Besos de Artemisa - Lena Valenti - E-Book

Besos de Artemisa E-Book

Lena Valenti

0,0
6,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

La autora Lena Valenti presenta Besos de Artemisa la cuarta entrega de la saga "La Orden de Caín". Astrid Bonnet siempre se había caracterizado por su audacia y su inteligencia, además de por un ácido sentido del humor. Pero hacía días que no se encontraba bien con su situación. De todas las hermanas Bonnet, era la única que aún no había despertado, y necesitaba como agua de Mayo descubrir cuál era su papel en el mundo de la Orden y para qué la podían requerir. Lo que nunca imaginó fue que, para ello, necesitaría la inesperada ayuda de la única vampira original del grupo. Juntas tendrán que empezar a entenderse y, quién sabe si a ceder a sus verdaderos instintos, aunque eso les lleve a lanzarse a un abismo emocional que abrirá más de una puerta y reabrirá heridas mal curadas del pasado.    Eyra Haraldsen es una mujer, una vikinga y una vampira, y está harta de que la huidiza benjamina de las Bonnet le dé la espalda y la juzgue. Hasta que la noche más inesperada, ella le pide ayuda. ¿Y cómo no se la va a dar? Lleva esperando demasiado tiempo a que esa mujer empiece a confiar en ella y le permita mostrarle su verdadero mundo. Un mundo no solo de sangre y colmillos, también de sensualidad y placer, hechizos, revelaciones, traiciones y un amor inconmensurable solo para valientes.    Con el Inventor moviendo todas las fichas de su tablero, Astrid y Eyra deberán continuar con la misión de la Orden en una aventura única que las enfrentará a sus mayores miedos y a sus más terribles enemigos. 

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 752

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Primera edición: marzo 2022

 

Título: Besos de Artemisa

Saga: La Orden de Caín IV

Diseño de la colección: Editorial Vanir

Corrección morfosintáctica y estilística: Editorial Vanir

De la imagen de la cubierta y la contracubierta:

Shutterstock

Del diseño de la cubierta: ©Lena Valenti, 2022

Del texto: ©Lena Valenti, 2022

De esta edición: © Editorial Vanir, 2022

 

 

Bajo las sanciones establecidas por las leyes quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro —incluyendo las fotocopias y la difusión a través de internet— y la distribución de ejemplares de esta edición y futuras mediante alquiler o préstamo público.

 

Índice

 

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

 

 

 

 

 

Y Lillith dijo:

«Nos enfrentarán. Las más débiles nos odiarán. Pero nosotras, juntas, seremos invencibles».

 

 

 

 

Prólogo

 

 

 

 

En los albores del tiempo, cuando se originó todo, el Creador inventó al hombre mediante el barro y la arcilla de ese mundo hermoso y sin igual que había ideado. Un mundo increíble, con mares, con vergeles naturales, desiertos, todo tipo de fauna y naturaleza, estrellas, galaxias y universos insondables. Era, sin atisbo de duda, el cónclave perfecto en el que iniciar un proyecto de vida. A ese mundo le dio vida y creó el Tiempo para que todo tuviera un ritmo evolutivo.

A su protagonista, a ese primer hombre que seguiría ese ritmo, lo llamó Adán. Pero Adán por sí solo no podía evolucionar, y decidió crear también, de la misma arcilla, a un ser femenino, llamado Lillith, para que entretuviera a Adán y siguiera sus premisas. Porque Adán era el hombre y era a él a quien se debía obedecer.

Pero la esencia de Lillith era distinta a la del primer hombre. El mundo que el Creador ofrecía a Lillith era una realidad de obediencia en la que Adán debía ser su amo. Lillith se negó a yacer bajo el yugo y el sexo de Adán, porque ella odiaba someterse pero, lo que más detestaba era ser consciente de que era libre y no serlo. Así que, aburrida del hombre y del mundo que el Creador le ofrecía, se opuso y se rebeló a ello, rechazando su vil juego y luchando por su propia liberación.

Pero al Creador todo aquello que lo desprestigiara y que osara a enfrentarse a él, le parecía una ofensa. Como castigo, la desterró a otra dimensión. Sin embargo, Lillith era inteligente y, sobre todo, estaba despierta y era la única que conocía el verdadero nombre del dios. Conocer su nombre la hacía inalcanzable para el Creador, porque si uno conocía el nombre de aquel dios, podía encontrar la manera de quitarle todo el poder. Ella podía viajar entre mundos y dimensiones, y decidió que, aunque podía encontrar la llave y escapar de esa cárcel en la que el Creador la había atrapado, se quedaría en ella para liberar y persuadir a otros y otras a que despertaran.

Lillith fue perseguida por el Creador, pero este nunca podía dar con ella, dado que la esencia de esa primera mujer conocía un lenguaje mucho más antiguo y de un lugar más lejano que aquel que el Creador había construido, y siempre se escapaba de su acecho. Gracias a su conocimiento de los entresijos de aquella dimensión, Lillith urdió un plan para ayudar a la segunda mujer del Creador a que despertara como ella. Porque, obviamente, llegó una segunda mujer para Adán. Eva. Eva era una mujer sumisa y hecha a medida de Adán y de los designios del Creador. A Lillith le iba a costar acceder a Eva si ella no tenía un poco de curiosidad antes sobre ese mundo en el que se encontraba encerrada. Por eso tomó la determinación de transformarse en serpiente y aparecer en las ramas del árbol del conocimiento cuyos frutos, manzanas rojas y suculentas, serían prohibidos y considerados pecados, dado que ofrecían respuestas y secretos sobre quiénes eran ellos y quién era el dios de aquel universo. La serpiente tentó a Eva, y esta mordió la manzana y se la ofreció también a Adán, temeroso al saber que Eva había violado las leyes de su Amo. Cuando el Creador descubrió la afrenta hacia él y su proyecto, decidió castigar impunemente a sus dos creaciones. Los expulsó del supuesto Paraíso y los abocó a una vida de tiempo, trabajo, sufrimiento y muerte hasta que fueran dignos de nuevo de su aprecio.

Y en aquel mundo con un espléndido sol y una mágica luna, pero lleno de trabajo, mortalidad y sacrificios, Eva y Adán procrearon como esperaba el Creador. Dos nuevos humanos ocupados por nuevas almas y esencias de otras dimensiones nacieron de su unión. Se llamaron Caín y Abel.

De todos es conocido que Abel era el bueno y Caín el malo. Abel era el bueno porque obedecía al Creador y hacía todo lo que tenía que hacer para complacerle. Mataba a animales para ofrecérselos, dado que al Creador le encantaban los sacrificios. En contrapartida, Caín no quería matar animales, él los amaba, así que le ofrecía al Creador flores y frutos de la tierra.

Abel no era malo, solo era obediente y hacía lo que se le decía porque amaba al Creador.

Caín, en cambio, respetaba y amaba aquel mundo pero no entendía por qué se debía sacrificar a seres vivos para complacer al dios. Pensar sobre ello le hizo despertar y darse cuenta de que vivía en un engaño. Un dios que exigía muerte para satisfacerle no podía ser un buen dios. Eva, Adán y Abel no eran sino peones de aquel maquiavélico matrix en el que se hallaba. Y él no era Caín, era otra cosa que no recordaba, pero aquella vida no era la real ni era la suya. Por ese motivo, para poner a prueba al Creador, Caín mató a Abel a sabiendas de que nada de aquello era verdadero y de que todo era un juego que sucedía impulsado por el tiempo del Creador, ajeno al verdadero Reino del que él y todas las almas atrapadas en su juego llegarían. Su acto, marcó a Caín para el resto de la historia de la humanidad como el primer homicida. El Dios Creador castigó a Caín y lo marcó para siempre con la oscuridad. Lo obligó a desear la sangre de por vida, para toda su inmortalidad. Le dio colmillos y le dijo que ya que él no había cazado ni matado en su nombre, ahora tendría que derramar la sangre de otros para existir. Y lo convirtió en el primer depredador, el más salvaje y frío de todos. Así nació el primer vampiro: Caín.

