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Saga galardonada con el prestigioso Premio Jaén de Literatura juvenil. Llegué a Yale con la maleta cargada de ropa, de sueños por cumplir, de secretos que solo yo sabía, de objetivos por alcanzar y con un corazón roto por sanar. Pero ¿cómo iba a sanar mi corazón con él atormentándome, vigilándome, acechándome...? Tan cerca y a la vez tan lejos. Me iba a volver loca. Porque la única persona que necesitaba era la única de la que no me podía fiar, la única que no podía tener. Fraternidades, reglas, leyes, ritos, bailes, competiciones, fiestas, sexo, locura... Incluso en Yale había de todo. Sobre todo en Yale.
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Seitenzahl: 383
Veröffentlichungsjahr: 2025
Uno
Dos
Tres
Cuatro
Cinco
Seis
Siete
Ocho
Nueve
Diez
Once
Doce
Trece
Catorce
Quince
Dieciséis
Diecisiete
Dieciocho
Diecinueve
Veinte
Créditos
«Cuando el misterio es demasiado impresionante, es imposible desobedecer». «El Principito» de Antoine de Saint-Exupéry
«¡El misterio! Sí, un misterio profundo nos envuelve. Cuanta más luz, más misterio». Thomas Carlyle
«La belleza es ese misterio hermoso que no descifran ni la psicología ni la retórica». Jorge Luis Borges
Cinco horas después, estaba en la habitación del hotel, secándome la cabeza después de la ducha caliente que me había dado, sentada sobre la cama y contemplando, algo intimidada, la cantidad de visitas por minuto que tenía el vídeo que habían titulado: «La verdad de Luce».
Taka había conseguido un pelotazo. Resultó que Raúl, el chico moreno que grababa todo el festival con la GoPro, era un youtuber conocidísimo con más de dos millones de seguidores: su nombre era Auron Play.
Él estuvo de acuerdo en subir el vídeo, pues también creía que era una manera de sacar a relucir una verdad, y que no debía quedar impune. Lo editó dejando claro que era una toma grabada por él y editada por Thaïs, de Frikinews.
AuronPlay subió el vídeo a su canal de You Tube, y cada uno de sus seguidores, lo compartieron. Con lo cual, conseguimos en tiempo récord más de cuatro millones de visualizaciones, que ascendieron hora tras hora de manera exponencial.
Los tres no sabíamos donde nos habíamos metido, pero la viralización internacional era un hecho.
Como segundo ganador del torneo, quedaron los Assassins, con un vídeo de Parkour extremo disfrazados. Y después, los Xmen, que no consiguieron las visitas deseadas con su cosplay en el que representaban con unos efectos especiales muy cutres los poderes mentales de Magneto. A mí me hizo mucha gracia, pero no era lo suficientemente bueno como para atraer a las masas.
Mis chicos me habían dicho de ir a celebrarlo, y que iban a estar toda la tarde de copas. Yo les dije que no, porque esperaba la visita de Kilian. Le había escrito un montón de mensajes para quedar con él y conversar sobre que le había parecido el vídeo, y demás, pero no daba señales de vida.
Estaba preocupada. Mucho. La principal necesidad que tenía era verle, y compartir nuestras últimas horas en Lucca juntos.
Tenía las noticias del mediodía del sábado puestas en la televisión, y como noticia de entrada anunciaban el vídeo colgado por un aficionado del «extraño salto» de Luce, dejando entrever que podría haberse peleado con alguien antes de caer. Pero no confirmaban nada, ni tampoco lo desmentían.
Estaba sola, y Kilian no hablaba conmigo.
Me estaba frustrando. ¿Qué le habría pasado?
Decidí que iría a buscarle. Conocía la zona donde se hospedaba, y a lo mejor, le pedía a Taka que me hiciera un favor y viera en qué hotel estaba registrado.
Estaba a punto de cambiarme, cuando sentí que picaban a la puerta. Aún llevaba puesto el albornoz blanco del hotel.
Debía de ser Kilian, porque Taka y Thaïs no podían regresar tan pronto de su fiesta.
Pero al abrir la puerta de par en par, mi cara esperanzada se tornó agria. Fue una desagradable y muy inesperada sorpresa.
Él tenía los rizos negros que le enmarcaban el rostro aniñado y bello. Llevaba gafas Ray-Ban de cristales metalizados, unos tejanos desgastados y bajos de cintura, la camiseta Dolce & Gabbana blanca que le quedaba como un guante, y una sonrisa fría y soberbia por bandera.
—Hola, Lara.
—¿Thomas?
—¿Qué… qué estás haciendo aquí? —pregunté sin dejarle pasar—. Kilian me dijo que te habías vuelto a Estados Unidos.
—Kilian, Kilian… —murmuró burlón—. Kilian dice tantas cosas, ¿verdad? Pero son todas mentira.
—Él me dijo lo mismo de ti.
—¿Me dejas pasar? Podemos hacer las paces.
—No te dejo pasar, y como no te largues voy a gritar o a llamar a la policía.
—Bueno, no te pongas así. Qué carácter. No voy a hacerte nada. Solo vengo a decirte un par de cositas —se quitó una pelusa inexistente de su camiseta—. Nada importante, en realidad.
—¿Qué?
—Kilian te dijo que ya no estaba en Italia, pero como ves sigo aquí —abrió los brazos como un chulo prepotente y a mí me apeteció darle una patada en los huevos—. Te mintió.
—¿Qué quieres, Thomas? En serio, vete de aquí —iba a cerrarle la puerta en las narices, pero él colocó el pie para evitarlo.
—Sí, preciosa ahora mismo. Pero no sin antes decirte algo —se cernió sobre mí, pero yo no me amilané, ni tampoco le cedí un metro de mi espacio. No iba a entrar en mi habitación—. Kilian no va a venir. De hecho, no os volveréis a ver nunca más —espetó con inquina.
—Eso no es verdad. Kilian…
—Mi hermano tiene que follar muy bien para dejaros a todas tan encandiladas, ¿no?
