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UN FASCINANTE VIAJE AL IMPERIO ROMANO DEL SIGLO I d. C.La historia de dos de las mentes más brillantes de la Antigüedad clásica.«La sutileza de su estructura consigue en todo momento animar lo que de otra manera podría parecernos remoto. El resultado es un magistral retrato de una época, tan vívido como los escalofríos que provocó en su día el despertar del volcán». TOM HOLLAND «Dos vidas de libros y viajes, dos historias de aventura y conocimiento entretejidas en el colosal tapiz del Imperio romano. Bajo la sombra del Vesubio comienza con la erupción más famosa del mundo antiguo y sus ecos se prolongan con toda nitidez hasta nuestros días». IRENE VALLEJO Cuando Plinio el Viejo, viajero, historiador y almirante de la flota imperial, murió en Estabia durante la famosa erupción del Vesubio en el año 79, dejó tras de sí los treinta y siete libros de su Historia natural —un fabuloso compendio que abarca conocimientos sobre materias de todo orden, desde la luna o el reino vegetal hasta la eficacia de los ciempiés en la curación de úlceras— y un sobrino adolescente que lo veneraba. Plinio el Joven heredó entonces los cuadernos de su tío —repletos de sabiduría y brillantes intuiciones— y se esforzaría durante toda su vida por mantener vivo su legado. Amigo del historiador Tácito, del biógrafo Suetonio y del poeta Marcial, fue además coleccionista de villas, abogado, senador y cronista del Imperio romano, desde los oscuros días de terror bajo el mandato de Domiciano hasta los más apacibles tiempos del emperador Trajano. Bajo la sombra del Vesubio es una biografía narrativa y dual que, entretejiendo las cartas de Plinio el Joven con extractos de los libros de Plinio el Viejo, devuelve la vida al padre y al hijo adoptivo, al mentor y al discípulo, a dos de las mentes más brillantes de la Antigüedad clásica, a la vez que despliega a través de su mirada el fascinante panorama de la Roma del siglo I d. C.
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Seitenzahl: 527
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Edición en formato digital: abril de 2021
Título original: In the Shadow of Vesuvius. A life of Pliny
En cubierta: fotografía de © Bridgeman Images
Diseño gráfico: Gloria Gauger
© Daisy Dunn, 2019
Originally published in the English language by HarperCollins Publishers Ltd.
The author asserts the moral right to be identified as the author of this Work
© De la traducción, Victoria León
© Ediciones Siruela, S. A., 2021
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Ediciones Siruela, S. A.
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
www.siruela.com
ISBN: 978-84-18708-71-8
Conversión a formato digital: María Belloso
Mapas
Nota
PRIMERA PARTE O-
Prólogo. Más oscuro que la noche
1. Raíces y árboles
SEGUNDA PARTEINVIERNO
2. Ilusiones de inmortalidad
3. Vivir es estar despierto
4. Solitario como una ostra
5. El don del veneno
TERCERA PARTEPRIMAVERA
6. Pliniana
7. La sombra de Verona
8. Retrato de un hombre
9. La muerte de los principios
CUARTA PARTE VERANO
10. La imitación de la naturaleza
11. Algo difícil, arduo y fastidioso
12. Cabeza, corazón y vientre
13. Después del solsticio
QUINTA PARTE-TOÑO
14. La vida en hormigón
15. La depravada creencia
Epílogo. Resurrección
Ilustraciones
Cronología
Índice de ilustraciones
Notas
Bibliografía selecta
Agradecimientos
A mis abuelos, Don y Wendy Short
&
Este libro explora las ideas de Plinio el Joven y Plinio el Viejo —los Plinios— acerca de la vida, la muerte y el mundo natural. Se trata de una biografía doble, estructurada en torno a la vida del Plinio más joven y mejor documentado de los dos, que hemos ido reconstruyendo a través de sus Cartas,y en torno a la extraordinaria enciclopedia de su tío Plinio el Viejo, la Historia natural. Pero es también una celebración del duradero interés que han suscitado ambos hombres y sus obras y del tratamiento que han ido recibiendo sus ideas a lo largo de los siglos.
Leer en latín tanto las Cartas como la Historia natural es un trabajo exigente que requiere un constante ir y venir entre fuentes distintas —las historias y sátiras de Roma; la poesía de la Grecia antigua y sus tratados de medicina, y hasta los escritos de los padres de la Iglesia—. Entre los destinatarios habituales de las cartas de Plinio el Joven se contaban el historiador Tácito y el biógrafo Suetonio, cuyas célebres semblanzas de los emperadores son bastante posteriores a sus cartas y complementan varias de sus crónicas de los acontecimientos de Roma. También, aunque durante mucho tiempo olvidadas, perviven numerosas inscripciones y restos arqueológicos que han aportado información sobre las vidas de ambos Plinios. Hemos querido unirlas a las fuentes literarias para ofrecer así una visión tridimensional del mundo al que pertenecieron. Todas las traducciones del griego y del latín en las que no se indica lo contrario son nuestras.
Con el mismo espíritu que animaba a los Plinios, hemos tratado de evitar un relato que siguiera estrictamente el orden cronológico, y hemos seguido las etapas de la vida del más joven al tiempo que recorríamos la Historia natural. La forma del libro se inspira en el año tal como se concebía en tiempos de Plinio el Joven, estructurado de un modo un tanto distinto al nuestro. Julio César había reformado el calendario en el siglo I a. C. cuando este había dejado de corresponderse con el curso de las estaciones —una discordancia que causaba el ciclo lunar, en el que estaba basado—. Julio César mandó que se sustituyera por un calendario solar. Y hubo entonces doce meses divididos en treinta o treinta y un días, a excepción de febrero, que, al igual que hoy, contaba con veintiocho días; veintinueve en los años bisiestos. Aunque Plinio el Viejo confesara que resultaba difícil determinar con exactitud el momento en que una estrella aparecía o señalar el comienzo de una nueva estación, siendo el cambio tan gradual y el clima tan impredecible, el calendario juliano, al menos, ofrecía un esquema estable. Plinio el Viejo decía que el invierno comenzaba el 11 de noviembre; la primavera, el 8 de febrero; el verano, el 10 de mayo; y el otoño, el 8 o el 11 de agosto.
Afortunados me parecen los hombres a los que los dioses han concedido el don de hacer aquellas cosas que merecen ponerse por escrito y escribir aquellas que merecen ser leídas, y muy afortunados los que pueden hacer tanto lo uno como lo otro. Por medio de sus obras y de través de las tuyas, mi tío será uno de ellos.
Plinio el Joven a Tácito, Cartas, 6.16
La crisis comenzó a primera hora de una tarde en la que Plinio el Joven contaba diecisiete años, cuando se hallaba en compañía de su madre y de su tío en una villa con vistas a la bahía de Nápoles. Su madre fue la primera que se fijó en «una nube extraña y enorme» que empezaba a formarse a lo lejos en el cielo. Plinio dijo que parecía un pino piñonero, «pues se alzaba como sobre una especie de tronco alargado y se extendía en forma de ramas». Pero también recordaba a una seta: tan leve como espuma de mar, de un blanco que, poco a poco, iba ensuciándose, se elevaba sobre un tallo mortal en potencia.1 Se hallaban demasiado lejos como para saber con exactitud de qué montaña salía la nube en forma de seta, pero Plinio descubriría después que se trataba del Vesubio, situado a unos treinta kilómetros de Miseno, el lugar desde donde él y su madre, Plinia, la observaban.