El Creador desterró a Caín al Nod, un submundo entre dimensiones plagado de misterio, y seres que él, en su creación, había despechado por no ser aptos para su mundo. Pero lejos de ser un castigo para Caín, el condenado comprendió que él se haría el Rey de ese mundo, igual que Lillith era Reina de la oscuridad y de los que eran como él.

Él podía. El Creador no era capaz de aniquilarlo porque Caín, despierto, ya era inalcanzable para él y no podía hacerle daño, aunque estuviera oculto y encerrado.

Lillith, que entonces podía abrir las puertas de todas las dimensiones del Creador, decidió ir en busca de aquel que, como ella, había descubierto el engaño. Lillith y Caín juntos, crearon varias razas de seres para dejarlos en la Tierra, mezclados con la humanidad, para ayudar a destruir esa cárcel del Creador y estimular a los humanos al despertar y liberarse de esa opresión de sus almas. Pero el Creador no se iba a quedar de brazos cruzados mientras otros querían sabotear a su mundo y a los suyos, así que usó sus propias armas y se valió de su magia para crear en la Tierra a otro grupo de humanos poderosos e iniciados que persiguieran todo tipo de herejías contra él, y cazaran a los culpables, encerrándolos o aniquilándolos para siempre. Los hijos de Caín y de Lillith, los Lilim, fueron perseguidos hasta su desaparición final, borrados de la faz de la tierra.

Sin embargo, lejos de dejarse hundir por la derrota y la pérdida, Lillith y Caín, cuyos objetivos eran claros e incansables y que no podían ser eliminados por el Creador, ya que ellos eran completamente libres, decidieron urdir otro plan. Entendiendo que tal vez los Lilim no podían triunfar solos en un mundo así, creyeron que el despertar total de la humanidad para salir de ese juego lleno de artimañas dependía de los mismos humanos. Solo una conciencia humana podía destruir esa invención divina, dado que el humano era el mayor invento del Creador. Por eso dedicaron su existencia a captar todas esas mentes humanas que se cuestionaran su propia realidad y su ser, y se presentarían ante todos aquellos que rechazaran las leyes de ese mundo y a su Creador.

A cada uno de esos humanos que Lillith captaba, le ofrecía un cáliz con sangre de Caín. Beberla tras renegar de ese universo falaz les ofrecería la inmortalidad, les otorgaría cambios y dones que debían aprender a controlar. Ellos serían los protectores de la verdad e intentarían ayudar a todos aquellos humanos que en su curiosidad intentasen abrir los ojos a la verdadera vida.

Todos a los que Lillith captaba, entraban directamente a formar parte de un grupo muy hermético llamado la Orden de Caín, conformado por vampiros originales hijos de la sangre de Caín y del mordisco de Lillith.

Desde entonces, los miembros de La Orden de Caín caminan en nuestra realidad, entre nosotros, y nos vigilan, expectantes, esperando a todos aquellos que intuyan la verdad y que quieran ir un paso más allá: vivirla.

Y vivirla implica cambios, mordiscos, sangre, guerra, decepciones, muertes, resurrecciones, despertares y conocer de primera mano la batalla más antigua y original de todos los tiempos. Una batalla que han negado y han tergiversado tanto que han hecho creer que se trataba solo de una burda ficción religiosa.

Pero la realidad siempre supera la ficción.

 

El pecado empezó con un mordisco.

Pero el mayor pecado de todos es no pecar.

Quien esté libre de culpa, que tire la primera manzana.

 

 

 

Capítulo 1

 

 

 

Noruega, siglos atrás

 

 

 

 

Había dos cosas que le encantaba hacer a Eyra Haraldsen: la primera, enseñar a luchar a las niñas de la aldea junto a Daven y al padre de Daven, y la otra, ir de caza.

Era la mejor cazadora, mucho mejor que su hermano Khalevi que, sin duda, era el mejor rastreador. Pero era Eyra quien iba a por el alimento. Y era experta, no solo en pescar los mejores salmones y truchas, también en recolectar los mejores alimentos para todos: desde bayas, frutos secos, frutas y vegetales que sus padres les habían enseñado a conrear gracias al aprendizaje de sus viajes comerciales con los drakares, esos increíbles navíos que la familia de Viggo había aprendido a construir hasta convertirlos en poderosos cruceros que atravesaban los mares del norte. En esos viajes vendían su cerámica, las armas que el orfebre y Daven construían, los escudos, y también alimentos, pero, además, intercambiaban conocimientos con otras tierras vecinas.

No obstante, había algo que la joven Eyra de, entonces, quince años, adoraba más que traer comida para el pueblo y ser reconocida por su valía y sus habilidades como cazadora y luchadora del clan. Ese algo era: visitar a la bestemoren y traerle un bol de frutillas seleccionadas por ella misma, y bien lavadas.

Y charlar. Charlar con esa anciana durante las puestas de sol. Porque su don de auspicio y su sabiduría eran conocidos entre todos los acantilados.

Ese era un ritual que Eyra llevaba a cabo a diario. La visitaba y merendaban juntas.

Su madre estaba un poco celosa de ella porque decía que parecía hija de la anciana sabia, más que de ella, que la había sacado de sus entrañas. Sin embargo, también le gustaba la relación que Eyra tenía con la bestemoren, porque sabía que para la matriarca del pueblo su hija Eyra también era especial. Así que admiraba su relación en la distancia y no osaría nunca a romper el vínculo que tenían.

Pero su madre Hellen exageraba. Eyra amaba a su madre, a su padre y al terco de su hermano, sin embargo, había cosas de las que no podía hablar con ellos, porque la mayor del pueblo sabía demasiado, era una fuente inacabable de conocimientos, era agua para su sed, y Eyra ansiaba saber todo lo que ella sabía, porque la pequeña de los Haraldsen nació con una mente curiosa y un alma inquieta, y en ocasiones, incluso su hermoso y próspero pueblo se le quedaba pequeño.

Las tradiciones de su pueblo, su manera de vivir, eran regidas por la bestemoren, cuya palabra era Ley y verdad.

En lo alto del acantilado, en el pueblo de los drakkarianos, todo tenía un orden y un equilibrio, un ritmo que armonizaba con la naturaleza. Y los Haraldsen ayudaban a que la cadencia no se rompiera y el pueblo siguiera creciendo a base de sus conocimientos sobre la siembra, heredado de las mujeres de la familia de su madre. Gracias a ellos, a su sabiduría, el pueblo estaba aprendiendo a manipular las semillas que traían de los viajes comerciales y enriquecer sus tierras con ellos. A Eyra le gustaba saber que, cuando algo se cuidaba y se plantaba en la tierra, al final, se convertía en alimento para todos.

Así que, esa tarde, antes de la puesta de sol, Eyra aprovecharía para llevarle de nuevo a la bestemoren su ofrenda personal, que luego, la anciana compartía siempre con ella.

Los fresones eran su frutilla favorita.

Eyra atravesó el pueblo hasta llegar a la casa de la sabia, que vivía al lado de la de los padres de Viggo, porque siempre había necesitado su espacio y su independencia.

A la vikinga le encantaba darse un paseo entre las viviendas escandinavas de madera, piedra y tepe, y le gustaba el olor que desprendía cada una de ellas, tan peculiar y distinto dependiendo de quiénes vivían en su interior. En esa época del año, el fuego predominaba en los hogares y también en el centro del poblado, donde muchas veces celebraban cenas y comidas populares. Observaba con gusto el humo de todos los tepes que emergía de las claraboyas de los techos y se perdía dibujando todo tipo de formas difusas en el cielo. Y también percibía la mirada traviesa de algunos niños chismosos que la miraban asomados a los ventanucos de sus hogares. Eyra desvió sus ojos azules hacia el mar y, con el cuenco de frutillas en las manos, admiró la belleza de las vistas desde el acantilado, los drakkares amarrados en su puerto, las antorchas encendidas de los pueblos ubicados en los cerros vecinos… El invierno arraigaba, se haría largo e interminable y lo helaría todo. Pero el calor de la gente siempre permanecería, por eso su pueblo seguía adelante. Porque estaban unidos.

