Autobiografía - Alfonso Reyes - E-Book

Autobiografía E-Book

Alfonso Reyes

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Beschreibung

Autobiografía es un libro en el que Alberto Enríquez Perea reúne los escritos autobiográficos de Alfonso Reyes que habían aparecido dispersos en los veintiséis volúmenes de sus Obras completas. Estos textos autobiográficos son un conjunto de experiencias múltiples a lo largo de la vida del autor que nos remiten a su infancia, a la convivencia familiar con sus padres, a su formación académica como abogado, como escritor y poeta, a su estancia en París como secretario de la Legación de México, a sus viajes por el mundo, a sus relaciones con otras figuras públicas, etc. Los veintidós ensayos (fragmentos y textos breves) contienen pasajes cargados de información relevante para entender las ideas e inquietudes que Alfonso Reyes tuvo a lo largo de su vida.

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Autobiografía

COLECCIÓNCAPILLA ALFONSINA

Coordinada por CARLOS FUENTES

Autobiografía

Alfonso Reyes

Prólogo ALBERTO ENRÍQUEZ PEREA

Primera edición, 2015 Primera edición electrónica, 2015

Coordinador editorial: Pablo García Asesor de colección: Alberto Enríquez Perea Viñetas: Xavier Villaurrutia Fotografía, diseño de portada e interiores: León Muñoz Santini

D. R. © 2015, Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey Av. Eugenio Garza Sada, 2501; 64849 Monterrey, N. L.

D. R. © 2015, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008

Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-3422-1 (ePub)

Hecho en México - Made in Mexico

ÍNDICE

PRÓLOGO: “¿QUIÉN SOY YO?”, por Alberto Enríquez Perea

AUTOBIOGRAFÍA

Un recuerdo [1954]

La casa Bolívar [1959]

La casa Degollado (fragmento) [1913]

Médico ideal [1931]

Parodias (fragmento) [1955]

El testimonio de Juan Peña [1923]

Días aciagos [1911]

La cena [1912]

Charlas de la siesta [1957]

1913 [1930]

París cubista [1921]

Nosotros [1914]

Un recuerdo de Pombo [1955]

La saeta (fragmento) [1922]

Noche en Valladolid [1931]

La librería de Gide [1956]

Cuando creí morir (fragmento) [1953]

La urticaria [1957]

Diálogo de mi ingenio y mi conciencia [1921]

Del diario de un joven desconocido (fragmento) [1921]

Pro domo sua (fragmento) [1952]

Quién soy yo [1956]

PRÓLOGO“¿QUIÉN SOY YO?” Alberto Enríquez Perea

ALFONSO REYES dejó decenas de páginas autobiográficas regadas en los veintiséis volúmenes que hasta hoy forman sus Obras completas. Las fue escribiendo a lo largo de su vida. Cuando la oportunidad se le presentaba. Para cumplir con algún deseo de sus seres queridos, para decir lo que creía conveniente que sus contemporáneos y sus futuros lectores supieran, para rectificar algún suceso que le incumbía, para expresar su dolor por los amigos que se le adelantaban, por la gran ausencia en su vida: su padre. Mas hay páginas para divertirse y reírse de tantas cosas que le pasaron en su existencia. Porque no cabe la menor duda de que don Alfonso supo y quiso vivir la vida, plena, totalmente.

Las páginas autobiográficas que Reyes dejó en sus libros nos permiten comprender un poco más los momentos decisivos que marcaron su vida y su obra. Momentos que el mismo Reyes no desaprovechó para tomar la pluma y escribir al instante, a veces en alta tensión, páginas memorables; o bien, dejó pasar el tiempo, porque así se lo aconsejaba la prudencia, para después, en varias cuartillas, decir todo lo que le dictaba su conciencia. También hizo pequeños apuntes que dio a conocer a la opinión pública porque las circunstancias apremiaban y porque no quería dejar pasar la oportunidad ni el momento. Estos apuntes, al correr el tiempo y el sosiego, resultaron ser sus grandes ensayos. También dejó páginas que son características de su buen humor, de su picardía y de su erotismo.