Por un momento me olvidé de respirar. Y después, mi corazón se resquebrajó. ¿Que Thomas era su hermano? No. No podía ser verdad.
—¿Qué? Kilian no te dijo que somos hermanos, ¿a que no?
—N-No. No es verdad.
—Sí lo es. Por eso no me dijo que me fuera. Me quedé aquí, en Lucca, en el hotel, viendo los espectáculos y pasando unas vacaciones… —adoptó un tono de burla para reírse de mí—. Teníamos que irnos de aquí juntitos y en familia, para no enfadar a papi.
—Te lo estás inventando.
—No. No me lo invento.
—¿A qué has venido, Thomas? —le pregunté con voz temblorosa, a punto de echarme a llorar.
—A decirte que, lo que habéis hecho con ese vídeo ha sido un golpe muy bajo —señaló—. Mi hermano quería muchísimo a Luce. Y ahora los vas a atormentar para siempre —eso me dolió como el demonio. Quería hablar con Kilian por eso.
—Quiero hablar con Kilian. ¿Dónde está?
—Te he dicho que no lo verás más. Y también vengo a dejarte claro que cualquier palabra o promesa que te haya dicho mi hermanito guapo, es falso.
—Solo estás rabioso por que él te paró los pies. Porque no tuviste lo que querías.
—Error, guapa. Nos habíamos jugado entre los dos quién iba a desflorarte primero.
—¡Mientes!
—No, para nada. Somos muy competitivos, ¿sabes? Nos gustan las pruebas y los juegos. Al final —me miró de arriba abajo—, todo queda en casa —sorbió por la nariz—. Él te folló primero —se encogió de hombros—. Pero no creas ni por un minuto que le importas. De hecho, ha sido él quien me ha mandado a decírtelo.
Ya no podía dejar de llorar. Me era imposible. Sabía que Thomas estaba diciéndome eso para hacerme daño, porque había perdido el concurso y porque Kilian le había dado una paliza al protegerme.
Pero una parte de todo eso la sentía verdadera, y me estaba destrozando.
Fui a darle una bofetada, pero Thomas me agarró la muñeca y me la apretó con fuerza.
—Me dejé pegar por Kilian para que hiciera el paripé de héroe contigo. Pero nada fue verdad. Kilian me detuvo porque quería ser él quien se llevara la competición entre los dos. Quería ser él el que se metiera entre tus piernas.
—Estás enfermo.
—No… —me soltó la muñeca con rabia y yo por poco no caí al suelo—. ¿De verdad creías que lo vuestro era especial? Niña tonta —murmuró—. Tú no eres suficiente para él. Kilian está en otra liga, ¿de acuerdo? —cómo odiaba esa palabra—. Y ya tiene novia. ¿Te queda claro?
Claro no, clarísimo. Si eso era verdad, acababa de darme una estocada de muerte que tardaría mucho en superar.
—Lárgate —contesté abatida.
—Perfecto —asintió con desdén—. Adiós, cazorrita. Ahora sí nos vamos de Italia. Arrivederci.
Esa rectificación en el mote cariñoso que Kilian me había dirigido desde que me conoció, acabó de hundirme en la miseria.
Cerré la puerta con rabia, y me apoyé en ella para llorar como de verdad me apetecía, con el desgarro de mi corazón roto. Me deslicé por la madera y caí en el suelo, hundiendo mi rostro entre las rodillas.
Perdida y rota porque mi kelpie era una farsa.
Mi sueño se había convertido en una pesadilla.
¿Cómo me había equivocado tanto?
Después de llorar a mares me quedé dormida y tuve un sueño recurrente con mi madre. Cuando me desperté, agotada, me senté frente al ordenador, y descargué en el escritorio la carpeta que ya permanecía abierta y que había sustraído del cracker.
Era un diario. El diario de Luce Spencer Gallagher, la mismísima creadora de La voz de Artemisa. Sí, era ella.
—Thaïs estaba en lo cierto —susurré impresionada.
Luce realizaba una investigación sobre hermandades, concretamente sobre una muy especial llamada Huesos y cenizas, cuya sede se encontraba en Yale. Una hermandad que continuaba la filosofía y los ritos de la denostada y crucificada Skull and Bones (Calavera y Huesos).
Un escalofrío me recorrió la columna vertebral.
Me incliné hacia adelante, absolutamente abismada en sus líneas, y quedé absorta en su redacción, en sus conclusiones, observaciones y todo tipo de sospechas sobre esa logia.
En su escrito había una lista de nombres de miembros de dicha hermandad: veinte individuos que formaban parte de la membresía, aunque mis ojos se quedaron clavados en dos en particular: Thomas y Kilian Alden.
Thomas y Kilian.
—Joder... No... —musité.
Dios mío, Kilian. Apoyé la frente sobre el escritorio y volví a acongojarme.
¿A quién me había entregado? ¿A quién le había dado mi regalo de mi primera vez?
¿De quién me había enamorado?
Ni Kilian ni Thomas estudiaban en Utah. Me habían mentido. Eran de Yale, formaban parte de la hermandad Huesos y cenizas y eran hermanos. Le dije a Kilian que iba a estudiar en su misma universidad y mantuvo su mentira hasta el final. ¿Por qué?
Aquella investigación que tenía frente a mis narices, repleta de detalles, fechas y hechos, debía analizarse con paciencia y cuidado. Era el trabajo de Luce, el diario de su experiencia y su incursión en ese mundo, en el que, según iba leyendo, su tono aumentaba y se hacía más alarmante, alejada de su exterior inicial porque sus sentimientos respecto a uno de los miembros llamado «Alfil« crecían y se hacían profundos hasta el punto de que ella misma dejaba su objetividad a un lado y se involucraba más de lo necesario.
¿Quién era el Alfil, por el amor de Dios? ¿Por qué tenía la desagradable sensación de que Thomas tenía razón? ¿Y si Luce y Kilian tenían una relación? Pero Thomas aseguraba que Kilian tenía novia. No se podía tratar de Luce.
¿Y si Luce solo era un «rollo« para él?
