Nayeli. El regalo del duque - Mercedes Gallego - E-Book

Nayeli. El regalo del duque E-Book

Mercedes Gallego

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Beschreibung

Nayeli, mucho más que una promesa. Si existen dos almas atormentadas en el Londres de 1822 son las de Megan Cameron y Andrew Perrry, duque de Ivory. Él, porque al regresar a Inglaterra descubre que su corazón aún se estremece ante la visión de Axel, el amor de su vida y por quien se exilió a la India durante cinco largos años. Ella, porque guarda un secreto en su corazón del que no puede hacer partícipe a nadie y se refugia en el arte y la familia. No le interesan los galanes ni las amistades superfluas. No obstante, un encuentro casual y tener amigos comunes los obligará a ambos a afrontar el reto de conocerse y escuchar ese aleteo de sentimientos que provoca en uno la presencia del otro. Dos personajes divergentes unidos por un inevitable destino se toparon de bruces con el amor cuando aún tenían fantasmas a cuestas... El desafío que descubrirás en Nayeli. - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2016 Mercedes Pérez Gallego

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Nayeli. El regalo del duque, n.º 248 - octubre 2019

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Shutterstock.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-744-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Nota de la autora

Biografía

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

Créeme, en tu corazón

brilla la estrella de tu destino.

Fiedrich Schiller

 

 

 

 

Lo que puedes hacer

o has soñado que podrías hacer,

debes comenzarlo.

La osadía lleva en sí

genio, poder y magia.

Goethe

 

 

 

 

 

Para Leo, léeme desde las estrellas.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Londres, primavera de 1822

 

Dolerman House brillaba en todo su esplendor. Las farolas de la calle iluminaban la llegada de los carruajes mientras la luna llena se ocultaba y aparecía entre las nubes que surcaban el cielo londinense de una noche de mayo. La temporada estaba recién iniciada, pero no era ese el motivo del ir y venir de visitantes de alta alcurnia; lo que les traía hasta la mansión del duque de Ivory era contemplar con sus propios ojos que uno de los solteros estrella del país había regresado de su extraño exilio en la India y volvía a estar disponible.

Con una sonrisa en sus sensuales labios y haciendo gala de su exquisita educación, Andrew Perry fue recibiendo en solitario a sus invitados. Saludó ceremoniosamente a lord Liverpool, primer ministro de Jorge IV, y besó la mano de su anodina segunda esposa para después continuar con la larga lista de aristócratas que deseaban echarle un vistazo, solicitarle un favor o endosarle a alguna de sus hijas en edad casadera. Sin embargo, aunque lo disimulara, solo tenía ojos para el grupo que se formó a la entrada de su inmenso vestíbulo, el cual coreaba entre besos y saludos el tiempo que llevaban sin verse. Lord Michael Sinclair, recién llegado de Francia, estaba siendo objeto de interés por parte de la condesa Blackmoon, la vizcondesa Dermont, lady Elizabeth y la señora Vernot. Todas lucían atuendos elegantes y espectaculares joyas, pero no por ello dejaban de recibir significativas miradas de maledicencia de las matronas de la fiesta. A ninguna le pasaba desapercibida la belleza de aquel ramillete de mujeres que bien podían quitarle el protagonismo a sus jóvenes hijas a pesar de que la mayoría ya habían sido madres.

Andrew ocultó el regocijo que le inundó el imaginar cómo habría sido el encuentro entre Michael y Bella en la intimidad, ya que ambos eran amantes desde hacía muchos años. No obstante, disimulaban a la perfección de cara a la galería. Fue testigo de cómo su amigo se ofrecía con un gesto galante a acompañar a la supuesta viuda para hacer juntos la entrada en el salón y el resto del corro se reagrupó: Clarence cogió del codo a William, Axel dio la mano a Devon y Beth tomó de un brazo a Steve, quien a su vez ofrecía el otro a su hermana. Fue entonces cuando se percató de que Megan Cameron había estado estudiándolo. Al sentirse descubierta, ella le sonrió con un mohín de afabilidad no exento de ironía. Parecía una mujer observadora, atenta a los detalles, y se prometió dedicar un tiempo a conocerla. Pero no esa noche; cientos de invitados estaban pendientes de él y debía comportarse como exigía la etiqueta: siendo el duque de Ivory. Oportunidades habría para mostrar a Andrew Perry.

 

 

Sonaba el tercer vals de la noche cuando se atrevió a sacar a Axel a la pista. Apenas había tenido ocasión de departir con sus amigos, aunque Clarence había acudido en su auxilio en un par de ocasiones para librarle de algunas entrometidas y había bailado con ella. También con Beth y Bella.

Cada vez que pensó en invitar a la joven americana le había desazonado su sonrisa irónica y había dado marcha atrás, especulando qué sabría realmente de él. Aparte de sus íntimos, nadie conoció sus sentimientos hacia la señorita Birmingham, y si en alguna fiesta se les vio más unidos de lo normal se atribuyó al carácter galante del duque. Sin embargo, ignoraba qué confidencias habrían compartido las mujeres entre ellas.

