En tus manos - Mercedes Gallego - E-Book

En tus manos E-Book

Mercedes Gallego

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Beschreibung

Soy un tigre de fuego. Nunca desdeño la caza Me llamo Jana y soy fisioterapeuta. Trabajo en mi propia clínica, en pleno centro de Madrid. Me apasiona mi curro y el ambiente en el que me desenvuelvo. Mi nuevo paciente, Jacobo Montalván, es el hombre más macizo que mis ojos han contemplado. También el más reacio a creer en mis técnicas. La atracción física es instantánea. ¡Pura química! Pero me asusta la posibilidad de pasar de la atracción al amor. ¡Convivir con un militar no se ajusta para nada a mis expectativas de pareja! Mi nombre es Jacobo y soy militar por vocación y tradición familiar. Mi última misión, en Kabul, me dejó la mente destrozada y el cuerpo maltrecho, por lo que acudo a la clínica de una fisio. ¡Quién iba a decirme que tras esa puerta estaría la mujer más increíble con la que me he cruzado jamás! Me he enamorado de su dulzura, de la tenacidad de su carácter y de su alma generosa. Sin embargo, ha decidido que una vida al lado de un soldado no va con ella. Ignora que me entrenaron para batallas más duras y que, fijado un objetivo, nada me hará descansar hasta alcanzarlo - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2021 Mercedes Pérez Gallego

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

En tus manos, n.º 301 - agosto 2021

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com y Shutterstock.

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-900-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Capítulo 51

Capítulo 52

Capítulo 53

Capítulo 54

Capítulo 55

Capítulo 56

Capítulo 57

Capítulo 58

Capítulo 59

Capítulo 60

Capítulo 61

Capítulo 62

Capítulo 63

Capítulo 64

Capítulo 65

Capítulo 66

Capítulo 67

Capítulo 68

Capítulo 69

Capítulo 70

Capítulo 71

Capítulo 72

Capítulo 73

Capítulo 74

Capítulo 75

Capítulo 76

Capítulo 77

Capítulo 78

Capítulo 79

Capítulo 80

Capítulo 81

Capítulo 82

Capítulo 83

Capítulo 84

Capítulo 85

Capítulo 86

Capítulo 87

Capítulo 88

Capítulo 89

Capítulo 90

Capítulo 91

Capítulo 92

Capítulo 93

Capítulo 94

Capítulo 95

Capítulo 96

Capítulo 97

Nota de la autora

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

Esta novela va dedicada a los maravillosos fisioterapeutas que pasaron por mi vida y me tuvieron «en sus manos». En especial, a Bárbara Antón Santos, verdadera inspiradora de esta historia, pero también a Antonio Moro, David Pajares, Marta Tapia, Cristina Barrigam, Sara Romerales y los que me resten por conocer.

Gracias por dedicaros a una profesión tan efectiva.

 

 

 

 

 

La vida es 10% lo que experimentas y 90% cómo respondes a ello.

Irving Berlin

 

La mejor y más eficiente farmacia está dentro de tu propio sistema.

Robert C. Peale

Capítulo 1

JACOBO

 

 

 

 

 

Detengo mi amada Harley Wide Glide negra frente a un edificio en cuyos bajos puede leerse el letrero Clínica Jana González. Fisioterapia/osteopatía. Me quito el casco y me alboroto el pelo, añorando los tiempos en que lo llevaba tan corto que no necesitaba dedicarle atención. Escondo con férreo control mis emociones y llamo al timbre. Tardan en abrir y estoy a punto de dar media vuelta. Solo la promesa que le he hecho a mi madre y el recuerdo de las interminables noches que llevo sufriendo desde que abandoné Afganistán me retienen en el recuadro de baldosas grises.

Procuro que la sorpresa no se refleje en mi rostro cuando la persona de dentro me abre con decisión y una increíble sonrisa. Parece una cría, con el cabello recogido en una coleta alta, los ojos de color miel y una boca sensual que refleja un encantador gesto de disculpa.

—¿Jacobo Montalván? Perdona el retraso. Estoy con un paciente. ¿Esperas por aquí? Será solo un momento.

Asiento, conmocionado, mientras ella desaparece tras otra puerta. Evocar su apariencia me arranca una mueca jocosa, de las que hace años que no me salen. ¡Viste un pantalón amarillo y una camiseta decorada con muñequitos! La sala de espera ocupa el mismo espacio que el vestíbulo. Tiene varias sillas de color naranja eléctrico, una mesita de Ikea con folletos y revistas de salud y una planta que cuelga del techo. Me quito la cazadora de cuero y estiro las piernas tras acomodarme en una de las sillas, que resulta cómoda. De un vistazo repaso los títulos que ocupan buena parte del muro: Osteopatía, Fisioterapia, Fisioterapia pediátrica, Terapia cráneo-sacra, Acupuntura…

El llanto de un crío me distrae justo a tiempo de ver a una mujer con un bebé en brazos y a la rubia detrás, con su sempiterna sonrisa. Le escucho dar un par de consejos a la madre y cerrar la puerta. Después me mira y creo percibir cierta vacilación, pero tampoco soy demasiado bueno haciendo conjeturas. Prefiero creer que no. La guerra me ha vuelto paranoico y he decidido no dejarme llevar por mis impresiones.

—Adelante, Jacobo, ya puede pasar. Reitero mi disculpa, pero el niño se ha puesto malito de golpe y le hice un hueco. Siento la demora.