La casa de la bestemoren era rectangular, de muros curvos y la fachada estaba cubierta por tierra, césped y raíces. En su interior, había una hilera de postes de madera de roble que dividía la casa en tres ambientes y que descansaban sobre una solera de piedra, para que no se pudriesen al estar en contacto con la tierra batida del suelo. Había bancos de tierra cubiertos de mimbre, repartidos en toda la estancia, que bien podían servir para sentarse como para echarse y dormir. Pero el central siempre se usaba para cocinar, porque le daban mucha importancia a esa parte del hogar, donde todo se hablaba y todo se comía, también. Porque las ollas y los negocios siempre iban de la mano.

Su casa no era muy grande y solo tenía una habitación. La mayoría de casas del poblado poseían dos, dado que una de ellas se reservaba para los animales, como granero. Así tenían a su ganado más vigilado y se mantenía mejor el calor en el interior.

En la entrada, en la pared de piedra, había un símbolo llamado «Lásabrjótur», un sigilo bordado en una especie de telar, que se decía que abría puertas sin cerradura. Eyra siempre lo miraba con curiosidad, pero quedaba tan embelesada por la conversación de la bestemoren que nunca se acordaba de preguntarle qué sentido había en tener un símbolo que abría puertas sin cerraduras donde, en realidad, no había ni puertas.

—Entra, jovencita —la voz de Ludmila, así era el nombre de la querida anciana, resonó desde dentro de los muros—. Huelo los fresones desde aquí.

Eyra sonrió y cruzó la puerta de la casa, cuyo aroma destilaba una acogedora mezcla de plantas, infusiones y brasa. Allí, tras la calidez del fuego encendido, nunca pasaba frío.

—Ludmila —la saludó con cariño.

Ludmila estaba en el centro del salón, haciendo algo con los fosos de una olla en la que había hervido una de sus hierbas. Eyra reconoció el fuerte y penetrante aroma parecido al limón, muy refrescante, y cerró los ojos con gusto.

—¿Sabes a qué huele? —le preguntó la anciana de largo pelo blanco y trenzado, y símbolos mágicos bajo sus párpados y en su barbilla.

Ella esperó a que la anciana se sentara a su lado y dijo que no con la cabeza.

—Huele a… delicioso —contestó Eyra.

La anciana sonrió y tomó el cuenco de frutillas con mucho agradecimiento.

—Huele a libertad. A mujer libre —contestó tomando un fresón y llevándoselo a la boca—. Tienes que ser libre, Eyra. Debes serlo.

Eyra tomó otro y lo empezó a saborear delicadamente.

—¿A qué te refieres con «libre»?

—Una husfreya no es libre. Hace lo que dicen que es su responsabilidad y trabaja para otros. Pero no la dejan viajar, no la dejan negociar, y no le permiten descubrir nada, porque sus maridos prefieren que se queden en casa cuidando del pueblo y de los hijos. Y es una labor honrada y de dedicación a la familia, porque alguien tiene que hacerlo y los niños deben crecer en tierra segura y cálida —dijo Ludmila atacando otra fresa—. Pero hace lo que las tradiciones mandan que debe hacer. No es libre.

—El pueblo, entonces, está lleno de husfreyas —apuntó Eyra mirándola con atención. Ludmila era así. Siempre le lanzaba advertencias de ese tipo.

—Este lugar en el que vivimos —dijo haciendo mención a la Tierra—, está hecho para ellas. Mi consejo para ti, Eyra, es que seas como Freya. Que mantengas siempre el manojo de llaves de tu casa y que agarres siempre tu arco y tus flechas como la gran Cazadora que eres. Que tus llaves y tus armas sean tuyas y de nadie más —Ludmila señaló su arco y sus flechas, colgados en la pared. A Eyra siempre le había fascinado la manufactura de aquel arco que parecía propiedad de una reina vikinga. Ella también había sido una gran cazadora de joven—… Guárdalas ambas, hasta que sea el momento de compartirla con quien tú quieras y de usarlas para defender lo que es tuyo. Pero, hasta entonces, sé ingobernable. Tienes aún mucho camino por recorrer —añadió con pinceladas de misterio.

Eyra asumía con seriedad sus palabras, dado que Ludmila siempre vería más de lo que verían los demás.

Las husfreyas eran señoras de sus casas y gestionaban el hogar. El manojo de llaves, era un símbolo vikingo de empoderamiento y de libertad para la mujer. Una mujer libre, capaz de sostenerse sin la figura de un hombre al lado, dueña de sus propias llaves.

—Eres la chica más fuerte y más hermosa del pueblo, niña. Tus tirabuzones repletos de sol y luz, tus ojos grandes y claros, tu perfil, y tu mirada… Por supuesto que eres hermosa. Eres el tesoro del pueblo.

—Eso no es así —la interrumpió con una sonrisa divertida—. Es Shelby. Todos dicen que es la perla drakkariana. Y Daven está prendado de ella. Serán pareja.

Ludmila negó con la cabeza, y su pelo largo y trenzado bailoteó sobre sus hombros.

—Shelby solo es bonita. Y vende lo que todos quieren comprar. Tú eres mucho más bonita que ella, pero no eres una husfreya —se encogió de hombros—. Tus habilidades y tu carácter hacen que los hombres de aquí te vean como uno más de ellos. Te respetan mucho y los intimidas, muchacha —ocultó una carcajada—. Así nunca te casarás —se echó a reír con fuerza.

—No quiero casarme —replicó Eyra sonriendo a la anciana—. No creo que nadie de aquí pueda ser mi marido en un futuro. Daven pone cara de corderito cuando ve a Shelby. Yo no he mirado a nadie así todavía —A Ludmila le hizo aún más gracia su comentario—. Además, mis padres ya saben que no pueden ofrecerme a nadie. Se lo he prohibido. Y, si lo hacen, huiré en un drakkar y me perderé en otras tierras.

Ludmila arqueó las cejas blancas y la señaló con una fresa entre los dedos.

—Tal vez tu mundo es mucho más amplio de lo que tú crees. Debes ser una mujer libre en todos los aspectos —propuso entrecerrando sus ojos, mirando mucho más allá de Eyra—. Una mujer libre puede estar con quien ella quiera y elige a quien ella quiera.

—Hay mujeres del pueblo, como Erika. Es una husfreya —aclara exponiendo a Ludmila sus dudas—. Pero el marido le permite que esté con otras hembras y que tenga relaciones con otras mujeres.

—¿Y qué es lo que no entiendes de eso? —preguntó con total normalidad.

—¿Por qué tiene marido si le gustan las mujeres? ¿El marido la ama? ¿Y le gusta que ella haga eso? Me pregunto que, si la unión de un hombre y una mujer debe ser bendecida por los dioses y abanderar al amor, ¿no le duele al pobre Hans saber que ella disfruta más con otras mujeres que con él? No me imagino a mi padre permitiendo que mi madre esté con otras y, ni mucho menos, con otros.

—Tus padres tienen algo muy bonito, Eyra. Y no todos los matrimonios lo tienen, aunque estén unidos y tengan hijos.

—Yo no quiero eso. No quiero hacer algo así porque es lo que toque hacer.

Ludmila dio una palmada y miró al techo como si la respuesta fuera obvia.

—Ay, Eyra… has nacido ahora, pero eres un alma vieja, y vienes de un tiempo que aún no ha llegado.

—¿Qué quieres decir? —preguntó extrañada.