Se centró en el objeto de su interés, perdiéndose en los ojos verdes, procurando desentenderse del magnífico vestido que dejaba los hombros al aire y realzaba los pechos y caderas de su portadora como si fuera una ninfa.

—¡Creí que no me sacarías nunca! —se quejó Axel con evidente sarcasmo.

—¿Acaso Devon te tiene mal atendida? Si es así, tendré que retarle en duelo. ¡No te perdí para que tuvieras quejas tan pronto!

Su risa espontánea le arrancó destellos de felicidad. Por mucho que pretendiera haberla olvidado resultaba imposible estar a su vera y no contagiarse de su alegría.

—Tranquilo, no habrá lugar… —Frunció la nariz con un mohín coqueto—. ¿Te hemos presentado las disculpas de tía Elena y Stephen? El pobre anda acatarrado y ella no quiso que se enfriara más… De todos modos, ya sabes que no son dados a las fiestas, aunque con la tuya hubieran hecho una excepción. ¡No todos los días se junta lo más granado de la sociedad para recibir a un duque!

Los labios sensuales se expandieron divertidos y a sus ojos asomó la eterna ironía que lo caracterizaba.

—¡Lo único que buscan es cotillear! Comprobar de primera mano si he perdido mis modales al mezclarme con los indígenas orientales. Escuché que corren rumores acerca de mi interés por las costumbres indias. Quizá esperaban verme del brazo de alguna princesa hindú. ¡Quién sabe! Pero, en el peor de los casos, lo que quieren es asegurarse de que sigo soltero para endilgarme a una ternera de ojos claros.

Axel trastabilló en la zancada arrancando la risa de Andrew por el rubor que cubrió su semblante.

—¡Vamos, Axel, no me digas que aún te sonrojas por comentarios como ese! ¡Eres una vizcondesa, por Dios!

—¡Y tú un duque que no debería usar semejantes expresiones! ¿No te da vergüenza? Las pobres ya lo pasan bastante mal con sus madres empujándolas como si fueran al matadero…

Él contestó a su reproche con un rictus cómico.

—¿Ves? Por eso las llamo terneras.

Ella echó de menos no tener a mano su abanico para golpearle un hombro, aunque no se contuvo de apretarle los dedos que ambos llevaban enguantados.

—¡Creí que la edad te haría menos cínico y más encantador!

—¿Aún más? —Su expresión de galanteador llenó de alborozo a Axel y, como siempre, se reflejó en su semblante. Él, aturdido, optó por campos más trillados que le distrajeran de su embobamiento—. ¿Cómo está tu hijo? ¿Lograste quitarle el azul de las manos?

La alusión al pequeño Andrew modificó los rasgos de la vizcondesa, dulcificándola.

—Fue Meg en realidad. Usó no sé qué hierba para conseguirlo, pero costó lo suyo, no creas. ¿Cuándo vas a venir a conocerlo?

—Mañana con toda probabilidad. Devon me ha invitado a almorzar. —Dada su sorpresa, comprendió que no sabía nada—. He andado demasiado ocupado proporcionando informes a mis socios y organizando esta alharaca. Estoy deseando retomar las buenas costumbres y recuperar a mis amigos.

—Devon me dijo que ocuparás tu escaño…

Andrew contuvo el anhelo de acariciar sus mejillas. Sabía cuánto significaba para ella que los políticos lucharan por mejoras sociales. Como tenía bien encauzados a su esposo y a Blake era evidente que solo le quedaba él.

—Descuida. Tienes en mí a un aliado.

—Eso no lo he dudado nunca —aseveró ella, deteniendo los pasos al tiempo que cesaba la música—. Por cierto, ¿por qué no has sacado a bailar a Meg? ¿No te parece una mujer atractiva?

Él simuló un terror desmesurado mientras la llevaba de regreso con su esposo.

—¿Estás ejerciendo de casamentera? No veo a la señorita Cameron con cara de ternera…

Los ojos verdes lo fulminaron sin querer disculpar la burla de su rostro. A cambio, Axel se volvió a su esposo y enlazó su brazo con energía.

—¿Cómo se te ocurre invitar a este desaprensivo a almorzar mañana? ¿No sabes que es el «día de las chicas»?

Devon Hunt enarcó una ceja, aunque sus ojos risueños desmintieron el olvido.

—¡Invadís mi casa todos los domingos! Me pareció justo tomarme la revancha. También se lo he dicho al resto —confesó.

Axel se dejó envolver por el grupo y lo besó en los labios con brevedad, el gesto pícaro.

—Ya hablaremos tú y yo más tarde… ¡Tu casa!

La mirada castaña mostró la adoración que sentía por ella.

—Es una manera de hablar, cariño. ¡Ya sabemos quién manda en ella!

