Bajo la piel de la manigua. "Rasgos de la guerra de Cuba" de Fernando Fornaris - Rolando Rodríguez García - E-Book

Bajo la piel de la manigua. "Rasgos de la guerra de Cuba" de Fernando Fornaris E-Book

Rolando Rodríguez García

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Beschreibung

El 27 de octubre de 1873 aparentaba transcurrir con normalidad en Bijagual, lugar donde acampaba el general Calixto García. Mientras la tropa se alistaba para un pase de revista, sus moradores presenciaban qué sucedía, sin sospechar que ocho miembros de la Cámara de Representantes determinaban la destitución del presidente de la República en Armas, Carlos Manuel de Céspedes y del Castillo. Fernando Fornaris y Céspedes —uno de los reunidos— comenzó a redactar para la posteridad los apuntes que nos aproximan de primera mano a las razones que los indujeron a tan funesto acuerdo. Después de más de 120 años, durante los cuales el documento permaneció inédito, ve la luz junto con otros pasajes de la guerra. Relata sucesos vitales, como el fraguado de la guerra y describe tipos de la manigua. Lo recogido en sus escritos le da un valor singular.

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Seitenzahl: 496

Veröffentlichungsjahr: 2024

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Primera edición, 1996

Segunda edición, 2015

 

 

Edición: Ricardo Barnet Freixas

Diseño de cubierta: Carlos Javier Solis Méndez

Diseño de interior y composición digital: Madeline Martí del Sol

Conversión a ebook: Grupo Creativo Ruth Casa Editorial

 

 

© Rolando Rodríguez García, 1996

© Sobre la presente edición:

Editorial de Ciencias Sociales, 2024

 

 

ISBN 9789590625701

 

 

Estimado lector, le estaremos muy agradecidos si nos hace llegar su opinión, por escrito, acerca de este libro y de nuestras ediciones.

 

 

INSTITUTO CUBANO DEL LIBRO

Editorial de Ciencias Sociales

Calle 14 no. 4104, entre 41 y 43, Playa, La Habana, Cuba

[email protected]

www.nuevomilenio.cult.cu

 

Índice de contenido
Introducción
Capítulo I
El estallido
El llamado de la libertad
La guerra es la guerra
La seducción del barracón
La hora de los gorriones
La pugna de las concepciones
Capítulo II
Tiempos difíciles
El estómago del águila
Gorriones con dientes de acero
El arte militar de las bijiritas
¿Marte o Licurgo?
Capítulo III
El amargo camino hacia Bijagual
El nada discreto encanto de los hacendados
El punto final mambí a la institución maldita
La conexión reformista
Un año terrible y promisorio
Ocho tumbas
Un enemigo más poderoso que el ejército español: la división
El despunte hacia la victoria
Bijagual: una decisión catastrófica
Algunas consideraciones sobre la guerra de la independencia de Cuba escritas en el campo de la contienda
Rasgos de la guerra de Cuba
Capítulo primo.
Capitulo II
Capítulo III
Capitulo IIII
Capítulo V
Capt. VI
Capitulo VII
El ranchero
Capítulo VIII
Capt1o. IX
Capitulo X
Anexos
Dos cartas de Fernando Fornaris y Céspedes a Donato del Mármol
Datos del autor

A Minerva, por su aliento; a José Antonio González, que amó nuestra historia.

 

Introducción

La noche del 27 de octubre de 1873, un patriota bayamés, de aquellos que habían conspirado contra España desde tiempo antes del Grito de La Demajagua para darle a Cuba la independencia, tomó la pluma y a la luz miserable de una vela rudimentaria comenzó a bosquejar la historia de los hechos cruciales acontecidos ese día en Bijagual, el campamento mambí donde se hallaba. Mediaba la guerra emprendida y quizás Fernando Fornaris y Céspedes, exsecretario de Relaciones Exteriores del gobierno revolucionario establecido en Bayamo y diputado a la Cámara de Representantes creada el 10 de abril de 1869, en Guáimaro, necesitaba dejar para la posteridad la huella de esas horas tensas, porque en su espíritu, a pesar de que trazaría con rasgos irrevocables las razones que habían llevado al cuerpo legislador al que pertenecía a destituir al presidente de la República en Armas, Carlos Manuel de Céspedes, se abría la incógnita del curso que tomaría ahora la causa por la que había aceptado los sacrificios inmensos que la lucha le había impuesto y que ya más de una vez le habían destrozado el corazón.

Después de la pérdida de Bayamo, su amada Elvira y sus hijos, al igual que la familia de esta y la suya, habían buscado refugio en la manigua y con cientos de otras se habían convertido en errabundo gentío que se ocultaba en el monte o seguía a las tropas insurrectas. Pero eran tantos los avatares a que Fornaris veía sometidos a sus seres más entrañables, tan intenso el dolor que le supuso la muerte de una hijita y la certidumbre de que los demás niños perecerían irremediablemente si no salían del teatro de la guerra, que había tenido que impulsar a su esposa a que pasara por la experienciaamarga y humillante de presentarse en las filas españolas conla esperanza de salvarlos. Esperaba también que, en todo caso, se limitarían a expatriarlos. Esto no libró de la muerte a otros dos de sus hijos, que también sucumbieron a un destino aciago cuando ya se disponían a salir al exterior. No eran las únicas brechas que la muerte había abierto entre sus deudos. De una u otra forma en el torrente de mártires se inscribían los nombres de su padre y hermanos, y ahora la mayoría de sus seres allegados sobrevivientes estaban dispersos por el mundo y, como Elvira, luchaban con la miseria, una enemiga tan perversa como las balas o las enfermedades que los habían acechado en los bosques.

En cuanto a sus amigos más cercanos, estos también habían perecido gallardamente en la lucha, víctimas de la campaña, y sus huesos reposaban en un palmo de tierra en algún oscuro paraje. Tampoco lo acompañaba en su insondable soledad su tío, al parecer por partida doble, y a la vez suegro, Ramón de Céspedes y Fornaris, uno de los concejales del Bayamo revolucionario, quien había salido en misión al extranjero.

Lejos, muy lejos de Femando Fornaris, envueltas primero por las llamas de Bayamo y ahora convertidas en cenizas estaban las comodidades de la residencia de rico y los carruajes del propietario de esclavos de otrora, y los demás bienes, si no habían sido destruidos en el fragor de la contienda, estaban incautados por decisión del mismo Consejo de Guerra que lo había juzgado por rebeldía, junto a Carlos Manuel de Céspedes, Francisco Vicente Aguilera, Ignacio Agramonte, Salvador Cisneros Betancourt y 50 insurrectos más, y los había condenado a todos a garrote vil.1Esa inclusión en tal nómina evidenciaba que se le tenía por uno de los cabecillas de la insurrección.

Nada le quedaba prácticamente por sacrificar a Fornaris,excepto la vida, y esa estaba dispuesto desde hacía mucho aentregarla. Incluso, si la fe de que un día sobrevendría la victoria de la causa por la que luchaba era inconmovible y no lo abandonaba nunca, no tenía mucha ilusión de que sería unode quienes contemplarían libre a Cuba. Pero algo más que su dolor podía entregar todavía: unos apuntes fluidos en los que al correr de la pluma dejaría recogidos algunos delos pasajes de la lucha emprendida, la gestación de la conspiración fraguada en las cercanías del río Cauto, el heroísmo con que los cubanos habían resuelto luchar por la independencia, ciertos tipos característicos de la contienda, las vicisitudes enfrentadas con una abnegación sin tasa por familias enteras que se habían echado al monte para seguir una causa que llamaban santa, el coraje de los niños héroes de nombre ignorado que se batían como leones frente a las columnas enemigas y el desgarrante drama del vaporVirginius.

