Desafíame (Hasta los huesos I) - Lena Valenti - E-Book

Desafíame (Hasta los huesos I) E-Book

Lena Valenti

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Beschreibung

Saga galardonada con el prestigioso Premio Jaén de Literatura juvenil. Algunas personas sacan lo peor de ti; otras, lo mejor. Y luego hay otro tipo de personas: las que lo sacan todo y te hacen sentir tan viva que las seguirías hasta el infierno solo para continuar sintiendo ese subidón. Lara es una estudiante modelo que ha decidido darse un homenaje y vivir una aventura loca antes de ir a la prestigiosa Universidad de Yale. La semana antes de empezar el curso, se va con sus amigos Taka y Thais al Festival de Lucca, dispuesta a que sea su momento y que lo que pase en Lucca, se quede en Lucca. Pero se equivoca: cuando conoce a Killian, un chico guapo, seductor y que hace parkour como si hubiera nacido para ello, Lara se deja llevar. El festival se va volviendo más frenético e intoxicante hasta que ambos presencian un asesinato. En el momento de la verdad, Lara no sabe a quién creer, a su corazón o a la evidencia.

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Seitenzahl: 371

Veröffentlichungsjahr: 2025

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LENA VALENTI

DESAFÍAME

(HASTA LOS HUESOS I)

EDITORIAL VANIR

El jurado integrado por Rebecca Beltrán, Elisabeth Falomir, Abigail Frías y Rosa Samper otorgó a esta obra el Premio Jaén de Narrativa Juenil 2015, convocado y patrocinado por

Primera edición: noviembre 2015

De esta edición: Editorial Vanir, 2025

Del texto: Lena Valenti, 2015

Del diseño de la cubierta: Marta Benito

Editorial Vanir www.editorialvanir.com

[email protected] Barcelona

Bajo las sanciones establecidas por las leyes quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro —incluyendo las fotocopias y la difusión a través de internet— y la distribución de ejemplares de esta edición y futuras mediante alquiler o préstamo público.

ISBN: 978-84-17932-98-5

Depósito legal: DL B 22398-2024

ÍNDICE

Prólogo

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

Catorce

Quince

Dieciséis

Diecisiete

Dieciocho

Diecinueve

Veinte

Prólogo

En la habitación solo había encendidas las lámparas de las dos mesillas de noche. Fuera, la fiesta no iba a cesar hasta altas horas de la mañana.

Los gritos de sus compañeros y la música atronadora se colaban por la ventana del apartamento.

Los dos solos. Cara a cara. Frente a frente, descubrieron que no tenían tiempo que perder.

Él no tardó nada en desnudarla.

Sabía cómo la quería, cuándo y dónde. Y en ese instante, la quería en su cama, entregada, y enamorada de él hasta el tuétano.

Pasó sus dedos entre su larga melena, le echó el cuello hacia atrás y la besó aceptando el juego que ella le ofrecía.

La joven gimió perdida en el sabor de su lengua y en su textura, disfrutando de esas manos que le bajaban los pantalones. Después, él la tumbó sobre el colchón y se le puso encima, entre las piernas.

—Dime qué es lo que quieres —dijo.

—Ya lo sabes.

Él negó con la cabeza.

—Me gusta que me lo digas. Dímelo.

—Te quiero a ti —le contestó ella sin ninguna vergüenza.

Él sonrió y le quitó la camiseta que aún tenía puesta hasta subírsela por la cabeza y cubrirle el rostro.

Pero ella rió y suspiró de antelación. Deseaba aquello como a él le gustara hacérselo. Estaba entregada y ya no tenía ni reparos ni pudores.

El chico se quitó los pantalones y se quedó desnudo ante ella.

La admiró, desnuda como estaba, con el sostén aún puesto y la camiseta que le privaba la visión, y su rostro se tiñó de placer y alegría.

Después, se tumbó encima de ella y agarró sus muñecas para colocarlas encima de la cabeza.

—¿Lo quieres ahora? —le preguntó al oído con un gruñido.

—Sí —afirmó, decidida, abriendo más las piernas.

Él dejó ir una risotada mientras entró en su cuerpo con el ímpetu que siempre caracterizaba sus encuentros.

Con ella todo era explosivo, y mágico. No necesitaban decirse tonterías al oído, ni tampoco hacerse promesas de amor; se trataba de disfrutar del sexo más loco de su vida, y de pasarlo bien.

Estaban en esa edad en la que la universidad era la única vida real que les interesaba, y el día a día lo marcaban sus problemas y sus relaciones.

Empezó a bombear. Le gritaba en el oído, y le mordía el hombro absorbiendo cada envite poderoso en su interior. La cama bamboleaba de un lado al otro, el cabezal golpeaba la pared y sus respiraciones acompasaban aquel ritmo parecido al de un martillo.

En ese momento, ella se arqueó debajo de él y se estremeció de pies a cabeza barrida por ese orgasmo placentero y loco que le giraba la cabeza.

Él no tardó nada en unirse a ella y, mientras se vaciaba, se impulsaba más profundamente hasta que el ruido de la carne contra la carne les llenó los oídos.

Disfrutaban con el sexo, no cabía duda.

Entonces, él se dejó caer sobre ella y la ayudó a quitarse la camiseta por la cabeza.

—No me digas que ya no puedes más —murmuró ella rodeándole la cintura con las piernas.

Él se echó a reír, hundió los dedos en su pelo y contestó: —Esto solo acaba de empezar.

La imagen del televisor se quedó congelada después de que se oyera como ese chico aseguraba que «esto solo acaba de empezar».

Estaban en una sala en penumbra, cubierta de libros, cuyo centro era un altar de piedra, como un lugar hecho para un orador.