Me encojo de hombros. Hay que ser muy capullo para no aceptar la explicación y, encima, yo me he retrasado también.

—No tiene importancia. ¿Trata a bebés?

La sonrisa femenina se amplía, rejuveneciéndola más, por si no bastaban los pocos años que debe de tener.

—Sí, me encanta trabajar con ellos.

Frunzo el ceño, fascinado. ¡Yo entro en pánico cuando mi sobrino se pone a berrear! No hay modo de conocer los motivos de su llanto y la frustración de no comunicarnos me hace considerarme un inútil.

—¿Por eso lleva ese pijama? ¿Porque trata a niños?

Su risa reverbera en el pequeño despacho, decorado con motivos zen, algunas plantas y velas. De fondo suena música relajante.

—Utilizo el blanco con mis pacientes adultos, pero estos colores distraen a los críos, y como he estado con Aitor… ¿Prefiere que me cambie?

Me siento como un imbécil. ¡Le debo de estar causando una impresión penosa, maldita sea!

—¡Por supuesto que no!

Los ojos, de esa extraña tonalidad castaña, más clara debido a la luz del sol que entra por el ventanal, me barren de arriba abajo en un análisis tan rápido que temo escuchar de sus labios que estoy demasiado jodido para que me arreglen y que ya puedo marcharme. Sin embargo, esboza una sonrisa amable y noto un chispazo de energía que conecta su mente a la mía. Sobresaltado, me rehago de la impresión para no soltar una inconveniencia que me haga quedar como un chalado.

—Si le parece, empecemos por su cuadro clínico. Cuando me pidió cita comentó que padece insomnio y jaquecas.

Adopta una postura profesional, de espalda recta y manos entrelazadas sobre la mesa. Una carpeta con mi nombre y unos folios en blanco presiden el tablero, al lado del ordenador.

—Así es. —Me enderezo en la silla, molesto por hallarme en posición de debilidad.

—¿Hace mucho que le ocurre? ¿Cree conocer los motivos que los provocan? Por cierto, ¿a qué se dedica?

Mantengo el gesto pétreo, la mandíbula apretada. Finalmente lanzo un suspiro, consciente de que debo confesarle cosas que no me apetecen.

—He pasado los últimos años en Líbano y Afganistán. Hace unos meses que regresé de Kabul.

Ella entorna los ojos, con interés.

—¿Se ha tratado con anterioridad esos síntomas?

Niego, bajando la mirada. Me incomoda exponer mis debilidades delante de una chiquilla que no puede entender las chaladuras de mi cabeza. ¡Es imposible! ¡Por más ganas que ponga! Lo que he visto y vivido solo puede entenderlo gente que ha pasado por trances semejantes. No obstante, ella da muestras de paciencia. Retira la postura rígida y se arrellana en el respaldo. Su mirada sigue siendo penetrante.

—¿Por qué ha acudido a mi consulta? ¿Me recomendó alguien?

Esa es fácil. Puedo responderla de frente.

—Sí, el médico de cabecera de mi familia. El doctor Gil Sanabria.

A su semblante asoma un gesto de reconocimiento, sumado a una agradable sonrisa y, sin lógica, me repatea su gesto.

—¡Tomás! Sí, suele derivarme pacientes con los que no quiere utilizar la medicina convencional.

—¿Son amigos?

Me siento bastante majadero al indagar; no por hacerlo, estoy acostumbrado a averiguarlo todo sobre la gente que me rodeaba (no en vano mi especialidad es sonsacar información). Lo que me molesta es experimentar un conato de… ¿celos???

—Conocidos —responde ella, ajena a mis neuras—. Coincidimos en los Congresos de Nutrición. Es una persona de mente abierta y prefiere prescindir de los fármacos siempre que resulte factible.

—Esos títulos de ahí fuera… Parece usted una persona poco convencional.

El semblante de mi oponente se ilumina.

—Lo soy. Me especializo en rearmonizar los tres planos fundamentales: el físico, el emocional y el energético. —Su voz se torna profesional de nuevo—. Sus problemas podrían curarse temporalmente con analgésicos, pero eso no resolvería qué los provoca. Con las técnicas que uso puedo intentar desterrarlos.

—¿Eso no sería más propio de una loquera? Y disculpe el término…

Ella ríe, chispeantes los ojos.

—No sé si necesita usted un psiquiatra, pero, desde luego, si padece insomnio y cefaleas ha venido al sitio adecuado.

—¿Cómo piensa lograrlo?

—Aplicando técnicas de liberación miofascial y cráneo-sacra. ¿Quiere que le explique cómo funcionan?

Me parece que me provoca, con un deje travieso. Me relajo. Será una cría de aspecto, pero sus palabras y su seguridad me transmiten confianza.

—No, me pongo en sus manos.

Sus labios se curvan, ahora sí, con descarada diversión.

—¿Ha decidido que soy merecedora de su confianza?

—Sí; parece cualificada.

Una breve carcajada reverbera de nuevo.

—Gracias. Pecaré de inmodesta, pero lo soy. Llevo años preparándome en este campo. —Sin transición, retoma la seriedad—: Hábleme sobre las jaquecas. ¿Las tiene desde hace tiempo o son recientes? ¿Le afectan al oído o la mandíbula? ¿Padece dolores musculares?

—Hago ejercicio físico de modo habitual. Soy militar. Los dolores musculares no me afectan —replico, suspicaz.