Las páginas que escribiría, dedicadas a su esposa Elvira, y que en el tiempo solo parecen llegar a fines de ese año de 1873, fueron en efecto cortadas por la muerte de Fornaris. Según se dice, cayó finalmente prisionero y fue pasado por las armas; mas, a pesar de todos los esfuerzos hechos para conocer este detalle, no hemos podido comprobarlo. Al respecto solo hemos encontrado una carta que, desde Costa Rica, su suegro, Ramón de Céspedes, le escribió en mayo de 1875 a Hilario Cisneros. En la misiva le decía: “El pésame que V. se digna darme por la muerte de mi yerno y sobrino Fernando Fornaris, lo agradezco á medida del sentimiento que me ha causado la perdida, así por sus prendas domésticas y sociales, como por los servicios que hizo y pudo hacer á la causa cubana, á la que sacrificó hasta los afectos de padre y esposo”.2

Todavía el último día de la vida de Céspedes, el 27 de febrero de 1874, Fornaris estaba vivo. Ese, también el último en que el hombre del Grito de La Demajagua hizo anotaciones en su diario, escribió algunas líneas peyorativas sobre el diputado, junto a cuyo segundo apellido por cierto escribió entre paréntesis “Antúnez, mejor dicho”. De todas formas, si los hechos que Céspedes le censura en este y otro pasajes fueran ciertos, no cabe la menor duda de que los pecados del redactor de “Rasgos de la guerra de Cuba” fueron suficientemente lavados cuando en las páginas que legó a la posteridad puso de manifiesto su voluntad de permanecer hasta el fin junto a la revolución y más todavía cuando murió abrazado a esta. Después de todo, aquellos eran hombres y no dioses. Tenían defectos, pero también virtudes extraordinarias.

Por razones desconocidas, sus apuntes fueron a dar a manos del entonces teniente coronel del ejército español Manuel Serrano y Ruiz, un joven oficial, primo segundo de Francisco Serrano y Domínguez, duque de la Torre, quien había sido capitán general de la Isla y hasta 1871 regente de España a causa del derrocamiento de Isabel II. Serrano y Ruiz, a pesar de que era la norma, no los entregó para que fueran a reposar en los archivos militares españoles y los conservó con él.

El oficial español participó en hechos esenciales de la campaña militar de la Guerra de los Diez Años, desde diciembre de 1868. Con su batallón del Castillo del Morro, había estado primero en Camagüey y luego combatió en el río Salado, y el 15 de enero de 1869 entró en Bayamo con las fuerzas de Valmaseda. Estuvo en la contienda hasta fines de mayo de 1874, en que salió a prestar servicios en España. Luego estaría en diversos destinos en la Península y en la campaña de Filipinas. En 1904, ya con el grado de general de división, fue designado gobernador militar de Melilla, cargo que ocupaba al fallecer ese mismo año. A lo largo de su vida guardó como reliquia de guerra el manuscrito, formado por 200 páginas de 15,5 cm de largo y 10,5 cm de ancho y en el que Fornaris solo colocó en la cubierta sus iniciales. Durante alrededor de 90 años, la familia del general Serrano ha conservado celosamente este documento hasta que en fecha reciente, por mediación del señor Juan Carlos Llorente, esposo de la bisnieta de Serrano Ruiz, Paloma, nos fue cedida una fotocopia del original, cuya transcripción aparece en esta obra.

No pudiera haber sospechado Fernando Fornaris, cuando se dirigió a sus hipotéticos lectores, que solo algo más de 120 años después de haber redactado sus “Rasgos de la guerra de Cuba”, como tituló sus páginas, estas serían conocidas por sus compatriotas.

En su texto, escrito durante un período de la vida trashumante de la Cámara de Representantes, se ofrece un testimonio invaluable de las razones que impulsaron a ese cuerpo a tomar la decisión funesta de deponer a Céspedes. Nadie mejor que él, uno de los ocho hombres que votaron la medida, para darnos sus fundamentos y apreciaciones al respecto. Hasta ahora, de entre quienes estuvieron presentes en Bijagual, aunque no era diputado, solo conocemos los criterios del coronel Fernando Figueredo, expuestos enLa revolución de Yara,pero sus puntos de vista están dados desde una óptica cespedista. Otros mambises que pudieron conocer de cerca los motivos, como Enrique Collazo, enDesde Yara hasta el Zanjón,también han expuesto criterios sobre las razones que llevaron a una medida que destrozó los cimientos unitarios de las fuerzas revolucionarias y la autoridad del gobierno de la que, en realidad sin comprenderlo, la Cámara resultaba solidaria, pero no participaron en las deliberaciones. Creemos que esta es la primera vez que puede leerse un testimonio directo de uno de los ocho protagonistas de la decisión: Tomás Estrada Palma, Jesús Rodríguez, Juan Bautista Spottorno, Luis Victoriano Betancourt, Ramón Pérez Trujillo, Marcos García, Eduardo Machado y, por supuesto, Fernando Fornaris y Céspedes. Salvador Cisneros Betancourt, aunque era el presidente de la Cámara, se excusó de asistir a la sesión porque, en caso de que se votara la destitución, sería el llamado a reemplazar al Presidente.

¿Por qué se produjo tamaño error en medio de la campaña militar mambisa? ¿Este pudo ser evitado? ¿Cuáles fueron sus consecuencias? Quizás ya todo el conflicto estaba presente en los orígenes mismos de la lucha.

1 De Caballero de Rodas al ministro de Ultramar, 26 de noviembre de 1870. Archivo Histórico Nacional de Madrid. Sección de Ultramar, leg. 4941, expte. 9. En lo adelante este Archivo y su Sección de Ultramar se citarán con las siglas AHN/U. Por otra parte, todas las citas que aparecerán han sido transcritas con la ortografía y puntuación de la época con las cuales aparecen en los originales (N. del A.).

2Libería, 30 de mayo de 1875. Biblioteca Nacional de Cuba. Fondo C. M. Ponce, no. 524.

Capítulo I

El estallido

Muchos y diversos eran los agravios que se acumulaban en la Isla contra el régimen colonial. Como describió Enrique Piñeyro, “vivíase constantemente como en país ocupado por ejército enemigo: los soldados imperaban y los ciudadanos debían pagar sin murmurar las crecidas contribuciones”.1En efecto, a la cerril intolerancia política forjada desde tiempos de Miguel Tacón y los abusos de orden policíaco de las autoridades, se añadían las restricciones al libre comercio, las violentas exacciones del fisco, la mezquina porción que le tocaba a Cuba de su propio presupuesto, los envíos de los “sobrantes” —previstos de antemano— a España y la exigencia de sobornos hasta del último chupatintas ante cualquier gestión oficial. Para colmo, a todo esto se agregaba la discriminación del cubano en los cargos públicos. Según cifras de la época, el 62 % estaba ocupado por peninsulares, pero faltaría apuntar que los destinados a los cubanos eran los demenor jerarquía y, por tanto, peor remunerados.2Por aquella peculiar concepción colonial de cómo atender los intereses de los colonizados, en aquella sociedad había casa de gobierno y cuartel donde no había escuela.

Mientras los cubanos tenían conciencia de que eran dueños de su tierra, los peninsulares sentían que se trataba de la posesión conquistada por sus ancestros a la cual tenían derecho de extraerle todo el fruto y el jugo posibles, sin que los naturales tuviesen el menor derecho a protestar. El resultado de esta situación era un odio sordo, un aborrecimiento palpable e irremediable, que se entrecruzaba entre cubanos y peninsulares. Se olvidaban los españoles que muchos de esos cubanos a quienes veían ya como diferentes a sí mismos, por el hecho de la sucesión, eran en todo caso los verdaderos descendientes de los colonizadores, y no ellos, apenas unos recién llegados. Incluso, todavía más: por una de esas paradojas que crea la nacionalidad, hijos de padre y madre peninsulares se sentían cubanos y no españoles. Parafraseando lo que diría un político de la época, parecía que lo único que no daba España en Cuba eran españoles. En aquellos momentos era ya Cuba un país de blancos, negros y mestizos que habían creado intereses propios, una cultura diferente y sentimientos que se enraizaban en su isla, y todo se unía para gestar su visión de un aliento distinto que lo distinguía del peninsular.

