Boda inesperada - Allison Leigh - E-Book

Boda inesperada E-Book

ALLISON LEIGH

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Beschreibung

Axel Clay estaba volviéndola loca. Tara Browning no se lo podía creer. Con la misma rapidez con la que se había descubierto disfrutando de un inesperado y delicioso fin de semana con Axel Clay, este había desaparecido de su lado sin despedirse siquiera. ¿Habría sido un sueño? Pero el bebé que estaba esperando parecía bastante real. Varios meses después, Axel se presentó en la puerta de su casa diciéndole que iba a ser su guardaespaldas mientras su hermano testificaba en un juicio contra un peligroso criminal. Estando tan cerca de él, ¿sería capaz de mantener Tara su secreto? Y más aún, ¿sería capaz de mantener las manos alejadas de aquel hombre autoritario que había vuelto a ponerse a su alcance?

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2009 Allison Lee Davidson

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Boda inesperada, n.º 7 - julio 2016

Título original: A Weaver Wedding

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicado en español en 2009

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8660-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

Quieres que te traiga otra margarita?

Tara Browning alzó la mirada hacia los compasivos ojos de la camarera y forzó una sonrisa, intentando disimular su fastidio por el plantón que le había dado su hermano.

—Claro.

—Ahora mismo te la traigo —la camarera se dirigió hacia la barra y desapareció entre los muchos clientes que abarrotaban aquella zona del bar.

Tara suspiró y miró hacia la puerta. Sloan continuaba sin aparecer.

No podía fingir que no estaba desilusionada. El mensaje que su hermano mellizo le había dejado en el teléfono era el primero que recibía desde hacía tres años. Y habían pasado cinco desde la última vez que le había visto en persona. Debería haberse imaginado que no iba a aparecer. Ni siquiera aquel día, el día en el que ambos cumplían treinta años.

Suspiró y cruzó involuntariamente la mirada con la de un hombre que la observaba desde la barra del bar. Tara desvió inmediatamente la mirada. No quería ligar con nadie. Aquello de sentarse en la barra de un bar era algo que no se permitía siquiera en Weaver, el lugar en el que vivía y trabajaba, y, por supuesto, no iba a hacerlo en Braden, que estaba a casi cincuenta kilómetros de distancia. Había ido allí por Sloan McCray. Punto.

—¿Le importa que me lleve este taburete? —le preguntó el chico que estaba en la mesa de al lado.

Tara se encogió de hombros. A esas alturas, ya no esperaba que su hermano apareciera.

El chico se levantó del taburete en el que estaba sentado para ir a buscar el de la mesa de Tara.

—Gracias, señora.

«Señora». Cumpleaños feliz, Tara.

El hombre de la barra continuaba mirándola, así que Tara se volvió mientras aceptaba la margarita que le acababa de llevar la camarera. En realidad no sabía por qué se había molestado en pedir otra copa cuando no era una persona aficionada al alcohol. Tampoco sabía por qué continuaba en aquel bar cuando era dolorosamente evidente que su hermano no iba a ir, dijera lo que dijera el mensaje.

Se levantó del taburete, tambaleándose ligeramente. No iba a pedir un taxi para volver a Weaver. Incluso en el caso de que tuviera la suerte de encontrarlo, se vería obligada a volver al día siguiente por la mañana para buscar su coche.

De modo que tendría que pasar la noche en el hotel que había al otro lado de la carretera.

Si se hubiera pedido un refresco de limón, habría podido volver esa misma noche a Weaver, el lugar en el que se encontraba supuestamente su hogar. Pero ni a ella misma se le escapaba lo irónico de su situación. Tampoco en Weaver había encontrado su lugar en el mundo. Aquélla era la triste historia de su vida.

—¿Ya te vas?

Tara se detuvo en seco cuando un hombre le interrumpió el paso. Rápidamente se dio cuenta de que no era el mismo que había estado mirándola desde la barra. Alzó la mirada hacia él, haciendo un esfuerzo por enfocarla. Le sacaba por lo menos unos quince centímetros e incluso en la penumbra del bar, sus ojos resplandecían como el oro viejo.

—¿Axel? ¿Axel Clay?

—Así que te acuerdas de mí —esbozó una ligera sonrisa—. Me conmueve.

Era imposible no acodarse de él. La familia Clay era la piedra angular de Weaver. Los hombres de la familia eran todos idénticos, altos y casi ridículamente atractivos y las mujeres eran tan bellas y distintas como las flores silvestres en primavera. Cualquier habitante de Weaver habría tenido que vivir debajo de una piedra para no conocer a los Clay.

