Colgada de ti - Mercedes Gallego - E-Book

Colgada de ti E-Book

Mercedes Gallego

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Beschreibung

Cuando los sentimientos entran en juego, las buenas intenciones fracasan. Tras cursar estudios en Estados Unidos, Tess regresa a Veracruz dispuesta a reencontrarse con sus amigos y a comerse el mundo. Sin embargo, el azar trastoca sus planes al colisionar con unos ojos negros que la encandilan y despiertan en ella el deseo de cometer locuras. A Juan Santacruz le cuesta creer que la atractiva joven que aparece una mañana en el club marítimo sea el juguete de su infancia, la princesa a quien cambiaba los pañales. Fascinado, se deja atrapar por un amigo en una apuesta para enamorarla. Cuando la ingenua Tess descubre que Juan es uno de los calaveras más reputados de Veracruz y, para colmo, hijo de su madrina, ve en él la posibilidad de experimentar, de tener un guía en el mundo del romance con la confianza de que su corazón no saldrá herido. Para él supondrá la excusa perfecta de tenerla a su lado; ella descubrirá los celos, la dolorosa pasión de juventud y… ¿tal vez la fórmula para que Juan caiga rendido a sus pies? - Una novela que comienza siendo un amor juvenil y termina madurando, como sus protagonistas. - Para leer las madres y las hijas. - Un homenaje a las novelas románticas de toda la vida, capaz de hacernos evocar cuando éramos jóvenes. - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección! - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense, romance… ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección! En reseñas hay que poner, PREGUNTAS A LA AUTORA -¿Qué te inspiró esta historia? ME LA INSPIRARON LAS NOVELAS QUE LEÍA CUANDO ERA ADOLESCENTE. MI MADRE ERA UNA GRAN LECTORA Y GUARDABA SUS NOVELAS ROMÁNTICAS EN UNA MALETA, EN EL DESVÁN. ES UN HOMENAJE A ESAS HISTORIAS. -¿Por qué hay que leer tu novela? PORQUE ES UNA NOVELA CON LA QUE CUALQUIERA SE PUEDE SENTIR IDENTIFICADO. Y PORQUE ES «FRESCA», CAPAZ DE HACERNOS EVOCAR CUANDO ÉRAMOS JÓVENES.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2021, 2023 Mercedes Pérez Gallego

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Colgada de ti, n.º 354 - marzo 2023

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S. A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Shutterstock

 

I.S.B.N.: 9788411418225

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Cita

Dedicatoria

Primera parte

Segunda parte

Tercera parte

Epílogo

Agradecimientos

Sobre la autora

Notas

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

 

En un beso sabrás todo lo que he callado.

Pablo Neruda

 

 

 

 

 

 

Para Patricia, con amor.

Primera parte

 

 

 

 

 

Julio, 2015

 

La exclusiva cafetería del club náuticorebosaba de clientes a la hora punta del mediodía. Cerca de las cristaleras, desde las que se contemplaba una magnífica panorámica del golfo de México, unos cuantos jóvenes disputaban una partida de billar. A escasa distancia, cuatro hombres jugaban a los naipes.

Una joven rubia, ataviada con tejanos cortos y top de rabioso color rosa chicle, se demoró en la entrada mientras a sus ojos asomaba la nostalgia y la alegría que le provocaba regresar al local.

Descubrió el amplio círculo de sus amigos junto a la barra, centrados en la melodiosa voz de Mariel, quien tocaba la guitarra española desgranando la letra de una canción de desamor que estaba de moda. Aguardó a que sonaran los últimos acordes para hacerse notar y entonces todo el grupo se revolucionó, compartiendo abrazos, risas y comentarios en un jolgorio que despertó la expectación del resto de la clientela.

—¡Estáis geniales! —aseguró ella, con ligero acento inglés—. ¡Qué ganas tenía de veros!

Red Ontiveros, quien gozaba de la reputación de «chico más sexi de la pandilla», no ocultó el entusiasmo que su llegada le suscitó.

—¡Tú sí que estás genial! ¡Se te ve preciosa!