A las irritaciones que sentía el cubano se añadía que cualquier ser de mínima sensibilidad y escrúpulos tenía que albergar un sentimiento de culpa y horror ante la visión degradada del esclavo; sin embargo, las autoridades, los traficantes de esclavos y sus voceros no se cansaban de proclamar que la mejor manera de mantener atada a Cuba era mediante el mantenimiento de la institución servil.

Parecía que la codicia de los peninsulares que vivían de la situación ultrajante de la Isla y sus cómplices entre los propietarios criollos y la burguesía metropolitana que sacaba buenos dividendos de Cuba, estaba condenando a los hijos de los pueblos cubano y español a pagar una alta cuota de víctimas para sostener unos intereses muy poco morales.

De todas maneras, aunque tuviese motivos para la connivencia con el régimen colonial, la clase de los hacendados y terratenientes cubanos3 tenía motivos más que sobrados que echar en la balanza para sentir fobia contra un sistema que se la pasaba urgándole la bolsa. Ellos, casi sin interrupción, desde los tiempos de la subida de Juan Álvarez Mendizábal al poder en Madrid, en 1835, y acentuadamente a partir de ¡a superintendencia del conde de Villanueva, Claudio Martínez de Pinillos, se habían visto atenazados por cuantas medidas económicas le había sido dable a España imponer para extraerles hasta el último céntimo posible. Los ahogaban los aranceles aduanales de exportación, los de importación respondidos por las naciones extranjeras, sobre todo los Estados Unidos, con la guerra de tarifas, los impuestos en cascada y cuanto arbitrio era posible. Solo entre 1864 y 1867 los tributos habían crecido de 30 millones de pesos a unos 40 millones.4 Además, la cúpula de la clase comercial peninsular les había venido arrebatando en la Isla su propio campo de acción. Para eso servían ahora las hipotecas, que gravaban prácticamente todas las propiedades azucareras, y la cancelación de la ley que hacía inembargables los ingenios se convertían ahora en un cuchillo en la garganta del hacendado. Ya le podían ejecutar no solo la producción sino la propiedad misma. A los comerciantes prestamistas les convenía la medida y a un número de los grandes hacendados también, porque se liberaban así de una traba feudal que limitaba la libre circulación de capitales, permitía aplastar la pequeña competencia y les abría el camino de la concentración y centralización de capitales; pero para los medianos y pequeños propietarios de ingenios, la inmensa mayoría, resultaba una causa más de malestar. Al unísono, todas estas eran razones acumulativas para un estallido que hasta entonces el peso de la esclavitud y los temores a la insuficiencia de la Isla para mantenerse independiente ante la codicia de las potencias de la época, había hecho frenar.

A pesar de todo, lastimosamente, parecía que todavía la cuerda de los hacendados y terratenientes duraba para continuar resistiendo y no desear ninguna aventura que pudiera significar pelea. Pudiera advenir la destrucción de su riqueza y la desaparición violenta de la esclavitud. Dado el significado de las dotaciones como capital invertido, estaban dispuestos a mantener el fardo de la institución, aunque le deparara la decadencia a causa del lastre que representaba para la modernización de la producción. Ahora, para más, la subordinación que desde mediados de la década del 50 se venía produciendo de manera creciente en relación con el mercado de los Estados Unidos, les creaba nuevos condicionamientos. Pero esta postura resignada de un sector de los propietarios, ya no era el único punto de vista que podía abrirse en la sociedad. El retardo que causaba la institución esclavista les permitía a unos pocos prever otros desarrollos más progresivos en el proceso de las relaciones de producción. Además, otra visión del mismo problema daba por resultado que la economía basada sobre la servidumbre, al no crear un mercado, ya que el esclavo no consumía y tampoco lo hacía el campesino sitiero, que tenía una economía de autoconsumo, mientras el asalariado sí podría convertirse en cliente de muchos cultivos comerciales o la ganadería, posibilitaba que algunos percibieran más o menos conscientemente la necesidad del paso a una economía mercantil más desarrollada; es decir, capitalista. Esto alumbraba a las claras la necesidad de la emancipación y creaba el marco conveniente para el surgimiento de una conciencia ética diferente.

Los hacendados y terratenientes, que en medio de un cuadro de razones políticas y finalmente económicas, con una visión más avanzada y un asco en el alma por lo inmoral de la institución esclavista, llegaron a plantearse la salida independentista al problema cubano, aunque, como todos sus congéneres, podían tener en algún sentido simultáneamente rasgos burgueses y semifeudales, si bien no eran burgueses ni tenían la menor aspiración a salir de la órbita de la metrópoli para convertirse en grandes feudatarios en el sentido del régimen de producción. Vivían inmersos en una sociedad en que el escenario era dominantemente esclavista en medio de una producción manufacturera, y con vistas al desarrollo de la producción estas relaciones no podían sustituirse, en la situación internacional competitiva de la época, por otras que no fuesen las capitalistas, basadas sobre el trabajo asalariado. Tanto era así que en su conjunto la clase, con el fin de poder darles curso a sus intereses e incluso defender desde la trinchera de la propiedad sus dotaciones, habían necesitado echar mano de las ideas burguesas para imponer la ruptura de las trabas del cascarón semifeudal implantado por la colonia. Por eso, en la clase de los hacendados y terratenientes habían brotado las ideas liberales (que topaban paradójicamente siempre con la puerta del barracón). Mas esa misma situación podía dar por resultado que en algunos de sus integrantes estas avanzaran y no adoptaran formas retrogradantes, como las semifeudales. Incluso, en el caso de grupos muy determinados podía darse condiciones para la aparición de ideas democrático-liberales. Recuérdese que Céspedes afirmó, una vez comenzada la guerra:

A mí, que en política pertenezco a la escuela avanzada del progreso, que estoy por todas las reformas que la filosofía y la experiencia recomiendan, que detesto los sistemas rutinarios y envejecidos que a despecho del siglo practican algunas repúblicas, que adoro el ideal posible de un gobierno demócrata radical, que en las instituciones liberales veo el principio salvador, a mí no me pueden espantar ideas de Bruto ni de Dantón aplicadas a nuestra naciente República...5

Orillar las condiciones peculiares que estaban dándose en Cuba, transmutar mecánicamente en uno u otro sentido clases y objetivos, establecer patrones que no corresponden a esa realidad, olvidar que se está hablando de una sociedad en que el peso de las relaciones de producción esclavista lo dominaba todo e imponía su sello, pero también que esta institución había entrado en estado de disolución, ignorar que las relaciones capitalistas eran externas a la forma en que se producía, pero que a la vez devenía la única posibilidad hacia la cual avanzar, impedirá siempre una explicación pulcra de lo sucedido y llevará a alardes injustificados y extremos: bien a una interpretación economicista o a una visión abstracta de los hechos. En medio de aquella sociedad podían surgir, por tanto, ideas que condujeran a plantearse la liquidación de laesclavitud. Solo que estas tenían que ir anexas al problema esencial que dominaba los pensamientos progresistas cubanos: terminar ante todo con la camisa de fuerza del régimen colonial, la subordinación a una metrópoli opresora en lo político y esquilmadora en lo económico que no permitía expresar los reclamos de cualquier índole que fuesen y aún menos era capaz de escucharlos. En realidad, Cuba estaba sofocada por la relación metrópoli-colonia y esta vinculación había rebasado su época. Se había vuelto arcaica. En esas condiciones, la esclavitud representaba, en no poca medida, un rasgo más de las imposiciones a liquidar, porque España la había usado como uno de sus pivotes para mantener la dependencia.