El señor se dio la vuelta para mirar cara a cara al protagonista de aquel encuentro tan tórrido. Alzó la barbilla moteada de una perilla negra, con un mechón blanco, y clavó sus ojos claros en el joven.

Su rostro inflexible no tenía ni un gramo de amabilidad.

—¡Mírame a los ojos! —le gritó.

El joven, avergonzado por verse en la pantalla, dio un respingo e hizo lo que le pedían.

—No tengas vergüenza ahora, muchacho, cuando no la has tenido para tener el culo en pompa con la mujer que puede destruirnos.

—Yo... yo no tenía ni idea.

—Si esa chica consigue lo que busca... ¿Tienes idea de la información de la que dispondrá? —Las aletas de la nariz se le abrieron y los ojos se le inyectaron en sangre—. ¡¿Eh?! ¡¿La tienes?!

—Señor... Repito que no lo sabía... No me imaginé que... —Hizo negaciones con la cabeza—. Lo lamento mucho. Yo no tenía ni idea.

—¡No bajes la mirada!

¡Plas! Le dio una bofetada tan fuerte que le giró la cabeza, pero no le movió del sitio. Cuando el joven se recuperó, intentó mantener la compostura. Volvió a fijar su vista en el mayor y se relamió con la lengua la sangre que se deslizaba por la comisura del labio.

El señor tomó aire y relajó su tensión al comprobar que había herido al chico.

—¡Esto lo tienes que arreglar! ¡¿Me has oído?! ¡No puede haber un topo entre nosotros! ¡Nos jugamos nuestro prestigio! ¿Sabes cuántos ojos nos miran?

—Ssí, señor —contestó el chico—. Haré lo que sea necesario para arreglar mi error.

—Por supuesto que harás lo que sea necesario —dijo con voz ronca, limpiándose las manos con un pañuelo blanco que guardaba en el bolsillo de su americana—. Ahora, sal de mi vista. Y prepara las malditas maletas.

—Está bien. —Hizo una reverencia—. Gracias, señor.

El hombre se dio la vuelta y cruzó las manos tras la espalda, quedándose bajo el solitario rayo de luz que entraba por una de las ventanas de aquella cueva subterránea plagada de libros y altares de piedra.

—Y otra cosa.

El chico se detuvo antes de partir.

—Sí, lo que usted diga.

—Si cuando regreses no has limpiado la mierda que tenemos alrededor, tu futuro prometedor se va a ir al traste. Y reza para que el de tu familia no se vea afectado.

El chico palideció. No tardó en salir de allí corriendo, decidido a hacer lo que fuera para salvar su pellejo, aunque para ello tuviera que poner a otro en serios problemas.

Uno

Me lo merecía.

Me merecía cada minuto en ese avión, observando las espesas nubes que como nata montada yacían a mis pies, como si me invitaran a nadar entre ellas.

Era mi premio, mi recompensa después de cuatro años clavando los codos sin otro propósito que conseguir una beca para una de las siete universidades más prestigiosas del mundo.

Y al fin había cruzado la meta.

Harvard, Oxford, UCLA... A todas envié solicitud y, al final, me quedé con Yale, que había sido desde siempre mi prioridad. En breve, formaría parte de ese seis por ciento de estudiantes del campus procedentes de otros países. Sería la guiri de allí.

No tenía ni idea de cuántos españoles podrían estar estudiando en New Haven, pero yo sería una de ellos y la perspectiva era un poco incómoda, porque odiaba ser el centro de atención, prefería pasar desapercibida y centrarme en lo mío.

Mi madre, Eugene, tenía sangre irlandesa y americana, y mi padre, Cesc, era catalán. Yo hablaba tres lenguas perfectamente: el castellano, el catalán y el inglés; y un poco de francés.

Sabía que mi manejo del inglés, una lengua materna para mí, sumaba puntos para que me aceptaran en universidades de Estados Unidos. Y eso, añadido a mi matrícula de honor en todas y cada unas de las asignaturas cursadas, había facilitado que me dieran la beca, y me aceptaran en Yale.

Desde parvularios hasta bachillerato, mi vida había transcurrido entre las paredes doctrinales de Saint Paul’s School de Barcelona, un colegio privado internacional trilingüe, ubicado en la avenida Pearson, al pie del parque natural de Collserola. El color de las nubes que atravesábamos me recordaba al tono impoluto de las aulas, y lo más curioso era que no sentía la añoranza propia de alguien que estaba acostumbrado a pisar día tras día el mismo suelo. De hecho, no creía que fuera a sentirla jamás, pues la necesidad de abrazar lo que iba a venir era más poderosa que la posible nostalgia que en algún momento pudiera llegar.

Yale era mi sueño. Mi objetivo.

Era justo lo que quería. Mi nueva vida se alejaría mucho de la seguridad de mi escuela de toda la vida, y de la sobreprotección de mi familia. Pero necesitaba volar del nido y continuar con mi propósito.

Había dado mi promesa de que no desfallecería en conseguir mis objetivos. Y yo nunca rompía una promesa.

El hecho era que, aunque parecía inevitable no pensar en mi futura estancia en Yale, en esos momentos no quería darle demasiadas vueltas a la cabeza, porque a la universidad no iría hasta pasados diez días, y antes de viajar a Connecticut, en Estados Unidos, para estudiar la carrera que había elegido, tenía por delante cinco días de maravillosas vacaciones, un pequeño capricho que me había marcado con mi panda de raritos frikis.

Mi pequeño paréntesis antes de que diera inicio lo verdaderamente importante para mí.

La idea era disfrutar ese impasse por todas las veces que no me fui de fiesta con los chicos, y por todas las vacaciones que me perdí al anteponer mis estudios y mis responsabilidades a la diversión y la juerga.

Saqué de mi bolsa de mano Misako una cajita con un poco de colorete. La abrí y observé mi reflejo en el pequeño espejo cuadrado.