—Puede que usted no los note, pero su organismo sí. Es posible que padezca contracturas y tensiones posturales. ¿Se ha roto algo en su… trabajo? ¿Huesos, tendones…?

—Heridas de bala. Tres.

Ella contiene la respiración. Lo noto. Pero reacciona pronto.

—No me ha respondido sobre las jaquecas.

—En mis misiones las tenía, pero tomaba fármacos y las controlaba. Al llegar a España han continuado y he preferido buscar un remedio que no perfore mi estómago. Me duele la mandíbula; de los oídos no soy consciente.

—¿Las sufría antes de las misiones?

—No.

Sueno antipático, pero hay intimidades que no compartiré con nadie; menos con una desconocida.

—Entiendo.

—No, no creo que entienda; pero es toda la información que puedo darle.

Sé que estoy siendo un cretino, pero llevo mal lo de la inferioridad y, en este momento, tengo clara la desigualdad entre ambos.

—No necesito conocer secretos de su trabajo para tratarle. No se preocupe. ¿Le parece que empecemos la sesión y así se hace una idea de mis técnicas?

—Creí que ya estábamos en la sesión —admito, sorprendido.

Ella se incorpora sin apartar la mirada de la mía. No me parece que me juzgue ni que muestre prepotencia, así que vuelvo a relajarme.

—Las preguntas son el paso previo para averiguar qué debo tratar —informa en tono neutro—. Vamos a la otra sala, por favor.

La sigo, consciente de cada uno de sus movimientos al adelantarme. Pese a su delgadez, posee una constitución atlética. La vista se me va a sus caderas y me encuentro, como un tarado, preguntándome si será del tipo de mujer que usa ropa interior sexy o la preferirá cómoda.

Pasamos a una sala más pequeña, con la misma música ambiental y el mismo estilo decorativo; pero en esta ocasión presidida por una camilla. Un pequeño cartel solicita al paciente que se descalce.

—Quítese la camiseta y siéntese en el centro, por favor.

Obedezco con presteza, acostumbrado al ritual de desnudarme para revisiones médicas. Lo que me provoca un leve escalofrío es la calidez de su aliento en mi nuca y su voz, que percibo con un matiz de nerviosismo. ¡Regresan mis paranoias! Esta muchacha debe de haber visto cuerpos como el mío a patadas. Seguramente hasta se habrá deleitado con más de uno. Es demasiado sexy para no tener experiencia en esas lides.

—Voy a estudiar su columna.

Tardo en sentir sus manos sobre mí y me vuelvo a mirarla. Para mi sorpresa, la pillo mordiéndose el labio inferior de un modo tan atractivo que me tensa la ingle de un tirón. Crecido, de ánimo y ego, retorno mi rostro a la pared y espero a que ella se acerque. ¡He ido a la clínica en busca de ayuda no a ligar!

—Cuando guste.

No obstante, respiro hondo cuando posa sus manos en mis hombros. Comienza a manipularme, me cruza los brazos, sus pechos pegados a mi costado o mi espalda, y presiona los dedos a lo largo de la columna con una fuerza inesperada para alguien tan delgado. Me pide que me doble y palpa mis vertebras, concentrándose como si pudiera oírlas. Después me pide que me tumbe boca arriba y ella se posiciona a la cabecera sobre un liviano taburete, coloca las manos bajo mi cabeza y me provoca, con el simple contacto, un dolor agudo del que tengo que reprimir un respingo. Ella está tan absorta que solo susurra: «El mentón sobre el pecho; respira con suavidad», sin darse cuenta de que acababa de tutearme. Oculto una sonrisa y obedezco cada orden. Introduce sus manos bajo mis trapecios y me insta a dejarme caer. Dudo, temiendo pesar demasiado y hacerle daño, pero ella musita el mandato con tanta decisión que lo acato. Permanece con los ojos cerrados, flexionando los dedos cada poco. Ignoro en qué contribuirá a mejorar mis migrañas, pero el contacto me resulta relajante. Después se aparta y sus dedos me palpan cada musculo del tórax con el gesto concentrado. Me dice, simplemente, que está estirando y reequilibrando.

Incómodo al principio, por tener su rostro a escasos centímetros, me cuesta distenderme, pero los continuos «inspira, espira» en tono profesional me ayudan a centrarme en la música chill out que suena de fondo. Eso sí, no aparto mis ojos de su rostro hasta que ella abre los suyos y me regala una espontánea sonrisa.

—¡Está fatal, Jacobo! Me temo que necesitará unas cuantas sesiones.

Frunzo el ceño, sorprendido. ¡El tiempo se ha pasado volando!

—¿Hemos acabado?

Jana asiente, con una mezcla de timidez y diversión.

—Por hoy, sí. Le he dedicado más duración de la normal, pero quería saber a qué me enfrentaba. He encontrado una rigidez muscular y articular bastante severa, desplazamiento de la mandíbula y…

—¡Una piltrafa, vamos! —la interrumpo, irguiéndome en la camilla.

—Podría decirse —bromea con las mejillas encendidas—. Posee una buena envoltura, pero está hecha una piltrafa.

Recojo la camiseta y me visto sin quitarle la mirada de encima.

—Habrá que ponerle remedio, entonces. ¿Cuándo debo volver?

—La terapia cráneo-sacra solo puedo aplicarla una vez a la semana, pero podría compaginarla con otras técnicas. Eso debe elegirlo usted.