El regiomontano más ilustre que nació a finales del siglo XIX, que dejó una obra vasta, en prosa y verso, con obras maestras que abarcan varias ciencias y géneros, escribió este ramillete de páginas autobiográficas donde lo encontramos de cuerpo entero. En esa obra tan suya, tan mexicana y tan universal.

I

EN 1890, cuando Alfonso Reyes estaba a punto de cumplir un año, sus padres, Bernardo Reyes y Aurelia Ochoa, se trasladaron a la casa Degollado (hoy Hidalgo), en Monterrey, Nuevo León. Casa que el propio don Alfonso definió como la verdadera casa de su niñez, su única casa, y que su padre la hizo “construir a su manera”. ¿Cómo era esa casa? En un apunte autobiográfico que escribió en diciembre de 1913, en plena época de emancipación, en tierra extraña y ajena, en París, en prosa poética, describió la casa Degollado cariñosamente; pero, ante la ausencia de la patria y del terruño, también con nostalgia y con profundo dolor:

De sus corredores llenos de luna, de sus arcos y sus columnas, de sus plátanos y naranjos, de sus pájaros y sus aguas corrientes, me acuerdo en éxtasis. De esa visión brota mi vida. Es raigambre de mi conciencia, primer sabor de mis sentidos, alegría primera y, ahora en la ausencia, dolor perenne. Era mi casa natural, absoluta. Mis ojos se abrieron a ella antes de saber que las moradas de los hombres son provisionales, que se trafica con ellas, se venden, se compran, se alquilan; que son separables de nuestro cuerpo, extrañas a nuestro ser, lejanas. Las casas que después he habitado me eran ajenas. Arrojado de mi primer centro, me sentí extraño en todas partes. Lloro la ausencia de mi casa infantil con un sentimiento de peregrinación, con un cansancio de jornada sin término. Me veo, sobre el mapa del suelo, ligado a mi casa, a través de la sinuosa vida. Su puerta parece ser la Puerta que anhelo.1

A esta casa, su padre, el general Reyes, la ocupaba toda. Figura central y única. Sobre todo, porque

Paréceme que de aquella casa, preñada de destinos, deriva la vida de todos como en incurable corrupción: como derivan los ríos, hacia abajo; como caen los frutos, hacia abajo. ¡Oh, vida en potencia, tú eras vida! La vida en acción ya sólo es camino de la muerte.

Todavía gritan en mi corazón los pavos reales de la huerta; despliegan ante mi memoria su vistoso abanico, lucen la corona de estrellas. Arde el sol en sus pechos, sobre felpas de esmeralda y de añil.

Las sombras de la espaciosa sala todavía me infunden curiosidad y temor a un tiempo mismo. Hay idea, para los niños, de que en toda sombra alguien se esconde.

Bajo el dosel del lecho paterno, brilla como con luz propia un Cristo de marfil.

El muro de la sala de armas, relumbrante de aceros... Los puños de las espadas quieren decirme más que las hojas. Gesto reprimido del bravo, imagen negativa de la mano del paladín. Allí queda como cuajado el tacto del guerrero, que las hojas apenas prolongan en un gallardo comentario.2

En la casa Degollado, “preñada de destinos”, brotó la vida de Alfonso Reyes. En esta casa adquirió con ciencia, tuvo la “alegría primera” y el “primer sabor” de sus sentidos. Pero quien ocupaba todo el espacio y el ambiente de su casa era su padre, el general Reyes, gobernador en esta época del estado de Nuevo León. En esta morada supo cómo el guerrero también fumaba la pipa de la paz. Aunque no todos aceptaban el trato que les ofrecía el gobernador. Y a temprana edad no sólo le contaron sobre las emboscadas, los asaltos, las refriegas y el venadeo que a veces sufría el gobernador Reyes, sino que los vivió en carne propia. Todo ello originó que una “sensación de peligro” le fuera quedando como marca de fuego en su conciencia.