Curiosamente, en la época se presentarían dos casos de regímenes de producción esclavista en gran escala, inmersos en un mundo de relaciones capitalistas, que terminarían en guerra y mediante esta resolverían el conflicto. Uno ya lo había hecho, el de los Estados Unidos. Faltaba Cuba. Lo único que si entre ambos es válido ese paralelo, también había un desencuentro. Allá, los barones algodoneros esclavistas tuvieron que ser derrotados en una guerra por los capitalistas del Norte, para acabar con el régimen de servidumbre, homogeneizar la forma de producción, ampliar un mercado y consolidar definitivamente la nación. En esta contienda los esclavistas habían marchado de forma compacta en la defensa de sus intereses. En Cuba, también la guerra que se desatara tendría que ir necesariamente contra la esclavitud, pero de manera curiosa la promovería un exiguo número de hacendados y terratenientes, colocados en determinadas circunstancias, que tendrían que actuar contra la propiedad de sus congéneres para acabar con la institución esclavista y abrir paso a una forma más progresista de producción, a la vez que al eliminar sometimientos y mediaciones daban paso a una nación cuyos rasgos esenciales ya estaban presentes. Más, esta diferencia estaría signada, sobre todo, por un hecho genético: al estallar la guerra civillos Estados Unidos ya habían ganado su independencia mientras que Cuba tenía primero que conquistarla. Despedazar el régimen esclavista sería parte de la lucha por la independencia, porque sus cadenas eran circunstancias de los mecanismos de sujeción que la colonia utilizaba para mantener atada la Isla. Por tanto, la independencia era el eslabón fundamental del problema.

La disparidad de las condiciones socioeconómicas y políticas entre las zonas del país, la Occidental y la Oriental, acentuada cada vez más desde mediados del sigloxix, e incluso en su interior nada homogéneas, tenía amplio reflejo en las ideas de una parte pequeña y radicalizada de la clase de los hacendados y terratenientes del oriente de la Isla. Estas eran parte de sus circunstancias características. Anclados como patriarcas en cantones de la zona, ayunos de poder político, bajo irritantes condiciones de exacción del sistema, que pagaban por la refacción de la zafra intereses más altos que sus iguales de Occidente, allí donde la esclavitud era menos densa y que para todos se mostraba como un arma colonial, un freno al progreso y se hacía odiosa desde un punto de vista moral, en que la autoridad peninsular tenía menos alcance por la ruindad de caminos que enlazaban regiones agrestes y extensas y la ausencia de peninsulares, raza encerrada esencialmente en las poblaciones de Occidente, con ideas liberales y democráticas, esos hombres estaban determinados a lanzarse a la lucha. Circundados por intelectuales jóvenesque les eran próximos y, por igual, por medianos y pequeños propietarios rurales, y una nata de sitieros, aparceros, precaristas y arrieros, que vivían a su sombra, la cólera contra elsistema colonial español encontraba campo propicio para elresentimiento. Enlazados unos y otros por vínculos familiares o de subordinación patriarcal, descreídos de que España pudiera hacer algo sensato en la Isla, concluyeron que después del fracaso de la Junta de Información ya no quedaba más que echar de Cuba su régimen. Y por qué no podrían lograrlo si los dominicanos lo habían hecho poco antes. “A España no se le convence, se le vence”, proclamaron altivamente.

Los negros y mulatos libres, una fuerza vigorosa hecha en el trabajo rudo que el blanco despreciaba, también sabían que ninguna equidad podían encontrar bajo el pendón de Castilla, y los esclavos, para nada una masa inerte, aguardaban exasperados la oportunidad para marcharse a un gran apalencamiento, el más formidable de todos, que les diera la oportunidad de disfrutar de la libertad. Hasta los culíes chinos, sometidos a la más violenta sobreexplotación, conscientes del abuso que sobre ellos se ejercía, temidos por sus amos, estaban preparados —aunque no lo supieran— para lanzarse contra el poder que sostenía sus cadenas. Tanta era la bestialidad que se ejercía sobre estos, que según un escritor de la época que visitó Cuba, el 75 % de ellos moría antes de haber cancelado su contrato de ocho años.6

Todas estas fuerzas heterogéneas formaban la comunidad dispuesta con su enorme potencial a plantarle cara a la metrópoli. Si los hacendados que decidieron lanzarse a la lucha podían guiar ese conjunto, era porque a partir de intereses e ideas que podían ser, en ciertos aspectos dispares y hasta contradictorios, hacían una propuesta factible de congregar a todos: independencia, abolición y libertad.

Indiscutiblemente, la diferencia en la población esclava, desdeel Camagüey hasta el extremo oriental de la Isla, permitía que el peso de las dotaciones no obnubilase en tan gran medida la conciencia de la clase de los hacendados y terratenientesde la zona oriental del país, como a los de sus iguales deOccidente, sobre todo de jurisdicciones específicas, para disponerlos a continuar cargando con el peso del régimen colonial. Por eso, podían mirar con mayor limpieza la situación.

Veamos, en una imagen particularizada, cómo se comportaba la situación. Hacia la fecha, mientras los esclavos del territorio al Este del río Jobabo eran aproximadamente 52 mil y los del Camagüey algo menos de 15 mil, los de Occidente sumaban más de 300 mil.7También resultaba cierto que sus ingenios eran más pequeños, al punto de que mientras en Occidente se producía más de 450 mil toneladas de azúcar (la región central de la Isla aportaba unas 143 mil) en los del Este solo se acumulaban alrededor de 46 mil,8 muchos de estos estaban cargados de deudas, se habían atrasado tecnológicamente y sus propietarios no podían modernizarlos y ampliarlos. Un dato lo ilustra. Mientras en Occidente 829 ingenios utilizaban como fuente energética la máquina de vapor, en la zona oriental solo contaban con esta 120 y en cuanto a los trenes de fabricación de azúcar, en tanto Occidente contaba con 50 modernos (únicamente seis de estos en la región central), en la zona oriental uno disponía de tal utillaje.9

Para mayor especificidad, algunos de los rasgos demográficos resultantes de las producciones de los territorios, se acentuaban todavía más en unas jurisdicciones que en otras. En Bayamo, Manzanillo y Las Tunas, la escasa población esclava y la inmensa mayoría de blancos se destacaban respecto a Santiago de Cuba y Guantánamo. En esto tenía que ver que en aquellos la cría ganadera —alrededor de 350 mil cabezas de ganado, a principios de la década—, tenían un mayor predicamento que la producción azucarera, para la cual solo disponían de unas 42 instalaciones, en su inmensa mayoría trapiches.10 En la jurisdicción de Holguín, con sus 16 molinos, de los cuales 11 eran trapiches,11 y acumulaba un buen número de esclavos, la mayoría blanca era notable. En cuanto a Santiago de Cuba y Guantánamo, con sus 114 manufacturas azucareras, juntas tenían más esclavos (casi 42 mil) que todas las demás jurisdicciones enclavadas entre Las Tunas y Baracoa (al pie de 11 mil), y en ambos casos su número resultaba superior a la cifra de población blanca con que contaban (algo más de 32 mil habitantes). Esto las diferenciaba respecto a sus vecinas. En relación con el Camagüey, aunque con un número casi el doble de ingenios y trapiches que las jurisdicciones de Bayamo, Manzanillo y Las Tunas, algo parecido a estas le sucedía en lo referente a la situación demográfica y social: tenía una baja proporción de esclavos (más de tres blancos por esclavo). Marcada ante todo por la cría ganadera, dado el tamaño de su territorio, las fincas azucareras estaban más dispersas y en la gran llanada de su peniplano apenas interrumpida por promontorios al Norte y el Sur, que le permitían una homogeneidad que no tenían entre sí las jurisdicciones colocadas a su Este, se asentaban numerosos potreros y haciendas donde un peonaje blanco pastoreaba los rebaños. Un ejemplo de las ideas que marcaban a muchos de los jóvenes idealistas de esta región lo daría Bernabé Varona, Bembeta, quien en septiembre de 1867 sería llevado ante el capitán general Francisco Lersundi, acusado de estar proyectando “un levantamiento de negros”, a lo cual Fernando Fornaris se refiere en sus “Rasgos...”.