—Necesito mejorar lo antes posible.

—Entonces, yo propondría tres sesiones semanales. ¿Con qué disponibilidad horaria cuenta?

—Absoluta.

Ha retomado el usted y me apetece romper el protocolo. ¡He acatado suficientes normas en mi vida militar!

—¿Puedo llamarte Jana? Lo de doctora o cualquier título que uses me parece raro.

—¡Por supuesto que puedes! Acostumbro a mantener un trato informal con mis pacientes —acepta, encantadora, tendiéndome la mano—. Lo que pasa es que en la primera sesión voy con tiento. No a todo el mundo le agrada el tuteo.

Aprieto sus dedos, que quedan engullidos entre los míos.

—Ya que vas a componerme, tienes toda mi confianza. ¿Cuándo nos vemos… Jana? —puntualizo.

Ella aparta el contacto, sonrojada, y yo me crezco, como un canalla pervertido. ¡Hace años que una mujer no se azora conmigo!

—El viernes, si te parece. ¿Te vale la misma hora?

—Me vale.

—Pues entonces te apunto cita fija los lunes, miércoles y viernes a las cuatro.

—Perfecto. Nos vemos.

Me precede en el pasillo y abre la puerta.

Recojo la cazadora y salgo a la calle con una sonrisa bailando en los labios. No sé si estoy a punto de curar mis neuras, pero, desde luego, encontraré placer en levantarme cada mañana. Es un rayo de esperanza. Algo por dónde empezar. ¡Ya tengo más que ayer!

Capítulo 2

JANA

 

 

 

 

 

Suena el timbre, pero intento no perder la concentración. Estoy tratando a Aitor, que tiene dos meses y medio, y padece un problema de gases. Aunque suele ponerse peor por las tardes, este mediodía me ha llamado Isa con un deje de desesperación y le he buscado hueco para atenderle. Quiero a esta criatura como si fuera mi hijo; no en vano, acompañé a su madre en las clases de parto sin dolor y fui la primera, después de la comadrona, en sostenerlo en mis brazos en el quirófano. Isa es mi vecina desde que me instalé en Madrid, cuando pude dejar el piso compartido de Carabanchel y alquilé mi precioso y diminuto ático en Malasaña.

Termino la terapia de Aitor y sugiero a su madre que le vaya recomponiendo la ropa mientras dejo pasar al nuevo paciente, quien, por cierto, llega tarde.

Con la cabeza petada de tonterías abro la puerta y casi me olvido de respirar. ¡Madre mía! El tío que aguarda en la acera es alto y macizo, con el pelo negro revuelto, barba de cuatro días y ojos azules de infarto. Luce unos tejanos gastados, botas negras y una camiseta gris que marca sus pectorales al llevar la cazadora de cuero desabrochada. Pese a que el otoño está mediado y las temperaturas se mantienen moderadas este año en Madrid, no es para ir de semejante guisa. Lo invito a pasar, disimulando el impacto de tanta testosterona en mi vestíbulo, y me disculpo con mi mejor sonrisa.

—¿Jacobo Montalván? Perdona el retraso. Estoy con un paciente. ¿Esperas por aquí? Será solo un momento.

Le doy la espalda para que no capte mi aturullamiento. ¡Menuda mema! Eso sí, Isa me lo adivina a la primera y le cotilleo en dos segundos lo que se va a encontrar cuando salga. Fijo que esta noche me tiene en su cocina intercambiando impresiones.

Disimulamos las dos al salir, o eso espero. Le comento unas recomendaciones para parecer profesional y, tras despedirla, me centro en él, dispuesta a mirarlo con ojos de fisioterapeuta y no de adolescente colgada.

—Adelante, Jacobo, ya puede pasar. Reitero mi disculpa, pero el niño se ha puesto malito de golpe y le hice un hueco. Siento la demora.

Él se encoge de hombros y hace un comentario inesperado acerca de si me gusta tratar bebés. Parece sorprendido, y cuando lanza el comentario de mi pijama tengo que reírme. A quien no esté acostumbrado a tratar con críos debe de chocarle que le atiendan con Bob Esponja en la chaqueta. Es comprensible. Pero, como le explico, a los niños les distrae. Tengo la intuición de que no tiene hijos, pero prefiero no preguntar. No viene a cuento. Sí le agradezco que no me solicite cambiarme. Llevamos suficiente retraso. Tomo asiento tras mi mesa en el despacho y procuro adoptar una pose profesional.

Su ficha está en blanco. Lo único que sé es que se llama Jacobo Montalván y que padece jaquecas e insomnio, así que empiezo por buscar el origen de los síntomas. Para mi sorpresa, se pone a la defensiva. Toda su anatomía se convierte en una muralla, lo cual despierta mi curiosidad. Cuando me confesa dónde ha estado destinado, empiezo a entender su talante hermético, y eso que mis conocimientos sobre militares son cero absoluto. Nunca he tratado a ninguno. Miento, sí los he tratado, pero de academia. Ningún combatiente o ex, como parece ser él. Lo de las tres balas casi me noquea, pero aguanto el tipo. ¡Madre mía! ¡El historial que debe de cargar encima! ¡Como para no pasar malas noches! No me extraña que Tomás me lo haya derivado, porque tratar a gente como él con fármacos es una locura. Eso si no toma drogas, que no sería sorprendente considerando el ambiente del que viene. Tampoco indago por ahí. Si lo termino tratando, lo averiguaré.

