El Libro del Asgard - Lena Valenti - E-Book

El Libro del Asgard E-Book

Lena Valenti

0,0
7,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

«De lo que dijeron las nornas, de lo que dicen y  de lo que dirán, solo se leerá en el nuevo telar».   Ellas no dan puntada sin hilo. Disfrutadlo mucho, que están hilando esto para vosotros.   Un hada de los secretos. Una noche conmemorativa. Un torneo. Una declaración de amor. Que empiece el juego.   «Lena Valenti es la mayor tejedora de historias del género romántico. Nadie hila como ella. Es un fenómeno, un unicornio literario.»

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 265

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Primera edición: junio 2022

Título: El libro del Asgard

Saga: Saga Vanir

Diseño de la colección: Editorial Vanir

Corrección morfosintáctica y estilística: Editorial Vanir

De la imagen de la cubierta, la contracubierta y el interior:

Shutterstock

Del diseño de la cubierta: ©Lena Valenti, 2022

Del texto: ©Lena Valenti, 2022

De esta edición: © Editorial Vanir, 2022

ISBN: 978-84-17932-44-2

Depósito legal: B 10151-2022

Bajo las sanciones establecidas por las leyes quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro —incluyendo las fotocopias y la difusión a través de internet— y la distribución de ejemplares de esta edición y futuras mediante alquiler o préstamo público.

ÍNDICE

1

2

3

4

5

6

7

8

9

10

11

12

13

LAS RUNAS

LAS RUNAS DEL AMOR

GLOSARIO DE TÉRMINOS DE LA SAGA VANIR

«De lo que las nornas vieron,

de lo que las nornas ven,

de lo que las nornas verán,

solo lo hilarán en el nuevo telar».

1

Urd, Verdandi y Skuld, trabajaban en el telar mágico del destino, como cada día en el Asgard. Un telar que ellas tejían, que hilaban con sabiduría y sin subjetividad. Ellas zurcían lo que veían, ni más ni menos. Sin interpretaciones, sin opiniones. Lo que era, era.

Eran las hijas de Nutt, sangre de la sangre del Destino. Los dioses no mandaban sobre ellas.

Las tres nornas disfrutaban de poder realizar su trabajo bajo el imponente fresno de Yggdrasil que había recuperado toda su gloria desde el Ragnarök. Un fresno que, en el momento más oscuro, perdió todas sus hojas, su luz, y sus raíces se desarraigaron de todos los mundos, matándose de hambre, y dejando de alimentar la vida.

Hace mucho tiempo, el Midgard vivió su propia profecía. Una profecía que la völva, la primera bruja del Asgard, recitó ante todos los dioses. Un vaticinio que siempre se temió que llegaría, pero que se desconocía el cómo y el cuándo. Un mal augurio de destrucción, de cambio violento, de final de los tiempos conocidos. Una profecía que hablaba de una bofetada a mano abierta a toda la humanidad, a todo su planeta, a la tierra que pisaban, a las creencias que abrazaban.

De eso hablaba mucho Urd, que era la norna del pasado, y recordaba a sus hermanas tejedoras todo lo que vivieron, leyéndolo en el telar en voz alta, entrando en trance como solo ellas sabían hacer.

Las nornas eran mujeres adivinas, profetas, poderosísimas por su impagable habilidad, pero también eran guerreras. De todas ellas, Skuld era la más osada, la que mejor usaba su bue, el arco de las valkyrias cuyas flechas estaban hechas de los mismísimos rayos de Thor.

En los libros del Midgard, siempre las habían interpretado como si fueran ancianas viejas y pellejas, pero la realidad era otra completamente distinta.

Sí, solían vestir con túnicas largas de color negro, holgadas, porque eran las más cómodas, porque ¿para qué iban a lucir otras ropas si en Yggdrasil solo estaban ellas? Ellas y las visitas que recibían de Freyja y Odín, siempre interesados en el porvenir y el devenir de los Nueve Mundos.

Las tres jóvenes tenían orejas puntiagudas, colmillitos superiores, y el rostro con runas mágicas que aparecían y desaparecían bipolarmente, en sus vaticinios. Las tres mujeres tenían el pelo rojo y muy rizado; Urd era la más alta, Verdandi la mediana y Skuld la más bajita, pero la de más carácter. Sus hermanas se divertían mucho provocándola.