Me iba a explotar la cabeza. Sentía que la tierra abría un abismo bajo los pies, en el que me engullía y me hacía formar parte de la causa de Luce, y más ahora que había sido vilmente engañada por el chico de quien me había enamorado, y Luce había sufrido una agresión que podría costarle la vida de no despertarse jamás.
¿Quién? ¿Por qué?
Para colmo, Thomas y Kilian habían abandonado el país y ya nada ni nadie podría pedirles explicaciones sobre lo sucedido con su compañera.
Solo unas frases introspectivas a final de página dejaban claro que en algún momento Luce temió por su seguridad.
«Huesos y cenizas no acepta mujeres en su hermandad. Han adoptado las bases firmes y estrictas de su predecesora: Calavera y Huesos. No obstante, me he ganado su confianza a base de esfuerzo y de fortalecer mi historia con el Alfil, después de dos años de continuos flirteos y encuentros clandestinos. Puede que yo sea la primera en formar parte de la logia. Yo, Luce Spencer, una chica inglesa becada por Yale, estoy a punto de dejar a un lado todo lo averiguado, y aceptar en mí la filosofía de esta hermandad. O soy uno de ellos o, de lo contrario, el Alfil y yo nunca podremos estar juntos. A cambio, debo pasar una prueba que todos los miembros debemos realizar. Un viaje en el que dé un Salto de Fe definitivo».
Con aquellas últimas palabras en mente y mi corazón acelerado a punto de salirme por la boca, me levanté de la silla, y ascendí las escaleras de la habitación que me llevaban al balcón.
Necesitaba aire fresco. Desde esa diminuta buhardilla descubierta, observé cómo atardecía en Lucca y cómo todavía, algunos visitantes, resistían sus pesados disfraces a pesar del calor por vivir unos minutos más en aquel Mundo de fantasía que tanto deseaban en su realidad.
Pero la vida real era otra. Y yo acababa de aprender la lección cruda y dura en aquella ciudad enmurallada. Un micro país rodeado de paredes de piedra en la que se habían demolido todos mis muros de contención, dejándome desnuda y desvalida, y muy confusa sobre todo lo que experimenté allí.
Pero debía reaccionar, por mucho que me costara.
Tenía entre manos más de lo que me imaginaba. Más que una agresión, más que un posible homicidio... Una investigación hasta la raíz de una conflictiva hermandad que se creía desaparecida; pero nada más lejos de la realidad. Había rebrotado con el nombre de «Huesos y cenizas».
El Estudio que realizó Luce daba constancia de su existencia.
Saqué mi móvil y llamé a Thaïs.
—¿Lara? ¿Estás con Kilian? ¡Venid a la plaza San Martino! ¡Hay fiesta de clausura del festival!
—No puedo. Venid vosotros, tengo mucho que contaros.
Habéis permanecido alguna vez en la oscuridad? Sin claridad de ideas, falta de luz, sumida en la penumbra... Con la sensación de que te han metido en un agujero del que no puedes salir, y al que, además, le han echado muchísima arena encima para cubrirlo, con el objetivo de hacer creer que nunca exististe.
Era como si me hubieran enterrado en vida, dejándome sin aire, y tenía la sensación de que desaparecía entre la pena y la rabia. La estupefacción. La incredulidad.
Así me sentía yo después de regresar de Lucca. Después de vivir la semana más intensa de toda mi vida, unos días en los que estuve arriba y abajo como en una montaña rusa emocional que, al final, me dejó suspendida en una caída libre sin frenos de los que tirar ni sujeciones a las que amarrarme desesperadamente.
Di un salto de fe enorme. Y me estampé contra la dura e inmisericorde grava. Un golpe seco, un impacto contra el doloroso suelo.
Experimentar por primera vez el amor y el desamor fue hiriente y devastador.
Pero yo ya lo sabía. Por eso, a pesar de tener solo dieciocho años, nunca quise enamorarme. No quería porque, al final, se recordaban más las hieles que las mieles.
Y a mí me habían roto. ¡Crac!
La sorprendente aparición de Thomas en mi hotel, cuando yo pensaba que se había vuelto a Estados Unidos, voló por los aires todas mis expectativas y desguazó la imagen que yo tenía de mi aventura con Kilian. La derruyó como haría una bola de demolición. La volatilizó, y la hizo tenue e incorpórea a mis ojos. Todo lo que Thomas me dijo sobre Kilian, el modo en que lo hizo y ese abismo en sus ojos enormes y oscuros... que parecían estar refrigerados… Recordarlo me llenaba de bilis y me dejaba fría, tanto como lo era su mirada negra y hermética.
¿Nada con Kilian había sido verdad? ¿Nada fue real? ¿Y qué hacía yo ahora con mis sentimientos? ¿Cómo se suponía que tenía que afrontar aquella nueva etapa de mi vida en New Haven?
¿Qué iba a hacer cuando en Yale me encontrase a los dos hermanos de frente? ¿Qué haría cuando lo viera a él y a sus ojos amarillos que tanto me habían dicho, y que tan poca verdad tenían?
Porque me los iba a encontrar. Ellos estudiaban allí. Yo estudiaría allí. No coincidiríamos en los cursos porque ellos iban por delante mío... Pero en una universidad como Yale habían cientos de actividades en las que sí concurrían todos los alumnos, fuesen del año que fuesen.
Lo que más me preocupaba era ese primer encuentro. Nunca me había hallado en esa situación, no sabía cómo iba a reaccionar. Me sentía extraña y desconocida, como si algo en mí hubiese cambiado para siempre. Como si hubiese perdido la bolsita en la que guardaba las canicas de pensamientos positivos.
¿Ya no sería la misma nunca más? La sensación en el pecho me oprimía de vez en cuando, cuando algo hacía saltar mi recuerdo y mi agonía. Y a veces, me notaba los ojos húmedos y acuosos como si estuviera a punto de echarme a llorar.
Era una mierda. Me habían tomado el pelo tanto que no sabía qué era lo que más daño me había hecho. Si permitir que jugaran conmigo, o esa ponzoña odiosa en el corazón.