El cabo de Miseno era famoso por sus erizos de mar, y aún más por su puerto, que albergaba una de las dos flotas imperiales de Roma.2 Su nombre conservaba el recuerdo de Miseno, el trompetero de Eneas que luchó junto a Héctor en la guerra de Troya y logró escapar de la ciudadela en llamas y, a pesar de ello, encontró «una muerte que no merecía». «En su insensatez, hizo sonar una caracola marina en medio de las olas y llamó a los dioses para celebrar una competición de canto», relataba Virgilio.3 Tritón, que era hijo del dios del mar Neptuno, envidioso de Miseno, lo ahogó. Mientras reunía leña para la pira funeraria de Miseno, en la región volcánica de Cumas, Eneas descubrió la rama dorada que le daría acceso al Hades.
Plinio el Viejo, tío de Plinio por parte de madre, era almirante de la flota y responsable del mantenimiento y la reparación de unas naves que servían, en su mayor parte, «para proteger» las aguas itálicas.4 Aquella mañana se había levantado temprano, como era su costumbre, había tomado un baño y había desayunado, y estaba trabajando cuando, hacia el mediodía, su hermana fue a contarle lo que había visto. Tras abandonar su lectura y pedir su calzado, se dirigió a un punto de observación más alto para así tener una vista mejor.
Además de almirante, Plinio el Viejo era historiador y naturalista. Hacía poco que había acabado de escribir su enciclopedia de historia natural en treinta y siete volúmenes, donde dedicaba varios pasajes a los volcanes del mundo. Allí había descrito el monte Etna de Sicilia, resplandeciendo en medio de la noche «y cubriendo de hielo las cenizas» que expulsaba mientras la nieve caía sobre su superficie.5 Había descrito también el volcán Cofanto de la Bactriana, al norte del Hindú Kush, y el monte Quimera de Licia (al sur de Turquía), donde se decía que la lluvia alimentaba el fuego y, en cambio, la tierra y el estiércol lo extinguían. Y había escrito acerca de un cráter de Babilonia que lanzaba llamas sin cesar, y de volcanes de Persia, Etiopía y las islas Eolias. Pero no del Vesubio. En la Historia natural, el Vesubio no era más que un monte cubierto de viñas, regado por el Sarno y visible desde Pompeya.6 En caso de que Plinio el Viejo supiera que se trataba de un volcán, debía de creerlo extinguido.
Daba la impresión de que la región de Campania era demasiado verde y demasiado húmeda como para arder, con «llanuras tan fértiles, montañas tan soleadas, prados tan seguros, bosques tan ricos en sombra, tierras tan abundantes en viñas y olivos, vellones de lana tan hermosos, toros de cuellos tan magníficos y tantos lagos, ríos y manantiales, y tantos mares y puertos que el seno de sus tierras se abre al comercio de todas partes y penetra en el mar con el mayor entusiasmo para ayudar a los hombres».7 «La dichosa Campania» era para Plinio el Viejo el lugar en el que la naturaleza había reunido todos sus dones.
Las viñas eran especialmente famosas. Un antiguo fresco de la región muestra a Baco, el dios del vino, con un hermoso vestido de uvas mientras examina los viñedos de la ladera baja de una montaña que con toda probabilidad es el Vesubio. Una enorme serpiente, el «buen espíritu» de las viñas, aparece representada al fondo de la pintura. Atando aquellas largas vides en escaleras para descolgarse con ellas hasta una planicie al pie de la ladera del Vesubio, Espartaco y sus hombres habían logrado llevar a cabo un ataque sorpresa contra los romanos, obligarlos a retirarse y apoderarse de su campamento durante la rebelión del año 73 a. C.8 Casi un siglo después de la derrota de Espartaco, el geógrafo griego Estrabón se fijó en la presencia de unas piedras ennegrecidas casi llegando a la cumbre del monte y sugirió que las cenizas del fuego, «una vez extinguido», habían contribuido a fertilizar la tierra, como en el monte Etna.9 Sin embargo, si la lava fue la causa del éxito de los viñedos del Vesubio, no había indicios de que el volcán no se hubiera extinguido para siempre. El Vesubio había entrado en erupción por primera vez unos 23.000 años antes y llevaba ya dormido alrededor de setecientos —dormido, pero tan vivo como las tierras cultivadas que lo envolvían—.10 Igual que una serpiente, solo estaba mudando de piel.*
El proceso había comenzado tal vez dos horas antes de que la madre de Plinio lo advirtiera. Una erupción relativamente pequeña había presagiado la mayor, que había formado la nube.11 El árbol fue haciéndose cada vez más alto mientras era expulsado por el volcán y succionado hacia el cielo por convección.12 Al alcanzar el pico, podría tener una altura de treinta y tres kilómetros.13 Plinio el Viejo llegó a la conclusión de que aquel fenómeno merecía una investigación más profunda. Y, después de tomar nota de todo lo que pudo desde su lugar de observación, decidió abandonar Miseno para acercarse más a la fuente de dicho fenómeno. A primera hora de la mañana ya le había dado a su sobrino tareas de escritorio. Cuando ahora le preguntó si quería acompañarlo, Plinio le respondió que no; insistió en que prefería quedarse trabajando con su madre. Y entonces Plinio el Viejo se marchó sin él. Ordenó que le preparasen un barco, y estaba saliendo de la villa cuando le llegó una carta de su amiga Rectina, que vivía a los pies del Vesubio. Aterrorizada, esta le suplicaba ayuda, pues «ya no había huida posible salvo en barco». Fue entonces —recordaba Plinio— cuando su tío «cambió de planes y puso todo su empeño en lo que había comenzado como una curiosidad intelectual».14 El almirante Plinio tenía toda la flota a su disposición e hizo zarpar a los cuatrirremes —unos barcos grandes, pero sorprendentemente rápidos, provistos de dos filas de remeros con dos hombres por cada remo— para socorrer no solo a Rectina, sino a todos los habitantes de aquella poblada costa que fuera posible rescatar.
Durante varias horas, la flota mantuvo el rumbo atravesando la bahía de Nápoles. Pese a avanzar en la misma dirección de la que otros iban huyendo, se dijo que el tío de Plinio mostró tal templanza que no dejó de «describir y tomar nota de cada movimiento y cada forma que adoptaba aquella cosa maligna conforme iba apareciendo ante sus ojos».15 A la vista de cualquiera de los marineros que lograron sobrevivir y contaron la historia del coraje de su almirante, la posibilidad de volver a tierra sanos y salvos debía de parecer cada vez más remota a medida que navegaban. Primero llovieron cenizas sobre ellos; luego llovió piedra pómez; más adelante, incluso «rocas negras quemadas y rotas por el fuego». Y no fue una granizada fugaz. Se dijo que la lluvia blanca y grisácea de piedra pómez se prolongó durante dieciocho horas.16 Caía a un ritmo medio de 40.000 metros cúbicos por segundo.17 Cuando los cuatrirremes avistaron la costa, la piedra pómez ya había formado masas en forma de islas en el mar que obstaculizaban su paso. A pesar de ello, cuando el timonel aconsejó darse la vuelta, Plinio el Viejo se negó en redondo. «La Fortuna ayuda a los valientes», dijo.
Aunque la piedra pómez les impedía llegar hasta Rectina, decidieron ayudar en la medida de lo posible. Estabia, una ciudad portuaria al sur de Pompeya, se hallaba a unos dieciséis kilómetros del Vesubio. Una imagen contemporánea revela que el puerto de la ciudad contó con largos y elegantes promontorios, balaustradas entrecruzadas, frontones color de arena y columnas imponentes coronadas por esculturas humanas.18 Cuando la flota llegó, las columnas serían ya meras sombras, con la noche cayendo sobre la bahía.