Además, desde 1867, sobre la Isla había comenzado a desplegarse una nueva situación irritante: la crisis económica que había comenzado a experimentar ese año sus peores resultados, y que provocaba una situación de angustia y rencores adicionales. Un bayamés de tránsito por La Habana, en octubre de ese año escribiría a un familiar que vivía en su localidad: “El estado de esta ciudad es muy lamentable y cada día que pasa se va poniendo peor: los grandes negocios, el alto comercio está moribundo y ha empezado el pánico, es decir la muerte: el banco Español está quebrado de hecho aunque se hacen esfuerzos para ocultarlo...”.12

Con independencia de que la menguada cantidad de esclavos o la pequeñez de sus propiedades, las deudas o la imposibilidad de transformar el trapiche, no caracterizaban a algunos de los patricios que irrumpirían contra España, sino que, por el contrario, disponían de fortunas opulentas y saneadas, lo apuntado resulta insuficiente para explicar la actitud política de la parte radicalizada de los grupos del Este, de la clase de los hacendados y terratenientes. José Martí, precisamente ganado por la paradoja creada por este grupo, afirmaría al referirse a él: “¡y esto fue lo singular y sublime de la guerra en Cuba: que los ricos, que en todas partes se le oponen, en Cuba la hicieron!”.13 Si bien era cierto que se trataba de un puñado de aquellos, y que finalmente la mayoría no acudiría al llamado independentista, quienes organizaron la lucha no eran tan torpes y romos, como para no comprender que si se le anotaban contra España sus propiedades sufrirían todo el rigor de la campaña militar. Más no solo peligrarían sus caudales, sino incluso su vida y las de sus seres entrañables. En su manifiesto auroral, al tomar las armas contra el régimen colonial, Céspedes diría: “Viéndonos expuestos a perder nuestras haciendas, nuestras vidas y hasta nuestra honra, todo nos obliga a exponer esas adoradas prendas para reconquistar nuestros derechos de hombre ya que no podemos con la fuerza de la palabra en la discusión, con la fuerza de nuestros brazos en los campos de batalla”.14

Un hombre puede pertenecer a una clase, pero resultaría aberrante creer que cada uno debe ser un estereotipo de esta. Cada individuo anida formas de pensar propias que le dan su peculiaridad, y puede suceder, y sucede, que un hombre que pertenezca a una clase llegue a diferenciarse de esta e, incluso, negarla. La abnegación con que estos hombres actuaron desde los primeros instantes no permite la mezquindad cientificista de restarles un átomo a su grandeza moral e histórica, haciendo salir toda su actuación de algún mecanismo que conectara directamente la faltriquera y el cerebro. Veinte esclavos o 200 mil cajas de azúcar o 10 mil, no hacían solo la diferencia. En la Isla había multitud de otros factores como para que una conciencia, una personalidad, pudiera asumir un desempeño distinto al que teóricamente le correspondería. La discusión puede ser infinita, los hechos no, y ahí están. En medio de la conspiración, uno de los gestos del riquísimo hacendado Francisco Vicente de Aguilera probó la decisión que los conmovía cuando trató de vender parte de sus bienes y entregar el resultado de las zafras de sus ingenios para poner el caudal a disposición de la compra de armas, y, después, ya en la manigua, Céspedes le remitiría miles de pesos y hasta sus prendas de uso personal a Francisco Javier Cisneros para la compra de armas y municiones.

Estas actitudes evidencian que si en la decisión de insurgir contra España actuó de manera innegable todo un conjunto de factores de carácter económico que dieron como resultado una toma de conciencia de la contradicción esencial entre la evolución económica de la Isla y el régimen colonial, y una percepción de la situación desintegradora a que estaba sometido su patrimonio, también tuvieron un desempeño razones de orden social, político, cultural, psicológico, y hasta de sentimientos y emociones. En este surco caería la semilla de las ideas.

Como resultado de su ajuste se pondría en marcha el impulso de estos próceres, solo dispuestos a rendirse a la dulce tiranía de la Patria. Cumplirían lo que Martí con palabra precisa y preciosa describió: “A muchas generaciones de esclavos tiene que suceder una generación de mártires. Tenemos que pagar con nuestros dolores la criminal riqueza de nuestros abuelos. Verteremos la sangre que hicimos verter: ¡Esta es la ley severa!”.15

En el verano de 1867, los ánimos de los patriotas de Bayamo estaban tan exaltados, que no podía contenerse dentro de límites razonables el espíritu que los dominaba.16 Francisco Vicente Aguilera fue el primero en dar un paso para organizar la lucha. Poco después, en la casa del abogado y hacendado Pedro Figueredo se constituyó una logia masónica, Estrella Tropical, y Aguilera fue elegido Venerable Maestro. La designación de vocales recayó en Pedro Figueredo y Francisco Maceo Osorio. También otro bayamés, Donato del Mármol, se distinguió enseguida por su desempeño en la preparación de las conciencias en favor del inicio de la lucha.

Eran obvios los propósitos de la congregación fraternal: tener la cobija de su secreto con la cual amparar sus conciliábulos revolucionarios. Además, de esa forma evitaban toda injerencia del clero español de la Isla, al cual el Concordato de 1851 había convertido en realidad en servidores del gobierno metropolitano.17 En medio del tórrido agosto, la cúpula de los agremiados en la logia estableció el Comité Revolucionario de Bayamo. Ya estaba plenamente en marcha la conspiración para un alzamiento contra España. Su decisión inmediata fue extender la conjura a las regiones aledañas y llevarla también al Camagüey, Las Villas y Occidente. Podían contar con que en Puerto Príncipe se había fundado otra sociedad fraternal, la logiaTínima, que dirigía Salvador Cisneros Betancourt, marqués de Santa Lucía, perennemente hostil al dominio de España, uno de los hombres de la hora de Joaquín de Agüero y alma de la conspiración en la región.

Para sus fines, los orientales organizaron poco tiempo después otra logia, la Buena Fe, en Manzanillo, de la cual Carlos Manuel de Céspedes, abogado bayamés, de notable hoja como enemigo del régimen colonial, fue elegido Venerable Maestro. Desde los primeros momentos fueron puestos en su conocimiento los propósitos de los hombres de la ciudad del río Cauto.

Pedro Figueredo viajó a La Habana a buscar el concurso de los poderosos hacendados de Occidente, sin los cuales a sus compañeros de conjura les parecía la empresa prácticamente imposible. Acudió al grupo cubano más estructurado, el de los anexionistas que habían jugado con el reformismo que tenía como líderes a José Morales Lemus y al Creso cubano, Miguel Aldama. Más, el enviado no encontró eco en Morales Lemus. La respuesta, promisoria en el momento inicial, se torció enseguida hacia un rechazo tajante a emprender la lucha. Era la contestación del viejo miedo a las conmociones que pudieran dar al traste con sus caudales y sus dotaciones de esclavos. Antes de abocarse a esta, los anexorreformistas preferían dejarse ganar por la esperanza ilusoria, infundada,de que al fin ocurriera un milagro y España accediera a introducir cambios en la gobernación de laIsla. Culebreantes, hasta estarían dispuestos a aceptar la anexión a los Estados Unidos si el general Ulysses Grant arribaba al poder, aunque para esto tuvieran que negociar la incorporación de Cuba, con vistas a que la emancipación dela esclavitud no se produjera violentamente. De ahí sus cálculos dilatorios, que aún no les permitían adherir la única salidaque su fina ilustración debió haberles hecho comprender lesquedaba por delante. Esto, a pesar de que estaban al tantode que su causa estaba ya al lanzar su exterior final con el cierre a pocodel períodicoEl Siglopor falta, más que de lectores, de ideas con que alentarlo. Seguían prefiriendo el yugo a la estrella.