Y que conste que no me arrepentía de mi viaje, ni mucho menos. La aventura del premio Alan Turing, la experiencia junto a mis mejores amigos Taka y Thaïs, el haber ganado... fue maravilloso en sí. Pero el peaje para mí se hizo excesivo.
Había tenido tres días para reponerme de aquel huracán vivido en Italia, y había intentado disimular mi aflicción sin demasiado éxito. Intenté por todos los medios evitar las cariñosas preguntas de Gema, contestándolas restándole importancia, añadiendo coletillas chistosas a las respuestas. Y procuré no mirar a los ojos a mi padre mientras le mentía flagrantemente y le decía que todo había ido bien, que tenía dinero en el bolsillo por ganar aquel premio y que nada más había pasado. Omití, sin vergüenza, que había dejado de ser virgen y que me entregué pensando haber encontrado a mi kelpie, y en lugar de eso, me di de bruces con una anguila.
Les engañé. No quería preocuparles. ¿Para qué? Suficiente tenía yo con haber modificado mi objetivo real de estudiar en Yale. De hecho, había cambiado radicalmente. Ahora ya no sólo iba a estudiar criminología, que había sido mi obsesión de los últimos años. Ahora había mucho más en mi viaje a Norte América.
A Luce Spencer Gallagher alguien la había querido silenciar, y toda la información que había recopilado del diario de Luce sobre la hermandad de Huesos y Cenizas estaba ahora en mi poder. En mi cabeza. Yo era la única depositaria de todos esos datos y continuaría con lo que había dejado a medias, porque ahora también me tocaba a mí en lo personal. Taka y Thaïs se habían encargado de guardar todo aquel diario en unos archivos prudentemente encriptados y de los cuales podría disponer cuando quisiera, rellenarlos y engrosarlos, aunque con toda probabilidad, con mi don no haría falta ese tipo de consultas porque mi memoria eidética nunca permitía que omitiera u obviara ningún detalle.
Miré al frente y observé aquel león enjaulado, al Rey de la selva, cuyos ojos amarillos como los de Kilian me vigilaban a través de las rejas.
Me encontraba en el Zoo de Barcelona, el cielo se había teñido de colores azules y rosados, y hacía frío. Como aquel día de invierno en el que fui al parque de la Ciutadella con mi madre Eugene y que ahora reconstruía en sueños.
Podía oler la hierba húmeda y sentir la punta helada de mi nariz.
Me agarré a las rejas con ambas manos y colé el rostro entre los barrotes. Cerré los ojos. Notaba la dureza del metal en mis palmas, y rasqué ligeramente con una de mis uñas la pintura con la que habían rebozado el emparrillado que delimitaba la zona de los felinos; la que nos protegía de no ser pasto de las fauces de aquellos hermosos animales, que no dejaban de ser carnívoros, aunque pudiéramos contemplarlos como si en realidad fueran mascotas. No lo eran.
Kilian tampoco era inofensivo. Me había quedado claro.
El león se sacudió y se estiró perezoso en el suelo, sin apartar su atención de mí.
—Me gusta tanto este lugar...
La voz de mi madre a mis espaldas provocó que me diera la vuelta de golpe.
Verla ahí, tan guapa, tan mística y tan viva, sentada en el banquito de madera que había en el caminito de arena que rodeaba la casa de los tigres y los leones, me bañó de calma y también de tranquilidad. Su mirada azul con motitas amarillas, como la mía, siempre me sosegaba, y me recordaba de dónde venía. Sujetaba un café para llevar en su mano izquierda. A ella le encantaba doble y largo. El olor de aquella bebida bermeja y bien caliente se me subió al cerebro hasta el punto que casi podía saborearla.
Ahí estaba, contemplándome con una sonrisa, mirándome de arriba abajo. Yo no sabía ni qué llevaba puesto.
Pero me descubrí con un plumón rojo oscuro con capucha, unos tejanos y unas Panama Jack. Así fui al zoo con ella una vez.
—Hola, mamá.
Ella dibujó una sonrisa amplia y comprensiva y golpeó su lado vacío del banco con sus elegantes dedos para que yo me sentara. El anillo de casada repicó contra la madera y refulgió a mis ojos.
—Ven, siéntate aquí a mi lado, Larita.
Yo la obedecí. Arrastré mis pies hasta la banqueta y tomé mi lugar.
Mi madre se quedó mirando al frente, al león, y yo dejé caer mi cabeza hacia al lado, para apoyarla en su hombro. Ella me ofreció su café y yo lo tomé encantada.
—Creo que lo necesitas más que yo —añadió sin más.
Yo asentí y me llevé el vaso a los labios. Beber su café agudizaba más su recuerdo y la hacía todavía más real. La podía tocar, estaba ahí conmigo. Presté atención a su perfil y me maravillé de lo guapa y perfecta que era a mis ojos. Sus rizos negros y salvajes alrededor de su rostro ovalado. Sus labios gruesos, aquella nariz pequeñita y sus pómulos altos. Tenía unas cejas con una forma muy sensual que daba más vida y misterio a su mirada.
Es que era preciosa. Para mí lo era. Y para mi padre también. Para todos los que la conocieron, Eugene era una beldad inteligente y cariñosa cuya ausencia había dejado un vacío que nada ni nadie podía reemplazar jamás.
Llevaba un abrigo largo negro, por debajo asomaban sus tejanos ajustados que cubría con unos botines igualmente oscuros. Un chal rojo enredaba su cuello como si fuera una bufanda.
—¿Ya lo tienes todo listo, Lara? —me preguntó.
Yo asentí y le devolví el café. Las puntas de nuestros dedos se tocaron y me llené de amor.
—Sí —contesté.
En poco menos de seis horas mi avión partiría hasta Estados Unidos. Y ya tenía mi equipaje y todos mis bártulos listos para emprender mi nueva vida.
—¿Y ya sabes dónde te estás metiendo? —mi madre me miró de reojo y vi un destello de preocupación. Ella nunca me prohibiría nada, pero su lenguaje corporal hablaba por sí solo.