La más serena de todas era Urd, a la que le gustaba hablar del pasado y a la que no se la podía engañar jamás, porque sabía lo sucedido con todo lujo de detalles. Sus ojos tenían un color plateado muy especial que se volvían completamente negros cuando tejía. Verdandi, vivía el momento, el ahora, y odiaba hacer planes. Sus ojos eran azules, de un tono casi blanquecino e igualmente se oscurecían cuando estaba trabajando. Y Skuld siempre se proyectaba al futuro, a lo que vendría, a lo que le gustaría, a todo lo que pasaría. Sus ojos de un color verde oscuro y sus pecas eran inconfundibles en el Asgard. Eso, y que ganaba todas las apuestas sobre las competiciones del Víngolf, dado que ella lo podía ver todo.

No se quejaban de su condición, aunque había sido muy duro trenzar el telar, viendo todo, sin poder cambiar nada, ni una sola puntada. Ese sufrimiento sería algo que se llevarían con ellas para toda la eternidad. Porque eran nornas, era su labor, pero eso no quería decir que no hubiesen sufrido cada dolor y cada pérdida.

Y ahí estaban las tres, sentadas sobre sus sillas de madera que las mismas raíces del fresno creaba para ellas. Procediendo con el gigantesco telar que, con cada puntada, emitía chispitas de luz que revoloteaban a su alrededor.

—Y cuánto vimos, cuánto lloramos… —asegura Urd—. La madre de las batallas nos dejó con el corazón en un puño y el grito en el cielo. Tanta agonía, tanta desesperación… Cuánto perdimos, cuántas lágrimas alimentaron el suelo sacro. ¿Os acordáis, hermanas?

—Yo no me olvido —dijo Verdandi.

—Yo no quiero que vuelva a pasar —contestó Skuld moviendo sus dedos a máxima velocidad por el telar.

—Una vez —continuó Urd sumida en su lectura—, Yggdrasil pereció y Orlog no pudo ver más y el telar se rompió. Nosotras hibernamos y nos entregamos al sueño eterno, deseando que el último destello de esperanza no se apagase nunca. Una vez, el séquito de Loki entre los que estaban Si-Rak, el comandante elfo oscuro, Le-Kir, los svartálfar, Hela y su ejército, Fenrir, los gigantes de hielo y fuego y Angrboda, pusieron en jaque al Midgard y, muchos de los nuestros, los huldre elver, las hadas guía, humanos, vanirios, berserkers, einherjars y valkyrias, se sacrificaron en nombre de todos. Una vez —explica leyendo el nuevo telar que reflejaba la historia pasada—, vimos a nuestros guerreros valerosos luchando los unos por los otros en nombre del amor. Lloramos cada pérdida. Hasta que, en el momento más oscuro, cuando ya no había cabida a la luz, una barda empezó a leer el libro que guardó Freyja para ella y ante un tejo empezó a reconstruir un nuevo mundo y un nuevo puente para que todos nuestros dioses presentaran batalla, vengaran a sus muertos y vencieran a Loki. Un día lloramos de dolor y de tristeza, pero el mismo día volvimos a llorar de dicha y de alegría, porque todo, cada corte, cada herida, cada pérdida, cada lágrima derramada había valido la pena. Un día vimos a Freyja entregarse en nombre de todos y a Odín salvarla porque era la mujer de su vida. Un día, todo el Asgard se arrodilló ante su diosa y dio la bienvenida a todos los héroes caídos en batalla para que vivieran la vida eterna en nuestro reino. Nada fue más doloroso y más intenso que el Ragnarök, y nada fue más emotivo y justo. Eso fue lo que pasó.

Urd sonrió feliz de haber rememorado la gran gesta del Ragnarök en la que los buenos vencieron y los malos perecieron.

—¿Y qué hacen ahora todos nuestros héroes inmortales? —preguntó una impaciente Skuld—. Enséñanos, Verdandi, cómo viven, cómo sienten y qué es de sus vidas en el Asgard. Queremos saberlo hoy. En el aquí y en el ahora.

—¿Uno a uno?

—Uno a uno —contestaron Urd y Skuld al mismo tiempo.

Verdandi deslizó las manos por el telar y sus dedos, igual que toda la piel visible de su cuerpo, se iluminaron con las runas Futhark. La norna del presente sonrió y se preparó para explicar cómo estaban todos aquellos que lucharon en el Ragnarök y vencieron.