—Que ves el mundo como nadie lo ve todavía. Hoy, hombres y mujeres necesitamos unirnos para reproducirnos en este lugar. En muchos casos, es solo un tema de legitimidad. De seguir con la estirpe y de poblar estas tierras para continuar con el juego. Pero nuestro pueblo es liberal, Eyra. Nuestros dioses originales lo son —señaló al techo—. Hoy, a los hombres solo les interesa que las mujeres les den hijos fuertes y sanos. Después, con quienes estén sus mujeres, es lo de menos. Y les ofende poco que estén con hembras, porque así ellos pueden unirse al lecho de vez en cuando. Su hombría sigue intacta con eso. Muchacha —Ludmila tomó su mano y se la apretujó con cariño—. Tú podrás estar con quien desees, pero deberás tener paciencia. No elijas mal y no hagas nada que vaya en contra de tus sentimientos. Eres una guerrera, y una guerrera, sin corazón, no es nada —aclaró sonriendo con sus ojos viejos—. No lo olvides. Hagas lo que hagas, escúchalo y entrégaselo a quien de verdad lo ha marcado.

—¿Y cómo sé que será la persona adecuada?

—Porque, a veces, una sola gota —alzó el dedo y le golpeó la nariz— llena todo un cubo vacío. Solo una gota. Tu persona será así —aseguró—. Solo necesitarás una gota de ella para darte cuenta de que te llena y de que lo quieres todo.

—Agradezco el consejo. Lo tendré en cuenta —respondió recibiendo sus palabras como un regalo. Suspiró y añadió—: sea como sea, tengo la sensación de que no será aquí —sentenció Eyra asumiendo su sino—. No me interesa nadie. Ni hombre ni mujer —aclaró provocando otra risita en la anciana.

—Lo sé —le guiñó un ojo.

Eyra se mordió el labio inferior y observó a Ludmila de soslayo.

—Sé que sabes cosas, bestemoren. Hablas como si supieras lo que va a pasar antes de que haya pasado. ¿Hablas con los muertos?

—No. No hablo con los muertos —contestó con sinceridad—. Pero la sangre que corre por estas venas —se señaló el antebrazo tatuado—, me ayuda a ver lo que los demás no pueden ver. Y yo te veo, Eyra. Te queda mucho por recorrer y no dudo que vayas a tener el papel que te corresponde en el Hnefatafl de esta vida.

A la anciana y a Eyra les gustaba jugar al Tablero del Rey, que era el ajedrez vikingo.

—Siempre dices que la vida es como un juego. ¿Por qué?

—Porque el verdadero sentido de esta existencia, Eyra, es no creérsela, y como el Rey del tablero, aprender a escapar por una de las esquinas y descubrir quiénes somos de verdad. Sin embargo, nuestros oponentes querrán matarnos. Vendrán a por nosotros. Pero entiendo que aún no puedas comprenderlo —masticó otro fresón y cerró los ojos satisfecha—. Siempre eliges las mejores frutillas, Eyra. Es un don.

Con esa última frase, la anciana cambió de conversación a la velocidad del rayo. Eyra no lograba entender muchas veces lo que Ludmila le explicaba, como si aún no estuviera preparada para tamaña conversación, pero la bestemoren, al parecer, necesitaba otorgarle semillitas todos los días.

Al amparo del fuego, posó sus manos sobre sus rodillas y le dijo a Eyra:

—Ahora, cuéntame chismes, jovencita.

Eyra suspiró y sonrió con ojos entornados.

—Ludmila…

—Me encantan los chismes. Además, sé que, como anciana que soy, veo muchas cosas, pero me gusta que me cuentes cómo ves a la aldea. Me gusta cómo lo ves tú.

—¿Y eso por qué? —Indagó comiéndose hasta la raíz y el tallo de la fruta roja y sabrosa. Su madre le había dicho que debía comerse todo entero para obtener todas sus propiedades.

—Porque tú ves mucho más que el resto. Siempre has sido así. Tienes una mirada sabia y escrutadora, Eyra. Creo que algún día serás una bestemoren guerrera, inesperada e irreverente para los pueblos enemigos —contestó con la mirada perdida en algo que solo ella podía ver.

A Eyra le turbaba a la par que le honraba oír esas palabras de ella sobre su persona. Pero no se consideraba líder ni tampoco nadie especial a quien se le debiera una atención o consideración como, en cambio, sí se le debía tener a Ludmila.

—Mi hermano es como un abejorro que va de flor en flor —suspiró con diversión, provocando la sonrisa de Ludmila—, Viggo y Axe están concentrados en sus barcos… Daven y yo ayudamos con la enseñanza del Budo a los niños y niñas.

Ludmila asintió concentrada en sus palabras.

—Todos deben aprender a defenderse. Todos. ¿Y qué me dices del chico extranjero?

—Está con los Erikson.

Hacía muy poco que había llegado en uno de los viajes de los drakkares, un chico de pueblos lejanos y de otras tierras… lo habían encontrado solo, en una de las incursiones expeditivas mar adentro. Lo hallaron ensangrentado en una aldea, escondido y apenas recordaba nada de lo que le había sucedido.

Era un chico delgado, exótico y extraño, con dibujos en su piel y una lengua de serpiente. A Ludmila le despertaba mucha curiosidad el joven, y también a Eyra, que en poco tiempo había entablado contacto con él y una, por entonces, frágil relación de confianza.

—Creo que se llama Gregos. No habla nuestro idioma. Por eso no sé muy bien de dónde es.

—¿Y qué percibes? ¿Qué te parece el muchacho?

—No me da la sensación de que sea peligroso. Creo que ha perdido a su familia y que ha visto cosas horribles. Tiene muchas marcas en su cuerpo. Tal vez haya sido un esclavo —comentó meditabunda—. Y sé que talla la madera muy bien. Me ha hecho una figurita, mira. —Sacó del bolsillo de su capa de lino azul oscuro una figurita de madera. Era una reina.

Ludmila tomó la figurita y sus rasgos se suavizaron como si supieran quién era Gregos y de dónde venía.

—Una mujer con corona —asumió. Segundos más tarde admitió—: tiene talento. Será de utilidad para el pueblo. Mañana quiero que vengas con él, Eyra. Quiero conocerle bien. —Le devolvió la talla.

—Está bien —Eyra volvió a guardar la figurita de nuevo. Se sentía atribulada por la llegada de Gregos, y también por lo que contaban todos de sus viajes a otras tierras. Las tierras foráneas no parecían amigables—. Los mayores cuentan historias, Ludmila —desvió la mirada hacia ella con mucha curiosidad y reserva—. Dicen que más allá de nuestro territorio, hay otros mundos en los que no se vive como vivimos en el nuestro. Dicen que hay otros, parecidos a nosotros, que arrasan con tierras y familias, que violan a las mujeres, les roban, los saquean, se llevan su oro y, además, poseen navíos como los nuestros. Debido a eso, los jefes muchas veces han tenido que soltar amarres en los puertos e irse ante su poca disponibilidad a recibirlos. —A Eyra la confundía mucho que dijeran que esos salvajes eran como ellos, porque los drakkarianos no eran un pueblo agresivo.

—¿Qué es lo que te pone nerviosa, Eyra?

—Que más allá de nuestros acantilados, otros construyan navíos como los nuestros para intentar arrasarnos. No sé lo que hay más allá, y aún no me permiten viajar con ellos y no sé cómo son las personas ni las tierras que ellos encuentran, pero me inquieta pensar que, al igual que nosotros viajamos para exportar nuestros productos y conectar nuestros pueblos, otros lo hagan para invadirnos y llevarse todo lo que es nuestro. Nuestros dioses no permitirían eso, ¿verdad, Ludmila? Ellos nos protegen.

Ludmila dejó ir el aire entre los dientes y centró su atención en el símbolo que había colgado en el telar de la pared, el Lasabrjótur.