Cuando me sugiere si no tendré algo de loquera, río. La gente no está acostumbrada a que se les trate con terapias miofascial y cráneo-sacra, pero son fantásticas para liberar la tensión del organismo. A él le van a venir de perlas.

Una vez que decide confiarse, me atrevo a tomarle el pelo. Su presencia me había trastornado al principio por lo imponente de su físico. No obstante, hablar con él ha modificado mi impresión inicial. Podrá aparentar fortaleza, pero su espíritu está quebrado.

Pasamos a la sala de tratamiento y le pido que se quite la camiseta. ¡Para mi pasmo, asoma la adolescente que creí superada a estas alturas!

Él se desnuda con presteza, sin percatarse de cómo se dilatan mis fosas nasales, ni del brillo que, imagino, destella en mis pupilas.

Carraspeo para que mi voz suene normal al comunicarle que voy a estudiar su columna, pero me cuesta dar el primer paso. Tengo delante un cuerpo de casi dos metros, con unos pectorales marcados, sin llegar a ser fornido, unos abdominales en forma de tableta y unos trapecios que sostienen una espalda de escultura griega. Su piel luce un color tostado y debe de depilarse porque no presenta rastro de vello. Los vaqueros le quedan por debajo de la cintura y muestran el inicio de sus oblicuos. Para colmo, exhibe un tatuaje en la espalda y un torques de diseño celta alrededor del bíceps derecho.

Me siento diminuta con mi metro setenta y dos.

Tanteo dos cicatrices que deben de ser heridas de bala; la tercera no la localizo. Una en el trapecio derecho y otra en el dorsal izquierdo. Tampoco pregunto. Su espalda está rígida como una tabla y me pongo en modo on. Trabajo su columna, sus deltoides y trapecios y su tronco. En un principio es puro mármol bajo mis manos, pero consigo, poco a poco, que se relaje.

Lo doy por terminado y agradezco que mi siguiente paciente también se haya retrasado. Le he dedicado mucho más tiempo del que incluye una cita, ¡pero es que está fatal! Cuando se lo digo, parece sorprendido de lo rápido que ha ido todo. Ignoro si en el ejército les tratan de otra manera, pero yo tengo compromisos. Acepta mi propuesta de vernos tres veces por semana y me siento como una estúpida, feliz al pensar que voy a tener la oportunidad de quitarle tanto mal aura como he intuido al tocarlo. ¡Y porque es un paciente cañón, para qué mentir!

¡Menuda noche de bromas me espera con Isa!

Le contemplo irse con ese garbo alucinante de hombre que se sabe atractivo y cierro la puerta.

La vida sigue su curso. La siguiente es doña Manuela, con sus achaques y chascarrillos. ¡Nada que ver!

Capítulo 3

FAMILIA

 

 

 

 

 

Conduzco la Harley por la M-607 hasta Tres Cantos saboreando la libertad de sortear vehículos en medio de un denso tráfico. Con el casco y la cazadora no siento el frío exterior, solo la presión del viento recortándose contra mí y la maravillosa máquina que llevo entre las piernas.

Aparco en la plaza de garaje de mi hermana, al lado de su Honda Civic rojo. Queda espacio de sobra para el Ford Mondeo de mi cuñado. Ambos han sido precavidos a la hora de comprarse un piso inmenso con su correspondiente plaza doble de aparcamiento. ¡Menos mal que a mi madre nunca le dio por conducir! Si no, les habría roto las previsiones cuando se vino a vivir unos meses con ellos, para pasar el duelo por mi padre, y decidió que le gustaba el ambiente de la capital. De eso hace cinco años. No se le puede reprochar; rodearse de viudas de militares en Alicante tampoco es para echar campanas al vuelo. A Berta, por su parte, le ha venido bien disponer de una canguro ahora que ha dado el paso de la maternidad entre juicio y juicio.

Sin saber por qué, recuerdo a la mujer de la consulta. Los cuarenta no se los quita nadie. ¡Debe de dar agobio criar un hijo a esa edad! Berta, al menos, tiene un par más que yo, treinta y cuatro. Le queda tiempo para darle un hermanito a Guillermo.

Silbando, subo las escaleras hasta el tercer piso y abro con mi llave. Fue lo primero que me entregó mi hermana cuando decidieron, sin contar conmigo, que no regresaría a Rabasa a rumiar mi desesperación. Se portan de lujo, debo admitirlo, aunque la falta de intimidad me destroza los nervios. Debería estar acostumbrado, dado que he pasado media vida en el ejército, pero una cosa es un cuartel o una misión y otra estar en una ciudad civilizada y no tener tu propio espacio.

Para remate, aquí están, las dos esperándome. Podría decir los tres, pero Guillermo, con cuatro meses, no cuenta. Y puesto que han soportado mi recuperación en el hospital y mi malhumor constante por las molestias de la metralla en la pierna, considero justo compensarlas con una explicación de cómo me ha ido con esa extraña mezcla de loquera y curandera que ha resultado ser Jana González.

Mi madre se levanta del sillón donde teje un patuco que Guille nunca se pondrá y me abraza como si no me hubiera visto en el almuerzo.

—¿Qué tal, hijo? ¿Cómo te ha ido con esa señora?