A la loca de Gema, la mujer de mi padre, le encantaba comprarme muchas virguerías de la marca Mac.

Yo no solía maquillarme, siempre he preferido ir más natural, no porque no me gustara, sino porque prefería no perder el tiempo en pintarme la cara.

Con decir que no sabía que hubiera una marca de cosméticos que se llamara igual que mi ordenador, ya dejo bastante clara mi ignorancia al respecto.

Gema decía siempre que mi belleza se tenía que explotar, que debía ser más presumida: «Con ese cuerpo y esa cara...», me repetía apretándome las mejillas hasta ponerme boca de pez.

A mí, simplemente, no me interesaba, porque no me veía tan guapa como ella me decía ni tan princesita como mi padre señalaba que era. Creo que siempre tuvieron una idea distorsionada de mí y que proyectaban en mi persona lo que querían que fuera.

Pero les salí rana. Ni coqueta, ni creída ni presumida... Me gustaban las gorras de béisbol, porque me ocultaban el rostro; y a veces me vestía como un chico: tejanos, sudaderas, Converse o deportivas, botas militares, ropa holgada y mangas demasiado largas que me cubrían hasta las manos.

No me consideraba ninguna beldad, y estaba en una fase en la que no tenía ningún interés en mi físico, puesto que tampoco nadie me llamaba la atención como para esmerarme en gustarle.

En fin, una vez mi padre me preguntó si era lesbiana. La cara que le puse sirvió para que nunca volviese a cuestionárselo.

Así que después de asegurarme de que mis ojos rasgados seguían siendo azul hielo, como mi madre los describía, y tras comprobar que mi diadema continuaba sobre la cabeza y no en la frente, coloqué mi melena castaño oscuro sobre mi hombro derecho y guardé de nuevo el espejito dentro del bolso. Volví el rostro hacia la ventana.

El lienzo que veía a través de la ventana del avión me sobrecogió de pleno; las nubes se abrieron y, al disiparse, apareció un pueblo que, visto desde el cielo, parecía sacado de las leyendas medievales de caballeros y princesas.

Era Lucca. Y allí me dirigía para disfrutar del Festival Internacional del Cómic, Series y Videojuegos junto a mis amigos. Aquel era el primer año que se celebraba dicho evento durante la primera semana de agosto y, siendo verano, nadie se lo quería perder.

Sonreí de oreja a oreja como lo haría una niña y dejé que la emoción me embargara.

Gema y mi padre no daban crédito a que a alguien tan serio como yo, con las aspiraciones que tenía, le gustaran los cómics y los mangas japoneses.

Pero así era.

Me encantaban, porque a los bichos raros nos gustan las cosas raras y especiales.

Dos

Nunca había estado en la Toscana, pero era uno de esos destinos que siempre soñé visitar. Cuando ese mismo año me enteré de que el Festival Internacional del Cómic, Series y Videojuegos lo iban a hacer en la ciudad de Lucca, pensé: «Mato dos pájaros de un tiro». Vería esa parte del centro norte de Italia que me apasionaba y viviría la experiencia suprema de los frikis.

Cuando llegué al aeropuerto de Pisa, un magnífico sol me dio la bienvenida e inmediatamente me las apañé para coger el primer taxi que me llevara al hotel donde mi mejor amigo, Taka, mi mejor amiga, Thaïs, y yo nos íbamos a hospedar.

El taxista, que se llamaba Pietro, según me contaba en ese inglés toscano, se estaba hartando de hacer viajes a Lucca con motivo del evento internacional que reunía a miles de jóvenes de todo el mundo. Venían de todas partes, me explicaba.

—De la América, de la Spagna, de Japan... Tutti están aquí — me comentó emocionadísimo—. Y visten esas ropas piu extrañas, y llevan pelo de colores —se señaló la cabeza—, y maquillaje de todo tipo. Ma... ¡no hay zombis!

Yo sonreí tímidamente y le dije:

—No es una convención de zombis, ni una reunión de Walking Dead. Aunque es probable que alguno vaya de Death Note.

El taxista me miró a través del retrovisor como si mi idioma fuese el arameo. Obviamente, como la mayor parte de la humanidad, no sabía de lo que le hablaba. Superado el incómodo silencio, carraspeé y me centré en el bucólico paisaje que dejábamos atrás.

Todavía no había llegado a Lucca y lo que veía ya me fascinaba. Tras kilómetros de parajes verdes y campiña italiana, divisé una ciudad amurallada que emergía en la llanura fértil como por arte de magia, como un espíritu libre y un último reducto de rebeldía que había permanecido en pie tras el paso inquebrantable de los siglos.

Era ese mi destino. Y el de todos los taxis que se habían colocado en fila detrás de nosotros.

Lucca vivía protegida tras una vieja muralla de cuatro kilómetros y medio de largo, que había ocultado toda su historia con celo, a pesar de las sacudidas del tiempo. Situada sobre el río Serchio, la llamaban la ciudad de las cien torres y las cien iglesias.

Pasé por delante de un viejo avión de combate blanco y rojo, que pertenecía al ejército italiano y que lucía como un elemento ornamental en la rotonda antes de llegar a la ciudad.

La parte superior de la muralla, lo que sería el adarve, se había convertido en un manto ajardinado por el que pasaban muchas bicicletas y que ofrecía, seguramente, una perspectiva de la ciudad increíble.

Me iba a hartar de hacer fotos.

Tras cruzar la Porta San Pietro, una de las seis entradas por las que se podía acceder al interior, los adjetivos se me quedaron cortos.

Ya habría tiempo para admirar la belleza etrusca de Lucca en todo su esplendor, pero no era el momento entonces. Aquello estaba intransitable y parecía el Apocalipsis.