Augusto, alias el Empollón, recriminó a Red su desmedido interés con un gesto y, de paso, aprovechó para decir lo que todos tenían en los labios:

—¡Fijo que te has colgado por un chavo americano!

La risa de ella resonó con desdén.

—¡Ni de broma, Augusto! Paso de chavos, y menos extranjeros. Decidme vosotros, ¿alguna novedad jugosa para mis oídos?

—¡Quita! —renegó el aludido—. Por aquí seguimos tan zonzos como nos dejaste en Navidad.

—La Navidad no la menciones. ¡Menuda ingrata! —acusó Mariel, aún con el semblante risueño—. ¡Nos dejaste tirados!

Ella encogió sus hombros con una mueca de pesar.

—¡Eso se lo dices a mis padres! El tío Ricardo se empeñó en que le acompañáramos a Panamá y Diego y yo no tuvimos arte ni parte. ¡Menudo peñazo resultó! ¡Os eché de menos a rabiar!

Su queja sonó sincera y su amiga y ella se fundieron en un aparatoso abrazo.

—¿Cuándo has llegado? —Ontiveros insistió en tomar protagonismo, fascinado por los cambios en la anatomía de la chica.

—Anoche —respondió, retomando la sonrisa pícara, halagada por su interés.

—¿Y te presentas ahora? —La guitarrista volvió a darse al drama—. ¿Por qué Diego se lo calló, el muy idiota?

—Porque yo le ordené que tuviera la boca cerrada, y más contigo —bromeó dándole un beso—. Me apetecía sorprenderos.

—¡Muy mal, los infartos son peligrosos!

La panda rio el comentario de Ontiveros y ella aprovechó para saludar con la mano al camarero, el cual replicó con un guiño cómplice.

—Contadme los planes de esta tarde porque tengo que irme. Se nos han presentado invitados para el almuerzo y mamá me ha metido prisa. He venido a recoger a Diego.

En medio de las protestas, la jovencita escuchó la voz de su amiga Cristina, una morena regordeta de ojos rasgados y pechos generosos.

—En mi casa, a las cuatro. Decidimos sobre la marcha.

—Ok. Pues allí nos vemos. ¿Dónde anda mi hermano? ¡Ah, sí, en el billar!

Se encaminó con desenvoltura a su encuentro. Al pasar notó las miradas de los jugadores de cartas. Ellos habían detenido su entretenimiento para curiosear el revuelo que su presencia había organizado. La muchacha desdeñó la de Santiago Rivero, que parecía comérsela con la mirada. Conocía sus inclinaciones donjuanescas y no le emocionaba ser objeto de su atención. Al resto no los conocía, pero el tipo moreno de ojos negros tuvo el don de sonrojarla. Molesta al sentirse vulnerable, levantó la cabeza con ademán altivo.

—¡Diego, vine a buscarte! —anunció, sin que le temblara la voz.

—¡Solo un momento! —El aludido golpeó la bola negra con maestría. Tras meterla en el agujero, soltó el taco y la besó—. ¡Listo! ¿Conoces a mis amigos?

Negó, regalándoles una sonrisa que precedió a un intercambio de besos y algunos piropos que Diego sorteó con bromas. Se despidieron de todos y, cuando ya estaba saliendo, echó una última ojeada a la mesa de los adultos. Su piel se ruborizó al descubrir el escrutinio de los ojos negros sobre su persona. Muerta de nervios, alcanzó a Diego y montaron en su moto, aparcada frente a la fachada.

«¿De dónde ha salido ese portento? ¡Descarado es, pero guapísimo también!».

 

 

—Acabáis de ver a mi futura esposa.

Los rostros varoniles, atractivos todos, miraron a Santiago Rivero, esperando divisar burla en su semblante. Les sorprendió que lo dijera en serio.

—¿Esa cría? No niego que sea un bombón, pero vamos, ¡en mejores puertos has embarcado tú! —rio el rubio de aspecto canalla.

Santiago negó, convencido.

—Pronto dejará de ser una cría, Roberto. Entonces me casaré con ella.

—Tendrás que contar con su aceptación —opinó un tercero mientras el de las pupilas negras permanecía en silencio.