Clarence golpeó el hombro de Devon con su abanico lila, conjuntado con el color de su vestido.

—Sí, ya sabemos quién maneja este grupo desde que se te ocurrió sacarla de Marion Hill. ¡Con lo bien que le sentaba el atuendo campestre!

De reojo, Andrew vio cómo la expresión de Megan Cameron se sumía en el desconcierto y se volvió hacia ella.

—Por su rostro, parece que últimamente se han portado de lo más decente. ¡Debe de ser que saco sus peores instintos a relucir! ¿Nunca había oído a Clarence celosa de Axel o a Beth besando el suelo que pisa? ¡Me temo que me he ausentado demasiado tiempo! Habrá que ponerle remedio a tantos años de tedio… Por cierto, ¿desde cuándo vive en Londres?

—Llegué hace dos años —confesó, aturdida por la abierta camaradería del corro.

Comenzó un vals de nuevo y Andrew tiró de su mano sin ningún preliminar, alentado por aquella voz ronca que le resultaba tan sensual.

—¿Y aún no ha pillado a un aristócrata? ¡Qué refrescante! Creo que será un placer mantener una conversación con usted.

El gesto de Megan se mantuvo serio, aunque lo siguió a la pista no deseando dar un espectáculo. Cuando él le sujetó la cintura ella se mantuvo hierática.

—¿No le gustamos los hombres con título? ¿Es usted declaradamente demócrata?

—No entiendo las relaciones sociales basadas en la desigualdad, si es a lo que se refiere; pero no creo que sea un tema para tratar bailando un vals —contestó esquiva, no sabiendo cómo lidiar con un hombre de semejante desenvoltura.

Andrew se perdió en el azabache de sus ojos y esbozó una sonrisa sincera mientras la estrechaba aún más contra su sólido cuerpo.

—Tiene usted razón, señorita Cameron. Mis disculpas. El vals se inventó para disfrutar de la proximidad del acompañante.

Ella no supo qué decir, asombrada por su descaro al cercarla. Había contemplado cómo devoraba a Axel con los ojos y estaba enterada de su fallido interés, por eso le sorprendió que ahora la abrazara a ella como si fuera la única mujer sobre la faz de la tierra. Se dijo que aquello debía de ser lo que temían las mujeres de buena reputación. Hombres que al tocarte te hacían sentir única.

 

 

Terminaron la velada con fuegos artificiales en los jardines que daban al Támesis. La mansión contaba con elegantes parterres en la entrada principal, sita en la calle Strand y con una extensa pradera ajardinada en la parte de atrás con terrazas que descendían hasta un embarcadero privado.

Mientras contemplaban el espectáculo entre aplausos y exclamaciones, Megan miró en rededor, asombrada de lo peculiar que le resultaba la residencia del duque de Ivory. Había imaginado un lugar suntuoso dado su título, pero comprobó que la residencia de los Blackmoon tenía más de todo, más escaleras, más alas, más decoración… Sin embargo, Dolerman House adolecía de una encantadora sencillez. Su doble planta de piedra blanca erguida sobre un basamento que cobijaba las habitaciones de los sirvientes y la bodega, contenía un primer piso para actos sociales y un segundo para las dependencias privadas, según le cuchicheó Beth. El edificio se remataba con una cresta de balaustrada y un tejado del que sobresalían cinco chimeneas. No obstante, lo que más le había impactado era la escalera de acceso a la terraza principal. Contaba con dos tramos paralelos de curvas contrapuestas a la que venían a confluir los dos caminos de grava que comenzaban tras la elaborada verja de hierro donde se distinguía el escudo de armas de la familia, el cual incluía un león, un castillo y una flor de lis. En aquella noche ceremoniosa la verja estaba abierta de par en par, aunque Megan observó que los caminos surgían de las puertas laterales, más pequeñas y menos adornadas, coronadas por farolas de gas como casi todo el recinto.

Andrew, que había notado su interés, se acercó con parsimonia, aceptando de paso los parabienes que sus invitados le otorgaban por la fastuosa fiesta mientras iban despidiéndose. Sabía que sus íntimos se quedarían hasta el final y no había temor de que la americana desapareciera antes de cruzar unas palabras con ella.

Un ligero tentempié les esperaba en una de las alas porticadas y tomó del brazo a la señorita Cameron con descuido, guiándola hacia la mesa que sus criados habían organizado con el esmero del que solían hacer gala. Bocaditos de delicatessen y espumoso champán recién servido abrió el apetito de su exclusivo grupo.

—¡Desde luego, tú sí que sabes organizar fiestas! —afirmó Clarence llevándose un sándwich de salmón a la boca.

William, divertido, se lo quitó antes de que tocara sus labios y se lo zampó con ademán provocativo.

—¿Insinúas que las nuestras son menos fastuosas? Tendré que quejarme, entonces, de vuestra capacidad, mi condesa…

Ella le abofeteó blandamente con su mano libre de guantes mientras una sonrisa gatuna se extendía por su boca.