—En el tablero todo tiene un ritmo, evoluciona y cambia… Hay muchos mundos en este, y pronto —tomó otro fresón y lo observó con detenimiento—, habrá un dios por encima de todos, que obligará a los humanos a enfrentarse. Un dios que emergerá como el único y verdadero. Un dios por el que recorrerán mares, por el que quemarán pueblos y borrarán estirpes a golpe de espada y fuego.

—¿Qué tipo de dios es ese, por la diosa?

—Es el dios de los sacrificios. Un dios que pretende ser unificador y que cambiará todo: nuestra manera de orar, nuestra manera de amar, y nuestro modo de creer. Y obligará a todos a venerarle y a pensarle. Y los que no lo hagamos, seremos condenados bajo su yugo. Pero todo forma parte del mismo tablero y de una partida larguísima más allá de las formas y del tiempo, Eyra.

A Eyra saberlo la horrorizó. Lo que decía Ludmila siempre se cumplía y estaba segura de que había dado esa misma información a los jefes de la aldea.

—¿Y qué podemos hacer al respecto? ¿Lo sabe el boss?

—Es mi hijo. Claro que lo sabe. Como bien dices, ya están viendo comportamientos extraños en sus viajes comerciales. Saben de los horrores que empiezan a contar otros, de sus miedos, de sus experiencias… Ese tiempo también nos llegará, y confundirá a muchos de los nuestros. Pero lo único que podremos hacer, será unirnos y defender nuestros muros y nuestras paredes. Por eso es importante que sigamos haciendo lo que hacemos, que sigáis formando a los niños en el Budo, que se siga comerciando… No nos podemos detener. Seguiremos creciendo hasta que veamos que no nos dejen hacerlo.

—Entonces lucharemos por nuestra aldea —aseguró Eyra muy decidida—. Nos defenderemos, venceremos y no podrán con nosotros, Ludmila. Lucharé con mi espada como uno más. Lo prometo.

Ludmila agachó la cabeza porque sabía que esas palabras de Eyra caerían en saco roto. Ella, mejor que nadie, conocía el destino de los suyos y hacía mucho que los pájaros le hablaban de ello, de lo que pasaría en un futuro. Se obligó a sonreír a la joven y aguerrida Eyra, reconoció su valía, y acarició su espalda con una de sus manos.

Vendrían tiempos de sangre y de horror. Tiempos de reducción y sometimiento. Las aves se lo habían dicho, pero también habían mencionado algo más:

—Será suficiente con que no dobleguen nuestro espíritu, muchacha. Que no te dobleguen a ti. Que no te roben esto —señaló su corazón—. Aquí está la llave. Aquí está tu llave. Mantén esa puerta cerrada, te hagan lo que te hagan. Aquí, en el pecho, está el espíritu, el fuego de tu corazón. Mantenlo prendido, cierra ese lugar con llave, hasta que alguien te abra la puerta a patadas. Quien tire la puerta abajo será tu persona y te mantendrá libre. Pero hasta que eso no llegue, no dejes que nadie te apague la llama, por mucho que te duela, por mucho que te hieran, por mucho que te lastimen y hieran tu cuerpo… tendrás que ser fuerte, Eyra. Mi arco es tuyo. Te pertenece a ti. A la mujer guerrera que veo en ti. Quiero que lo heredes cuando yo ya no esté. Debe ser tuyo, porque una cazadora necesita un buen arco con el que defender a los suyos, matar a sus enemigos y cazar a sus presas.

Los ojos brillantes de Eyra titilaban emocionados ante tales palabras. ¿Le estaba dando el arco? ¿Iba a ser de ella?

—¿Tu arco?

—Mi arco será tuyo. Úsalo y apunta directamente al corazón. Nadie, jamás, podría sobrevivir a las flechas de una cazadora.

Eyra se humedeció los labios y asintió con solemnidad.

—Será mío y lo aceptaré con honor, Ludmila.

—No me cabe la menor duda.

Estaba segura que Ludmila experimentaba una visión en ese momento, porque tenía la mirada perdida. Acto seguido, salió de su ensimismamiento, se humedeció los labios, sonrió acunando la mejilla de Eyra y añadió:

—Solo así, resistiéndonos, seremos eternos. Todo lo demás, no importará. Porque, en ocasiones, el final es solo el comienzo de algo más. Recuérdalo.

—Sí, Ludmila.

—Ahora, ayúdame a preparar la olla —le pidió—. No nos preocupemos por sucesos que aún no tienen lugar.

Eyra se levantó de la banqueta y procedió a echar una mano a la anciana. Sin embargo, la profundidad de esa conversación, la perseguiría siempre. Tendría esas palabras presentes a cada amanecer y a cada anochecer.

Lo que nunca se imaginó fue que la acompañarían durante siglos de existencia ininterrumpida, en la que el mundo cambiaba bajo una directriz manipuladora y supuestamente divina, y la vida se hacía más programada y menos dada al libre albedrío, como si algo o alguien más, necesitara controlarla.

Un mundo que sería una cárcel para los que, como ella, no permitirían que les doblegaran el espíritu.

 

 

 

Capítulo 2

 

 

 

Tres noches atrás

 

 

 

 

Cami alzó la mirada y vio a Eyra levitando y cargando con Vael en brazos. La piel de los muslos que dejaba ver la vampira estaba manchada de sangre, al igual que su ropa oscura, pero nada que ver con cómo estaba Vael. El vailos no dejaba de sangrar, tenía mordiscos en los muslos, y el hombro completamente desgarrado. Verlo así la dejó sin aire, fría y llena de miedos. Corrió a recibir a la vikinga y posó las manos en el rostro de Vael, que era lo único que no estaba herido.

—¡¿Qué ha pasado?! ¿Vael?

Él la miró, pero no contestó.

—¿Quién te ha hecho esto? —estaba desesperada por saber—. ¡Entrad! —les urgió corriendo rápidamente al interior de la casa—. Vamos arriba, a mi habitación.

—Tu compañero se ha encargado él solo de diez perros del Inventor, en el Deus Home de Glasgow. Nos han dejado fuera de juego —dijo Eyra con voz muy rasposa, tosiendo un poco aún, aunque ya no escupía sangre.

—¿Cómo ha pasado? —preguntó Cami.

Astrid se levantó del sofá como si tuviera un muelle en la espalda, aún con ojos soñolientos, tiró la manta al suelo y buscó a Eyra con la mirada.

—¿Qué...? —dijo con voz pastosa.

Eyra la oteó de reojo, pero la ignoró por completo.

No había tiempo para detenerse y dar explicaciones. Cami iba por faena. Vael necesitaba curarse.

—¿A vosotros os han atacado? ¿Por qué? —subieron las escaleras y recorrieron el pasillo hasta abrir la puerta blanca de otra habitación. Era la de Cami.

Eyra dejó a Vael sobre la cama con cuidado.

—Verbena. La planta sagrada del Inventor —explicó—. Nos quedamos reducidos sin respirar y nos tomó por sorpresa. Solemos detectarla antes, pero esta vez no la olimos, además de que la habían pulverizado. Menos mal que Vael pudo salvar a los niños, a todos —aseguró—. Y se cargó a los diez deshechos del Santo —silbó impresionada—. Después nos sacó de allí uno a uno, nos movilizó hasta la azotea de otro edificio con los niños que había rescatado. Si te digo la verdad, nosotros fuimos casi un incordio y le dimos más trabajo —asumió—. Nos quedamos sin podernos mover apenas, vendidos. Pero Vael nos protegió en todo momento. Sus hombres han hecho arder el edificio... Está saliendo por las noticias.

—Pero ¿qué hacían los sabuesos en un orfanato? ¿Por qué estaban ahí?