Bajo la lluvia incesante de ceniza y piedra pómez, Plinio el Viejo fue en busca de un amigo, Pomponiano, que ya había cargado sus pertenencias a bordo de un barco, «preparado para huir tan pronto como dejara de soplar el viento en contra». Plinio el Viejo lo abrazó y pidió darse un baño antes de unirse a él para la cena. «O estaba verdaderamente sereno o, al menos, mostraba un semblante de serenidad que requería el mismo coraje», reflexionaba Plinio después.19 Mientras su anfitrión y los sirvientes contemplaban las llamas que brotaban de la montaña e iluminaban el cielo de la noche, Plinio el Viejo les dijo que lo que estaban viendo no eran «más que las hogueras de los campesinos, abandonadas en medio del terror, y sus casas vacías en llamas».20 Como tranquilizado por su propia mentira, no tardó en quedarse dormido. Era un hombre de cincuenta y cinco años, corpulento y con una tráquea débil.21 A medida que la ceniza caliente y la piedra pómez fueron acumulándose en el suelo tras la puerta, sus vías respiratorias, irritadas y contraídas —llamémoslo asma—, por una vez, resultaron ventajosas. Habría podido quedarse atrapado en el interior de no ser porque su respiración ruidosa alertó a los sirvientes de Pomponiano de que aún seguía dentro de la casa. Tras levantarlo de su cama, todos se reunieron para tomar la decisión definitiva acerca de permanecer allí o huir mientras aún fuera posible. El peso de la piedra pómez y los repetidos temblores de tierra ya habían empezado a hacer que los edificios se derrumbasen. Si se quedaban dentro de la villa, podían acabar aplastados. Si se aventuraban a salir, la piedra pómez también podía derribar otras estructuras sobre ellos. Unos dos metros de espesor habían caído ya tan solo sobre la ciudad de Estabia.22
Los habitantes de Campania llevaban días sintiendo los temblores, pero estaban acostumbrados a aquellos movimientos y a aquel ruido de fondo. Como Plinio observó, «no les habían supuesto mayor motivo de preocupación, al ser habituales».23 Más de dieciséis años habían pasado desde el último terremoto devastador de verdad, que había demolido templos, termas y edificios públicos de Pompeya y otras poblaciones cercanas.24 Algunos ciudadanos habían huido después de aquel terremoto y habían jurado no volver jamás.25 No obstante, la mayoría se había quedado hasta que vieron a sus vecinos sumidos en una especie de locura mientras que su ganado —más de seiscientas ovejas— perecía conforme los gases tóxicos iban propagándose por la atmósfera.26 A las gentes de Campania no se les ocurrió relacionar aquellos hechos con la erupción que se estaba produciendo entonces. Debió de resultarles inconcebible que algo que se estaba desenvolviendo tan deprisa se hubiera puesto en marcha tantos años atrás.
El terremoto del año 63 había sido tan inesperado como intenso. Tras producirse, el 5 de febrero, cuando Plinio el Joven contaba poco más de un año, había puesto en ridículo la antigua creencia de que en invierno nunca había terremotos.27 Las teorías aportadas a lo largo de los últimos seiscientos años para explicar la causa de los terremotos habían ido desde la cólera de los dioses al movimiento de las aguas debajo de la tierra o a la actividad del fuego o del aire.28 Plinio el Viejo, por su parte, había defendido la teoría de los «vientos contrarios».29 Creía que la tierra y todo lo que había en ella se hallaban llenos de aliento vital, y que los vientos acechaban en las profundidades subterráneas incluso de los valles y barrancos más oscuros. Si nadie los molestaba, aquellos vientos permanecían contenidos, ocultos en sus madrigueras, y solían hacer sitio al aire fresco que trataba de abrirse camino hacia sus grutas por rendijas en la tierra.30 Estratón de Lámpsaco, un filósofo de la escuela de Aristóteles, había descubierto que el calor y el frío se repelían mutuamente. Por eso los vientos subterráneos hacían todo lo posible por retroceder cuando llegaba aire frío. Pero, cuando no podían encontrar rendijas por las que escapar y el aire frío seguía filtrándose, se producía una violenta lucha. Y en mitad de aquella batalla entre los vientos era cuando la tierra se abría para aliviar la presión acumulada en sus entrañas. Ni Plinio el Viejo ni nadie sabía aún de la existencia de las placas tectónicas, pero aquella teoría demostraba una comprensión del papel que las fuerzas opuestas desempeñan como detonante de los terremotos.
La teoría de los vientos incluso servía en parte para explicar lo que ocurrió entonces. Se dedujo de forma acertada que las ovejas que murieron en el año 63 perecieron a causa de llevar la cabeza muy cerca de la tierra, de la que emanaban gases como el dióxido de carbono y el sulfuro. La muerte de ganado es un suceso habitual en las regiones volcánicas. En la primavera de 2015, más de cinco mil ovejas murieron en Islandia por una intoxicación de sulfuro volcánico. Los seres humanos llevan la cabeza lo bastante alta como para inhalar el veneno en dosis menores. La confusión que produce la intoxicación tiende a ser en ellos momentánea. Pero lo que nadie comprendió en el año 63 fue que aquel terremoto y aquella liberación de gases no los causaba el que los vientos se estuvieran moviendo bajo la tierra, sino el magma que ascendía por dentro del Vesubio. Los terremotos llevaban hostigando el sur de Italia los dieciséis años de la vida del Plinio más joven, mientras —poco a poco— el volcán iba despertando.
A medida que los terremotos iban haciéndose más fuertes en la bahía de Nápoles, los edificios parecían mecerse sobre sus cimientos y derrumbarse desde sus techos cargados de escombros. Plinio el Viejo conservó la cabeza lo bastante fría como para comprender que quedarse dentro mientras la tierra temblaba y el cielo parecía venirse abajo resultaría fatal. Él, Pomponiano y el resto de los hombres y mujeres que había en la casa de Estabia fueron en busca de almohadones, se los ataron a la cabeza, y se arriesgaron a salir a oscuras. La piedra pómez es ligera y porosa —ya que se forma cuando las burbujas de gas se expanden y estallan dentro del magma en ascenso, y de inmediato se solidifica y se enfría—, pero un trozo grande de roca podía fácilmente haberlos matado.31 De vuelta en Miseno, Plinio y su madre habían tomado una decisión similar. Plinio se había ido a la cama temprano y enseguida se despertó tras un breve sueño. Aunque la piedra pómez y la ceniza aún no habían empezado a caer allí, los temblores se habían hecho tan fuertes que objetos y muebles «no solo se movían, sino que llegaban a volcarse».32 Temiendo un accidente o algo peor, salieron y fueron a sentarse en una terraza con vistas al mar. El día anterior Plinio se hallaba demasiado absorto en su trabajo como para salir de Miseno con su tío. Aquella noche, seguir absorto en su trabajo puede que fuese —y seguramente lo fue— su salvación. Tras pedir a un esclavo que le llevara Ab urbe condita de Tito Livio, una ingente obra sobre la historia de Roma, Plinio volvió a sus anotaciones. Mientras leía acerca de la fundación y el desarrollo de Roma y su pueblo —y mientras la tierra continuaba temblando—, Plinio permaneció concentrado tan solo en su trabajo. Se preguntaría después si no fue aquella una actitud imprudente (era lo bastante circunspecto como para darse cuenta de la imagen que debió de causar garabateando mientras los cascotes caían a su alrededor), pero en su fuero interno no dudó jamás de la sabiduría de su conducta. Estuvo haciendo justo aquello que imaginaba que su tío haría también dondequiera que se hallase.