Nunca había visto tantos frikis juntos, y de repente me sentí como en casa.

El coche pasaba entre las callecitas como podía, dándole al claxon para que la gente, distraída y muy metida en su personaje, se apartara. Me daba miedo que Pietro atropellara a alguien, pero no hizo falta que él lo hiciera. Dos zombis de Death Note, tal y como yo había vaticinado, se echaron encima del capó emitiendo todo tipo de exabruptos. Pietro palideció y a mí la situación me hizo sonreír.

Los dos chicos cayeron del capó y, una vez en el suelo, se levantaron para continuar con su paseo de los muertos.

—Mamma mia... —susurró—. Ma bella... —Pietro frenó el coche y se secó el sudor de la frente—. Su hotel está justo ahí. —Y señaló con su regordete índice—. No puedo adentrarme más con el coche.

—No se preocupe —le contesté sacando los euros del monedero Tous de mi bolso. Todas estas pijadas eran de Gema, que insistía en convertirme en la Barbie que no era—. Ya está bien. Iré andando.

El hombre aceptó el dinero con cara de disculpa. Después salió del coche y abrió el portón trasero para darme la maleta.

—Tenga cuidado. Usted es muy bonita y delicada para estar entre tutta esta... locura.

—Es divertido —le dije cargando con mi maleta de ruedas y con mi bolso colgando del hombro—. Estaré bien.

Las apariencias engañaban. En pocas horas yo sería una loca más, una Otaku a medias, dividida entre mi admiración por los dibujos japoneses y mi fanatismo por los cómics de Marvel.

En ese lugar, todo tenía cabida.

Nos hospedábamos en el hotel Camera con Vista, un B&B en la Via San Paolino cerca de la Piazza Napoleone. Estaba en el centro histórico y era una de las mejores opciones para pasar unos días en Lucca, a tenor de todas las recomendaciones que habíamos encontrado por Internet. Además, con todas las actividades que iba a preparar la organización de la cómic con, el hotel estaba muy bien ubicado para no perdernos ni una.

Le pregunté a la recepcionista si Taka o Thaïs habían llegado, pero ella me informó educadamente de que esos clientes aún no se habían registrado.

Así que me dirigí a la habitación que había reservado para mí, de la que me enamoré al instante.

Era una preciosidad. El suelo de parqué oscuro, el mobiliario blanco, las paredes de tonos pastel y una cama revestida con una colcha verde de topos un par de tonos más oscuros, y que hacía juego con la lamparita del mismo color que teñía todo el habitáculo de esmeralda.

Cerca de la cama, una escalera metálica de color azul claro ascendía casi hasta el techo, donde aguardaba un amplio ventanal con un pequeño balcón parecido a una buhardilla por el que poder admirar el centro de la fortaleza italiana, llena de vida, de color y de personas de mi edad que iban y venían presas de la emoción de estar en el mundo en el que querían estar.

Suspiré al contemplar la calle y sonreí por dentro.

Sí, aquel también era un lugar en el que me gustaba estar, al menos por unos días. Un lugar en el que poder imaginar el mundo de otra manera, rodeada de personajes de fantasía, y haciéndome pasar, solo durante unas horas, por uno de ellos.

Bajé las escaleras pensando en todo lo que me gustaría experimentar esos días en Italia y deshice la maleta para colocar la ropa en los armarios.

Era muy metódica y ordenada. Mi padre y Gema aseguraban que lo mío era un trastorno obsesivo compulsivo por el control y la perfección.

Pero no era verdad. Lo que me pasaba era que me gustaban las cosas recogidas y que todo estuviera en su lugar. Tal vez porque yo sabía qué lugar quería para mí en el mundo, y el caos alrededor me ponía nerviosa.

Me conecté al wifi gratis del hotel y escribí un whatsapp a mi padre para decirle que estaba todo ok.

Él, como era de esperar, no tardó ni un minuto en llamarme.

—Ciao, Francesco —le dije en broma.

Mi padre se rió. Tenía una de esas risas silenciosas que se contagiaban. Me lo podía imaginar negando con la cabeza.

—¿Solo llevas unas horas ahí y ya eres italiana, Larita?

—Casi.

—¿Qué tal ha ido el viaje? ¿Y cómo es el hotel?

—El viaje bien. Mucha nube y eso... Y el hotel es maravilloso. Me encanta —afirmé entrando en el baño de la habitación para comprobar que era un aseo completo, con bañera.

—¿Es céntrico?

—Sí. Mucho.

Abrí el grifo y probé el agua caliente con los dedos.

—Bien. Repíteme los pecados capitales, cariño.

—Papá, ¿en serio? —refunfuñé saliendo del baño para, a continuación, dejarme caer boca arriba sobre el colchón. Me sequé los dedos en el tejano.

—Lara, repítemelos.

Resoplé mientras rebotaba.

—No beberé. No me drogaré. No beberé de otro vaso que no sea el mío. No aceptaré caramelos de extraños. No dejaré entrar a desconocidos en mi habitación. Y no jugaré al teto.

—Ese último pecado te lo acabas de inventar —aseguró mi padre con el asomo de una sonrisa.

—Todos son inventados, papá. ¿No te das cuenta de que no hace falta que seas un dictador conmigo? Soy tu hija más inofensiva y obediente.

—Eres mi única hija —me recordó él.

—¡Francesc, deja a mi hijastra tranquila! ¡Que ya es mayor de edad y tiene que divertirse! —oí gritar a Gema.

Ella siempre se ponía de mi parte y me defendía.

—Haz caso a mi pijastra —le pedí cariñosamente. Así la llamaba porque era una madrastra muy pija, estilo mujer de Sexo en Nueva York—. Gema es muy sabia cuando quiere.