En cuanto a Las Villas, el Comité Revolucionario envió a la región a Luis Fernández de Castro. En Santa Clara había enemigos de España que se nucleaban en conciliábulos hostiles en la farmacia de Juan Nicolás del Cristo.18Estos eran abogados, ingenieros y médicos, como Miguel Jerónimo Gutiérrez, Eduardo Machado y Antonio Lorda; pero, al parecer, todavía sus trabajos estaban tan sumergidos que Fernández de Castro no pudo encontrar su pista y su gestión fue infructuosa.

A finales de año, ya las autoridades españolas recibieron la confidencia de que el abogado Céspedes estaba conspirando en Manzanillo, y la Nochebuena de ese año en que la bella esposa del también hacendado, su prima María del Carmen, agonizaba, intentaron arrestarlo. Solo desistieron ante la penosa situación que hallaron en su casa. Aunque a cada minuto crecían las sospechas de las autoridades coloniales de que estaban produciéndose en esta jurisdicción y la de Bayamo actividades revolucionarias, el temor a levantar inquietudes que al final resultaran infundadas detuvo la represión masiva.

En los primeros meses de 1868, los conspiradores estuvieron envueltos en sus trabajos para organizar la lucha; mas, también en grandes debates. A finales del verano, en la hacienda de San Miguel del Rompe, en las cercanías de Las Tunas, se produjo uno de los concilios de los conspiradores. Era, en lenguaje masónico, la Convención de Tirsán, la Convención de los Padres. Acudieron representantes de Bayamo, Manzanillo, Holguín, Las Tunas y el Camagüey. Las tesis diferían en diversos planos, y todavía, como era lógico la incertidumbre, el desconcierto, la indefinición de rumbos, invadían a los conspiradores. Según uno de los participantes, Belisario Álvarez, la divisa bajo la que debían levantarse estaba para algunos en duda: había quienes creían que debían hacerlo por la independencia franca; otros consideraban que el reclamo debía contener los derechos políticos nunca concedidos por España, y otros más por la anexión a los Estados Unidos. Todavía, frente a quienes estaban decididos a la abolición inmediata, algunos vacilaron.19 Evidentemente, se reunían allí hombres en favor o inclinados a la insurgencia, pero sus propósitos diferían en cuanto a radicalidad. Se probaba, como parece cumplirse en todos los casos, que todo grupo humano es divisible entre dos.

En la duda de quienes vacilaban en la abolición inmediata no poco peso tenía la idea de que debían atraerse el concurso de los hacendados occidentales, a quienes la emancipación de los esclavos los podía alejar del levantamiento y, eso, si no se echaban en brazos de España. Debe tomarse en cuenta que la tarea que pensaban enfrentar estos hombres resultaba, en su momento, colosal. Tendrían que derrotar a una potencia europea débil, pero poseedora de medios descomunales, si se comparaban con los recursos de que ellos dispondrían. Solo en cuanto a población, España era más de 11 veces mayor que Cuba. Esta misma razón actuaba sobre algunos para pensar en la posibilidad de la anexión, que les atraería el concurso de los Estados Unidos. Aunque no se llegara a tanto, era lógico pensar que Grant, ya presidente electo de los Estados Unidos y dado su seguro resentimiento en relación con España a causa de la ayuda que esta le había prestado al Sur durante la guerra civil norteamericana, favorecería la insurrección cubana.

También hay que contar con que la imagen de los Estados Unidos era todavía promisoria. Su democracia y libertades, su contexto republicano frente a las desgastadas monarquías europeas, eran la admiración del universo, y hasta se creía que la América toda estaba llamada a ser una sola nación. Quienes estaban por esta tesis, en razón de la desaparición de la esclavitud en los Estados Unidos, demostraban ser a la vez partidarios de la abolición inmediata, porque esa constituiría obviamente una condición para que la potencia del Norte admitiera a Cuba en su seno. De todas formas, allí los únicos que estuvieron en una posición coherente fueron los partidarios de la independencia absoluta; mas, solo la lucha se encargaría de decantar en todos dudas y opciones.

Una rivalidad más y casi la decisiva se expresó en el cónclave: unos creían que la hora de lanzarse a la lucha era prematura y estaban por esperar hasta un año y más para el pronunciamiento, con el fin de poder atraer a los propietarios de Occidente y disponer de los pertrechos necesarios; otros no prolongaban tanto el plazo, pero pensaban necesario aguardar a disponer de armamentos. Frente a estos se colocaron quienes se pronunciaron por lanzarse de inmediato. Esa constituyó la postura ardorosa, apasionada, enérgica de Céspedes. La fuerza de su convicción se reflejó en las palabras magníficas que le dirigió a aquella sesión: “Señores: La hora es solemne y decisiva. El poder de España está caducou carcomido. Si aún nos parece fuerte y grande, es porque hace más de tres siglos lo contemplamos de rodillas. ¡Levantémosnos!”.20 La tesis de Céspedes no triunfó. Se debía esperar. Los opositores a un alzamiento que consideraban prematuro, días después, luego de una reunión en la finca Muñoz, convinieron no insurgir hasta que no terminara la zafra azucarera. La razón de Aguilera para plantear este compás de espera fue la misma que adujo en la Convención de Tirsán: poder disponer de los fondos de la cosecha para la adquisición de pertrechos.21 También saldrían de nuevo delegados para La Habana y Las Villas, con el fin de intentar sumar a otros posibles complotados y a los reticentes de Occidente.

Cuando urdían sus planes, los revolucionarios cubanos sabían que estaban en las vísperas de graves acontecimientos en España, que incluso podrían dar al traste con el trono. Desde mediados de 1866, dos insurgencias malogradas y una agitación estudiantil exitosa lo anunciaban. En efecto, las desastrosas condiciones económicas que se experimentaban en la economía de la Península, la honda depresión que la embargaba, hacían soplar sobre estos aires de tormenta. Tan grave había llegado a ser que España había estado buscando préstamos estadounidenses o europeos, a cuenta de las rentas de la Isla. Por fin, en septiembre el general Juan Prim y otros militares junto con fuerzas políticas se alzaron contra Isabel II, y La Gloriosa Revolución, como llamarían a la nueva rebelión de la fecha, nucleada por los progresistas a quienes se les había negado el poder desde tiempos de Espartero, hizo huir de España a la reina. Tiempo atrás, Prim le había solicitado a José Antonio Saco el concurso de los hacendados cubanos para la causa que encabezaba. A cambio, al triunfo, concedería reformas en Cuba. Aunque, según unos la petición había resultado estéril,22 otros aseguran que Prim recibió para su causa fuertes sumas desde la Isla, tanto de cubanos como de peninsulares.23 El 8 de octubre, un nuevo gabinete, encabezado por el general Francisco Serrano, se constituiría en Madrid y bajo la presión de los demócratas de la Junta de Madrid, que pugnaban por el establecimiento de una república, establecía el sufragio universal masculino, la libertad religiosa, la institución del jurado y las libertades de prensa y asociación.24

El barrunto de los hechos que iban a producirse en septiembre, en España, pareció alentar la desesperación de Céspedes y llevarlo a plantearse adelantar todo lo posible el alzamiento. Los factores subjetivos reverberaban, aunque los pertrechos faltaran. Céspedes estimaba que una sola delación podía poner en peligro todos los planes. De manera que el acuerdo de la finca Muñoz no les cerró la partida a los ardores de su grupo. Además, un nuevo suceso vino a poner en vilo a los participantes de la conjura. En Puerto Rico, el 22 de septiembre, se produjo el Grito de Independencia de Lares. Los rumores se esparcieron por toda la región oriental e infundieron nuevos alientos a los más fogosos partidarios del levantamiento inmediato.