Estaba amaneciendo sobre Estabia, pero aquella no se parecía a ninguna otra mañana que sus gentes hubieran conocido. Era igual que la noche, «solo que una noche más negra y más densa que todas las noches que hubieran existido».33 Fue entonces cuando Plinio el Viejo tomó una antorcha y se dirigió hacia la orilla para averiguar si quedaba alguna posibilidad de escapar. El mar estaba embravecido. Tenían el viento en contra. Extendió un lienzo en la playa y se tendió. Pidió por dos veces agua fresca. Bebió. Y entonces sucedió algo.
Aparecieron nuevas llamaradas y con ellas «el olor a sulfuro que sugería que vendrían más». Las gentes de Estabia huían, y también los acompañantes de Plinio el Viejo. Probablemente habían sentido la embestida de una nube ardiente —una especie de avalancha de ceniza, gas y roca—.34 La nube en forma de pino que Plinio y su familia habían observado desde Miseno el día anterior ya se había derrumbado, demasiado densa como para seguir sosteniéndose sobre su tronco.35 Liberadas por aquel hundimiento, las nubes ardientes habían comenzado a barrer Campania a una velocidad mínima de cien kilómetros por hora, convirtiendo en escombros todo lo que encontraban a su paso.
Ni Plinio ni su tío podían saber que las olas mortíferas ya habían devastado la ciudad de Herculano. Tanto Plinio, sentado junto a su madre en Miseno, como su tío, tendido en una playa de Estabia, se hallaban relativamente lejos del volcán. Estabia se encontraba a dieciséis kilómetros al sudeste; Herculano, a solo siete kilómetros al sudoeste. Aunque Herculano no había sufrido una lluvia de piedra pómez demasiado intensa debido a la dirección del viento, los terremotos, en cambio, habían sido catastróficos. En un intento de ponerse a salvo, centenares de residentes se habían dirigido a la playa, donde había una serie de bóvedas en arco, con bastante probabilidad atarazanas, que resguardaban de la costa. Cada bóveda contaba con apenas tres metros de ancho por tres de profundidad. Los que no cupieron dentro de alguna de ellas o no llegaron a tiempo a su refugio —muchos hombres cedieron su lugar a mujeres y niños— quedaron expuestos.
Los habitantes de Herculano vieron llegar la avalancha. Apiñados bajo los arcos y desperdigados por la playa, se agarraban unos a otros. Se hallaban indefensos del todo. A medida que las riadas de materia volcánica se precipitaban sobre ellos, morían abrasados. En su segunda fase, una nube ardiente produce flujo piroclástico, un torrente de magma y gas que alcanza alrededor de los cuatrocientos grados Celsius. Golpeada por esa seria de oleadas y riadas volcánicas, Herculano quedó sepultada bajo las gruesas capas de escombros. Los arcos bajo los que yacían sus habitantes se convirtieron en la cripta funeraria que guardaría sus restos durante dos mil años.
Las multitudes aterrorizadas de Estabia estaban contemplando la que debió de ser la última de seis nubes ardientes. Dos ya habían abatido Herculano; una tercera había golpeado Pompeya; una cuarta había aniquilado al resto de los pompeyanos supervivientes y la quinta había sepultado la ciudad.36 Levantándose de su manta en la playa, Plinio el Viejo se incorporó con la ayuda de dos esclavos. Logró ponerse de pie, pero al instante cayó, vencido.**
Plinio concluiría después que su tío murió a consecuencia de la densa humareda que habría obstruido sus frágiles vías respiratorias. Quizá estuviera en lo cierto. La oleada de una nube ardiente contiene muy poco oxígeno y habría llenado de ceniza sus pulmones hasta asfixiarlo.37 Cuando, días después, encontraron su cuerpo, dijeron que se hallaba intacto e ileso, y que más que muerto parecía dormido. El cuerpo de una víctima de impacto térmico nunca muestra placidez. Está rígido y presenta los puños contraídos de una forma muy característica, como los de un boxeador, a consecuencia de la contracción de los tendones que el calor produce. Muchos de los cuerpos que después se descubrieron en Pompeya mostrarían señales de impacto térmico.
Plinio y su madre se hallaban más lejos del volcán y en mejor situación para la huida. Al amanecer, los terremotos se habían hecho tan intensos en Miseno que amenazaban con derribar la villa, y enseguida decidieron abandonar la ciudad. Cuando madre e hijo se abrían camino a través de sus calles, se vieron seguidos por una multitud «que prefería el criterio ajeno antes que el suyo; cosa que en momentos de temor equivale a la prudencia».38 La reacción de la muchedumbre alejó a los refugiados de los edificios a punto de derrumbarse y gracias a ello tuvieron posibilidad de ponerse a salvo.
Plinio y su madre continuaron la huida en carro. A ellos se unió un amigo de Plinio el Viejo que acababa de volver de visitar Hispania. Mientras tanto, la tierra temblaba, saltaban de un lado para otro al tiempo que sus vehículos zigzagueaban y giraban sin cesar. Y por el camino presenciaron escenas que escapaban a toda explicación. El mar pareció «retroceder y embeberse en sí mismo, como si el terremoto lo hubiese empujado hacia atrás» dejando una estela de vida marina varada.39 Debió de ser un tsunami o sencillamente un efecto secundario de la fuerza de los terremotos. Mientras tanto, tierra adentro, «una aterradora nube negra, desgarrada a fuerza de retorcerse y en la que temblaban destellos de llamas, comenzó a abrirse para mostrar unas largas lenguas de fuego que parecían relámpagos inmensos». La nube descendió sobre la tierra y cubrió el mar hasta que ni la isla de Capri ni el propio promontorio de Miseno se veían ya en el horizonte. Comenzó a caer ceniza, aunque solo un poco, de forma casi imperceptible en medio de la densa negrura que venía empujando por detrás y que se extendía por la tierra como un torrente. Aunque Plinio no podía saberlo, es muy probable que se tratara del borde de la misma nube ardiente que ya había matado a su tío en Estabia.40 El amigo de Plinio el Viejo animó a Plinio y a su madre a continuar antes de huir él mismo del peligro: «Si tu hermano, si tu tío, sigue con vida, querría que estuvierais los dos a salvo y, si ha muerto, habría querido que lo sobrevivierais. ¿Por qué dudáis en escapar?».
Quedaba poco tiempo. La madre de Plinio suplicó y ordenó a su hijo que la dejara atrás, pues sabía que frenaría su huida. Le dijo que le pesaban «los años y el cuerpo, y moriría feliz solo con no ser la causa de [su] muerte».41 En aquel momento, Plinio se acordó de Virgilio y de su descripción de la caída de Troya. En su poema, la esposa de Eneas, Creúsa, va tras este en la huida. Cuando Eneas consigue ponerse a salvo, la ha perdido.
La madre de Plinio permaneció a su lado bajo la lluvia de ceniza. Para no repetir el error de Eneas, Plinio la sujetó de la mano con firmeza todo el tiempo. Dejando los carros, continuaron a pie a toda prisa mientras quedó algo de luz para ver. A Plinio se le ocurrió salir del camino principal para no verse obstaculizados por la multitud a oscuras. En algún punto se detuvieron para descansar, y entonces la nube convirtió el día en noche.