—¿Qué haces por aquí?

—Tomar una copa, como todo el mundo —contestó, sonriendo y alzando su copa.

—Me refiero a que qué haces en Braden.

Estaba aturdida, y Axel olía maravillosamente bien. En medio de todos los que abarrotaban el bar, era como un golpe de aire limpio y fresco.

—Hace más de un año que no pasas por Weaver —se sonrojó al instante—. Por lo menos eso es lo que he oído en la tienda.

Axel agarró a Tara del codo y la apartó para que pudiera pasar la camarera.

—He estado fuera del país.

Sí, eso también lo había oído. Había oído hablar de sus viajes, de su talento para la cría de caballos y de que se había convertido en un soltero tan codiciado como inalcanzable.

Axel volvió a sonreír y Tara comenzó a sentir que le daba vueltas la cabeza. Eso le pasaba por llevar la vida de una monja, se regañó. Tomaba una copa, veía a un hombre atractivo y de pronto se descubría intentando reprimir una fuerte oleada de deseo.

—¿Y qué tal va Classic Charms?

Tara se humedeció los labios deseando no haber dejado la margarita en la mesa. Por lo menos le habría servido para hacer algo con las manos.

—Me sorprende que te acuerdes del nombre de la tienda —había pasado muy pocas veces por allí, y normalmente acompañado por su madre.

—Bueno —por un momento, fijó la mirada en sus labios—, tú no eres la única que tiene memoria. Me acuerdo de muchas cosas…

Tara nunca había tenido tanta sed.

—El negocio va bien. Pronto tendré que contratar a alguien para que me ayude.

—¿Sigues teniendo esa cabina de teléfono en medio de la tienda?

—Eh, sí…

Era una cabina telefónica de color rojo intenso que utilizaba como expositor para la ropa interior un tanto subida de tono.

—Ya te he dicho que me acuerdo de muchas cosas —Axel apuró el resto de su copa—. ¿Y qué estás haciendo tú en Braden?

—Se suponía que había quedado con mi hermano, pero parece que no ha podido venir.

Axel le pasó el brazo por los hombros y Tara se quedó de piedra, hasta que se dio cuenta de que la estaba apartando para que pudiera pasar la camarera.

—Él se lo pierde y yo salgo ganando. Vamos a sentarnos.

Por mucho que intentara evitarlo, la tentación era casi insoportable.

—No creo que quede ninguna mesa libre—ya habían ocupado la que ella acababa de dejar.

—Entonces, vamos a bailar.

Antes de que pudiera protestar, la agarró de la mano y la condujo entre la gente hasta una pista de baile minúscula.

Clavar los pies en el suelo no funcionó. Se vio indefectiblemente atrapada por el terremoto de Axel.

—No sé bailar —le advirtió por encima del sonido de la música.

Axel le hizo apoyar la mano en su hombro derecho y la agarró por la cintura.

—Todas las mujeres guapas saben bailar.

Tara jamás se había considerado una mujer guapa, pero ya fuera por sus palabras o por la mano que sentía en la cintura, se sintió de pronto ardiendo de la cabeza a los pies.

La música vibraba a su alrededor mientras el cantante se lamentaba por los deseos insatisfechos, y sentía cada una de las huellas dactilares de los dedos de Axel atravesando su blusa roja. Quizá fueran imaginaciones suyas, pero tenía la sensación de que aquellos dedos se flexionaban sutilmente contra ella, como si fueran las garras de un enorme gato de pelo dorado preparando a su presa.

Tara llevaba cinco años viviendo en Weaver, pero no había tenido ninguna relación sentimental con nadie de allí. En realidad, tampoco las había tenido antes; no había vuelto a salir con nadie desde que se había ido a pique su matrimonio cerca de mil años atrás.

—Tú eh… ¿habías quedado con alguien?

—A mí también me han dejado plantado —le susurró Axel al oído.

—¿Pero quién te va a dejar plantado a ti? —preguntó Tara sin pensar, y se ruborizó hasta la raíz del cabello.

—En este momento me cuesta recordarlo, porque no esperaba nada especial de la velada. Y aun así —dijo, mientras se estrechaba ligeramente contra ella—, mira cómo estamos.