—Sabré enamorarla. Es ingenua y yo gato viejo. ¡Me tiene comido el seso desde que la descubrí el verano pasado!

—Apuesto a que no lo consigues.

Las cartas quedaron olvidadas sobre la mesa y Santiago Rivero se removió, inquieto, mirando a su amigo de correrías, Juan Santacruz.

—¿A qué viene esto, Juan?

—A que tú eres gato viejo con mujeres fáciles. Y ella será una niña ahora, pero cuando se convierta en mujer… ¡Va a ser mucha mujer!

—¿Lo de la apuesta va en serio? Porque yo firmo por Santiago —aseguró Roberto Duval con sonrisa irónica.

—¡Nunca me gustaron las apuestas sobre mujeres! —rechazó Juan, molesto por haber dado pie a tamaña tontería.

—¡A Dios gracias! —ironizó Ricardo Dávila—. ¡Las habrías ganado todas!

—Esta vez no —insistió Rivero con el rostro tenso—. Me gusta esa muchacha.

—Hablando de ella, ¿quién es? Me resulta familiar.

La carcajada de Roberto molestó al moreno.

—¡Y tanto que debe sonarte! ¡Sois vecinos!

—¿Tess? —El rostro masculino experimentó un cambio que ninguno captó, atentos a la rivalidad entre los amigos.

—Sí, María Teresa Mendoza —apuntó Rivero.

—Se ha convertido en un dulce —admitió Dávila, siempre cínico—. Aunque le sobran aires.

—¡Ya tiene diecisiete años! —susurró Santacruz, ajeno a sus comentarios—. Sí que está bonita. Pero no ha andado por Veracruz…

—Lleva tiempo en un colegio americano. Cada vez que viene de vacaciones revuelve a los de su edad, pero es tan cría que ni sabe de coqueteos.

—¿Y pretendes enseñarla tú? —El tono ofensivo no pasó desapercibido para Rivero.

—¡Ya te dije que será mi esposa, Juan! Ni se me pasa por la cabeza acercarme ahora.

Santacruz se guardó de comentar lo indigna que la simple idea le parecía; y, no obstante, se encontró soltando una necedad:

—Te apuesto lo que gustes a que la enamoro primero.

Santiago se removió en su silla, endurecido el gesto.

—¡No juegas limpio, Juan! Te he dicho cuáles son mis intenciones.

—Lo que no quita que, si no lo haces tú, lo intenten otros. Veracruz está lleno de cazafortunas y no sería tan raro que alguno más joven te ganara la partida.

—¡Acepta, hombre! —aconsejó Dávila, los ojos brillantes por la novedad—. Será interesante ver cómo os enfrentáis por una cría.

Ambos amigos, desafiantes, ignoraron a sus compañeros de mesa.

—Te sientes muy seguro de tus cartas, ¿verdad?

Santacruz no respondió. Se limitó a mirarlo con fijeza y Rivero no tuvo más opciones que ceder.

—Está bien, acepto el reto.

—¡Brindemos entonces!

Santiago interrumpió a Dávila levantándose de inmediato. No había en él la menor chispa de alegría.

—Se me ha hecho tarde. Nos vemos.

—¿Y tú, Juan?

El aludido se incorporó también sin que nadie pudiera leer qué escondía bajo su pétrea expresión.

—¡Nunca celebro con antelación una victoria! Hasta la noche.

Salieron juntos, hombro con hombro. Una vez en la calle, la súplica de Rivero surgió espontánea:

—Juan, ¿podrías pensarte…?

—No —negó conciso.

—¡Me interesa esa mujer! —gimió Santiago con sinceridad.

—¡Pues gánatela!

—Tú lo has dicho. No es como las otras. ¡Aún no es el momento!

—Sé cómo es Tess. Por eso hice la apuesta.

Dejó una propina al mozo que le había acercado el deportivo y se introdujo en el auto.

Santiago Rivero lo vio desaparecer, raudo, en la venida. Después contempló la punta de sus zapatos con el alma encogida, maldiciendo la ligereza del comentario que había provocado una situación estúpida, consciente de que llevaba todas las de perder.