Nadie tenía más ganas que ella de que me echara un noviete o un ligue. Seguramente, habría hecho una apuesta con mi padre. Les encantaba jugar a hacer apuestas con cosas ridículas como el tiempo, un partido de fútbol o..., no sé, mi virginidad. Así de modernos eran.

—Gema, no me pongas nervioso —le advirtió mi padre.

—Y tú no seas carca —contestó ella—. Lara, ¡ni caso!

Sonreí y les interrumpí antes de que se enzarzaran en uno de sus intercambios de pullas amistosas.

—Papá, te tengo que colgar. No te preocupes, que estoy muy bien. Soy buena y no hago tonterías.

—Lo sé, pero es el primer viaje que haces sola fuera de España.

Tengo derecho a ponerme ansioso.

—Sabes que nunca te he dado motivos para ello. Tienes una hija muy virgen y muy aburrida.

—Y espero que así sea por mucho tiempo.

— Ya te iré escribiendo por WhatsApp cada vez que esté en el hotel, que es donde tengo wifi.

—Vale, preciosa. Envíame fotos de lo que ves y de lo que haces, y cualquier problema que tengas me llamas.

—Sí, pesado. Un beso.

—Te quiero, bicho raro.

—Y yo a ti.

Cuando colgué, me di cuenta de que cualquier chica de mi edad podría valorar negativamente el hecho de que hablara abiertamente con mi padre sobre mi sexualidad. «Esos temas no se hablaban con los papis», dirían mis compañeras del insti.

Pero nuestra naturalidad era fruto de que ambos sabíamos que yo no tenía el menor interés en cruzar ninguna línea todavía, y que era algo que no nos tomábamos en serio, como si fuera imposible que yo alguna vez tuviera intención de llegar más allá con un chico, al menos hasta que no acabara la universidad, como si yo no estuviera hecha para eso. O al menos eso era lo que a él le gustaba pensar.

En cierta manera, así era. Una relación no estaba entre mis prioridades; muy al contrario, era una distracción que no me apetecía probar.

Alguien golpeó a mi puerta con los nudillos y yo me levanté de un salto de la cama.

En tres largas zancadas estaba abriendo la puerta y sonriendo abiertamente al apuesto rostro asiático de Taka, mi mejor amigo.

—¡Takataka! —exclamé sonriendo de oreja a oreja.

Taka era dos palmos más alto que yo, sus ojos negros y rasgados hacia arriba eran cautivadores, cubiertos de espesas pestañas. Su mandíbula cuadrada y sus labios gruesos seguramente serían la obsesión de muchas chicas; pero no era la mía, porque Taka, aunque cuanto más pasaba el tiempo más guapo estaba, no era mi tipo. Hacía tiempo que se había quedado en la zona mejor amigo. Tenía una cresta de color azul, y los laterales del cráneo rapados casi al cero. Vestía de negro, con pantalones anchos, botas de estilo militar, una chaqueta con el cuello hacia arriba y un pañuelo que le cubría la garganta como a un bandolero. Yo nunca había visto a un japonés guapo, hasta que lo vi a él por primera vez.

Taka me señaló con el índice, inclinó la cabeza a un lado y, emitiendo una carcajada, exclamó:

—¡Pequeña Hobbit!

Y nos fundimos en un sincero y loco abrazo propio de frikis como nosotros.

Tres

Mi amistad con Taka venía de casi ocho años atrás. De hecho, mi amistad con mi cuadrilla de raritos adorables e inteligentes nació en un foro de mangas japoneses. No sé muy bien cómo pueden llegar a congeniar de ese modo personas que nunca se han visto en la vida. Supongo que esos lazos se crean por la necesidad de querer pertenecer a algo diferente y especial. Para mí el foro se convirtió en un refugio en el que poder cobijarme de la mierda y de la oscuridad que tenía mi vida entonces.

En realidad, a todos les pasaba más o menos lo mismo. Teníamos problemas, fuera o dentro de casa, y el foro sirvió para que unos nos apoyáramos en los otros y encontráramos el hogar que habíamos perdido en nuestra realidad.

Taka me ayudó mucho, por eso valoro tantísimo su amistad. Y no solo su amistad, sino su inteligencia; estoy enamorada de su cerebro.

—¿Has crecido? —me preguntó poniéndome la mano sobre la cabeza.

Se la aparté de golpe. Lo hacía para picarme.

—Deja de meterte con mi estatura. Soy más alta que la media de las chicas de tu país.

—En eso tienes razón. Pero tienes los pies más grandes.

—Solo porque no me los vendaban para convertirme en geisha como a las japonesas. —Solo a algunas.

—Taka..., veo que llevas el pelo de otro color. —Observé detenidamente—. ¿Qué pasó con el amarillo pollo?

—Me aburrí de él.

Lo entendía. Para Taka lo normal era aburrido, por eso probaba con todos los colores habidos y por haber.

—¿Ya te has registrado? —le pregunté.

—Sí. Estoy en la habitación de debajo de la tuya. —Miró la mía de arriba abajo y añadió—: La mía no tiene escalera, y en la pared hay escrito en español: «¿Pol qué lo llaman amol cuando quielen decil sexo?».

Me eché a reír. Me gustaba escuchar a Taka intentando farfullar el español. Entre nosotros nos comunicábamos en inglés, por eso oírlo hablar en mi lengua paterna me parecía divertido.

—Di «rollito de primavera». —Alcé mi ceja izquierda para tomarle el pelo.

—Corta el rollo, friki.

—¿«Y el perro de san Roque no tiene rabo»?

Taka parpadeó muy serio y no movió ni un solo músculo de la cara. No entendía nada de lo que le había dicho.

—Aguafiestas —me rendí—. ¿Sabes algo de Thaïs?

—Que se hospeda en la habitación de al lado y que nos espera en el café de la plaza. Al menos, eso me ha dicho por WhatsApp.