Tara volvió a sentir que le daba vueltas la cabeza, pero la sensación no fue en absoluto desagradable. Axel deslizó el pulgar por la palma de su mano y un fuego líquido comenzó a correr por sus venas. Estaba tan paralizada como si le hubiera dado un beso en la boca.

—Hoy es mi cumpleaños —dijo estúpidamente.

Axel clavó la mirada en su rostro:

—¿Has apagado las velas y has pedido un deseo?

Sí, había pedido un deseo: volver a ver al único familiar que tenía. Y teniendo en cuenta que no tenía manera de ponerse en contacto con Sloan y que había sido él el que le había dejado aquel mensaje, pensaba que era algo que también su hermano quería. Pero era evidente que se había equivocado.

—No he tenido ni tarta ni velas —contestó.

Axel volvió a deslizar el pulgar por la palma de su mano.

—Eso no está bien. En mi familia no falta nunca la tarta en un cumpleaños.

A Tara no le sorprendió. No había una sola persona que viviera en Weaver y no supiera lo unido que estaba a aquel clan. Aquella familia era la antítesis de la suya.

—Cuando estás solo, lo de la tarta y las velas parece insenesario —le explicó, frunció el ceño y se corrigió—, innecesario.

—Bueno, pero esta noche ya no estás sola —replicó Axel con los ojos entrecerrados.

Ya no estaba acariciándola con el pulgar. En aquel momento, tenía el dedo en el centro de su mano, contra su palma y Tara lo sentía como si una corriente eléctrica la atravesara directamente desde allí hasta el corazón.

Axel volvió ligeramente la cabeza, como si quisiera contemplar sus manos unidas.

—A mí me parece que ahora somos dos.

El corazón le latía con una fuerza atronadora. Tara se sentía como si todas sus terminales nerviosas estuvieran a punto de estallar.

—De acuerdo —su palabras fueron poco más que un suspiro, pero Axel curvó los labios en una lenta y satisfecha sonrisa.

Entrelazó los dedos con los suyos y antes de ser siquiera consciente de lo que estaban haciendo, Tara sintió el frío aire de una noche de octubre contra su rostro y se descubrió frente a la puerta abierta del local. Se acordó entonces de que se había olvidado la chaqueta, pero no le importó, porque cuando todavía no se habían apartado de la puerta, Axel le hizo volverse entre sus brazos, la estrechó contra él y cubrió sus labios con la boca.

En el interior de Tara estalló todo el calor de una tarde de verano.

Axel posó la mano en su cuello y fue deslizándola lentamente hasta su barbilla. Después, alzó la cabeza y fijó la mirada en sus ojos.

—Dejemos los deseos a un lado, ¿qué quieres de regalo de cumpleaños, Tara Browning?

Tara se humedeció los labios, saboreando al hacerlo el gusto que Axel había dejado en ellos.

—A ti —se le escapó. Qué descaro. El rostro le ardía—. Lo siento, puedes echar la culpa a las margaritas.

—Me habría gustado tener también algo que ver en ello —le acarició la espalda y la estrechó de tal manera contra él que ni el frío aire de Wyoming pudo interponerse entre ellos.

Tara tomó aire. Toda ella se sentía tan suave, tan blanda…, mientras que él… Él era todo lo contrario.

Axel le rozó la barbilla con los labios y continuó deslizándolos hasta su oreja.

—Tenerme a mí es la parte más fácil. Pero antes —esbozó una sonrisa traviesa— tendremos que celebrar tu cumpleaños como es debido.

Si no hubiera sido porque Axel la tenía abrazada, Tara habría vuelto a tambalearse.

—¿Celebrarlo?

—Por lo menos no pueden faltar la tarta y las velas —se quitó la cazadora con un rápido movimiento y se la echó por los hombros.

Tara notó a su alrededor el peso del cuero y la intensidad de la fragancia de Axel. Tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no terminar convertida en un charquito a sus pies mientras se sujetaba la cazadora con una mano. Axel le tomó la otra y la condujo por el aparcamiento hasta su camioneta.

—Si conseguimos encontrar una tarta a estas horas, soy capaz de comerme un sombrero —dijo Tara, intentando dominar la emoción que corría por sus venas.

—Hay cosas mucho más sabrosas.

Axel le abrió la puerta, agarró a Tara por la cintura y la alzó, deslizándola a lo largo de su cuerpo.

—Desde que tenía quince años, no había vuelto a sentir la tentación de hacer el amor con una mujer en un aparcamiento.

Tara tragó saliva, impactada por el eco húmedo y ardiente que sus palabras tenían en ella.