 

 

La finca de los Mendoza protegía la intimidad de la familia con altos muros cubiertos de madreselva. Al menos esa era la idea que tenía Tess cuando se puso aquella tarde a tomar el sol en toples sobre una hamaca del jardín. Absorta en la lectura de su admirada Isabel Allende, empezó a sentir un cosquilleo de desazón que le hizo levantar los ojos del libro y mirar a su espalda, al único lugar de donde podía provenir la intrusión, la torre de los Santacruz. Un bastión cuadrado que se alzaba en un extremo de la casa y que superaba en varios metros la tapia.

Descubrir tras el ventanal la figura del desconocido de ojos negros la dejó sin aliento. Pero allí estaba, pendiente de ella, sin el menor disimulo.

Ruborizada, abandonó el ejemplar sobre la hamaca, se envolvió en el pareo con el que había salido, y se adentró en la vivienda. Aunque sus padres veían un programa de televisión, amartelados en el sofá, no le preocupó interrumpirles.

—Mamá, ¿quién vive en casa de Matilde?

Desconcertada, la pareja dudó un momento. Respondió su madre, mirándola con extrañeza.

—Que yo sepa, no tiene invitados.

—Pues he visto un hombre que… —No terminó la frase, comprendiéndolo de repente—. ¡Es Juan!

—Puede ser —admitió su madre—. Ahora está aquí.

—¿No lo has reconocido? —Sonrió su padre, apagando el aparato—. ¡Claro, tampoco es extraño! Lleváis muchos años sin coincidir.

—Muchísimos —asintió su esposa—. Juan estudió el bachillerato en Europa.

—Sí, es verdad.

—Entonces, ese… ¿ese es el hombre que me llamaba «princesa»?

—¡Y que te cambiaba los pañales! —rio su madre—. ¿Recuerdas el miedo que me daba verla en sus manos? ¡Pero a ti te hacía tanta gracia que se lo consentíamos!

—Sí. —A la sonrisa de su marido asomó una mueca de nostalgia—. Fueron buenos tiempos. ¡Pena de muchacho!

—¿Qué pasa con él? —Tess había olvidado su interés por el libro y el sol.

—Cosas que no te incumben, hija.

Tess frunció el ceño. La curiosidad, si cabe, más avivada.

—¿Por qué no? Es nuestro vecino y Matilde mi madrina, ¿cómo no va a interesarme qué ocurre con él? Además, si tuvimos un trato tan íntimo, ¿por qué ahora ni sé quién es?

—Tampoco hay tanto que contar, Tess. Tenía un gran futuro y lo echó a perder por amoríos equivocados.

Antonio Mendoza se incorporó del sofá y besó la frente de su hija.

—Me voy al despacho. Los cotilleos femeninos no me interesan.

—No son cotilleos, Antonio —se defendió su mujer—. Es lo que ocurrió. Y sabes que a mí nunca me ha gustado hablar de Juan.

—Cierto, cariño; pero has despertado el interés de esta fierecilla y me temo que tendrás que complacerla —rio, besándola en los labios—. Da igual; tarde o temprano tenían que llegar a sus oídos las tonterías de la gente. A no ser que esta vez también desaparezca pronto.

Tess ocupó el lugar de su padre, la intriga visible en su semblante.

—¿Qué ha querido decir papá? ¿De qué habla la gente? ¿Y por qué Juan no vive en Veracruz?

Marta de Mendoza suspiró, mirando a su hija. Se había transformado en una preciosa chiquilla mientras estudiaba en Boston. No es que antes no lo fuera, pero la adolescente había dejado paso a una joven de cuerpo esbelto y rostro atractivo. ¡No tardaría en convertirse en la meta de muchos calaveras de la ciudad! Una cierta aprensión le entristeció el ánimo, consciente de que no podría protegerla como cuando era pequeña y tendría que dejar que se enfrentara a dilemas de adulta que la harían sufrir. Su querida amiga Matilde llevaba años padeciendo por su único hijo, y ella temía ahora por el futuro de los suyos, especialmente el de Tess, puesto que la sociedad seguía siendo machista, por mucho que las mujeres se rebelaran.