Que llame señora a Jana me da la risa. De conocerla, fijo que mi madre buscaba otra fisioterapeuta, por mucho que confíe en el encantador médico de familia que le adjudicaron al empadronarse. La imagen de una chiquilla con cola de caballo y pijama amarillo me invade las retinas y me reconforta, no sé por qué. ¡Transmite buenas vibraciones la chica, pese a que hable raro! Eso sí, las manos las usa de muerte. Pese a mi entrenamiento, me duelen algunos de los puntos que ha tocado como si me hubiera atravesado con clavos.

Devuelvo el abrazo a mi madre y guiño un ojo a mi hermana, que aguarda con su hijo en el regazo.

—Es una profesional estupenda. Me ha dicho que estoy… ¿Cómo era el cuadro clínico? ¡Sí! Rigidez muscular y articular, desplazamiento de la mandíbula… Eso de aperitivo. Lo de mi chaveta aún no lo ha comentado.

—¡Jacobo, no hables así! —A mi madre le molesta mi ironía. Como esposa de militar considera inadecuado que un soldado se queje—. ¿Va a tratarte, sí o no?

—Tres veces por semana. ¿Estás contenta?

—No es ella quien tiene que estarlo —interviene Berta, dejando a Guille a buen cobijo en el sofá—. ¿Lo estás tú? ¿Te ha dado buena impresión? Podemos buscar…

—No, es buena. Joven, pero profesional. Usa técnicas innovadoras y creo que me gustará probarlas.

—El doctor Gil Sanabria me la recomendó encarecidamente —insiste mi madre.

—Entonces, no se hable más.

Berta me besa en la mejilla. La preocupación se lee en su semblante y me fastidia angustiarla con mis neuras. Lo malo es que no he podido disimular los síntomas; paso demasiadas noches en blanco y con las jaquecas me pongo intratable.

—Ofréceme un café de esos de cápsulas. Estoy harto del descafeinado horrible que me prepara Germán —ruego, imitando al mimoso que la conquistaba cuando éramos chicos.

—Mi marido solo quiere lo mejor para ti. Y para la migraña no son buenos los excitantes —recalca, pesarosa.

Lanzo un bufido de aceptación.

—¡Vale! Pues un descafeinado solo. A ver si a ti te sale mejor que a él.

Tiro la cazadora sobre el sofá y cojo a mi sobrino con precaución. Tiene los ojos abiertos y manotea, contento. Me alegra que no necesite los servicios de Jana, como el tal Aitor. ¿Cómo se puede manipular un cuerpo tan diminuto? Me da pánico que se me escabulla de las manos y lo aferro con intensidad hasta que noto cómo frunce los carrillos y le echo valor para liberarlo. ¡Si algo me da más miedo que se me caiga, es que llore!

Mi madre nos mira con ternura a los dos y adivino lo que está pensando. Aunque no lo diga, le obsesiona que no encuentre a una buena chica con la que compartir mi vida. Berta ya está solucionada, con Germán y Guillermo. Pero yo podría verme más solo que la una el día de mañana. Y eso una madre no lo asume. ¡Como si no supiera yo cuánto puede cambiar la vida de las personas de un día para otro! Mi familia, los españoles en general, viven en una cápsula de cristal con problemas idiotas como el paro, la corrupción política o la subida de los precios; pero yo vengo de sitios donde la prioridad es no morirte de hambre, de sed o por culpa de una bomba o un francotirador. Donde las viudas no se cambian de domicilio ni tienen independencia, sino que mendigan por las esquinas; donde las mujeres no pueden ejercer de abogadas ni elegir a sus maridos.

Se me ha cambiado la cara. Lo noto al percibir la tristeza en los ojos azules de mi hermana. Deja el café en la mesilla y desaloja a su hijo de mis brazos, no se me vaya a olvidar que lo tengo cogido. Resoplo y le regalo una sonrisa falsa.

—La chica esa, la fisioterapeuta, también trata a bebés. ¡Tendrías que haberla visto con un pijama de muñequitos intentando destensarme la espalda!

—¿Usa un pijama infantil con los adultos? —me sigue el juego. Entiende que necesito apartar los nubarrones de mi mente.

—La culpa ha sido mía. Llegué tarde por el tráfico y aprovechó para atender a un crío mientras. No tuvo tiempo de cambiarse.

—Bueno es saberlo. —Estrecha a Guille contra su pecho—. ¡Aunque ojalá no necesitemos nunca sus servicios!

—¿Cuándo vuelves? —participa mi madre, regresando a su patuco azul.

—El viernes.

Suenan unas llaves en la puerta y aparece mi cuñado. Hoy tampoco ha venido a comer. Suelo bromearle con que tiene una amante en la oficina; sin embargo, le basta con mirar a Berta para que se le caiga la baba. Está hasta las trancas por ella, a pesar de que se llevan siete años y el joven es él. Se conocieron en los juzgados, durante un juicio, y desde entonces no se han separado. Resultarán unos tiburones en sus respectivos despachos, pero en casa semejan un par de tortolitos. Lo cierto es que me dan envidia. Yo nunca me he enamorado. Jamás he sentido la necesidad de dejarlo todo por otra persona. Tengo mis rollos de cama y punto.

Germán me palmea un hombro y tira su maletín en el sillón de al lado para coger a su hijo. Con el traje entallado de un azul oscuro inclasificable para mis escasos conocimientos de moda, y su bebé en el regazo, parece un posado de anuncio. Sin ser guapo tiene un atractivo morboso, según Berta, y un carácter afable que atrae a cualquiera. Antes de que pregunte, su mujer se adelanta:

—Jacobo ha ido a la fisioterapeuta de Madrid, la conocida de Tomás…

A partir de ahí desconecto. ¡Total, ya conozco la historia!