—Les habían dejado barra libre —contestó Eyra—. Ya tenemos claro que esos niños actúan como carnaza para los monstruos de la Legión. Ya alimentaron a Juliette, y ahora han venido los chuchos. Tienen esos orfanatos con niños sin registrar, sin dar de alta en ningún sitio... son los banquetes de la Legión, porque los niños son más sabrosos y puros para ellos. Y estamos convencidos de que tras eso hay algo mucho más grande.

Era horrible, pensó Cami acongojada, ayudando a retirar la colcha.

—¿Y el Santo y Lycos? —preguntó. Después de la colcha le quitó las botas a Vael.

Eyra negó con la cabeza.

—Ni rastro.

Aquello no gustó nada a Cami. Aún no se habían enfrentado a ellos. Pero asumió que los cabecillas nunca se expondrían y no serían fáciles de cazar. Los canes sin amo no eran nadie. Por eso debían aniquilar a Lycos y al Santo.

—Es un guerrero brutal —reconoció Eyra admirada—. Un martillo pilón. No se detiene, aunque lo estén llenando de mordiscos.

Eso ya lo había visto Cami.

—Nos ha dejado impresionados —sonrió Eyra con fascinación—. Lo invitamos para que nos echara una mano y confirmara la presencia de los perros, y si no llega a ser por él, seríamos ahora pasto de la Legión. Nos ha salvado. Y nos ha ganado, Cami —Eyra observó a Cami con interés—. Tienes un buen compañero al lado, chica.

Cami no lo dudaba. Y eso la hacía sentirse peor de lo que estaba.

—¿Qué vais a hacer ahora?

—Tenemos en mente ir a los otros tres orfanatos de Deus Home de Escocia. Queremos controlar a los niños y destrozar sus instalaciones. Son humanos, y no deberíamos interceder —asumió Eyra—. pero todo tiene un límite, y más cuando son usados como alimentos para la Legión. Necesitamos entender qué hay detrás y para qué más usan a los críos.

—¿Y no había ni un adulto allí al que pudieras manipular para que os contase todo lo que supiera?

Eyra negó con la cabeza.

—Habían dejado el orfanato vacío, con los críos vendidos para que ellos se pusieran las botas. Seguramente, al día siguiente iría allí un equipo de limpieza y traerían nuevos niños para sustituir a los que ya no estaban.

—Pero ¿de dónde sacan esos niños? ¿Nadie denuncia sus desapariciones?

Vael se levantó de la cama y se quedó sentado, con las profundas heridas emanando sangre a borbotones, aunque al estar cerca de Cami ya empezaba a cicatrizar.

—Me voy.

Aquello sorprendió a Eyra y sus cejas rubias y perfectas salieron disparadas hacia arriba.

—¿Perdón? No hay nada más que matar, campeón —le dijo Eyra reconociendo su valía.

—Sí, hay más... hay más niños —dijo él sujetándose la carne abierta del pecho—. Hay más. En otros orfanatos... Y puede que estén los niños de mi clan. Hay que liberarlos...

A Eyra esas palabras de Vael le hicieron cambiar la expresión a una más compasiva. No sería ella la que le dijera que esos niños ya no estaban vivos y que, seguramente, los habían usado para jugar genéticamente. Pero de ellos ya no quedaba ninguno.

Cami pensaba exactamente igual que Eyra. Vael había mencionado varias veces que había olido el rastro de esos niños en distintas partes del mundo, por donde él había ido y viajado siendo un lobo. Porque era lo único útil que podía hacer en esa forma. Pero eso no quería decir que estuvieran vivos, aunque él sentía que sí lo estaban. Cami estaba aprendiendo que la Legión era cruel y sanguinaria, y que no tenía clemencia ni siquiera con los más pequeños.

Ella tomó a Vael del rostro y lo obligó a mirarla.

—No vas a ir a ningún lado.

—Tengo que irme —insistió Vael levantándose. Apartó a Cami y se dirigió hacia la puerta.

Pero Cami se colocó en medio y abrió los brazos en cruz, deteniéndolo.

—No te vas. Tienes que cicatrizar.

—Esto no me duele —se miró los gravísimos cortes que abrían su carne—. Cicatrizo rápido. Y tengo una responsabilidad...

Cami miró a Eyra por encima del hombro. La vampira observaba entretenida aquel conflicto entre ambos y le parecía asombroso que una chica tan menuda como ella, dominara sin esfuerzo a un guerrero tan bestial como ese. Estaba enamorado. Loco por ella. Y eso se veía a leguas.

—Eyra, por favor... —dijo Cami.

—Ah, no hace falta que me digas nada. Ya me voy. Pasadlo bien —alzó la mano para despedirse de ellos y salió de la habitación meneando las caderas como la diva depredadora que era.

 

 

 

 

Lo que Vael había hecho era admirable.

En su larga existencia, Eyra Haraldsen jamás había visto a un guerrero igual. Excepto a Axe en sus últimos años, cuando la ira lo cegó y perdió su corazón. Hacía unas horas estaban en el orfanato Deus Home, averiguando por qué ese lugar olía a perros de Dios. Y lo que habían encontrado era una nueva carnicería permitida por el Inventor. Niños humanos, huérfanos que no eran reclamados por nadie, estaban siendo vendidos para convertirse en el alimento de una facción de la Legión.

Cuando entraron al lugar, los vampiros fueron reducidos con aire de verbena, que lentamente les comía la garganta y les hacía arder los pulmones, incinerándolos poco a poco. Ellos respiraban muy lentamente, no como los humanos, y en teoría algo así no debería afectarles tanto. Pero la verbena era una planta sagrada del Inventor, plantada en la tierra para debilitar a seres como ellos, y en pocos segundos se vieron incapacitados y completamente intoxicados por la sustancia de la planta. Si no llega a ser por Vael, ellos no habrían podido salir de ahí por su propio pie.

El vaélico no solo los sacó del edificio. Él mismo venció a todos los perros de Dios que querían jugar a la caza del zorro con aquellos niños indefensos. Los mató a todos, no sin llevarse profusas y escandalosas heridas que, en estos momentos, Cami Bonnet debía subsanar.

Por eso, Eyra había dejado a Vael en la casa de las Bonnet, donde su pareja debía hacerse cargo del aguerrido y valiente lobo.

Eyra reconocía a un luchador bravo y noble, y Vael tendría su admiración y su agradecimiento siempre.

Pero, como guerrera, su honor se había visto vulnerado. Ellos eran vampiros, eran la Orden de Caín, inmortales y poderosos, y se estaban dando cuenta de que la Legión mediaba con otras armas y otras sustancias para socavarlos, y debían reaccionar.

Tendría otra oportunidad de vengarse, dado que los Pupilli, la familia de acreedores que poseían los orfanatos Deus Home, tenían tres más distribuidos por Escocia, y muchísimos otros por todo el mundo.

Eyra sabía que el objetivo de la Orden no debía perderse de vista. Ellos estaban ahí para liberar al ser humano de ese videojuego diabólico del que no eran conscientes, no para meterse en sus guerras ni en sus batallas.

Pero eran niños. Eran niños sin hogar, huérfanos, los que estaban sirviendo de cebo para el ejército de monstruos y aberraciones genéticas del Inventor. Y no eran indiferentes ante eso, más aún, cuando sabían lo que la Legión había hecho con las criaturas y los hijos descendientes de los Lilim.

Los habían hecho desaparecer. Habían anulado cualquier descendencia.

Eyra se limpió la sangre del rostro, salpicaduras de la escabechina que Vael había hecho con ellos. Cuando le echó el último vistazo, él estaba ahí de pie, en la habitación de Cami, queriendo salir para repartir más leña, para menguar más al enemigo. Y también, para no verse con la hechicera rubia que no le permitía salir de la habitación.

Eyra era mujer, sabía cuándo la energía cambiaba entre dos personas. La corriente magnética entre la Bonnet y el vaélico parecía un maremoto, y a ella, aunque le gustaba el espectáculo y no le importaba mirar, tampoco le apetecía estar presente en ese momento.