—Mamá, te has quedado seria. Si te molesta hablar de Juan, lo dejamos.

Lo dijo con sinceridad, preocupada por el cúmulo de emociones que había desfilado por el rostro de su madre sin que, al parecer, se diera cuenta.

Marta sonrió, acariciando las manos de su hija.

—¡Se me ha ido el santo al cielo, cariño! No estoy seria. De todos modos, no veo por qué habrían de interesarte las andanzas de Juan. A su lado eres un bebé.

—¡Voy a cumplir dieciocho años! No veo dónde está ese bebé, mamá — reprochó, esquiva.

—Está bien, discúlpame. ¡Se me olvida que has crecido! Pero tendrás que entender que, para mí, siempre serás una niña. —Su madre sonrió con indulgencia—. Con todo, Juan te lleva diez años, así que sí eres una cría a su lado.

—Vale, de acuerdo, lo soy. ¿Me vas a contar lo que dicen de él o se lo tendré que preguntar a mis amigas?

Con otro suspiro, Marta puso cara de iniciar la historia, así que Tess subió los pies descalzos al sofá y se dispuso a escuchar.

—Aunque me duela admitirlo, Juan es un chico problemático. Su padre decidió que estudiara el bachillerato en un colegio inglés y volvió de Europa con unas notas impresionantes, pero ese verano se resarció de los años de estudios a base de juergas. Comenzó una ingeniería en la Cristóbal Colón, pero tuvo que terminarla en el extranjero porque provocó un escándalo mayúsculo, del que nunca me enteré muy bien, y hubo de marcharse. Cuando regresó, recibió algunos encargos gracias a la influencia de su familia, pero la mayor parte quedaron sin terminar porque… ¡surgieron imprevistos! El último disgusto que tu madrina se llevó fue la primavera pasada. Una antigua novia montó otro escándalo a su costa. Aunque, por lo que sé, la culpa fue suya. Le buscó los pies a Juan hasta que lo lio y le obligó a largarse a Europa. Regresó hace poco, apenas un mes. ¡Lo extraño es que aún no se haya oído nada!

Tess rememoró los rasgos que tanto le habían impactado en el club y no le sorprendió que las mujeres se volvieran locas por él. ¡Era un espécimen espectacular! ¡Solo por su mirada se podía perder la cabeza! Ella nunca había vislumbrado unos ojos más negros ni más fascinantes.

Contrariada por la historia que su madre le había contado, torció el gesto.

—¿No será que la gente lo tiene en su punto de mira para no pasarle una? ¡Vividores hay muchos en Veracruz! No hay familia rica que no se precie de tener un calavera en sus filas.

Marta revolvió la melena despeinada de su hija. La pasión que ponía al defender a un desconocido denotaba su buen corazón; sin embargo, no quiso que se hiciera ilusiones.

—Podría ser. Pero debería mostrar discreción, ¡aunque solo fuera para evitarle disgustos a Matilde!

Tess hubo de dar la razón su madre. No obstante, su mirada se volvió soñadora.

—¡No me extraña que las mujeres lo acosen! ¿Te has fijado en lo guapo que es?

—¡Cómo no voy a fijarme! ¡Tengo ojos en la cara y también soy una mujer! Resulta clavado a su padre, que hizo suspirar a toda mi generación. ¡Qué pena que no saliera tan cabal como él! Hasta el día de su muerte no tuvo más interés que en Matilde y sus negocios. ¡Menos mal que tú no me preocupas! Juan es un libertino, pero jamás se atrevería a tocarte.

La burla brilló en los ojos claros de Tess, recordando sus miradas.

—¿Qué te hace pensar eso?

Marta la reconvino, seria.

—Porque, a pesar de los pesares, lleva genes Santacruz. Eres la hija del mejor amigo de su padre, que en gloria esté, y dudo que pudiera considerarte mucho más que una hermana. ¡No sabes cómo te mimaba de pequeña! Eras su juguete preferido, su princesa.

—¡Seguramente ni él se acuerda! —Quiso creer, abochornada.

—¡Claro que se acuerda! Siempre que ha preguntado por ti, te ha llamado de ese modo.