Capítulo 4

VECINAS DEL ALMA

 

 

 

 

 

Llego reventada. Gracias a Dios, no me falta el trabajo, pero quien necesita un buen masaje después de doce horas de atender pacientes soy yo. No obstante, me dirijo a la puerta contraria a la mía en el rellano y pulso el timbre una sola vez. Si Aitor está dormido, mejor no despertarlo.

Isa abre con los ojos brillantes de expectación y las greñas alborotadas de hacerse nudos.

El recuerdo del militar me calienta un poco el cuerpo, lo admito, pero me siento tan derrengada que ni para fantasías eróticas estoy.

—Mañana hablamos. Aitor bien, imagino.

—¿Me vas a dejar así? ¡Llevo esperándote toda la tarde!

—¡Y yo llevo currando desde las nueve de la mañana!

—Por eso te tengo una lasaña de verdura en el horno y he sacado a pasear a tu perro —pondera con sorna.

Como si hubiera sido convocado, Teo aparece al lado de Isa y alza el morro para que lo acaricie. Me agacho a abrazarlo y me lame la cara. ¡Menuda madre estoy hecha! El pobre me ve durante la semana al desayunar y al acostarnos, porque rara vez dispongo de tiempo a mediodía para sacarlo un rato. De no ser por Isa sería un perro tan abandonado como cuando lo encontré en el portal. Bien es cierto que me enamoré de él nada más descubrirlo acurrucado bajo el hueco de la escalera, pero no sé si hubiera tenido la fortaleza de adoptarlo de no haber insistido Isabel en que llevaríamos la custodia a medias. Tampoco ella esperaría que el amparo iba a ser tan parcial para mí, que solo me ocupo del border collie los fines de semana y fiestas de guardar.

Reanimada por el cariño perruno y vecinal, entro en el piso de Isa y me deshago de mi chaquetón de lana y las zapatillas de deporte.

Se está bien aquí. Con su alma bohemia, Isa ha creado un reducto de paz en su piso de dos habitaciones. Lo compró de ese tamaño a propósito porque siempre tuvo claro que tendría un hijo. Uno solo. Una madre soltera no necesita más cargos. Y para lograr este, se acostó con el tío más guapo que encontró en una discoteca, decidida a que los genes de su vástago fueran potencialmente atractivos, ya que ella tampoco está mal. Lo que no quiere es un hombre en su vida. Un amante sí, pero hasta ahí, que luego llegan los conflictos y ella, en algunos sentidos, se considera muy práctica. ¡No en vano desciende de una familia de ricachos crecida al amparo de matrimonios concertados!

Dejo de irme por las ramas en cuanto Isa saca la lasaña del horno y la coloca sobre la mesa baja. Me tiene preparado el mantel individual, los cubiertos y, por supuesto, una copa con vino. Su cerveza sin alcohol ya está empezada. Se tira en la alfombra y me dice, simplemente: «Larga».

Le cuento, claro. Aunque tampoco hay tanta materia para describir, excepto lo macizo del cuerpo de Jacobo y las heridas que esconde.

Tras una hora de risoterapia, terminada la botella de vino y con los ronquidos de Teo de fondo, me incorporo como puedo y me marcho a mi casa. A mi collie no le agrada que lo despierte de su letargo, pero enseguida me adelanta en el apartamento (el mío es de dormitorio único) y se tumba en la alfombra, a los pies de la cama, para seguir su sueño.

Me obligo a darme una ducha, me pongo la primera camiseta limpia que pillo en el cajón y me meto en la cama. Poco me importa que no sean ni las once. Mi cuerpo no da para más.

Por suerte, mañana es jueves y toca pilates. ¡Curro una hora menos y encima me divierto con el grupo de locas de mis compañeras!

Capítulo 5

NEURAS

 

 

 

 

 

El reloj digital de mi mesilla marca las seis y media. Me visto con un pantalón de chándal y una sudadera y salgo del dormitorio de puntillas para no despertar a nadie. Necesito desfogar la angustia de mi alma y poner a punto la maldita pierna. Pese a no tener restos de metralla dentro, el daño ha sido profundo y mi musculatura se resiente. Quedan cicatrices y rojeces en el muslo y la cadera, pero el cirujano aseguró que desaparecerían con el tiempo. No es que la estética me importe, pero tampoco me entusiasma dar el cante cuando me muestro en bañador.

El sigilo no sirve de nada. Berta da el pecho a Guillermo, sentada en una de sus butacas de diseño, mientras Germán prepara un bibe de refuerzo. ¡Sí que ha salido tragón el enano!

—¿No es un poco pronto? Afuera es de noche —musita mi cuñado al percatarse de mi presencia.

—Me vendrá bien el fresco.

—¿Quieres que te acompañe? Total, ya estoy en pie y aquí no es que sea imprescindible…

Le lanzo una sonrisa amistosa y niego con un gesto. Me gusta correr solo.

—Otro día.

Germán asiente. Si de algo no se puede acusar a mi cuñado es de entrometido.

Miro a mi hermana y a mi sobrino con cariño y me calzo las deportivas en el recibidor. Después salgo a trotar por las calles. Me gusta la zona, está arbolada y bien iluminada. Y, sobre todo, pese a ser un inmenso dormitorio, es tranquila.