Aquel día que a las gentes de Estabia les pareció más negro que cualquier noche que hubieran conocido, le recordó a Plinio «no tanto a una noche sin luna o nublada como a una habitación cerrada a cal y canto en la que se hubiera apagado la luz». Le habría parecido que seguía en su habitación de no ser por los gritos:
Se oían los gemidos de las mujeres, el llanto de los niños, los gritos de los hombres. Unos llamaban a sus padres; otros a sus hijos y otros a sus compañeros intentando hacer oír su voz. Unos lloraban por su propio destino; otros por el de sus parientes. Los había que elevaban plegarias a la muerte por miedo a morir. Muchos alzaban sus manos hacia los dioses y la mayoría llegaba a la conclusión de que no había dioses en ninguna parte y que aquella noche duraría para siempre en el universo.42
¿Era aquello el fin del mundo? ¿Se trataba de la ecpírosisque los filósofos estoicos temían, del fuego que cerraba un ciclo de la vida y abría otro? ¿Era aquel el momento en que «el titán del Sol expulsa al día» y «la muerte y el caos vencen a todos los dioses / y hasta la muerte se vuelve contra sí misma»?43
El tío de Plinio había temido la llegada de aquel gran incendio. Había notado que los hijos eran de estatura más corta que sus padres y lo había tomado como una señal de que la semilla humana había comenzado a secarse por la cercanía de las llamas.44 Y, por si alguien necesitaba alguna prueba de lo dramático de aquel encogimiento, proporcionaba en su enciclopedia la descripción de un cadáver antiguo que medía veinte metros de alto y había sido descubierto en un monte de Creta. Al abrirse en dos durante un remoto, la montaña habría sacado a la luz el cuerpo de aquel gigante. Algunos creían que se trataba de Orión, el mismo al que Júpiter, el rey de los dioses, había colocado en el cielo transformado en constelación. Otros decían que eran los restos de Oto, hijo de Neptuno. Pero ¿no podía tratarse de un humano? El cuerpo del mortal Orestes, hijo de Agamenón, ya había sido exhumado y medido, con más de tres metros de altura.***
Plinio el Viejo había recurrido al mito para explicar lo inexplicable y ahora el Plinio más joven se imaginaba como el personaje de un poema épico. Las mujeres y niños presa de la desesperación de Campania eran como las almas del Inframundo virgiliano. Plinio era Eneas, que en el poema de Virgilio se encuentra rodeado del «sonido abrumador de los lamentos, / el llanto de las almas de los niños que el negro día / robó, arrancándolos del pecho de sus madres, / en el umbral mismo de la dulce vida / para arrojarlos a la amarga muerte».45 Él se hallaba en un infierno viviente. Y ni siquiera estaba demasiado cerca del volcán. Solo podría haber imaginado las profundidades del infierno en las que otros se sumían. Plinio tenía tanto de visitante foráneo en Miseno como Eneas en el Hades, pero habría deseado que su huida hubiera sido igual de fácil que la de este último.
Las gentes del sur de Italia no estaban solas en su miedo. Los efectos de la erupción se sintieron a mil kilómetros de distancia «y la polvareda fue tan inmensa que alcanzó África, Siria y Egipto, y parte de ella llegó incluso a Roma, donde invadió el aire y nubló el sol».46 Una polvareda que más tarde extendería «la enfermedad y la pestilencia más terribles» entre los supervivientes. Su repentina aparición en el cielo causó asombro incluso a las gentes de Roma, «que ni sabían ni podían imaginar lo que había pasado, pero lo veían todo patas arriba y les parecía que el sol se desvanecía en la tierra y que la tierra se estaba levantando hacia los cielos».47 Algunos hablaban de gigantes en la oscuridad, o propagaban falsos rumores acerca de la magnitud de la destrucción. Otros simplemente caían presa del pánico. Plinio y su madre siguieron avanzando sin dejar de sacudirse la ceniza que iba depositándose sobre sus hombros para no «acabar ahogados ni vencidos por su peso».48 A diferencia de mucha de la gente que había a su alrededor, Plinio no gritaba, pues incluso en aquellos funestos momentos era capaz de razonar, y al razonar encontraba algo parecido a la fe. Una fe que se convirtió en su consuelo al decirse a sí mismo: «Todo va a morir conmigo igual que yo con ello».
La oscuridad tardaría varios días en disiparse. Cuando lo hizo, un rayo de sol al fin devolvió la vista a Plinio. Su primera impresión al regresar con su madre a Miseno esperando noticias de su tío fue la de que «sepultado bajo las cenizas, como si se tratara de nieve, todo había cambiado».49
* Hoy llamamos «Vesubio» al cono formado en el interior del monte Somma, que se considera un resto del volcán más antiguo que entró en erupción en el año 79.
** En el fragmento conservado de una biografía atribuida a Suetonio, se dice que algunos pensaban que Plinio el Viejo había muerto en realidad a manos de un esclavo al que había pedido que apresurase su muerte en la agonía del calor insoportable.
*** El descubrimiento de «los huesos de Orestes» en Tegea, en el Peloponeso, fue descrito también por otros historiadores antiguos como Heródoto en el siglo V a. C. Es bastante probable que los huesos pertenecieran a un mamut.
El papel sale del papiro, que se corta en tiras mediante una aguja, de tal manera que estas salgan tan anchas como sea posible, pero muy finas [...]. Las láminas se prensan sobre una tabla mojada con agua del Nilo. El espesor del líquido sirve de pegamento.
Plinio el Viejo, Historia natural, libro 13
Hubo un tiempo en que se creyó que solo había existido un Plinio. Se produjo una curiosa fusión del Viejo, que había muerto durante la erupción del Vesubio del año 79, con el Joven, que había sobrevivido a ella. La contribución más importante a la historia de Plinio el Viejo fue su enciclopedia en varios volúmenes. La Historia natural resultó asombrosa por su amplitud. Creyendo que «no había libro tan malo que de él no pudiera sacarse algo bueno», Plinio el Viejo reunió en ella los datos extraídos de un total de más de dos mil volúmenes diferentes, citando las investigaciones de geógrafos, botánicos, médicos, parteras, artistas y filósofos griegos y romanos.1 Ofreciendo observaciones acerca de todo (de la luna a los elefantes, pasando por la eficacia de los milpiés para curar las úlceras), Plinio el Viejo dejó tras él una indispensable recopilación de conocimientos.
Su sobrino no fue menos versátil. Pese a ser habitual que lo confundieran con su tocayo en la tardía Antigüedad y la Edad Media, Plinio el Joven fue una figura importante de su tiempo.2 Sobrevivió al desastre del Vesubio y fue abogado, senador, poeta, coleccionista de villas, supervisor de alcantarillados y embajador personal del emperador. Escribió también numerosas cartas, dos de las cuales contienen su crónica de la erupción. Sin embargo, hasta el siglo XIV no se desligó, gracias a un sacerdote de la catedral de Verona, al orador que las escribió del historiador y almirante, autor de la enciclopedia, que murió a los pies del volcán.3 Giovanni de Matociis, autor de un libro sobre el Imperio romano hasta Carlomagno, le dedicó un trabajo crítico que, aunque lleno de errores, esclarecía lo esencial: que no hubo solo un Plinio, sino dos.
Hacia 1500, un manuscrito completo que contenía más de trescientas cartas de Plinio el Joven —muchas más de las que Matociis había conocido— fue descubierto de milagro en una abadía de París. El papiro databa del siglo V; lo que lo convertía en uno de los manuscritos clásicos más antiguos jamás hallados (seis de sus folios aún se conservan en una biblioteca de Nueva York). Aldo Manucio, uno de los grandes impresores de la Venecia del Renacimiento, lo adquirió entonces para editar un libro con la correspondencia de Plinio el Joven, que ya había despertado un interés considerable.4 El descubrimiento en 1419 de otro manuscrito incompleto en Verona (o tal vez en Venecia) había facilitado la primera edición impresa de las cartas de Plinio el Joven en 1471, dos años después de que la enciclopedia de su tío se imprimiese también por vez primera.5 La publicación de libros de los dos Plinios en esos años fue recibida con notable entusiasmo en toda Italia.