Por eso, años más tarde, en el cénit de la fama, escribió:

A veces, y ya a deshora, todavía quiere inquietarme. Es la parte que me tocó en esa veneración del misterio profesada, al parecer, por todos los hombres de mi país. Por mucho tiempo ha habido una hora oscura en mi corazón, una hora oscura en mi soledad: cuando se levantaban, del seno de todos mis dolores, las imágenes de mis angustias y alarmas. Yo sentía que, bajo las apariencias del bienestar, se estaba fraguando una tremenda emboscada.3

No todo fue sensación de peligro en esta edad de Alfonso Reyes. En una paginita autobiográfica con fecha de agosto de 1954, que intituló “Un recuerdo”, cuenta que cuando estaba con su madre, doña Aurelia, y que se asomaban “al balcón entresolado” de su casa en Monterrey, vieron un mendigo que estaba “junto al zaguán”. Tocaba “incansablemente el organillo de boca”. Su madre le dijo “a una sirvienta: —¡Que le den algo a ese pobre hombre para que se vaya!” Alfonso, al instante, le suplicó: “—¡No, mamá! ¡Que no se vaya! ¿No ves que ese hombre soy yo?” Su madre lo vio en silencio; y él no supo “lo que pasó por su alma”.4 No supo lo que pasó en su alma, efectivamente, pero le dijo mucho la mirada y sobre todo el silencio de su madre.

Sin embargo, fue la figura del padre la que le imprimió a Alfonso Reyes gustos sobre la historia, la política, los clásicos griegos, la poesía.5 ¿No fue acaso el general quien obsequió a su hijo Alfonso Reyes el poema “Gloriosas” cuando cumplió quince años? ¿Y no fue el adolescente Alfonso quien le correspondió al general dedicándole varios poemas en el aniversario de su nacimiento?6

La influencia del padre estuvo impresa hasta en los mínimos detalles. Como aquellos días en que “al mismo tiempo” cayeron enfermos de fiebre y el “médico declaró que los síntomas eran claros”. Al día siguiente, el gobernador tenía que encabezar un banquete político. “Se levantó de mañana, se bañó, se arregló, y a mediodía contestaba los discursos de sus amigos en una mesa de 300 cubiertos, y no volvió a sentirse mal, ante el asombro del médico que, como dice la gente, se hacía cruces”. El joven Reyes se quedó más “tiempo en cama”; pero el ejemplo de su padre se apoderó de él. Le pareció “muy elegante eso de haber contraído la epidemia, pero más elegante” fue “vencerla por un acto de voluntad”, como lo hizo el entonces mandatario neoleonés.7

El adolescente Alfonso Reyes de Monterrey pasó a la ciudad de México, a continuar sus estudios en la Escuela Nacional Preparatoria, primero; después, en la Escuela Nacional de Jurisprudencia. En esta ciudad de México disfrutó la amistad y la camaradería de Antonio Caso, los hermanos Max y Pedro Henríquez Ureña, Julio Torri, José Vasconcelos, entre otros. Amigos con los que compartió estudios y anhelos, y, asimismo, con los que descubrió lo que México realmente era en la primera década del siglo XX.

En “El testimonio de Juan Peña” (1923), Alfonso Reyes nos dejó varias páginas autobiográficas de sus años de estudiante de derecho, así como lo que pensaban los jóvenes de su tiempo, de la educación que recibían, de la pax porfirista:

Los muchachos de mi generación éramos —digamos— desdeñosos. No creíamos en la mayoría de las cosas en que creían nuestros mayores. Cierto que no teníamos ninguna simpatía por Bulnes y su libro El verdadero Juárez. Cierto que no penetrábamos bien los esbozos de revaloración que algún crítico de nuestra historia ensayaba en su cátedra, hasta donde se lo consentía aquella atmósfera de Pax Augusta. Pero comenzábamos a sospechar que se nos había educado en una impostura. A veces, abríamos la historia de Justo Sierra, y nos asombrábamos de leer, entre líneas, atisbos y sugestiones audaces —audacísimos para aquellos tiempos, y más en la pluma de un ministro.8

La realidad de México, en toda su crudeza, Reyes y sus compañeros la conocieron a unos cuantos kilómetros de la ciudad de México. En esa prosa poética tan característica del autor de Visión de Anáhuac, nos describió ese día que salió de la gran metrópoli a la zona del Ajusco:

Aquella mañana me sonreía con la placidez que sólo tiene el cielo de México. Allí el sol madruga a hacer su oficio, y dura en él lo más que puede.