—¡Eso era mío!

—Empiezas a ensanchar en las caderas, mi amor. Quizá te convengan más las delicias de puerro.

La mirada azul contuvo la risa mientras un rictus de reproche perfilaba sus bellos rasgos. Sabía que los miraban y le encantaba dar un espectáculo.

—¿Me estás llamando gorda?

—Tal vez deberíamos comentarle a nuestros amigos que vamos a agrandar la familia. ¡Además de tu preciosa tripa!

Blake había abrazado por la espalda a su esposa y le acariciaba sin disimulos las caderas mientras posaba sus labios sobre su sien, visiblemente enamorado.

—¡Blackmoon, por Dios, cómo os gusta dar la nota! ¡Luego decís de Axel! —reprochó Andrew, en apariencia enojado—. Hoy era mi —recalcó— día; y ahora lo habéis convertido en el vuestro. ¿A quién le importa que yo regrese si la condesa se empeña en darte herederos a manta? ¿No habéis tenido bastante con los gemelos?

Clarence se soltó de su marido para dar un beso al histriónico duque, arrancando risas y parabienes de los demás.

—No te pongas cascarrabias, que todos sabemos que te tirarás por los suelos para malcriarlos en cuanto tengas ocasión. Y si tanta envidia te da, búscate una duquesa que nos haga la competencia. ¿Verdad, chicas?

Beth alzó su copa y propuso un brindis con su habitual calma, chocando el cristal con el de su apuesto marido.

—¡Por la generación que seguirá nuestros pasos! Porque les eduquemos con los valores que hemos aprendido a desarrollar… ¡Y por Andrew, que, aunque estuvo lejos, jamás se apartó de nuestros corazones!

Los diez brindaron emocionados y después Steve besó a su mujer con una pasión que empujó al resto a seguir sus pasos.

Megan, sonrojada hasta lo más profundo de su escote, no supo dónde posar la mirada, así que Andrew la tomó del codo y la alejó hacia el interior de la pradera, dándole tiempo a serenarse.

—Me pareció que le gustaba mi casa…

Ella agradeció el giro que intentaba darle a la conversación, pero no pudo menos de mostrar su asombro por lo acontecido.

—Llevo dos años en Londres, alternando con los Valmont y los Blackmoon, y le aseguro que jamás les había visto tomarse tamañas libertades en público… He reído muchas veces con la deslenguada condesa, y con la ágil habilidad de Axel para replicarle, pero no estando sus esposos delante. ¡Creí que por eso habían establecido los almuerzos dominicales, para desfogarse de las tonterías!

Andrew frunció el ceño, sorprendido por sus palabras.

—¿Es usted conservadora? ¡Siendo americana la esperaba más progresista! Lo cierto es que se portan así porque no están en público como usted parece pensar. La amistad entre nosotros está enraizada desde muy antiguo y la libertad de palabra y hecho es absoluta, tanto en hombres como en mujeres.

Las mejillas de Megan se sonrojaron con violencia.

—Lo siento, no pretendía que sonara a reproche. Todo lo contrario. ¡Me resulta maravilloso que se comporten con semejante naturalidad! Me recuerdan a una gran familia. Es solo que no les había visto antes así.

Andrew se solazó por el comentario, que indirectamente le favorecía.

—Será que mi presencia, además de alentar el descaro, también provoca sentimientos hermosos.

A pesar de la oscuridad nocturna, Andrew, gran conocedor del género femenino, supo que había logrado aturullarla y una sonrisa victoriosa asomó a sus labios. Sin embargo, prefirió ganársela por otros derroteros.

—Le preguntaba por mi casa. ¿La encuentra de su gusto?

Los ojos negros le confrontaron, más segura Megan del terreno que pisaba.

—¡Mucho! Resulta de una sencillez conmovedora.

La carcajada del duque resonó en los jardines y atrajo la mirada de sus amigos, pero viendo que charlaba con la señorita Cameron retomaron sus bromas y carantoñas.

Ella se volvió a sonrojar, preguntándose si habría dicho algo incorrecto.

—Espero que sencillez no rime con simpleza —ironizó él.

—¿Hay manera de hablar con usted sin caer en malentendidos? —replicó, contrariada.

Andrew le tomó una mano que aún conservaba enguantada y le besó el dorso con parsimonia.

—Soy travieso por naturaleza. Discúlpeme. —Sin transición posó una mano sobre su cintura y la guio al interior del pabellón, iluminado por candelabros—. Esta casa se construyó hace trescientos años en un estilo clásico llamado Palladiano. Tengo la fortuna de que mis antepasados fueran tan dados a lo sencillo en arquitectura como yo mismo, si no, la habría derribado. Mi tía abuela Alberta era una apasionada pintora y su marido le construyó estas galerías para que trabajara en sus telas a lo largo de todo el año. Se conservan en las paredes del palacio. Cuando realice una visita más detenida se las mostraré. Si es que el arte le interesa.