¿Cómo no? Mi amiga Thaïs, la tercera pieza del tridente, no era nadie sin un café en las manos. Era adicta a la cafeína.

—Entonces, vayamos a su encuentro. Y así nos cuentas de una vez por todas eso que decías que ardías en deseos de contarnos.

En nuestro grupo de WhatsApp, Taka había estado muy emocionado semanas atrás diciéndonos que tenía algo increíble que contarnos, y que nuestra estancia en Lucca iba a ser inolvidable. Yo ya sabía que iba a ser increíble. ¿Cómo no iba a serlo si íbamos a estar rodeados del mundo de los animes, los cómics y los videojuegos y, además, íbamos a estar los tres juntos? Ese iba a ser el mejor viaje de mi vida.

Sin embargo, con Taka nunca se sabía, y tanto Thaïs como yo intuíamos que nuestro japo la había liado bien gorda.

Solo teníamos que esperar a escuchar su revelación.

—Me muero de ganas —aseguró esperando a que cogiera la llave de la habitación y me colgara el bolso al hombro—. ¿Vas a ir así? —añadió estudiándome de arriba abajo.

—¿Qué pasa? —pregunté mirándome el atuendo.

Llevaba unos tejanos Levi’s desgastados, una camiseta de Paul Frank roja y unas deportivas Adidas de Rita Ora que me parecían fascinantes. Sabía que eran muy raras, pero me daba igual.

—¿Cómo que qué pasa? Estás en Lucca rodeada de héroes de Marvel, héroes de videojuegos y personajes de manga, y ¿no te vas a meter en el papel?

—Ah... ¿Acaso vamos a ir ya cambiados?

—Por supuesto. —Se sacó una gorra negra de detrás del cinturón y se la puso. Después, cubrió su rostro con el pañuelo que llevaba al cuello, como si fuera un ladrón, y añadió—: ¿Eres una Watch Dog o no?

Yo asentí, emocionada. Taka no quería perder el tiempo.

Nosotros íbamos a ir durante todo el festival disfrazados de Watch Dogs: unos personajes de videojuego que se encargaban de proteger la ciudad hackeando la red para que la mafia y los poderosos no se salieran con la suya.

Saqué la gorra azul oscura y desgastada que había guardado previamente en el cajón y me até un pañuelo parecido al de Taka alrededor de la cabeza, hasta que cubrió parte de mi nariz y la totalidad de mi boca. Cambié el bolso por mi mochila Eastpak negra, y me la colgué a la espalda.

—¿Estás lista para Lucca? —me preguntó, expectante.

—Claro que sí.

—Entonces... —Dio un paso atrás y salió de la habitación. Extendió el brazo hacia delante, señalando el pasillo, y añadió—: Después de ti.

En una convención de este tipo, un japonés guapo como Taka se convertía en el objetivo de una fan zone. Llamaba la atención, y eso a pesar de llevar media cara cubierta por el pañuelo. Pero era alto, estilizado y sus ojos, grandes para un asiático, atraían las miradas. Y qué decir de su pelo...

Iba a pasármelo muy bien comprobando cómo el arisco de mi mejor amigo se sacaba de encima a las féminas que no solo querrían hacerse selfies con él. Con las hormonas por las nubes, esas chicas aprovecharían cualquier ocasión para secuestrarlo, meterlo en un callejón y violarlo si podían.

Y yo me iba a tronchar de la risa oyendo a Taka y sus contestaciones bordes y faltas de tacto. Y no porque fuera mala persona, sino porque Taka no aguantaba a la gente en general. Tenía un carácter especial debido a su grandísima inteligencia y tolerancia cero a la mediocridad. Era un genio en lo suyo. Una auténtica eminencia que, a sus veintidós años, había recibido una beca de Apple para trabajar con ellos en el departamento de nanoingeniería. Y Google también lo había intentado fichar. Como él nos decía: «Escucho ofertas pero me iré con quien me ofrezca el proyecto más interesante».

Con doce años entró en los ficheros de la NASA y sacó a la luz información confidencial del gobierno de Estados Unidos. Entonces estaba obsesionado con los extraterrestres y sabía que los americanos no decían toda la verdad.

Obviamente, le inhabilitaron, le prohibieron tocar un ordenador hasta que fuera mayor de edad. Pero, si Taka les hubiera hecho caso, yo jamás le hubiera conocido. Así que se las arregló para seguir haciendo de las suyas.

Diez años después, no solo se había convertido en uno de los tres hackers menores de veinticinco más importantes y marcados del mundo, sino que además tenía ofertas de las principales empresas internacionales para incorporarlo a su nómina. Nóminas con muchos ceros.

Él ya tenía el futuro asegurado.

Yo todavía me lo tenía que labrar.

Lucca todavía conserva su aspecto de pueblo medieval, y sus calles son estrechas, bordeadas por casas con fachadas de estilo etrusco y balcones poblados de flores.

Los habitantes de aquel lugar se habían volcado con el evento de tal forma que terrazas, ventanales, fachadas, monumentos, restaurantes y cafeterías lucían adornados con cintas y carteles publicitarios del festival. En la plaza central había un increíble rótulo desplegable que cubría todo el frontispicio de un edificio con la imagen del último Assassin’s Creed, y abajo había una carpa dedicada a ese juego.

A través de los altavoces intercambiaban la información del nuevo lanzamiento junto con los últimos hits que golpeaban con fuerza en todas las emisoras, como el «First» de Cold War Kids.

Caminamos dos manzanas hasta el café de la Piazza Napoleone, en cuyo centro ejercía de guardiana una escultura de María Luisa de Borbón. Entonces divisé a una multitud de chicos alrededor de una de las mesas de la terraza cubiertas por parasoles blancos. No tenía ninguna duda de lo que estaban admirando como groupies.