Eran considerados hijos del Alfather también, que los había acogido en su gloria.

Verdandi sabía que todas las buenas historias empezaban con un «queremos saber».

Y ella tejería el telar del presente para que las nornas escucharan en el día de hoy cómo estaban viviendo sus personajes favoritos.

2

Aquella noche, bajo las lunas de Vanenheim, cuando se suponía que estaban descansando plácidamente, Aileen abrió sus ojos de color lila de manera súbita, como si hubiese sido presa de una pesadilla.

Aileen McKeena era la primera híbrida conocida. Una heroína inigualable y un símbolo de superación Vanir. En el Asgard, todos la respetaban y la querían porque, con ella empezó todo. Ella fue el nexo de unión entre clanes en el Midgard y fue la que permitió que todos se confabularan en la lucha contra Loki. Sin ella, sin lo que le sucedió, sin su dura historia con el líder vanirio, no habría historia que contar, porque el desenlace en el Midgard hubiera sido otro muy distinto al que se dio.

Y aunque de esa batalla del Ragnarök hacía mucho, no había un solo día que no la recordase. Sobre todo, al amanecer, cuando daba gracias por estar viva, por haber recibido la inmortalidad y el permiso de los dioses para estar allí con ellos.

No podía estar más feliz. Vivían en el Valhalla, en una tierra aparte de donde se ubicaba el Vingolf, el impresionante Palacio de las Valkyrias y los einherjars.

Porque el vanirio y ella querían intimidad y su propia casa. Querían un techo para ellos, aunque luego compartieran con todos los demás los infinitos espacios que ofrecía el Vanenheim.

Sin embargo, algo la estaba intrigando desde hacía unos días. Se sentía diferente, extraña y no sabía a qué achacarlo, porque allí, en ese mundo, tenían todo lo que podían requerir o necesitar para ser felices.

Tenían a sus mejores amigos, su familia por elección, que disfrutaban de la inmortalidad como ellos, y con los que podían compartir mil y una aventuras, pero ninguna como la del Ragnarök. Aquella había sido la más grande e inolvidable de todas.

No obstante, esa batalla a vida o muerte ya la habían dejado atrás hacía mucho y, aun así, Aileen McKeena tenía una extraña sensación que no sabía ignorar, como si, en el fondo, supiera que la paz eterna no existía, y que las treguas, al final, se podían romper, a veces por meros detalles, y otras, por determinaciones egoístas y actos más que meditados.

Sin embargo, no estaban en ese momento. Pero algo se cocía, se lo decía su interior. El cielo en Vanenheim tenía esas increíbles tonalidades de amanecer propias de un lugar inverosímil, un mundo ajeno a la realidad humana de la que ella siempre creyó que venía. Era el lienzo de una fantasía única llena de seres con poderes, dioses originales y amores de leyenda.

Como el suyo por Caleb McKeena. Su guerrero Vanir, su hombre celta caledonio de insondables ojos de color verde iridiscentes, estaba a su lado, descansando, sumido en un sueño reparador inducido, propio de los vanirios.

Él la abrazaba por la espalda y se pegaba a ella como una cuchara, porque era así como solían dormir. Siempre en contacto, porque sus pieles y sus corazones silentes necesitaban de su cercanía.

Entrelazó los dedos de sus manos con los de Caleb, que rodeaban su pecho de ese modo tan protector que él tenía de hacerla sentir, como si, entre sus brazos, ella siempre estuviera a salvo.

Y así sería.

Caleb mataría a quien quisiera herirla, porque era un hombre hecho en otros tiempos, forjado para el furor de las batallas y la protección de los suyos. Aunque, era un hombre también que disfrutaba de verla libre y que confiaba en ella más que en nadie en el mundo, siempre sufriría por su bienestar.

De hecho, a ninguno de esos hombres que ahora eran amigos y familia y que habían nacido en otros milenios, les hacía gracia la idea de que sus parejas estuvieran solas o desprotegidas, pero habían aprendido a dar espacio y a saber dejar ir cuando era necesario.

Aileen se miró el nudo perenne de su muñeca, que tenía la gema central de aquel color verde vivo e irreal que tenía la mirada de Caleb.