—Yo… no suelo hacer este tipo de cosas.

—¿Te refieres a celebrar tu cumpleaños? —susurró Axel contra su cuello.

—Me refiero a invitar a un hombre a mi habitación. Estaba pensando en quedarme a dormir en el hotel que hay al otro lado de la carretera.

Tara no sabía si eran Axel o las margaritas las que le hacían tan audaz, pero la verdad era que no le importaba. Al fin y al cabo, eran dos personas adultas.

—Estupendo —contestó Axel, deslizando los labios sobre los suyos con un beso que le aceleró a Tara nuevamente el pulso—. Ya tenemos un lugar al que ir con nuestra tarta —la sentó en el asiento de la camioneta—, y también en el que comerla.

A Tara le dio un vuelco el corazón en el instante en el que Axel cerró la puerta. Le siguió con la mirada mientras él rodeaba la parte delantera de la camioneta y en el momento en el que sus ojos se encontraron, el tiempo pareció detenerse… Hasta que Axel continuó caminando, abrió la puerta y se sentó tras el volante.

—¿Lista?

—Sí —contestó Tara con voz ahogada.

Dios santo, ¿en qué lío se había metido?

Pero Axel la miró de reojo, sonrió y le estrechó la mano, borrando todas sus preocupaciones, disolviendo todos sus temores. En ese momento, comprendió que estaba exactamente donde quería estar: con Axel.

Capítulo 1

 

Había corazones por todas partes. Si alguien hubiera entrado en aquel momento en el gimnasio de la escuela preguntándose qué se estaba celebrando, definitivamente, los corazones habrían despejado todas sus dudas.

—¿Cuánto valen estos pendientes?

Tara le sonrió a la adolescente que acababa de acercarse a su puesto. Aunque era trece de febrero, estaban celebrando el día de San Valentín. Los organizadores habían decidido que para los habitantes de Weaver, era preferible organizar la feria un sábado.

—Te los puedes llevar a cambio de una lata de comida para la campaña de recogida de alimentos —el resto del dinero que ganara estaba destinado al proyecto de ampliación de la escuela.

—Prométeme que no los venderás, ¿de acuerdo? Ahora mismo vengo.

—Te lo prometo —Tara observó a la chica alejarse a toda velocidad por un gimnasio repleto de puestos en los que se podía encontrar desde besos hasta galletas.

Todos los comercios de Weaver tenían algo interesante que ofrecer para la feria. Incluso Tara, a pesar de que lo último que le apeteciera celebrar fuera el amor.

Permanecía sentada en un taburete detrás de su mesa. Dos horas más y podría llevar de nuevo sus cosas a Classic Charms, sintiéndose satisfecha por haber participado en el último ejercicio destinado a enaltecer el espíritu de la comunidad.

No tenía ningún motivo para quedarse después en el gimnasio. La feria terminaría con una cena y un baile, pero el hecho de haber comprado la entrada para ambas cosas no la obligaba a asistir.

Porque lo único que le apetecía hacer aquella noche era meterse en la cama. Sola.

—Buenas tardes, Tara —Hope Clay, una de los organizadoras de la fiesta y miembro de la junta del colegio, se detuvo ante su puesto—. Parece que ha ido bien el negocio —señaló la mesa, casi vacía—. Es la primera vez que me acerco a tu puesto. Quería comprarles algo a mis sobrinas.

Tara esbozó una sonrisa. Ya había visto por allí a sus sobrinas.

—Leandra ha entrado con Lucas en brazos en cuanto han abierto la puerta del gimnasio.

Hope se echó a reír; era una mujer que no aparentaba los cincuenta años que tenía.

—Aunque sólo tenga dos años, ese niño lleva la sangre de los Clay en las venas. Tristan y yo nos quedamos con él y con Hannah hace unas semanas. Cuando Leandra y Evan vinieron a buscarlos estábamos agotados —sacudió la cabeza sin dejar de sonreír—. Pero no puedo decir de Lucas nada que no tenga que decir del resto de los bebés de la familia.

Hope se fijó entonces en uno de los brazaletes del expositor de cristal.

—Es precioso. ¿Es una amatista?

Tara lo sacó para enseñárselo.

—Sí, de hecho, Sarah —explicó, refiriéndose a otra de las sobrinas de Clay—, le ha comprado uno a Megan hace una hora, pero de olivina.

—Me pregunto si será normal que una vieja dama como yo tenga el mismo gusto que su sobrina.