En cuanto los libros aparecieron, se desató una intensa polémica intelectual entre las ciudades de Verona y de Como (la antigua Comum) acerca del lugar de nacimiento del tío y el sobrino. El sacerdote veronés De Matociis no albergaba la menor duda de que ambos compartían con él ciudad de nacimiento. En el prólogo a su enciclopedia, Plinio el Viejo se refería a Catulo, el poeta amoroso nacido en Verona en el siglo I a. C., como su «paisano». Verona y Como formaban parte de la antigua Galia. El veronés se apoyó en dichas palabras como prueba de que Plinio el Viejo era de su ciudad. No obstante, al mismo tiempo, movidas por su presunción y altanería, las gentes de Como, una ciudad situada a 150 kilómetros al noroeste de Verona, tomaban también sus ejemplares de la Historia natural y los abrían para mostrar lo que había escrito en la portada. Las primeras ediciones de la enciclopedia iban prologadas con una nota biográfica que identificaba de forma explícita a Plinio el Viejo con un habitante de Como.6 El veronés se negaba a ceder. Pero el horror de ver cómo un erudito, un poeta y un humanista tras otro —Petrarca, Flavio Biondo, Lorenzo Valla, Niccolò Perotti— salían en defensa de la reivindicación de su rival, Verona, condujo al final a las gentes de Como a adoptar medidas más extremas.7 En su determinación de vencer en aquella disputa, encargaron a un escultor unas estatuas de ambos Plinios de tamaño superior al natural que colocaron en el centro de la ciudad en un lugar prominente. Los veroneses respondieron erigiendo una estatua de Plinio el Viejo sobre el tejado de su ayuntamiento. Si no podían tener a los dos Plinios, les quedaba, por lo menos, uno. Entre los hijos más célebres de la antigua Verona —Catulo; el dedicatario de sus poemas, Cornelio Nepote; Vitruvio, el autor de tratados de arquitectura, y el poeta Emilio Macro—, Plinio el Viejo contemplaría la Piazza dei Signori de Verona desde entonces.8
Si las gentes de Como querían dejar zanjada aquella disputa, no les quedaba otro remedio que pintar el cuadro definitivo de las vidas de los Plinios en su antigua ciudad. Emprendieron la tarea en el siglo XVI un par de polímatas: Paolo Giovio, un coleccionista de arte que asesoró al historiador del arte Giorgio Vasari y fue médico del papa Clemente VII, y su hermano Benedetto, un notario, erudito e historiador clásico.9 Dotados de talento e imaginación, y puede que también bastante impresionables, eran justo lo que Como necesitaba. Paolo hizo a un lado su ejemplar de la Historia natural, tomó las Cartas, y comenzó a soñar con la construcción de una especie de innovadora villa-museo de Plinio el Joven. Mientras tanto, su hermano intentaba desmontar los argumentos de Verona con respecto a Plinio el Viejo basándose en los textos, así como restablecer la relación de Plinio el Joven con la ciudad a través de la arqueología. Harían falta tiempo e ingenio, pero al final los hermanos Giovio vencerían. Los Plinios fueron hombres de la antigua Como, y merecía la pena discutir por ellos.
Plinio el Viejo, cuyo nombre completo era Gayo Plinio Segundo, nació en Como en el año 23 o 24. Su familia pertenecía al segundo orden social más alto de Roma, el ecuestre, lo que significaba que era rico, aunque no de cuna tan ilustre como la de los Julios, los Claudios o cualquiera de las otras grandes familias patricias que durante siglos habían llenado el Senado romano.**** Comenzó su carrera, como era lo habitual para un hombre de su clase, con un periodo de servicio militar al que volvería con asiduidad. En el año 47, treinta años antes de que lo nombrasen almirante de la flota, se unió a una campaña en lo que hoy conocemos como Países Bajos donde tuvo ocasión de «librar una batalla naval contra árboles».10 Se hallaba en los lagos cuando los vio. No rodaban sobre la superficie del agua, sino que se dirigían hacia él flotando erguidos igual que los mástiles de un barco. La visión era aterradora. Contaba que los árboles a menudo caían sobre los hombres cuando menos lo esperaban: «como si las olas los llevasen a propósito contra nuestras proas cuando amarrábamos de noche». Y no había otro remedio que enfrentarse a aquellos gigantescos troncos.
Era típico de Plinio el Viejo buscar la explicación de cada peculiaridad que hallaba en los paisajes que iba descubriendo en sus viajes: los árboles de las orillas alcanzaban tal altura en su «determinación de crecer» que, cuando eran arrancados por el viento o el oleaje, podían sostenerse en vertical sobre sus raíces. Por fantasiosa que pueda sonar la descripción, es perfectamente posible que una corriente empuje árboles desde su raíz. Fueron muchos los troncos erguidos arrastrados río abajo que se vieron durante la erupción del monte Santa Helena, en el estado de Washington, en 1980.11 Y se cree que los bosques petrificados del parque nacional de Yellowstone también pudieron desarrollarse como resultado de árboles que las aguas arrastraron de pie.12
La curiosidad que condujo a Plinio el Viejo hasta el Vesubio y que le llevó a su propia muerte fue el resultado de toda una vida de fascinación por la naturaleza. Ya como joven soldado hizo observaciones dignas de incorporarse a su Historia natural. Su descripción de los árboles flotando en el lago se incluyó en una sección dedicada a los bosques de Germania. Se trataba de una rara muestra de reflexión (pues Plinio el Viejo no solía detenerse a rememorar sus experiencias), y era muy importante, ya que había sido en concreto en aquellos bosques «tan densos que su sombra aumentaba el frío» donde los romanos habían sufrido una de las derrotas más estrepitosas de su historia reciente. A finales del siglo anterior, el primer emperador romano, Augusto, había enviado el Ejército romano a territorio germánico con la esperanza de empujar su frontera hacia el norte, más allá del Rin, hasta el río Elba.13 Druso, hijo de Livia, la tercera esposa de Augusto, logró algunas formidables victorias tempranas durante la campaña, pero murió en el año 9 a consecuencia de una caída de caballo. Unos cincuenta años después, Plinio el Viejo soñó que recibía la visita del fantasma de Druso. Según Plinio el Joven, aquel encuentro en el que Druso le rogó a Plinio el Viejo que lo salvara de «la injusticia del olvido» tuvo como resultado que su tío decidiera escribir su crónica en veinte volúmenes de las guerras de Germania.14 Esta obra, por desgracia, se ha perdido, no ha llegado a nuestros días, pero fue de utilidad a historiadores posteriores, que se refieren a sus pasajes dedicados a Agripina la Mayor, madre del emperador Calígula, y al poder que esta tuvo sobre el Ejército romano, un poder aún mayor que el de los propios generales.15 Tras la muerte de Druso, su hermano Tiberio, que precedería a Calígula como emperador entre los años 14 y 37, se emplearía a fondo en pacificar a las tribus germánicas, pero fue retirado antes de que los romanos hubieran podido conquistar todo el territorio que deseaban alrededor del Rin. El revés más catastrófico llegó en el otoño del año 9, cuando un legado romano llamado Varo condujo a las tres legiones a través del denso bosque de Teutoburgo en las inmediaciones del río Weser. Varo confió fatalmente en un jefe germano que había servido antes en las tropas auxiliares romanas y acabó siendo atacado por su tribu.16 Las legiones romanas quedaron aniquiladas. Aunque los romanos perdieron los territorios que habían conquistado al este del Rin, habían logrado crear una zona de provincias al sur del Danubio y habían hecho suficientes incursiones como para mantener sus tropas por toda la Renania con centro en las actuales Maguncia y Colonia. A lo largo de las décadas siguientes, las insurrecciones, motines y saqueos se fueron haciendo cada vez más habituales entre las tribus germánicas, y, con el propósito de someter a la tribu de los llamados caucos, se encontró Plinio el Viejo librando una guerra contra los árboles en el año 47.