Era suyo. Y ella era de él. Y estaban bien siendo posesivos el uno con el otro, y amándose y respetándose por encima de todos y de todo lo demás. Y era una contradicción darse cuenta de que un hombre guerrero que no estaba acostumbrado a que nadie le tosiera, se hubiera puesto en sus manos de ese modo tan generoso y total. Con él, Aileen había encontrado su propia liberación, y se había aprendido a querer por encima de todas las cosas. Y había aprendido a aceptar aquel huracán violento y emocional que había sido su relación y el inicio de su historia de odio y, después, del más purísimo amor.

—¿Qué sucede, mo cáraid?

Ella se dio la vuelta para mirarle a la cara. Su voz era una caricia para el alma y siempre la tranquilizaba.

—¿Te he despertado? —Aileen pasó la punta de sus dedos por sus espesas cejas negras.

—Siempre percibo cuando estás intranquila. Es como un tambor en mi cabeza.

Habían acordado que no podían estar en conexión mental continuamente, porque era agotador. Pero que el canal estaría abierto para conversaciones no invasivas como esa.

Ella sonrió, medio disculpándose.

—Me he desvelado.

—¿Has tenido un mal sueño?

La batalla del Ragnarök dejaría cicatrices en la mente de todos los que lucharon en ella y de todos los que perdieron la vida y luego resucitaron. Cicatrices en forma de pesadillas. Cada vez eran menos, pero, últimamente, la sensación que acompañaba a lo que veía era más inquietante que la anterior.

—Sí.

—¿Con Loki otra vez?

—No… —movió la cabeza negando la pregunta—. Son solo sensaciones. Imágenes de la Tierra… fuego, llamas, destrucción… Caos.

Caleb la abrazó de nuevo y colocó su pierna encima de su cadera derecha. Dormían desnudos, porque no concebían hacerlo de otro modo.

—El Ragnarök nunca nos abandonará —reconoció Caleb pasándole la mano por su dulce y suave trasero—. Es normal que tengas pesadillas, mi amor. Nos marcó a todos para toda la eternidad —Caleb alzó su dedo donde tenía el anillo del Ragnarök que otorgó Odín a todos sus guerreros. Aileen alzó el suyo para que ambos se tocaran.

—Es algo más, pero no sé qué es… —susurró reposando los dedos en su mejilla siempre perfecta y rasurada.

Los vanirios tenían el aspecto físico de su transformación, y después de eso ya no les crecía el pelo. A Freyja no le gustaba el tacto rasposo del vello, y como los vanirios eran su más hermosa creación, debían tener los atributos que a ella le gustaban. Guerreros grandes, musculosos, fuertes y virilmente potentes. Y Aileen estaba encantada con el gusto de su diosa.

Caleb la cubrió con su cuerpo, anclándola entre él y el colchón de su lecho, cuyo mirador daba a los jardines de los bosques encantados, donde nacían y se criaban las hadas guías y todas las demás hadas del Asgard, que habían muchas.

—¿Puede que estés nerviosa porque hoy por la noche es el torneo?

—¿Por el torneo? No.

—¿Puede que estés nerviosa porque veremos a María y a As de nuevo, en el lago de Yggdrasil?

Sí. Por eso sí. Aileen no dejaba de pensar en eso desde hacía días. María y As habían pasado a formar parte del consejo de sabios del Asgard, almas perennes que solo se dejaban ver una vez cada mucho tiempo.

La híbrida aún no tenía control de cómo pasaba el tiempo en el Asgard, pero sentía que había pasado muchísimo desde la última vez que los vieron.

Esa noche, después del torneo, se celebraba «La Victoria», y era un evento dedicado a todos los guerreros de los reinos que ayudaron a vencer al Timador. Y no iba a mentirle: echaba de menos a su abuelo y a María, porque, aunque pasó poco tiempo físico con ellos, fue suficiente para quererlos con todo el corazón.

—Puede ser.

—¿Puedo hacer algo para tranquilizarte?

La actitud cómplice y sensual de Caleb la evadió de sus ansiedades, y su preocupación se le esfumó al notar la dureza de Caleb contra su entrepierna. Su mirada lila se tornó pizpireta.

—Tú siempre tan servicial —bromeó haciéndole sitio.

—Para mí, un buen día empieza haciéndole el amor a mi mujer y dándole toda la atención que ella merece.

Aileen dejó ir una carcajada que les hizo reír a los dos.