—Esto no lo elegí yo. Ellos se cruzaron en mi camino. No pensé que Lucca me cambiaría tanto y que provocaría este... terremoto interior en mí.
Mi madre se mantuvo en silencio durante unos segundos y después dijo:
—Uno nunca sabe qué es lo que le va a cambiar la vida, ¿verdad? Pero cada paso y cada decisión que tomas, Lara, provoca una reacción en ti y en tu alrededor. Cambia tu vida y crea una serie de modificaciones a las que puede que no estés preparada. Nunca se sabe si son para bien o para mal. Solo el tiempo lo dirá. Tienes que seguir caminando, cielo —pasó su brazo por encima de mis hombros y me acercó a ella. Sentí su calor, olí su perfume y me abracé rodeando su cintura con fuerza. Ojalá no tuviera que dejarla ir—. ¿A qué le temes?
—A los cambios. Al no saber cómo seré a partir de ahora.
—¿Y quién lo sabe? Te acuestas siendo una persona y te levantas siendo otra. Cambiamos las veinticuatro horas del día, nena. Somos influenciables —asumió tranquilamente.
—Tengo miedo de sentirme así. Llevo muchos años luchando para no sentirme de nuevo...
—¿Vulnerable? —sonrió y posó sus labios sobre mi cabeza—. Mi partida te dejó vulnerable. Pero te repusiste, Lara.
—Nunca me repondré de eso, mamá —le aseguré—. Puedo sobrellevarlo a mi manera, pero algo así jamás se supera.
—Lo sé. Pero, mira —me acarició el pelo como solo ella sabía hacerlo—, es bonito no tener el control de las cosas. Es bonito exponerse y muy necesario para madurar. No tengas miedo de eso.
—Kilian me engañó. Esos chicos me engañaron —sentencié—. No logro comprender por qué me ha pasado esto.
—¿Por qué? —dejó ir una risotada—. Porque es lo que pasa cuando nos enamoramos. Cuando empezamos a crecer. Hacemos auténticas locuras, nos caemos, nos desgarramos, nos decepcionamos y nos volvemos a ilusionar.
—¿Tú sentiste por papá lo que yo siento por ese chico?
Mi madre se encogió de hombros sin saber muy bien qué contestar.
—Cada uno siente el amor a su manera, cielo. Yo amaba a tu padre con toda mi alma. Pero ya sabes que las O’ Shea tenemos una leyenda.
–Lo sé.
—Entonces, sabiendo eso, si es amor de verdad —susurró mi madre mirando al león ensimismada— entrarás en su guarida sin medir las consecuencias y sin miedo a recibir zarpazos. A pesar de que ese león sea enorme.
—El león no sólo es enorme, mamá. Es malo —aclaré cruzando un tobillo sobre el otro.
—Ningún león salvaje es dócil, Lara. Nunca lo son. Además, a ellos les gusta medirse a rivales de misma bravura y rango.
Me sorprendió que mi madre me viera como una leona. No lo era. En absoluto.
—No soy una leona —la rectifiqué—. Ahora mismo tengo el espíritu combativo de un topo. Me siento como si estuviera bajo tierra.
Ella me miró fijamente y negó con la cabeza.
—Yo sí estoy bajo tierra. Tú no.
Aquello fue como una bofetada. Sus ojos azules mostraron una crudeza que me fulminaron.
—Como yo lo veo, tienes dos caminos. Pero con lo que has descubierto, me temo que ambos confluirán en el mismo lugar.
—¿Y qué lugar es ese?
—El lugar donde reposa la verdad. La verdad sobre ti. La verdad sobre Luce. La verdad sobre el león. ¿Muerde el león o solo ruge?
Yo oscilé las pestañas y desvié la mirada hacia el Rey de la selva.
¿Mordía? ¿Rugía? ¿Ambas cosas?
—Céntrate en vivir tu vida en Yale y en seguir hacia adelante —me recomendó dulcemente—. Tu camino no permite que des marcha atrás, Lara. Es unidireccional. Eres una chica especial. Tanto como yo lo fui. Tanto como todos podrían serlo. Solo que nosotras hemos tomado la decisión de no ignorar lo que vemos. Aunque sea peligroso.
—Y lo será, mamá. Será muy peligroso. Todo lo que he leído en el diario de Luce sobre esa hermandad... —me estremecí—. Es muy inquietante.
—Ay, Lara... —apoyó su mejilla en mi cabeza—. La vida es peligrosa de por sí. Y no por que haya gente mala a la que le guste hacer daño, sino por la pasividad de la gente que lo ve y no hace nada por evitarlo. Por eso tú eres diferente. Por eso debes ir a Yale, aunque le temas a todo, y descubrir lo que sea que vayas a descubrir. Pero nunca bajes la cabeza. Llevas sangre O’Shea. Lucha. No huyas.
—No voy a huir.
—Así me gusta —me reconoció más contenta.
Ambas permanecimos en silencio, abrazadas, sentadas en aquella banqueta del zoo. Disfruté de la suave brisa que meció nuestras melenas y que las enredó como si fueran una sola, y pensé en lo reconfortante que era estar con mi madre, aunque fuera así. En un mundo que era real solo en mi cabeza. Pero ¿qué más daba?
Era mi mundo. Mi secreto. Mi don.
—¿Mamá?
—¿Sí, cariño?
—Te echo de menos.
Ella exhaló como quien intenta quitarse la pena de encima.
—Siempre me tendrás, Larita. Siempre.
El cuco del despertador que había colgado en el tronco del árbol ubicado a mi mano derecha salió de su casita y empezó a piar.
Yo lo miré extrañada.
—Despierta, dormilona —me decía—. Hoy empieza tu nueva vida.
Fruncí el ceño y después miré a mi madre que parecía divertida de ver mi expresión.
—Despierta. No hagas esperar a Gema.
Yo negué con la cabeza. No se me pasaría por la cabeza. Mi pijastra era una auténtica máquina implacable de despertar.