Además, Cami, muy celosa de lo suyo, no se lo permitiría. Le gustaba eso de las Bonnet. No iban a compartir nunca a sus parejas. Para ellas, las demostraciones físicas de afecto y el sexo, tenía que ver con el amor infinito y original. Y aquel decreto no se podía violar.

Lo de ellas era de ellas. Y debía reconocer que era un pensamiento alineado por completo a su manera de pensar, y también a ese modo de actuar de los vampiros emparejados.

Ella era una vampira. Una vampira de casi novecientos años de vida. No le quedaba nada por experimentar. Todo lo había hecho, todo lo había probado. Para ella, el sexo era igualmente un arquetipo del Inventor en el que los humanos caían una y otra vez, y del que tampoco sabían salir y, ni mucho menos, usarlo en su beneficio. Como otros tantos patrones de esa realidad que no se cuestionaban y en el que estaban enredados día tras día. Nada podía hacer por ellos, pero, en cambio, sí podía rescatar a los que despertasen.

Y esa era la misión de la Orden en aquel juego.

Cuando bajó las escaleras hasta el salón y alzó la mirada, se encontró a Astrid de pie, mirando hacia arriba, como si pudiera ver a través del techo lo que fuera que pudiera suceder en la habitación de Cami.

Eyra y ella habían discutido la última vez que se vieron.

La vikinga no era del agrado de Astrid, y a la Haraldsen no le gustaba estar donde no la querían. Pero Astrid no tenía buen aspecto. Parecía asustada. Eyra olía su miedo, olía a esa manzana especiada con canela y algo más… Ese olor la afectaba, igual que afectaba el aroma personal de las Bonnet a todos los miembros de la Orden. De algún modo, Astrid le había prohibido ser amable con ella. No quería su amabilidad ni su ayuda. No quería nada de Eyra, y la vikinga no rogaba a nadie por atenciones, jamás. Solo Astrid sabía qué era lo que le sucedía realmente cuando estaba cerca. Y Eyra no estaba para ser psicóloga de nadie. Suficiente tenía con lo suyo como para ayudar a averiguar a nadie qué le pasaba o qué inseguridades tenía.

A Astrid le gustaban los Rolling Stones. Usaba esa camiseta para dormir, porque se la había visto puesta otras veces.

Eyra se detuvo en el último escalón, frente a la humana, a la única hija de la última cátara que seguía durmiente y que desconocía su labor.

Era muy hermosa. Tenía un porte más estilizado que el de sus hermanas, como el de una modelo, aunque ocultaba sus formas con ropas anchas y un estilo, en ocasiones, muy grunge, que a Eyra no le disgustaba en absoluto. Era igual de alta que ellas, puede que un pelín más. Aunque no más alta que Eyra, tal vez eran del mismo tamaño ambas.

Astrid Bonnet poseía unas facciones armónicas y casi perfectas. Su rostro era espigado, de altos pómulos; tenía los ojos grandes y de un tono verde y plata que podían oscurecerse dependiendo de su humor; sus pestañas curvas que rasgaban su forma en las comisuras. Cuando sonreía, le salían hoyuelos, aunque a ella ya no le sonreía nada. Su dentadura era recta y blanca y lucía siempre una melena espesa, larga y castaña, lisa y escalada, con un flequillo largo y marcado, que enmarcaba su mirada y la hacía parecer más aniñada de lo que era.

Pero no había nada de niña en Astrid. Ni su carácter, con un humor muy punzante en ocasiones y con un temperamento propio de alguien muy seguro de sí mismo, ni tampoco su modo de mirar tenía nada de inocente, aunque ella no se diera cuenta de eso.

Astrid parecía no sentirse muy cómoda con su apariencia, que ocultaba muchas veces detrás de esos lentes, que lejos de quitarle encanto, le añadían muchísimo más atractivo.

Siempre que la veía, Eyra no podía evitar pensar en un cupcake tipo Red Velvet con un toque de manzana. Y hacía mucho que no pensaba en alimentos humanos, porque a ella lo que le gustaba era la sangre. Pero no iba a ignorar su apetencia. Estaba muy acostumbrada a aceptar sus instintos, su naturaleza y no pensaba pedir perdón a nadie ni disculparse por apetecerle lo que le apetecía.

Eyra pasó de largo, sin rozarla, sin saludarla. No se iba a esforzar en ser amable. Ambas habían hablado claro en su último enfrentamiento.

Pero cuando la pasó de largo, la voz de Astrid la detuvo:

—¿Qué ha pasado?

 

 

 

 

No estaba viviendo sus mejores días ni tampoco sus mejores noches. Astrid no estaba bien emocionalmente. Se sentía frustrada por su incapacidad para ayudar como sí hacían sus hermanas.

Era como ser un cero a la izquierda, cuando ella siempre se había caracterizado por sumar y por dar muchas alternativas en las que la mayoría de personas no pensaban. Era como ser lerda, inservible, una carga.

Aunque, lo que más le incomodaba, era su propia reacción ante la cercanía de Eyra. Y más en esos momentos, después de lo que Gregos le había explicado la noche anterior.

Cuando Astrid la había visto llegar cargando con un ensangrentado Vael, y eso que el vailos era el doble de lo que hacía ella, sintió un vacío extraño en el estómago. Le impresionó su llegada, con los tirabuzones rubios y llenos de vida mecidos por la fuerza de su vuelo, y sus ojos rosados brillantes y todavía en modo ataque, como una valkiria cargando con un guerrero caído.

Pero Vael no era de ella, era de su hermana. Y ver el miedo en los ojos de Cami afectó mucho a Astrid. Su hermana estaba enamorada de ese hombre. Y Eyra era la encargada de traérselo a su morada para que le diera los cuidados pertinentes.

Fue un gesto bonito de su parte.

No obstante, ahora que la veía bajar por las escaleras, se daba cuenta de que Eyra estaba estucada de sangre, y Astrid no sabía si era de ella o de Vael, pero la vampira hacía como si nada. Descendía los escalones con seguridad, marcando el paso con el sonido de los tacones de sus botas negras que cubrían hasta sus rodillas y dejaban sus alucinantes muslos al aire.

La tenue luz del salón reflejaba en el perfil de todo su cuerpo y proveía a sus rizos de un halo extraño y divino. La vampira deslizaba sus uñas rojas por el pasamanos de madera de la escalera y no apartaba su mirada del logo de su camiseta de los Rolling.

Parecía que sonreía, pero no lo hacía. Era solo un espejismo.

En otros tiempos, Eyra se detendría, continuaría con su juego provocativo de siempre, y disfrutaría de ponerla nerviosa con alguno de sus coqueteos abiertos y sin subterfugios.

Empero, ahora corrían otros tiempos entre ellas. Y Astrid sabía que era responsable de ello, del distanciamiento y de la corriente helada que bailoteaba entre ambas. Sobre todo, después de la última bronca que protagonizaron en ese mismo salón hacía dos noches.

Astrid lo recordaba y todavía hacía que se sintiera mal:

Eran las doce de la noche, y allí no había vuelto nadie. Astrid esperaba que su hermana Cami estuviera bien, pero no sabía nada de ella y nadie le decía nada. Tenía la sensación de que le ocultaban información.

Gregos era buena compañía, pero muy parco en palabras, y Astrid hablaba por los codos, sobre todo cuando estaba nerviosa, así que eso aumentaba su tensión.

—Oye, Gregos... llévame al castillo, por favor. Algo ha pasado. Cami debería estar aquí ya.

Gregos, que miraba la televisión, tumbado en el sofá sin interés alguno por la vida, negó con la cabeza.

—No.

—¿Cómo que no?

—No voy a llevarte a ningún sitio —se estiró como un gato perezoso.

—¿Por qué te estiras? Vosotros siempre estáis fríos y tiesos, ¿no? —lo aguijoneó.

—Deja de ser tan protectora con Cami, listilla.