—No eres una vieja —protestó Tara con sinceridad—. Y teniendo en cuenta que los brazaletes los he diseñado yo, me gustaría pensar que eso significa que las dos tenéis un gusto excelente.

—Muy bien dicho —Tristan, el marido de Hope, se detuvo en aquel momento al lado de su esposa y posó la mano en su cuello con un gesto de cariño que hablaba de años de profundo amor.

Hope se volvió sonriente hacia su marido.

—Creía que ibas a pasar toda la tarde de reuniones. ¿Ha ido todo bien?

—Inesperadamente bien —Tristan se volvió entonces hacia Tara con una sonrisa—. Bueno, Tara, ¿cuánto va a costarme esta vez el excelente gusto de mi esposa?

Tara le dijo el precio del brazalete y él sacó la cartera y el dinero. Cuando Tara comenzó a hacerle un recibo, lo rechazó con un gesto. En realidad, a Tara no le sorprendió, teniendo en cuenta que su empresa de juegos de ordenador, CESID, había financiado ya gran parte del proyecto de expansión del colegio. En general, los Clay eran muy generosos cuando se trataba de apoyar a la comunidad. Aunque había otros Clay que eran expertos en darse a la fuga.

Apartó rápidamente aquel pensamiento de su mente y terminó de envolver el brazalete.

—Aquí lo tienes. Espero que lo disfrutes.

—Aquí está la lata —la adolescente regresó casi sin aliento y le tendió una enorme lata y un montón de monedas—. No has vendido los pendientes, ¿verdad?

Tara sacó los pendientes y se los tendió.

—Te había prometido que te los guardaría.

—Sabía que sería una buena idea lo de la feria —dijo Hope mientras tomaba la lata y la dejaba en el cubo que tenía Tara al lado del puesto—. Te veré más tarde en el baile —y se alejó del brazo de su marido.

Tara tuvo que reprimir la punzada de envidia que sintió al ver marcharse a la pareja e intentó concentrarse en su joven cliente.

—Pero sabes que para ponerse esos pendientes necesitas tener agujero.

—Sí, me hice los agujeros en las orejas el mes pasado —miró emocionada sus pendientes nuevos—. En cuanto pueda quitarme los que me pusieron entonces, éstos serán mis primeros pendientes de verdad. Por fin —elevó lo ojos al cielo—. Pensaba que mi padre nunca iba a dejarme ponerme pendientes.

Tara se identificaba plenamente con ella. A pesar de sus frecuentes ausencias, su padre la había educado con mano de hierro.

—Así son los padres —envolvió los pendientes en papel de seda y los guardó en una cajita—. Aquí los tienes.

—Gracias.

La chica se alejó sosteniendo la cajita como si fuera un tesoro.

Tara se sentó de nuevo en el taburete y miró el reloj. Una hora más y podría comenzar a recoger.

Desgraciadamente, la hora se le hizo eterna, porque cada vez eran menos los clientes.

Tenía la botella de agua casi vacía, la vejiga llena y lo único digno de observación era la cola que había en el puesto de besos de Courtney Clay.

Al cabo de un rato, Tara se volvió, se llevó la mano a la boca para disimular un bostezo y buscó debajo de la mesa las cajas en las que había llevado el material para el puesto aquella mañana. Todavía no había pasado una hora, pero ya tenía más que suficiente.

Colocó la primera caja encima del taburete y comenzó a guardar la ropa que no había vendido. La descolgaba de las perchas y la doblaba con mucho cuidado. Cuanto más cuidado tuviera, menos trabajo tendría en el momento de volver a colocarlos en la tienda.

Llenó la primera caja y la dejó en el suelo. Después, se agachó para buscar la segunda.

—¿Tienes a alguien enterrado debajo de la mesa? —preguntó una voz grave, profunda, divertida.

Y dolorosamente familiar.

El corazón estuvo a punto de salírsele del pecho mientras se iba incorporando. Desvió la mirada de Axel y sacó otra caja, recordándose que debía evitar sus ojos. Que, precisamente, había sido al mirarle a los ojos cuando habían empezado todos sus problemas.

—¿Qué estás haciendo aquí?

No fue un saludo muy hospitalario, y deseó haber sido capaz de disimular. Habría preferido que pareciera que no daba ninguna importancia a su inesperada aparición.

—Tenemos que hablar.

—¿Después de cuatro meses de silencio? Me temo que no.