—Me apasiona —confesó Megan, subyugada por las desconocidas facetas del duque. Había esperado de él un aristócrata fatuo y altivo, no un profundo conocedor de pintura y escultura.

—Entonces, le haré llegar una invitación formal para tomar el té y reanudaremos el tema —concluyó él.

Habían llegado donde sus amigos degustaban los últimos bocados y sacó a relucir su lado más bromista.

—¡Menos mal que mañana comeremos en tu casa, Devon! ¡Y que mis criados cenaron antes de la fiesta! ¡No habéis dejado ni las migas! Espero que no tuviera hambre, señorita Cameron.

Ella sonrió, integrada en el jolgorio del grupo.

—Por suerte, la cena resultó suficiente.

—¡Nadie lo diría al ver esta mesa!

—¡No olvides que ahora como por dos! —replicó Clarence, radiante, aunque de improviso su rostro se contrajo en un rictus de susto—. ¡Dios santo, espero que no sea de nuevo por tres!

—No diría yo que no —rio William, pasando la mano por la inexistente tripa de su esposa.

—¡Siempre tan arrogante, escocés! —masculló Andrew, recibiendo el aplauso de sus amigos varones.

Blake enarcó una ceja con ironía sin dejar de abrazar el esbelto cuerpo de Clarence.

—Burlaos, pero hasta ahora soy el único que tiene dos hijos.

Axel sujetó el brazo de Devon y le tentó con una insinuante sonrisa.

—Cariño, creo que deberíamos regresar a casa.

—¿Te ha motivado el reto de William? —replicó él, burlón y encantado.

—¡Como si nosotros necesitáramos retos para retozar!

—Señores, señoras —intervino Steve Cameron con fingida seriedad—. Se os olvida que contamos entre nuestros componentes con un miembro del género femenino que aún no ha pasado por el altar.

Todas las miradas confluyeron en Megan. Sus mejillas se incendiaron y reaccionó contra su hermano.

—Si no te importa, tengo veinticinco años, uno más que tú, y no soy ninguna mojigata. ¡He visto aparearse animales en dos continentes e incluso he ayudado en el parto de más de una yegua!

—Me quedo mucho más tranquilo, entonces —contestó flemático su hermano, ignorando el pellizco de Beth sobre su brazo.

—De todos modos, diría que es hora de que cada cual parta a su guarida —sugirió Michael con sorna, sin soltar de su abrazo la estrecha cintura de Bella Vernot—. Los criados del duque tienen trabajo por delante y nosotros habremos de recuperarnos para el magnífico ágape que los Valmont han prometido…

—¡Ya veremos si la señora Collins no os pone de patitas en la calle! —rio Axel—. ¡Cuando le sale su genio irlandés no se para en mientes con ningún lord!

—Ya envié aviso a Benson —la tranquilizó Devon.

—¡Perfecto! Pero mañana bajas tú a las cocinas y le cuentas que la idea de doblar el número de invitados fue tuya. Ya sabes que a mí me tiene en gran aprecio.

—¡Faltaría! —replicó Clarence, divertida.

—La sacaste de un tugurio de mala muerte para introducirla en el Centro y después te la llevaste a tu casa. ¡Como para que no te bese los pies! —coincidió por una vez Beth con su prima.

—¡No digáis que no supe valorar su talento! ¡Es una cocinera excelente!

—Te adelantaste, sí —admitió Steve—. Meg también le había echado el ojo.

Un carraspeo de Andrew les hizo retomar la idea de marcharse. Entre risas y algún que otro reproche por nimiedades recogieron sus capas y sombreros y abandonaron la fiesta sabiendo que podrían reanudarla al día siguiente como si el tiempo no hubiera transcurrido.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Megan se despojó del vestido con ayuda de su doncella y la despidió con una sonrisa incómoda, avergonzada de tener a la joven pendiente de su persona. En Boston usaba ropa que se podía poner y quitar con facilidad, y lo mismo hacía en Londres siempre que podía, pero los trajes de fiesta eran tan complicados, con diminutos botones, corsés apretados y crinolinas que le hacían falta dos manos más. Depositó sobre el tocador el collar de perlas y las peinetas de nácar y dejó escapar el cabello hasta que acarició su cintura, liso como una manta de visón. Mientras lo cepillaba se preguntó si el duque habría sido consciente de cómo lucía. Su imagen en el espejo le devolvió un rictus incrédulo. Ni se había vestido y peinado para él ni, sin duda, él se había percatado de su persona. Resultaba evidente, aunque lo ocultara tras una máscara imperturbable, su atracción por lady Valmont. Recordó cómo les había encontrado asidos de las manos en el despacho del Centro, y si bien no dudaba de los sentimientos de Axel hacia su esposo, no estaba tan confiada de que, en verdad, el duque la hubiera olvidado. Preguntándose qué podría importarle eso a ella, se puso el camisón y se metió en la cama.