Cielo diligente, cielo laborioso el de México; cielo municipal, urbanizado y perfecto, que cumple puntualmente con sus auroras, no escatima nunca sus crepúsculos, pasa revista todas las noches a todas sus estrellas y jamás olvida que las lluvias se han hecho para refrescar las tardes del verano, y no para encharcar las de invierno. No sé en qué estación del año nos encontrábamos, ni hace falta saberlo; porque en aquel otoño medio los árboles florecen con una continuidad gustosa, y los mismos pájaros cantan las mismas canciones a lo largo de trescientos sesenta y cinco días.9

¿A qué iban Alfonso Reyes y sus amigos al Ajusco? ¿Por qué en la estación del tren los esperaban unos indios? ¿Qué iban a hacer esos estudiantes de derecho en la comisaría de ese pueblo? El campo los estaba esperando “lleno de dolores y anhelos. Los indios descalzos” los “miraban confiadamente, sin hacer caso” de sus “pocos años, seguros de convertirnos en hombres al solo contacto de su pureza”.10 Poco a poco se fueron acercando los indios hacia donde estaban los licenciados y comenzaron, juntos, a recorrer una calle. Los jóvenes empezaron a tomar notas de sus demandas y denuncias. Triste historia nuestra de injusticias ancestrales. Reiterado ruego de justicia, casi siempre negada. La misma petición, el mismo lamento, la misma súplica. Ante estos jóvenes los indios se “arrancaban precipitadamente los sombreros de palma, y casi se arrojaban” a sus pies, gritando: “—Nos pegan, jefecito; nos roban; nos quieren matar de hambre, jefecito. No tenemos ni dónde enterrar a nuestros muertos”.11

Llegaron “al terreno en disputa, la naturaleza se encabritó de pronto; alzó sus ejércitos de órganos, echó sobre nosotros la caballería ligera de magueyes con púas, y alargó, con exasperación elocuente, las manos de la nopalera que fingían las contorsiones de alguna divinidad azteca de múltiples brazos”. En medio de este singular paisaje vieron

la silueta de un hombre esbelto, inmóvil, envuelto en un sarape índigo que casi temblaba de luz. No llevaba sombrero, ni lo necesitaba seguramente: un matorral negro, despeinado de viento, se le mecía en la frente y a poco le invadía las cejas. Era Juan Peña, el vagabundo. No se le notaban los años a aquel bronce de hombre, a no ser por las rayas negras de las arrugas que por todas partes le partían la cara y aflojaban la piel en una cuadrícula irregular.12

Los indios del Ajusco dijeron a los licenciados que Juan Peña era viejo, que él había visto más que ellos, que él les podía contar todo. “Y, con una agilidad de danzante, como si representara de memoria un papel, Juan Peña se arrodilló” ante los licenciados y “se puso a llorar”, a besuquearles las manos, a contarles los “mil abusos e infamias del mal hombre que había en el pueblo” y a pedirles “protección a los blancos”, como si fueran “los verdaderos Hijos del Sol”.13

Otra experiencia iba a tener Alfonso Reyes en esta época y fue con relación a su padre. El general Reyes no quiso contender por la presidencia de la república cuando las multitudes lo aclamaban. Todo estaba listo; faltaba el sí del general. El general meditó y declinó. Sabía que el presidente Porfirio Díaz buscaba una nueva reelección y que la obtendría, como fuera y a cualquier precio. Además, el general era mal visto por los “elementos dominantes que formaban el poder”.14 Su destino inmediato no fue la campaña por la presidencia, que según su entender enfrentaría a sus partidarios con el régimen que ya no era tan respetado, sino París, en donde ya no pudo entender ni comprender lo que estaba sucediendo en México, pues en un par de años el país ya no sería el mismo.15

El joven Alfonso Reyes vivió en carne propia estos acontecimientos. Comprendió y supo que el régimen porfirista estaba hundiéndose, arrastrando consigo todo lo que estaba junto a él. Por eso participó en las manifestaciones estudiantiles y escribió en diarios disímbolos a los que el régimen prohijaba y mantenía. Asimismo, alentaba a sus compañeros de generación a seguir el camino de la educación y el de la cultura como el mejor medio para que México ocupara el puesto que el destino le tenía señalado.