Maldita fuera, aquello tampoco sonaba muy despreocupado. Agarró el resto de la ropa y la guardó en la caja de cualquier manera. Quería salir cuanto antes de allí.

—Tara…

Pero Tara ya se había agachado para buscar una tercera caja. Y aprovechó que estaba oculta debajo de la mesa para suspirar.

Sólo era un hombre como cualquier otro, se había dicho millones de veces desde que aquella noche de pasión que habían pasado en Braden se hubiera convertido en un fin de semana. Habían pasado más de cuarenta y ocho horas encerrados en una habitación diminuta. Y durante esas cuarenta y ocho horas, había comenzado a pensar estúpidamente en cosas que no tenía ningún derecho a pensar. Había comenzado a pensar en imposibles.

Pero la brusca desaparición de Axel, que no estaba ya en la cama cuando ella se había despertado la última mañana, había puesto freno a todas sus ilusiones.

Lo único que había dejado tras él era una nota en la que le decía que la llamaría. Había garabateado el mensaje en la caja de la tarta de chocolate que había conseguido encontrar la primera noche, después de recorrer tres tiendas diferentes. Una tarta que habían compartido durante aquellos dos días de todas las maneras imaginables.

Pero Axel no sólo había desaparecido de su cama, sino que después de aquello, tampoco había vuelto a aparecer por Weaver. Ni al día siguiente, ni a la semana siguiente, ni al mes siguiente…

Los pensamientos que habían compartido, las risas, la pasión, nada de eso parecía tener para él la menor importancia.

Pero ella ya era una mujer adulta. De modo que tenía que ser capaz de asumir las consecuencias.

Agarró la caja, la sacó y cuadró los hombros mientras se levantaba.

Desgraciadamente, Axel continuaba apoyado contra uno de los expositores del puesto, y sus hombros parecían más anchos que nunca con aquel jersey de cuello vuelto que llevaba.

La última vez que Tara había visto aquellos hombros, estaban desnudos y brillantes por el sudor mientras Axel y ella hacían el amor como si fueran incapaces de detenerse.

Tara borró rápidamente aquel recuerdo de su mente y miró hacia el expositor.

—¿Te importa?

Axel retrocedió ligeramente. Ignorando que tenía su pecho a sólo unos centímetros de distancia, Tara abrió el expositor y sacó una de las bandejas.

—Puedo explicarte lo que ha pasado durante estos cuatro meses —se excusó Axel.

—No necesito ninguna explicación —le aseguró Tara—. Lo que pasó, pasó —por fin había sido capaz de responder de forma natural y despreocupada—. ¿Cuándo has vuelto?

—Esta mañana. Pretendía llamarte.

Demasiado poco y demasiado tarde. Cuatro meses tarde, de hecho.

—No tiene ninguna importancia —dijo en el mismo tono de ligereza.

Era una mujer adulta. Habían iniciado una aventura de una noche que había terminado convirtiéndose en un fin de semana. Lo único que en aquel momento le importaba era el hecho de que le hubieran molestado aquellos cuatro meses de silencio.

Mentirosa.

Ignorando el insistente susurro de su conciencia, vació los contenidos de la bandeja en una caja sin ningún cuidado. Ya lo ordenaría todo cuando regresara a la tienda.

—Me surgió algo importante —insistió Axel.

Tara cometió el error de mirarlo, porque pudo ver la mueca que cruzaba aquel rostro tan injustamente atractivo.

—Soy consciente de cómo suena lo que acabo de decir.

—No importa cómo suene o cómo deje de sonar. Todo eso ocurrió hace meses. No es para tanto. Apenas… —estuvo a punto de atragantarse—, apenas me acuerdo.

Axel curvó ligeramente la comisura de los labios.

—¿Sabes que tienes cinco pecas en la nariz? ¿O sólo te salen cuando mientes?

Tara colocó la bandeja vacía en el expositor y sacó la siguiente.

—Bueno, te agradezco que me hayas dado una explicación pero, como puedes ver, estoy ocupada.

—No creo haber explicado nada.

—En ese caso, no hace falta que pierdas el tiempo. Los dos sabemos lo que ocurrió.

Habían pasado un fin de semana juntos y ella había estado a punto de perder el corazón. Él, por su parte, había puesto pies en polvorosa en cuanto había decidido que había llegado el momento de hacerlo.

Axel le quitó la segunda bandeja antes de que hubiera podido dejar los contenidos en la caja.

—Tara…