La reputación de los germanos llegó hasta Roma. Se supo que tenían feroces ojos azules, pelo rojizo, cuerpos grandes y fuertes y escasa tolerancia a la sed y al calor, pero también una resistencia natural al frío y al hambre a causa de su clima.17 Sus tribus vivían en ciudades «muy dispersas y alejadas entre sí, que surgían dondequiera que una fuente, un llano o un bosquecillo los sedujera».18 Plinio el Viejo, al menos, tuvo la buena fortuna de enfrentarse «a los más nobles de entre los germanos, aquellos que eligen preservar su grandeza a través de la justicia».19 Los caucos mayores vivían entre los ríos Elba y Weser, y los menores entre el Weser y el Ems. Mientras el comandante romano, un hombre severo pero capaz llamado Gneo Domicio Corbulón, conducía a los trirremes por el Rin, el resto de la flota siguió avanzando a través de una maraña de estuarios y canales.20 Plinio el Viejo echó un vistazo al territorio y concluyó que los caucos tenían que ser «un pueblo desafortunado» para habitar una región tan propensa a las riadas.21 Los comparaba, en sus chozas, situadas sobre el terreno más alto, con marineros en sus embarcaciones, y luego, cuando las aguas retrocedían, con las víctimas de un naufragio.
Mientras él y sus compañeros soldados se dedicaban a hundir los barcos tribales, Corbulón había logrado someter a la tribu vecina de los frisios y perseguía al líder de los caucos.22 Acababa de darle muerte cuando recibió de Roma órdenes de retirar sus tropas a la cercana orilla del Rin.23 Roma se hallaba ahora gobernada por Claudio, hijo de aquel mismo Druso que había muerto en Germania. Claudio había llegado al poder de manera casi accidental, después de que en el año 41 la guardia pretoriana asesinara a su sobrino Calígula y lo apoyase a él para ocupar su lugar. Y, aunque enfermo, tartamudo y considerado por muchos un idiota, Claudio fue astuto en grado sumo. Lo último que quería era alentar la guerra entre las tribus que esperaba pacificar. El Imperio romano ahora se extendía desde Hispania, en el oeste, hasta el Ponto (en el nordeste de Turquía) y Judea en el este, y el nuevo emperador ambicionaba llevar aún más lejos sus fronteras. Al final de su gobierno, Claudio habría logrado anexionarse Tracia, Licia (en el sur de Turquía), Nórico (Austria y parte de Eslovenia) y Mauritania en el norte de África. Durante todo el periodo que Plinio el Viejo pasó en Germania, la atención de Claudio estuvo centrada en Britania. Consciente de que poder triunfar allí donde Julio César había fracasado en dos ocasiones —en conquistar «la isla más remota del oeste»— resultaría todo un golpe maestro, Claudio había enviado una expedición a Britania en el verano del año 43 que regresaría a Roma un año después triunfante.24 Aunque harían falta cuarenta años más para que los romanos conquistaran de verdad Inglaterra y Gales, Claudio había puesto en marcha el proceso.
Sin embargo, Germania, mientras tanto, seguía revuelta. Hacia el año 51, Plinio el Viejo regresó a la región para apaciguar a otra tribu, la de los catos. Es bastante probable que fuera en aquel periodo cuando comenzara a escribir su libro Sobre el lanzamiento de la jabalina a caballo. Al igual que su historia de las guerras de Germania, también esta obra, por desgracia, se ha perdido, pero es de suponer que trataba de las técnicas militares que había aprendido en el campo de batalla. Sus experiencias bien podrían haberlo llevado a elogiar la técnica germana de lanzar la jabalina de cerca como costumbre preferible a la tradición romana de lanzarla a gran distancia.25 Posteriormente, en su Historia natural, Plinio el Viejo dejaría entrever cómo calmaba sus miembros doloridos tras aquellos ejercicios. Había manantiales de aguas termales en las proximidades de Mattiacum, la actual Baños del Rin, en los que el agua permanecía templada «durante tres días».26
No todo el mundo encontraría en la vida militar un estímulo para escribir, pero quiso la casualidad que Plinio el Viejo fuera destinado al servicio de un comandante que tenía sus propias ambiciones literarias. Pomponio Segundo sería elogiado por «la erudición y el brillo» de sus obras teatrales, una de las cuales se inspiraba en la historia de Eneas.27 Plinio el Viejo lo describiría más tarde como un «poeta y distinguido ciudadano» con tal dominio de sí mismo que jamás eructó.28 Y, aunque fracasó en la guerra contra los catos, Pomponio fue recibido en Roma con honores triunfales que no fueron «más que un fragmento de su fama a los ojos de la posteridad, para la que prevaleció la gloria de sus poemas».29 Al visitarlo en su casa, Plinio el Viejo quedó impresionado tras encontrar una colección con documentos oficiales que se remontaban a casi doscientos años atrás.30 Y esta experiencia, junto con la de haber servido a sus órdenes, le dejó una huella duradera; la biografía de Pomponio Segundo, escrita en memoria suya, es otra de las obras perdidas de Plinio el Viejo.
Al regresar de Germania, Plinio el Viejo fue a ver a Claudio cuando este preparaba una magnífica batalla naval en un lago situado junto a una montaña de la Italia central en la que había hecho construir un túnel. Deseoso de mostrar músculo con el trasfondo de aquella espectacular proeza de ingeniería, el emperador había hecho que nada menos que 19.000 hombres remolcaran y tripularan los trirremes y cuatrirremes romanos. Acudieron multitudes de poblaciones vecinas, y hasta de la misma Roma, que llenaron las orillas y los montes cercanos «en su deseo o su deber de contemplar al emperador».31 Pero la mirada de Plinio el Viejo no se detuvo en Claudio, sino en su cuarta esposa (y sobrina), la emperatriz Agripina la Menor, pues esta iba vestida con un «manto tejido de hilos de oro sin mezcla de otro material».32 Plinio el Viejo jamás pasaba por alto un solo detalle de lujo. El manto de Agripina era una pista que revelaba su verdadero carácter.
Él estaría entre los diversos historiadores que sugirieron que Agripina fue la responsable de la muerte de Claudio unos años después. Dijeron que la emperatriz, en el otoño del año 54, había ordenado que se sirviera a Claudio una bandeja de boleti (setas, tal vez champiñones) envenenados cuando temió que este estuviera preparando a su hijo Británico para que fuera su sucesor en lugar de Nerón, el hijo de ella al que el emperador había adoptado.33 Nunca faltó el drama en las sucesiones de los emperadores Julios Claudios. Incluso los que fueron lo bastante afortunados como para contar con hijos propios tuvieron siempre razones para temer la aparición de herederos rivales.
Plinio el Viejo recogió el rumor de las maquinaciones de Agripina en su enciclopedia como poco más que un ejemplo para ilustrar los peligros que entrañaban las setas. Creía que incluso cuando las setas no estaban preparadas por una emperatriz intrigante ni habían sido envenenadas por la propia naturaleza podían volverse letales si absorbían cualquier cosa que se hallase en la tierra de la que habían brotado. El clavo de la bota de un soldado, un trozo de harapo viejo o incluso el aliento de una serpiente sobre la tierra podían volver tóxica una seta al nacer esta «más ligera que la espuma del mar» de su abombada túnica.34 En el caso de las setas de Claudio, el veneno fue más allá. Plinio el Viejo diría que el acto de Agripina había proporcionado al mundo un nuevo «veneno» bajo la forma de Nerón, el emperador adolescente.