El sofoco calentó las mejillas de Tess, resaltando el zarco de sus ojos. Pero su mente se tornó audaz.

—¡Sería una pasada encandilarle!

La cara de Marta reflejó escándalo.

—¡Te prohíbo que digas tonterías, Tess!

Ella se arrodilló sobre el diván, más niña que nunca a ojos de su madre.

—¡Piénsalo con calma, mamá! ¡Me muero por experimentar esas sensaciones de las que hablan mis amigas! ¡Aunque solo sea estremecerme con un beso! Por supuesto que ya me han besado chicos en Boston, pero ninguno me hizo tilín. ¡Practicar con Juan sería alucinante!

Marta se apartó de su hija, abiertamente preocupada.

—¡Me niego a creer que hablas en serio!

—¿Por qué? —El gesto de Tess se reveló sincero—. ¡Estoy siendo franca contigo! ¡Necesito perder este aire de timorata! ¿Con quién mejor que con un hombre que respetará mis límites?

—¡El amor no es ningún juego, Tess! —recriminó su madre con severidad—. Juan es un hombre ante todo. ¡No pretendas jugar sin salir quemada! ¡Tu reputación quedaría destrozada! ¿Y dices que no eres una niña? ¡Menos mal que puedo fiarme de él!

Tess comprendió que había alarmado a su madre sin necesidad y recogió velas. Pudiera ser que en el futuro la necesitara como aliada.

—Discúlpame, mamá. ¡Se me ha ido un poco la olla! Pero no te negarás a que nos relacionemos… ¡A fin de cuentas, somos vecinos!

Marta de Mendoza se lo pensó, desconfiada.

—Sabes lo mucho que queremos a Matilde y, pese a sus historias, también a Juan. Siempre será bienvenido en nuestra casa. Lo único que te ruego es que no pongas tu fama en entredicho.

La muchacha abrazó a su madre, satisfecha de haber logrado vía libre, aunque aún no tenía idea de cómo actuar.

—¡Descuida, seré buena chica! Ahora te dejo. He quedado con Mariel en su casa.

Marta contempló cómo su pequeña desaparecía escaleras arriba, con el pelo bailándole en la espalda, apenas cubierta por el pareo, y con los pies desnudos. Comprendía su entusiasmo y sus ansias de comerse el mundo, pero un temor arraigado en su esencia de madre le dijo que acababan de empezar los problemas. ¡A ver quién pedía a aquellas hormonas revolucionadas que tomaran decisiones sensatas! Se prometió mantener los ojos abiertos y los oídos alertas. Y, por si las moscas, rezaría para que Juan Santacruz resultara ser el hombre que ella esperaba.

 

 

El encuentro no fue premeditado. Tess cerraba la cancela de su casa cuando se cruzó en la acera de la urbanización con Matilde Santacruz a punto de subir en una berlina Mercedes Benz. En vez de Roberto, su chófer habitual, era Juan quien le sostenía la puerta.

—¡Tess, cariño! ¡No he vuelto a verte desde que te di la bienvenida!

—Es verdad, madrina. Siento no haberme pasado a visitarte —se disculpó, besándola y evitando mirar al hombre, que la sonrojaba con su escrutinio.

La dama sonrió con afecto.

—Has pasado muchos meses fuera. Es normal que todos queramos acapararte. Por cierto, te presento a mi hijo Juan. El sí que lleva años en el extranjero. ¡Es imposible que lo recuerdes!

Juan se había mantenido de espectador, asistiendo a la charla con una media sonrisa que Tess percibió burlona, lo que la hizo reaccionar con altivez.

—No, claro que no lo recuerdo. —Le tendió la mano con ademán glacial—. ¿Qué tal? ¿Cómo estás?

Su voz sonó cargada de diversión mientras obviaba la mano y besaba sus acaloradas mejillas.

—¡Patidifuso! ¡Has cambiado tanto que tampoco yo te he reconocido! La imagen que atesoro en mi memoria es la de un bebé al que cambiaba pañales.

La impertinencia del comentario puso a Matilde en la obligación de reprender a su hijo, aunque le apeteciera reírse con su salida de tono y el arrebol de la muchacha.