—Hasta luego —me dijo mi madre.
Se inclinó hacia mí y me dio un beso en la mejilla.
Antes de abrir los ojos y de salir de mi sueño, me permití el lujo de recordar el tacto de los labios de mi madre sobre mi cara y las cosquillas de sus rizos en mi garganta.
Sí. La echaba muchísimo de menos.
Cuando abrí los ojos, fue la mirada risueña de Gema la que me miraba con atención. Estaba emocionada por mi viaje y me dirigió una sonrisa radiante. Llevaba el pelo liso recogido en una coleta. Y se había puesto un maquillaje muy discreto que la hacía natural, como si en realidad no fuese pintada.
—Lo que daría por tener tu edad ahora mismo, Lara —admitió con ilusión sacudiéndome por las piernas—. Tu madre seguro que estará súper orgullosa de ti esté donde esté. Vas a ir a su misma universidad. Incluso puede que puedas descubrir cosas sobre ella. Y todos esos chicos que vas a encontrar por el camino... —volteó los ojos—. Juventud, divino tesoro.
Me dio un beso en la mejilla y me espoleó para que me levantara.
—Venga, que te llevamos al aeropuerto.
Me medio incorporé y me quedé sentada en la cama. Mientras Gema iba de un lado al otro de mi habitación inspeccionando las maletas y demás, me hizo pensar en cuánto la quería. La quería mucho, precisamente, porque nunca quiso sustituir a mi madre, aunque me quisiera como a una hija.
Y por eso, por respetar mi recuerdo y mi espacio, se había ganado para siempre parte de mi corazón.
En el aeropuerto, mi padre cargaba con una de mis bolsas al hombro y sujetaba la mano de Gema con la otra. Yo arrastraba mi maleta con ruedas, tenía una backpack colgada a la espalda y otra bolsa de asa pendía de mi codo. Todo mi equipaje iba a conjunto, y era culpa de mi pijastra que quería convertirme en alguien que fuera a la moda y tuviera estilo. Ella misma me lo compró y lo encargó por internet. Las bolsas llegaron hacía tres días, cuando estaba en pleno auge de mi humor sombrío y mi autoflagelación. Entonces no me hizo demasiada ilusión ver un conjunto de viaje de Samsonite modelo Lite Dlx, por muy bonito que fuese. Me dio bastante igual.
—Aquí podrás meter todo lo que quieras. No necesitas más —me había dicho Gema emocionada—. No puede faltarte de nada, ¿vale?
Pero ahí no había acabado su manía por elegirme las cosas. No sé cuánta ropa me había comprado, todo trapos caros y que no tenían demasiado que ver con mi estilo. Sin embargo, era ropa que me quedaba bien. Y tenía muy buen ojo con las tallas.
Thaïs ya había hecho de las suyas conmigo en Lucca, y me había animado a vestirme de otra manera y a sacarle partido a mi expresión con pinturitas y maquillaje. Y lo cierto era que, cuando veía mi reflejo en el espejo, no me veía tan mal. Sí diferente. Pero mal no. Así que había tomado la determinación de hacer aquello que me levantara la autoestima y que no me hiciera sentir como una mierdecilla poca cosa (aún me ardía el insulto de «cazorrita» que me había dirigido Thomas. ¿Cuánto se habrían reído esos dos hermanos a mi costa?).
Como fuera, si maquillarme y arreglarme me ayudaban a sentirme mejor, lo seguiría haciendo, porque no estaba en situación de dar la espalda a nada que elevase mi estado anímico.
Además, ¿cuál era mi estilo? Sí. Ropa ancha, la mayoría oscura, mangas largas que me cubrían las manos, bambas Converse planas, y solo cacao para los labios. Excepto por algunas excentricidades frikis que tenía en gorras y en calzado deportivo, no tenía nada con demasiado color. Pero por lo demás, siempre había procurado no llamar demasiado la atención. Pasar desapercibida. Porque para alguien que apenas se veía era más fácil observar y estudiar su entorno. Y yo lo estudiaba todo, incluso inconscientemente. En cambio, no podría hacerlo si atraía los ojos de los demás.
Pero ¿qué había de malo en vestir diferente y cambiar? ¿Qué había de malo en sentirme un poco mejor? Nada iba a cambiar por vestirme como una chica normal, aunque Thaïs y Gema dijeran lo contrario.
Puede que mi pijastra me hubiera renovado el armario pero yo también llevaba mis propias prendas. A las malas, siempre podría combinarlas, para cuando quisiera desaparecer y recuperar a la antigua Lara. Aunque nunca podría volver a ser como era antes. De eso estaba segura.
Una nunca podía ser la misma que era después de sufrir un varapalo, y yo era experta en varapalos, pero también lo sería en reinventarme. La charla astral con mi madre me había ayudado, y estaba decidida a no rendirme. A luchar. ¿Qué otra cosa podía hacer? No iba a convertir mi viaje en un paseo por el infierno, ¿no? No había estudiado durante tantos años para verme en esas condiciones.
Me presentaría en Yale con la barbilla bien alta y con un as bajo la manga. Iba a desenmascarar a los hermanos Alden, iba a averiguar qué más sabía Luce sobre Huesos y Cenizas, y quién y por qué la empujó de la torre.
—¿Estás segura de que no te has dejado nada? —los ojos claros y preocupados de mi padre se posaron sobre mí.
Estábamos ya en la entrada de la terminal. Tenía que dejarlos atrás. Debía despedirme de ellos. Pero lo miraba y se me hacía una bola en la garganta. ¿Por qué lo veía tan mayor si no lo era? Su pelo oscuro y entrecano estaba desordenado, como siempre. Su camisa blanca tenía los dos últimos botones desabrochados y en la barbilla aparecían pelitos rasurados cortos y blancos. Pero seguía siendo muy atractivo.
Negué con la cabeza y sonreí para que se tranquilizara.
—Papá, no me voy a la guerra. Deja de mirarme así. Voy a una universidad en Estados Unidos. Nada más.