—Mi neandertal favorito… —con los colmillos pellizcó la carne del cuello con suavidad y disfrutó del gemido que dejó ir Caleb—, haces que todo suene a hombre de las cavernas, y después eres el más considerado de todos. —Deslizó sus manos por la espalda de su hombre, y después amasó sus poderosas nalgas con los dedos—. Eres el más rudo, pero también el más blando… Mo Rix.

Caleb agarró la sábana oscura que los cubría y se la sacó de encima, enviándola lejos de la cama. Después, descendió poco a poco por el torso de Aileen hasta saborear su piel con la lengua, y prestarle especial atención a sus pezones pequeños y rosados. Succionándolos y adorándolos como solo él sabía hacer.

Ella cerró los ojos y gimió de placer al tiempo que hundía los dedos en la espesa melena corta y negra del guerrero vanirio.

Él cubrió el sexo liso de Aileen con su mano y empezó a acariciarla con suavidad y maestría, como a ella le gustaba. Y mientras mamaba un pezón, internó su dedo corazón en el interior de su chica, hasta el nudillo.

Aquello era gloria para ambos. El sexo entre ellos siempre sería vinculante y celestial. A pesar de la rudeza y las exigencias, el placer siempre era sublime y el amor y el respeto eran claves, porque eran innegociables.

Cuando la moldeó por dentro, Caleb bajó su boca hasta el sexo de Aileen y la saboreó, fustigando su botón de placer con la lengua, hasta que ella, sujeta aún a sus hebras, se arqueó y dejó ir varios gritos presa del fuerte orgasmo que experimentaba.

—Caleb… —gimió temblando y buscando su lengua constantemente.

Él sacó el dedo y, como un depredador de ojos brillantes y verdes, reptó por encima de su cuerpo y le mantuvo las piernas abiertas con las manos. A continuación, deslizó su grueso pene en el interior de la híbrida, hasta el fondo, hasta que no pudo avanzar más.

Y ahí, mirándola a los ojos, empezó a moverse en su interior, extendiéndola, estirándola y llenándola por completo.

Caleb poseía, invadía. Pero también cuidaba.

Y eso era algo que agradecía Aileen, porque siempre miraba por ella, por sus necesidades, antes que por las de él.

—Eres la luz de mi vida. Mi verdadero sol, mo carbhaidh.

Y, cuando la hablaba así, con esa sinceridad en la lengua y el corazón en los ojos, Aileen se enamoraba más de él, cada día.

Le rodeó las caderas con las piernas y lo animó a empujar más. Estaban acostumbrados el uno al otro, se conocían, y nunca pedirían menos de lo que podían darse. Por eso Aileen quería más.

Sujetó su propio pelo con una mano, se lo retiró del cuello y le dijo:

—Muérdeme.

Caleb no se lo pensó dos veces. Abrió la boca, la mordió en la yugular y empujó una última vez antes de empezar a correrse en el interior de Aileen.

Era como un circuito. Como si la vida que Aileen le absorbía a través de su sexo, ella se la devolviera en forma de sangre, a través de la boca.

Ella lo abrazó con fuerza y disfrutó del orgasmo que también la golpeaba de nuevo, hasta que se le saltaron las lágrimas.

Caleb dejó de moverse como un pistón, y rebajó las revoluciones, pero tardaría un buen rato en salirse del interior de su guerrera. Porque aquel momento, unidos en cuerpo y alma, eran de los que más disfrutaban juntos.

El vanirio se dio la vuelta para no aplastarla contra el colchón, y la obligó a quedarse tumbada encima suyo.

—Cada vez es mejor que la anterior —reconoció lleno de gozo—. No sé qué le haces a mi cabeza, mujer. Pero soy adicto.

Aileen rio contra su pecho y le mordió la tetilla.

—El primer paso es reconocerlo. Buscaremos ayuda, no te preocupes.

Él gruñó y besó su cabeza con ternura y una adoración absoluta. Y ella no pudo sentirse más amada y más bendecida, mientras ambos observaban satisfechos cómo amanecía en el Vanenheim.

Aileen tenía todo lo que quería allí.

Pero, incluso, teniéndolo todo, no podía dar la espalda a esa sensación que la abrazaba. Algo estaba cambiando en ella, y no sabía qué era.

Bosque de las Hadas

Caleb McKenna nunca había estado tan nervioso.