Por otra parte, enterado estaba del engaño que le hacían a su padre los hombres del antiguo régimen que lo querían poner en grave predicamento con la revolución triunfante y con su dirigente, Francisco I. Madero. Para Alfonso Reyes, el “único porvenir” de su padre era abandonar la política o aliarse con la Revolución. Quiso convencerlo de la nueva situación, pero el general lo menospreció sin saber lo que estaba haciendo su hijo para que tuviera buen ambiente en la opinión pública y acercarlo a Madero.

El general Reyes llegó a México, se entrevistó con el presidente interino Francisco León de la Barra y con Madero. Aceptó el ofrecimiento de éste, de que sería secretario de Guerra, una vez realizadas las elecciones y obtuviera la presidencia de la república. Sin embargo, de uno y otro lado salieron voces en contra del general Reyes, y sus partidarios sufrieron el menosprecio de cierta opinión y atentados en su contra.

Los seguidores del general formaron la Orden de la Última Gota de Sangre y lo orillaron a romper con Madero y a lanzarse como candidato a la presidencia de la república. El general les hizo caso. Las cosas empeoraron. La tranquilidad desapareció en la familia Reyes, que se encontraba casi toda en la ciudad de México.

De estos días aciagos Alfonso Reyes escribió varias páginas autobiográficas, como lo que sucedió el día 3 de septiembre de 1911. La ciudad de México estaba convulsionada por los enfrentamientos entre los partidarios y adversarios de su padre. A su casa llegaban algunos coches con los vidrios rotos y “gente lesionada”. Cada uno contaba su historia. Alfonso estaba en su cuarto y hasta ahí le avisaban de “las últimas noticias alarmantes”. Todos los hombres estaban armados y su casa era una verdadera fortaleza. Pero Alfonso estaba muy angustiado porque su padre aún no llegaba a casa. Ésa era su angustia, y no la casa sitiada ni los temores aquellos de que pronto llegarían quién sabe cuántos hombres a tomarla. Por fin, llegó el general. Llegó ileso. Su padre estaba vivo, se lo habían devuelto vivo, y lo demás no le importaba. En estos días también alzó “otra fortaleza en mi alma: una fortaleza contra el rencor”.16

En la noche del 15 de septiembre de 1911 escribió que todos estaban amenazados de muerte, y este terrible pero elocuente epitafio: “Así se paga el pecado de hacerse amar un día por el pueblo”. Y a continuación estas otras líneas autobiográficas: “Mi alegría, mi extraña alegría, sin duda irradiaba de mí. Porque mi esposa, leyendo sobre mi hombro lo que yo redactaba, también tenía un vago contento. Gustosa cosa llegar a los saldos de las cuentas. La vecindad de la muerte tiene sus encantos, su bienestar”. Al amanecer del 16, volvió a tomar la pluma y anotó: “Anoche dormí mi mejor sueño. No pasó nada. Noche del mismo día. Pasamos el día acuartelados. Sin novedad en la plaza”. Alfonso Reyes salió a saludar a su madre y vio que tenía “una alegría —¿cómo lo diré?— de persona avezada: mujer de guerrero al fin.”17

El general Bernardo Reyes siguió su camino y su destino. Empujado por sus amigos y enemigos, de adversario político de Madero pasó a ser un insurrecto. Salió de México hacia los Estados Unidos y volvió a entrar. Nadie lo siguió. Lo comprendió todo. Se rindió en Linares en la madrugada del 25 de diciembre de 1911, y más tarde, ocupó una celda en Santiago de Tlatelolco. Al llegar febrero de 1913 todo podía suceder y Alfonso Reyes no era la persona que pudiera evitar el fatal destino. El 9 de febrero de ese año vio caer a su padre y creyó que “se derrumbaría el mundo”. Desde ese día hubo una ruina en su corazón.