—Eres mi hija. Puedo ponerme como me dé la gana. Y no voy a verte en mucho tiempo, así que ven aquí —me agarró de los hombros y me atrajo para rodearme con sus brazos. Me encantaban esos abrazos de oso, aunque nunca lo reconocería.
Miré a Gema por el rabillo del ojo y abrí el brazo para que ella también se uniera a esa manifestación de amor familiar. No tardó en unirse.
—Ten cuidado, eh, hijastra —me dijo ella—. Nada de fijarte en profesores, ni en alumnos que lleven repitiendo desde el dos mil —bromeó. O eso esperaba.
—Descuida. No creo tener ningún trauma paternalista como para buscarme un novio tan mayor como mi padre.
—Eso espero. Porque padre solo hay uno. Y soy yo —aclaró él muy serio.
Cuando por fin nos separamos, mi padre tenía el rostro hecho un poema. Mi marcha le afectaba mucho. Por suerte, no estaba solo. Lo acompañaría una buena mujer a su lado que cuidaría de él. Por eso también me iba tranquila.
Gema me miró con orgullo y peinó mi pelo con sus dedos de uñas perfectas.
—Vas a romper. Si dejas de esconderte en esos sacos que tienes por sudaderas y muestras tu cara, los tendrás a todos comiendo de la mano.
—No quiero dar de comer a nadie —repuse—. Solo voy a estudiar —ya quería ir yo solo a eso. Pero en realidad, iba a enfrentarme a mis peores pesadillas—. Me voy a centrar en mis asignaturas y en...
—Tienes que buscar una hermandad buena —me sugirió Gema entrelazando los dedos de sus manos—. La alfa gama, la pi, peta zeta...
—¿Peta zeta? —me reí.
—Sí, como sea —no le dio importancia a si lo había dicho mal o no—. Y nada de hermandades feministas donde solo acepten chicas —me señaló con un dedo—. Que las lesbianas son muy seductoras... Aunque, por otro lado —se quedó pensativa— si quieres ser lesbiana, lo mejor es en la universidad, donde más locuras se cometen... Pero no te lo tomes en serio. Solo experimenta, ya sabes.
—Por Dios, Gema —mi padre no se lo podía creer.
Yo entrecerré los ojos. Conociendo a esa mujer, seguro que ella había tenido algún escarceo lésbico en sus tiempos estudiantiles.
—Cariño, borra eso último de tu cabeza —me pidió mi padre—. Tú solo clava los codos y no te fijes en nadie. Hasta los treinta nada de novios.
Pues lo llevaba claro mi padre. No tenía ni idea de lo que había hecho en Lucca, y así debía ser.
Escuchaba esa canción de Minna Singer con los cascos puestos y la mirada fija en las montañas americanas bajo mis pies, abstraída en mis pensamientos.
Alguien me dio con el dedo varias veces en el hombro, y me apartó de ellos. Me descolgué el casco de la oreja.
—¿Sí?
—Por favor, señorita —dijo la azafata— . En cinco minutos iniciamos el descenso. Debería apagar el móvil.
Yo asentí con la cabeza, pero esperé a que la canción, que me ayudaba a visualizar mi futuro, finalizara.
Como el suspiro del recuerdo me llegó una cosita para ti, para ti
Iba a aterrizar en mi nueva vida, mi nuevo hogar durante los cuatro años que me durara la carrera. Atrás había dejado a mi padre y a Gema, que se pasaron todo el domingo y parte del lunes despidiéndose de mí y llenándome de arrumacos que, por cierto, necesitaba como el aire para respirar.
Porque de Lucca había salido tocada y hundida. Tocada en cuerpo, mente y espíritu.
Pero, esta vez, no solo iba a estudiar a la facultad. Había modificado mis objetivos, y mis prioridades; y entre ellas, estaba licenciarme, por supuesto, pero también, enfrentarme a Kilian y a Thomas, y continuar con lo que Luce había iniciado, que seguía en coma, y a la que habían trasladado a Inglaterra.
Después de hablarlo con Taka y Thaïs, coincidimos en que lo que tenía en mi poder era información muy gorda. Ellos me ayudarían en todo lo que pudieran para averiguar la realidad de lo que pasó.
Luce había descubierto cosas incómodas acerca de la hermandad, y yo estaba dispuesta a descubrirlas y corroborarlas antes de sacarlas a la luz. Pero no podía llevar esa información encima: ni en USB, ni en el disco duro del ordenador, ni en una cuenta Dropbox. Nada, porque tenía que cubrirme las espaldas.
Nadie debía sospechar jamás de mí. Nadie.
Por eso, memoricé en mi mente cada página, y añadí imágenes asociativas en cada numeración, colocando en la parte superior de las planas la imagen de una calavera. Ni una igual. Todas distintas. Cuando quisiera tirar de archivo y releer información, recordaría las calaveras y después podría visualizar la información de cada folio.
Indagaría hasta las entrañas de la logia, y descubriría la verdad sobre el accidente de Luce, desenmascararía al individuo que la empujó, y sobre todo, resolvería y ahondaría en el misterio que rodeaba a los Huesos y cenizas.
Y lo haría con la rabia de mi corazón aplastado. Seguiría adelante a pesar del peligro que suponía jugar en esa liga mayor de la que Kilian tanto alardeaba. Una liga en la que me podría meter con la mitad del dinero del premio Turing. La otra mitad se la dimos a los padres de Luce, para que pudieran encargarse de los cuidados de su hija.
Thomas no me esperaba, y eso era lo extraño. Porque cuando se despidió de mí en el hotel, no dijo nada sobre mi futura estancia en Yale.
Pero Kilian sí lo sabía. ¿Por qué no le dijo nada?
Esas y más preguntas retumbaban en mi mente, y me encargaría de dar respuesta, contestaría a todas y cada una de ellas, a pesar de que lo que descubriera al final, pudiera incriminar a mi kelpie traidor; al chico de quien, erróneamente y por una fatalidad del destino en el que yo aún creía, me había enamorado hasta los huesos.