Ni siquiera cuando puso su vida en manos de Aileen para que acabase con él por lo que le había hecho. Incluso en ese momento, aún se preguntaba si había sido justo merecedor de su perdón.

Él nació en un lugar donde las afrentas se pagaban con la muerte, porque así debía ser. Sin embargo, Aileen le dio una lección de compasión y resiliencia que aún coleaba en su alma inmortal. Ella era todo amor propio, toda feminidad y fortaleza, y había aprendido a hacerse a sí misma, a pesar de él, al principio, y con su apoyo, después.

No podía dejar de admirarla. A cada luna, la amaba con más intensidad, hasta el punto de que tenía miedo de explotar de alegría.

Algo estaba preocupando a su pareja. Y él lo sabía, lo sentía, pero, como ella, no sabía qué originaba aquel desasosiego. Y eso lo frustraba porque, aunque había comprendido que Aileen era una mujer extremadamente fuerte e independiente, a él continuaba frustrándole no ser capaz de solucionar un problema que tuviera que ver con ella.

Y sentía aún más desazón cuando, esa misma noche, él había preparado algo realmente especial en el lago de Yggdrasil. Algo que no sabía cómo plantearle a esa mujer que, con toda certeza, no se merecía.

Allí estaba, sentado en uno de los fresnos del bosque encantado, vestido con su ropa oscura de corte italiano, como a él le gustaba. En el Asgard uno podía tener lo que desease. En su casa, en su vestidor, cada día se renovaba su vestuario y todos tenían siempre dónde elegir. Los trucos de los dioses eran fascinantes.

A su alrededor, revoloteaban las hadas guías, dado que nacían en esos bosques encantados. Hadas del maná, hadas de los secretos, hadas guías, hadas de los deseos… Había demasiadas.

Caleb necesitaba una charla consigo mismo. Podía hacerlo con Menw, con Cahal, incluso con Noah… pero con quien necesitaba hablar de verdad era con Thor.

El problema que tenían era que iban a ser siempre mejores amigos, pero ahora, él era el hombre que se acostaba con su hija, y Thor MAcAllister había demostrado ser un hombre de lo más tuitivo con Aileen. Normal, porque era su padre.

Aun así, Caleb había decidido hacer las cosas bien, de manera correcta, porque en el pasado no lo hizo bien con la mujer que amaba, y ahora quería cerrar viejos resquemores y viejas heridas. Se había citado allí con ellos, entre el vuelo de las hadas, que parecían un enjambre de abejas e iluminaban todo con su polvo celestial.

Aileen estaría con los niños, educándoles en lo que podía, porque en el Asgard, la materia a dar en las clases había cambiado. Esos niños, que cada vez eran más mayores, necesitaban otro tipo de formación. Formación mitológica, que para ellos sería la historia real de su nueva existencia; formación de la historia en el Midgard, formación social y formación bélica.

Los chicos amaban a Aileen porque tenía esa facultad de abrirse a ellos y que ellos confiaran en ella a ciegas. Y la escuchaban embobados porque era muy locuaz.

Pero Aileen era la que debía poner paz muchas veces cuando venían los demás a dar sus propias materias, y se encargaban de alterar a los muchachos. Allí todos tenían su función, y todos ayudaban en la educación y en la formación, dado que se había acordado tácitamente que los niños eran de todos. Tenían unos padres, por supuesto, pero, al final, todos los tratarían y aprenderían de toda la comunidad divina del Asgard.

—McKenna.

Miró a su lado derecho para ver aparecer a Thor MacAllister y a Jade Landin, ambos cogidos de la mano, acercándose al cónclave donde él los había citado.

Los padres de Aileen.

Los que realmente iniciaron toda la historia. Porque, si no hubiese sido por el arrojo de ambos a la hora de vivir su amor, a pesar de haber sido enemigos jurados, su alma gemela, su compañera eterna, no habría nacido. Sin el famoso Libro de Jade, que era el diario donde la hija de As Landin, Jade Landin, contaba la historia con Thor, entonces líder del clan vanirio, nada hubiera tenido lugar.

Y mucho menos la historia de amor de sus vidas.

Caleb se levantó de las gruesas ramas del fresno que le hacían la función de silla y los enfrentó a ambos. Debía reconocer que Aileen había obtenido la belleza de sus progenitores. Aunque su híbrida era la más hermosa de todas.