Pruebo a desconectar la mente y a sentir el frío en el rostro, centrado en el ejercicio. No uso cascos ni música que me distraiga. Otra costumbre del trabajo: estar siempre alerta.

El recuerdo de mis compañeros, de la última misión, de la bomba, me ataca de improviso. Con un jadeo atronador me doblo en dos y respiro hondo para controlar las ganas de vomitar. Me humilla sentirme débil. ¡Estoy preparado para soportar todo tipo de situaciones! Poseo un expediente brillante de mi paso por la academia y de mi formación como boina verde. Incluso logré sobrellevar una simulación de tortura, que de simulación tuvo poco, ¿y ahora me estremezco por un estúpido incidente? Aprieto los puños y me incorporo, mirando en rededor por si alguien me ha visto. Por suerte, estoy solo en las inmediaciones.

Realizo ejercicios de respiración y Jana me viene a la mente. Sus calmados «inspira, espira» me llenan los oídos. Camino a pasos cortos con la imaginación en sus labios. Casi puedo oírla.

Me voy enfriando, por dentro y por fuera, y entro en un bar para pedir una infusión. He salido sin la cartera, pero Pedro me conoce lo bastante para fiarme la tila.

Capítulo 6

PILATES

 

 

 

 

 

Los martes y jueves son mis días favoritos de la semana desde que Isa y yo nos apuntamos a pilates. Ella empezó con el bombo bien plantado y yo con una urgente necesidad de evadirme del trabajo y de las sesiones maratonianas de gimnasio que me pegaba. Acudimos a un centro cerca de casa, apenas a diez minutos dando un paseo. Es moderno y atienden otras disciplinas, como danza clásica, yoga, capoeira, flamenco… Lo que hace que nos crucemos por los pasillos con gente que luce una pinta de lo más variada. ¡Me encanta! Si algo me apasiona de vivir en Madrid es la disparidad de personas que lo habitan. Yo soy de Badajoz y estaba acostumbrada a otras cosas. Los extranjeros más exóticos allí son los portugueses o los japoneses, y esos no cuentan porque están hasta en la sopa en cualquier rincón del planeta.

En pilates tenemos una monitora bastante joven, Melisa, con cara de cría, pero muy profesional. Dice que somos su grupo favorito, por lo gamberras, que alborotamos el local con nuestras risas y se lo pasa genial. Las alumnas formamos un grupo heterogéneo: la más joven es Ema, una administrativa encantadora cuyo novio acaba de meterse a empresario churrero y la tiene mártir los fines de semana atendiendo mesas en su negocio. La acompaña su madre, Coral, que curra limpiando en un hotel de cuatro estrellas y a la que he tenido que atender en más de una ocasión porque las condiciones laborales que tienen las camareras de piso son penosas. Cuando no se daña la espalda doblando el espinazo haciendo camas, le duelen los brazos de abrillantar cristales. En el intermedio treinta/cuarenta se sitúan Mónica, María Jesús y Yaiza. La primera es pediatra, la segunda secretaria y la tercera abogada. Les siguen Alejandra, médico, Patricia, dueña de constructora, e Isa. Conmigo, nueve en total. Quisieron reducirnos el grupo al principio, pero encajamos tan bien que nos negamos. Preferimos estar estrechas a separarnos. Además, raro es el día que acudimos todas. Con semejantes ocupaciones, cuando una no tiene guardia, otra tiene inconvenientes con los niños y a otra le sale un viaje de negocios y lo tiene que dejar toda la semana. Ni en verano hemos cesado de pagar la cuota, con tal de que no metieran gente nueva y desbarataran la pequeña familia que hemos formado. Hasta el momento nos limitamos al grupo de WhatsApp para comunicarnos incidencias importantes (juramos no compartir tonterías antes de abrirlo, y lo vamos cumpliendo). Nos falta dar el paso de quedar para tomar algo y celebrar los cumples, pero en cuanto Melisa nos despide salimos pitando, cada una a nuestros compromisos.

Isa y yo paramos de vez en cuando en La Vía Láctea de camino a casa. Es un garito abigarrado de objetos, con estética de rock y pop, empapelado con pósteres de músicos. Desprende buen rollo y se escucha una música excelente. Para remate, dispone de una mesa de billar y, antes de que Isa no pudiera con la barriga, nos dábamos unos tutes maravillosos jugando en ella.

Volviendo a pilates, me viene de perlas lo de estirarme y seguir instrucciones en vez de darlas yo. Disfruto con los ejercicios, con los comentarios picantes, los cotilleos acerca de nuestras vidas… El día que nos da por tener consultas médicas, Melisa tiene que llamarnos al orden. Una noche, Isa sacó el asunto de que los vibradores se inventaron para que no se le cansara el dedo al tío que curaba la histeria femenina y nos partimos de la risa. ¡Solo imaginar a un tipejo con el dedo metido en la vagina de una señora tumbada en la camilla, ambos con cara de circunstancia, hasta que ella llegara al orgasmo, es para morirse! Eso sí, que tacharan de histeria femenina a la insatisfacción sexual da bastante pena. ¡Lo alucinante es saber que el vibrador eléctrico llegó al mercado antes que el aspirador o la plancha moderna! Siempre salimos con información inesperada: de sexo, de cómo prevenir o curar enfermedades de los