Ante el empuje de Céspedes y sus compañeros, Aguilera y el Comité Oriental pretendieron detenerlos mediante una concesión, porque comprendieron que de todos modos llevarían a cabo cuanto antes la intentona. El Comité fijó una nueva fecha para fines de año. Esto no sujetó tampoco a los conspiradores. Debe ser considerado que a esas alturas ya en Bayamo, Las Tunas, Holguín y Manzanillo, cientos de patriotas estaban virtualmente en armas. Según Luis Figueredo, en agoste, de acuerdo con las instrucciones de la Junta Patriótica de Bayamo (posiblemente solo de una parte de sus miembros),ya había instalado un campamento en El Mijial, Holguín,25donde había reunido un número de patriotas dispuestos a ir a la lucha. Figueredo, por los días del debate, estaba en rebeldía por haber ahorcado a un recaudador del Banco Español que andaba por la región cobrando el infausto impuesto del 10 % sobre la renta con que el gabinete español había burlado a los hombres de la Junta de Información.

Pronto supo Céspedes que los conspiradores de Las Tunas, encabezados por Vicente García, un rico propietario de la región, y otros de Bayamo, como Donato del Mármol, habían decidido lanzarse el 14 de octubre por el camino por donde arden las armas. De esa manera, Céspedes acordó con su grupo que en la misma fecha se lanzarían a los campos de la guerra.

A Céspedes, 15 propietarios rurales que compartían su postura —entre ellos Bartolomé Masó y los hermanos de Céspedes— lo eligieron su jefe. En el acta que levantaron, el 6 de octubre, propugnaban: “Queremos abolir la esclavitud indemnizando a los que resulten perjudicados”.26 A poco le comunicaron a Aguilera la decisión del alzamiento inmediato, y este, echando a un lado celos y egoísmos de primogenitura, en un gesto noble y magnífico, aunque lo habían dejado descolocado, marchó a su finca de Cabaniguán a reunir fuerzas. A partir de la determinación de Céspedes, Vicente García y Aguilera, las jurisdicciones del centro-oeste de la región más oriental del país estaban prácticamente en pie de guerra.

El llamado de la libertad

Por fin, inevitablemente, el rumor de la insurrección en marcha llegó a Francisco Lersundi, el capitán general de la Isla, un hombre de talante violento y sentimientos fieros, que quería seguir ignorando los hechos acontecidos en la Península; y una orden de apresamiento de Carlos Manuel de Céspedes y otros de los conspiradores más significados voló a Bayamo. El telegrafista que recibió el mensaje era sobrino de Céspedes. Ya no podía esperarse ni un instante más para declarar la rebeldía. Céspedes llamó a los complotados a reunirse en su ingenio Demajagua, en las cercanías de Manzanillo, y al amanecer de 10 de octubre de 1868, la campana del batey doblaba. Llamaba a la dotación, más no para emprender la faena diaria: estaba repicando para anunciar que comenzaba la lucha para ponerle fin al régimen colonial de la Isla y la esclavitud. Proclamaba que se iba a iniciar la liberación plural de Cuba.

Según el testimonio de Bartolomé Masó, a media mañana de aquel día Céspedes reunió a la veintena de esclavos restantes de la dotación de 53 que había en los momentos en que adquirió el ingenio, los declaró libres y los invitó, si lo deseaban, a conquistar la libertad cubana; lo mismo hicieron con los suyos quienes lo rodeaban.27 De pronto, 36 blancos, propietarios de ingenios, terratenientes, abogados, ganaderos, se mezclaron con sus antiguos esclavos para emprender el camino de la independencia.

El patricio Céspedes no condicionó la libertad de sus esclavos a la adhesión a su causa. Limpio en su postura, les aseguró: “Ciudadanos, hasta este momento habéis sido esclavos míos. Desde ahora sois tan libres como yo. Cuba necesita de todos sus hijos para conquistar su independencia. Los que me quieran seguir que me sigan; los que se quieran quedar que se queden, todos seguirán tan libres como los demás”.28 El hacendado esclavista se despojaba de golpe de esa condición, se hacía libertador y, alzando a sus siervos, los colocaba a su lado como pariguales. Conceder la libertad a sus esclavos lo podía hacer filántropo, hacerlos sus iguales lo hacía revolucionario. Nada les impuso. Tenían el derecho de acudir o no, junto a él, a la contienda. Era la prueba suprema de sus ideas liberales y democráticas. Cualquier zigzagueo posterior sería meramente resultado de la táctica política.Lo primero era ganar la guerra. Sin la victoria no habría abolición. Lo demás sería querer olvidar la necesidad deconjuntar todas las fuerzas posibles para la proeza desmesurada que se imponía. En definitiva, aquella mañana no solo estaba poniendo al pie del altar de la Patria su patrimonio, sino el destino de su vida y los de todos sus allegados.

Allí presentó su bandera, hilvanada la noche anterior por la fiel Cambula Acosta. Era curiosamente parecida a la de Chile. No sería por olvido de la enarbolada por Narciso López, sino como un homenaje a los esfuerzos de los chilenos por la independencia de Cuba y, en particular, de Benjamín Vicuña Mackenna, el agente secreto de Chile en los Estados Unidos, con quien Céspedes había mantenido relaciones en pro de la causa por la que hoy se levantaba.

En el Manifiesto de la Junta Revolucionaria de la Isla de Cuba,29 del 10 de octubre, Céspedes perfiló parte de las causas económicas que los llevaban a la lucha: la colonia no dejaba seguridad en la propiedad y fijaba tributos y contribuciones a su antojo; el sistema aduanero implantado provocaba represalias para los cultivos de la Isla; la plaga infinita de los empleados hambrientos de soborno del régimen colonial devoraba el producto del trabajo de los cubanos y tampoco dejaba paso a estos en los empleos; el ejército y la marina agotaban con sus enormes gastos las fuentes de la riqueza pública y privada, y, sobre todo, su acción estaba dirigida a hacer doblar el cuello al yugo férreo que los degradaba;la inmigración blanca se alejaba de las playas cubanas porla ojeriza con que las autoridades la miraban. Mas, también había otras razones para la insurgencia: la colonia privaba a Cuba de toda libertad política, civil y religiosa; expulsaba de la Isla a sus hijos o los ejecutaba por medio de las comisiones militares; la privaba del derecho de reunión; el sistema restrictivo de enseñanza impedía conocer a los ciudadanos sus derechos; el reiterado ofrecimiento de implantar los derechos no había sido más que una burla; y burla lo era también la convocatoria a la Junta de Información, utilizada para encubrir el establecimiento de un nuevo impuesto.

Delineaba el ideario de la revolución: todos los hombres eran hermanos; se amaban la tolerancia, el orden y la justicia, y se respetaría todas las vidas y propiedades de los pacíficos, inclusive las pertenecientes a los españoles; se admiraba el sufragio universal, que aseguraba la soberanía del pueblo; se deseaba la emancipación gradual y bajo indemnización de la esclavitud, el libre cambio con los países que utilizaran la reciprocidad, la representación nacional para decretar leyes e impuestos, y se haría observancia religiosa de los derechos imprescriptibles del hombre, para finalmente constituirse en nación independiente.