Thor y Jade se habían acostumbrado a la buena vida en el Asgard. A sus vestidos de gasa tipo troyanos y sus ropas livianas y funcionales más masculinas. Ellos disfrutaban de sus clanes, de sus amigos, y de su hija… pero, habían decidido vivir la experiencia como un espléndido y merecido retiro en el cielo. Dado que, durante mucho tiempo, sus vínculos fueron forzados a romperse y ellos a separarse.

Sabía, por los increíbles ojos de su amigo, que jamás volvería a perder de vista a su mujer. Y por ese mismo motivo, conocedor de lo guardaespaldas que era Thor con las mujeres de su vida, Caleb se encontraba en una posición incómoda en ese instante.

—MacAllister —observó a Thor con sorna, de arriba abajo—. Casi pareces un acomodado romano. Jade, tan guapa como siempre —la saludó con simpatía.

—Ten un respeto a tu suegra —le echó en cara Thor.

—No eres mi suegro, joder.

—Soy el padre de tu pareja. Eso me convierte en tu suegro.

—Eres mi mejor amigo. Y ha dado la casualidad de que me enamoré perdidamente de tu hija.

—Sí, y tuviste una curiosa manera de demostrarlo.

Ya empezaban las puyas. Quien no los conociera, pensaría que estaban bromeando, pero en el fondo, no lo hacían.

—Fue una terrible equivocación. Me he disculpado demasiadas veces ya por lo que hice. No sabía que habías tenido una hija con una berserker… No sabía nada, solo que estaba lleno de odio y quería vengar a los que mataban a los nuestros. Todo apuntaba a que ella era tan culpable como el cerdo de Mikhail, y decidí vengarme como creí conveniente con los que torturaban a los míos. Tú la habrías torturado y matado sin más. Yo soy más retorcido, pero, para colmo, también quería castigarme por lo que iba a hacer, por eso no la maté y por eso la anudé a mí. Para cuando me di cuenta de quién era en realidad, ya era demasiado tarde.

—Chicos, no empecéis —dijo Jade dirigiéndole su mirada más inteligente—. Estoy cansada de oír la historia y de oírte justificarte, Caleb. Lo hiciste y punto. Eres un guerrero y vengas a los tuyos, y haces lo que tengas que hacer. En mi caso, debemos agradecerte que no la mataras, porque tenías razones para hacerlo, aunque estuvieran equivocadas. Y gracias a eso nos hemos vuelto a encontrar.

—Somos guerreros y hacemos lo que creemos conveniente para castigar a nuestros enemigos —concluyó Thor.

—Además, As y Noah te dieron tu merecido y te entregaste a Aileen para que ella decidiera sobre si vivías o morías. Y decidió perdonarte y dejar que vivieras. Al final, las nornas lo pusieron todo en su lugar. Y como tu verdadera cáraid comprendió que no podía ser resarcida si te mataba, mejor o peor, las decisiones de ambos os han llevado hasta este punto, en este lugar y ya no hay nada más que reprocharos.

Thor exhaló y se relajó al oír hablar así a su mujer sobre Caleb y Aileen.

—¿Me habéis perdonado?

—Me basta sabiendo que mi hija es feliz —contestó Jade—, que la haces tan dichosa y que la primera que entendió lo que sucedió y que te perdonó fue ella. Los demás, ya no tenemos que decir nada más. ¿A que no, cáraid? —preguntó de soslayo a Thor—. ¿A que vas a dejar de instigar a tu mejor amigo por lo que pasó?

Thor tensó la mandíbula, pero, al final, accedió a la petición. Caleb sería siempre su brathair y el líder que se hizo cargo del clan.

Y era el compañero eterno de su hija Aileen. No conocía a nadie mejor para ella. A nadie más merecedor de ella. Pero como padre, le había escocido conocer los detalles sórdidos de la historia. Porque a quien los suyos habían intentado humillar ante el Consejo Wicca y de quien abusaron, fue de su hija.

Sin embargo, ya era momento de pasar página.

—¿Por qué nos has citado, Caleb? —quiso saber Thor con tono más confiable.

—Aileen está intranquila y no sé adivinar por qué es —contestó—. A veces tiene pesadillas.

—Todos tenemos pesadillas —aseguró Thor—. Jade las tiene y yo también. Hemos vivido auténticas atrocidades que nuestro cerebro no estaba preparado para asumir. Pero las tenemos bajo control.