—Y tú tocahuevos. ¿Por qué me da la impresión que sabes dónde está mi hermana y no me lo quieres decir? ¿Y Eyra y Khalevi están con ella?

El sexi e introvertido vampiro alzó su ceja agujereada y con su lengua bifurcada se tocó un colmillo.

—Mmm... puede ser.

—Eyra está aquí, guapos.

La vampira entró por la puerta del jardín, levitando con la gracia de una diosa y con una entrada triunfal y de película. Pero no iba sola. La acompañaba un chico y una chica.

Dos. No uno. Sino dos. Astrid la observó con inquietud. Era soberbia esa guerrera, en actitud y en aspecto. Muy difícil de ignorar e imposible de que pasara inadvertida.

Eyra sonrió muy levemente a Astrid y se dirigió a Gregos con los dos chicos, siguiéndola como si fueran cachorrillos. Obviamente, no hacía falta ser muy listo para darse cuenta de que Eyra los tenía bajo su influjo y de que ya los había probado, a tenor de los visibles agujeritos rojos que marcaban sus gargantas.

Era insultante el modo que Eyra tenía de traficar con las personas. De hacer con ellas lo que quisiera, seducirlas, beberlas, usarlas... No tenía en cuenta nada de ellas.

Era fría. Como una vampira. De hecho, lo era.

—Gregui... —lo saludó Eyra divertida—. Tus pedidos son órdenes. Mira lo que te he traído. Dos bebés —los señaló como si fueran objetos de un escaparate.

Gregos sonrió y se levantó del sofá interesado por aquel detalle de la vampira. Astrid pensó que era de las pocas veces que veía sonreír a ese hombre. Y ni así le llegaba la sonrisa a los ojos.

—¿Estás bien, Eyra? —le preguntó Gregos intrigado con aquella actitud frívola de la vikinga—. ¿Y Khalevi?

Eyra lo miró con aire desconsolado.

—Se quedó hablando con Vael. Va a tomarse unos días, me temo.

Gregos, que no era nada elocuente, asintió serio, pero afectado por el dolor que percibía en Eyra.

—No estás bien —dijo él.

—Lo estaré. No te preocupes —lo tranquilizó Eyra mostrándole a los dos chicos que merodeaban por la cocina—. Mira lo que te he traído —le guiñó un ojo.

—¿Dónde está mi hermana? ¿No estaba contigo? —inquirió la Bonnet con tono exigente.

—Buenas noches, Astrid. Tu hermana está y estará bien —contestó Eyra intentando tranquilizarla.

—No hagas eso conmigo —la señaló Astrid.

En cuanto Eyra vio el dedo acusador sobre ella, su rostro demudó en uno que no estaba para bromas.

—No me señales, Astrid —le ordenó.

—No uses tu tono de voz para obligarme a callarme y a decirte que sí como los zombies estos que te vas a beber esta noche.

Los dos chicos escuchaban a Astrid, pero estaba segura de que en el fondo ni hablaban su idioma, dado que nadaban en el limbo que había creado Eyra para ellos.

—Astrid, baja el dedo —repitió Eyra cada vez más tensa.

—Astrid —Gregos se levantó alarmado—. Baja el maldito dedo.

Pero a la Bonnet le daba igual todo, porque estaba harta de ser el último mono y de no saber qué mierda tenía que hacer, y encima sentía que los vampiros como Eyra y Gregos le tomaban el pelo. Más la primera que el segundo. Ya no lo toleraba. No iban a jugar con el bienestar de su hermana ni tampoco con su equilibrio mental. Estaba reclamando un descanso.

Sin embargo, algo le hizo darse cuenta de que iba a meterse en problemas serios con Eyra cuando sus ojos se volvieron negros y mostró sus colmillos. Nunca le había enseñado esa cara a ella, y la impresionó.

Astrid bajó el dedo inmediatamente, y ni así la vikinga se relajó. Tenía la sensación de que había apretado un botón de no retorno en ella. ¿Y por qué? ¿Solo por señalarla?

—¿No se te puede señalar? ¿Qué eres, incuestionable? ¿Tan diva te crees? —espetó Astrid. No podía controlar su verborrea con esa mujer—. ¡Tú no puedes decidir por mi hermana y hacer lo que te salga del higo! Solo eres una vampira guapa, que está aburrida de su propio poder y que siempre ha hecho lo que le ha dado la gana sin pensar en los demás.

Fue un movimiento demasiado veloz, e inesperado. Eyra sujetó a Astrid por la pechera de la camiseta de Rolling Stones de manga corta que llevaba y la empujó contra la pared. El golpe fue duro, y la dejó sin respiración.

Tenía el rostro de Eyra muy cerca, y aunque su mano no le hacía daño, la mantenía con suficiente fuerza para que no se moviera.

—Si ni siquiera te has esforzado en conocerme, no me juzgues como si lo hicieras —le mostró los colmillos para intimidarla.

Gregos tuvo que colocarse entre ellas. Astrid se quedó de piedra cuando entendió que Gregos la estaba protegiendo de Eyra. Y de repente, se sintió mal, porque era justo lo que había querido buscar, una pelea, un enfrentamiento, y ahora al ver lo que había provocado en Eyra, se sentía fatal y culpable, porque lo había hecho casi a propósito, como diría Cami.

Entonces se asustó, y fue consciente de que ellos eran vampiros de verdad, que mordían y que, hasta entonces, lo único que habían hecho era rebajarse y ser considerados con alguien débil como ella, una Bonnet incompetente. ¿Qué había dicho para que se pusiera Eyra así? ¿Qué había hecho?

—Cállate ya, Astrid —le rogó Gregos.

—Nunca he usado ningún tono contigo —le recordó Eyra con los ojos aún negros y brillantes—. Pero no creas que últimamente no me tienta hacerlo.

—¿Ah sí? ¿Ahora me amenazas? —insistió Astrid con voz acongojada—. No me das miedo.

—Claro que te doy miedo —contestó ella enmudeciéndola—. De todos, soy la única que te doy miedo y solo tú sabes por qué. Sientes rabia. Estás frustrada —Eyra se acercó a ella, pero no osó apartar a Gregos, porque ella sí necesitaba un muro de contención—. Te sientes insegura porque no sabes por dónde te vienen, Astrid. Y no te quieres dar cuenta. Abre los ojos de una vez.

—Los tengo abiertos. Y lo que veo no me gusta —le dijo por encima del hombro de Gregos—. Mi casa no es una casa de putas —le dijo Astrid a Eyra directamente. No le gustaba que ella fuera así de promiscua. Y no le gustaba que usara a las personas como un mero entretenimiento—. Tenéis que respetarla. No voy a permitir que estéis aquí mordiendo a estos chicos y jugueteando con ellos. Tienen familia, madres, hermanos que se preocupan por ellos. Soy humana. Son de los míos —se reivindicó—. No está bien lo que hacéis. Y pienso llamar a Viggo y decirle que Cami está perdida por vuestra culpa.

—Cami no está perdida —incidió Eyra pasándose la mano por el pelo—, tiene el valor que no vas a tener tú en tu vida, querida. Por eso Khalevi y yo la hemos dejado con Vael. Tu hermana tiene un buen par de ovarios, que son los que a ti te faltan.

La noticia dejó de piedra a Astrid. Su hermana por fin iba a tomar la decisión de hacer lo que sentía. Y no podía reprocharla porque, al fin y al cabo, ella misma le dijo de pequeña que no huyera de los lobos. Se acongojó y guardó silencio unos segundos.

Ya está. Era oficial. Era la única Bonnet sola, soltera, mortal y sin gracia alguna.

—Quiero que os vayáis —dijo con voz trémula—. Los dos. Que os vayáis con vuestra comida y quiero que me dejéis sola.

—En realidad, Astrid, no son la comida de...

—Gregos —Eyra le llamó la atención y con gesto severo le prohibió que dijera nada más.