sentada junto a Thomas, en actitud relajada frente a la hoguera, le molestó. Sobre todo porque traía marcado a fuego el recuerdo de su cuerpo desnudo en el río y le remordía la conciencia el haber abusado de su poder. Se había portado como un patán y, no obstante, su proceder lo había llevado a presenciar aquel instante de intimidad que le golpeó el corazón y desató sus instintos más bajos. De haber sido una mujerzuela no habría dudado en darse un revolcón con ella, porque resultaba innegable que poseía un cuerpo de pecado pese a su lengua de arpía. Y él no era ningún monje.

La belleza de sus ojos claros al mirarlo lo tentó a disculparse por sus modales groseros pero una voz en su interior le previno de mostrarse amable. Sería darle la certeza de haber ganado y, mientras no tuviera pruebas de su inocencia, jamás se lo concedería.

La tensión alrededor del fuego se palpaba. Por lo general los hombres hablaban y reían con descaro de cualquier tema mientras devoraban la comida, pero esa noche solo Thomas se atrevía a dirigir la palabra a la figura envuelta en la capa. Eso no quitaba para que se deleitaran observándola mientras ella consumía, en medio de grandes alabanzas, los pedazos de pescado que el lugarteniente le proporcionaba.

A la luz del fuego los cabellos negros esparcidos por su espalda contrastaban con el cutis de alabastro y los labios brillantes de grasa, distrayendo el interés de los hombres de otro asunto que no fuera ella; no obstante, ninguno se le acercó. Captaban el recelo de su señor y lo conocían lo suficiente para no provocar su enfado.

Liam tomó acomodo al otro lado de Thomas, aceptó la trucha que le tendió su escudero y cenó fingiendo una indiferencia que no engañaba a nadie. En cuanto la vio dejar el plato se dirigió a ella con voz cortante.

–Mañana nos aguarda una dura jornada. Mi consejo es que os retiréis a descansar.

 

 

A Claire, pese a estar acostumbrada a ser objeto de miradas de todo tipo, no le había pasado por alto el interés de los soldados ni el malestar del oficial más veterano, que intentaba portarse como un caballero aunque su jefe hiciera lo contrario.

Había procurado disimular su ansiedad por el receloso recibimiento con educación y buen talante, excepto con el barón, que sacaba a relucir su carácter más indómito, pero al escuchar sus palabras notó que el nudo de su estómago le retorcía las entrañas. No estaba preparada para acampar al aire libre. No lo había previsto y no sabía cómo afrontarlo, así que ocultó su desconcierto usando una vez más la ironía.

– Sois muy amable. ¿Alguna indicación sobre el emplazamiento?

– En la tienda, por supuesto.

Su voz sonó tan glacial que no le llevó la contraria. Únicamente se había levantado una en un extremo del claro, así que se dirigió al cobijo con calma, resignada a dormir en mitad del campo. Pero al apartar la tela de entrada y toparse con un jergón y las pertenencias del maldito barón, la furia calentó sus nervios deshechos y regresó a la hoguera dispuesta a ponerlo en su sitio aunque para ello tuviera que desbaratar sus planes.

–Es vuestra tienda. ¿Dónde dormiréis vos?

Su cínica mirada le sirvió de respuesta.

–¿Conmigo?

¡No podía sentirse más ultrajada! ¿Por quién la había tomado aquel demonio de ojos plateados? ¿Cómo podía ensalzar todo el país sus hazañas si no pasaba de ser un rufián con armadura? Más decidida que nunca, se juró que lo vencería.

 

 

Liam se sintió recompensado al verla descompuesta. Por los bellos ojos pasó una tormenta que intuyó iba a desencadenarse, lo cual la pondría en evidencia y terminaría por desenmascararla. Acentuó la frialdad de su mirada y su voz.

–Junto a vos, mejor. ¿No pensaríais que me avendría a dejaros fuera de mi vista sabiendo que sois una mentirosa?

La mano de Claire buscó su rostro en un ademán raudo, pero unos dedos implacables le sujetaron la muñeca.

–Me lo pensaría dos veces antes de hacerlo, señora.

–¡Sois un salvaje!

Sus ojos echaban fuego y él sonrió, encantado de quebrarla.

–Un salvaje guerrero, ya lo dijisteis –recordó sin esconder la burla.

–¡No tengo por qué consentiros esto! –masculló ella.

Hablaban tan bajo que solo Thomas podía oírlos, aunque los ojos de los hombres iban y venían sobre ellos.

Liam esbozó su sonrisa más mezquina.

–Tenéis razón. Podéis iros.

Claire le mantuvo la mirada, incapaz de asumir la vileza de su comportamiento. Por más que hubiera sido grosero a lo largo del día, lo de esa noche iba contra las normas del decoro. Con desesperación buscó el apoyo de Thomas, pero el hombre apartó la vista, disgustado a las claras aunque sin mostrarse dispuesto a desafiar a su caudillo.

Se mordió los labios en un gesto de derrota y hundió los hombros, apesadumbrada.

–Lo haré. Mañana, a primera hora –aceptó.

–¡Sea! Pero esta noche compartiréis mi tienda.

No le quedaba más opción, era tomarlo o dormir al raso; así que, resignada, con la ira quemando sus entrañas, le dio la espalda y regresó al infernal refugio con la cabeza alta.

 

 

El barón reconoció el reproche en los ojos de su capitán. Renegó con una mueca de la copa de vino que el escudero le tendía y le ordenó retirarse. Los demás se habían arrebujado en sus mantas o cubrían la primera guardia.

–¿Quieres decirme algo, Thomas? –inquirió, altivo.

–Me gustaría saber qué te lleva a olvidar las normas de cortesía que le debes a esa mujer –replicó su amigo, aceptando el reto.

–No la invité a unirse a nosotros y no me fío de ella; eso