 

 

Las manos de Lonan le deshicieron la trenza y peinaron sus cabellos con delicadeza, masajeando sus sienes y su nuca mientras sus ojos la adoraban con aquella fascinada mirada que siempre había mostrado desde que se encontraron por primera vez. Ella gimió con su contacto y él acercó los labios a su rostro para recorrer con parsimonia los contornos de su boca, su mentón y su cuello al tiempo que deslizaba las mangas de su vestido y la dejaba expuesta al sol de la tarde que iluminaba la pradera. Sin detenerlo, ella se aferró a sus hombros desnudos y atrajo el pecho de piel morena hasta el suyo, regodeándose en el placer de sentirlo excitado bajo el faldellín de piel que ocultaba su sexo. Ese ligero trapo y unos mocasines eran todo su atuendo y ella envidió no poder moverse bajo el cielo con la misma libertad. Sin apartar sus ojos color miel de los negros, él la recostó contra la hierba y tiró del vestido hasta dejarla solo con la camisola transparente. Un brillo de triunfo encendió el rostro masculino, de rasgos enérgicos, con pómulos altos y boca sensual, de gruesos labios que buscaron los pechos de ella, erizados por el anhelo, para abarcarlos y succionarlos enviando oleadas de placer al centro mismo de su pubis, húmedo para él.

Lonan se detuvo en su ombligo, rodeándolo con los dientes, en el interior de sus muslos y en sus rodillas, ignorando el apremio de las caderas que se alzaban rogando atención. La risa se reflejaba en su rostro, con divertida expresión de felicidad mientras proporcionaba todo el placer posible a la mujer bajo sus miembros, hasta que las uñas se clavaron en sus antebrazos y supo que no podía recrearse más, que ella lo necesitaba con una urgencia rayana en la locura… Apartó la piel y permitió que los finos dedos apresaran su sexo y lo condujeran hasta el mejor sitio donde podía estar.

Con un rugido de posesión la penetró uniendo su boca a la de ella, que lo reclamaba entre jadeos, y la cabalgó con furia y ternura al mismo tiempo, ofreciéndose como un regalo de la naturaleza a la única mujer que había calado en su corazón a pesar de tener un color de piel tan distinto y unas costumbres que en nada se relacionaban con las suyas. Una mujer blanca. Aunque él fuera a ojos del mundo un salvaje, un despreciable algonquino.

 

 

Megan se despertó empapada en sudor, con las sábanas arremolinadas entre las piernas y un dolor sordo en las caderas y el pecho. Quiso apresar el recuerdo de Lonan, pero poco a poco su imagen se fue difuminando junto con el sueño. Ahogando un sollozo, se dejó caer sobre la almohada y dio rienda suelta a su dolor. ¿Por qué? ¿Por qué había vuelto a importunarla en medio de la noche de nuevo? Llevaba meses sin pesadillas, y ahora, de repente, habían regresado. Confusa y maltrecha se ovilló en el lecho, apretó un puño sobre su boca y acalló los lamentos que pugnaban por salir a gritos, con los ojos abiertos, conscientes de que esa noche ya no dormiría.

 

 

Andrew se presentó en Friendship House, la mansión en la que se había corrido más de una juerga con Devon y el resto de la pandilla masculina cuando simplemente eran unos disipados jóvenes de Londres, y le costó reconocerla. Se notaba la mano de Axel por todos lados, en el nuevo color de las paredes, en los ramos de flores y los exquisitos cuadros, en los libros que decoraban sitios impropios en una casa inglesa como sillas y aparadores…

Reconoció su risa fresca entre la algarabía del fondo mientras le ofrecía al mayordomo su sombrero y su bastón y sonrió al verla aparecer, radiante, para recibirlo. Llevaba un discreto recogido en el pelo con flores blancas y un vestido rosa que la hacía parecer demasiado joven. Nadie diría que había dormido unas pocas horas.

—¡Andrew, has tardado! ¡Temí que no vinieras! Están todos dentro. Pasa. —Le besó la mejilla y se aferró a su brazo, encantada de contar de nuevo con su presencia—. ¿Ha habido algún problema?

—Aunque te parezca difícil de creer, me quedé dormido —admitió sincero.

Axel se detuvo a mirarlo y lo sondeó, de repente inquieta.

—¿Acaso hay algo que te preocupe?

Él apretó la mano sobre su antebrazo con cariño, restándole importancia. ¿Cómo explicarle que había tenido un sueño donde se mezclaban recuerdos de ella entre sus brazos con la imagen de una Megan Cameron desnuda? Se había despertado desazonado, aunque enseguida lo atribuyó a la conversación de la noche anterior, que le había permitido entrever una mujer interesante bajo una atractiva fachada. Tener sueños eróticos con Axel no suponía una novedad; los tuvo desde el momento de conocerla y seguían persiguiéndole de vez en cuando, pero al menos ya no le dolían como antaño. Lo inquietante era haber incorporado en ellos a la americana.