—Solo quería saber si a vosotros ella os ha dicho algo sobre lo que la tiene agitada.

—No nos ha dicho nada —contestó Jade.

Thor se echó a reír y se burló de él.

—Caleb, eres un controlador, amigo mío. No puedes evitar que, a veces, las personas sufran. Solo puedes estar ahí, al lado de ellas, para ayudarlas.

Jade se compadeció de Caleb y le puso una mano sobre el hombro.

—No es malo pasar miedo. Tampoco lo es sufrir, de vez en cuando. Aunque estemos en un lugar tan fantástico como este —advierte observando a las hadas jugar a través de las hebras de su melena oscura y larga—, sigue habiendo sombras en nuestro interior. Y a la sombra no se la puede ensombrecer más. A la sombra hay que iluminarla.

—¿Qué hace una mujer tan sabia como tú con un zoquete como este? —espetó Caleb admirando la locuacidad de Jade. Locuaz como Aileen, pensó.

—Es curioso, porque yo le he preguntado muchas veces a Aileen qué hace contigo —repuso Thor.

Caleb se echó a reír y Thor también.

—No me gusta verla preocupada —reconoció.

—Pues no lo puedes evitar —sentenció Jade—. Acompáñala, ayúdala y entiende que todos tenemos nuestro derecho a tener miedos, pesadillas y zozobras. Pero se hacen más pequeñas cuando tenemos alguien al lado que nos abraza bien fuerte.

Él asintió más convencido. Si los padres de Aileen no sabían qué le podía suceder, tal vez era que él exageraba. Pero… nah. Los cáraids no exageraban. Estaban tan conectados a sus parejas que sentían los cambios más sutiles.

Lo descubriría.

—También quería preguntaros algo y hacerlo del modo más solemne posible.

Thor frunció el ceño y Jade se quedó expectante.

—¿Qué es?

—Estoy educado a la antigua. Sois los padres de la mujer de mi vida inmortal, de la mujer que reclama mi alma. Os he reunido aquí hoy para preguntaros si tengo vuestro permiso para pedirle a Aileen que se case conmigo mediante el rito celta. Vengo a pediros su mano.

En las tierras de Vanenheim, no solo se encontraban los bastos campos, los valles salvajes y los bosques encantados. Allí, también se erigía la escuela en la que se educaban a los niños de todos los héroes.

Aileen estaba sentada sobre un pupitre, observando la pantalla holográfica en la que les pasaría imágenes de la historia de la humanidad y en la que les explicaría lo separados que estaban los unos de los otros, en realidad, como civilización. Allí todo funcionaba mediante el Ethernet, que era una especie de Internet del Asgard donde se podía buscar cualquier información.

Así que cualquier fecha o lugar o persona sobre la que Aileen quisiera hablar, saldría reflejada en la pantalla. Había que llamar a «Etherea».

«Etherea muéstrame a tal, Etherea pon la canción de…». Había desbancado a Siri o a Alexa.

De repente, Aileen sintió un pequeño pinchazo en el vientre y se puso la mano sobre la zona para calmar el dolor.

¿Qué era aquello? ¿Qué era lo que le estaba pasando? No era la primera vez que lo había sentido.

—Aileen.

A Aileen no le hacía falta saber quién era. Esa voz dulce y esa sensación de que el sol acababa de entrar solo la podía traer un ser en todo el Asgard lleno de inocencia: Aodhan.

El pequeño y hermoso chiquillo que crecía a pasos agigantados, ya tenía ocho años y superaba en altura a Nora y a Liam. Era moreno, de pelo largo y liso, como su madre Daanna, y tenía los ojos azules con un tono verdoso muy claro como los de su padre Menw. Aodhan, nacido del fuego, estaba lleno de bondad y era un niño hermoso. Además, era evidente que tenía el don de sanar remotamente. Su padre era el sanador del clan keltoi, y él acababa de quitarle el dolor en el bajo vientre con solo acercarse a ella.

Vestía con un pantalón blanco largo, unas zapatillas blancas y una camiseta azul clara de manga corta.

—Aodhan —le sonrió cuando lo tuvo en frente—. ¿Lo has hecho tú?

—¿El qué? —preguntó inocentemente.

—Quitarme el dolor.

—Ah, eso… sí.

—Gracias, amigo.