Sentada, con las piernas cruzadas, una larga melena rubia que ondeaba al viento como los animes, y unos labios muy gruesos y muy pintados, se encontraba Thaïs, disfrazada de Ino Yamanaka, un personaje de Naruto. Estaba esperándonos, sabedora sin duda de lo que provocaba a su alrededor, disfrutando de lo que su ropa ajustada, sus botas altas, su pantalón estrecho y su top azul eléctrico y aquel escote provocaban en los demás. Cuando nos vio, sonrió y levantó una mano para saludarnos desde la lejanía como si dijera:

«¿Habéis visto a mi nuevo séquito?».

Ella personificaba la antítesis de lo que yo encarnaba.

Thaïs era el imposible del mundo friki, y también el sueño húmedo de los adolescentes cachondos que como locos babeaban por ella nada más verla.

Era alta como Taka, delgada, de proporciones y medidas casi perfectas, o eso decía ella, porque yo de verdad creía que lo eran sin el casi. Tenía los ojos verdes y unos pechos que triplicaban los míos. Yo era más bien una especie de tabla de planchar, aunque con protuberancias.

Era como si ella se hubiera desarrollado como mujer y se sintiera todo lo cómoda y familiarizada con su cuerpo que yo no me sentía.

En realidad, yo no tenía nada por lo que quejarme: estaba delgada, tenía una figura aceptable y al menos no me obsesionaba por lo que comía o dejaba de comer, como la mayoría de las chicas de mi colegio. Pero a esa edad supongo que todas nos sentimos inseguras.

Menos Thaïs. Ella y yo éramos dos caras diferentes de una misma moneda. Diferentes por nuestros estilos opuestos.

Yo era muy observadora y también reservada, me costaba dar confianza de buenas a primeras y no tenía ni idea de coquetear.

Thaïs era muy extrovertida, soltaba lo primero que se le cruzaba por esa cabecita brillante que poseía y ligaba hasta con su sombra. Tenía la capacidad de seducir e impulsar a la gente a hacer lo que ella quisiera que hicieran. Por eso era una periodista cibernética de vanguardia, por la facilidad que tenía para obtener cualquier tipo de información. Gracias a su tenacidad, cuando se graduó en el instituto, presentó como proyecto de final de curso un blog llamado Frikinews, de cosecha propia, en el que los periodistas e informadores eran los mismos usuarios que podían colgar sus artículos con facilidad desde cualquier parte del mundo.

De ese modo, Thaïs creo una especie de agencia informativa con más de medio millón de seguidores, todos periodistas de vocación a su cargo, personas que la veneraban, aunque ella nunca reveló su identidad. Obviamente, le habían comprado los derechos de su blog por muchísimo dinero, más del que ella podría llegar a gastarse alguna vez en esta vida. Frikileaks seguía en pie, y Thaïs era su mayor accionista. De su blog habían salido suculentas y relevantes noticias, ya que, en su mayoría, el blog lo regentaban hackers que se colaban en las bases de información de todo tipo de instituciones, incluso de las que guardaban sus secretos más oscuros y jugosos bajo llave con códigos cifrados. En fin, que mi amiga era todo un portento.

Para colmo, su madre había sido una top model de los noventa, y ella había heredado su gracia y su manera de moverse y de mirar, como si estuviera posando a cada momento. De hecho, cuando nos pasó su foto por mail, después de haber entablado amistad por el foro de mangas japoneses, Taka y yo creímos que nos tomaba el pelo y que había cogido una foto de una modelo de revista para ocultar sus inseguridades respecto a su físico.

Pero al final resultó que no tenía nada por lo que sentirse insegura, porque Thaïs era guapa a rabiar y lo sabía.

No obstante, aunque ambas fuéramos muy diferentes, también éramos indivisibles e inseparables, como las caras de esa misma moneda.

La quería como a una hermana mayor, tanto como ella me quería a mí, como a la hermana pequeña que había elegido tener.

Hay familia que te toca y familia que se elige. Nosotros tres éramos familia porque así lo habíamos decidido.

Finalmente llegamos donde ella estaba, y apartamos a su legión de admiradores y lacayos entre codazos, fastidiando las fotos y los primeros planos de más de uno.

Thaïs se levantó de la silla, abrió los brazos y me sepultó entre ellos de tal modo que mi mejilla quedó apoyada entre sus tetas. Le encantaba hacer eso.

—¡Pequeña Hobbit!

Mi gorra se descolocó y tuve que ponerla en su sitio mientras me reía. Taka y ella siempre se metían con mi altura solo porque ellos eran más altos. Aunque yo no era bajita: ellos eran demasiado larguiruchos.

—¿Dónde está tu gorra y tu cubrebocas, Thaïs?

Taka no le dijo ni hola ni nada. Se fue directo a la yugular, como siempre hacía cada vez que la veía.

Thaïs me apartó con amabilidad, me guiñó un ojo y espetó dirigiéndole una mirada coqueta:

—Ya está el Takaguafiestas...

Aun así, se volvió hacia él y le dio un abrazo amistoso, aunque mi amigo se quedara tieso como un palo.

—Hola a ti también, Taka —dijo, animada. Taka refunfuñó entre dientes y añadió un hola forzado—. ¿Me lo parece o te ha poseído el pitufo gruñón? —Le señaló la cabeza con el dedo índice.

Los dos eran mayores que yo. Thaïs tenía veinte años y Taka veintidós. Se suponía que los maduros del trío debían ser ellos, pero no era así. Yo era la más madura de todos.

—Y ya veo que tú te has dejado la mitad de la ropa en casa —murmuró él, disgustado, mirando de reojo su escote y su vientre plano al aire.

Thaïs sonrió y alzó la barbilla.