Descubrirla en el salón con claraboya jugando con los niños le despertó una sonrisa, pero siguió atendiendo a Axel para averiguar lo que le había intrigado.

—¿Por qué tienes la casa llena de libros?

—Estamos haciendo reformas en Marion Hill con vistas a nuestra estancia de este verano y Orson ha aprovechado para enviarme los que le parece más imprescindibles que tengamos aquí. Dice que el tutor del niño debe habérselos leído todos antes de comenzar su instrucción —rio con diversión.

—Pero ¿ya tenéis tutor?

La maliciosa mirada verde le esponjó de alegría. No cabía duda de que Axel transmitía de mil maneras su felicidad.

—¡Ahí está la cosa! Aún no. Andrew acaba de cumplir cuatro años. Pero él ya me ha enviado una lista de posibles candidatos para el puesto. Creo que está decidido a convertir a mi hijo en un pequeño genio.

—Teniendo en cuenta las rarezas que logró que tú leyeras, no me extrañaría que lo lograra —bromeó él.

Sus amigos les esperaban en un alocado ambiente de jovialidad infantil: Devon y William se arrastraban a cuatro patas sobre el suelo de mármol, cargando a sus respectivos varones, mientras Michael, tirado de espaldas, mantenía en alto a la pequeña Melisa, hija de Beth. Una enfurruñada criatura de cabellos rubios y ojos azules, calca perfecta de Clarence, se aferraba a las piernas de su madre sin escuchar los ruegos de Steve, que se ofrecía a ser su montura.

Desligándose del brazo de Axel y saludando con una inclinación de cabeza a las damas, Andrew se arrodilló junto a su amigo e intervino con su mejor sonrisa.

—¿Cómo es posible que tan espléndida amazona no tenga un caballo? ¿Acaso preferís otro tipo de animal?

La niña, con sorprendido ademán, miró a su madre, luego a Andrew, y deshizo el enfurruñamiento lentamente.

—¿Y tú, quién eres?

—El dragón de San Jorge, valedor de las damas.

Lo dijo tan serio que sus amigas contuvieron la risa y Steve torció el gesto al ver cómo se la ganaba. Por lo bajo, Andrew escuchó a Beth consolarlo con un «No se le ha olvidado que la última vez perdiste la carrera llevándola a ella», y sin pensarlo, la izó sobre sus hombros y la paseó por el salón dando ligeros saltos que provocaron chillidos de placer de la niña y un dolor de cabeza generoso en él cuando se aferró a sus cabellos como si fueran bridas.

En menos de un minuto todos quisieron disfrutar del mismo juego y se armó un alboroto de carreras por el salón y el pasillo. Ganó Steve con Melisa en sus hombros, pero la sonrisa de la pequeña Blackmoon no se borró. Bien al contrario, estampó un babeante beso en la mejilla de Andrew antes de que su doncella se la llevara a comer con el resto de niños y le acarició el rostro con adoración murmurando un inteligible «Dragón». Clarence, arrobada, le estampó otro después.

—¡Canalla, sí que las perviertes jovencitas! Te has metido a Kendra en el bolsillo con solo una galopada.

La mirada azul se cruzó con la negra de Megan y ambos se sobresaltaron, captando el doble sentido de las palabras de la desvergonzada condesa. Andrew se carcajeó, pero ella apartó la vista, abochornada.

Más tarde, el duque recapacitaría en que la americana había estado más seria de lo normal, con cierto rictus de amargura, como si alguna inquietud la recomiera por dentro y le impidiera ser feliz. Se propuso averiguarlo. Después de todo, eran los únicos desparejados en un agobiante mundo de felicidad conyugal.

 

 

Axel estaba sobre aviso y abandonó sus papeles en cuanto el portero le notificó que lord Ivory aguardaba en el vestíbulo. Detuvo el ademán de bajar las escaleras para deleitarse en la contemplación del aspecto pulcro y elegante de su amigo: pantalones negros, chaleco gris y chaqueta entallada de unos tonos más oscuros. Mantenía su sombrero de copa en una mano y en la otra sostenía el bastón de empuñadura de plata con el que realizaba florituras ante un grupo de chavales que habían acudido al sonido de la aldaba. La sonrisa de Andrew asomaba amplia y sincera, y sus rasgos atractivos quedaban enmarcados por el espectacular pelo rubio, casi blanco, que en la actualidad lucía un poco más largo.

Megan, que llegaba tarde a una clase, chocó con la espalda de Axel, lo que provocó un repentino revuelo de faldas. Ambas se asieron, por instinto, al pasamano con sendos gritos de susto. No se habían recuperado cuando ya el duque las sujetaba con firmeza por sus respectivas cinturas.

—¿Estáis bien? ¿Alguna torcedura?

La risa de Axel contrastó con el gesto adusto de Megan, quien enseguida se soltó del agarre.

—¡Lo siento, me encandilaste con tu buen porte! —rio su amiga.