En la Oración del 9 de febrero que hizo más tarde por la muerte de su padre (1930), confesó:

Con la desaparición de mi padre, muchos, entre amigos y adversarios, sintieron que desaparecía una de las pocas voluntades capaces, en aquel instante, de conjurar los destinos. Por las heridas de su cuerpo, parece que empezó a desangrarse para muchos años toda la patria. Después me fui rehaciendo como pude, como se rehacen para andar y correr esos pobres perros de la calle a los que un vehículo destroza una pata; como aprenden a trinchar con una sola mano los mancos; como aprenden los monjes a vivir sin el mundo, a comer sin sal los enfermos. Y entonces, de mi mutilación saqué fuerzas. Mis hábitos de imaginación vinieron en mi auxilio.18

Reyes “¿podía soportar tanta sangre y tantos errores” que se estaban cometiendo después de la Decena Trágica, como el de su hermano Rodolfo, que aceptó formar parte del gobierno del dictador Huerta; o el de su amigo Enrique González Martínez, que ocupó la Subsecretaría de Instrucción Pública? Por supuesto que no. ¿Y él qué hizo ante estas circunstancias? En una de sus páginas autobiográficas dejó asentada su decisión:

Yo renuncié a la Secretaría de Altos Estudios. Huerta me convidó para ser su secretario particular. Le dije que no era ése mi destino. Mi actitud me hacía indeseable. Me lo manifestó así en Popotla. A donde me había citado a las 6 de la mañana y donde todo podía pasar. Yo me presenté lleno de recelo y en vez de aquel Huerta campechano y hasta pegajoso (a quien yo me negaba ya a recibir meses antes en el despacho de mi hermano, porque me quitaba el tiempo y me impacientaba con sus frases nunca acabadas), me encontré a un señor solemne, distante y autoritario.19

Todo podía pasar. Y antes de que pasara, entendió aquello que le dijo el dictador: “Así no podemos continuar [...] la actitud que usted ha asumido...” Se apresuró a hacer lo que tenía pendiente: recibirse de abogado. Y se dejó nombrar secretario de la Legación de México en París. A las siete de la mañana del 10 de agosto de 1913 tomó el Ferrocarril Mexicano rumbo a Veracruz, con su esposa Manuelita y su hijo Alfonsito. Hasta el puerto lo acompañaron su madre y su tío Nacho.20 Al día siguiente salía rumbo a su próximo e inmediato destino: París.

II

ALFONSO REYES llegó a París la tarde del 25 de agosto de 1913.21 La ciudad que se había imaginado se le caía a pedazos. Los recuerdos afloraban. Se acordaba de la ciudad de México y de Monterrey, de sus amigos y familiares, del ambiente mexicano donde nació y creció, de las tertulias, conferencias y manifestaciones públicas con sus compañeros que formaron el Ateneo de la Juventud.

En la Legación de México trabajaba con desgano. No era el ambiente que deseaba y quería. Buscaba a sus amigos y el ambiente intelectual que conoció en la capital de la república mexicana. En París estaban los pintores mexicanos Diego Rivera, Roberto Montenegro, Ángel Zárraga, Jorge Enciso, pero andaban en la bohemia, con sus nuevas conquistas rusas. Fue en esta época cuando escribió un texto notable que apareció en la Revista de América, que dirigía en París el intelectual peruano Francisco García Calderón: “Nosotros” (enero de 1914).

¿Cuál es la importancia de este artículo? Dar a conocer al mundo intelectual francés, al hispanoamericano que radicaba en Francia y a los americanos lo que estaba haciendo una nueva generación de intelectuales mexicanos. Es decir, narraba lo que estaba haciendo su generación, la suya, la de savia nueva. A principios de 1906, Alfonso Cravioto y Luis Castillo Ledón, “ayudados por José María Sierra (el cual ha escapado, como por trampa, del mundo de lo conocido), se arriesgaron en una empresa periodística que habría tenido éxito, si Cravioto no hubiera preferido sacrificarla a un viaje por Europa”. No obstante, “Se fundó una revista literaria de los jóvenes. Se trató de llamarla Savia Nueva; pero, a influencias todavía de la Revista Moderna