—¿Me estás mirando las tetas? —preguntó ella directamente—. ¿Tú qué dices, Lara?, ¿crees que al japo se le van los ojos?

Yo no entendía demasiado bien el juego que se traían los dos. Su relación siempre parecía tensa y a veces demasiado mordaz. Pero daba la sensación de que estaban a gusto con ello, como pez en el agua lanzándose pullas.

—¿Y quién lo va a culpar? —pregunté soltando una risita y encogiéndome de hombros—. Se me van a mí y soy una chica...

—A Thaïs le gusta demasiado revolucionar el gallinero.

—Eso es porque no hay un gallo que me dé la réplica —contestó sin mirar a Taka pero dirigiéndose a él veladamente.

Dado mi carácter más huidizo, me sentiría incómoda si alguien me hablase así. Pero daba la impresión de que ellos se retroalimentaban jugando de ese modo. Fuera como fuese, hacía tiempo que yo había dejado de meter mis narices en su modo de hablarse y de hostigarse.

—Me voy a por cafés —les dije al tiempo que puse los ojos en blanco. No quería estar presente cuando empezaran a lanzarse rayos con los ojos—. ¿Queréis algo?

Taka pidió una cerveza, y Thaïs asintió sonriendo relajada.

—Otro café con nata por encima.

Tomé nota y me alejé de ahí sin demasiados aspavientos.

Cuatro

Me dirigía al interior de la cafetería, cuya construcción y fachada granate me recordaban a las tiendas de la Roca Village, un centro comercial adonde mi pijastra me llevó alguna vez para vestirme como ella quería.

Estaba abriendo mi mochila para sacar la cartera cuando, justo al entrar en la cafetería, choqué contra un gigante verde disfrazado de Hulk. Reboté en la masa de músculos de ese tío y caí hacia atrás como una tabla.

Pero no golpeé el suelo. Unos brazos fuertes me sostuvieron y mantuvieron mi cabeza y mi trasero a salvo. Iba a darme un soberano porrazo, pero alguien lo amortiguó con sus manos, sus brazos y los reflejos que yo no tenía.

—¡Eh, Hulk! —oí la voz del chico que me había sostenido y una sensación de vacío se apoderó de mí. Me estremecí por dentro. No lo sabría explicar—. ¡Mira por dónde vas, tío!

Hulk se volvió, alzó la mano en señal de disculpa y dijo algo en alemán que no comprendí.

Sentía cómo las manos que me agarraban me ayudaban a incorporarme. El tipo me miró por encima del hombro, yo alcé el rostro y la visera de la gorra me dejó ver poco. Tuve que levantármela con los dedos para mirarle.

Cuando le vi, tuve la sensación de que ese día aún no había amanecido para mí; había abierto los ojos, sí, pero no estuve despierta hasta que me sumergí en sus pupilas y contemplé mi reflejo en aquel mar dorado y amarillo, delineado por una espesa y negra franja de pestañas rizadas y largas, las más largas que había visto jamás en un hombre.

Me quedé sin palabras.

Era como estar entre las garras de un enorme gato sin domar; un puma de pelo negro cuyos ojos exóticos me absorbían como los imanes al metal.

Tenía el pelo azabache rasurado, muy corto, con tres rayas finas, pronunciadas y hechas a máquina en un lateral. Sus cejas gruesas enmarcaban una cautivadora mirada y la intensificaban hasta lo imposible. Su boca ocultaba una sonrisa algo impertinente, y parecía decir que el mundo en general no iba con él; como si fuera demasiado hermoso para ser mortal. ¿Quién sobraba?, ¿el mundo o él? ¿Acaso importaba?

Yo no sabría catalogarlo, pero esa cara tan guapa bien podía pertenecer a un ángel o a un demonio. Y por aquel gesto socarrón y la falta de ternura en sus ojos, diría que era la faz de un diablo.

Fui muy consciente de cómo le ardían las manos y de cómo su calor traspasaba la tela de mi chaqueta de verano hasta marcarme la piel.

Era la primera vez que tenía tanta consciencia de la presencia de un chico junto a mí, y me pareció imposible apartar mis ojos de él.

Hasta que vi que movía los labios, me estaba hablando y yo no me enteraba de nada.

—¿Qué? —dije sin comprender.

—Que tú también mires por dónde vas.

Parpadeé sorprendida. Me reñía por mi torpeza. Carraspeé y me aparté de él, aunque mi independiente cuerpo se rebeló al dejar de sentir su contacto, y eso me incomodó.

—Me ha sorprendido —expliqué colocándome bien la visera—. Estaba sacando el monedero y...

Entonces, él centró su atención en mis deportivas Adidas de Rita Ora, que eran de muchos colores porque estaban inspiradas en una colección de cómic.

—Bonitas zapatillas —espetó, burlón.

Yo les eché un vistazo. A mí me encantaban, pero al parecer él las encontraba ridículas.

—Deberías prestar más atención —dejó escapar de nuevo.

Tuve la sensación de que todo en mí le desagradaba, y no me sentó nada bien.

—¿Cómo dices?

—Una Watch Dog no tiene esos descuidos —me interrumpió, cortante—. Una Watch Dog vigila y está atenta a todo y a todos. No pareces un perro guardián; debes de ser una cachorrita.

El segundo reproche. Vaya con el diablo. De repente parecía mi padre.

Me puse roja como un tomate.

—Hulk ha creado un error en mi sistema —espeté. Era malísima haciendo bromas, aunque los demás sonrieran cuando soltaba alguna parida—. No contaba con él. Me ha desconcertado. Pero gracias por detener el golpe.

Ese chico no rió en absoluto. Solo continuó traspasándome con aquellos ojos de embrujo, pensando seguramente que era tonta y torpe. Fuera lo que fuera, no añadió nada más.