Y había convertido mi sueño en cenizas.
Después de un larguísimo viaje en el que tuve que hacer dos escalas Barcelona-Filadelfia y Filadelfia-New Haven llegué por fin al Aeropuerto Regional Tweed-New Haven HVN.
Cogí un carrito para poder cargar con todas las maletas Samsonite que me había regalado Gema, y con este a cuestas, salí al exterior donde pedí un taxi que me trasladara hasta la facultad.
Al llegar a Estados Unidos tuve una extraña sensación de familiaridad, a pesar de no haber estado nunca allí. Era lo que tenía pisar un continente desgastado en todas las películas con las que nos bombardeaban a los europeos. Parecía que ya conocía aquel lugar, aunque al final cada rincón acabaría sorprendiéndome.
Olía diferente. Olía a América. A sueños por cumplir y a desafíos aceptados. Y aunque sentía una ligera angustia por lo que pudiera pasar en cuanto llegara a mi facultad, me sentía mejor, más renovada, y decidida a abrazar esa aventura con todo lo bueno y todo lo malo.
El taxista cargó con todo mi equipaje excepto con mi mochila que accedí a llevarla conmigo. Desde el aeropuerto a Yale habían unos ocho kilómetros, así que no tardamos más de diez minutos en llegar. Eran las nueve de la mañana cuando el coche recorrió los derredores del campus por primera vez.
Al llegar a Yale, simplemente, me quedé cautivada por las estructuras de los edificios de esa increíble Universidad que se convertiría en mi casa durante los próximos cuatro años, si todo iba como esperaba. Lo habían bautizado como «el campus urbano más bello de América», y a pesar de no tener ni idea de arquitectura, no iba a quitarle razón a tal afirmación. Me parecía descomunal. Y eso que no había visto nada todavía y que el taxi solo me había dejado en la manzana que ocupaba la residencia en la que me iba a hospedar: Trumbull College. Una de las doce de las que constaba aquella ciudad.
Ahí, cada colegio especializado ocupaba una manzana entera de la ciudad, y todas estaban ubicadas alrededor de sus respectivos patios interiores.
Había leído mucho sobre Yale, pero más aún había absorbido a través de los ojos de Luce a aquel complejo estudiantil, y si mi orientación no me fallaba, sabía que no estaba nada desubicada y que podría adivinar dónde se encontraba cada edificio. Luce había fotocopiado planos de la Universidad y marcado lugares especiales para ella. Con el tiempo, los visitaría. Me moría de ganas de ver cómo de grande era aquel universo oscuro y secreto que la joven periodista había plasmado en sus informes.
Pero nada me había preparado para estar ahí, nada me había preparado para esa avalancha emocional que me hacía temblar por dentro.
De ese excelso campus universitario habían salido cuatro expresidentes de Estados Unidos, quinientos treinta parlamentarios, sesenta secretarios de Estado y diecinueve jueces de la Suprema Corte de Justicia, en una larga tradición de servicio público y en una interminable estirpe de gente poderosa e importante. Estaba en el nido de donde salían los mejor polluelos, los que mejor vuelo poseían.
Cuando salí del taxi me pareció estar dentro de una película de universitarios. Casi irreal. El taxista, muy amable, descargó todo mi equipaje y lo dejó a mis pies.
—¿Quieres que te los lleve hasta tu habitación? —me preguntó—. Llevas mucho equipaje.
Yo no sabía qué era lo que tenía que hacer porque aún estaba intimidada por tanta belleza. Hasta que escuché a una chica acercándose a toda prisa, con mucha decisión y su cola rubia y corta oscilando a un lado y al otro de su cabeza.
Era regordeta, llevaba una blusa rosa y unos tejanos que le apretaban bastante, y unas Converse de bota alta de color negro. Sonreía de oreja a oreja sin dejar de mirarme.
—Ya te ayudo yo —exclamó colocándose frente a mí.
—Hola. Gracias —la saludé.
—Hola, de nada. Soy Amy Stickhouse. Me encargo de dar la bienvenida a los alumnos extranjeros de primer año —me dio la mano y yo se la estreché con gusto—. Bienvenida a Yale…
—Ah, Lara —me presenté sonriéndole igualmente.
—¡Lara! Entonces eres mi compañera de habitación —exclamó—. Coco se fue este verano pasado y me iban a asignar a una nueva. Eres la alumna española, ¿verdad?
—Sí —contesté. Era un vendaval y me cogió por sorpresa. Me di la vuelta para pagar al taxista, y después cogí mis bolsas al hombro, pero Amy me las quitó de golpe y señaló a las maletas con ruedas con la barbilla.
—Bien. Tú lleva las trolley, anda. Estás muy escuchimizada para cargar con tanto peso. Yo soy puro músculo —marcó bíceps. Pero de esa masa de carne no emergió ningún músculo circular.
Mientras caminábamos por el caminito de grava alrededor de la plaza central, no podía dejar de mirar a mi alrededor. Solo estaba en la residencia Trumbull, conformada por edificios de arquitectura gótica, piedra grisácea y caliza. Mirase donde mirase habían arcos apuntados, bóvedas de crucería y amplias vidrieras y rosetones que dejaban el paso a la luz para que iluminara espacios de manera críptica y mágica.
Solo era una residencia. Pero joder, tenía la sensación de estar ingresando en Hogwarts. Aunque allí no había magos con varitas.
—Estamos en Trumbull, una residencia universitaria de más de cuatrocientos estudiantes que intentamos vivir y convivir en armonía. Algunos profesores viven aquí con sus familiares, pero ya te diré en qué plantas están, para que no les molestes mucho —me explicó Amy mientras traspasábamos las puertas del edificio e ingresábamos en una plaza jaspeada de verde, con banquitos rojos en los que me apetecía estirarme y descansar—. Soy una fellow —me explicó—. Me encargo de guiar a los estudiantes extranjeros en sus primeros días en Yale. Si necesitas cualquier cosa, solo tienes que decírmelo. Pero dado que vamos a ser compis, eso ya se sobreentiende.