—Deberías aprender mano izquierda, Juan. Cuando se tiene la edad de Tess, esos comentarios resultan desafortunados.

—No sé por qué, si son ciertos. —Se regodeó al mirarla—. ¡Eras un bebé adorable!

Captar la burla en su semblante incitó a Tess a abofetearlo, pero la presencia de Matilde la contuvo.

—Gracias. No me entusiasma el recuerdo, pero gracias —musitó entre dientes.

Matilde, sorprendida por la descarada diversión de su hijo, se apiadó del mal trago de su ahijada.

—¿Dónde ibas? Nosotros al centro.

—A casa de una amiga, Mariel Vilas.

—¿La hija de Agustín? Nos cae de paso. Sube, te llevamos.

—No quiero molestar. Pensaba dar un paseo.

—¿Molestar? —bufó Matilde—. Los aires americanos te han sentado mal, mi cielo. ¡Anda, sube!

Iba a obedecer para no desairar a su madrina, recriminándose que la apabullara la arrogancia de su vecino, pero el bochorno no le dio tregua cuando Matilde volvió a ponerla en apuros.

—¿Detrás? ¡No, por Dios! ¡Ve delante! Es normal que los jóvenes vayáis juntos. Además, a ti te encanta conducir.

—Sí —admitió, abrochándose el cinturón, sin mirar la cara de Juan—. Pero prefiero las motos.

—¿No es un transporte un tanto… rudo para una dama?

Contuvo una fresca en consideración a su madre; eso sí, lo miró con desdén.

—¡Qué comentario más trasnochado! ¡No lo esperaba de ti!

—Ni yo ese aire altivo.

Matilde les miró, atónita.

—¿Estáis riñendo?

—¡Para nada, madre! Contrastamos puntos de vista. ¿No es cierto, princesa?

Dio un respingo al escuchar el apelativo. Cada acto de aquel hombre la incomodaba y, al mismo tiempo, la seducía.

—Sí, podría decirse. —Desvió la conversación para restarle protagonismo y se dirigió por el retrovisor a su madrina—. ¿Crecieron los rosales que plantamos?

—¡Están preciosos! Tienes que llegarte a verlos. Y para contarme cómo te fue en Boston.

—¡Hay poca cosa! Terminé con buenas notas y por fin dejé atrás Estados Unidos. ¡Era cargante hablar todo el tiempo en inglés!

—¿Vas a estudiar una carrera?

Agradeció que su voz sonara neutra.

—No. Papá quiere que me especialice, pero no me apetece. La vida ha de ser más que libros, ¿no?

Lo dijo sin intención y él no fue irónico.

—Sí, cuando te llegue el momento.

—¡Tengo dieciocho años!

—Diecisiete —puntualizó él.

—¡Bueno, para el caso! —se amoscó.

—No estoy diciendo que seas una niña. —A Tess le sorprendió que se mostrara conciliador—. Solo que te queda mucho por vivir.

—Juan tiene razón —intervino Matilde.

—¡Pero si eso es lo que pretendo, vivir! —replicó indignada—. ¡Estoy harta de regirme por normas encorsetadas!

—¿Tan estricto era el colegio?

La mirada de Juan pasó sobre ella de soslayo, sin bajar de su cuello, como si no quisiera contemplar las piernas que la breve falda dejaba al descubierto, ni la ceñida camiseta que moldeaba sus pechos.

—¿En Boston? ¡Imagínate! —Ahora que habían encauzado la charla no le apetecía dejarles, pero acababan de entrar en la avenida de Mariel—. Detente en el doce, por favor.

Su mano la rozó un instante cuando se inclinó para abrirle la puerta frente a la finca de los Vila y el rostro se le tiñó de mil colores. A Tess la llevaron los demonios por ser tan vulnerable, aunque Juan disimulara notarlo.

—Gracias por traerme —se despidió de él, con una pierna en el asfalto; después se giró para hacer lo mismo con Matilde—. Me llegaré por tu casa en cualquier rato.

La sonrisa de su madrina le respondió con afecto.

—Cuando tú quieras, cariño.