—Mis disculpas, Axel. Tenía prisa y no te vi —replicó Megan a la par. Luego se dirigió a los chicos y les amonestó con severidad—. ¡No sé qué hacéis en mitad del vestíbulo! La norma dice que si el profesor no ha llegado debéis permanecer en el aula. Y aunque la falta es mía, tengo excusa; en un segundo os lo explico.

Aguardó a que los muchachos se retiraran y solo entonces se atrevió a mirar a Andrew, quien mantenía el ceño fruncido.

—Espero que no le hayamos causado mala impresión. Axel avisó de que nos visitaría hoy y estaba encargando un tentempié en las cocinas para que pueda comprobar el quehacer de nuestras chicas. —Se dirigió a la vizcondesa con las manos en el regazo y el gesto serio—. Lo llevarán a tu despacho cuando lo indiques.

—Gracias, Meg; aunque hubiera preferido que lo tomáramos reunidos con el equipo de trabajo.

—Hoy es imposible. Se han presentado dos damas que quieren contratar lacayos y Beth les está mostrando el grupo con mejores posibilidades. Están pasando unas pruebas y necesitan allí a sus instructores para apoyarles. —Volvió a mirar al duque de soslayo—. Seguro que a milord no le importará que continuemos con nuestras tareas habituales.

—Por descontado —confirmó él, sin ocultar cuánto le contrariaba la frialdad de la americana.

Megan, sin despedirse, terminó de bajar las escaleras y se perdió por el ala donde habían desaparecido los chicos. Andrew, más incómodo de lo que le hubiera gustado, se volvió a Axel.

—¿Es así con todo el mundo o solo conmigo?

Su amiga se hizo la ingenua, colgándose de su brazo y guiándole por el lado contrario.

—¿A qué te refieres?

Andrew no se dejó engañar. Detuvo sus pasos y la miró con fijeza.

—No sé si tramas algo, Axel, pero te adelanto que no llevas buen camino. Ni yo estoy interesado amorosamente en la señorita Cameron ni, por descontado, ella lo está en mí. Así que déjate de jueguecitos y cuéntame por qué esa mujer me trata como si fuera un apestado.

—¡Exageras! Anteanoche, en tu casa, os vi muy cómodos hablando.

—Sí. De arquitectura y pintura. Asuntos muy personales —replicó con sarcasmo.

Axel lanzó un suspiro, giró sobre sus talones y se encaminó hacia su despacho sin soltar el brazo de su amigo. Al cruzarse con Arthur rogó que les subieran el té y lo que las aprendizas de cocina hubieran preparado.

—Ya te mostraré nuestros progresos otro día. A fin de cuentas, tu aportación está más que asegurada y tampoco creo que te importe ver dónde la gastamos si no has preguntado por ella en cinco años…

—Devon me mantuvo al día —confesó—. Aunque tampoco era necesario. Siempre he confiado en tus dotes como administradora.

—¡De no haber sido por la labor de Martin Stvenson y el pobre Roger ya te diría yo lo que hubiéramos conseguido! —rio ella sin dejarse lisonjear.

Abrió la puerta de su despacho y lo guio hasta el sofá de las visitas, como la ocasión anterior. Los amplios ventanales tenían las cortinas descorridas y la escasa luz de un día mortecino permitía vislumbrar estanterías repletas de carpetas y libros de todos los tamaños. Sobre un tablón, cerca de la mesa, destacaba una colección de dibujos en los que la primera vez no había reparado. Mostraban niños de todas las edades con enormes sonrisas o realizando labores artesanales. La mirada de Andrew se fue de ellos a Axel en un mudo interrogante.

—La mayoría son de Meg. ¿Verdad que dibuja de maravilla? El resto lo hicieron los chicos en los que encuentra potencial. Insiste en que no podemos desperdiciar semejante talento solo porque sean chicos de la calle, y estoy de acuerdo. Lo que pasa es que ese recurso no les resultará rentable en el futuro. —Axel lanzó un suspiro—. ¡Ni a nosotros su enseñanza! Menos mal que Meg lo hace en ratos libres y, por supuesto, no cobra por las clases. Pero el papel es caro, y las pinturas también.

La inspección del duque quedó aparcada cuando tres chicas, ataviadas con impecables uniformes oscuros y delantales blancos, solicitaron permiso para dejar unas bandejas sobre la mesa. Saludaron a la entrada y a la salida con ademanes correctos a los que Andrew correspondió como debía, arrancándoles risas que alborotaron el pasillo.

Axel palmeó el diván para que tomara asiento a su lado.

—Esto lo han cocinado nuestras jovencitas. Ya me dirás si no están preparadas para trabajar en cualquier casa respetable… —Sirvió el té y le ofreció una bandeja de pastelillos recién horneados que olían de maravilla.

Andrew masticó las crujientes galletas, mordisqueó algunos sándwiches de diferentes sabores y elogió con ardor la labor de las muchachas, pero después retomó la idea que no se le iba de la cabeza.