Aunque al principio Nerón mostrase una cara honorable —organizando un funeral de Claudio por todo lo alto, eliminando algunos impuestos y reduciendo otros, o promoviendo entretenimientos ostentosos para el pueblo—, no tardaría en ponerse a la altura de la valoración que hacía Plinio el Viejo de él.35 Primero hizo que envenenaran a su hermanastro Británico. Luego, tras varios intentos fallidos, se encargó de la muerte de su controladora madre. Después mató a su tía. Más tarde pateó a su esposa embarazada, Popea, hasta matarla por haberle reprochado que llegara tarde de las carreras.36 Unos sesenta años tendrían que pasar para que Suetonio narrara aquellas muertes en sus Vidas de los gobernantes de Roma desde Julio César hasta Domiciano. El biógrafo argelino (se cree que había nacido en la ciudad romanizada de Hipona) fue supervisor de las bibliotecas de Roma y tuvo acceso a los archivos imperiales. Incluso admitiendo cierta parcialidad en su relato, es evidente que la última parte del imperio de Nerón fue sumamente agitada. Y, si Plinio el Viejo esperaba contar con mayor libertad para dedicarse a sus inquietudes literarias al regresar de las expediciones germánicas, la impulsividad de Nerón pronto le demostraría que estaba muy equivocado.
Tras declararse el incendio de Roma del año 64, el emperador estuvo entre los sospechosos de haberlo provocado. Se piensa que en realidad Nerón se hallaba fuera de la ciudad cuando se inició el fuego, pero ello no impidió que algunos historiadores especulasen sobre por qué podría haber tenido tanto interés en destruirla. «Como ofendido por la fealdad de los viejos edificios y de las callejuelas estrechas y serpenteantes, incendió la ciudad tan descaradamente que varios hombres de rango consular pudieron ver a sirvientes suyos con tea y antorchas en sus propiedades sin que hiciera nada para detenerlos»37, escribió Suetonio. La ciudad ardió durante seis días y siete noches. Para desviar las culpas, Nerón eligió entonces un chivo expiatorio. Se convirtió así en el primer emperador romano que perseguía a los cristianos, a quienes se dijo que castigó no tanto por el incendio en sí como por puro «odio a la estirpe humana».38 Los «creyentes», fueron arrojados a los perros envueltos en pieles de animales, crucificados y utilizados como antorchas humanas para iluminar el cielo nocturno en los jardines imperiales. Entre los cristianos que murieron bajo el gobierno de Nerón, se encontraban los apóstoles Pedro y Pablo.
No solo los primeros cristianos, sino también los senadores romanos comenzaron a temer por sus vidas a medida que su papel fue volviéndose cada vez más redundante frente a la autocracia de Nerón. La delatio o «denuncia» política se convirtió, en tiempos de Plinio el Viejo, en un negocio lucrativo que seguiría infestando Roma después de que su sobrino entrase a formar parte del Senado en la década de los ochenta del siglo I. El hombre que lanzaba una acusación contra otro podía conseguir con ello un ascenso político, además de dinero. Si una denuncia por maiestas o traición prosperaba, el delator se hacía con el derecho a, por lo menos, una cuarta parte de las propiedades del acusado (el resto iba a parar a las arcas del Estado).39 Y un emperador sin escrúpulos no podía estar más satisfecho con tales prácticas si tenían como resultado la caída de cualquier senador que amenazara su poder. La estabilidad de Roma siempre había dependido de la tendencia de sus ciudadanos a vigilarse los unos a los otros. Puede que los delatores le hubiesen arrebatado al pueblo «el comercio del hablar y el escuchar», pero para algunos ese era un pequeño precio que pagar a cambio de la protección de un emperador y la oportunidad de un ascenso.40
Tal era el clima cuando, en el año 65, un grupo formado por senadores, miembros del orden ecuestre y hombres de la guardia pretoriana se unieron para tramar un plan con el que acabar de una vez por todas con el veneno de Nerón. Con el propósito de asesinarlo durante la celebración de los próximos juegos, los conspiradores se unieron en torno a un popular senador llamado Gayo Calpurnio Pisón, que habría sido un honorable sustituto de Nerón si los detalles de su conspiración no se hubieran filtrado antes de que pudieran hacerse realidad.41 En cuanto Nerón supo qué le esperaba, comenzó a perseguir a los conspiradores. Y entre los que murieron por su supuesta implicación en la trama se contaron su antiguo tutor, Séneca el Joven; Lucano, el poeta sobrino de Séneca, y aquel «árbitro de elegancia» que fue Petronio, un escritor satírico al que acusaron de amistad con uno de los conspiradores.42
Plinio el Viejo no formó parte de la conspiración, pero se volvió cada vez más cauto en lo que escribía. Entre mediados y finales de la década de los sesenta del siglo I, cuando «cualquier tipo de estudio que fuese un poco más libre o más creativo podía considerarse peligroso por la imposición de los tiempos», Plinio el Viejo optó por escribir lo único que estaba seguro de que no podría ofender a nadie: un tratado en ocho volúmenes sobre Las ambigüedades de la lengua.43
Plinio el Joven, al que en adelante llamaremos «Plinio», nació alrededor del año 62 bajo el gobierno de Nerón, el último de los emperadores Julios Claudios; maduró bajo la dinastía Flavia —Vespasiano; su hijo mayor, Tito, y luego el menor, Domiciano—, y llegó a lo más alto de su carrera con Nerva y Trajano. De él sabemos mucho más que de su tío porque él mismo habló por extenso de sus experiencias. Siendo uno de esos grandes cronistas de la vida, Plinio podía llegar a mostrarse bastante pomposo y narcisista, pero era también extraordinariamente sensible al mundo que lo rodeaba. Y sus cartas conservadas en latín, cuya extensión oscila entre el par de líneas y las varias páginas, proporcionan un raro conocimiento de los hábitos de su tío, así como un retrato sin igual de su propia vida en el centro de los acontecimientos de finales del siglo I y comienzos del II.
Fue aquel un periodo en el que cualquier miembro del orden ecuestre podía avanzar de forma rápida en la sociedad. Ciento cincuenta años antes, Cicerón se había sentido marginado como «advenedizo» —al ser el primer senador de su familia— en un mundo dominado por los aristócratas. Plinio, en cambio, no parece que experimentara tales perjuicios al avanzar en su carrera. Se convirtió en senador y dejó testimonio de cómo era vivir y trabajar bajo la misma nariz de un emperador. De los muchos gobiernos que conoció, el de Domiciano, entre el año 81 y el 96, y el de Trajano, del año 98 al 117, fueron los que más marcaron su experiencia. Aunque las cartas de Plinio son posteriores a Domiciano, a veces se refieren a acontecimientos de su época.
Denostado en general por todos los historiadores que lo describieron, Domiciano causó a Plinio gran incomodidad, pero debió de apoyarlo, pese a todo, para que este llegase hasta el Senado. Las cartas de Plinio revelan su lucha por distanciarse del odiado emperador cuando se acercaba su muerte. Trajano, en cambio, fue un gobernante inmensamente popular; su ascenso al poder se saludó en sus días como el inicio de «una edad feliz» en la historia de Roma.44 Plinio intercambió un centenar de cartas con el gobernante y lo honró con un discurso pródigo.
El Panegírico, que Plinio pronunció en el Senado en el año 100, es de gran valor por tratarse del primer discurso completo de la antigua Roma que se conserva desde las Filípicas de Cicerón contra Marco Antonio, del año 43.45