En el documento se anunciaba que se había acordado designar un general en jefe, que sería auxiliado por una comisión de cinco miembros en los ramos político y civil. Se abolía el pago de todos los impuestos y se pagaría el 5 % sobre la renta, como ofrenda patriótica, para los gastos de la guerra.

Céspedes y sus seguidores atacaron el poblado de Yara al atardecer del 11 de octubre. Los bisoños guerreros sufrieron un revés, porque el pueblo había sido ocupado poco antes por fuerzas españolas procedentes de Bayamo. Esa noche, rumbo a la Sierra de Naguas, Céspedes, con solo un grupo de hombres, demostró su temple y que el 10 de octubre y su capacidad de liderazgo no eran mera obra de las circunstancias. Al plantear insurgir cuanto antes había visto más lejos que nadie, y ahora probó que tenía la voluntad y tenacidad para sujetar con su mano las riendas de la Historia. Alguien le comentó la impotencia de la desastrada tropa. Su respuesta fue inmediata: ¡Aún quedamos doce hombres, bastan para hacer la independencia de Cuba!30 Él era más que la luz de Yara. Era la llamarada misma.

En horas siguientes hubo sucesos que lograrían consolidar el alzamiento en una amplia región del Oriente central: el Club Revolucionario de Bayamo había sido sorprendido por los acontecimientos que solo conocieron el día 11. Enseguida convocaron en Buenavista, a dos leguas de Bayamo, una Junta para la dirección de la conspiración. Pedro Figueredo y Francisco Maceo Osorio mostraron disgusto por el levantamiento de Céspedes, pero expusieron que, como patriotas, seguirían la suerte de sus hermanos si la decisión final era tomar las armas.31Según narra Fernando Fornaris, Donato del Mármol y Luis Figueredo, este último primo de Pedro Figueredo, quienes habían promovido la celebración de la Junta, insistieron en la necesidad de apoyar de inmediato a los manzanilleros y “cada uno de los que podían ser cabecillas procedieran a formar su partida para abrir la campaña”. La mayoría apoyó esta tesis y se decidió secundar a Céspedes. De allí mismo salieron Del Mármol y Luis Figueredo, respectivamente, rumbo a Jiguaní y la fincaMijial, en Holguín, donde residían hombres dispuestos a secundar la gesta y otros que habían sido preparados de antemano. Los demás se lanzaron por toda la jurisdicción de Bayamo a reunir fuerzas. Poco después, varios pueblos y caseríos cayeron en manos insurrectas y también armamento. De todas formas, las comunicaciones cursadas a Céspedes por otros jefes los días 12 y 13,32en las cuales le informaban de tropas agrupadas en Guá, Jibacoa y Portillo, el envío de contingentes solicitados por él y hombres, posesionados en los alrededores de Manzanillo, demuestran que el pronunciamiento en el ingenioDemajaguano era más que la chispa de un incendio que ya abarcaba toda la zona desde días atrás. No puede pensarse en tales concentraciones y envíos, prácticamente en unas horas si no era porque había una vigilia en espera de acontecimientos. La patriótica osadía de Céspedes pagaba dividendos. El alzamiento no había fracasado. Medianos y pequeños propietarios rurales, sitieros, blancos, negros y mestizos, esclavos liberados y culíes chinos, toda la gama de ofendidos y humillados por el régimen colonial, estaba respondiendo al llamado de la revolución. Ya el día 18PeruchoFigueredo, desde el campamento de Caureje, notificaba que todo el territorio entre Cabo Cruz y Contramaeste estaba en manos insurgentes y que las filas de los combatientes sumaban siete mil hombres.33El optimismo del momento era tal, que al enviar un cañón a Las Tunas, el entonces comandante Luis Figueredo escribió que su llegada quizá pondría “término a la refriega”.34

Entre los campesinos que tomaron las armas en El Dátil estaba un dominicano, llegado a Cuba con los restos del ejército español en su retirada de Santo Domingo, al cesar la anexión, y que había servido en este con el grado de comandante. Alistado en las filas cubanas del poeta José Joaquín Palma, en reconocimiento a su dominio del arte militar, se le “otorgó el grado de sargento primero. Era Máximo Gómez Báez. Según confesaría después, entró en la insurrección por sus relaciones con los cubanos y paraayudar a hacer patria al pueblo que lo había acogido,35 pero quizá también tenía otra motivación muy íntima: la conquista de la liberación de los esclavos. La compasión por su suerte lo animaba de manera poderosa.

Entretanto, Céspedes, en camino a Bayamo, había vivaqueado por tres días en Barrancas, caserío que había ocupado. Firmó su proclama de despedida, como capitán general del Ejército Libertador de Cuba y no, como hasta ahí, general en jefe.36 Poco después de que las tropas españolas que habían marchado contra su ingenio lo incendiaran, Céspedes atacó, con las fuerzas que había reunido, la ciudad del Cauto al frente ya de unos dos mil hombres.37 En esto obtuvo un apoyo decisivo de la población. Luego de cuatro jornadas de lucha y asedio, las fuerzas colonialistas se rindieron y un número de sus integrantes se pasó a las filas de los insurgentes.38 A causa de su rendición, el jefe de la plaza, Julián Udaeta, recibiría una pena de 10 años de prisión.39 Gracias a la victoria, los rebeldes tenían ya capital y jefe, pues Aguilera, una vez más con noble desinterés y convencido de la importancia de la unidad revolucionaria, respaldó a Céspedes como jefe máximo de la gesta. Con Bayamo en manos de la rebelión, la música del himno guerrero que Perucho Figueredo había compuesto tiempo atrás pronto tuvo letra.

Poco después, Céspedes explicó que se hacía necesario adoptar el título de capitán general asumido, pero confió a los revolucionarios que no pretendía imponer a los demás pueblos de la Isla su gobierno y que, cuando sus representantes pudieran reunirse libremente, se adoptaría la forma de regirse que consideraran conveniente.

Si en los primeros instantes Lersundi y las demás autoridades de la colonia y los militares españoles parecieron creer que resultaría fácil sofocar la revuelta, el estupor y el desconcierto ante los triunfos y la extensión de la rebelión se fueron haciendo cada vez mayores. En Cuba solo había según fuentes españolas unos nueve mil soldados de línea y según historiadores cubanos entre 10 mil y 12 mil,40 y si los rebeldes hubiesen contado con pertrechos suficientes un huracán de fuego los hubiese barrido de la superficie de la Isla. Mientras Lersundi daba a conocer un bando en el cual amenazaba con la pena de fusilamiento a cuantos se sublevaran contra España y a toda prisa armaba batallones de voluntarios, a cuenta de los más de 109 mil peninsulares que residían en la Isla,41 blancos cubanos españolizados y pardos y morenos adictos, por lo que en diciembre llegaría a tener armados 50 mil voluntarios y de ellos 15 mil en operaciones,42 las tropas de Bayamo se apoderaban en corto plazo de manera eventual de varias poblaciones del interior de la región, como El Cobre, Baire y Jiguaní; atacaron, aunque sin éxito, Las Tunas y Holguín y amenazaron Manzanillo, Gibara, y hasta la propia Santiago de Cuba. Después del fracaso de algunos jefes hispanos en recuperar Bayamo, las fuerzas coloniales quedaron a la defensiva, hasta que Lersundi logró reunir algunos batallones, y bajo el mando del general Blas de Villate, conde de Valmaseda, las puso en marcha para la región oriental; sin embargo, el general vizcaíno no pudo cumplir de inmediato su misión, porque otros sucesos se habían producido al oeste del río Jobabo y lo obligaron, luego de recibir instrucciones, a marchar a toda prisa a Puerto Príncipe ante el temor de un Bayamo camagüeyano, que quizás hubiese sido el punto final de la dominación española en Cuba.

Aunque desde el 11 de octubre algunos osados patriotas del Camagüey, como Bernabé Varona, Bembeta,